XIII

—Te han dejado guapo de cojones —Arias miraba al comisario con ojos inquisitivos.

Lo cierto es que Castro no presentaba muy buen aspecto. Sin afeitar y con aquel pijama hospitalario de color verde, cualquiera podía parecer un moribundo.

El forense se sentó en un extremo de la cama sin quitarse el abrigo y leyó en voz alta el parte de ingreso. Según el informe médico, el paciente había ingresado a las 20.15 del día anterior con una herida en la sien de cuatro centímetros y síntomas de conmoción cerebral: dolor de cabeza, somnolencia, estado de confusión general y lentitud de reflejos. Presentaba también una rotura del primer metatarsiano del pie izquierdo, afortunadamente sin desplazamiento, lo que significaba que no habría que operar. La resonancia magnética que se le había practicado para descartar daños cerebrales no había mostrado anomalías neurológicas de relevancia, pero el protocolo recomendaba permanecer al menos veinticuatro horas en observación.

—Lo que me faltaba —refunfuñó Castro incorporándose de golpe con cara de pocos amigos. Parecía realmente cabreado.

—Tranquilo. ¿A qué vienen tantas prisas? —le reconvino el forense tratando de que volviera a recostarse—. De aquí no sales hasta que te den el alta.

—¡¿Estás de coña?! —respondió Castro con una expresión de perro apaleado al que todavía le quedan bastantes arrestos—. Me largo ahora mismo. ¿Dónde está mi ropa?

Arias atravesó la habitación hasta la ventana enarcando una ceja con un mohín sardónico, apartó el extremo de un visillo y se puso a mirar con resignación hacia el horizonte. La lluvia caía mansa e insondable.

—A veces se me olvida que eres de Corcubión —rezongó haciendo alusión a la fama de tercos como mulas que tienen los de esa comarca—. Te he traído ropa limpia —dijo señalando una bolsa de El Corte Inglés junto a la mesilla de noche.

Lo conocía lo suficiente como para saber que ni con una camisa de fuerza lograría que se quedase en el hospital.

Castro se rio entre dientes. Tenía una risa peculiar, juvenil y atravesada, y cuando reía mostraba los caninos como un perro flaco, que puede resultar a la vez tierno con sus crías o despiadado con los enemigos, según lo requieran las circunstancias. Una de esas risas de las que conviene protegerse por si acaso.

A las 9.30 entró una enfermera joven con la hoja del alta voluntaria, que Castro se apresuró a firmar. Necesitaba volver al trabajo tanto como un alcohólico anhela un trago. Era una chica simpática que miraba al comisario con evidente arrobamiento. Castro no era un tipo especialmente guapo, su rostro, sobre todo de perfil, resultaba tosco, de rasgos demasiado duros, pero había que reconocer que hasta en sus momentos más bajos tenía un gancho infalible con las mujeres.

—¡Qué cabrón! —le soltó el forense con un guiño cómplice.

La ATS le puso un fuerte vendaje en el pie, le dio unas muletas y se despidió de él con su mejor sonrisa. Media hora más tarde salía del hospital cojeando de un pie y apoyándose en el otro, mientras Arias le abría la puerta del taxi que los llevaría de nuevo hasta la comisaría de policía en la plaza Rodrigo de Padrón en medio de un atasco infernal de viernes lluvioso en hora punta.

El viejo edificio había sido en tiempos casa cuartel de la Guardia Civil y conservaba ese aire recio y algo sombrío de los locales castrenses, pero por dentro estaba totalmente reformado. Castro sonrió con satisfacción al verse de nuevo en su despacho. Se sentó en su sillón giratorio, apoyó el pie vendado encima de la mesa y miró hacia la ventana por encima de los tejados donde se perfilaban las torres barrocas de la fachada del Obradoiro.

Lo primero que hizo fue llamar a su exmujer para decirle que esa tarde no podría recoger a Candela. A juzgar por la cara del comisario, debían de soplar vientos de fronda al otro lado del hilo. De recién casados eran frecuentes entre ellos las disputas domésticas sobre cómo conciliar el horario laboral y el familiar, pero ahora a Castro no le parecía que esa clase de discusión tuviera mucho sentido. De todos modos, no se lo reprochaba. Si no era fácil ser la mujer de un policía, ser su ex tampoco debía de ser moco de pavo. Lamentaba haberle arruinado su sesión de pilates. Pero, qué demonios, que se hubiera casado con un registrador de la propiedad. El comisario se excusó como pudo sin hacer ninguna alusión a su accidente. Más difícil le resultó convencer a la niña. Sus protestas se oían de fondo. Tuvo que prometer que le compraría en el quiosco unas calcomanías de Shin-Chan y asegurarle que el próximo viernes alquilaría el vídeo de El rey león, su cinta favorita, y se pasarían la tarde juntos viendo películas de Disney en el sofá y comiendo palomitas.

Tras colgar, Castro soltó un bufido y se quedó contemplando el desorden de su mesa. Iba siendo hora de centrarse en el trabajo. Así que intentó ordenar los acontecimientos en una secuencia lógica. Una estudiante de filosofía aparecía muerta en el altar mayor de la catedral. Según la autopsia el fallecimiento se había producido como resultado de un fuerte impacto abdominal equivalente a un choque frontal a gran velocidad, lo que en principio llevaba a descartar las causas naturales. La chica no tenía antecedentes penales, problemas de drogas ni especiales conflictos, salvo un pequeño incidente de alteración del orden público a raíz de un vertido tóxico de la fábrica de productos fitosanitarios Ferticeltia. El percance había desvelado su relación con una minoritaria organización ecologista llamada El Arca de Noé. La fábrica, situada a pocos kilómetros de la localidad de origen de la chica, gozaba del beneplácito de los poderes públicos, y en principio su situación económica y administrativa no presentaba aparentemente ningún problema. Sin embargo, la visita de Castro a la zona donde la empresa tenía las naves de almacenamiento había acabado de un modo bastante abrupto para él, con una agresión de la que no había salido precisamente bien parado. En principio nada permitía relacionar los dos incidentes. En el medio rural había gente muy venada capaz de liarse a machetazos por un linde de fincas o una herencia. Pero Castro no estaba dispuesto a descartar la conexión sin antes haberla investigado. Lo primero era tramitar una orden de registro, mandar una unidad de inspección ocular a la zona y sondear a los vecinos de Sietecoros. No llevaría mucho tiempo: era una parroquia pequeña de apenas treinta familias. Lo segundo era cosa suya.

Descolgó el auricular.

—Romaní, quiero un informe completo del caso Ferticeltia en mi despacho dentro de una hora —el comisario enrollaba inconscientemente el cable del teléfono mientras hablaba y asentía con la cabeza—. Sí, el del vertido tóxico. Por cierto, tampoco nos vendría mal el dossier de lo que salió en prensa. Me parece recordar que El Heraldo hizo un buen trabajo de investigación. ¿Cómo se llama ese periodista…? —Castro chasqueó dos dedos en el aire como si tuviera el nombre en la punta de la lengua. Pero la memoria de Romaní resultó más rápida—. Exacto, Villamil. Consígueme una cita con él lo antes posible.

—De acuerdo, jefe. Le advierto que está como una regadera, pero es un buen periodista. O lo era.

Dos horas más tarde, el veterano reportero de El Heraldo entraba en el despacho de Castro con un tabardo marinero y una corbata de Peter Pan bastante discreta para lo que era su estilo. La conversación transcurrió en términos prácticos. Yo te cuento, tú me cuentas. Nadie ofrece nada gratis, el tipo de trato off the record que un periodista acostumbra a mantener con una fuente oficial que debe permanecer en el anonimato, lo que en algunos momentos le dio a la charla un cariz de curioso duelo verbal. Un observador imparcial habría considerado que el resultado del encuentro acabó en tablas. Tanto Castro como Villamil eran perros viejos y cada uno en su oficio sabía tentarse la ropa.

Estaban sentados en los sillones bajos de lona, uno enfrente de otro, con una pizza margarita y sendas bebidas sobre la mesa. Una coca-cola para Castro y para Villamil un gin-tonic de London, que el comisario había encargado por teléfono al bar Las Vegas, como siempre que tenía invitados.

—¿Un cigarrillo?

—No, gracias —respondió el periodista—. Mens sana in corpore insepulto.

Castro sonrió con el colmillo retorcido. Un tipo gracioso. Mira tú por dónde.

La conversación siguió el viejo patrón de las aperturas de ajedrez. Comenzó el policía con una salida que podría calificarse de clásica. A lo que el periodista respondió con una defensa siciliana de manual. Los primeros movimientos siempre funcionan con pautas reglamentarias. Es después, una vez que el juego sigue su propio derrotero, cuando se necesita una estrategia.

Durante la primera mitad de la partida, Castro expuso someramente la información que tenía sobre la chica y su círculo de amistades, incluidos los mensajes de voz de su móvil, sin ocultar su militancia ecologista y su detención a raíz del incendio de las oficinas administrativas de Ferticeltia, pero obviando la parte del informe forense que se refería a las relaciones sexuales consentidas que Patricia Pálmer había mantenido con alguien pocas horas antes de su muerte. A Villamil le dio la impresión de que toda la información había sido cuidadosamente calibrada de antemano, lo que no disminuía su interés ni su credibilidad, pero limitaba su alcance. En otras palabras, pensaba que Castro era un policía bregado que dosificaba los datos con cuentagotas según su interés, y que probablemente contaría con una dilatada experiencia en esa clase de negociaciones con huesos bastante más duros de roer. A pesar de ello, se comprometió a no publicar nada sobre el asesinato que no fuera resultado directo de sus propias investigaciones. Al menos, de momento.

Pero Villamil tampoco era un tierno lirio del valle ni nada parecido. Por su parte, se calló lo que sabía sobre la desaparición del Liber apologeticus y la visita de Patricia Pálmer a la biblioteca de la universidad el mismo viernes en que fue asesinada en la catedral. Eso no entraba dentro de su parte del trato, y quizá podría servirle como moneda de cambio en un próximo encuentro. En principio lo único que Castro le había pedido se limitaba al caso Ferticeltia, así que se ciñó al asunto, relatando la información confidencial que tenía sobre la empresa y que no había podido ser publicada por contener algunas lagunas y no estar suficientemente contrastada.

En resumidas cuentas, su informe hacía referencia a un programa oficial de subvenciones destinado a las empresas que, como Ferticeltia, dedicasen parte de sus beneficios a invertir en países del Tercer Mundo en actividades relacionadas con el sector primario, básicamente agricultura y ganadería. En teoría, se trataba de un proyecto de ayuda al desarrollo que por un lado impulsaba las PYMES y por otro permitía a países como Marruecos sanear su economía y a otros como Sudán, Nigeria o Etiopía combatir las plagas de langosta periódicas y sortear las hambrunas. Hasta ahí, nada que objetar.

El problema, según Villamil, radicaba en las denuncias realizadas por algunas ONG y organizaciones ecologistas, que acusaban a esas empresas de utilizar a la población de los países pobres como conejillos de Indias para sus experimentos con sulfatos y abonos químicos altamente tóxicos, bajo la apariencia de ayuda humanitaria. Según los citados informes había datos relevantes sobre el aumento de distintos tipos de cáncer en las comarcas afectadas y malformaciones congénitas en los recién nacidos.

—Vaya, esto empieza a ponerse interesante. O sea, que las supuestas inversiones eran una tapadera para la fabricación ilegal.

—Más o menos —le respondió Villamil dando un trago largo a su gin-tonic—. El problema es que el asunto de las denuncias llegó al Congreso de los Diputados a través de una iniciativa de Izquierda Unida y se montó bastante revuelo en prensa. Alguien en el gobierno se puso nervioso con la notoriedad del caso. Con lo cual, a los pocos meses se suspendió el programa.

—O sea, que se acabaron las subvenciones —dedujo Castro.

—Exacto. Pero el problema para Ferticeltia y otras empresas como Abonos Layer, ACC y Xuncal, S. A., no eran las subvenciones. Para ellos eso era el chocolate del loro. El gran problema era que se quedaban sin campo de pruebas donde ensayar sus productos. Es entonces cuando Ferticeltia aumenta la inversión en Galicia y amplía las naves de almacenamiento contando con la colaboración de alguna entidad bancaria como Caixa Nostra. Generan puestos de trabajo en toda la comarca del Salnés, se ganan a la gente de los pueblos y sacan su producto estrella, Agromax, un abono con altas concentraciones de amoníaco, cadmio y arsénico, saltándose todos los controles sanitarios preceptivos.

—Lo que me imaginaba —le interrumpió Castro—. Pero, si sabían eso, ¿por qué no lo publicaron?

Villamil sonrió con sarcasmo.

—Pues porque no podíamos probar la mitad de las cosas, y porque El Heraldo no es el Washington Post. Existe la publicidad institucional y la privada. Sin esos ingresos, el periódico se iría al garete. No me mire así. Solo soy un reportero —dijo—. Y… Dios solo existe para quienes escriben los editoriales —añadió sacando a relucir la famosa máxima del periodismo de guerra.

—Ya. O sea, que Ferticeltia fabrica y comercializa un fertilizante de alto riesgo para los trabajadores de la planta y la gente de los alrededores.

—No son solo las lesiones para los que están expuestos a un contacto directo. Es también el peligro de contaminación de las aguas y de la capa freática. De hecho dos meses más tarde, como sabe, se produjo el peor vertido que sufrió Galicia después del Prestige. No arrasó la zona marisquera de puro milagro. Sin embargo, apenas trascendió. No se le dio publicidad. Todo el mundo estaba interesado en cubrir el asunto, la Xunta, los bancos, la empresa y su compañía aseguradora, que se apresuró a correr con los gastos de depuración de las aguas, los propios mariscadores, los vecinos… Todo Dios. Bueno, todos menos un grupo de chavales que se encadenaron a la verja y permanecieron allí cuarenta y ocho horas hasta que se hartaron de que nadie les hiciera ni puto caso.

—Patricia Pálmer era una de ellos —dijo Castro.

—Lo sé.

—¿Y cree que sabía algo de todo esto?

—Hombre, es de suponer. O lo sabía o estaba a punto de descubrirlo. Piénselo: la chica es de Caldas de Reis, un municipio muy cercano al lugar donde está situada la fábrica. Participa en las protestas contra el vertido y milita en una organización ecologista comprometida con la defensa del medio ambiente. Poco después el edificio administrativo de la empresa sufre un incendio aparentemente fortuito. Algunos miembros de la asociación El Arca de Noé son detenidos cautelarmente y puestos en libertad sin cargos. Al cabo de poco tiempo, la chica aparece muerta. No hace falta ser un lince para llegar a la conclusión de que los hechos, de alguna forma, podrían estar relacionados.

Castro añadió a la lista de coincidencias su accidentada visita a la fábrica, pero lo hizo para sus adentros. Tampoco quería darle al Heraldo más bazas de las que ya tenía.

—Si es así, tendríamos un posible móvil del crimen —dijo—. Probablemente la chica ni siquiera era consciente de la amenaza que suponía ni del riesgo que estaba corriendo. Lo que no acaba de encajar en el puzle es la catedral. ¿Por qué en la catedral?

—Usted es el policía. Tendrá que averiguarlo. Patricia Pálmer era creyente. A su manera, claro —dijo Villamil de un modo deliberadamente críptico, manteniendo en alto su defensa siciliana.

No mencionó nada de la obsesión de la chica por el priscilianismo, que podía tener tanto de arrebato místico como de interés filosófico. En ese sentido, tanto la entrevista al cura de Caldas como las indagaciones que Márquez había hecho en la facultad con el profesor Dalmau habían sido bastante ilustrativas de por dónde podían ir los tiros. Esa era la parte del trabajo que les correspondía a ellos por derecho de conquista. Pero todavía quedaban muchos interrogantes por resolver.

Antes de que Castro pudiera salir al paso del comentario, sonó el teléfono. La interrupción le extrañó. Había dado orden de que no le pasaran llamadas mientras estuviera con el periodista. Se levantó con dificultad, apoyándose en una sola muleta.

—Jefe, perdone que le moleste, pero tengo al otro lado de la línea al padre Barcia —le anunció Romaní—. Insiste en que tenía una cita con usted esta mañana. —Castro se dio un golpe en la frente con la palma de la mano. Se le había olvidado por completo. Por un momento, la imagen del deán con su sotana raída y sus zapatones de cura viejo cruzó por su mente como una sombra—. ¿Le digo que se pase mañana? —preguntó el subinspector ante el prolongado silencio de Castro.

—No, no, no hace falta… —se excusó el comisario con una mueca de contrariedad. Le fastidiaba haber olvidado la agenda del día. Hasta que vio la orden con el requerimiento del juez encima de la mesa no cayó en la cuenta de que había dejado un cabo suelto en la investigación. Con tanto follón no había reparado en el testimonio del deán. Al fin y al cabo él había sido quien había encontrado el cadáver—. Dile que yo me acercaré por su casa esta tarde, a eso de las ocho.

Tras colgar, se quedó un rato con el auricular en la mano, pensando que la conmoción había afectado a sus reflejos. Luego volvió al sofá y todavía continuó un cuarto de hora más hablando con el periodista sobre algo tan abstracto como la ética y las finanzas.

Ambos coincidían en su opinión de que la verdadera delincuencia se movía ahora en las altas esferas económicas, entre individuos que jugaban con el dinero de los demás como si se tratara de una partida de Monopoly.

—Esos tipos han amasado una fortuna en Bolsa con fondos de alto riesgo, y un día va a resultar que los fondos de alto riesgo son exactamente eso: alto riesgo de verdad —sentenció Villamil haciendo tintinear el hielo de su gin-tonic—. Y entonces todo el tinglado se irá a tomar por saco. Si no, al tiempo.

—Lo malo es que pagarán la cuenta los de siempre, la gente que se levanta cada día a las seis de la mañana para ganarse el pan. Es lo que nos espera, me temo.

Villamil pensó que, si aquello no fuera puro sentido común, parecería una afirmación de radicalismo izquierdista. Aunque en su opinión no se podía meter a todos los empresarios en el mismo saco. Una cosa era Ferticeltia, montada en los ochenta con el dinero rápido de la generación del pelotazo, y otra, por ejemplo, el caso de Venancio Portela, un empresario que había salido de la nada a base de esfuerzo y que había conseguido crear puestos de trabajo, dinamizar el sector textil, colocar sus comercios en todos los continentes y situarse entre las principales fortunas del mundo, un ejemplo de self-made man a la gallega.

—De acuerdo, no todos los empresarios son iguales —concedió Castro—, pero tampoco hay que engañarse. Nadie gana honradamente cientos de millones de euros.

En su opinión, la cuestión era sencilla: un empresario, un director de banco, un financiero que especula con los ahorros de la gente en operaciones disparatadas, o que se dedica a blanquear dinero negro, o que incumple la normativa de protección del medio ambiente y que hace negocios con empresas tapadera debía ir a la cárcel y punto.

Villamil no tenía en gran estima al cuerpo de policía, en parte debido a su propia experiencia, pero al final de la charla constató para su sorpresa que aquel comisario flaco con pinta de sabueso, cojo y medio descalabrado, empezaba a caerle bien.