XIX

El día amaneció encapotado con ráfagas de viento que rodeaban las esquinas de las calles con un silbido parecido al de la teja de los lobos. De vez en cuando, un rayo relampagueaba sobre el Pico Sacro, y al cabo de pocos segundos el rugido del trueno hacía retumbar los cristales de la comisaría. A pesar del mal tiempo Castro estaba de un humor excelente, ahora que algunas piezas empezaban a encajar. No había rastro del arma homicida ni estaba claro el móvil del crimen, pero al menos tenían un sospechoso principal. La llave había sido de capital importancia en las últimas horas. Además del padre Barcia solo había otra persona que tuviera una copia que le permitiera el acceso a la tienda de souvenirs, y casualmente se daba la circunstancia de que era uno de los mayores expertos en códices paleocristianos.

Dos agentes de la secreta se habían convertido en la sombra de Ginés de Santa Olalla, y su investigación había resultado bastante esclarecedora, especialmente en lo que se refería a los vínculos del diácono con ciertos sectores empresariales más bien turbios. Según sus informes, al menos el nombre de uno de los empleados contratados por Ferticeltia para servicios de vigilancia coincidía con el de uno de los guardias jurados de la catedral. Se trataba de Andrés Nigrán Corbeira, alias O Culebra. Cráneo afeitado, treinta y siete años, un metro ochenta y tres y noventa y dos kilos de peso. Había trabajado como estibador en el puerto de Vigo y después como vigilante de costas. Era amigo personal del presidente del consejo de administración de Ferticeltia, Evaristo López. No tenía antecedentes aunque había sido arrestado en dos ocasiones, una por conducir ebrio y otra por un altercado en un club de alterne; en ambas había sido puesto en libertad sin cargos. Un tipo con buenos abogados. Sus ingresos mensuales rondaban los dos mil euros, un sueldo bastante decente pero insuficiente para explicar el chalet de cuatrocientos metros cuadrados con piscina climatizada y pista de tenis que tenía a su nombre en una urbanización de lujo de O Grove. A Castro le bastó una llamada a Nueva York para confirmar sus sospechas. «Es un tipo peligroso —le había dicho su amigo el abogado César Sueiro desde su despacho de Flatbush Avenue, en Brooklyn—, en tiempos trabajó para el clan de los Miñocas. Nunca conseguimos entrarle. Es frío, eficaz y sin escrúpulos». De momento el comisario no había querido dictar orden de detención contra él por ver hasta adónde podía llevarle. El tipo se había entrevistado en dos ocasiones con el diácono de la catedral en el restaurante O Gaiteiro. El padre Ginés de Santa Olalla había acudido a las dos citas, de las que había fotos, vestido de seglar con gabardina Burberry azul oscuro y paraguas negro. Por otra parte, las pruebas apuntaban a que Ferticeltia había aportado importantes sumas en concepto de donaciones al patronato catedralicio.

No hacía falta ser Sherlock Holmes para llegar a la conclusión de que todos los hilos formaban parte de la misma tela de araña. Eso era lo que más le gustaba a Castro de su trabajo, la estrategia del cazador, el momento de establecer conexiones, de casar los indicios que, trazados a modo de red con flechas azules y rojas encima de la mesa de su despacho, orientaban la dirección de la investigación, igual que un marino que despliega sobre la mesa la primera carta náutica del viaje y va uniendo puntos con regla y compás para calcular el rumbo. Al comisario le gustaba ese momento, sentía en las venas una vibración parecida a la del capitán de un barco cuando percibe bajo cubierta el rugido de las máquinas y saborea en el puente la primera taza de café del día. Le hacía sentirse vivo, el instinto afilado, los músculos tensos, la cabeza despejada… El trabajo constituía para él un reducto de lógica que le proporcionaba la modesta esperanza de que algunas cosas hechas con destreza y precisión podían mejorar de algún modo el caos en el que vivimos y restablecer cierto orden por infinitesimal que fuera. Sin esa pulsión Castro era un hombre a la deriva, como todos, ni más listo ni mejor que otro cualquiera, quizá más callado que los demás cuando se quedaba pensativo asomado a la ventana de su apartamento fumando el último cigarrillo del día, echando cuentas que nunca le cuadraban, como un marino sin barco o un cura sin fe.

Lo más llamativo de los informes realizados por la policía secreta era la intensa actividad llevada a cabo por el arzobispado en los últimos tres o cuatro meses. Sobre todo en lo relativo a una organización promovida personalmente por el padre Santa Olalla a través de la congregación compostelana y el Instituto de Derecho Pontificio. Al parecer, algunos de sus miembros eran conocidos políticos, profesores universitarios y gente del mundo empresarial. Tenían un inmueble en la calle Jerusalén y contaban con varias publicaciones, revistas y programas de radio para realizar su función de apostolado. El joven diácono era un declarado partidario de los medios de comunicación de masas. En el editorial de una de las publicaciones, Fe y Negocios, se afirmaba que el éxito del apostolado radicaba en concienciar a las clases más pudientes de ser una élite llamada por Dios para una misión especial. En algunos casos los donativos llegaban a rondar los cien millones de euros al año. Nadie entrega tanto dinero a cambio de nada, pensó Castro.

Desde que Villamil había sacado a relucir el asunto del libro no había parado de darle vueltas. Esa misma mañana, durante el registro que él mismo había efectuado en el archivo diocesano, había encontrado en el catálogo de referencias una serie de adquisiciones calificadas de primera importancia, entre ellas, el Liber apologeticus. A principios de año la universidad había pedido un préstamo temporal para su estudio, que había sido denegado varias veces y finalmente aceptado por una gestión directa del rector con el Vaticano. Fue entonces cuando el libro desapareció misteriosamente.

Sin embargo, lo más significativo para Castro no era tanto la desaparición del manuscrito como los argumentos empleados por el arzobispado para la denegación del oficio. Un discurso que recordaba demasiado a los viejos tiempos de verborrea inquisitorial: «El libro está escrito con la elocuencia del Maligno, que conoce los artificios del verbo y los utiliza para dar la vuelta a los evangelios en diabólica transfiguración. En él se eleva la naturaleza a la categoría de Dios, como en los peores ritos paganos; se exhorta a la danza y a la coyunda carnal; se ataca el celibato apoyando el matrimonio de monjes y clérigos y, lo que es todavía peor, se abren las puertas de la liturgia a las mujeres. Durante siglos hemos tenido que combatir el peligro priscilianista dentro de los propios seminarios. No hay que olvidar que el obispo gallego fue el líder espiritual de la heterodoxia española, y de algún modo todavía sigue siéndolo. ¿No son acaso el celibato y la participación de la mujer en el culto los grandes debates que amenazan hoy la cohesión interna de la Iglesia?».

Si aquello no era el Asertio Fidei, se le parecía bastante. El oficio dejaba meridianamente claro que, para algunos sectores dentro de la Iglesia, el Liber apologeticus era el símbolo mismo de una herejía peligrosa que había socavado la curia por dentro y todavía continuaba representando una seria amenaza, lo que desde el punto de vista policial podía ser considerado como un móvil más que probable. El interés que podía tener Patricia Pálmer en el manuscrito ya era harina de otro costal. Aunque, bien mirado, tampoco era tan extraño que la chica hubiera elegido a un profeta antisistema para culminar su particular cruzada anticapitalista. A ciertas edades uno es romántico, apasionado, cree en el poder de los símbolos… Quizá pensaba que se podía cambiar el mundo con un libro. Castro continuaba callado con la mirada perdida en la maraña de líneas azules y rojas. En todo aquello había algo que no cuadraba. Pero, puestos a jugársela, apostaría doble contra sencillo a que el libro se hallaba en la casa rectoral, dentro de una vitrina de cristal, camuflado entre cientos de opúsculos y actas de sínodos, bajo la custodia del propio apóstol Santiago con sombrero de cowboy a lomos de un caballo blanco.

Quizá al fin había llegado el momento de la verdad, pensó Castro, que se había girado hacia la ventana. Ginés López de Santa Olalla atravesaba en ese momento la plaza Rodrigo de Padrón con las manos enfundadas en los bolsillos y los hombros proyectados hacia adelante, tratando de ofrecer resistencia al viento. El comisario le había telefoneado a media mañana desde su despacho para decirle si le importaría acercarse por allí cuando le viniera bien. Su voz había sonado casual y despreocupada, «es solo para ponerle al corriente de los últimos avances, a ver si puede echarnos una mano con la investigación», le había dicho. Y allí estaba el diácono, como una silueta confusa zarandeada por las ráfagas racheadas que agitaban los faldones de su gabardina mientras caminaba directamente hacia su propia ratonera.

Al recibirlo, Castro tuvo la misma sensación que había sentido en la casa rectoral, un malestar ambiguo difícil de explicar. Castro ya había decidido que la entrevista no tuviera lugar en su despacho, sino en un cuarto pequeño y cableado con un circuito interno de megafonía, porque eso permitiría a sus agentes seguir la conversación y hacer sobre la marcha las comprobaciones que fueran necesarias. La pared del fondo estaba ocupada por un gran panel con fotografías de Patricia Pálmer viva y muerta, planos de la catedral, análisis de laboratorio y recortes de prensa. La escenografía es una pieza fundamental a la hora de enfrentar a un asesino con su crimen.

Tras unos instantes de duda, el diácono se quitó la gabardina y tomó asiento en la silla que Castro le ofrecía de cara a la pared. Al ver las fotos, tensó la mandíbula, pero no hizo ningún comentario. Su aspecto seguía siendo el de un joven aspirante a sacerdote, tímido, servicial y bienintencionado, dispuesto a prestar su colaboración a las fuerzas del orden público cuando le fuera requerido. Castro sabía cómo aprovechar esa baza psicológica a su favor. En gran medida fue sincero con él. Le hizo un resumen bastante ajustado de la situación eludiendo solo algún que otro detalle. Le habló de las pistas que habían seguido, de los mensajes del móvil de Patricia, del novio desaparecido, de la relación de la chica con organizaciones ecologistas y movimientos antiglobalización. El diácono lo escuchaba en silencio, sin desviar la vista, mientras Castro estudiaba cada uno de sus gestos con curiosidad de entomólogo. Santa Olalla tenía las mandíbulas apretadas y su tez estaba blanca como el yeso. Al comisario no le cabía duda de que sabía algo. Dejó para el final intencionadamente la obsesión de la chica por Prisciliano y el asunto del Liber apologeticus. La mención del manuscrito hizo que el diácono pestañeara un par de veces, pero nada más.

—¿Está intentando decirme algo, comisario? —preguntó. El tono seguía siendo amable, pero algo en la actitud del religioso denotaba un atisbo de callada indignación.

—He intentado explicarle el camino que hemos seguido para llegar hasta aquí. A lo largo de la investigación hemos descartado algunos elementos y al final lo que hemos sacado en limpio es que Patricia Pálmer fue asesinada en la catedral por alguien que le facilitó la llave y a quien probablemente conocía. Tenemos razones para pensar que, además, esa persona tenía un conocimiento profundo de bibliografía religiosa, lo cual, como podrá imaginar, reduce bastante nuestro campo de acción. Usted es toda una autoridad en la materia y, si no recuerdo mal, el día que murió Patricia, reconoció haber pasado toda la mañana en el archivo ocupado en la transcripción de un códice. ¿No es así?

—Sí —respondió el diácono—, que yo sepa, no es ningún delito.

—Desde luego que no. Lo único que intento decirle es que hemos hecho grandes avances en los últimos días para llegar a donde estamos. Así que, si hay algo que deba decirnos, este es el momento.

El diácono no respondió de inmediato. Se hizo un silencio seco, prolongado, roto solo por las respiraciones de ambos. Ginés de Santa Olalla miró de nuevo hacia la pared con las fotos de Patricia Pálmer. En una de ellas se veía su cadáver desnudo y recosido después de la autopsia. Después se pasó la mano por el cuello con cansancio, cruzó los brazos encima de la mesa y miró de nuevo a Castro.

—Puede pensar lo que quiera, comisario —dijo cuadrando dignamente los hombros—, pero jamás había visto a esa chica.

Castro tomó aire. Todo el caso había estado tan enrevesado desde el principio que necesitaba una confesión como fuera.

—De acuerdo —dijo haciendo acopio de paciencia—. Volvamos al principio. El cadáver de Patricia Pálmer fue descubierto por el padre Barcia la mañana del sábado 26 de febrero. Eso quiere decir que el asesinato se produjo en algún momento de la tarde o noche del viernes 25. ¿Me sigue?

—Le sigo, pero no sé adónde quiere llegar.

—Vamos, padre, lo sabe de sobra, ese mismo día desapareció un importante manuscrito de Prisciliano del archivo diocesano. La chica se convirtió en una amenaza para algunos sectores dentro de la curia, tenemos pruebas de ello.

El rostro del diácono pareció reanimado por un soplo de aire. Fue un gesto de alivio involuntario que por un momento desconcertó a Castro, haciéndolo pensar que tal vez había errado el blanco. Apenas duró una décima de segundo. El religioso cambió de registro demasiado de prisa para poder sacar conclusiones.

—Pero ¿qué está insinuando?… Está usted loco, comisario —dijo furioso.

—Tenemos a una chica asesinada en plena catedral y un incunable desaparecido, el Liber apologeticus. Tenemos la llave de la puerta de acceso a la tienda de souvenirs que Patricia Pálmer utilizó para entrar en la catedral. Y tenemos a un hombre justo en el medio de los dos escenarios, un religioso con profundos conocimientos de literatura teológica: usted. Si no tiene una buena explicación para eso, quizá debería decirnos dónde pasó la tarde del viernes 25 de febrero.

—Esto es increíble… —El diácono respiraba pesadamente por la nariz. Se había puesto en pie, levantando el índice como un pantocrátor bizantino—. Lo haré con mucho gusto —dijo con voz crispada—. Estuve en una reunión del patronato en La Coruña, en compañía de más de siete personas que pueden confirmarlo. La reunión, como otras veces, tuvo lugar en una sala del hotel N. H., en los jardines de Méndez Núñez, donde solemos alojarnos, y se prolongó desde las cinco hasta las nueve aproximadamente. Después fuimos a cenar a la marisquería Noray, en la plaza de María Pita. Abandonamos el restaurante alrededor de las diez y media y a continuación regresamos juntos al hotel. Dígales a sus hombres que comprueben la coartada. Y la próxima vez, antes de acusar a nadie, moléstese en hacer primero su trabajo. Para eso le pagan, ¿no? —La voz del diácono sonaba extrañamente serena. Nada en sus facciones dejaba traslucir su indignación.

Se levantó, cogió su gabardina y fue hacia la puerta. Por un momento pareció que fuera a añadir algo más, pero finalmente no lo hizo. Se limitó a lanzar hacia el interior una mirada fría y profundamente despreciativa.

Castro permaneció sentado aguantando la humillación. Tenía un brazo apoyado en la mesa y un hilo de humo salía del cigarrillo olvidado entre sus dedos. Había forzado el interrogatorio al máximo y la había jodido. Por un instante sintió como si le hubieran tirado a la cara un jarro de agua fría. Una coartada como aquella significaba prácticamente que Santa Olalla no había tenido relación material alguna con la muerte de Patricia Pálmer, al menos en ningún sentido que pudiera considerarse como prueba, lo que le obligaba a barajar otra hipótesis sobre el posible asesino. Al comisario estaba empezando a ocurrirle con aquel caso algo que no le hacía maldita gracia.

Varios coches patrulla se alineaban al otro lado de la calle, a la puerta de la comisaría. Ya no llovía, pero el viento seguía soplando fuerte; un viento del norte, molesto, rápido y helado que levantaba polvo y papeles de periódico por el aire. Castro, como todo hijo de la Costa da Morte, odiaba el viento. Cada cual tiene sus demonios. Un árbol había caído en medio de la vía férrea, interrumpiendo el servicio entre Santiago y Padrón durante varias horas, se habían suspendido las clases en los colegios y en la universidad, y a lo largo de la mañana el servicio de emergencias había tenido que intervenir en casi una decena de incidencias: desprendimientos de cornisas, caídas de andamios, la voladura de una cubierta de uralita en un polideportivo de Labacolla… Con tanta llamada de emergencia, estaban en cuadro. El comisario no había tenido más remedio que cambiar el orden del día, distribuir las tareas a sus efectivos e interrumpir momentáneamente las pesquisas, pero su cabeza continuaba funcionando implacablemente en la misma dirección.

A las 13.20, el subinspector Romaní dobló en la esquina del monasterio de San Martín Pinario y entró en la calle Jerusalén. El inmueble se hallaba pegado a la iglesia de San Miguel dos Agros, un edificio de tres plantas con las ventanas de color marrón y sólidas paredes de granito. El viento levantaba remolinos de polvo y hojas por el aire. El policía se protegió los ojos con unas gafas Ray-Ban. Le sorprendió un fuerte olor a meados de perro en el portal. Llamó al telefonillo y al otro lado le respondió una voz de mujer muy dulce. Ecuatoriana o boliviana, dedujo por el acento.

—Necesito hablar con la persona encargada de la congregación —pidió.

—Lo siento, la hermana Isabel no se encuentra ahorita.

—Pues si ella no está, usted me vale —le cortó Romaní, tajante—. Soy policía y traigo una orden de registro.

Subió la escalera y esperó unos minutos en el rellano del primer piso. Oyó un trasiego de pasos al otro lado.

Cuando al fin se abrió la puerta comprobó que el piso estaba prácticamente a oscuras. Las ventanas se hallaban tapiadas y la escasa iluminación se reducía a unas cuantas luces laterales de baja potencia. Olía a cerrado y todo estaba en silencio. La chica que apareció en el umbral no tendría más de diecisiete años. Morena, con unos ojos enormes que no levantó del suelo ni un solo momento. En el recibidor no había muebles, ni imágenes de santos, ni lámparas, ni cortinas. Nada. Las habitaciones estaban al lado derecho, y eran todas del mismo tamaño. Se trataba más bien de celdas en las que solo cabía una cama estrecha y una pila de azulejo. Los cubrecamas eran de un tejido áspero de color carmelita, y todas tenían un crucifijo encima de la cabecera. Había unas diecisiete celdas en cada piso. Romaní aguzó el oído frente a una de las puertas y oyó que alguien sollozaba bajito al otro lado.

Tardó casi dos horas en completar el registro. Cuando abandonó el edificio agradeció el golpe del viento en el rostro, como si hubiera salido de una sucursal del infierno.

Media hora más tarde entraba en el bar Las Vegas. El comisario Castro y Arias se hallaban de espaldas, acodados en la barra, esperando.

—Ya era hora… —le espetó el comisario.

—No ha sido un asunto fácil, jefe. Ni agradable.

—¿Y bien…?

—Formalmente se trata de una organización seglar, jefe, pero la influencia del arzobispado es tan grande que en la práctica puede considerarse una orden religiosa. Ideológicamente son fanáticos preconciliares, especialmente en el asunto del celibato y del sacerdocio femenino. Dependen a todos los efectos del seminario menor, que viene a ser más o menos como el buque insignia de la orden. Por otro lado, el liderazgo del padre Santa Olalla es incuestionable. El tipo se encarga personalmente del adoctrinamiento de los acólitos. La mayoría de los internos son chicas de origen latinoamericano, pero también hay algunos chicos. Todos muy jóvenes, sin apenas formación. Viven prácticamente en un régimen de clausura. Según parece, cada uno tiene asignado un mentor y solo les está permitido el contacto con él.

—Una especie de Opus —dedujo Castro.

—No exactamente, pero algo parecido. Son chicas muy jóvenes, casi adolescentes. Ecuatorianas, peruanas, brasileñas, mexicanas… Hasta hay una de la selva amazónica. Mi impresión es que se trata de una orden medio religiosa, medio seglar, como esa de los Legionarios de Cristo o algo por el estilo. Prácticamente las tienen como esclavas. Las reclutan igual que en un casting. Jóvenes, dóciles, muy sonrientes, buena presencia, modales educados. Ya sabe…, la gente sencilla acostumbra a sentirse atraída por la Iglesia.

—Y a la Iglesia le encanta tener poder sobre la gente sencilla —le respondió Castro.

—Muchas de las chicas son prácticamente analfabetas —continuó el subinspector—, aunque también las hay de buena familia. Estas tienen la obligación de donar todos sus bienes a la orden. Desde que entran rompen todo el contacto con el exterior. Solo se les permite llamar a casa una vez al año, por Navidad, y en presencia de un superior. Además están obligadas a no cuestionar ninguna norma y a delatar a cualquiera que se atreva a hacerlo. Órdenes de Santa Olalla. Los castigos físicos son capítulo aparte. No me mire así, jefe, es una de las cosas de las que se quejan las chicas. Menos mal que el agente Zárate no me acompañaba, ya sabe cómo es… —El poli se pasó la mano por el pelo—. Le aseguro que a mí también me costó mantener la calma. Llámeme mente calenturienta si quiere, jefe, pero aquello tiene toda la pinta de ser un harén formado por crías indefensas de fe ciega, regentado por un proxeneta fanático y sin escrúpulos.

Castro se acarició el mentón pensativo. Le tenía ganas al diácono, pero no quería precipitarse otra vez.

—¿Crees que podríamos contar con algún testimonio ante un tribunal?

—Ya le he dicho que esas chicas están aterrorizadas. Basta con que alguien les tienda una mano y lo soltarán todo.

Castro resopló con la cabeza baja, como un toro a punto de embestir. ¿Habría tenido algo que ver Patricia Pálmer con esa secta?

El caso estaba llegando a su punto más delicado. Ese momento en que todo policía tiene que decidir entre aguantar la investigación en secreto, ocultando sus cartas con la esperanza de llegar más lejos, o intervenir ya, alertando al objetivo. Castro se debatía en ese dilema. Que Santa Olalla tuviera una coartada sólida como una roca lo eximía de la acusación de asesinato, pero desde luego no significaba que fuera un corderillo inocente. Con aquello tenía motivos suficientes para detenerlo y someterlo a un interrogatorio en toda regla. Sin embargo, su instinto de cazador le decía que la situación todavía no estaba suficientemente madura para practicar detenciones. Aspiraba a poder cazar la liebre durmiendo en el erial, aunque conocía todos los riesgos que implicaba la espera. O casi todos.

En honor a la verdad hay que decir que entre las peores hipótesis que barajaba el comisario no estaba la de encontrarse con otra muerte más.