XI
Lois Castro estaba en su despacho, con la mesa repleta de papeles, tazas de café y envoltorios de comida rápida esparcidos por encima. No le había dado tiempo de salir a almorzar. Tenía un bolígrafo Inoxcrom en la mano y jugaba a encenderlo y apagarlo con cierta desazón, dándole al clic con el pulgar. Por fin habían conseguido localizar a la familia de Roberto Caamaño, un matrimonio mayor de Cuntis, una localidad cercana a Caldas de Reis. Los padres no habían sabido nada de él desde el día de autos. El chico vivía solo en Santiago en una pensión barata de la rúa Calderería, aunque según la dueña a veces pasaba largas temporadas sin aparecer por allí. Desde lo ocurrido no se le había vuelto a ver por ningún lado. Su foto figuraba en numerosos carteles policiales repartidos por toda Galicia, en comercios, estaciones y quioscos de prensa. Dar con él era solo cuestión de tiempo. Nadie desaparece del mapa así como así.
Otra cuestión que preocupaba a Castro era el caso Ferticeltia. Se había pasado la mañana revisando el dossier de Medio Ambiente, y allí no acababa de ver ningún indicio que permitiera solicitar una nueva inspección. El asunto del vertido parecía agua pasada. Y la cruzada de Patricia Pálmer y sus amigos de El Arca de Noé no aparentaba tener mucho fundamento. La empresa había entonado el mea culpa y había corrido con todos los gastos derivados de la depuración de los residuos tóxicos. Además estaba catalogada entre las más dinámicas del sector. Invertía una parte importante de los beneficios en I + D y recibía una subvención de la Xunta. Solo había una pequeña cuestión que a Castro no acababa de encajarle: un sulfato fitosanitario para vides llamado Agromax, el producto estrella de la firma. La empresa había conseguido registrar el producto y agilizar todos los trámites administrativos para su comercialización en el tiempo récord de un día. Tanta rapidez resultaba mosqueante en un país donde lo habitual era que la gente que solicitaba una fe de vida no la obtuviera hasta después de muerta.
El cartel del producto podía verse en grandes vallas publicitarias en todas las carreteras gallegas. Consistía en una fotografía de un viñedo realizada con gran angular y un primer plano de un vendimiador en mangas de camisa con un sombrero de paja y un racimo de uvas soleadas en la mano. El nombre del producto estaba escrito en la parte inferior con letras de imprenta de color verde intenso: AGROMAX. Con tan escaso margen de tiempo era imposible que se hubieran realizado los análisis necesarios que marcaba la Ley de Productos Químicos, con vistas a su eventual peligrosidad. Castro comprobó que según esa normativa todos los productos químicos fabricados a partir de los años noventa debían ser analizados y sometidos a un período de prueba por sus posibles efectos secundarios, pero los anteriores a esa fecha estaban exentos. Agromax pertenecía a la segunda categoría, aunque había un sulfato anterior a la prohibición, de composición y nombre muy similar que tal vez podría haberle servido a la empresa para burlar la norma. El lobby de la industria química se las sabía todas. Hecha la ley, hecha la trampa, pensó Castro, que conocía el percal.
De todas formas el asunto le parecía demasiado tangencial. Estaba investigando el posible asesinato de una estudiante, no una trama de corrupción administrativa. No había nada que hiciera pensar que entre esos dos acontecimientos pudiera existir alguna clase de relación. Cerró el dossier, cansado, y miró al otro lado de la ventana, donde se alineaban las luces verdes de los taxis.
Luego volvió a mirar el dossier. No sabía muy bien por qué, pero de pronto le vino a la cabeza un pensamiento fugaz. El hilo que unía a Patricia Pálmer y a su chico con la empresa Ferticeltia era demasiado débil. Sin embargo Castro sintió una repentina emoción. Los polis suelen tener extraños cables dentro de la cabeza. Se levantó de golpe, cogió las llaves del coche del cajón de su escritorio y salió disparado hacia el garaje.
Siguió la carretera nacional rumbo a Padrón. Pasó la fábrica de paraguas, un cementerio, el pazo de Escravitude y después tomó la desviación por una carretera comarcal estrecha y medio cubierta de vegetación, con el firme en mal estado. La fábrica Ferticeltia se hallaba a veintisiete kilómetros de Santiago, en las proximidades de Caldas de Reis. Conducir le ayudaba a pensar. Sabía que, tratando con sus paisanos, la distancia más corta entre dos puntos no siempre era la línea recta. Si empezaba a hacer preguntas directamente a los operarios de la fábrica, no conseguiría más que levantar la liebre y ponerlos en guardia. Eso, en caso de que realmente tuvieran algo que ocultar. Así que optó por echar un vistazo por los alrededores de las naves y preguntar a los campesinos de la zona.
La fábrica no era muy grande, quedaba en la margen izquierda del río. Los almacenes se hallaban situados en dos naves en forma de L con estructura de hormigón y cubierta de uralita. También formaba parte del complejo un depósito de agua y un poste de alta tensión. Rodeaba todo el recinto una alambrada de espino y una verja negra cerrada con una cadena de hierro de varias vueltas y un candado. A varios metros de distancia, en el meandro del río, se veía un cobertizo abandonado que podría haber sido en tiempos una granja de animales. Castro detuvo el coche junto a un matorral que ocultaba su vista desde el camino. Buscó el paquete de tabaco que guardaba en el bolsillo trasero de los tejanos y empezó a caminar por la orilla del regato. A cincuenta metros había un paisano pescando con caña.
—¿Pican? —preguntó llevándose el cigarrillo a la boca.
—Pssee… —contestó el viejo.
—Dicen que hay poca pesca.
—Mucha no hay —concedió el paisano arrancando un carraspeo. Iba vestido con un impermeable verde y llevaba la capucha calada, aunque en aquel momento no llovía.
—Creía que aquí ya no pescaba nadie. Por lo del vertido, digo —aclaró Castro.
—De alguna manera hay que matar el tiempo.
Castro tuvo la impresión de que no iba a obtener mucha más información. Señaló un sendero pegado al muro de una finca donde pastaban algunas vacas.
—¿Adónde va ese camino?
—No va a ninguna parte —respondió el viejo, categórico—. Ese camino siempre ha estado ahí.
Castro apretó el cigarrillo entre los dientes mientras se alejaba en dirección al sendero. Por más que conociera a sus paisanos, sus respuestas siempre terminaban provocándole una sonrisa de zorro escaldado.
No debía de haber dado ni cinco pasos cuando oyó a su espalda la voz del hombre:
—Si de lo que quiere saber es de la chica muerta, mejor pregúntele al párroco. Él también pesca.
—Gracias —dijo Castro maldiciendo en voz baja. Siempre había pensado que cuando a un policía se le nota tanto el oficio, está acabado.
—Nada, jefe, a mandar —le respondió el otro.
Olía a hierba mojada y a humo de leña. Castro detectó también otro olor más ácido que no acabó de identificar. No le costó mucho dar con la casa rectoral. Llamó varias veces al timbre pero no obtuvo respuesta. Dio una vuelta alrededor de la finca, miró a través de una ventana y le pareció percibir un ligero movimiento en el interior, así que volvió a llamar a la puerta, primero con los nudillos y después aporreando la madera directamente con la palma de la mano.
Una mujer de negro pasó por el camino cargando una caldereta de leche recién ordeñada y se lo quedó mirando con desconfianza.
—¿Vive aquí el párroco? —le preguntó Castro señalando la puerta.
—Vive —le confirmó la mujer mientras apoyaba la carga en el suelo.
—¿Y sabe si está en casa?
—Supongo que no —dijo ella antes de continuar su camino—. Sordo no es.
«Vale —pensó Castro para sus adentros—. No sé para qué coño pregunto nada».
Decidió esperar un rato a que volviera el cura, al fin y al cabo no tenía nada mejor que hacer. Vio un balón viejo junto a la leñera e intentó meterlo en la canasta roja que había a un lado de la entrada. Falló. Volvió a intentarlo desde una distancia más corta. Y volvió a fallar. Al cabo de un rato se cansó de esperar, cogió el mismo sendero paralelo a las fincas por donde había venido y subió una pequeña pendiente hasta lo alto de una loma desde la que se divisaba toda la parte baja del pueblo y algunas aldeas limítrofes.
A un lado había un bosque de eucaliptos bastante intrincado. Se detuvo con el pulso demasiado acelerado y se sentó en un peñasco saliente a recuperar el aliento mientras se hacía el firme propósito de volver al gimnasio y dejar de fumar. Frente a él se extendía el típico paisaje gallego de minifundios y casas dispersas que llegaban hasta un lugar llamado Sietecoros. El nombre le sonaba de haberlo leído en el dossier mecanografiado que le había entregado el subinspector Romaní. Durante el trayecto se había fijado en el letrero de carretera que indicaba la desviación hacia ese lugar. En dirección sur descendía una ladera de viñedos desnudos y recién podados en aquella época del año. No sabía muy bien qué pintaba allí, pero le gustaba la vista.
De repente oyó un impacto seco y cayó al suelo. Luego sintió un dolor intenso a la altura de la sien, se llevó la mano a la cabeza y, al retirarla, vio que estaba completamente empapada de sangre. Se quedó paralizado. No sabía si alguien le había disparado o le había caído un meteorito del cielo. Tampoco tuvo mucho tiempo para detenerse a analizarlo. El segundo impacto llegó con la misma puntería que el primero. Comprobó con cierto alivio que no se trataba de una bala, sino de una piedra aunque de tamaño bastante considerable y lanzada con la misma puntería que un misil de crucero. Tuvo el tiempo justo para tirarse al suelo medio escorado como si fuera a parar un penalti. A continuación asistió a una lluvia de pedruscos que lo habrían dejado seco si no hubiera tenido los reflejos de parapetarse detrás del muro que flanqueaba el camino. Por lo visto, a alguien no le hacía mucha gracia que un forastero anduviera merodeando por allí. Estaba desarmado y tenía la sensación de que iba a perder el conocimiento de un momento a otro. El golpe en la cabeza le había desbaratado el sentido del equilibrio. Tenía una manga del jersey empapada de sangre. Lentamente levantó la mirada unos centímetros por el borde del muro en dirección al lugar de donde procedían las piedras. Una mole de granito rebotó en la esquina del muro y le cayó de lleno en el pie izquierdo.
—¡Hostia! —blasfemó cerrando los ojos con tanta fuerza como si hubiera recibido una descarga eléctrica, pero era más por efecto del cabreo consigo mismo que por el dolor. Le fastidiaba haberse dejado sorprender sin su arma reglamentaria, sin móvil y sin una maldita linterna, como si hubiera salido al campo de picnic, en lugar de a investigar un asesinato—. ¡Te voy a joder vivo! —dijo en voz baja mirando en la dirección de la que procedían las piedras.
En otras condiciones habría optado por perseguir a su atacante pero, tal como estaban las cosas, lo más sensato era ponerse a cubierto. Volvió a agachar la cabeza y se arrastró como pudo hacia el bosque de eucaliptos. Esperó unos minutos oculto entre la maleza. No sabía si el tipo se había retirado o seguía allí al acecho, esperando a que él se dejara ver. Empezaba a oscurecer, lo que le daba cierta ventaja. Si el enemigo no lo veía, difícilmente podría alcanzarlo. La parte negativa era que probablemente su agresor tuviera un conocimiento del terreno del que él carecía. Lo que le pedía el cuerpo era salir tras él, pero le costaba mantenerse en pie y no era capaz de fijar bien la vista por efecto de la conmoción. Aguardó unos minutos más aguzando el oído. Oyó un crujido en el bosque, a unos diez metros del lugar en el que se encontraba, y al poco rato sintió un bisbiseo serpenteante entre las ortigas. Se le puso todo el vello de punta. Estaba tumbado boca abajo en el suelo junto a un pequeño rastro de sangre en una zona de abundante maleza. Durante un tiempo que le pareció una eternidad, permaneció inmóvil, sin capacidad de reaccionar, como un boxeador noqueado. El dolor le obligó a abrir los ojos de nuevo. Intentó concentrarse en la situación y pensar racionalmente. Salir a campo traviesa por en medio de los pastos no le pareció una buena idea, porque lo convertía en un blanco demasiado fácil, pero tampoco podía esperar allí eternamente. Decidió tomar la iniciativa y se lanzó pendiente abajo pegado al muro, cojeando. En dos ocasiones creyó oír un crujido a sus espaldas y se volvió, pero no había nadie. Luego silencio. No hubo más pedradas.
Cuando estuvo a una distancia que le pareció suficiente, tomó el camino que conducía al pueblo. Se detuvo unos metros antes de llegar a las primeras casas para recobrar el aliento. Consultó el reloj. Pasaban ya de las siete y era noche cerrada. Hacía rato que habían empezado a encenderse algunos puntos de luz en la colina, como pequeñas luciérnagas. También la casa rectoral estaba iluminada y, al pasar junto a ella, vio una sombra que atravesaba la galería. ¿Cuánto tiempo llevas ahí?, pensó para sí. Pero no era el momento más adecuado para ponerse a hacer averiguaciones.
Bajó como pudo hasta el regato donde había aparcado el coche. Antes de ponerlo en marcha, se miró en el espejo retrovisor. Tenía una brecha de cuatro centímetros que presentaba un aspecto horrible. Se sentía realmente mal. Se ató un pañuelo a la frente para detener la hemorragia y confió en poder mantenerse al volante hasta llegar al ambulatorio más cercano, aunque no estaba en absoluto seguro de poder lograrlo.