IV

Francisca echó una última mirada al espejo: por una vez no faltaba ningún detalle; se había depilado cuidadosamente las cejas, sus cabellos levantados dejaban ver una nuca bien limpia, sus uñas brillaban como rubíes. La perspectiva de esa noche la divertía; quería mucho a Paula Berger; cuando se salía con ella, siempre era divertido. Paula había convenido en llevarles aquella noche a un tablado español que reproducía exactamente una casa sevillana, y Francisca se alegraba de que la arrancaran por algunas horas de la atmósfera tensa, apasionada, sofocante, en que la encerraban Pedro y Javiera. Se sentía fresca, llena de vida y dispuesta a gozar por su propia cuenta de la belleza de Paula, del encanto del espectáculo y de la poesía de Sevilla que resucitaría dentro de un rato gracias al canto de las guitarras y al gusto de la manzanilla.

Las doce menos cinco. No se podía vacilar; si no quería que esa noche fuera un fracaso, debía ir ya a llamar al cuarto de Javiera. Pedro las esperaba en el teatro a medianoche y se iba a desesperar si no las veía llegar a la hora exacta. Leyó una vez más el papel rosa donde se extendía en tinta verde la gran letra de Javiera:

«Discúlpeme por esta tarde, pero quisiera descansar para estar bien esta noche, a las once y media estaré en su cuarto. La beso tiernamente». Francisca había encontrado esas líneas bajo la puerta por la mañana y ella y Pedro se habían preguntado ansiosamente qué habría hecho Javiera aquella noche para querer dormir durante todo el día. «La beso tiernamente», no significaba nada, era una fórmula hueca. Cuando la había dejado en el Flore, la víspera antes de ir a comer con Gerbert, Javiera estaba llena de rencor y no se podía prever su humor de hoy.

Francisca se echó sobre los hombros una capa nueva de lana liviana, tomó su cartera, los hermosos guantes que su madre le había regalado y bajó la escalera.

Aunque Javiera estuviera antipática y Pedro se ofendiera, estaba decidida a tomar sus enfados a la ligera. Llamó. Detrás de la puerta hubo un vago crujido; le parecía oír palpitar los pensamientos secretos que Javiera acariciaba en su soledad.

—¿Qué hay? —preguntó una voz dormida.

—Soy yo —dijo Francisca. Esta vez no se movió nada. A pesar de sus alegres resoluciones, Francisca reconoció disgustada esa angustia que sentía siempre cuando esperaba que el rostro de Javiera apareciera. ¿Estaría sonriente o enfurruñada? Dijera lo que dijese, el sentido de toda esa noche, el sentido del mundo entero durante aquella noche iba a depender del brillo de sus ojos. Un minuto transcurrió antes de que se abriera la puerta.

—No pienso estar lista —dijo una voz opaca.

Siempre era lo mismo y siempre igualmente desconcertante. Javiera estaba en bata, los cabellos revueltos le caían sobre el rostro amarillo e hinchado. Detrás de ella, la cama deshecha parecía estar todavía caliente y se sentía que las persianas no habían sido abiertas en todo el día. La habitación estaba llena de humo y de un olor acre de alcohol de quemar, pero lo que hacía que ese aire fuera irrespirable, más que el alcohol y el tabaco, eran todos los deseos insatisfechos y todo el aburrimiento y los rencores que se habían depositado en el curso de las horas y de las semanas, entre esas paredes abigarradas como una visión de fiebre.

—La espero —dijo Francisca, indecisa.

—Pero no estoy vestida —protestó Javiera. Se encogió de hombros con aire de resignación dolorosa—. No —dijo—, vaya sin mí.

Inerte y consternada, Francisca permaneció en el umbral del cuarto. Desde que había visto aparecer en el corazón de Javiera los celos y el odio, esa habitación le causaba miedo. No era solamente un santuario donde Javiera celebraba su propio culto; era un cálido invernáculo donde florecía una vegetación lujuriosa y venenosa, era una celda de alucinada cuya atmósfera húmeda se pegaba al cuerpo.

—Escúcheme —dijo—, voy a buscar a Labrousse y dentro de veinte minutos pasamos a recogerla. ¿No puede prepararse en veinte minutos?

El rostro de Javiera se despabiló de pronto.

—Por supuesto que sí, va a ver cómo puedo apresurarme cuando quiero.

Francisca bajó los últimos pisos; era fastidioso, esa noche se anunciaba mal.

Hacía varios días que había un cataclismo en el aire, tenía que terminar por estallar. Las cosas no andaban bien, sobre todo entre Javiera y Francisca; ese inhábil impulso de ternura, el sábado, después del baile negro, no había arreglado nada. Francisca apuró el paso; era casi inasible: una sonrisa falsa, una frase ambigua, bastaban para envenenar todo un programa sonriente. Esta noche, nuevamente, fingiría no notar nada, pero sabía que Javiera no dejaba escapar nada sin intención.

No eran más de las doce y diez cuando Francisca entró en el camerino de Pedro. Él ya se había puesto el abrigo y fumaba su pipa sentado en el borde del diván; alzó la cabeza y miró a Francisca con una dureza sospechosa.

—¿Vienes sola? —preguntó.

—Javiera nos espera, no estaba totalmente lista —dijo Francisca. Aunque había aprendido a acorazarse, se le oprimió el corazón. Pedro ni siquiera le había sonreído, hasta ahora nunca había recibido de él semejante acogida.

—¿La has visto? ¿Cómo estaba?

Ella le miró con asombro. ¿Por qué parecía perturbado? Sus asuntos marchaban perfectamente bien; las rencillas que podía provocar Javiera nunca eran más que rencillas de enamorada.

—Parecía triste y cansada; se pasó el día entero durmiendo en su cuarto, fumando y tomando té. Pedro se levantó.

—¿Sabes lo que hizo anoche? —dijo.

—¿Qué? —preguntó Francisca. Se crispó. Algo desagradable se preparaba.

—Bailó con Gerbert hasta las cinco de la mañana —dijo Pedro en un tono casi triunfante.

—¡Ah! ¿Y entonces? —dijo Francisca.

Estaba desconcertada: era la primera vez que Gerbert y Javiera salían juntos, y en esa vida afiebrada y complicada cuyo equilibrio ella trataba de asegurar dificultosamente, la menor novedad estaba henchida de amenazas.

—Gerbert parecía encantado y hasta había en él un leve tinte de fatuidad —continuó Pedro.

—¿Qué dijo? —preguntó Francisca. No hubiera sabido qué nombre darle a ese sentimiento equívoco que acababa de instalarse en ella, pero su color turbio no la sorprendía. Ahora, en el fondo de todas sus alegrías, había un sabor agrio, y sus peores disgustos le daban una especie de placer áspero.

—Le parece que baila como una reina y que es simpática —dijo Pedro secamente. Parecía profundamente contrariado, y a Francisca le alivió pensar que su recibimiento brutal tenía alguna excusa—. Ella se quedó encerrada durante todo el día —agregó Pedro—. Es lo que hace siempre cuando algo la ha conmovido. Se mete en su cueva para rumiar tranquila.

Cerró la puerta de su camerino y salieron del teatro.

—¿Por qué no adviertes a Gerbert que te interesas por ella? —dijo Francisca después de un silencio—. Te bastaría decir una palabra.

El perfil de Pedro se aguzó.

—Me parece que trató de sondearme —dijo con una risa desagradable—. Tenía un aspecto de andar incómodo y a tientas que no carecía de sabor. —Pedro agregó en un tono aún más áspero—: Estuve alentándolo.

—¡Claro, evidentemente! ¿Cómo quieres que se dé cuenta? —dijo Francisca—. Siempre has afectado ante él un aire desapegado.

—¿Qué quieres, que cuelgue de la espalda de Javiera un cartel que diga Prohibido cazar? —preguntó Pedro con una voz cortante. Se mordió una uña—. Bien puede adivinarlo.

Una oleada de sangre subió al rostro de Francisca. Pedro ponía su orgullo en ser buen jugador, pero no aceptaba lealmente las perspectivas de una derrota; estaba terco e injusto en ese momento, y ella lo estimaba demasiado para aborrecerlo por esa debilidad.

—Bien sabes que no es psicólogo —dijo. Agregó ásperamente—: Y además tú mismo me has explicado, refiriéndote a nuestras relaciones, que cuando uno respeta profundamente a alguien, se niega a forzarle el alma sin su autorización.

—Pero no le reprocho nada a nadie —dijo Pedro en tono helado—, todo está muy bien así.

Ella lo miró con rencor; estaba atormentado, pero su sufrimiento era demasiado agresivo para inspirar ninguna piedad. Hizo, sin embargo, un esfuerzo de buena voluntad.

—Me pregunto si no es en gran parte por rabia contra nosotros por lo que Javiera fue amable con él —dijo.

—Puede ser —dijo Pedro—, pero el hecho es que no tuvo ganas de volver hasta la madrugada y que se excedió con él. —Se encogió rabiosamente de hombros—. Y ahora vamos a tener que aguantar a Paula y ni siquiera podremos explicarnos.

Francisca sintió que perdía las fuerzas. Cuando Pedro estaba obligado a masticar en silencio sus inquietudes y sus agravios, tenía de cambiar el transcurso del tiempo en una lenta y sabia tortura; nada era más temible que esas explicaciones retenidas. Aquella noche que la regocijaba ya no iba a ser un placer; con algunas palabras, Pedro la había transformado en una pesada obligación.

—Quédate aquí, subo a buscar a Javiera —dijo Francisca cuando llegaron ante el hotel. Subió rápidamente los dos pisos. ¿Ya ninguna vacación sería posible?

¿Tampoco esta vez le sería permitido lanzar sobre los rostros, los decorados, sino miradas furtivas? Tenía ganas de quebrar ese círculo mágico donde se encontraba encerrada con Pedro y Javiera y que la separaba de todo el resto del mundo.

Francisca llamó. La puerta se abrió en seguida.

—¿Ve cómo he corrido? —dijo Javiera. Costaba creer que esa era la secuestrada amarilla y febril de hacía un rato. Tenía el rostro liso y claro, sus cabellos caían en ondas armoniosas sobre sus hombros, se había puesto el vestido azul y, en el escote, una rosa un poco marchita.

—Me divierte tanto ir a un baile español —dijo con animación—. Veremos españoles verdaderos, ¿no es cierto?

—Por supuesto —respondió Francisca—, habrá hermosas bailarinas y guitarristas y castañuelas.

—Vamos pronto —dijo Javiera. Con la punta de los dedos rozó el abrigo de Francisca—. Me gusta tanto esta capa. Me hace pensar en un dominó de baile de disfraz. Usted está espléndida —agregó con admiración.

Francisca sonrió molesta; Javiera no estaba en la nota, iba a sentirse penosamente sorprendida cuando viera el rostro cerrado de Pedro. Bajaba la escalera dando grandes saltos de alegría.

—Le hice esperar —dijo alegremente, tendiéndole la mano a Pedro.

—No tiene ninguna importancia —replicó Pedro, con una voz tan seca que Javiera lo miró asombrada. Se volvió y llamó un taxi.

—Primeramente vamos a buscar a Paula para que nos muestre el lugar —dijo Francisca—. Parece que es muy difícil de encontrar si no se conoce.

Javiera se sentó a su lado en el asiento del fondo.

—Puedes sentarte entre nosotros dos; hay lugar de sobra —dijo Francisca sonriéndole a Pedro. Pedro bajó el trasportín.

—Gracias. Aquí estaré muy bien.

La sonrisa de Francisca cayó; si quería empeñarse en rabiar, no había más remedio que dejarle. Pero no conseguiría arruinarle esa salida. Se dirigió a Javiera.

—¿Así que según parece ha estado bailando anoche? ¿Se divirtió mucho?

—Oh, sí. Gerbert baila magníficamente —repuso Javiera con el tono más natural del mundo—. Fuimos al sótano de la Coupole. ¿No se lo ha dicho? Hay una orquesta excelente.

Parpadeó un poco y adelantó los labios como para tenderle a Pedro una sonrisa.

—Su película me asustaba —dijo—. Me quedé en el Flore hasta medianoche.

Pedro la miró con aire malévolo.

—Usted era libre —murmuró.

Javiera se quedó un momento sorprendida, luego su rostro tuvo un estremecimiento altanero y de nuevos sus ojos se posaron sobre Francisca.

—Tenemos que volver allí juntas —dijo—. Después de todo, se puede muy bien ir a bailar entre mujeres. El sábado, en el baile negro, fue agradabilísimo.

—Por mí, encantada —dijo Francisca. Miró alegremente a Javiera—. Se está echando a perder. Va a pasar dos noches seguidas en vela.

—Por eso descansé durante todo el día —dijo Javiera—. Quería estar fresca para salir con ustedes.

Francisca sostuvo sin parpadear la mirada sarcástica de Pedro.

Verdaderamente exagerada; no tenía sentido poner una cara semejante porque Javiera se había divertido bailando con Gerbert. Por otra parte, sabía que se sentía culpable, pero se atrincheraba en una superioridad huraña desde donde se autorizaba a pisotear la buena fe, la educación y toda clase de moral.

Francisca había decidido quererle hasta en su libertad, pero aun en esa resolución había un optimismo demasiado fácil. Si Pedro era libre, ya no dependía de ella sola quererle, pues él podía volverse libremente detestable. Era lo que estaba haciendo en ese momento.

El taxi se detuvo.

—¿Sube con nosotros a casa de Paula? —preguntó Francisca.

—Sí, usted me dijo que su casa era tan bonita —dijo Javiera.

—Vayan las dos, yo las espero —dijo Pedro. Francisca abrió la portezuela.

—Como quieras —respondió Francisca. Javiera la tomó del brazo y cruzaron juntas la gran puerta de entrada.

—Estoy tan contenta de ver su apartamento —dijo Javiera. Parecía una niñita dichosa y Francisca le oprimió el brazo. Aun si esa ternura nacía de un rencor contra Pedro, era dulce recibirla; además, quizá durante ese largo día de retiro, Javiera había purificado su corazón. Por la alegría que esa esperanza puso en ella, Francisca midió hasta qué punto la hostilidad de Javiera le había resultado dolorosa.

Francisca llamó, una criada vino a abrirles y las introdujo en una inmensa habitación de techo alto.

—Voy a avisar a la señora —dijo.

Javiera giró lentamente sobre sí misma y exclamó extasiada:

—¡Es magnífico!

Sus ojos fueron deteniéndose sobre la araña multicolor, sobre el cofre de pirata claveteado de cobre sin brillo, sobre la gran cama cubierta de vieja seda roja bordada de carabelas azules, sobre el espejo veneciano colgado al fondo de la alcoba; alrededor de su superficie lisa se enrollaban arabescos de vidrio brillantes y caprichosos como una floración de escarcha. Francisca se sintió atravesada por una vaga envidia: era una suerte poder inscribir sus rasgos en la seda, el vidrio trabajado y las maderas preciosas, pues en el horizonte de esos objetos inteligentemente dispares que su gusto seguro había elegido, se erguía el rostro de Paula: era a ella a quien Javiera contemplaba con embeleso en las máscaras japonesas, los jarrones, las muñecas de conchillas muy rígidas bajo sus campanas de vidrio. Así, como en el último baile negro, como en la cena de Nochebuena, Francisca se sentía, por contraste, lisa y desnuda como esas cabezas sin rostro de los cuadros de Chirico.

—Buenas tardes, estoy contenta de verlas —dijo Paula. Avanzaba con las manos tendidas hacia adelante, con un paso rápido que contrastaba con la majestad de su largo vestido negro; un ramo de terciopelo oscuro veteado de amarillo subrayaba su talle. Tomó las manos de Javiera y las conservó un rato entre las suyas—. Se parece cada vez más a Fra Angélico —dijo.

Javiera bajó la cabeza, confusa; Paula soltó sus manos.

—Estoy lista —dijo poniéndose un abrigo corto de zorros plateados.

Bajaron la escalera. Al acercarse Paula, Pedro se arrancó una sonrisa.

—¿Había gente esta noche en el teatro? —preguntó Paula cuando el taxi se puso en marcha.

—Veinticinco personas —dijo Pedro—. Vamos a descansar. De todas maneras empezamos a ensayar El señor Viento y teníamos que terminar dentro de una semana.

—Nosotros tenemos menos suerte —dijo Paula—. La pieza empezaba apenas a despuntar. ¿No le parece un poco extraña esta modalidad de la gente de retraerse en sí misma cuando los acontecimientos son inquietantes? Hasta la vendedora de violetas de al lado de mi casa me decía que no ha vendido ni tres ramos en estos dos días.

El taxi se detuvo ante una callecita empinada; Paula y Javiera dieron algunos pasos mientras Pedro pagaba el taxi; Javiera contemplaba a Paula con aire fascinado.

—Voy a quedar muy bien entrando en esta boite rodeado de tres mujeres —rezongó Pedro entre dientes.

Miraba con rencor la calle sombría en la que se aventuraba Paula. Todas las casas parecían dormidas, En una puertecita de madera, al fondo, se leía, escrito en letras desteñidas, Sevillana.

—Telefoneé para que nos reservaran una buena mesa —dijo Paula.

Fue la primera en entrar y se adelantó vivamente hacia un hombre de rostro bronceado que debía de ser el patrón; cambiaron algunas palabras sonriendo; la sala era pequeña, en medio del techo había un proyector que desparramaba una luz rosada sobre la pista donde se apretujaban las parejas, el resto de la estancia estaba hundido en la penumbra. Paula se adelantó hacia una de las mesas alineadas contra la pared y separadas las unas de las otras por tabiques de madera.

—¡Qué bonito! —dijo Francisca—. Está arreglado igual que en Sevilla.

Estuvo a punto de volverse hacia Pedro; recordaba las hermosas noches que había pasado dos años antes en una casa de baile cerca del Alameda, pero Pedro no estaba de humor para evocar recuerdos. Sin alegría pidió al mozo una botella de manzanilla. Francisca miraba a su alrededor; le gustaban esos primeros instantes en que los decorados y la gente aún no formaban sino un conjunto vago, ahogado en los humos del tabaco; era una alegría pensar que ese espectáculo confuso iba a iluminarse poco a poco y a resolverse en una multitud de detalles y de episodios cautivadores.

—Lo que me gusta aquí —dijo Paula— es que no hay falso color local.

—No puede ser más sobrio —dijo Francisca.

Las mesas eran de madera rústica, lo mismo que los bancos que servían de asientos y el bar detrás del cual se apilaban toneles de vino español; nada atraía la mirada, salvo, sobre el estrado, donde se erguía un piano, las hermosas guitarras relucientes que los músicos de trajes claros tenían de través sobre las rodillas.

—Debería quitarse el abrigo —observó Paula tocando el hombro de Javiera.

Javiera sonrió; desde que habían subido al taxi, no había apartado los ojos de Paula. Se quitó la prenda con una docilidad de sonámbula.

—¡Qué bonito vestido! —exclamó Paula.

Pedro miró a Javiera con una mirada penetrante.

—¿Pero por qué conserva esa rosa? Está marchita —dijo secamente.

Javiera le clavó los ojos, se desprendió lentamente la rosa y la depositó en el vaso de manzanilla que un mozo acababa de colocar ante ella.

—¿Cree que eso le devolverá las fuerzas? —dijo Francisca.

—¿Por qué no? —preguntó Javiera vigilando de reojo la flor enferma.

—Los guitarristas son buenos, ¿verdad? —dijo Paula—. Tienen el verdadero estilo flamenco. Son ellos los que dan toda la atmósfera. —Miró hacia el bar—. Yo tenía miedo de que estuviera vacío, pero los acontecimientos no afectan tanto a los españoles.

—Son asombrosas estas mujeres —dijo Francisca—. Tienen capas de coloretes sobre la piel y, sin embargo, no les dan un aire artificial, tienen un rostro vivo y animal.

Examinaba una tras otra a las pequeñas españolas regordetas, de caras violentamente maquilladas bajo sus tupidos cabellos negros; eran iguales a las mujeres de Sevilla, que en las noches de verano llevaban contra la oreja ramos de flores de nardos de perfume intenso.

—¡Y cómo bailan! —dijo Paula—, vengo muy a menudo aquí a admirarlas.

Cuando están quietas, son gordas y de piernas cortas, uno las creería pesadas, pero en cuanto entran en movimiento, sus cuerpos se vuelven tan alados y tan nobles.

Francisca mojó los labios en su vaso; ese sabor de nuez seca resucitaba para ella la sombra clemente de los bares sevillanos donde se atracaba con Pedro de aceitunas y de anchoas mientras el sol caía a plomo sobre las calles. Le miró; hubiera querido evocar con él esas hermosas vacaciones. Pero Pedro continuaba clavando una mirada malévola sobre Javiera.

—Y bien, no ha sido muy largo —contestó.

La rosa pendía lamentablemente sobre su tallo como si se hubiera intoxicado, se había puesto amarilla y sus pétalos se habían ajado. Javiera la tomó suavemente entre sus dedos.

—Sí, creo que está completamente muerta —dijo.

La arrojó sobre la mesa, luego miró a Pedro desafiante. Tomó su vaso y lo vació de un sorbo. Paula abrió grandes ojos asombrados.

—¿Es rico el gusto del alma de una rosa? —dijo Pedro. Javiera se echó hacia atrás y encendió un cigarrillo sin contestar. Hubo un silencio incómodo. Paula sonrió a Francisca.

—¿Quiere que intentemos este pasodoble? —dijo con un deseo evidente de cambiar el tema.

—Cuando bailo con usted, casi tengo la ilusión de saber —dijo Francisca poniéndose de pie.

Pedro y Javiera continuaron uno junto al otro sin cambiar una palabra; Javiera seguía con aire seducido el humo de su cigarrillo.

—¿En qué está ese proyecto de recital? —dijo Francisca al cabo de un instante.

—Si la situación se despeja, intentaré algo en mayo —dijo Paula.

—Seguramente será un éxito —comentó Francisca.

—Tal vez. —Una nube empañó el rostro de Paula—. Pero no es sólo eso lo que me interesa. Hubiera deseado mucho encontrar un medio para introducir en el teatro el estilo de mis bailes.

—Pero lo hace un poco —dijo Francisca—. Su plástica es perfecta.

—No basta —respondió Paula—. Estoy segura de que habría otra cosa que buscar, algo verdaderamente nuevo. —Otra vez su fisonomía se ensombreció—. Pero habría que tantear, arriesgar…

Francisca la miró con una simpatía conmovida. Cuando Paula había renegado de su pasado para arrojarse en brazos de Berger, había creído empezar a su lado una vida aventurera y heroica, y ahora, Berger no hacía más que explotar, como buen comerciante, una reputación ganada. Paula había hecho por él demasiados sacrificios para confesarse su decepción, pero Francisca podía adivinar las fisuras dolorosas de ese amor, de esa felicidad que ella continuaba afirmando. Algo amargo se le subía a la garganta. En la mesa en que los habían dejado, Pedro y Javiera seguían callados. Pedro fumaba, la cabeza un poco gacha, Javiera le miraba con una expresión furtiva y desolada. ¡Qué libre era! Libre de su corazón, de sus pensamientos, libre de sufrir, de dudar, de odiar. Ningún pasado, ningún juramento, ninguna fidelidad a sí misma la ataba.

El canto de las guitarras murió. Paula y Francisca volvieron a la mesa.

Francisca vio con una leve inquietud que la botella de manzanilla estaba vacía y que los ojos de Javiera tenían un brillo demasiado vivo para las largas pestañas pintadas de azul.

—Van a ver a la bailarina —dijo Paula—. Le encuentro una gran clase.

Una mujer madura y regordeta vestida de española se adelantaba hacia el medio de la pista; tenía una faz alegre, redonda, bajo los cabellos negros separados en el medio por una raya y coronados por una peineta roja como su chal. Sonrió a su alrededor mientras el guitarrista arrancaba de su instrumento algunas notas secas. Empezó a tocar. Lentamente, el busto de la mujer se irguió; alzó sus hermosos brazos jóvenes, sus dedos hicieron sonar las castañuelas y su cuerpo empezó a saltar con una ligereza infantil. El largo vestido floreado giraba en torbellino alrededor de sus piernas musculosas.

—Cómo se ha embellecido de pronto —dijo Francisca dirigiéndose a Javiera.

Javiera no contestó. En sus contemplaciones apasionadas, no aceptaba a nadie a su lado. Tenía los pómulos rosados, no conservaba ningún dominio sobre su rostro y sus miradas seguían los movimientos de la bailarina con un deslumbramiento idiotizado. Francisca apuró su copa. Sabía muy bien que uno nunca podía fundirse con Javiera en un acto o en un sentimiento común, pero después de la dulzura que había sentido un rato antes, al recordar su ternura, le resultaba duro no existir para ella. Miró de nuevo a la bailarina. Ahora le sonreía a un galán imaginario, le atraía, se negaba, caía por fin entre sus brazos, y después se convirtió en una hechicera con ademanes llenos de peligroso misterio. Luego imitó a una alegre campesina que giraba, con la cabeza enloquecida, los ojos muy abiertos, en una fiesta de aldea. La juventud, la alegría aturdida evocadas por su baile cobraban en ese cuerpo que envejecía, y en el cual renacían, una conmovedora pureza. Francisca no pudo evitar mirar nuevamente a Javiera; tuvo un sobresalto de sorpresa. Javiera ya no miraba, había bajado la cabeza; tenía en su mano derecha un cigarrillo semiconsumido y lo acercaba lentamente a su izquierda. Francisca tuvo que esforzarse para reprimir un grito. Javiera aplicaba el tizón rojo contra su piel y una sonrisa aguda le plegaba los labios; era una sonrisa íntima y solitaria como una sonrisa de loca, una sonrisa voluptuosa y torturada de mujer presa del placer; apenas se podía sostener su mirada, encerraba algo horrible.

La bailarina había terminado su número, saludaba en medio de los aplausos.

Paula había vuelto la cabeza; sin decir una palabra abrió grandes ojos interrogadores. Pedro había notado desde hacía tiempo lo que hacía Javiera; puesto que a nadie le parecía prudente hablar, Francisca se contuvo, y, sin embargo lo que estaba ocurriendo era intolerable. Con los labios redondeados por una mueca coqueta y rebuscada, Javiera soplaba delicadamente sobre las cenizas que cubrían su quemadura; cuando hubo dispersado ese embozo protector, pegó de nuevo contra la llaga puesta al desnudo el extremo abrasado de su cigarrillo. Francisca se estremeció. No era únicamente su carne la que se sublevaba; se sentía herida de una manera más profunda y más irremediable, hasta el corazón de su ser. Detrás de ese rictus maniático, un peligro amenazaba, más definitivo que todos los que ella había imaginado jamás. Algo estaba ahí, algo que se apretaba a sí mismo con avidez, algo que existía por sí mismo con certidumbre; uno no podía aproximarse ni siquiera en pensamiento. En el momento en que se iba a alcanzar la meta, el pensamiento se disolvía; no era ningún objeto asible, era un surgir incesante, una pérdida incesante, transparente para ella sola y para siempre impenetrable. Sólo se podría dar vueltas a su alrededor en una exclusión eterna.

—Es idiota —dijo—. Va a quemarse hasta el hueso.

Javiera alzó la cabeza y miró a su alrededor con aire un poco perdido.

—No duele, dijo.

Paula le agarró la muñeca.

—Dentro de un rato le dolerá terriblemente —protestó—. ¡Qué chiquillada!

La herida era del tamaño de una moneda de un franco y parecía muy profunda.

—Le juro que no siento nada —dijo Javiera retirando su mano. La miró con un aire cómplice y satisfecho—. Es voluptuoso una quemadura.

La bailarina se acercó, llevando una bandeja y uno de esos porrones de donde beben los españoles.

—¿Quién quiere beber a mi salud? —dijo.

Pedro puso un billete sobre la bandeja y Paula tomó el porrón; le dijo algunas palabras en español a la mujer y luego echó la cabeza hacia atrás y dirigió con habilidad hacia su boca un chorro de vino tinto, que interrumpió con un movimiento brusco.

—Ahora usted —le dijo a Pedro.

Pedro tomó el recipiente y lo observó con inquietud; luego echó la cabeza hacia atrás poniendo la abertura en el borde de los labios.

—No, así no —dijo la mujer.

Con mano firme apartó el porrón. Pedro, durante un instante dejó que el vino corriera en su boca, luego hizo un movimiento para recobrar la respiración y el líquido inundó su corbata.

—Mierda —dijo con furor.

La bailarina se echó a reír y le dirigió invectivas en español. Parecía tan decepcionado que una amplia carcajada rejuveneció los rasgos austeros de Paula.

Francisca esbozó con dificultad una débil mueca. El miedo se había instalado en ella y nada podía distraerla. Esta vez se sentía en peligro más allá de su misma felicidad.

—Nos quedamos un rato más, ¿verdad? —inquirió Pedro.

—Si no le molesta —dijo Javiera tímidamente.

Paula acababa de irse. Todo el encanto de aquella noche se había debido a su tranquila alegría. Ella les había iniciado uno tras otro en las figuras más raras del pasodoble y del tango, ella había invitado a la mesa a la bailarina y había conseguido que les cantara hermosos cantos populares que todo el público había coreado. Bebieron mucha manzanilla. Pedro había terminado por serenarse y por recobrar su buen humor. Javiera no parecía sufrir por su quemadura; mil sentimientos contradictorios y violentos habían ido reflejándose en sus rasgos. Sólo para Francisca el tiempo había transcurrido con pesadez. La música, los cantos, el baile, no habían podido quebrar la angustia que la paralizaba; desde el momento en que Javiera se había quemado la mano, ya no podía apartar su pensamiento de ese rostro torturado y extático cuyo recuerdo le hacía estremecer. Se volvió hacia Pedro, necesitaba recobrar un contacto con él, pero se había separado de él demasiado violentamente, ya no conseguía reunirse. Estaba sola. Pedro y Javiera hablaban y sus voces parecían venir de muy lejos.

—¿Por qué hizo eso? —dijo Pedro tocándole la mano.

Javiera le lanzó una mirada suplicante. Todo su rostro era una tierna concesión. A causa de ella, Francisca se había apartado de Pedro hasta el punto de que ya no podía sonreírle, y Javiera, desde hacía rato, se había reconciliado silenciosamente con él; parecía a punto de caer entre sus brazos.

—¿Por qué? —repitió Pedro. Contempló un momento la mano lastimada.

—Juraría que es una quemadura sagrada —dijo. Javiera sonreía ofreciéndole un rostro sin defensa.

—Una quemadura expiatoria —agregó.

—Sí —dijo Javiera—. Tuve un sentimiento tan bajo con esa rosa. Me dio vergüenza.

—¿Quiso enterrar el recuerdo de la noche anterior? —Pedro hablaba en tono amistoso, pero estaba crispado. Javiera abrió ojos de admiración.

—¿Cómo lo sabe? —dijo. Parecía subyugada por es brujería.

—Esa rosa marchita era fácil de adivinar —dijo Pedro.

—Era un gesto ridículo, un gesto teatral —dijo Javiera. Y agregó con coquetería—: Pero usted me provocó.

Su sonrisa se había entibiado como un beso, y Francisca se preguntó con desagrado por qué estaba allí asistiendo a esa cita de enamorados; su lugar no estaba aquí. ¿Pero dónde estaba su lugar? Sin duda en ninguna parte, y en ese instante se sentía borrada del mundo.

—¡Yo! —dijo Pedro.

—Usted tenía su aire sarcástico y me lanzaba miradas torvas —dijo Javiera con ternura.

—Sí, estuve desagradable —dijo Pedro—, le pido perdón. Pero es que la sentía ocupada en cualquier otra cosa menos en nosotros.

—Usted debe de tener antenas. Ya estaba erizado antes de que abriera la boca, pero lo que pasa es que sus antenas son de mala calidad —dijo sacudiendo la cabeza.

—En seguida supuse que Gerbert la había hechizado —dijo Pedro con brusquedad.

—¿Hechizado? —preguntó Javiera. Arrugó la frente—. ¿Pero qué le contó ese chico?

Pedro no lo había hecho de propósito, era incapaz de ninguna bajeza, pero su frase encerraba una insinuación desagradable contra Gerbert.

—No me contó nada —negó Pedro—, pero estaba encantado de su noche, y es raro que usted se tome el trabajo de encantar a la gente.

—Debí sospecharlo —dijo Javiera con rabia—. En cuanto una es cortés con un tipo, en seguida se forja ilusiones. Dios sabe lo que inventó en su minúscula sesera.

—Y además, si usted se quedó encerrada durante todo el día —dijo Pedro—, era para rumiar lo romántico de esa noche. Javiera se encogió de hombros.

—Era un romanticismo fabricado —dijo Javiera.

—Eso le parece ahora —dijo Pedro.

—No, lo supe en seguida —dijo Javiera con impaciencia. Miró a Pedro de frente—. Quise que esa noche le pareciera maravillosa, ¿comprende?

Hubo un silencio; nunca se sabría lo que durante esas veinticuatro horas Gerbert había representado exactamente para ella, y ella misma lo había olvidado.

Lo seguro era que en ese instante ella renegaba de todo con sinceridad.

—Era un desquite contra nosotros —dijo Pedro.

—Sí —dijo Javiera en voz baja.

—Pero hacía siglos que no comíamos con Gerbert, teníamos que verlo un rato —dijo Pedro en tono de excusa.

—Ya sé —dijo Javiera—, pero siempre me molesta que se dejen agarrar por toda esa gente.

—Usted es una criatura exclusivista —dijo Pedro.

—No puedo hacerme de nuevo —dijo Javiera, abrumada.

—Ni lo intente —rogó Pedro tiernamente—. Su exclusivismo no se debe a celos mezquinos, va con su intransigencia, con la violencia de sus sentimientos. No sería la misma, si se lo suprimiera.

—Ah, todo estaría tan bien si estuviéramos los tres solos en el mundo —dijo Javiera. Su mirada tuvo un brillo apasionado—. Sólo nosotros tres.

Francisca sonrió con esfuerzo. Había sufrido a menudo de la connivencia de Pedro y de Javiera, pero esa noche descubría en ella su propia condena. Los celos, el rencor, esos sentimientos que ella siempre había rechazado; he aquí que los dos hablaban de ellos como de hermosos objetos preciosos y evidentes que había que manejar con precauciones respetuosas; habría podido, ella también, encontrar en sí misma esas riquezas inquietantes. ¿Por qué había preferido las viejas consignas huecas que Javiera rechazaba audazmente con el pie? Muchas veces los celos la habían traspasado, se había sentido tentada de aborrecer a Pedro, de desear que a Javiera le fuera mal, pero bajo el vano pretexto de conservarse pura, había anulado todo eso dentro de ella. Con tranquila audacia, Javiera elegía afirmarse toda entera; como recompensa, pesaba mucho sobre la tierra, y Pedro se volvía hacia ella con interés apasionado. Francisca no se había atrevido a ser ella misma y comprendía en una explosión de dolor que esa hipócrita cobardía la había conducido a no ser nada.

Alzó los ojos, Javiera hablaba.

—Me gusta cuando tiene aspecto de cansado —decía—. Se vuelve diáfano. —Le dirigió una brusca sonrisa—. Se parece a su fantasma. Estaba admirable de fantasma.

Francisca observó a Pedro; era verdad que estaba pálido; esa fragilidad nerviosa que reflejaban en ese instante sus rasgos marcados la había conmovido a menudo hasta las lágrimas, pero estaba demasiado lejos de él para que ese rostro la emocionara. Sólo a través de la sonrisa de Javiera adivinaba el atractivo romántico.

—Pero bien sabe que yo no quiero ser un fantasma —dijo Pedro.

—Ah, pero un fantasma no es un cadáver —respondió Javiera—. Es un ser vivo, lo único es que su cuerpo le viene del alma, no le sobra carne, no tiene ni hambre, ni sed, ni sueños. —Sus ojos se posaron sobre la frente de Pedro, sobre las manos: largas manos duras y delgadas que Francisca tocaba a menudo con amor, pero que nunca pensaba en mirar—. Y además, lo que tiene de poético es que no está pegado a la tierra; esté donde esté, al mismo tiempo está en otra parte.

—Yo no estoy en ninguna otra parte sino aquí —dijo Pedro.

Sonreía a Javiera con ternura. Francisca recordaba todavía con qué dulzura ella había recibido muchas veces semejantes sonrisas, pero ya no era capaz de envidiarlas.

—Sí —dijo Javiera—, pero no sé muy bien cómo explicarle: usted está ahí porque le da la gana. No parece encerrado.

—¿Parezco a menudo encerrado?

Javiera vaciló.

—A veces. —Sonrió con coquetería—. Cuando habla con señores serios, casi parece que es uno de ellos.

—Recuerdo que cuando me conoció, me consideraba un odioso personaje.

—Ha cambiado —dijo Javiera.

Le miró con una mirada feliz y orgullosa de propietaria. Creía haberlo cambiado, ¿era verdad? Francisca ya no lo sabía; esta noche, en su corazón seco, las más preciosas riquezas se hundían en la indiferencia; tenía que confiar en ese ardor sombrío que brillaba en los ojos de Javiera con un resplandor nuevo.

—Pareces muy abrumada —dijo Pedro. Francisca se estremeció; se dirigía a ella y parecía ansioso. Trató de controlar su voz.

—Creo que he bebido demasiado —respondió. Las palabras se le estrangulaban en la garganta. Pedro la miraba con aire apenado.

—Me has encontrado absolutamente odioso durante toda esta noche —dijo con remordimientos.

Con un gesto espontáneo, colocó su mano sobre la de ella. Logró sonreírle; estaba conmovida por su solicitud, pero ni siquiera esa ternura que él reanimaba en ella podía arrancarla de su angustia solitaria.

—Has estado un poco odioso —le dijo tomándole la mano.

—Perdóname —dijo Pedro—, no era muy dueño de mí. —Estaba tan perturbado por haberla herido, que si únicamente el amor hubiera estado en juego, Francisca se habría tranquilizado—. Te he estropeado la salida de esta noche —observó él—. Tú que esperabas divertirte tanto.

—No hay nada estropeado —dijo Francisca. Hizo un esfuerzo y agregó más alegremente—: Todavía tenemos tiempo por delante; es agradable estar aquí. —Se volvió hacia Javiera—. ¿Paula no había mentido, verdad?

Javiera rio en forma extraña.

—¿No les da la impresión de que parecemos turistas americanos visitando «París de noche»? Estamos instalados un poco aparte para no ensuciarnos y miramos sin tocar nada…

El rostro de Pedro se oscureció.

—Querría que hiciéramos castañetear nuestros dedos gritando «Ole» —dijo.

Javiera se encogió de hombros.

—¿Qué querría? —insistió Pedro.

—No querría nada —dijo fríamente—. Digo lo que es.

Volvía a empezar; de nuevo corrosivo como un ácido, el odio se escapaba de Javiera en pesadas volutas. Era inútil defenderse contra esa mordedura desgarradora, sólo quedaba soportar y esperar, pero Francisca se sentía extenuada.

Pedro estaba menos resignado, Javiera no le asustaba.

—¿Por qué nos odia de pronto? —dijo con dureza. Javiera estalló en una carcajada estridente.

—Ah, no, no volvamos a empezar —exclamó. Tenía las mejillas en llamas y la boca crispada, parecía en el colmo de la exasperación—. No paso mi tiempo dedicada a odiarle, oigo música.

—Nos odia —repitió Pedro.

—No, en absoluto —dijo Javiera. Recobró su respiración—. No es la primera vez que me asombra que les guste mirar las cosas desde afuera, como si fueran decorados de teatro. —Se tocó el pecho—. Yo —dijo con una sonrisa apasionada— soy de carne y hueso, ¿comprenden?

Pedro miró a Francisca con ojos apenados, vaciló, luego pareció hacer un esfuerzo sobre sí mismo.

—¿Qué ha pasado? —dijo en un tono más conciliador.

—No ha pasado nada —respondió Javiera.

—Descubrió que formábamos una pareja.

Javiera le miró en los ojos.

—Exactamente —dijo con altivez.

Francisca apretó los dientes, se sintió cruzada por unas ganas terribles de pegarle a Javiera, de pisotearla; pasaba las horas escuchando pacientemente sus dúos con Pedro, y Javiera le negaba el derecho de cambiar con él el menor signo amistoso. Era demasiado, eso no podía durar así; ella no lo soportaría.

—Usted es curiosamente injusta —dijo Pedro indignado—. Si Francisca estaba triste, era a causa de mi actitud con usted. No creo que sean esas relaciones de pareja.

Javiera, sin contestar, se inclinó hacia adelante. Una muchacha acababa de levantarse de una mesa vecina y empezaba a declamar con voz ronca un poema español. Se hizo un gran silencio y todas las miradas se posaron sobre ella. Aun sin comprender el sentido de las palabras, uno se sentía sobrecogido hasta las entrañas por ese acento apasionado, por ese rostro que un ardor desfiguraba. El poema hablaba de odio y de muerte, quizá también de esperanza, y a través de sus sobresaltos y de sus quejas, era la España desgarrada la que se hacía de pronto presente en todos los corazones. El fuego y la sangre habían arrojado fuera de sus calles las guitarras, los cantos, los mantones abigarrados, las flores de nardo; las casas de baile se habían derrumbado las bombas habían reventado los odres hinchados de vino; en cálida dulzura de las noches rondaban el miedo y el hambre.

Los cantos flamencos, el sabor de los vinos que embriagaban, no eran más que la evocación fúnebre de un pasado muerto. Durante un momento, con los ojos en la boca roja y trágica, Francisca se abandonó a las imágenes desoladas que suscitaba el áspero hechizo; habría querido perderse en cuerpo y alma en esas llamadas, en esos lamentos que se estremecían bajo las misteriosas sonoridades. Volvió la cabeza; podía no pensar en sí misma, pero no podía olvidar que Javiera estaba a su lado. Javiera ya no miraba a la mujer, miraba el vacío; un cigarrillo se consumía entre sus dedos y la brasa empezaba a alcanzar su carne sin que pareciera advertirlo; parecía sumergida en un éxtasis histérico. Francisca se pasó la mano por la frente; estaba empapada en sudor, la atmósfera era sofocante y dentro de sí misma sus pensamientos ardían como llamas. Esa presencia enemiga que se había revelado antes en una sonrisa de loca se hacía cada vez más cercana, ya no existía modo de evitar la revelación aterrorizadora. Día tras día, minuto tras minuto, Francisca había huido del peligro, pero ya estaba hecho; por fin había encontrado ese infranqueable obstáculo que había presentido bajo formas inciertas desde su primera infancia. A través del goce maniático de Javiera, a través de su odio y de sus celos, el escándalo estallaba tan monstruoso, tan definitivo como la muerte; frente a Francisca y, sin embargo, sin ella, algo existía como una condena sin salvación: libre, absoluta, irreductible, se erguía una conciencia extraña. Era como la muerte, una negación total, una eterna ausencia y, sin embargo, por una contradicción trastornadora, ese abismo de vacío podía volver ahora a sí mismo y hacerse existir para sí con plenitud; el universo entero se hundía en él, y Francisca, para siempre desposeída del mundo, se disolvía también en ese vacío cuyo contorno indefinido ninguna palabra, ninguna imagen podía rodear.

—Cuidado —dijo Pedro.

Se inclinó sobre Javiera y desprendió de sus dedos el tizón rojo; ella lo miró como si saliera de una pesadilla, luego miró a Francisca. Bruscamente tomó una mano de cada uno; sus palmas ardían. Francisca se estremeció al contacto de esos dedos inquietos que se crispaban sobre los suyos. Hubiera querido retirar su mano, apartar la mirada, hablarle a Pedro, pero ya no podía hacer ni un movimiento; atada a Javiera, consideraba con estupor ese cuerpo que se dejaba tocar, ese hermoso rostro visible detrás del cual se escurría una presencia escandalosa.

Durante mucho tiempo Javiera no había sido sino un fragmento de la vida de Francisca: de pronto, se había convertido en la única realidad soberana, y Francisca sólo tenía la pálida consistencia de una imagen.

¿Por qué ella y no yo?, pensó Francisca con pasión. Le bastaría decir una palabra, decir: «Soy yo». Pero habría tenido que creer en esa palabra, habría tenido que saber elegirse. Hacía semanas que Francisca ya no era capaz de reducir a humos inofensivos el odio, la ternura, los pensamientos de Javiera; los había dejado incidir en ella, había hecho de sí misma una presa. Libremente, a través de sus resistencias y de sus sublimaciones, se había dedicado a destruirse a sí misma; asistía a su historia como un testigo indiferente, sin atreverse nunca a afirmarse, mientras que, de pies a cabeza, Javiera no era sino una viviente afirmación de sí misma. Se hacía existir con una fuerza tan segura que Francisca, fascinada, se había dejado llevar a preferirla a sí misma y a suprimirse. Se había puesto a ver con los ojos de Javiera los lugares, la gente, las sonrisas de Pedro; ya no se conocía sino a través de los sentimientos que le profesaba Javiera y ahora intentaba confundirse con ella; pero en ese esfuerzo imposible sólo conseguía anularse.

Las guitarras proseguían su canto monótono y el aire ardía como un viento del desierto. Las manos de Javiera no habían soltado su presa, su rostro petrificado no expresaba nada. Pedro tampoco se había movido. Parecía que un mismo encantamiento los había convertido a los tres en mármol. Algunas imágenes cruzaron por la mente de Francisca: una chaqueta vieja, una glorieta abandonada, un rincón del Pôle Nord donde Pedro y Javiera vivían lejos de ella un dúo misterioso. Ya había sentido antes, como esta noche, que su ser se disolvía en provecho de seres inaccesibles, pero nunca había visto con una lucidez tan perfecta su propio aniquilamiento. Si por lo menos no hubiera quedado nada de ella; pero quedaba una vaga fosforescencia que se arrastraba por la superficie de las cosas entre millares y millares de luces inútiles. La tensión que la endurecía se quebró de pronto y estalló en silenciosos sollozos.

Fue la ruptura del encanto. Javiera retiró sus manos. Pedro habló.

—Si nos fuéramos —dijo.

Francisca se puso en pie; se vació de golpe de todo pensamiento y su cuerpo se puso en movimiento dócilmente. Llevó su capa en el brazo y cruzó la sala. El aire frío de afuera le secó las lágrimas, pero su temblor interior no se detenía. Pedro le tocó el hombro.

—No estás bien —dijo con inquietud.

Francisca hizo una mueca de excusa.

—Decididamente he bebido demasiado —dijo.

Javiera caminaba a pocos pasos delante de ellos, rígida como una autómata.

—Esa también tiene una borrachera tremenda —dijo Pedro—. Vamos a llevarla y después conversaremos muy tranquilamente.

—Sí —dijo Francisca.

El fresco de la noche, la ternura de Pedro, le devolvían un poco de paz.

Alcanzaron a Javiera y cada uno la tomó de un brazo.

—Creo que nos haría bien caminar un poco —dijo Pedro.

Javiera no contestó nada. En medio de su rostro pálido, tenía los labios contraídos en un rictus de piedra. Caminaron en silencio; amanecía. Javiera se detuvo de pronto.

—¿Dónde estamos? —preguntó.

—En la Trinidad —respondió Pedro.

—Ah —dijo Javiera—, creo que estaba un poco ebria.

—Yo también lo creo —dijo Pedro alegremente—. ¿Cómo se siente?

—No sé —dijo Javiera—. No sé lo que ha pasado. —Arrugó la frente con aire doloroso—. Veo a una mujer muy hermosa que hablaba español, y luego hay un pozo negro.

—La miró durante un rato —dijo Pedro—. Fumaba cigarrillo tras cigarrillo y había que arrancarle las colillas de entre los dedos, se quemaba sin sentir nada. Y después pareció despertar un poco, nos tomó de la mano.

—Ah, sí —dijo Javiera. Se estremeció—. Estábamos en el fondo del infierno, creía que no saldríamos nunca más.

—Se quedó un largo rato como si se hubiera convertido en estatua —dijo Pedro—, y luego Francisca se puso a llorar.

—Recuerdo —dijo Javiera con una vaga sonrisa. Bajó los párpados y dijo con voz lejana—: Me alegró tanto cuando ella lloró; es exactamente lo que yo habría querido hacer. Durante un segundo Francisca miró con horror el tierno rostro implacable donde nunca había visto reflejarse ninguna de sus alegrías ni de sus penas. Ni un minuto durante aquella noche, Javiera se había preocupado por su desesperación; no había visto sus lágrimas sino para alegrarse. Francisca se arrancó del brazo de Javiera y se echó a correr como si un ventarrón la hubiera llevado. Sollozos de rebeldía la sacudieron; su angustia, sus llantos, esa noche de tortura le pertenecían a ella y no permitiría que Javiera se los robara; huiría hasta el fin del mundo para escapar de sus tentáculos ávidos que quería devorarla viva.

Oyó pasos precipitados detrás de ella y una mano firme la detuvo.

—¿Qué te pasa? —dijo Pedro—. Por favor, cálmate.

—No quiero —dijo Francisca—. No quiero. —Se echó sobre su hombro bañada en lágrimas. Cuando alzó la cabeza vio a Javiera que se había acercado y que la miraba con una curiosidad consternada; pero había perdido todo pudor, ya nada podía importarle ahora. Pedro las empujó dentro de un taxi y ella siguió llorando sin contenerse.

—Ya hemos llegado —dijo Pedro.

Francisca subió la escalera de dos en dos sin mirar detrás de ella y se echó sobre el diván. Le dolía la cabeza. Hubo un ruido de voces en el piso de abajo y casi en seguida la puerta se abrió.

—¿Qué pasa? —dijo Pedro; se acercó ansiosamente y la tomó en sus brazos.

Ella se apretó contra él y durante un largo rato no hubo más que el vacío y la noche y una leve caricia que rozaba su pelo.

—Mi amor querido, ¿qué te pasa? Háblame —dijo la voz de Pedro. Ella abrió los ojos. En la luz de la madrugada, el cuarto tenía una frescura insólita, se sentía que no había sido tocado por la noche. Con sorpresa, Francisca volvía a encontrarse entre las formas de costumbre, de las cuales su mirada se apoderaba tranquilamente. Como la idea de la muerte, la idea de esa realidad que se le negaba no era indefinidamente sostenible; había que volver a caer en la plenitud de las cosas y de sí misma. Pero salía perturbada como de una agonía: no lo olvidaría nunca.

—No sé —dijo. Sonrió débilmente—. Todo era tan pesado.

—¿Soy yo quien te ha hecho daño?

Ella le tomó las manos.

—No —dijo.

—¿Es a causa de Javiera?

Francisca se encogió de hombros con impotencia; era demasiado difícil de explicar, le dolía demasiado la cabeza.

—Te resultó valioso ver que ella te tenía celos —dijo Pedro; había remordimiento en su voz—. A mí también me pareció insoportable, esto no puede continuar, voy a hablarle mañana mismo sin falta.

Francisca se sobresaltó.

—No puedes hacer eso —dijo—. Te odiará. Se levantó y dio algunos pasos por el cuarto, luego volvió hacia ella.

—Me siento culpable —dijo—. Descansé totalmente en los buenos sentimientos de esa muchacha hacía mí, pero no se trataba de una miserable tentativa de seducción. Queríamos construir un verdadero trío, una vida de tres bien equilibrada en la que nadie sería sacrificado; quizás era un absurdo, pero merecía ser intentado. En cambio, si Javiera se conduce como una especie de arpía, si tú eres una pobre víctima mientras yo me divierto en hacerme el conquistador, nuestra historia se vuelve innoble. —Tenía el rostro cerrado y la voz dura—. Le hablaré —repitió. Francisca le miró tiernamente. Él miraba con tanta severidad como ella las debilidades que había podido tener; volvía a encontrarlo todo entero en su fuerza, su lucidez, su rechazo orgulloso de toda bajeza. Pero ni siquiera ese perfecto acuerdo que resucitaba entre ellos le devolvía la dicha; se sentía agotada y cobarde ante nuevas complicaciones posibles.

—¿No pretenderás hacerle admitir que está celosa de mí por amor a ti? —dijo con fatiga.

—Sin duda pareceré un fatuo y ella se pondrá ebria de rabia —dijo Pedro—. Pero correré el riesgo.

—No —dijo Francisca. Si Pedro perdía a Javiera, ella se sentiría culpable de una manera insoportable—. No, por favor. Además, no he llorado por eso.

—¿Entonces por qué?

—Vas a burlarte de mí —dijo con una débil sonrisa. Tuvo un chispazo de esperanza. Quizá si lograba encerrar su angustia en palabras, pudiera arrancársela—. Es porque descubrí que tenía una conciencia como la mía. ¿Te ha ocurrido alguna vez sentir adentro la conciencia ajena? —De nuevo temblaba, las palabras no la liberaban—. Es insoportable, sabes.

Pedro la miraba con aire un poco incrédulo.

—Crees que estoy borracha —dijo Francisca—. Por otra parte, lo estoy, pero eso no cambia nada. ¿Por qué estás tan asombrado? —se levantó bruscamente—. Si te dijera que tengo miedo de la muerte, comprenderías; y bien, esto es igualmente real e igualmente temible. Naturalmente, cada uno sabe que no está sólo en el mundo; son cosas que uno dice, como dice que se morirá algún día. Pero cuando empieza a creerlo…

Se apoyó contra la pared, el cuarto giraba alrededor de ella. Pedro la tomó del brazo.

—Escucha, ¿no te parece que deberías descansar? No tomo lo que me dices a la ligera, pero sería mejor hablar con calma cuando hayas dormido un poco.

—No hay nada que decir —dijo Francisca. Sus lágrimas corrieron nuevamente, estaba terriblemente cansada.

—Ven a descansar —dijo Pedro.

La extendió sobre la cama, le quitó los zapatos y la cubrió con una manta.

—Yo únicamente tengo ganas de tomar el aire —dijo—. Pero voy a quedarme contigo hasta que te duermas.

Se sentó junto a ella y oprimió la mano contra su mejilla. Esta noche, el amor de Pedro ya no bastaba para darle la paz; él no podía defenderla contra esa cosa que hoy le había sido revelada; era intocable. Francisca ya ni siquiera sentía el roce misterioso y, sin embargo, seguía existiendo implacablemente. Francisca había aceptado de todo corazón las fatigas, los disgustos, los desastres mismos que Javiera había traído con ella al instalarse en París, porque eran momentos de su propia vida; pero lo que había ocurrido esta noche era de otra especie: no podía anexárselo. He aquí que ahora el mundo se erguía frente a ella como una inmensa censura: acababa de consumarse el fracaso de su propia existencia.