I

La mirada de Isabel recorrió las paredes tapizadas y se posó sobre el pequeño teatro rojo en el fondo de la sala. Durante un momento había pensado con orgullo: es mi obra. Pero no había de qué enorgullecerse tanto: tenía que ser la obra de alguien.

—Tengo que irme —dijo—. Pedro va a comer a casa con Francisca y la chica Pagés.

—¡Ah! Pagés me deja plantado —dijo Gerbert con aire decepcionado.

Todavía no se había quitado la pintura de la cara; con sus párpados verdes y el ocre espeso que cubría sus mejillas, estaba mucho más buen mozo que al natural.

Isabel le había recomendado a Dominga y había hecho que aceptaran su número de títeres. Ella había representado un papel importante en la organización del cabaret.

Tuvo una sonrisa amarga. Con la ayuda del alcohol y del humo, había tenido en el curso de las discusiones la impresión embriagadora de obrar, pero eran como el resto de su vida, actos postizos. Durante estos tres días sombríos, había comprendido: nunca le ocurría nada que fuera verdadero. A veces, mirando a lo lejos en la bruma, se percibía algo que se parecía a un acontecimiento o a un acto; la gente podía dejarse engañar; pero eran groseros espejismos.

—Le dejará plantado más a menudo que usted a ella —dijo Isabel.

A falta de Javiera, Lisa volvía a tomar el papel, y, según Isabel, se desempeñaba tan bien como ella; sin embargo, Gerbert parecía contrariado. Isabel le sondeó con la mirada.

—Parece bien dotada esa chiquilla —observó—, pero le falta convicción en todo lo que hace, es una lástima.

—Comprendo muy bien que no le divierte venir aquí todas las noches —dijo Gerbert con un movimiento de retroceso que no escapó a Isabel. Sospechaba desde hacía tiempo que Gerbert tenía algún sentimiento por Javiera. Era divertido. ¿Acaso Francisca lo suponía?

—¿Qué resolvemos para su retrato? —dijo—. ¿El martes por la noche? Necesito sólo unos croquis.

Lo que hubiera querido saber era qué pensaba Javiera de Gerbert. No debía de preocuparse mucho por él; la cuidaban demasiado; sin embargo, los ojos le brillaban mucho la noche de la inauguración cuando había bailado con él. Si se le declaraba, ¿qué contestaría?

—El martes, si quiere —dijo Gerbert.

Era tan tímido; por sí mismo nunca se atrevería a hacer un gesto; ni siquiera sospechaba que tenía probabilidades. Isabel rozó con sus labios la frente de Dominga.

—Hasta luego, querida.

Empujó la puerta. Era tarde. Tenía que andar deprisa si quería llegar antes que ellos; había postergado hasta el último minuto el momento de volver a caer en la soledad. Se las arreglaría para hablar a Pedro; la partida estaba perdida de antemano, pero quería correr ese ultimo albur. Apretó los labios. Susana triunfaba.

Nanteuil acababa de aceptar Partición para el invierno próximo y Claudio se derretía de estúpida satisfacción. Nunca había estado más tierno que durante esos tres días y ella nunca le había odiado más. Un advenedizo, un vanidoso, un débil; estaba atado a Susana para la eternidad; eternamente Isabel seguiría siendo una querida tolerada y furtiva. En el curso de esos días, la verdad se le había aparecido en su intolerable crudeza: por cobardía se había alimentado con vanas esperanzas, no tenía nada que esperar de Claudio; y, sin embargo, aceptaría cualquier cosa por conservarlo, no podía vivir sin él. Ni siquiera tenía la excusa de un amor generoso, el sufrimiento y el rencor habían matado todo amor. ¿Le había querido acaso alguna vez? ¿Era siquiera capaz de amar? Apretó el paso. Había habido Pedro. Si él hubiera dado su vida, quizá nunca habría habido en ella esas divisiones ni esas mentiras. Tal vez también para ella el mundo habría estado poblado y habría conocido la paz interior. Pero ahora se había acabado; se apresuraba hacia él sin encontrar nada en ella, salvo un deseo desesperado de hacerle daño.

Subió la escalera, encendió la luz. Antes de salir había puesto la mesa, y la cena tenía verdaderamente buen aspecto. Ella también tenía buen aspecto con su falda plisada, la chaqueta escocesa y bien maquillada. Si se miraba todo ese decorado en un espejo, uno podía creerse en presencia de un viejo sueño realizado.

Cuando tenía veinte años, en su cuartito triste, preparaba para Pedro rebanadas de pan con chicharrones, jarras de vino tinto fuerte, jugaba a imaginarse que le ofrecía una cena fina con foie gras y viejo Borgoña. Ahora el foie gras estaba sobre la mesa, junto a las tostadas con caviar y había jerez y vodka en las botellas; tenía dinero, un montón de relaciones, una aureola de fama. Y, sin embargo, seguía sintiéndose al margen de la vida; esa cena era sólo una imitación de cena en una imitación de estudio elegante. Ella no era sino una viva parodia de la mujer que pretendía ser. Deshizo un pastelito entre los dedos. El juego era divertido; antes era la anticipación de un porvenir brillante, ahora ya no tenía porvenir; ya sabía que en ninguna parte, nunca, alcanzaría el modelo auténtico del cual su presente era sólo una copia. Nunca conocería nada, salvo esas apariencias. Era un maleficio que le habían hecho: convertía todo lo que tocaba en cartón piedra.

La campanilla de la entrada quebró el silencio. ¿Sabrían ellos que todo era falso? Sin duda lo sabían. Echó una ultima mirada a la mesa y a su rostro. Abrió la puerta. Francisca se encuadró en el marco, le traía un ramo de anémonas: era la flor que Isabel prefería, por lo menos lo había decidido así diez años atrás.

—Toma, las encontré en la floristería de Banneau —dijo Francisca.

—Eres un encanto —dijo Isabel—, son preciosas. —Algo se ablandó en ella.

Además, no era a Francisca a quien odiaba.

—Entren rápido —dijo precediéndoles en el estudio.

Escondida detrás de Pedro estaba Javiera con su aire tímido y tonto. Isabel estaba preparada, pero no por eso la irritaba menos. Se ponían francamente en ridículo arrastrando a esa chiquilla a todas partes detrás de ellos.

—¡Oh, qué bonito! —dijo Javiera.

Miró la habitación y luego a Isabel con un asombro no disimulado. Parecía decir: «Nunca lo hubiera creído».

—Verdad que es un encanto este estudio —dijo Francisca. Se quitó el abrigo y se sentó.

—Sáquese el abrigo, tendrá frío al salir —le dijo Pedro a Javiera.

—Prefiero dejármelo puesto.

—Hace mucho calor aquí —dijo Francisca.

—Le aseguro que no tengo demasiado calor —dijo Javiera con una suavidad terca. Ambos la observaron con aire desdichado y se consultaron con la mirada.

Isabel reprimió un movimiento de hombros. Javiera nunca sabría vestirse; llevaba un abrigo de señora de edad demasiado ancho y demasiado oscuro para ella.

—Espero que tengan hambre y sed —dijo Isabel con animación—. Sírvanse, hay que hacerle honor a mi cena.

—Me muero de hambre y de sed —dijo Pedro—. Además es bien sabido que soy terriblemente voraz. —Sonrió y las otras también sonrieron; los tres tenían un aire alegre y cómplice, a tal punto que se les podía creer ebrios.

—¿Jerez o vodka? —dijo Isabel.

—Vodka —dijeron a coro.

Pedro y Francisca preferían el jerez: ella lo sabía con seguridad. ¿Javiera llegaba al extremo de imponerles sus gustos? Llenó los vasos. Pedro se acostaba con Javiera, no cabía duda alguna. ¿Y las dos mujeres? Era muy posible, formaban un trío tan perfectamente simétrico. A veces se los encontraba de dos en dos, debían de establecer una rotación, pero casi siempre se desplazaban los tres juntos del brazo, caminando a la par.

—Los vi anoche en el cruce Montparnasse —dijo. Tuvo una risita—. Muy graciosos.

—¿Por qué graciosos? —dijo Pedro.

—Iban del brazo y saltaban ya sobre un pie, ya sobre el otro, los tres juntos.

Cuando se entusiasmaba con alguien o con algo, Pedro no conservaba ninguna medida, siempre había sido así. ¿Qué podía encontrar en Javiera? Con el pelo amarillo, el rostro apagado, las manos rojas, no tenía nada de seductora.

Se volvió hacia Javiera.

—¿No quiere comer nada?

Javiera examinó los platos con aire desconfiado.

—Tome una de estas tostadas con caviar —dijo Pedro.

—Es delicioso, Isabel, nos recibes como a príncipes.

—Y está vestida como una princesa —dijo Francisca—. Te queda bien estar elegante.

—Le queda bien a todo el mundo —dijo Isabel. Francisca habría tenido sobrados medios para estar tan elegante, si se hubiera dignado.

—Creo que voy a probar el caviar —dijo Javiera con aire meditabundo. Tomó un sandwich y lo mordió. Pedro y Francisca la miraban con un interés apasionado.

—¿Le gusta? —dijo Francisca. Javiera se concentró.

—Es rico —dijo firmemente.

Los dos rostros se apaciguaron. Después de todo, no era evidentemente culpa de ella que esa chica se creyera una divinidad.

—¿Estás completamente bien ahora? —preguntó Isabel dirigiéndose a Francisca.

—Nunca me he sentido mejor —dijo Francisca—. La enfermedad me obligó a descansar de veras y eso me hizo un bien enorme.

Hasta había engordado un poco, estaba floreciente. Con aire desconfiado, Isabel la miró devorar una tostada con foie gras. ¿En esa felicidad que exponía tan groseramente no había en verdad ninguna fisura?

—Me gustaría que me mostraras tus últimas telas —dijo Pedro—. Hace tanto tiempo que no veo nada tuyo. Francisca me dijo que habías cambiado de manera.

—Estoy en plena evolución —dijo Isabel con un énfasis irónico. Sus cuadros: colores extendidos sobre telas para parecerse a cuadros. Se pasaba los días pintando para hacerse creer que era una pintora, pero no era sino un juego lúgubre.

Tomó una de las telas, la colocó sobre el caballete y encendió la lámpara azul.

Eso formaba parte de los ritos. Iba a mostrarles sus falsos cuadros y ellos le concederían falsos elogios. No sabrían lo que ella sabía: esta vez eran ellos los engañados.

—Sí, efectivamente es un cambio radical —dijo Pedro.

Observó el cuadro con aire de verdadero interés: era un sector de una plaza de toros, con una cabeza de toro en un rincón y, en el centro, fusiles y cadáveres.

—No se parece nada a tu primer esbozo —dijo Francisca—. Tendrías que mostrárselo también a Pedro para que viera la transición.

Isabel sacó su Fusilamiento.

—Es interesante —dijo Pedro—, pero menos bueno que el otro. Creo que tienes razón, en estos temas hay que renunciar a toda clase de realismo.

Isabel lo escrutó con la mirada, pero parecía sincero.

—Has visto, ahora trabajo en ese sentido —dijo ella—. Trato de utilizar la incoherencia y la libertad de los surrealistas, pero dirigiéndolas.

Sacó su Campo de concentración, el Paisaje fascista, la Noche de Pogrom, que Pedro estudió con aire aprobador. Isabel arrojó sobre sus cuadros una mirada perpleja. Después de todo, para ser una verdadera pintora, ¿no era solamente público lo que le faltaba? ¿Acaso en la soledad todo artista exigente no se considera un pintamonas? El verdadero pintor es aquel cuya obra es verdadera en un sentido. Claudio no estaba tan equivocado cuando ardía por verse llevado a escena; una obra se vuelve verdadera cuando se hace conocer. Ella eligió una de sus telas más recientes: El juego de la matanza. Cuando la colocaba sobre el caballete, interceptó una mirada de Javiera a Francisca.

—¿No le gusta la pintura? —dijo con una sonrisa seca.

—No entiendo nada —dijo Javiera en tono de excusa.

Pedro se volvió rápidamente hacia ella con aire inquieto, e Isabel sintió que la rabia hervía en su corazón. Sin duda le habían advertido a Javiera que se trataba de una lata inevitable, pero empezaba a impacientarse y la menor de sus humoradas contaba más que todo el destino de Isabel.

—¿Qué te parece? —dijo.

Era un cuadro osado y complejo que merecía amplios comentarios. Pedro le echó una mirada fugaz.

—También me gusta mucho —dijo. Visiblemente, ya sólo deseaba terminar.

Isabel retiró la tela.

—Basta por hoy. No hay que martirizar a esta chica.

Javiera la miró con ojos sombríos; comprendía que Isabel no se cegaba respecto a ella.

—Sabes, si quieres poner un disco —le dijo Isabel a Francisca— puedes hacerlo. Pon una aguja de madera a causa del inquilino de abajo.

—¡Oh, sí! —dijo Javiera apresuradamente.

—¿Por qué no tratas de hacer una exposición este año? —preguntó Pedro encendiendo su pipa—. Estoy seguro de que llegarías al gran público.

—No es el momento —dijo Isabel—, es una época demasiado incierta para que sea posible lanzar un nombre nuevo.

—El teatro marcha muy bien, sin embargo —dijo Pedro, Isabel le miró vacilando. Luego dijo a quemarropa:

—¿Sabes que Nanteuil ha aceptado la pieza de Claudio?

—Ah, sí —dijo Pedro con aire vago—. ¿Claudio está contento?

—Más o menos —dijo Isabel. Aspiró largamente el humo de su cigarrillo—. Yo estoy desesperada. Es uno de esos compromisos que pueden hundir a un tipo para siempre.

Cobró ánimo.

—Ah, si hubieras aceptado Partición, Claudio estaba lanzado.

Pedro pareció cortado; odiaba decir que no. Por lo general se las arreglaba para escabullirse entre los dedos cuando uno quería pedirle algo.

—Escucha —dijo—. ¿Quieres que trate de hablarle nuevamente a Berger?

Justamente vamos a comer a casa de ellos.

Javiera había enlazado a Francisca y la hacía bailar una rumba; el rostro de Francisca estaba contraído de aplicación, como si estuviera jugándose la salvación de su alma.

—Berger no va a volver atrás —dijo Isabel. Un impulso de esperanza absurda la cruzó—. No es él quien hace falta, eres tú. Mira. Tú estrenas tu obra el invierno próximo, ¿pero no en el mes de octubre? ¿Si por lo menos representaras Partición durante algunas semanas?

Esperó con el corazón palpitante. Pedro fumaba su pipa, parecía incómodo.

—Sabes, lo más probable —dijo por fin— es que el año próximo hagamos un gira alrededor del mundo.

—¿El famoso proyecto de Bernheim? —dijo Isabel con desconfianza—. Pero yo creía que no querías saber nada.

Era una derrota, pero no dejaría que Pedro saliera del paso tan fácilmente.

—Es bastante tentador —dijo Pedro—; ganaríamos dinero, veríamos países.

Echó una ojeada en dirección a Francisca.

—Naturalmente, todavía no está decidido.

Isabel reflexionó. Evidentemente llevarían a Javiera. Pedro parecía capaz de todo por una sonrisa de ella; quizás estaba dispuesto a abandonar su obra para ofrecerse un año de idilio triangular a través del Mediterráneo.

—Pero si no os fuerais —agregó ella.

—Si no nos fuéramos… —dijo Pedro blandamente.

—Sí, ¿en ese caso representarías Partición en octubre?

Quería arrancarle una respuesta firme; a él no le gustaba volver sobre la palabra dada.

Pedro aspiró algunas bocanadas de su pipa.

—Después de todo, ¿por qué no? —dijo sin convicción.

—¿Hablas seriamente?

—Sí —dijo Pedro en un tono más resuelto—. Si nos quedamos, podemos empezar la temporada con Partición.

Había aceptado demasiado pronto; debía de estar muy seguro de hacer esa gira. A pesar de todo, era una imprudencia. Si no llevaba ese proyecto a cabo, iba a encontrarse atado.

—Sería tan formidable para Claudio —dijo ella—. ¿Cuándo lo sabrás con seguridad?

—Dentro de uno o dos meses —dijo Pedro.

Hubo un silenció.

Si hubiera un medio de impedir esa partida, pensó Isabel con pasión.

Francisca, que los observaba de reojo desde hacía un momento, se acercó con suavidad.

—Ahora te toca bailar a ti —le dijo a Pedro—. Javiera es infatigable, pero yo no puedo más.

—Ha bailado muy bien —dijo Javiera; sonrió con aire de condescendencia—. Ve, sólo se necesitaba un poco de buena voluntad.

—Usted la tuvo por dos —dijo Francisca alegremente.

—Ya volveremos a hacerlo —replicó Javiera en un tono de tierna amenaza.

Eran fastidiosas en extremo esas inflexiones dulzonas que habían adoptado entre ellos.

—Discúlpeme —dijo Pedro. Fue a elegir un disco con Javiera. Ella por fin se había decidido a quitarse el abrigo; tenía un cuerpo delgado, pero en el cual el ojo ejercitado del pintor discernía una cierta tendencia a la gordura; habría engordado pronto, si no se hubiera impuesto un régimen severo.

—Tiene razón de vigilarse —dijo Isabel—. En seguida se pondría gorda.

—¿Javiera? —Francisca se echó a reír—. Es un junco.

—¿Crees que es por casualidad que no come nada? —preguntó Isabel.

—Sin duda no es por guardar la línea —dijo Francisca.

Parecía encontrar esa idea totalmente risible; había conservado cierta lucidez durante algún tiempo, pero ahora había adquirido la misma beatitud estúpida de Pedro. ¡Como si Javiera hubiera sido una mujer distinta de las demás! Isabel la había calado; la veía accesible a todas las flaquezas humanas.

—Pedro me dijo que tal vez este invierno hicieran una gira —dijo—. ¿Es en serio?

—Se habla de eso —respondió Francisca. Pareció incómoda; no sabía lo que Pedro había dicho y debía de temer comprometerse.

Isabel llenó dos vasos de vodka.

—¿Qué van a hacer con esa chica? —dijo sacudiendo la cabeza—. Me lo pregunto.

—¿Hacer? —Francisca parecía estupefacta—. Trabaja en el teatro, lo sabes muy bien.

—En primer lugar, no trabaja —dijo Isabel—; y además no es eso lo que quiero decir. Vació a medias su vaso.

—No va a pasarse la vida a costa vuestra.

—No, sin duda —dijo Francisca.

—¿No tiene ganas de una vida propia, amores, aventuras? Francisca hizo una sonrisita agria.

—No creo que por el momento piense mucho en eso.

—Por el momento, naturalmente —dijo Isabel.

Javiera bailaba con Pedro; lo hacía muy bien. Había en su cara una sonrisa de una coquetería verdaderamente impúdica. ¿Cómo soportaba Francisca todo eso?

Coqueta, sensual; Isabel la había observado bien; seguramente estaba enamorada de Pedro, pero era una mujer solapada e inconstante; era capaz de sacrificarlo todo por el placer de un instante. En ella se podría encontrar la fisura.

—¿Qué se ha hecho de tu enamorado? —dijo Francisca.

—¿Moreau? Tuvimos una escena terrible —dijo Isabel—. A propósito del pacifismo; me burlé de él y entonces se acaloró; al final estuvo a punto de estrangularme.

Hurgó en su cartera.

—Mira su última carta.

—No me parece tan tonto —dijo Francisca—. Me habías hablado tan mal de él.

—Goza de la estima universal —dijo Isabel.

Lo había encontrado interesante al principio y se había divertido en alentar su amor. ¿Por qué se había asqueado de él hasta ese punto? Vació su cartera. Porque él la quería; era el mejor modo de decaer antes sus ojos. Le quedaba al menos ese orgullo: poder despreciar los sentimientos irrisorios que inspiraba.

—Esta carta es correcta —dijo Francisca—. ¿Qué contestaste?

—Me vi en un aprieto —dijo Isabel—. Era difícil explicarle que ni por un minuto yo había tomado esa historia en serio. Por otra parte…

Se encogió de hombros. ¿Qué posibilidad de entender? Ella misma se perdía.

Ese simulacro de amistad que se había fabricado por ociosidad podía reivindicar tanta realidad como la pintura, la política, las rupturas con Claudio. Todo eso era harina de un mismo costal, comedias sin consecuencia.

Agregó:

—Me persiguió hasta la boite de Dominga, pálido como un muerto, los ojos fuera de las órbitas. La noche estaba oscura, no había nadie en las calles, era aterrorizador.

Emitió una risita. No podía evitar contarlo; sin embargo, no había tenido miedo, no había habido escenas; apenas un pobre tipo fuera de sí que lanzaba al azar palabras, gestos torpes.

—Imagínate, me empujó contra un farol, me agarró por el cuello diciéndome con un aire teatral: «La tendré, Isabel, o la mataré».

—¿Estuvo a punto de estrangularte de veras? —dijo Francisca—. Yo creía que era una manera de hablar.

—No, no —dijo Isabel—, parecía capaz de matar.

Era fastidiosa; si uno decía las cosas exactamente como eran, la gente creía que no habían ocurrido; y en cuanto se ponían a creer, creían algo muy distinto de lo que había pasado. Volvió a ver los ojos vidriosos junto a su rostro y los labios pálidos que se acercaban a sus labios.

—Le dije: «Estrangúleme, pero no me bese», y sus manos se cerraron alrededor de mi cuello.

—Y bien —dijo Francisca—, habría sido un lindo crimen pasional.

—Oh, en seguida me soltó —siguió Isabel—. Le dije: «Es ridículo», y me soltó.

Ella había sentido como una decepción, pero aun si hubiera continuado apretando, continuado hasta que ella cayera, no habría sido un verdadero crimen; apenas un torpe accidente. Nunca, nunca le ocurriría nada en serio.

—¿Quería asesinarte por amor al pacifismo? —dijo Francisca—. Yo en su lugar temería que el remedio fuera peor que la enfermedad.

—¿Por qué? —preguntó Isabel.

Se encogió de hombros. La guerra. ¿Por qué le tenían todos tanto miedo? Eso, por lo menos, sería piedra dura, no se derretiría como cera entre las manos. Algo real por fin; actos verdaderos se harían posibles. Organizar la revolución; por si acaso, se había puesto a estudiar ruso. Tal vez podría por fin rendir a su medida; tal vez las circunstancias eran demasiado pequeñas para ella.

Pedro se había acercado.

—¿Es totalmente seguro que la guerra traerá la revolución? —dijo—. Y aun en ese caso, ¿no crees que sería pagarla demasiado cara?

—Es que es una fanática —dijo Francisca con una sonrisa afectuosa—. Incendiaría Europa entera por servir a la causa. Isabel sonrió.

—Una fanática… —dijo modestamente; su sonrisa se cortó de cuajo.

Seguramente ellos no se dejaban engañar; ellos sabían. Todo estaba completamente hueco en ella, la convicción no estaba más que en las palabras, eso también era mentira y comedia.

—Una fanática —repitió en una carcajada estridente; eso sí que tenía gracia.

—¿Qué te pasa? —le preguntó Pedro un poco molesto.

—No es nada —respondió Isabel. Calló. Había ido demasiado lejos. «He ido demasiado lejos», se dijo, demasiado lejos. Pero entonces, ¿también eso lo hacía a propósito, esa repulsión cínica por su personaje? ¿Y ese desprecio por esa repulsión que ahora estaba fabricándose no era también una comedia? Y esa duda misma ante ese desprecio… era enloquecedor. Si una se ponía a ser sincera, ¿no podría ya detenerse nunca?

—Vamos a despedirnos —concluyó Francisca—. Tenemos que irnos.

Isabel se estremeció; estaban los tres plantados frente a ella y parecían muy incómodos. Durante ese silencio debió de tener una cara muy rara.

—Hasta pronto, pasaré por el teatro una de estas noches —dijo acompañándolos hasta la puerta.

Volvió al estudio, se acercó a la mesa, y se sirvió un gran vaso de vodka que bebió de un sorbo. ¿Y si hubiera seguido riéndose? Si les hubiera gritado: «Yo sé, yo sé que ustedes saben». Se habrían asombrado. ¿Pero para qué? Llorar, rebelarse, sería otra comedia más cansada e igualmente vana; no había ninguna manera de escapar; en ningún punto del mundo ni de sí misma, ninguna verdad le había sido reservada.

Miró los platos sucios, las copas vacías, el cenicero lleno de colillas. No triunfarían siempre; había algo que hacer. Algo en que Gerbert estuviera mezclado.

Se sentó en el borde del diván; volvía a ver las mejillas anacaradas y los cabellos rubios de Javiera, y la sonrisa beatífica de Pedro mientras ella bailaba con él; todo eso giraba en una zarabanda en su cabeza, pero mañana sabría poner orden en sus ideas. Algo que hacer, un acto auténtico que haría correr verdaderas lágrimas.

Quizás en ese momento lograría sentir que también ella estaba verdaderamente viva… Entonces la gira no tendría lugar; darían la obra de Claudio. Entonces…

—Estoy borracha —murmuró.

No quedaba más que dormir y esperar la mañana.