III

El comisario Castro permanecía sentado a su mesa sin reparar en lo tarde que era cuando de pronto oyó las campanadas de las diez en la catedral y cayó en la cuenta de que se le había pasado por completo llamar por teléfono a casa. Hacía dos años que estaba divorciado, y desde entonces se había impuesto la obligación de no dejar pasar un solo día sin hablar con su hija. A aquella ahora la niña debía de estar ya metida en la cama con el pijama de Pocahontas, abrazada a su tigre de peluche.

—¡Joder! —masculló, cabreado—, si es que con este trabajo no hay manera de llevar una vida normal, ni de tener familia, ni plantas, ni perro, ni niños, ni nada…

Se pasó una mano por la cara, hundiendo los dedos en el pelo con un gesto involuntario de extenuación. Llevaba toda la tarde metido en su despacho entre archivadores de fotografías y legajos, revisando una y otra vez los informes periciales, densas páginas mecanografiadas que, a pesar del tono aséptico del lenguaje jurídico, conservaban intacto el espanto del crimen. La muerte de una muchacha pelirroja, muy joven, una estudiante con cara de Virgen renacentista, vestida como para ir a un concierto de heavy metal.

Se dirigió hacia la ventana y se quedó allí de pie mirando la lluvia con indiferencia, el pavimento negro y mojado, los edificios del otro lado de la calle, el rótulo del bar Las Vegas, donde acostumbraba a tomar café, y el breve espacio arbolado delante de la comisaría frente al que se alineaban los taxis con las luces verdes encendidas. Estaba tan cansado que ya no podía pensar. El análisis de estupefacientes había dado negativo. La chica estaba limpia. Según el dictamen del forense, había muerto de un golpe en el abdomen que le reventó el bazo en el acto. La hemorragia abdominal fue tan intensa que le provocó un vómito de sangre. Murió desangrada. Semejante contundencia solo podía haber sido causada por una persona de gran fortaleza física o por un objeto muy pesado. Pero no había señales exteriores de lucha o violencia en su cuerpo, a excepción del pequeño moratón que lucía en la parte izquierda del cuello. Castro volvió a mirar la fotografía tomada por Arias, la piel muy blanca como el alabastro de los sepulcros, los ojos abiertos y extrañamente serenos.

Alguien debía de guardar necesariamente en su memoria el recuerdo de ese rostro en el instante final antes de que lo petrificara la muerte, la mirada inerte de quien ha descubierto el último secreto que ya nunca podrá revelar, un novio o un exnovio, quizá. Tal vez un acosador anónimo, alguien obsesionado con ella, la joven tenía una belleza extraña y había mucho loco suelto por el mundo. Eso Castro lo sabía de sobra. En el último año, las denuncias por malos tratos en el ámbito doméstico se habían multiplicado por diez. Tipos cobardes y acomplejados «que quieren llegar con la navaja a donde no les llega la polla», como había dicho en el último juicio una campesina de Vilarchán de cuarenta y dos años que, harta de recibir palizas de su marido, un día le cortó las dos manos de cuajo, mientras dormía, con una hoz de desbrozar malas hierbas. El comisario recordaba un poema de Rosalía de Castro que hablaba de algo parecido, «A xusticia pola man». Esa era otra de sus peculiaridades, le gustaba la poesía del XIX, una excentricidad tratándose de un policía. Se alegró de que a la mujer le hubieran caído solo dos años, con el eximente de defensa propia. Últimamente se daban tantos incidentes de violencia doméstica que fue en lo primero que pensó. Pero en realidad no había nada en el caso de Patricia Pálmer que hiciera pensar en un crimen de ese tipo. Al menos de momento. Tampoco parecía haber ningún componente sexual, ni el asesino tenía por qué ser necesariamente un hombre. Podía tratarse de una mujer, una amiga, una vecina, una compañera de clase despechada… Podía haber sido cualquiera. Lo más extraño, de todos modos, seguía siendo el lugar. Los crímenes en sagrado parecían algo más propio de la Edad Media que del siglo XXI. Aunque, después de todo, Santiago era una ciudad medieval, de cultos subterráneos, de falsos milagros, de misterios bíblicos. Y de herejes.

Mucha gente estaba convencida de que los restos que iban a adorar los miles de peregrinos que hacían el camino cada año no eran los del apóstol, sino los de un mártir gallego de ideas heterodoxas llamado Prisciliano. Un obispo panteísta ajusticiado por herejía hacía más de quince siglos en Tréveris a la edad de treinta y tres años, el Cristo español. Según la tradición, cuatro años después de que lo decapitaran, un grupo de seguidores gallegos exhumó el cadáver para darle sepultura en su tierra. Lo demás era vox pópuli. No en vano se decía que el monacato en pleno y la casi totalidad de los ilustrados gallegos pertenecían o habían pertenecido a una sociedad secreta que seguía los mandamientos heréticos. Castro, como la mayoría de los santiagueses, había oído muchas historias al respecto, pero no era un tipo crédulo, y desde luego no ponía la mano en el fuego por ningún hombre aunque fuera santo. Hacía tiempo creía en cosas, la bondad hacia el prójimo, el perdón de los pecados, el amor universal y cosas así. Al fin y al cabo, había estudiado el bachillerato en los hermanos maristas, pero entonces era solo un adolescente ingenuo y de buen corazón. Ahora tenía cincuenta y dos años y la vida le había retorcido bastante el colmillo. Al menos lo suficiente para no fiarse ni de Cristo. Sabía perfectamente que el éxito de cualquier investigación policial radicaba en no dar nada ni a nadie por descontado.

Desde la ventana se fijó en un hombre corpulento que cruzaba la plaza con el paraguas abierto y el paso apurado. Reconoció a Arias por la manera de andar como un campesino de tierra de montes. A Castro le gustaba mirar a la gente a distancia. La mayor parte de sus conocimientos sobre la condición humana le venía de haber pasado muchas horas dedicado a la observación. Se sentaba en una terraza igual que en el palco de un teatro, mirando el ir y venir de las personas como en una representación a escala. Sus gestos, sus costumbres, sus conversaciones… A fuerza de vigilar durante mucho tiempo los movimientos de cualquier sospechoso, llegó a saber calcular como en una partida de ajedrez cada uno de sus pasos.

Alguien caminaba ahora mismo por la ciudad libre de toda sospecha, emboscado bajo los soportales, cruzando impunemente las calles, entre iglesias de piedra con capiteles románicos y pórticos y canalones cubiertos de musgo con gárgolas obscenas y motivos eróticos muy explícitos: arpías, dragones alados, brujas, demonios, arcángeles y condenados arrojados a las llamas del infierno tras sus excesos orgiásticos. Podía tratarse de cualquiera, un honrado padre de familia, un profesor, un delincuente, un estudiante de los muchos que llenaban las tabernas del Franco al salir de la facultad con su alboroto juvenil y algo bronco.

«No sé quién coño eres —pensó Castro para sus adentros—, pero voy a por ti».

Toc, toc… Un ligero toque en la puerta lo sacó de sus cavilaciones.

Arias traía todavía puesta, debajo del anorak, la bata blanca de cuando estaba en el depósito. Caminaba arrastrando un poco los pies, con andares lentos.

—Creí que ya te habrías ido a casa —dijo.

Castro hizo un gesto vago con las palmas de las manos hacia arriba.

El forense sonrió con complicidad. Sacó el paquete de cigarrillos y se sentó en el borde de la mesa.

—Me han dicho los chicos que habéis conseguido un margen de veinticuatro horas antes de comunicarlo a la prensa.

—No quiero ni pensar en el circo mediático que se va a montar —respondió Castro mientras se acomodaba en su sillón giratorio y cruzaba las manos tras la nuca. El comisario no tenía precisamente una buena opinión de los periodistas. Pensaba que, con sus cámaras, sus micrófonos, sus cables y sus antenas, lo único que hacían era entorpecer el trabajo—. Lo siento por la familia. No los van a dejar en paz…

—¿Ya habéis hablado con los padres?

Castro movió los hombros bebiendo a sorbos cortos la coca-cola que tenía encima de la mesa, sin articular palabra. Su rostro reflejaba energía, algo persistente y hermético, pero mantenía la vista baja, perdida en ese lugar de la conciencia muy retirado hacia adentro donde un policía siempre está solo.

—Sí. Han identificado el cadáver —dijo con voz pausada.

Eso era lo que más odiaba de aquel trabajo. El momento de tocar al timbre de una casa y asistir a la expresión invariable de horror y de miedo que adquieren los rostros humanos cuando son alcanzados por un hachazo. La manera que tienen los cuerpos de encogerse dentro de sí mismos, los movimientos enguatados, como a cámara lenta, las manos en la cabeza, el grito como un aullido gutural, la negación muda con la cabeza, los pasos hacia atrás, incrédulos, el retraimiento del cuerpo hasta caer desmadejado en el sofá. Un sofá barato, estampado con flores japonesas. Castro recordaba su propia voz en un tono muy bajo, semejante al que se utiliza en un velatorio o en la antesala de un enfermo grave, y casi no la reconocía. Recordaba las caras arrasadas de los padres, incrédulas al principio. Ella, de unos cincuenta años, sin dejar de sollozar y de balbucear cosas incongruentes. Llevaba unos zapatos feos, de cordones, de esos que usan las mujeres con los huesos de los pies deformados. Él, algo mayor, mirando absorto las baldosas del suelo. Vestía una chaqueta de lana marrón muy gastada. Castro pensó que debía de ser un hombre que pasaba muchas horas sentado con los codos apoyados en la mesa. Un pueblo pequeño como la horma de un zapato, situado a menos de treinta kilómetros de Santiago, donde debían de conocerse todos, con una bonita iglesia parroquial y un balneario de aguas termales. Una casa como tantas, con fotos enmarcadas de la primera comunión de la niña y paños de ganchillo encima del televisor y ceniceros con la concha del peregrino. Gente humilde.

Castro alargó la mano hacia el paquete de Winston que Arias había dejado encima de la mesa y encendió un cigarrillo. Hacía tres meses que había dejado de fumar, pero de pronto experimentó una repentina necesidad de nicotina.

—¿Hay alguna posibilidad de que la rotura del bazo se produjera de forma natural? —preguntó.

—Ninguna —respondió el forense—. A veces puede romperse la membrana que lo recubre y producirse una pérdida gradual de sangre, pero en ningún caso una hemorragia mortal tan inminente. Esta solo se explica por un impacto muy violento, un golpe, un accidente de coche…, algo así. También pudo haber sido atacada con un objeto contundente envuelto en tela —dijo, aunque no tenía ni idea de por qué un asesino iba a querer amortiguar el golpe envolviendo el arma homicida con un trozo de tela.

—¿Y podría haberse producido el impacto en otro lugar y luego haber trasladado el cuerpo hasta la catedral?

El forense aspiró una bocanada profunda. Hablaban con distancia profesional. Establecían conjeturas pero lo hacían fríamente, evitando pensar en el cadáver helado y recosido de Patricia Pálmer, que yacía en un frigorífico de aluminio en el instituto anatómico forense.

—No lo creo. Entre el golpe y la hemorragia no debió de transcurrir mucho tiempo, unos minutos como mucho. Además, ten en cuenta que a la hora que barajamos para la muerte todavía hay gente por la calle. Precisamente es cuando los bares del Franco suelen estar más llenos. Alguien los habría visto.

—O sea, que tú crees que fue una muerte violenta y que ocurrió en el mismo lugar donde apareció el cuerpo.

—Pues sí, parece lo más probable a la vista de lo que tenemos.

Castro soltó un bufido.

—No tenemos una mierda —dijo de malhumor.

—Los de la científica han tomado huellas dactilares de toda la capilla —replicó el forense—. Han rastreado el lugar en el que apareció el cuerpo palmo a palmo. Hay cabellos y rastros de ADN por todas partes…

—Claro —respondió el comisario con sorna—. Aunque no te lo parezca, las capillas suelen ser lugares muy frecuentados. Lo malo es que las personas que los frecuentan no acostumbran a tener antecedentes penales. Vamos, que me juego la cabeza a que las muestras de ADN que nos envíen del laboratorio pertenecerán a encantadoras viejecitas de comunión diaria.

—No te fíes de las viejecitas —ironizó el forense—. Nunca se sabe.

Después se quedó callado y Castro leyó en sus ojos que deseaba decirle algo más. Siempre que se acariciaba la barbilla dubitativo con los dedos índice y pulgar significaba que iba a anunciarle o consultarle algo y no sabía muy bien cómo hacerlo. Arias miró fugazmente por la ventana como si estuviera buscando las palabras adecuadas. Y, cuando por fin dio con ellas, dijo:

—Además, es posible que contemos con un dato nuevo.

El comisario lo enfiló con la mirada. Su rostro en aquel momento se parecía mucho al de un perro de caza con una oreja al acecho y la pata delantera en alto.

—Soy todo oídos —dijo.

—Puede que no signifique nada, pero…

—No me jodas, Arias. Vete al grano.

—Bueno, parece que poco antes de morir la chica mantuvo relaciones sexuales.

—¿Quieres decir que fue violada?

—No. No hay indicios de violencia. Ni desgarros, ni sangre, ni señal alguna de resistencia. Debió de ser un contacto consentido.

—Eres la hostia, y ¿cuándo pensabas decírmelo? —el tono no era precisamente el de felicitarle las Pascuas.

—¿Para qué crees que he venido a verte? —se defendió Arias—. Pensé que de momento preferirías no airear el asunto.

Castro tomó aire y lo dejó salir despacio de los pulmones, como un silbido largo y grave.

—Genial, era lo que nos faltaba para este caso —sentenció con sarcasmo—. ¿Tenemos el ADN del esperma?

—Me temo que la identificación genética no va a ser pan comido —respondió el forense arrastrando las palabras—. La muestra es insuficiente y de baja calidad. Es probable que en el último momento recurrieran al preservativo.

Castro chasqueó los labios, un gesto de contrariedad que hacía a menudo. Sus ojos brillaban ahora como ascuas, pero no de enfado, sino de pura adrenalina. Le ocurría lo mismo que al perro de Pavlov. Al fin y al cabo, también él se había pasado media vida husmeando, rastreando y estableciendo asociaciones. Aquello abría la hipótesis de un posible crimen pasional, aunque Arias tenía razón: de momento lo más sensato sería mantener el dato en secreto.

—¿Crees que lo hicieron en la catedral?

—A tanto no llego. Puede que sí, pero también es posible que no…

—Vale… —resopló Castro, sabiendo que no iba a obtener una respuesta más concisa del forense ni sometiéndolo al tercer grado.

—¿Qué quieres que te diga? Hay lugares más idóneos para una cita romántica.

—También para cometer un crimen —le cortó Castro—. Lo que intento saber es si existe alguna relación entre los dos hechos.

Arias venció la tentación de continuar el diálogo por aquel camino que no llevaba a ninguna parte, y se aventuró a hacer una reflexión en voz alta.

—En el noventa por ciento de los casos el lugar de los hechos aporta alguna información esencial para la investigación.

—No me digas —Castro profirió una risita sobrada—. Tengo la impresión de que en esta ocasión no vamos a encontrar muchas pistas en el lugar de los hechos —el comisario hizo una pequeña pausa para aspirar una bocanada de humo entre enigmático y evasivo—, a no ser, claro… —añadió como saliendo de uno de sus trances—, la del lugar mismo.

—¿Qué quieres decir?

—Hasta ahora el único dato importante que tenemos y lo que convierte esta muerte en un suceso realmente extraño es que no se produce en una casa particular, ni en una discoteca, ni en un parque, ni en el extrarradio, sino dentro de la catedral. Solo nos queda encontrar el vínculo entre la persona y el lugar y sabremos por dónde empezar a tirar del hilo. ¿Qué demonios hacías allí, Patricia Pálmer? —dijo como si hablara solo.

Castro llevaba trabajando como policía casi la mitad de su vida. Había estado seis años haciendo radiopatrulla municipal en Vigo antes de realizar el curso de formación en La Coruña y aprobarlo con el número uno. Después había ascendido a inspector jefe de la Brigada de Investigación Criminal, la famosa BIC, y un par de años más tarde lo nombraron jefe de homicidios de la comandancia de Santiago de Compostela. Durante los últimos cinco años había participado en alrededor de una veintena de investigaciones de asesinatos. O sea, que no era ningún recién llegado. Sabía perfectamente que en cualquier crimen existe una cadena lógica y solo hay que saber seguirla. Si un chaval de diecisiete años es hallado muerto por arma blanca en el polígono industrial de Elviña, se trata de hacer indagaciones entre los camellos que estuvieron vendiendo droga en la zona durante las últimas horas. Si el chico lleva una cazadora llena de cadenas y la cabeza rapada, entonces hay que dirigir la investigación hacia las pandillas de skinheads y punkies que rondan por los alrededores de la discoteca Nebraska. Sin embargo, si se trata de otro tipo de locales como Las Quintas o Cielito Lindo, conviene centrarse en las bandas de Latin Kings. Si en la barra de un bar de Cambados o de Vilagarcía de Arousa matan a un tipo descerrajándole dos tiros por la espalda, la investigación debe dirigirse a los clanes del narcotráfico gallego. Si un ama de casa normal y corriente aparece carbonizada en su propia vivienda, atada de pies y manos a la cama, lo primero que hay que averiguar es dónde se hallaba su marido la noche anterior. Había tenido tantos casos de ese tipo que podía decidir los trámites de la investigación con el piloto automático. Pero el asesinato de una estudiante de filosofía en plena catedral se salía de la pauta habitual, era algo a lo que hasta ahora nunca se había enfrentado. No tenía ni idea de por dónde empezar la investigación. Pero en el fondo le encantaba estar otra vez metido de lleno en un caso. La sensación se parecía mucho a saborear un buen whisky escocés, fuerte, seco y cálido en una vieja taberna de pescadores antes de salir a faenar.

Se dirigió de nuevo hacia la mesa y descolgó el auricular.

—Romaní, quiero que Zárate y tú os hagáis con alguna fotografía de la chica y se la enseñéis a los compañeros de clase. Quiero saberlo todo de Patricia Pálmer, desde su expediente académico hasta su talla de sujetador. Un informe completo. ¿Entendido?

A aquellas alturas ya estaba claro que el caso iba a requerir bastante trabajo de calle.

Después colgó el auricular y se volvió hacia Arias.

—Vamos —dijo mientras cogía al vuelo la gabardina del perchero—. Necesito un poco de aire.

No había mucha gente por la calle a aquella ahora, empleados que regresaban a casa tarde después de una jornada prolongada, una mujer con un carrito de niño forrado de plástico entrando en una farmacia, dos tipos con pinta de profesores universitarios saliendo de uno de esos bares de tapeo con banquetas de madera y fuentes de mejillones y empanada de berberechos, un jubilado paseando al perro, una señora de mediana edad cerrando la persiana metálica de una mercería, un barbudo muy alto con zamarra de cuadros y coleta cargando con un instrumento musical, estudiantes encapuchados de camino hacia algún pub donde matar el tiempo.

—Por ahí anda —dijo Castro—, mezclado entre la gente que va de un sitio a otro.

Pensaba en un rostro vacío al que habría que ponerle cara, aunque simplemente fueran las facciones rudimentarias de un retrato robot. El comisario sabía que la mayoría de los perfiles de asesinos se construyen a partir de patrones de comportamiento. Uno de los momentos más emocionantes en cualquier investigación era precisamente ese, el de ver surgir el rostro de un criminal en la pantalla del ordenador. Los cálculos numéricos podían resultar de gran utilidad a la hora de identificar a un sospechoso. Distancia entre los ojos, coordenadas de la nariz, ancho de la boca… Luego los ordenadores se encargaban de comparar la imagen digital con las fotografías de delincuentes que tenían en sus archivos. Eso siempre y cuando el tipo estuviera fichado, claro.

Cada cual tiene sus propios métodos a la hora de establecer una línea de investigación. Esa clase de técnica nunca es infalible. De hecho Castro no tenía una idea muy clara de cómo lo hacía, le gustaba improvisar y despotricar contra los del departamento informático. Pero lo cierto es que nada le estimulaba tanto como empezar de cero. Para algunos polis no existe en el mundo una sensación más poderosa. Algo perverso e irresistible, como un círculo que empieza a expandirse en torno a un montón de preguntas sin respuesta.

—¿Qué crees que podía estar haciendo una estudiante de filosofía a esas horas de la noche en la catedral?

—Rezando —dijo Arias en un murmullo—. Cosas más raras se han visto.

Habían atajado por la travesía de Fonseca hasta la rúa del Franco, mientras caía una lluvia muy fina como una restitución lenta del invierno, una lluvia que casi no mojaba, por eso iban sin paraguas, agradeciendo esa sensación de refresco que da la humedad en el rostro. Fue entonces, a la entrada de la plaza de O Toural, cuando Castro se dio cuenta de que al muchacho que caminaba delante de ellos con una mochila al hombro y un montón de libros bajo el brazo se le había caído algo.

—Eh, chico… —llamó.

Como el increpado no se daba por aludido, tuvo que apurar dos o tres zancadas para devolverle el papel algo mojado que había recogido del suelo.

—Se te ha caído esto —le dijo poniéndole una mano en el hombro.

Ahora sí pareció percatarse. Volvió la cabeza con un gesto de sobresalto y al hacerlo se le bajó de golpe la capucha, dejándole el rostro al descubierto. Entonces, el comisario cayó en la cuenta de que no era un muchacho, sino una chica muy joven, de rasgos algo orientales, con el pelo corto y los auriculares puestos.

—Gracias —respondió ella, sorprendida, quitándose los cascos del mp3.