II

—Dos cafés negros, uno con nata y croissants —pidió Pedro. Sonrió a Javiera—. ¿No está muy cansada?

—Cuando me divierto, nunca estoy cansada —dijo Javiera. Había dejado sobre la mesa una bolsa de papel llena de langostinos, dos enormes bananas y tres alcachofas crudas. Ninguno de ellos tenía ganas de ir a dormir al salir de casa de Isabel; fueron a comer una sopa de cebolla a la calle Montorgueil y se pasearon por Les Halles, que encantaron a Javiera.

—Qué agradable es el Dôme a esta hora —dijo Francisca. El café estaba casi desierto; arrodillado en el suelo, un hombre de delantal azul lavaba el piso jabonoso que despedía un olor a lejía. Mientras el mozo ponía lo pedido sobre la mesa, una americana alta, con vestido de noche, le tiró a la cabeza una bolita de papel.

—Tiene una buena borrachera —dijo él con una sonrisa.

—Es bonito una americana borracha —dijo Javiera en tono triste—. Son las únicas personas que pueden embriagarse a morir sin parecer en seguida unas piltrafas.

Tomó dos terrones de azúcar, los mantuvo un rato en suspenso encima de su vaso y los dejó caer en el café.

—¿Qué está haciendo? —dijo Pedro—. Ya no podrá beberlo.

—Pues lo hago a propósito, es para neutralizarlos —dijo Javiera; miró a Francisca y a Pedro con aire de condenación—. No se dan cuenta, pero se están envenenando con todos estos cafés.

—Mire quién habla —dijo Francisca alegremente—. Usted que se llena de té; es todavía peor.

—Ah, pero en mí es metódico —dijo Javiera. Sacudió la cabeza—. Ustedes beben esto sin saber, como si fuera leche.

Tenía un aspecto verdaderamente cansado; sus cabellos brillaban como un esmalte. Francisca notó que el iris claro estaba rodeado de un azul marino; nunca se terminaba de descubrir ese rostro. Javiera era una novedad incesante.

—¿Los oyes? —dijo Pedro.

Una pareja susurraba junto a la ventana; ella acariciaba con coquetería su pelo negro aprisionado en una redecilla.

—Así es —decía—, nadie ha visto nunca mi pelo; es mío.

—¿Pero por qué? —decía el muchacho con voz apasionada.

—Estas mujeres —dijo Javiera con una mueca de desprecio—. Están obligadas a inventarse cosas excepcionales, deben sentirse tan baratas.

—Es cierto —dijo Francisca—. Esta reserva su pelo; Eloy, su virginidad; Canzetti, su arte; les permite ofrecer el resto a los cuatro vientos.

Javiera sonrió levemente y Francisca miró esa sonrisa con un poco de envidia; debía de dar una sensación de poderío sentirse tan preciosa para sí misma.

Hacía un rato que Pedro miraba el fondo de su vaso, sus músculos se habían relajado, tenía los ojos turbios y una necedad dolorosa había invadido sus labios.

—¿No se siente mejor que hace un rato? —dijo Javiera.

—No —dijo Pedro—, no; el pobre Pedro no se siente mejor.

Habían empezado el juego en el taxi; Francisca se divertía siempre al verlo improvisar escenas, pero no aceptaba por su cuenta sino empleos secundarios.

—Pedro no es pobre. Pedro se siente bien —dijo Javiera con una dulce autoridad; acercó hasta casi rozar el rostro de Pedro un rostro amenazador—. ¿No es cierto que se siente mejor?

—Sí, estoy bien —dijo Pedro precipitadamente.

—Entonces sonría —dijo Javiera.

Los labios de Pedro se aplastaron y se estiraron casi hasta las orejas; al mismo tiempo la mirada se enloqueció, una mirada de torturado se crispaba alrededor de la sonrisa. Era asombroso todo lo que podía hacer con su cara. De golpe, como si un resorte se hubiera roto, la sonrisa se convirtió en una mueca llorona. Javiera ahogó una risa, luego con la seriedad de un hipnotizador pasó la mano ante el rostro de Pedro de abajo hacia arriba. La sonrisa volvió a formarse; luego Pedro se pasó el dedo de arriba para abajo ante su boca y la sonrisa se deshizo. Javiera lloraba de risa.

—¿Cuál es exactamente el método que emplea, señorita? —preguntó Francisca.

—Un método mío —dijo Javiera con aire modesto—. Una mezcla de sugestión, intimidación y razonamiento.

—¿Y obtiene buenos resultados?

—Asombrosos —dijo Javiera—. Si supiera en qué estado estaba cuando me hice cargo de él.

—Es verdad que siempre hay que considerar el punto de partida —dijo Francisca—. Por el momento, el paciente parecía muy enfermo. Mascaba ávidamente el tabaco de su pipa, como un asno en su pesebre; tenía los ojos fuera de las órbitas y masticaba realmente el tabaco.

—Dios mío —dijo Javiera con horror. Tomó una voz pausada.

—Escuche bien —dijo—, sólo se debe comer lo que es comestible; el tabaco no es comestible, por lo tanto está cometiendo un error al comer tabaco.

Pedro escuchó dócilmente y volvió a comer de su pipa.

—Es rico —dijo con aire convencido.

—Habría que intentar un psicoanálisis —dijo Francisca—. ¿En su infancia su padre no le habrá pegado con una rama de saúco?

—¿Por qué? —dijo Javiera.

—Come tabaco para borrar los golpes. El tabaco es también la médula del saúco que él quiere destruir por una asimilación simbólica.

El rostro de Pedro empezaba a cambiar peligrosamente; estaba completamente rojo, se le hinchaba las mejillas y los ojos se le inyectaban de una nube rosada.

—Ya no es rico —dijo en tono enojado.

—Deje eso —dijo Javiera. Le retiró la pipa de las manos.

—¡Oh! —protestó Pedro. Se miró las manos vacías—. Oh, oh, oh —dijo en un largo gemido. Hizo un ruido con la nariz y empezaron a correrle las lágrimas—. ¡Oh, soy muy desdichado!

—Me da miedo —tembló Javiera—. Basta.

—Oh, soy muy desdichado —dijo Pedro. Era un mar de lágrimas y tenía un terrible rostro infantil.

—Basta —exclamó Javiera, cuyo rostro se había contraído de miedo. Pedro se echó a reír y se secó los ojos.

—Serías un idiota muy poético —dijo Francisca—. Una podría enamorarse de un idiota que tuviera una cara así.

—No todas las posibilidades están todavía perdidas —dijo Pedro.

—¿En el teatro hay alguna vez un papel de idiota? —preguntó Javiera.

—Conozco uno espléndido en una obra de Valle Inclán, pero es un papel mudo —respondió Pedro.

—Qué lástima —dijo Javiera con aire irónico y tierno.

—¿Isabel volvió a abrumarte con la obra de Claudio? —le preguntó Francisca—. Creí comprender que habías salido del paso diciendo que haríamos una gira el invierno próximo.

—Sí —dijo Pedro con aire absorto; revolvió con la cuchara de café que quedaba en el vaso—. ¿Y en el fondo, por qué ese proyecto te causa tanta repugnancia? —dijo—. Si el año próximo no hacemos ese viaje, temo que no lo hagamos nunca.

Francisca tuvo una sensación de disgusto, pero tan leve, que casi se sorprendió; todo en ella estaba acolchado y apagado como si una inyección de cocaína le hubiera insensibilizado el alma.

—Pero también tu obra corre el riesgo de no ser representada jamás —dijo.

—Sin duda podremos seguir trabajando en las épocas en que ya no se pueda salir de Francia —dijo Pedro con mala fe; se encogió de hombros—. Y además, mi obra no es un fin en sí misma. Hemos trabajado tanto durante toda nuestra vida, ¿no deseas algún cambio?

Precisamente era el momento en que alcanzaban la meta; ella habría terminado su novela en el curso del año próximo y Pedro habría recogido por fin el fruto de diez años de trabajo. Recordaba muy bien que un año de ausencia representaba una especie de desastre; pero lo recordaba con una cobarde indiferencia.

—Oh, personalmente, sabes cuánto me gusta viajar —dijo.

Ni siquiera valía la pena luchar; se sabía vencida, no por Pedro, por sí misma.

Esa sombra de resistencia que sobrevivía en ella no era lo bastante fuerte para que pudiera conservar la esperanza de luchar hasta el final.

—¿No te gusta imaginarnos a los tres en el puente del Cairo City, mirando la costa griega que se acerca? —dijo Pedro. Sonrió a Javiera—. A lo lejos se ve la Acrópolis cómo si fuera un monumento ridículamente pequeño. En seguida tomaremos un taxi que nos llevará a Atenas traqueteando, porque la ruta está llena de baches.

—E iremos a comer a los jardines del Zappeion —dijo Francisca; miró alegremente a Javiera—. Ella es capaz, de saborear los langostinos a la parrilla, los intestinos de cordero y hasta el vino rancio.

—Por supuesto que me gustarán —dijo Javiera—. Lo que me repele es la cocina razonable que hacen en Francia; allí comeré como un ogro, ya verá.

—Le aseguro que es más o menos tan abominable como en el restaurante chino donde usted comió tan apetitosamente —dijo Francisca.

—¿Viviremos en esos barrios que están todos formados por casillas de madera y de lona? —dijo Javiera.

—No se puede, no hay hotel —dijo Pedro—. Son apenas instalaciones de inmigrantes. Pero pasaremos grandes momentos.

Sería agradable ver todo eso con Javiera; sus miradas transfiguraban los menores objetos. Hacía un rato, mostrándole las tabernas de los mercados, los montones de zanahorias, los vagabundos, le había parecido a Francisca que los descubría por primera vez. Francisca tomó un puñado de gambas rosadas y empezó a quitarles la cáscara. Bajo los ojos de Javiera, los muelles del Pireo cubiertos de gente, las barcas azules, los niños mugrientos, las tabernas con olor de aceite y de carne asada revelaban riquezas todavía desconocidas. Miró a Javiera, luego a Pedro; les quería, se querían, la querían. Desde hacía semanas vivían los tres en un alegre encantamiento. Y qué precioso era ese instante con esa luz de madrugada sobre los bancos vacíos del Dôme, el olor de piso jabonado, ese gusto liviano a marea fresca.

—Berger tiene unas magníficas fotografías de Grecia —dijo Pedro—, luego se las voy a pedir.

—Es verdad que van a almorzar a casa de esa gente —dijo Javiera con un aire de rabia mimosa.

—Si estuviera Paula sola, la habríamos llevado —explicó Francisca—. Pero Berger es tan protocolario.

—Dejaremos a toda la compañía en Atenas —dijo Pedro—, y nos iremos a dar una vuelta por el Peloponeso.

—A lomo de mula —dijo Javiera.

—En parte a lomo de mula —dijo Pedro.

—Nos ocurrirán un montón de aventuras —dijo Francisca.

—Raptaremos a una hermosa chiquita griega —dijo Pedro—. ¿Te acuerdas de la chiquilla de Trípoli que nos dio tanta lástima?

—Me acuerdo muy bien —dijo Francisca—. Era siniestro pensar que vegetaría sin duda toda su vida en esa especie de encrucijada desierta.

El rostro de Javiera se ensombreció.

—Y después tendremos que arrastrarla con nosotros, será bastante incómodo —dijo.

—La mandaríamos a París —dijo Pedro.

—Pero a la vuelta la encontraríamos —dijo Javiera.

—Sin embargo —dijo Francisca—, ¿si usted supiera que en un rincón del mundo hay un ser encantador, cautivo y desdichado, no alzaría un dedo para ir a buscarlo?

—No —dijo Javiera con aire terco—; me sería indiferente. Miró a Pedro y a Francisca y dijo de pronto con pasión:

—No quisiera a nadie más entre nosotros.

Era una chiquilla, pero Francisca sintió como un peso que se abatía sobre sus hombros; habría debido sentirse libre después de todas esas renuncias y, sin embargo, nunca había conocido menos el gusto de la libertad que durante estas últimas semanas. En este momento hasta tenía la impresión de estar atada de pies y manos.

—Tiene razón —dijo Pedro—, tenemos bastante que hacer los tres. Ahora que hemos formado un trío armonioso, hay que aprovecharlo sin ocuparse de nada más.

—Sin embargo, ¿si uno de nosotros tuviera un encuentro apasionante? —dijo Francisca—. Sería una riqueza común; es una lástima limitarse.

—Pero es todavía tan nuevo lo que acabamos de construir —dijo Pedro—. Primero debemos tener un largo pasado detrás; después cada uno de nosotros podrá correr aventuras, irse a América, adoptar a un chinito. Pero no antes de… pongamos cinco años.

—Sí —dijo Javiera con calor.

—Choque los cinco —dijo Pedro—. Es un pacto; durante cinco años cada uno de nosotros se consagrará exclusivamente al trío.

Puso la mano abierta sobre la mesa.

—Sea —dijo Javiera gravemente—. Es un pacto. Colocó su mano sobre la mano de Pedro.

—Sea —dijo Francisca extendiendo también la mano. Cinco años, cómo pesaban esas palabras; nunca había temido comprometerse para el porvenir. Pero el porvenir había cambiado de carácter, ya no era un libre impulso de todo su ser.

¿Qué era? Ya no podía pensar: «mi porvenir», porque no podía separarse de Pedro y de Javiera; pero ya no era posible decir: «nuestro porvenir». Con Pedro tenía un sentido: proyectaban juntos los mismos objetos ante ellos, una vida, una obra, un amor. Pero con Javiera ya todo eso no significaba nada. No se podía vivir con ella, sino solamente al lado de ella. A pesar de la dulzura de las últimas semanas, a Francisca le asustaba imaginar ante sí largos años todos iguales; se extendían extraños y fatales como un túnel oscuro cuyos recodos habrían de ir ascendiendo ciegamente. No era verdaderamente un porvenir: era una extensión de tiempo informe y desnudo.

—Parece raro, en el momento actual, hacer proyectos —dijo Francisca—. Nos hemos acostumbrado tanto a vivir en lo provisional.

—Sin embargo, nunca has creído mucho en la guerra —dijo Pedro; sonrió—. No vas a empezar ahora que todo parece más o menos arreglado.

—No pienso positivamente —dijo Francisca—, pero el porvenir está lleno de vallas.

No era tanto a causa de la guerra; pero poco importaba. Ya le alegraba poder expresarse gracias a ese equívoco; hacía tiempo que había dejado de ser de una sinceridad tan exigente.

—Es verdad que nos hemos puesto poquito a poco a vivir sin mañana —dijo Pedro—; casi todo el mundo está en lo mismo, creo que hasta los más optimistas.

—Lo estropea todo —dijo Francisca—, las cosas ya no tienen ninguna prolongación.

—¡Mira! No me lo parece —intervino Pedro con aire interesado—. A mí, al contrario, me las vuelve preciosas ver todas esas amenazas alrededor de ellas.

—A mí todo me parece vano —dijo Francisca—. ¿Cómo decirte? Antes todo lo que yo hacía me dominaba; por ejemplo, mi novela existía, pedía ser escrita. Ahora escribir es amontonar páginas.

Apartó con la mano el montón de cascaritas rosadas a las que habían despojado de su carne. La joven del cabello sagrado estaba sola ahora, ante dos vasos vacíos; había perdido su aire animado y se pintaba pensativamente los labios.

—Lo que pasa es que a uno lo arrancan de su propia historia —dijo Pedro—, pero eso más bien me parece un enriquecimiento.

—Por supuesto —dijo Francisca con una sonrisa—, hasta en la guerra encontrarás la manera de enriquecerte.

—¿Pero cómo quiere que ocurra una cosa semejante? —dijo Javiera bruscamente; tomó un aire de superioridad—. La gente no es tan tonta como para tener ganas de hacerse matar.

—No les piden su opinión —dijo Francisca.

—Sin embargo, los que deciden son gente y no están todos locos —dijo Javiera con un desprecio hostil.

Las conversaciones sobre la guerra y la política la fastidiaban siempre como una frivolidad ociosa. Francisca, sin embargo, quedó sorprendida por su tono agresivo.

—No son todos locos, pero están desenfrenados —dijo Pedro—. La sociedad es una máquina rara, nadie es el dueño.

—Y bien, yo no comprendo que uno se deje aplastar por esa máquina —dijo Javiera.

—¿Y qué quiere que haga? —dijo Francisca.

—Que no agache la cabeza como un cordero —respondió Javiera.

—Entonces habría que entrar en un partido político —dijo Francisca.

Javiera la interrumpió.

—Dios mío, yo no me ensuciaría las manos de esa manera.

—Entonces será un cordero —dijo Pedro—. Es siempre lo mismo. No se puede luchar contra la sociedad sino de una manera social.

—En todo caso —dijo Javiera, cuyo rostro se había puesto rojo de furor—, si yo fuera hombre, cuando vinieran a buscarme no iría.

—No adelantaría mucho —dijo Francisca—. Lo llevarían entre dos policías, y si se obstinara, la pondrían contra una pared y la fusilarían.

Javiera hizo una mueca lejana.

—Es verdad que a ustedes les parece tan terrible morir.

Para razonar con una mala fe tan burda era necesario que Javiera estuviera ebria de rabia. Francisca tuvo la impresión de que esa frase iba dirigida a ella; no tenía la menor idea de la falta que había cometido. Miró a Javiera con dolor. ¿Qué pensamientos venenosos habían alterado de pronto ese rostro perfumado, trémulo de ternura? Florecían con malignidad bajo esa frente terca, al amparo de esos cabellos de seda, y Francisca no tenía defensa contra ellos; quería a Javiera, y no podía soportar su odio.

—Usted decía hace un rato que la sublevaba dejarse matar —dijo.

—Pero no es lo mismo si uno muere a propósito —objetó Javiera.

—Matarse para no ser matado no es morir a propósito —dijo Francisca.

—En todo caso yo lo preferiría —dijo Javiera. Agregó con aire ausente y cansado—: Además hay otros medios; siempre se puede desertar.

—No es tan fácil, sabe —dijo Pedro. La mirada de Javiera se dulcificó; dirigió a Pedro una sonrisa insinuante.

—¿Usted lo haría si fuera posible? —dijo.

—No —dijo Pedro—, por mil razones. Primero habría de renunciar para siempre a volver a Francia, y aquí están mi teatro, mi público, mi obra tiene un sentido y posibilidades de dejar rastros.

Javiera suspiró.

—Es verdad —dijo con aire triste y decepcionado—. Ustedes arrastran consigo tanta chatarra.

Francisca se estremeció; las frases de Javiera tenían siempre un doble sentido.

¿Acaso ella, Francisca, también formaba parte de esa chatarra? ¿Acaso le reprochaba a Pedro que siguiera queriéndola? A veces Francisca había notado unos bruscos silencios cuando ella quebraba una intimidad de los dos, breves desconfianzas cuando Pedro se dirigía a ella un poco largamente; no les había dado importancia, pero hoy parecía evidente: Javiera habría querido sentir a Pedro libre y solo frente a ella.

—Esa chatarra —dijo Pedro— soy yo mismo. Uno no puede separar a un tipo de lo que siente, de lo que quiere, de la vida que se ha hecho.

Los ojos de Javiera chispearon.

—Y bien, yo —dijo con un estremecimiento un poco teatral— me iría a cualquier parte, en cualquier momento; uno no debería depender nunca de un país, ni de un oficio, ni de nadie, ni de nada —terminó con ímpetu.

—Pero es que usted no comprende que lo que uno hace y lo que uno es es lo mismo —dijo Pedro.

—Depende de quién es uno —dijo Javiera; tuvo una sonrisa íntima y llena de desafío; ella no hacía nada, ella era Javiera; lo era de una manera indestructible.

Hubo un corto silencio y luego dijo con una humildad cargada de odio:

—Por supuesto, ustedes conocen esas cosas mejor que yo.

—Pero usted piensa que un poco de buen sentido valdría más que todo ese saber —dijo Pedro alegremente—. ¿Por qué, de pronto, se ha puesto a odiarnos?

—¿Yo, odiarlos? —preguntó Javiera.

Abría grandes ojos inocentes, pero su boca seguía crispada.

—Tendría que estar loca.

—¿Le fastidió oírnos teorizar de nuevo sobre la guerra cuando estábamos haciendo proyectos tan agradables?

—Tienen derecho a hablar de lo que les dé la gana.

—¿Cree que nos divierte inventar tragedias? —dijo Pedro—. Le aseguro que no.

La situación merece que se la considere; el curso de los acontecimientos es tan importante para nosotros como para usted.

—Ya sé —dijo Javiera con un poco de confusión—; ¿pero de qué sirve hablarlo?

—Para estar dispuesto a todo —dijo Pedro. Sonrió—. No es prudencia burguesa. Pero si verdaderamente le horroriza ser aplastada por el mundo, si no quiere ser un cordero, no hay otro medio que empezar por pensar bien claramente en su situación.

—Pero no entiendo nada de eso —dijo Javiera en tono de queja.

—No se puede entender en un día. Primero tendría que empezar por leer los diarios.

Javiera se apretó las sienes con las manos.

—Es tan aburrido —dijo—. Uno no sabe por dónde empezar.

—Eso es verdad —comentó Francisca—. Si uno ya no está al corriente, se escabulle entre los dedos.

Su corazón continuaba oprimido de sufrimiento y de ira. Era por celos por lo que Javiera odiaba esas conversaciones de personas mayores en las cuales no podía tomar parte; el fondo de toda esa historia era que no había podido soportar que, durante un rato, Pedro no estuviese inclinado hacia ella.

—Y bien, ya sé lo que haré —dijo Pedro—; uno de estos días le expondré extensamente el panorama político y después de eso la tendré al corriente con regularidad. No es tan complicado, ¿sabe?

—Encantada —dijo Javiera. Se acercó a Francisca y a Pedro—. ¿Han visto a Eloy? Acaba de instalarse en una mesa junto a la entrada con la esperanza de arrancarles algunas palabras al pasar.

Eloy estaba mojando un croissant en café con leche. No estaba pintada; tenía un aire tímido y solitario que no era desagradable.

—Si uno la viera así, sin conocerla, la encontraría simpática —dijo Francisca.

—Estoy segura de que viene a desayunar aquí a propósito para encontrarse con ustedes —opinó Javiera.

—Es muy capaz —dijo Pedro.

El café se había llenado un poco. En una mesa vecina, una mujer escribía cartas mirando hacia la caja con aire asustado; debía de temer que un camarero la descubriera y la obligara a tomar algo; pero no aparecía ningún camarero, aunque un señor que estaba junto a la ventana daba fuertes golpes sobre la mesa.

Pedro miró el reloj.

—Hay que irse —dijo—. Aún me quedan mil cosas que hacer antes de ir a almorzar a casa de Berger.

—Sí, tiene que irse ahora, precisamente cuando todo volvía a ser agradable —dijo Javiera con reproche.

—Pero siempre fue agradable —dijo Pedro—. Una sombrita de cinco minutos ¿qué es al lado de esta larga noche?

Javiera sonrió con reticencia y salieron del Dôme saludando a Eloy desde lejos.

A Francisca no le divertía mucho ir a almorzar a casa de Berger, pero le alegraba ver a Pedro a solas y, en todo caso, verlo sin Javiera. Era una breve huida hacia el resto del mundo; ya empezaba a ahogarse en ese trío que cada vez se encerraba más herméticamente en sí mismo.

Javiera tomó el brazo de Francisca y el de Pedro con un aire de buena voluntad, pero su rostro continuaba serio. Cruzaron la calle y llegaron al hotel sin decir una palabra. En el casillero de Francisca había un telegrama.

—Parece letra de Paula —dijo Francisca. Lo abrió—. Nos da contraorden; nos invita en cambio a comer el 16.

—¡Qué suerte! —exclamó Javiera, cuyos ojos se iluminaron.

—Sí, eso se llama suerte —dijo Pedro.

Francisca no dijo nada; sus dedos jugaban con el papel. Si al menos no lo hubiera abierto ante Javiera, habría podido disimular el contenido y pasar el día sola con Pedro; ahora era irremediable.

—Vamos a subir a arreglarnos un poco y luego nos encontraremos en el Dôme —dijo.

—Es sábado —dijo Pedro—, podemos ir al Mercado de las pulgas, almorzaremos en el gran hangar azul.

—¡Qué bonito! ¡Qué suerte! —repitió Javiera, encantada. Había en su alegría una insistencia casi indiscreta. Subieron la escalera. Javiera entró en su cuarto; Pedro siguió a Francisca al suyo.

—¿No tienes demasiado sueño? —preguntó.

—No, cuando uno se pasea así, no es demasiado cansada una noche en vela —dijo ella.

Empezó a lavarse la cara; después de un buen baño frío estaría completamente descansada.

—El tiempo está espléndido, vamos a pasar un día encantador —dijo Pedro.

—Si Javiera está amable —dijo Francisca.

—Lo estará; siempre se pone triste cuando piensa que vamos a separarnos dentro de un rato.

—No era la única razón.

Vaciló; temía que Pedro juzgara la acusación monstruosa.

—Creo que le disgustó que tuviéramos cinco minutos de conversación personal. Vaciló nuevamente.

—Creo que está un poco celosa.

—Está terriblemente celosa, ¿acabas de darte cuenta?

—Me había preguntado si no me equivocaba.

Siempre sentía un choque al ver a Pedro acoger con simpatía sentimientos que ella combatía en sí misma con toda su fuerza.

—Está celosa de mí —agregó.

—Tiene celos de todo —dijo Pedro—. De Eloy, de Berger, del teatro, de la política; que pensemos en la guerra le parece una infidelidad de parte nuestra, no deberíamos preocuparnos de nada sino de ella.

—Hoy estaba contra mí —dijo Francisca.

—Sí, porque opusiste reservas a nuestros proyectos de porvenir; está celosa de ti no sólo a causa mía, sino por ti misma.

—Ya sé.

Si Pedro quería sacarle un peso del corazón, iba por mal camino, se sentía cada vez más oprimida.

—Me parece penoso —dijo—; esto constituye un amor sin ninguna amistad; uno tiene la impresión de ser querido contra sí, no por sí.

—Es su manera de querer —dijo Pedro.

Él se las arreglaba muy bien con ese amor, hasta tenía la impresión de haber ganado una victoria sobre Javiera. En cambio Francisca se sentía dolorosamente a merced de ese corazón apasionado y susceptible, ya no existía, sino a través de los sentimientos caprichosos que Javiera le profesaba. Esa hechicera se había apoderado de su imagen y le hacía soportar a su antojo los peores sortilegios. En ese momento Francisca era una indeseable, un alma mezquina y seca; tenía que esperar una sonrisa de Javiera para recobrar alguna aprobación por sí misma.

—En fin, ya veremos de qué humor estará —dijo.

Pero era una verdadera angustia depender hasta ese punto, en su felicidad y hasta en su mismo ser, de esa conciencia extraña y rebelde.

Francisca mordió sin alegría una gruesa rodaja de tarta de chocolate; los bocados no pasaban. Le guardaba rencor a Pedro; él sabía muy bien que Javiera, por una noche en vela, iba seguramente a acostarse temprano. Hubiera podido adivinar que después del malentendido de la mañana, Francisca estaría ávida de verle largamente a solas. Cuando Francisca se había recuperado de su enfermedad, habían hecho arreglos estrictos: día por medio ella salía con Javiera de siete de la tarde a doce de la noche, y al otro día, Pedro veía a Javiera de dos a siete. El resto del tiempo se distribuía a gusto de cada uno, pero los momentos de soledad con Javiera eran tabú: por lo menos, Francisca respetaba escrupulosamente esas convenciones. Pedro obraba mucho más a su antojo; aquella noche había exagerado verdaderamente pidiendo en tono burlón y quejumbroso que no lo echaran antes de que se fuera al teatro. No parecía tener ningún remordimiento; encaramado sobre un taburete alto al lado de Javiera, le contaba con animación la vida de Rimbaud; había empezado la historia en el Mercado de las pulgas, pero la había contado con tantas digresiones, que Rimbaud todavía no había conocido a Verlaine. Pedro hablaba. Las frases describían a Rimbaud, pero la voz parecía cargada de un montón de alusiones íntimas, y Javiera lo miraba con una especie de docilidad voluptuosa. Sus relaciones eran casi castas y, sin embargo, a través de algunos besos, de leves caricias, se había creado entre ellos un entendimiento sensual que se transparentaba bajo la reserva. Francisca apartó los ojos; a ella también por lo general le gustaban los relatos de Pedro, pero esa noche ni las inflexiones de su voz, ni sus bonitas imágenes, ni el giro imprevisto de sus frases lograban conmoverla; le guardaba demasiado rencor.

Cuidaba de explicar casi cotidianamente a Francisca que Javiera la quería tanto a ella como a él, pero obraba como si esa amistad de mujeres le hubiera parecido desdeñable. Sin duda, él ocupaba, con mucho, el primer lugar, pero eso no justificaba su indiscreción. Por supuesto no se había tratado de negarle lo que pedía: hubiera enloquecido de rabia y quizá Javiera también. Sin embargo, aceptando alegremente la presencia de Pedro, Francisca parecía darle poca importancia a Javiera. Francisca echó una mirada al espejo que ocupaba toda la pared detrás del bar: Javiera sonreía a Pedro; estaba evidentemente satisfecha de que él pretendiera acapararla, pero no era una razón para que no se enfadara con Francisca por haber cedido.

—Ah, me imagino la cara de la señora de Verlaine —dijo Javiera en una carcajada.

Francisca sintió su corazón ahogado de tristeza. ¿Javiera la seguía odiando?

Había sido amable durante toda la tarde, pero en forma superficial, porque el día era bueno y el Mercado de las pulgas la encantaba; eso no significaba nada.

¿Y qué puedo hacer si me odia?, pensó Francisca.

Se llevó el vaso a los labios y vio que sus manos temblaban. Había bebido demasiado café durante el día y la impaciencia la volvía febril. No podía hacer nada; no tenía ningún dominio sobre esa alma testaruda, ni siquiera sobre el hermoso cuerpo de carne que la defendía; un cuerpo tibio y elástico, accesible a las manos de los hombres, pero que se erguía ante Francisca como una rígida armadura. No podía sino esperar sin moverse el veredicto que iba a absolverla o a condenarla: hacía diez horas que esperaba.

—Esto es sórdido —pensó bruscamente.

Había pasado el día espiando cada entonación de Javiera, cada contracción de su ceño; aun en ese momento sólo estaba ocupada en esa pobre angustia, separada de Pedro y del agradable decorado cuyo espejo le devolvía el reflejo, separada de sí misma.

¿Y si me odia, qué pasa?, se dijo sublevada. ¿No se podía acaso contemplar el odio de Javiera de frente, lo mismo que esos pastelitos de queso que descansaban sobre una fuente? Eran de un bonito color amarillo claro y estaban decorados con confites rosados; uno habría tenido casi ganas de comerlos, si hubiera ignorado su gusto agrio de recién nacido. Esa cabecita redonda no ocupaba mucho más lugar en el mundo, se la encerraba en una sola mirada; y esas brumas de odio que se escapaban de ella en torbellino, si se las hacía volver a su lugar, podrían ser gobernables. No había más que decir una palabra: en un derrumbe ensordecedor, el odio se reduciría a un humo exactamente contenido en el cuerpo de Javiera y tan inofensivo como el gusto ácido oculto bajo la crema amarilla de los pasteles. Ella se sentía existir, pero eso no suponía ninguna diferencia; en vano se retorcían en volutas rabiosas: sólo se verían pasar sobre el rostro desarmado algunos remolinos imprevistos y regulados como las nubes en el cielo.

No son más que pensamientos en su cabeza, se dijo Francisca.

Durante un instante creyó que las palabras habían obrado, no había más que pequeñas viñetas que desfilaban desordenadamente bajo el cráneo rubio, y si uno apartaba los ojos, ni siquiera se las veía.

—¡Ay, voy a tener que irme! Ya voy retrasado —dijo Pedro.

Saltó del banco y se puso el abrigo: había renunciado a sus bufandas de anciano, tenía un aspecto joven y alegre. Francisca tuvo un impulso de ternura hacia él, pero era una ternura tan solitaria como el rencor; sonreía y esa sonrisa continuaba colocada ante ella sin mezclarse con los movimientos de su corazón.

—Mañana por la mañana, a las diez, en el Dôme —dijo Pedro.

—Entendido, hasta mañana por la mañana —dijo Francisca. Apretó su mano con indiferencia y luego la vio cerrarse sobre la de Javiera; a través de la sonrisa de Javiera comprendió que la presión de esos dedos era una caricia.

Pedro se alejó; Javiera se volvió hacia Francisca. Pensamientos en su cabeza… era fácil decirlo, pero Francisca no creía lo que había dicho, no era más que un engaño; la palabra mágica habría tenido que brotar del fondo de su alma, pero su alma estaba embotada. La bruma maléfica continuaba suspendida sobre el mundo, envenenaba los ruidos y las luces, penetraba hasta los huesos de Francisca. Había que esperar que se disipara por sí sola; esperar y espiar, y sufrir sórdidamente.

—¿Qué quiere que hagamos? —preguntó.

—Lo que usted quiera —respondió Javiera con una sonrisa encantadora.

—¿Prefiere caminar o que vayamos a algún lugar? Javiera vaciló; debía de tener una idea bien fija.

—¿Qué le parecería si pasáramos por el baile negro? —dijo.

—Es una idea magnífica. Hace siglos que no hemos puesto los pies allí.

Salieron del restaurante y Francisca tomó a Javiera del brazo. Lo que Javiera proponía era una salida pomposa: cuando quería manifestar su afecto a Francisca de una manera particular, elegía invitarla a bailar. También era posible que tuviera simplemente ganas de ir al baile negro por su propia cuenta.

—¿Caminamos un poco? —sugirió.

—Sí, sigamos el bulevar Montparnasse —dijo Javiera. Soltó su brazo.

—Prefiero darle el brazo yo —explicó.

Francisca obedeció con sumisión y como los dedos de Javiera rozaban los suyos, los tomó suavemente; la mano enguantada en gamuza aterciopelada se abandonó en la suya con una tierna confianza. Una aurora de felicidad se levantaba en Francisca, pero no sabía todavía si debía creer verdaderamente en ella.

—Mire a la hermosa morena con su Hércules —señaló Javiera.

Se tomaban de las manos; la cabeza del luchador quedaba muy pequeña sobre sus enormes hombros; la mujer reía dejando ver los dientes.

—Empiezo a sentirme en mi casa aquí —dijo Javiera lanzando una mirada satisfecha a la terraza del Dôme.

—Pues ha tardado —dijo Francisca.

Javiera suspiró.

—Ah, cuando recuerdo las viejas calles de Rúan, de noche, alrededor de la catedral, se me parte el corazón.

—No le gustaba demasiado cuando vivía allí.

—Era tan poético —dijo Javiera.

—¿Volvería a ver a su familia? —dijo Francisca.

—Seguramente, pienso ir este verano.

Su tía le escribía todas las semanas; habían terminado por tomar las cosas mucho mejor de lo que se podía esperar.

Bruscamente las comisuras de sus labios cayeron y tuvo un aire gastado de mujer madura.

—En ese entonces sabía vivir sola, era formidable cómo podía sentir las cosas.

Las nostalgias de Javiera siempre ocultaban algún reproche; Francisca se puso a la defensiva.

—Sin embargo, recuerdo que usted ya se quejaba de estar marchita —dijo Francisca.

—No era como ahora —dijo Javiera con voz sorda. Bajó la cabeza y murmuró—: Ahora estoy consumida.

Antes de que Francisca pudiera contestar, le oprimió alegremente el brazo.

—¿Por qué no se compra uno de esos preciosos caramelos? —dijo, deteniéndose ante una tienda rosada y brillante como una caja de bautismo.

Detrás del vidrio, una gran bandeja de madera giraba lentamente sobre sí misma ofreciendo a las miradas golosas dátiles rellenos, nueces acarameladas, trufas de chocolate.

—Cómprese algo —propuso Javiera en tono apremiante.

—En una noche espléndida no hay que empalagarse como la otra vez —dijo Francisca.

—Oh, uno o dos caramelitos —dijo Javiera—, no hay peligro. Sonrió.

—Esta tienda tiene colores tan bonitos, tengo la impresión de entrar en un dibujo animado. Francisca empujó la puerta.

—¿Usted no quiere nada? —dijo.

—Quiero un loukhoum —dijo Javiera. Examinaba los bombones con aire encantado.

—Si compráramos también esto —dijo señalando unos delgados caramelos largos envueltos en papel de seda—. Tienen un nombre tan bonito.

—Dos caramelos, un loukhoum y un cuarto kilo de dedos de hada —dijo Francisca.

La vendedora envolvió los bombones en una bolsita de papel estampado que se cerraba con un cordón rosa que salía por unos ojales.

—Compraría bombones sólo por la bolsita —comentó Javiera—. Parece una escarcela. Ya tengo media docena —agregó con orgullo.

Le tendió un caramelo a Francisca y mordió en el rectángulo gelatinoso.

—Parecemos dos viejitas que se ofrecen golosinas —dijo Francisca—, es vergonzoso.

—Cuando tengamos ochenta años, nos arrastraremos trotando hasta la confitería y nos quedaremos dos horas discutiendo ante el vidrio sobre el perfume de los loukhoums, con un poco de baba en los labios —dijo Javiera—. Las personas del barrio nos señalarán con el dedo.

—Y nosotras diremos meneando la cabeza: «Ya no son los caramelos de antes». Y no caminaremos con pasos más cortos que los de hoy.

Se sonrieron; cuando paseaban por el bulevar, solían adoptar ese andar de octogenarias.

—¿No le aburre que mire los sombreros? —dijo Javiera deteniéndose ante una casa de modas.

—¿Tendría ganas de comprarse uno? Javiera se echó a reír.

—No es que los aborrezca, es mi cara que no los soporta. No, los miro para usted.

—¿Quiere que use sombrero? —preguntó Francisca.

—Quedaría tan bonita con uno de estos sombreros —dijo Javiera con voz suplicante—. Imagine su cara ahí debajo. Y cuando fuera a una reunión elegante, se pondría un tul atado atrás con un gran moño.

Le brillaban los ojos.

—¡Oh, dígame que lo hará!

—Me intimida un poco —dijo Francisca—, ¡un tul!

—Pero usted puede permitirse todo —dijo Javiera gimoteando—. ¡Ah, si dejara que yo la vistiera!

—Y bien —dijo Francisca alegremente—, usted me elegirá mi ropa de primavera. Me pongo entre sus manos.

Oprimió la mano de Javiera; ¡qué encantadora podía ser! Había que excusar sus cambios de humor, la situación no era fácil y ella era tan joven. La miró con ternura; deseaba con tanta fuerza que Javiera tuviera una hermosa vida dichosa.

—¿Qué quería decir exactamente hace un rato al quejarse de estar consumida? —preguntó suavemente.

—Oh, nada más que eso —dijo Javiera.

—¿Pero qué?

—Así, nada más.

—Desearía tanto que se sintiera contenta con su existencia —dijo Francisca.

Javiera no contestó; toda su alegría había caído de golpe.

—Le parece que al vivir tan íntimamente con la gente se pierde algo de sí misma —dijo Francisca.

—Sí —confirmó Javiera—, uno se convierte en un pólipo.

Había habido una intención hiriente en su voz. Francisca pensó que de hecho no parecía disgustarle vivir en sociedad; hasta se enfadaba cuando Pedro y Francisca salían sin ella.

—Sin embargo, todavía le quedan muchos momentos de soledad —dijo.

—Comprendo —dijo Francisca—, ya no son sino intervalos en blanco, mientras que antes era pleno.

—Sí, es eso —dijo Javiera tristemente. Francisca reflexionó.

—¿Pero no cree que sería diferente si tratara de hacer algo de usted misma?

Es la mejor manera de no consumirse.

—¿Y qué hacer? —dijo Javiera.

Tenía un aire perdido. Francisca deseó de todo corazón ayudarla, pero era difícil ayudar a Javiera; sonrió.

—Una actriz, por ejemplo —dijo.

—Ah, una actriz —suspiró Javiera.

—Estoy tan segura de que lo sería si quisiera trabajar —dijo Francisca con calor.

—Creo que no —dijo Javiera con aire cansado.

—Usted no puede saberlo.

—Justamente, es tan vano trabajar sin saber. Javiera se encogió de hombros.

—La más insignificante de esas mujercitas cree que será una actriz.

—Eso no prueba que usted no lo tenga que ser.

—Hay una probabilidad entre cien.

Francisca le oprimió el brazo un poco más fuerte.

—Qué razonamiento curioso —dijo—. Escuche, creo que no se trata de calcular sus probabilidades; hay todo que ganar de un lado y nada que perder del otro. Hay que apostar para triunfar.

—Sí, ya me lo explicó —dijo Javiera.

Sacudió la cabeza con aire desconfiado.

—No me gustan los actos de fe.

—No es un acto de fe, es una apuesta.

—Es lo mismo. Javiera hizo una mueca.

—Así es como se consuelan Canzetti y Eloy.

—Sí, son mitos de compensación, dan asco —dijo Francisca—. Pero no se trata de soñar, sino de querer, es diferente.

—Isabel quiere ser una gran pintora —dijo Javiera—. ¡Vaya!

—Me lo pregunto —dijo Francisca—. Tengo la impresión de que pone al mito en acción para creer más en él, pero que no es capaz de desear nada desde el fondo del alma.

Reflexionó.

—Todos pensamos que somos una cosa formada una vez por todas, pero no lo creo; tengo la impresión de que uno se hace libremente lo que es. No es un azar que Pedro fuera tan ambicioso en su juventud. ¿Usted sabe lo que se ha dicho de Víctor Hugo? Que era un loco que se creía Víctor Hugo.

—No puedo soportar a Víctor Hugo —dijo Javiera.

Apresuró el paso.

—¿No podríamos caminar un poco más de prisa? Hace frío, ¿no le parece?

—Caminemos más aprisa —dijo Francisca, y agregó—: ¡Desearía tanto convencerla! ¿Por qué duda de usted misma?

—No quiero mentirme —dijo Javiera—. Me parece innoble crecer; lo único seguro es lo que se toca.

Miró su puño cerrado con un curioso rictus de odio. Francisca la observó con inquietud, ¿qué tenía en la cabeza? Por supuesto, durante esas semanas de felicidad tranquila, no había estado dormida; habían ocurrido mil cosas en ella, al amparo de sus sonrisas. Ella no había olvidado nada, todo estaba ahí, en un rincón, y después de algunas explosiones todo estallaría un día.

Doblaron la esquina de la calle Blomet, se veía el gran cigarro rojo del despacho de tabaco y de café.

—Tome uno de esos caramelos —dijo Francisca para cambiar el tema.

—No, no me gustan —dijo Javiera.

Francisca apretó entre sus dedos una de las finas barritas transparentes.

—Me parece que tienen un gusto agradable —dijo—. Un gusto seco y puro.

—Pero yo odio la pureza —dijo Javiera torciendo la boca.

Nuevamente Francisca sintió que la angustia la atravesaba. ¿Qué era lo demasiado puro? ¿La vida donde ellos encerraban a Javiera? ¿Los besos de Pedro?

¿Ella misma? Usted tiene un perfil tan puro, le decía a veces Javiera. Sobre una puerta se leía, escrito en gruesas letras blancas: Baile colonial. Entraron; una muchedumbre se apretujaba contra la ventanilla, rostros negros, amarillos pálidos, café con leche. Francisca hizo cola para tomar dos entradas: siete francos para las señoras, nueve francos para los hombres. Esa rumba del otro lado del tabique le embarullaba todas las ideas. ¿Qué había ocurrido exactamente? Por supuesto, era siempre muy fácil explicar las reacciones de Javiera diciendo que se trataba de un capricho del momento. Habría sido necesario repasar la historia de esos dos últimos meses para encontrar la clave; pero, sin embargo, los viejos cargos cuidadosamente enterrados sólo volvían a ser bastante vivos a través de una contrariedad presente. Francisca trató de recordar. En el bulevar Montparnasse la conversación era liviana y simple; y luego, en lugar de abandonarse a ella, Francisca había saltado de pronto a grandes temas. Era justamente por ternura, ¿pero acaso ella no sabía ser tierna sino con palabras cuando tenía esa mano aterciopelada entre su mano y esos cabellos perfumados que rozaban su mejilla? ¿Era esa su torpe pureza?

—Mire, ahí está la camarilla de Dominga —dijo Javiera entrando en la amplia sala.

Estaban la pequeña Charnaud, Lisa Malan, Dourdin, Chaillet… Francisca los saludó con la cabeza, sonriendo, mientras Javiera les dirigía una mirada dormida; no había soltado el brazo de Francisca. No le disgustaba, cuando entraban en un lugar, que las tomaran por una pareja: era un género de provocación que la divertía.

—Esa mesa, allí, estará muy bien —dijo.

—Tomaré un ponche martiniqués —dijo Francisca.

—Yo también, un ponche —dijo Javiera. Agregó con desdén:

—No comprendo que se mire a alguien con esa grosería bovina. Por otra parte, me importa un bledo.

Francisca experimentó un placer verdadero al sentirse envuelta con ella por la necia malevolencia de toda esa banda de comadres; le parecía que las aislaban juntas del resto del mundo y que las encerraban en un téte-a-téte apasionado.

—¿Sabe? Cuando usted quiera, bailaré —dijo Francisca—. Esta noche me siento inspirada.

Exceptuando las rumbas, bailaba lo bastante correctamente como para no ser ridícula.

El rostro de Javiera se iluminó.

—¿De veras, no le aburre?

Javiera la enlazó con autoridad, bailaba con un aire absorto y sin mirar a su alrededor, pero no era bovina, sabía ver sin mirar; hasta era uno de sus talentos del que se enorgullecía mucho. Le gustaba decididamente ponerse en evidencia; no sin intención apretaba a Francisca con más fuerza que de costumbre y le sonreía con coquetería. Francisca le devolvió su sonrisa. El baile le hacía perder un poco la cabeza. Sentía contra su pecho los hermosos senos tibios de Javiera, respiraba su aliento encantador; ¿era deseo? ¿Pero qué deseaba? ¿Sus labios contra esos labios? ¿Ese cuerpo abandonado entre sus brazos? No podía imaginar nada, sólo era una necesidad confusa de guardar para siempre vuelto hacia ella ese rostro de enamorada y poder decir apasionadamente: «Es mía».

—Ha bailado muy, muy bien —dijo Javiera cuando volvían a sus asientos.

Continuaba de pie; la orquesta atacaba una rumba, y un mulato se inclinaba ante ella con una sonrisa ceremoniosa. Francisca se sentó ante su ponche y bebió un trago del líquido dulzón. En esa gran habitación decorada con frescos pálidos y que se parecía en su mediocridad a un salón para bodas y banquetes, no se veían sino rostros de color: del negro ébano al ocre rosado se encontraban ahí todos los matices de piel. Esos negros bailaban con una obscenidad desencadenada, pero sus movimientos tenían un ritmo tan puro, que en su rudeza ingenua esa rumba conservaba el carácter sagrado de un rito primitivo. Los blancos que se unían a ellos eran menos felices; las mujeres, sobre todo, parecían rígidos objetos mecánicos o histéricos en trance. Sólo la gracia perfecta de Javiera desafiaba a la vez la obscenidad y la decencia.

Javiera declinó con un movimiento de cabeza una nueva invitación y volvió a sentarse junto a Francisca.

—Tienen el diablo en la piel esas negras —dijo furiosa—. Nunca conseguiré bailar así.

Mojó sus labios en su vaso.

—¡Qué dulce es! No puedo beberlo —exclamó.

—Baila espléndidamente bien, sabe —dijo Francisca.

—Sí, para ser una civilizada —dijo Javiera en tono desdeñoso. Miraba con fijeza algo en el medio de la pista.

—Sigue bailando con ese criollo —dijo designando a Lisa Malan—. No le ha soltado desde que llegamos —agregó en tono quejumbroso—. Es vergonzosamente hermoso.

En verdad era encantador, muy delgado en su chaqueta ajustada color rosa salmón. De los labios de Javiera escapó un gemido aún más quejumbroso.

—Ah —dijo—, daría un año de mi vida para ser esa negra durante una hora.

—Es bonita —opinó Francisca—. No tiene rasgos de negro. ¿No cree que debe de tener sangre india?

La admiración ponía un brillo de odio en sus ojos.

—O si no, habría que ser lo bastante rica para comprarla y secuestrarla —dijo Javiera—. Fue Baudelaire quien hizo eso, ¿no? ¡Se imagina, al volver a su casa, en vez de un perro o de un gato, encontrar a esa suntuosa criatura ronroneando junto a un fuego de leños!

Un cuerpo negro y desnudo acostado cuan largo era junto a un fuego de leños… ¿era eso lo que Javiera soñaba? ¿Hasta dónde iba su sueño?

Odio la pureza. ¿Cómo Francisca había podido desconocer el dibujo carnal de esa nariz, de esa boca? Los ojos ávidos, las manos, los dientes agudos que dejaban ver los labios entreabiertos, buscaban algo de que apoderarse, algo que se toca.

Javiera todavía no sabía qué: los sonidos, los colores, los perfumes, los cuerpos, todo era una presa. ¿O acaso lo sabía?

—Venga a bailar —dijo bruscamente.

Sus manos se cerraron sobre Francisca, pero no codiciaban a Francisca ni su ternura razonable. En la noche de su primer encuentro había habido en los ojos de Javiera una llama ebria; se había apagado, ya no renacería jamás. «¿Cómo me querría?», pensó Francisca con dolor. Fina y seca como el gusto desdeñado de los caramelos, con un rostro duro demasiado sereno, un alma transparente y pura, olímpica, decía Isabel. Javiera no habría dado una hora de su vida por sentir en ella esa perfección helada que veneraba religiosamente. «Esto es lo que soy», pensó Francisca considerándose con un poco de horror. Esa torpeza existía apenas antes, cuando no reparaba en ella; ahora había invadido toda su persona y sus gestos, hasta sus pensamientos tenían ángulos rígidos y cortantes, su equilibrio armonioso se había trocado en esterilidad vacía; ese bloque de blancura traslúcida y desnuda, de ásperos salientes, era ella, a pesar de sí misma, irremediablemente.

—¿No está cansada? —preguntó a Javiera mientras volvían a la mesa.

Javiera estaba un poco ojerosa.

—Sí, estoy cansada —dijo Javiera—. Envejezco. —Adelantó un poco los labios—. ¿Y usted?

—Apenas —dijo Francisca. El baile, el sueño y el gusto azucarado del ron blanco le entristecían el corazón.

—A la fuerza, siempre nos vemos de noche —dijo Javiera—. No podemos estar frescas.

—Es verdad —dijo Francisca; agregó vacilando—: Labrousse nunca está libre de noche; no nos queda más remedio que reservarle las tardes.

—Sí, naturalmente —dijo Javiera, cuyo rostro se cerró.

Francisca la miró con una brusca esperanza más dolorosa que las nostalgias.

¿Javiera le reprochaba que se apartara discretamente? ¿Había deseado que Francisca la violentara y se impusiera a su amor? Sin embargo, habría debido comprender que Francisca no se resignaba alegremente a que prefiriera a Pedro.

—Podríamos arreglar las cosas de otro modo —dijo Francisca. Javiera la interrumpió.

—No, está muy bien así —dijo con vivacidad.

Una mueca frunció su rostro. Esa idea de organización le causaba horror, habría querido ver a Pedro y a Francisca totalmente a su merced, sin programa. Era exigir demasiado. Sonrió de pronto.

—Ah, se dejó atrapar —dijo.

El criollo de Lisa Malan se acercaba con aire tímido e insinuante.

—¿Usted le ha hecho insinuaciones? —le preguntó Francisca.

—No es por su linda cara, es sólo por mortificar a Lisa.

Se levantó y siguió a su conquista hasta el medio de la pista. Había sido un trabajo discreto, Francisca no había notado la menor mirada, ni la menor sonrisa.

Javiera nunca terminaría de asombrarla: tomó el vaso que apenas había tocado y bebió la mitad. ¡Si hubiera podido revelarle lo que ocurría bajo ese cráneo! ¿Acaso Javiera le guardaba rencor por haber consentido su amor por Pedro? Sin embargo, no soy yo quien le pidió que le quisiera, pensó sublevada. Javiera había elegido libremente. ¿Qué había elegido exactamente? ¿Qué había de verdad en el fondo de esas ternuras, de esas coqueterías, de esos celos? ¿Había siquiera alguna verdad?

De pronto, Francisca se sintió a punto de aborrecerla; bailaba, deslumbrante en su blusa blanca de mangas anchas, con los pómulos rosados, levantando hacia el criollo un rostro iluminado por el placer; estaba hermosa. Hermosa, solitaria, despreocupada. Vivía por su propia cuenta, con la dulzura o la crueldad que le dictaba cada instante, esa historia donde Francisca se había jugado entera, y había que debatirse sin ayuda frente a ella, mientras ella sonreía con una sonrisa desdeñosa o aprobadora. ¿Qué esperaba exactamente? Había que adivinar; había que adivinarlo todo, lo que sentía Pedro, lo que estaba bien, lo que estaba mal, y lo que uno mismo quería desde el fondo de su corazón. Francisca terminó de vaciar su vaso. Ahora se sentía a oscuras, totalmente a oscuras. No había sino despojos informes a su alrededor, y el vacío en ella, y en todas partes la noche.

La orquesta calló un minuto y luego el baile se reanudó. Javiera estaba frente al criollo, a pocos pasos de él, no se tocaban y, sin embargo, un único estremecimiento parecía recorrer sus dos cuerpos. En ese instante, Javiera no deseaba ser nada más que ella misma, su propia gracia la colmaba. Y bruscamente, Francisca se encontró colmada ella también; ya no era nada, sino una mujer ahogada en una muchedumbre, una minúscula parcela del mundo, tendida toda entera hacia esa ínfima lentejuela rubia de la cual ni siquiera era capaz de apoderarse; pero he aquí que en esa abyección en que había caído, se le concedía lo que había deseado en vano seis meses antes, en el seno de la felicidad: esa música, sus rostros, esas luces se trocaban en espera, en amor, se confundían con ella y daban un sentido irreemplazable a cada latido de su corazón. Su felicidad había estallado, pero caía a su alrededor en una lluvia de instantes apasionados.

Javiera volvió a la mesa tambaleándose un poco.

—Baila como un joven dios —dijo.

Se echó contra el respaldo de su silla y el rostro se le descompuso de golpe.

—Qué cansada estoy —dijo.

—¿Quiere que nos vayamos? —le preguntó Francisca.

—Sí, por favor —respondió Javiera, con voz suplicante.

Salieron del baile y pararon un taxi. Javiera se tiró en el asiento y Francisca pasó su brazo bajo el suyo. Al cerrar su mano sobre esa pequeña mano muerta, se sintió desgarrada por una especie de alegría. Lo quisiera o no, Javiera estaba atada a ella por un lazo más fuerte que el odio o el amor; Francisca no era ante ella una presa entre otras, era la sustancia misma de su vida, y los momentos de pasión, de placer, de codicia, no habrían podido existir sin esa trama sólida que los sostenía; todo lo que le ocurría a Javiera le ocurría a través de Francisca, y aun a pesar de ella, Javiera le pertenecía.

El taxi se detuvo ante el hotel y subieron rápidamente la escalera. A pesar de la fatiga, el andar de Javiera no había perdido nada de su vivacidad majestuosa; empujó la puerta del cuarto.

—Entro sólo un minuto —dijo Francisca.

—Por el hecho de encontrarme en casa, ya me siento menos cansada —dijo Javiera.

Se sacó la chaqueta y se sentó junto a Francisca; toda la precaria tranquilidad de Francisca se tambaleó. Javiera estaba ahí, muy erguida en su blusa deslumbrante, cercana y sonriente, fuera de alcance; ningún lazo la encadenaba, salvo los que ella decidía crearse, no se la podía encadenar sino a sí misma.

—Ha sido una noche agradable —dijo Francisca.

—Sí —dijo Javiera—, habrá que repetirla.

Francisca miró a su alrededor con ansiedad; la soledad iba a cerrarse nuevamente sobre Javiera, la soledad de su cuarto y del sueño de sus sueños. No habría medio de forzar el acceso.

—Terminará por bailar tan bien como la negra.

—Ay, no es posible —dijo Javiera.

El silencio cayó pesadamente; las palabras no podían nada. Francisca no encontraba ningún gesto, paralizada por la gracia intimidante de ese hermoso cuerpo que ni siquiera sabía desear.

—Creo que me estoy quedando dormida —murmuró.

—La dejo —dijo Francisca. Se levantó, tenía un nudo en la garganta, pero no podía hacer otra cosa; no habría sabido hacer otra cosa.

—Buenas noches —dijo.

Estaba de pie junto a la puerta; en un impulso, tomó a Javiera entre sus brazos.

—Buenas noches, mi Javiera —dijo rozando su mejilla.

Javiera se abandonó, durante un instante permaneció contra su hombro, inmóvil y flexible. ¿Qué esperaba? ¿Que Francisca la dejara ir o que la apretara más fuerte? Se liberó suavemente.

—Buenas noches —dijo con un tono muy natural.

Se acabó. Francisca subió la escalera. Le avergonzaba ese gesto de ternura inútil; se dejó caer sobre su cama; el corazón le pesaba.