XXII
El corazón y la noche. Al principio eran solo sensaciones borrosas, como ondas en la superficie del agua; luego, igual que cuando se lanza una moneda a un pozo, las ondas cesaron. Márquez cerró los ojos y la imagen quedó claramente definida en el fondo.
En el sueño hay una luz blanca muy intensa que se clava en los ojos como un cuchillo. Es verano. El sol cae verticalmente, deslumbrante. El río es probablemente un riachuelo de las afueras de Toulouse, un meandro poco profundo del Garona. Dos críos juegan en el embarcadero con los pies en el agua. Hay una mujer sentada en una manta sobre la hierba trenzando mimbre. Está tejiendo una cesta con juncos tiernos. Las voces de los niños se mezclan con el murmullo del río. El niño es muy moreno, con el pelo ensortijado como un arcángel. Tiene algo en las manos, un objeto que destella cuando el sol incide en él. Parece de cristal. Es un tarro de mermelada. La niña observa fascinada cómo enrosca la tapa. Dentro hay algo que se mueve. Una culebra negra de río. Cuando la niña acerca su nariz al cristal, el animal se cimbrea y saca su lengua bífida. Curiosamente en ese instante Márquez se da cuenta de que está soñando y murmura algo para sí: «Tentator hortensis». Después agarra fuertemente el tarro de mermelada como un trofeo y abre con cuidado los ojos.
Enfrente hay una pared blanca de azulejo y una puerta del mismo color. El olor a formol y desinfectante le provoca una arcada. Oye un pitido en el monitor al que la mantienen conectada. El sonido le abre un agujero de dolor en la cabeza. No está sola en la Unidad de Cuidados Intensivos. Alguien permanece de pie a su lado con la boca cubierta por una mascarilla verde. Le cuesta reconocer a Villamil. Su rostro parece un eclipse de sol rodeado de manchas negras como bolas de alquitrán. No ve bien. Le cuesta tragar saliva. La lengua se le pega al paladar.
—Agua…
—Todavía no puedes beber, chiquilla —la voz de Villamil suena rara.
Nunca antes lo había oído hablar tan dulce.
«¡Joder! Debo de estar muriéndome», piensa ella.
Ya no le duele la cabeza pero tiene las manos heladas. Otra vez nota que empieza a moverse el agua en la superficie del pozo. Mientras se hunde hacia abajo, todo es cada vez más profundo y más frío.
A través del pasillo del hospital oye cómo se aleja el tintineo de un carro empujado por una enfermera que hace la ronda de las habitaciones. Es un sonido metálico, como el de un cuchillo que se afila en la cocina. Para y vuelve a arrancar. La asociación de ideas le hace recordar el vaivén de los tranvías con sus raíles, poleas y engranajes chirriantes. Está en Lisboa. La sensación es la de estar viajando en una noria de cristal que se desliza llena de pasajeros por las calles, deteniéndose en cada parada y volviendo a arrancar, tocando casi las ventanas abiertas de las casas: un salón con una mecedora de mimbre y una jaula de pájaros azules, los brazos gruesos de una mujer tendiendo una sábana mientras habla con una vecina, en la Alfama, una radio sonando en alguna parte, la vitrina cerrada de un comedor con fotografías antiguas… Está sentada en la parte de atrás del tranvía. A su lado, Wilberth Santos mira sin ver a través del cristal. Esta vez ella no necesita preguntar nada. Porque todo está allí, dentro de la memoria. El Informe Valech sobre los crímenes de la dictadura chilena y los llamados comandos antisubversivos. Al fin había llegado al compartimento secreto de Wilby.
La mujer es de clase media, barrio de Ñuñoa, estudiante de bellas artes, ni siquiera es una militante de izquierdas, solo alguien que tiene amigos metidos en eso, un simple enlace. Rosario Santos. Veintidós años. Detenida por primera vez el 27 de marzo de 1983 y confinada en el centro de detención General Borgoño, en la avenida República, acusada de colaboración con el MIR. Interrogada, violada y torturada por el brigadier Norberto Urich. Puesta en libertad a los siete meses en avanzado estado de gestación. Secuestrada de nuevo el 15 de noviembre de 1984 por un grupo paramilitar de exmiembros de la DINA cuando se dirigía a su trabajo como ilustradora de libros infantiles en una imprenta de la avenida Grecia, 77. Una más de las miles de detenciones encubiertas. Otras doce mujeres quedaron también embarazadas de sus violadores. Todas desaparecidas o muertas en extrañas circunstancias poco antes de que el Ministerio del Interior diera a conocer los lugares usados por el CNI como centro de detención ilegal. 1132 cárceles clandestinas. Cuarteles, bases navales y aéreas, comisarías, escuelas, retenes, prefecturas, escuelas militares, barcos de la Armada, barcos mercantes, estadios, casas patronales, universidades, estaciones de trenes… El informe es exhaustivo. No deja lugar a dudas. Incluye testimonios de hijos producto de la violación y detalla una relación de los militares implicados en las torturas, algunos de ellos huidos al extranjero y afincados con identidades falsas en países mediterráneos, sobre todo España, Grecia y Portugal. Como el brigadier Norberto Urich. Complexión atlética. Piel bronceada, traje oscuro de Armani. Camisa con las iniciales bordadas y gemelos de oro macizo en los puños.
Demasiado tarde. El conocimiento llega siempre demasiado tarde. El chileno solo intentaba encajar las piezas del collage de su propia vida, pero ella estaba demasiado extasiada con su historia de amor para darse cuenta. Había pagado el precio con creces. Hay recuerdos incurables que destruyen por dentro. Márquez salió del suyo con los síntomas propios de un trauma de manual: pesadillas nocturnas, dificultad de concentración, pérdida de peso, aislamiento, sobresaltos cada vez que sonaba un claxon a su espalda y sensación de culpa o deuda.
Ahora tiene la impresión de haber estado vagando durante horas por calles empinadas sobre cuyo pavimento brillan los raíles curvos de los tranvías, como el día en el que reconoció el cadáver de Wilberth Santos en el instituto anatómico forense de Lisboa con el cuello roto, pero en realidad no se ha movido del sitio. Está inmovilizada en una cama de hospital. Nunca antes le había contado todo aquello a nadie. Ni siquiera ahora es consciente de haberlo hecho. Un accidente de tráfico, dijeron. El chico cruzó la calle por donde no debía. Lisboa y sus trenes que no has de tomar.
El dolor vuelve a martillearle. Cada vez que toma aire siente una contracción en el pecho. Abre los ojos. La habitación ha cambiado. Ahora las paredes no son de azulejo, sino de un tono crema. A su lado hay una cama vacía. A su izquierda, una ventana con persianas Gradulux y encima un reloj grande. Ve cómo tiembla la aguja del minutero cada vez que da el salto hacia la siguiente línea. Son las 8.20 de la mañana, pero no sabe de qué día. Mira alrededor con los ojos entreabiertos. Hay un jarrón con flores encima de la mesita. Hortensias azules. También un oso de peluche grande de color miel que lleva puestos los auriculares de su mp3. Está envuelto en papel de celofán con un lazo rojo junto a otros regalos. Tiene el vago recuerdo de haber visto pasar una procesión de caras conocidas del periódico: Piñeiro, el redactor de cultura, Luis Airoso, Curra Miralles, Elenita de Tomás y hasta el cabrón del director. Recuerda su nariz delgada y huesuda como un dedo cuando se inclinó sobre la cama, murmurando: «Como no te pongas bien, me vas a oír, Márquez».
Estar a punto de morir tiene sus ventajas. Los compañeros te miran de otra forma, incluso los jefes se vuelven algo más comprensivos, aunque sin exagerar.
Pero al tipo de la gabardina con el pelo cortado a navaja que permanece de pie junto a la ventana no lo reconoce. Desde luego no es del periódico. Juega con la varilla de la persiana. Abre y cierra. Cierra y abre. Aunque va vestido de paisano, tiene un aire inconfundible de policía.
Una enfermera con pantalones blancos y zuecos le cambia la cánula del brazo y le remete las sabanas por debajo del colchón. Pregunta si han localizado ya a algún pariente.
—No. Ni padres, ni hermanos, ni familia. —La voz que responde es la de Villamil, y su tono suena seco y reconcentrado. Lleva varios días al pie de su cama como un leal centinela—. No tiene a nadie.
—Pues necesitará que alguien se ocupe de ella cuando le den el alta —apunta la enfermera—. Tardará en recuperarse del todo.
—Yo me hago cargo —responde el periodista sin vacilar.
—Espero que no sea peligrosa —insinúa la enfermera.
—¿Por qué lo dice?
—He oído que ha matado a un hombre, y como han mandado ponerle vigilancia en la puerta…
—Tranquilícese, no está detenida —responde el policía, dejando de jugar con la varilla del Gradulux—. Solo es una medida preventiva. Necesitamos tomarle declaración en cuanto los médicos nos den permiso para hacerlo. Es nuestra única baza —añade mirando a Villamil—. El chico ha muerto.
Márquez traga saliva. Ha oído perfectamente. Sabe que se refiere a Robin. ¿Será una maldición? ¿Estará condenada a perder a aquellos a quienes intenta ayudar durante toda su puta vida? Dos muertos son demasiados muertos. Intenta decir algo pero no le salen las palabras. Quiere comunicarse de alguna manera. Mueve la cabeza hacia los lados en señal de negación y levanta violentamente sus brazos huesudos con los dedos abiertos, como si quisiera romper algo. El vaso de cristal que había en la mesilla se deshace en añicos contra el suelo.
—¿Quieren hacer el favor de hablar más bajo? —protesta la enfermera mientras le administra un tranquilizante por vía intravenosa.
Ahora Márquez se siente mucho mejor. Puede respirar sin que le duela pero sigue teniendo las manos frías. La inyección la va sumiendo en un remanso de paz. Tengo que cerrar los ojos un momento —piensa—. Luego los volveré a abrir. Solo necesito dormir un poco. Arrebujada entre las sábanas, intenta conciliar el sueño hasta que poco a poco su subconsciente va llevándola a un paisaje de novela gótica poblado de campesinos descalzos, obispos taimados y demonios con cabeza de gallo. Ante ella se abre la página de un cuaderno infantil lleno de inscripciones petroglíficas. No es más que una cría de ocho años que juega a adivinar acertijos. Una cosa que cuanto más grande es menos se ve. La oscuridad. Alto, alto como un pino y pesa menos que un comino. El humo. Hay dos ilustraciones casi idénticas en el cuaderno, pero por más que se esfuerza no es capaz de encontrar las diferencias entre una y otra. Se trata de dos xilografías antiguas con forma de óvalo que representan el mismo animal con cabeza de gallo, portando un látigo y un escudo. Márquez levanta la cabeza y se ve reflejada en un espejo con las ojeras muy marcadas. Dentro del azogue Robin sonríe un poco mientras se encoge de hombros. Ella desliza las manos por su espalda hasta revolverle el pelo. Ricitos. Luego se mira las manos y ve que las tiene llenas de sangre. Al chico le han reventado la cabeza de un disparo. Es entonces cuando se da cuenta de la realidad, como si todo encajara. La vida y los sueños, la verdad y su reflejo. Lo comprende de golpe al ver invertida la posición que ocupan ambos en el espejo. El corazón le golpea dentro del pecho como un puño.
Sus pulmones tratan de coger aire desesperadamente. Busca la mesilla de noche a tientas y enciende la lámpara. Son las cuatro y veinte de la madrugada. Villamil dormita a su lado echado en el sofá.