26
Annette se había tropezado con un serio problema. El trayecto hasta el compartimiento de carga no había sido complicado. Sólo se había encontrado con un infectado, uno de los primeros enfermos, y le había abierto un agujero en su cabeza reseca y blanquecina con el primer disparo. Había pasado bajo un Re3 dormido, pero éste no se había movido en absoluto en su cómodo lecho del techo, y, al parecer, las demás criaturas que acechaban desde las sombras de las instalaciones no se habían dado cuenta todavía de que eran libres. Si no era así, significaba que se habían desmenuzado convirtiéndose en polvo antes de lo que ella había pensado. En cualquiera de los dos casos, ella se habría marchado del lugar antes de tener que preocuparse por una u otra posibilidad.
Había logrado llegar al compartimiento de carga en menos de tres minutos y había pulsado el código clave con una enorme sensación de logro y de triunfo. El subidón provocado por la mezcla de drogas empezaba a desaparecer, pero todavía se sentía bien… hasta que la escotilla del compartimiento se negó a abrirse. Annette introdujo de nuevo el código, bastante sencillo, pero esta vez con más cuidado… y no ocurrió nada. Era una de las pocas puertas de las instalaciones que no se abría automáticamente cuando se ponía en marcha el sistema de autodestrucción, pero aquello no debería haber supuesto un problema, ya que existía un disco de verificación en una ranura situada bajo los controles de apertura. El disco siempre estaba allí a pesar de la insistencia del personal directivo de seguridad de Umbrella en que sólo debían tenerlo en sus manos los jefes de departamento de cada una de las secciones…
Y, por supuesto, en cuanto había metido la mano en la ranura, se había encontrado con que el disco no estaba allí, donde se suponía que debía estar. Alguien se lo había llevado.
Annette se quedó de pie delante de la compuerta cerrada, en la vacía estancia, y comenzó a sentir los primeros tentáculos de miedo recorrer su mente. Era un ataque de histeria que no podía permitirse.
El laboratorio va a saltar por los aires, y ya he desperdiciado casi cinco minutos, así que, ¿dónde demonios está el maldito disco?
—Tranquila, tranquila. No pasa nada, estás bien…
Un suave eco, un susurro razonado en mitad de la reluciente sala. Sólo tenía que subir en el ascensor hasta la siguiente planta. Al fin y al cabo, tenía la tarjeta maestra de apertura, tenía un arma y tenía tiempo. Tampoco demasiado, pensó después, pero suficiente.
Respiró profundamente y regresó al pasillo que llevaba hasta las escaleras, recordándose a sí misma que todo iba bien y que aquel contratiempo no tenía importancia, que Umbrella iba a pagar de todos modos, lograra o no, salir de allí. No quería morir, no iba a morir, pero los relucientes pasillos de paredes cubiertas de sangre y los laboratorios, antaño completamente esterilizados, iban a arder de todas maneras, así que no había necesidad de dejarse llevar por el pánico…
Justo cuando giró a la derecha y avanzó con rapidez por el pasillo que la llevaría hasta su objetivo, con sus pasos resonando con un sonido hueco en el silencio, un panel del techo cayó precisamente delante de ella… y un Re3, un lamedor, aterrizó en el suelo y aulló exigiendo su sangre. ¡No!
Annette apretó el gatillo, pero el disparo sólo abrió un agujero en el hombro de la criatura en el preciso momento que se lanzaba de un salto sobre ella, extendiendo una garra deforme para destriparla. Sintió un fuerte dolor en el antebrazo y disparó de nuevo, asombrada e incrédula…
El segundo proyectil le acertó de lleno en la garganta. El monstruo aulló de nuevo mientras la sangre salía con un chorro borboteante de su destrozada garganta. Su aullido se convirtió en un feroz grito rugiente cuando se abalanzó de nuevo sobre ella.
El tercer disparo destrozó la gelatinosa sustancia gris que constituía su cerebro, y la criatura cayó al suelo inmediatamente, quedando hecha un montón de carne que se estremecía de forma espasmódica a escasos centímetros de sus piernas, igualmente temblorosas.
Annette comenzó a jadear al darse cuenta de lo cerca que había estado de morir. Bajó la mirada hacia su sangrante brazo, a los profundos cortes que habían atravesado la tela de la bata de laboratorio…
Y algo se rompió de forma definitiva. Algo en su mente, los pensamientos de su mente corrían a toda velocidad, lo mismo que su corazón palpitante: la sangre y el lamedor, el lamedor de William, muerto en el suelo delante de ella. Todo lo anterior giró y giró, danzando mientras formaba un círculo en el interior de su cabeza y se concentraba hasta formar una única idea, un pensamiento increíblemente simple. Un pensamiento que le daba sentido a todo lo que había ocurrido.
No es suyo.
Estaba tan claro, tan claro como el agua. No podía huir del dolor, porque el dolor la encontraría en cualquier lugar hacia el que corriera. Tenía la prueba allí mismo, goteando por su brazo. William lo había comprendido, pero se había perdido a sí mismo antes de poder explicárselo a ella, antes de decirle lo que ella realmente tenía que hacer: tenía que enfrentarse a sus atacantes y asegurarse de que se enterasen, que se enterasen que el virus-G no era suyo, porque no les pertenecía. Pero ¿lo entenderán? ¿Podrán entenderlo? Quizá sí, quizá no. Sin embargo, se sentía tan apabullada por aquella verdad de una sencillez tan profunda que supo que al menos tenía que intentarlo. Era el trabajo de la vida de William. Era su legado, y ahora le pertenecía a ella. Ya lo había intuido antes, pero ahora lo sabía. Era un rayo de luz en su mente que convertía a todos los demás problemas en asuntos triviales.
No es suyo. Es mío.
Tendría que encontrarlos a todos, decírselo, y en cuanto hubieran aceptado la verdad de lo que les diría, tendrían que dejarla tranquila. Después, si todavía le quedaba tiempo, se marcharía.
Pero antes, tendría que pincharse otra vez. Sonrió, con los ojos abiertos de par en par y con la mirada un poco perdida. Annette pasó por encima del lamedor y se dirigió hacia las escaleras.
Leon creyó oír disparos.
Estaba en una especie de estancia quirúrgica, la primera habitación al final del primer pasillo que había tomado después de dejar atrás a Ada. Levantó la vista del montón de papeles arrugados que había estado revisando y se quedó a la escucha. Sin embargo, los chasquidos no se repitieron, así que continuó con su búsqueda. Pasó con rapidez las páginas, desesperado por encontrar algo más aparte de las interminables listas de números y letras bajo el anagrama de Umbrella.
Vamos, vamos. Tiene que haber algo útil entre toda esta información…
Quería salir de allí, quería agarrar a Ada y salir cagando leches de allí. El cuerpo despanzurrado tirado sobre una esquina era razón más que suficiente, pero había algo más aparte de aquello. El mismo aire de la habitación, del pasillo que daba a la habitación y, estaba seguro, el de todas las estancias de la instalación, era insano. Olía a muerte, pero lo que era aún peor era la atmósfera, el ambiente creado por algo mucho más siniestro, mucho más inmoral. Mucho más… malvado.
Aquí realizaron experimentos, llevaron a cabo pruebas y Dios sabe qué más cosas… y crearon una plaga de zombis y crearon el monstruoso demonio zombi que atacó a Ada. Han matado a toda una ciudad. Fuese lo que fuese lo que pretendían hacer, era algo malvado sin lugar a dudas.
Maldad a gran escala. El transporte los había llevado hasta una instalación secreta de Umbrella, bastante grande. Sabía por los números que aparecían en las paredes que se encontraba en la cuarta planta, significase lo que significase aquello. La pasarela, una de las tres entre las que había podido elegir, por la que había llegado hasta el pasillo y hasta la habitación de operaciones donde se encontraba, pasaba por encima de un espacio abierto de unos veinticinco o treinta metros, cuyo fondo no era visible, completamente perdido en la oscuridad. No sabía a la profundidad que habían bajado Ada y él, aunque la verdad es que tampoco le importaba. Lo único que quería era encontrar un mapa como el que ella había descubierto en las alcantarillas, un diagrama claro y sencillo con una flecha que indicara «salida»… Y no está aquí.
Leon echó a un lado los papeles, lleno de frustración… y vio un disco de ordenador en la mesa de acero, que había estado oculto por el montón de papeles sobre los resultados de experimentos químicos. Lo recogió con el entrecejo fruncido por la intriga y leyó la etiqueta: «Para la verificación del almacén de carga». Estaba escrito con grandes letras mayúsculas, pero con cierto descuido.
Leon lanzó un suspiro y se lo guardó en un bolsillo. Se frotó los cansados ojos con la mano derecha. El brazo izquierdo le había quedado casi inútil después de trasladar a Ada desde el ascensor. No quería ponerse a buscar un ordenador para saber lo que había en el disco, no quería ir de habitación en habitación para encontrar la salida, descubriendo una y otra vez nuevas atrocidades llevadas a cabo por Umbrella antes de que todo se fuera al garete. Estaba cansado y dolorido, además de preocupado por Ada… y, mientras se dirigía hacia la puerta de salida, decidió que debía volver para ver cómo estaba y hablar con ella. Quería tranquilizarla, decirle que encontraría la salida, pero que el puñetero lugar era enorme. Si al menos ella recordara la dirección general donde se encontraba la salida, o quizás incluso el número de la planta o piso.
Leon abrió la puerta, entró en el pasillo… y entonces vio, justo delante de él, una mujer con una pistola en la mano, una nueve milímetros con la que le apuntaba directamente al pecho. La desconocida estaba sangrando. Unos débiles regueros de sangre bajaban lentamente por su sucia bata de laboratorio… y por la expresión de su cara, por la extraña mirada que vio en sus ojos vidriosos, se dio cuenta inmediatamente que estaba drogada hasta las cejas con alguna sustancia, y que realizar cualquier movimiento brusco sería una idea realmente mala.
Jesús, ¿qué es esto?
—Tú asesinaste a mi marido —le dijo—. Tú y tu compañera, y también la joven. Todos vosotros, todos queríais bailar en su tumba, ¡pero yo tengo algo que deciros!
Tenía un subidón tremendo. Podía notarlo en el temblor agudo de su voz y en el modo que a veces su piel se tensaba y temblaba en su cara. Leon mantuvo las manos a lo largo de sus costados y habló con voz baja y tranquila.
—Señora, soy agente de policía, y estoy aquí para ayudarla, ¿de acuerdo? No quiero hacerle daño, sólo…
La mujer metió su ensangrentada mano en uno de los bolsillos de su bata y sacó algo que sostuvo en alto. Se trataba de un tubo de cristal lleno de un extraño fluido púrpura. Sonrió con salvajismo y lo sostuvo aún más alto, por encima de su cabeza, pero sin dejar de apuntarle al pecho.
—¡Aquí está! Esto es lo que queréis, ¿verdad? Escúchame. ¿Me escuchas atentamente? ¡No es vuestro! ¿Entiendes lo que te digo? ¡No es vuestro! Fue William quien lo creó y yo lo ayudé, ¡así que no os pertenece!
Leon asintió con lentitud, y luego habló con tranquilidad.
—Tiene razón, no me pertenece. Es suyo, completamente su…
La mujer ni siquiera lo oía.
—Creéis que podéis llegar y tomarlo, pero yo os detendré. Impediré que os lo llevéis. Todavía queda mucho tiempo, tiempo de sobra para matarte, para matar a Ada, ¡y a cualquier otra persona que intente llevárselo!
Ada…
—¿Qué sabe acerca de Ada? —dijo Leon con voz agitada al mismo tiempo que daba medio paso hacia la enloquecida mujer. Ya no se sentía tan tranquilo—. ¿Le ha hecho daño? ¿Dígamelo?
La mujer se echó a reír, con unas carcajadas completamente carentes de humor y repletas de locura.
—¡Fueron los de Umbrella los que la enviaron aquí, idiota! ¡La propia Ada Wong en persona, la señorita «Los amo y los abandono»! Sedujo a John para apoderarse del virus-G, ¡pero tampoco le pertenece a ella! No lo es, no es vuestro, es mí…
Una enorme conmoción sacudió el suelo, arrojando a Leon contra la pared y luego contra el suelo. La rugiente vibración estremeció hasta las paredes… y ¡bam!, del techo comenzaron a caer tuberías y trozos de yeso. Una gruesa viga abatió a la mujer con un chasquido sordo. Leon se protegió la cabeza con el brazo derecho cuando varios trozos de cemento y de escayola comenzaron a caer encima de él y alrededor…
Un instante después, todo acabó. Leon se incorporó y se quedó mirando a la mujer completamente pasmado, sin comprender qué había ocurrido. La desconocida no se movía en absoluto. La viga de metal que la había golpeado todavía estaba colgada del techo, y tenía uno de los brazos atrapado debajo del alargado trozo de metal…
De repente, una voz clara y carente de sentimiento resonó procedente de unos altavoces ocultos en algún lugar de las paredes. Era una voz femenina y tranquila, que resaltaba incluso por encima del clamor de las sirenas de alarma.
«La secuencia de autodestrucción ha sido activada. Esta secuencia de autodestrucción no puede ser abortada. Todo el personal debe evacuar las instalaciones inmediatamente. La secuencia de autodestrucción ha sido activada. Esta programa no puede ser abortado. Todo el personal debe evacuar las instalaciones inmediatamente…»
Leon trastabilló hasta que consiguió ponerse en pie y se acercó con rapidez a la mujer caída en el suelo. Se agachó, le quitó el cilindro de cristal de su mano abierta y se lo metió en uno de los compartimientos de su cinturón. No sabía quién era, pero sabía que estaba lo bastante loca como para tener metida cualquier cosa en aquel tubo de ensayo.
Ada…
Tenía que regresar junto a Ada y salir de allí. Las alarmas intermitentes y aullantes resonaban por todo el lugar, persiguiéndolo a lo largo de todo el camino desde la puerta hasta la pasarela metálica, junto con el mensaje con voz femenina indiferente que repetía incesantemente el anuncio de su destrucción.
La voz grabada no daba ninguna indicación de cuánto tiempo les quedaba, pero Leon estaba completamente seguro de que no quería estar por los alrededores cuando el reloj llegara al final de la cuenta atrás.