XX
A la luz de la linterna, los camiones habían dejado de ser siluetas intuidas en la oscuridad y se mostraban como una guarnición, inmóviles, con las lonas echadas y los motores alineados en dirección a la orilla del río. Márquez no tenía una idea muy clara de cómo se había dejado arrastrar hasta allí. A la izquierda de la pista forestal se hallaba una nave que parecía haber sido en tiempos una granja de animales y todavía conservaba un viejo canal de desagüe de excrementos. Fue precisamente a través de la compuerta de ese canal por donde Márquez y el chico consiguieron introducirse en el recinto abandonado de la antigua fábrica. Dentro todavía olía un poco a establo, había rastrillos, palas, una guadaña y otros aperos que, por su aspecto oxidado debían de llevar muchos años sin ser utilizados. También había un montón de sacos de plástico de color butano con el logotipo de Ferticeltia y marcados con un código numérico apilados al fondo, contra la pared.
Todo iba a confluir en aquel lugar llamado la Fuensanta. Allí, según la tradición, había nacido el priscilianismo, y a partir de ahí se había expandido por todo el valle a través de comunidades campesinas de base.
La nave estaba situada a menos de cien metros del bosque, aunque la noche siempre altera la noción de las distancias. La claridad entraba desde arriba por una especie de ojo de buey. Era una luz fría de luna nueva clavada como una uña en el cielo. El viento había barrido las nubes, y a través de la abertura se podían ver con nitidez las primeras estrellas. No debían de ser aún las ocho de la tarde, pero lejos de la ciudad la sensación de nocturnidad resultaba mucho más acusada. Delante de la nave se extendía una explanada donde se alineaban los camiones junto a una franja de barro grisáceo de color cemento que bordeaba la laguna. Más allá las puntas negras de los eucaliptos se agitaban embravecidas, como el bosque animado de los cuentos infantiles. Se encontraban dentro del término municipal de Caldas de Reis, no muy lejos de Sietecoros.
—Si alguna vez vuelvo a caer en la tentación de dejarme convencer por tus brillantes ideas, por favor, átame a un poste hasta que recupere el sentido común —dijo Márquez. Recorrer sigilosamente una nave abandonada en medio de un estercolero no era uno de sus pasatiempos preferidos.
Pero el chico había dejado de escucharla. Su concentración requería toda la energía. Se movía con la máxima cautela.
—No sé qué esperas encontrar aquí —continuó Márquez en voz baja dirigiendo la linterna con aprensión a derecha e izquierda.
Las revelaciones de las últimas horas la habían sumido en un estado de confusión similar a cuando los árboles no te dejan ver el bosque. Pero el contacto con aquel lugar le devolvió de golpe a la realidad, recordándole que alguien había asesinado a Patricia de un modo despiadado, golpeándola con tal fuerza que le había reventado los intestinos, igual que si la hubiera aplastado un tanque. Y eso no era una maldita hipótesis, ni algo que hubiera leído en una novela barata, ni que alguien le hubiera contado.
Márquez miró alrededor. Le pareció que la capa de aire allí era más densa. Hay lugares donde han ocurrido cosas extraordinarias o terribles en que la atmósfera queda alterada para siempre. Conocía la historia. Todas las leyendas empezaban igual: con una luz. El párroco de Caldas lo había dejado bien claro el día que Villamil y ella habían estado en su casa. Fueron los discípulos de Prisciliano quienes llevaron el cuerpo del mártir de Burdeos a Galicia siguiendo la Vía Láctea y lo enterraron junto a una fuente. El punto exacto nunca se supo. Más tarde un anacoreta gallego llamado Pelagio creyó ver lenguas de fuego sobre las ruinas de un viejo castro en algún lugar entre Padrón y el Monte Sacro. El tipo oyó o creyó oír cantos angelicales o demoníacos, y el obispo de la zona, Teodomiro, ni corto ni perezoso, comunicó el milagro a sus superiores, señaló el lugar y decidió que tenía que corresponder a la tumba del apóstol Santiago. A partir de ese momento empezaron a llegar locos o místicos de todas partes del mundo. Y hasta hoy.
No dejaba de resultar paradójico que el mayor movimiento de masas de la historia tuviera su origen en semejante equívoco. O tal vez no hubiera ningún equívoco y Santiago y Prisciliano no fueran en realidad más que las dos caras de una misma moneda. A aquellas alturas Laura Márquez ya no sabía muy bien qué pensar. Cuantas más vueltas le daba, más difícil le resultaba entender que una estudiante de veinte años pudiera obsesionarse con aquellas historias. Pero ¿quién era ella para juzgar las obsesiones de nadie? ¿Acaso no había creído también alguna vez en el poder de los símbolos? Un viejo florete con la empuñadura abollada, una ciudad varada frente al océano, una melodía del otro lado del mar. Sangue de Beirona.
«Cada uno sabe lo suyo —pensó—. Hay quien necesita fe para estar en paz con el mundo, un horario fijo, una familia, derecho de voto y cosas por el estilo. A otros les basta con un cajón lleno de corbatas raras o unos cuantos cabos sueltos por donde empezar a tirar». Sonrió de medio lado. Los gallegos eran raros de narices. Debía de ser cosa del clima. El viento y la lluvia incidían en el carácter y trazaban perfiles singulares. Villamil tenía su punto excéntrico, y eso a Márquez le encantaba porque le hacía sentir que, por una vez, la friki no era ella. Sonrió al acordarse de su compañero. Le debía unos cuantos favores que en principio no creía que pudiera devolverle y algún que otro valioso consejo profesional. Como a cualquier periodista de raza, a Villamil el trabajo era lo único que le mantenía vivo. Todo lo demás le traía sin cuidado. Seguramente si alguien le hubiera preguntado el motivo, no habría sabido explicar por qué, pero así eran las cosas. Quien más y quien menos tenía su Santo Grial.
Márquez recordó que llevaba demasiado tiempo sin dar señales de vida. Sacó el teléfono móvil de la bolsa de lona que llevaba cruzada al hombro y marcó el número del periodista, pero al momento pensó que no sabía muy bien cómo demonios explicarle qué estaba haciendo con un sospechoso de asesinato en un descampado y a aquellas horas, así que prefirió dejar las explicaciones para más adelante. Cortó la llamada y continuó recorriendo la nave como si tal cosa. El local parecía completamente abandonado.
—Te lo he dicho —exclamó al cabo de un rato—. Aquí no hay nada.
Pasados unos segundos de duda, salieron a la penumbra lunar. Márquez caminaba muy inclinada hacia adelante para ofrecer resistencia al viento con sus escasos cincuenta kilos. De pronto el bosque le pareció inquietante y amenazador. En algún punto entre los árboles, se oyó un sonido, y el chico le dio la mano con un gesto instintivo de protección. Avanzaron hacia los camiones siguiendo el haz de luz de la linterna, aunque la claridad de la luna les habría permitido prescindir de ella. Husmearon bajo las lonas. Solo había bidones metálicos como los que utilizan los ganaderos para almacenar leche.
Márquez se acercó a la orilla de la laguna para comprobar su profundidad. Llevaba la bufanda de lana tapándole la nariz y la boca para defenderse del olor nauseabundo que emanaba de aquel lugar, una mezcla de huevos podridos y fermentos ácidos. Cogió del suelo una rama de un metro aproximadamente e intentó clavarla en el borde grisáceo de los sedimentos, pero la tierra se la fue engullendo centímetro a centímetro, sin dejar rastro.
—¡Hostia! —exclamó—. Si te caes aquí, te traga la tierra. —Y mientras lo decía sintió que un escalofrío le recorría la espalda.
—Mira esto —dijo el chico unos pasos por detrás de ella. La linterna señalaba un círculo de luz en el suelo. Se agacharon los dos al filo de la claridad de la linterna. Las cabezas muy juntas, las manos tanteando entre las raíces y el humus negro de las hojas. Era un reloj de hombre con números romanos grabados en oro—. ¡Un Rolex! —dijo cogiéndolo por la correa con un pañuelo.
Márquez lo observó con una mezcla de curiosidad y ligera guasa, como si de pronto se hubiera acordado de algo divertido.
—¿Te sabes el chiste de los dos vascos que salen a buscar setas?
El chico negó con la cabeza.
—Pues son dos de Bilbao que van al monte con un cesto para recolectar robellones, uno de ellos se encuentra en el suelo un Rolex de oro y enseguida se lo dice a su compañero. Entonces el otro lo mira con cara de decepción y le suelta: «Joder, Patxi, ¿a qué andamos?, ¿a setas o a Rolex?».
Los dos se rieron. Era una risa nerviosa, para conjurar el miedo. Pero al instante a ambos se les debió de ocurrir la misma idea, porque miraron hacia la laguna a la vez. La sonrisa se les borró de golpe. De repente oyeron un crujido en el bosque. Permanecieron quietos un minuto, con los nervios a flor de piel.
—Es el viento —dijo Márquez.
Pero el chico alzó una mano en señal de cautela mirando fijamente hacia los eucaliptos. Sus ojos brillaban en la noche como los de un gato montés.
—Espera —dijo.
Márquez vio cómo su silueta se movía sigilosamente entre los troncos blanquecinos de los eucaliptos hasta que lo perdió de vista. Se mordió el labio inferior. La situación no le gustaba un pelo. Las fuertes ráfagas de aire la golpearon y estuvieron a punto de tirarla al suelo. Empezó a recular hacia la nave por instinto. Dos pasos, tres pasos, cuatro pasos…, hasta que consiguió apoyar la espalda contra la pared de hormigón. Luego trató de encontrar de nuevo el canal de desagüe rodeando el perímetro del recinto.
El corazón le dio un vuelco cuando sintió por detrás el peso de una mano en el hombro. De no ser por el viento, habría percibido la vibración en el aire de una respiración más fuerte que la suya o las pisadas de goma que se acoplaban parejas a sus pasos. Pero no notó nada hasta apenas una fracción de segundo antes, al percibir una tensión refleja en su flanco derecho, que era el más vulnerable, ya que el izquierdo lo tenía protegido por la pared. Fue eso lo que alertó a su instinto y la hizo girarse de golpe. Si no hubiera empezado ya a volverse y a intuir el peligro antes de sentir el contacto en el hombro, probablemente no habría llegado a saber lo que estaba a punto de sucederle y tal vez habría muerto allí mismo sin tener siquiera tiempo de ver la cara de su asesino.
Era un tipo alto, más de metro ochenta y algo, con complexión de guardaespaldas o de jugador de rugby. Cráneo afeitado y bíceps de acero. Las aletas de su nariz estaban tan dilatadas como las de un caballo preparado para la guerra.
Márquez intentó asestarle una patada a la entrepierna, pero fue como pegarle un puntapié a un muro de hormigón. Después solo sintió un mazazo en el estómago que la dejó sin aire y la obligó a hacerse un ovillo en el suelo, protegiéndose con la bolsa que aún llevaba colgada al hombro. Notó un sabor acre que le subía por el esófago y eso le hizo acordarse por un momento de Patricia Pálmer. Según el informe de la autopsia le habían reventado el bazo de un golpe. La fuerza de aquel tipo no era normal. Márquez todavía intentó alcanzarlo desde abajo con un pie en la cara justo cuando el otro le pasaba por encima, pero el movimiento, demasiado débil, se perdió en el vacío. El individuo parecía divertido con la situación, se inclinó sobre ella y le dio un violento tirón de la correa del hombro. A continuación se puso a hurgar en su bolsa de lona, parte de cuyo contenido quedó esparcido por el suelo. El móvil y la grabadora fue lo único que se guardó en el bolsillo de la zamarra militar que llevaba puesta encima de un mono de invierno acolchado.
Márquez soltó un alarido cuando notó un puñetazo seco y profesional en los riñones. El golpe sonó como un crujido de silla astillada. Estaba segura de que aquel bestia le había roto algo. A partir de ese momento la noche se volvió turbia, y las sensaciones exteriores se fueron distanciando, como si estuviera contemplándolas a cámara lenta entre la humedad de la laguna y la niebla de su cerebro: el cielo estrellado, los árboles, el tejado de uralita de la nave, los camiones, el río…, como si todo formara parte de un mal sueño del que, de un momento a otro, fuera a despertarse. Pero cuando volvió a abrir los ojos la situación no había hecho más que empeorar. Tenía una mano enorme alrededor del cuello, apretada como un grillete, y una pistola apuntándole a bocajarro.
—¡Arriba! —le ordenó él con voz cortante.
Intentó incorporarse, pero las piernas no la sostenían. De un solo movimiento el tipo la levantó por el aire como una marioneta de trapo y la sostuvo así unos segundos, pataleando en el vacío. Después, sin soltarla, empujó con la cadera el portón de la nave y la lanzó al interior como quien tira un fardo ligero. Los sacos de plástico de color butano amortiguaron el golpe. Luego atrancó la puerta.
—¿Ves lo que trae andar metiendo las narices donde no te llaman? —la miraba con expresión apenada, como si realmente lamentara tener que castigarla.
Márquez trató de hacerse una idea de sus posibilidades mirando alrededor. Vio las herramientas apoyadas en un rincón a pocos pasos. Si solamente fuera capaz de mantenerse en pie. Se apoyó en un saco e hizo amago de levantarse.
—¡Quieta! —gritó él con severidad, volviendo a sacarse el arma de la cinturilla del pantalón—. No se te ocurra hacer ninguna tontería si no quieres que te arranque la cabeza. ¡Joder!, pero ¿con quién cojones os creéis que estáis tratando?
—Otra muerte no haría más que empeorar las cosas —le soltó ella, desafiante. Su única posibilidad era ganar tiempo. Tenía que hablar, decir lo que fuera…—. No creerá que la policía va a dejar esto así como así, ¿verdad?
—Francamente, chica, creí que eras más lista.
—Un cadáver siempre es un problema —continuó Márquez—. Fue lo que les ocurrió con Patricia Pálmer, ¿no es cierto? Tal vez no habían pensado matarla, solo asustarla un poco, pero estas cosas nunca se sabe cómo terminan. No es muy difícil hacerse una idea de lo que sucedió. —Márquez no podía parar de hablar—. Planearon deshacerse del cuerpo tirándolo a la laguna, pero algo salió mal en el último momento, ¿verdad? Dígame, ¿qué fue lo que ocurrió? ¿Se les olvidó algo? ¿No contaron con que podía haber otro testigo? ¿Cómo les sentó saber que habían dejado un cabo suelto?
El tipo se llevó un índice a la sien y lo hizo girar como si Márquez no estuviera en sus cabales.
—Dígame, por curiosidad —siguió ella como si tal cosa—, ¿por qué motivo eligieron la catedral? ¿Querían que pareciera un asesinato ritual o es que buscaban la bendición del apóstol?
—Estás como un auténtico cencerro… —dijo él.
Una chica de rasgos medio orientales metida en un chubasquero de talla XL con capucha de franciscano que hablaba por los codos no era exactamente lo que esperaba encontrar. Estaba acostumbrado a otra clase de encargos.
—Lo que más me intriga, sin embargo, es el asunto del manuscrito —siguió Márquez—. ¿Por qué les interesaba el Liber apologeticus? Es difícil entender cómo un simple libro puede causar tantos problemas…
—¡Qué libro ni qué cojones! —exclamó el tipo con cara de haber agotado hasta la última gota de su paciencia—. Mira, guapa, no tengo la más remota idea de qué me estás hablando, pero me importa una mierda. Así que mejor cállate la boca de una puta vez, ¿de acuerdo? Tengo cosas en las que pensar.
Ambos se midieron la mirada en silencio. Luego el individuo encendió un cigarrillo con la izquierda sin soltar la pistola.
—¿Estamos esperando algo? —preguntó Márquez.
—Una llamada —contestó él con calma, sacando un teléfono móvil del bolsillo delantero del mono—. Pero, tranquila, no serán más que unos minutos —añadió con sorna.
Márquez sintió que una arcada le subía a la boca. Había poco futuro en todo aquello. El cuerpo le pesaba como plomo. Miró de soslayo las herramientas junto al portón. Tenía que intentarlo. Estaba apoyada con una mano y una rodilla en el suelo, como esos boxeadores noqueados que no son capaces de ponerse en pie mientras el árbitro cuenta hasta diez. El tipo la observaba lleno de curiosidad, como si se preguntara qué sería lo próximo que se le iba a ocurrir hacer.
—Hay que reconocer que arrestos no te faltan —dijo.
En ese momento Márquez intuyó un movimiento al fondo, cerca del canal de desagüe, y se quedó parada. No distinguía muy bien la silueta, pero le pareció que era Robin quien se acercaba por detrás con una barra de hierro. Se movía con el sigilo del último guerrero salvaje de la última tribu perdida. Márquez parpadeó con asombro al verlo levantar la barra por el aire como un lanzador de jabalina y estrellarla contra la cabeza del matón. Fue un golpe brutal, y ella aprovechó la situación para arrastrarse a gatas hasta donde estaban las herramientas. Cogió la guadaña, tomó impulso y se dispuso a embestir al tipo por el costado derecho, bajo el brazo con el que sostenía la pistola. A continuación sonó el impacto de un disparo.
—¡Corre! —oyó que gritaba el chico mientras se desplomaba con una mancha oscura de sangre borrándole el rostro.
Márquez intentó ponerse en pie con dificultad. El tipo se volvió hacia ella. Ahora o nunca, pensó. Obstinada, cogió la guadaña en un último esfuerzo y se abalanzó sobre él. Le pareció que el individuo levantaba las manos para protegerse la cabeza, pero no estaba segura de haberle dado. Volvió a intentarlo de nuevo, giró el cuerpo en semicírculo y describió una curva de abajo hacia arriba recordando las enseñanzas de su profesor de esgrima respecto a la distancia y al juego de pies. Esta vez, el filo de la hoja penetró en el cuerpo en diagonal.
Lo oyó blasfemar entre dientes sangrando como un carnero por el cuello, pero todavía sostenía la pistola. El primer disparo le rozó en la parte exterior de la cadera. El tipo estaba tocado, ya no era capaz de apuntar con precisión. Márquez pensó que si conseguía guarecerse detrás de los sacos tal vez tuviera alguna posibilidad. Pero la segunda bala la alcanzó de lleno bajo el hombro izquierdo.
El tiempo se detuvo. Ya no se movió. Cayó de rodillas. Se quedó quieta, sorprendida de no sentir dolor, instalada en el interior de una burbuja sin aire, esperando a que el tipo se acercara más para rematarla. La tercera bala ya no la oiré, pensó como si no fuera con ella, con una clarividencia parecida a esos momentos fugaces de racionalidad que surgen a veces en medio de un sueño. Sintió el contacto del acero en la sien y cerró los ojos.
Después oyó muy cerca un ruido metálico y seco que al principio no supo identificar, pero al pasar los segundos se dio cuenta de que no podía ser otra cosa que el gatillo de una pistola encasquillada.
Con la cara contra el suelo todos los sonidos se oyen amplificados, los latidos fuertes y desacompasados de la sangre en la sien, las pisadas de un topo escarbando la tierra, el golpe de un cuerpo derribado a plomo encima de ella, la señal musical de un móvil que no para de sonar. La sintonía era conocida, una de esas canciones que se oyen en las romerías gallegas y las fiestas populares. Luego solo silencio.
Oscuridad.