IV
Isabel abrió con desesperación la puerta de su armario; no podía ir de traje sastre gris; no quedaba fuera de lugar en ninguna parte y hasta por eso lo había elegido, pero por una vez que salía de noche habría querido cambiarse de vestido; otro vestido, otra mujer. Isabel se sentía languidesciente esa noche, inesperada y voluptuosa; una blusa que sirve a todas horas, me gustan mucho con sus consejos de economía para millonaria.
En el fondo del armario había un viejo vestido de raso negro que a Francisca le había parecido bonito dos años antes; no estaba muy pasado de moda. Isabel se arregló de nuevo la cara y se puso el vestido; se miró en el espejo con perplejidad; no sabía muy bien qué pensar, en todo caso ese peinado no iba; con el cepillo se alborotó el pelo. Su pelo de oro apagado. Hubiera podido tener otra vida, no lo lamentaba, había elegido libremente sacrificar su vida al arte. Sus uñas estaban feas, uñas de pintora; por más que se las cortara, siempre quedaba pegado un poco de azul o de amarillo; felizmente ahora los barnices son opacos. Isabel se sentó ante su mesa y empezó a extender sobre sus uñas una laca cremosa y rosada.
Estaré verdaderamente refinada, pesó, más refinada que Francisca, ella nunca lo parece.
El timbre del teléfono sonó. Isabel volvió a colocar cuidadosamente el pincelito húmedo en el frasco y se levantó.
—¿Isabel?
—Yo misma.
—Claudio, ¿cómo estás? Sabes, marcha lo de esta noche. ¿Te encuentro en tu casa?
—En casa no —dijo Isabel con precipitación; emitió una risita—. Tengo ganas de cambiar de aire. —Esta vez iría hasta el final de la explicación—. No, aquí no, para que vuelva a empezar todo como el mes pasado.
—Cómo quieras. ¿Entonces, dónde? ¿En el Topsy? ¿En la Maisonnette?
—No, vamos simplemente al Pôle Nord, allí es donde se está mejor para conversar.
—O.K., a las doce y media en el Pôle Nord. Hasta luego.
—Hasta luego.
Él esperaba una noche idílica, pero Francisca tenía razón; para que una ruptura interior sirva para algo había que demostrarla. Isabel volvió a sentarse y reanudó su trabajo minucioso. El Pôle Nord estaba bien; acolchados de cuero ahogaban los ruidos de las voces y la luz tamizada era clemente con los desórdenes del rostro. ¡Todas esas promesas que Claudio le había hecho! Y todo continuaba obstinadamente igual; había bastado un momento de debilidad para que él se sintiera tranquilizado. Una oleada de sangre invadió el rostro de Isabel; ¡qué vergüenza! Él había vacilado un momento, la mano sobre el picaporte; ella le había echado con palabras irreparables, no le quedaba otra cosa que irse, pero, sin decir nada, se había vuelto hacia ella. El recuerdo era tan punzante que cerró los ojos; sentía nuevamente sobre su boca esa boca tan caliente, que sus labios se habían abierto a pesar suyo, sentía sobre sus senos las manos oprimentes y suaves; su pecho se dilató y suspiró como había suspirado en la embriaguez de la derrota. Si la puerta se abriera ahora, si él entrara… Isabel se llevó bruscamente la mano a la boca y se mordió la muñeca.
—A mí no se me tiene de esa manera, —dijo en voz alta—, no soy una hembra. —No se había lastimado, pero vio con satisfacción que sus dientes habían dejado sobre su piel unas marquitas blancas; vio también que sobre tres de sus uñas el barniz fresco estaba corrido; en el dobladillo del vestido había una especie de rastro sangriento.
—¡Qué idiota! —murmuró. Las ocho y media; Pedro estaba vestido; Susana cubría con una capa de visón su vestido impecable, sus uñas brillaban. Con un gesto brusco Isabel tendió la mano hacia el frasco de quitaesmalte; hubo un ruido cristalino y en el suelo un charco amarillo con olor a bombón inglés salpicado de pedazos de vidrio.
Las lágrimas se agolparon en los ojos de Isabel; por nada en el mundo iría al ensayo general con esos dedos de carnicero, era mejor acostarse en seguida; sin dinero es arriesgado querer ser elegante; se puso el abrigo y bajó corriendo la escalera.
—Hotel Bayard, calle Cels —dijo al chófer del taxi.
En el cuarto de Francisca podría reparar el desastre; sacó su polvera; demasiado colorete en las mejillas, el de los labios estaba mal puesto. No, no hay que tocar nada en los taxis, se estropea todo; hay que aprovechar los taxis para relajar los nervios; los taxis y los ascensores, pequeños descansos de mujeres ajetreadas; otras están acostadas sobre divanes con telas finas alrededor de la cabeza, como en los anuncios de Elizabeth Arden, y manos suaves les masajean el rostro, manos blancas, telas blancas en habitaciones blancas, tendrán rostros lisos y descansados y Claudio dirá con su ingenuidad de hombre: «Juana Harbley es verdaderamente extraordinaria».
Con Pedro las llamábamos mujeres en papel de seda, no se puede luchar en ese plano. Bajó del taxi. Permaneció un momento inmóvil ante la fachada del hotel; nunca podía acercarse sin que le latiera el corazón a los lugares donde transcurría la vida de Francisca. Era un hotel lamentable, como muchos otros; sin embargo, tenía bastante dinero para pagarse un estudio elegante. Empujó la puerta.
—¿Puedo subir al cuarto de la señorita Miquel?
El muchacho de la portería le tendió la llave; subió la escalera donde flotaba un vago olor a repollo; estaba en el corazón de la vida de Francisca, pero para Francisca, el olor a repollo, el crujido de los peldaños no encerraban ningún misterio; pasaba sin mirarlo siquiera a través de ese decorado que la curiosidad afiebrada de Isabel desfiguraba.
Tendría que imaginar que llego a mi casa como todos los días, se dijo Isabel haciendo girar la llave en la cerradura. Permaneció de pie en el umbral del cuarto; era un cuarto feo, empapelado de gris con grandes flores, había ropa sobre todas las sillas, un montón de libros y papeles sobre el escritorio. Isabel cerró los ojos, ella era Francisca, volvía del teatro, pensaba en el ensayo de mañana, volvió a abrir los ojos. Sobre el lavabo había un cartel:
Se ruega a los señores clientes:
No hacer ruido después de las diez.
No lavar la ropa en los lavabos.
Isabel miró el diván, el armario con espejo, el busto de Napoleón colocado sobre la chimenea entre un frasco de agua de Colonia, cepillos, pares de medias.
Volvió a cerrar los ojos, los abrió de nuevo: era imposible domesticar ese cuarto; con una evidencia irremediable aparecía como un cuarto extraño.
Isabel se acercó al espejo, donde tantas veces el rostro de Francisca se había reflejado, y vio su propio rostro. Sus mejillas ardían; por lo menos debía haberse quedado con su traje sastre gris; era seguro que le quedaba bien. Ahora no había nada que hacer contra esa imagen insólita; era la imagen definitiva que todos llevarían de ella esta noche. Tomó un frasco de quitaesmalte y otro de esmalte y se sentó ante el escritorio.
El teatro de Shakespeare había quedado abierto en la página que Francisca estaba leyendo cuando con un movimiento brusco había echado su sillón hacia atrás; había arrojado sobre la cama la bata que conservaba entre sus pliegues desordenados la huella de su gesto negligente: las mangas habían quedado hinchadas como si todavía aprisionaran dos brazos fantasmas. Esos objetos abandonados ofrecían de Francisca una imagen más intolerable que su presencia real. Cuando Francisca estaba junto a ella, Isabel sentía una especie de paz: Francisca no entregaba su verdadero rostro, pero, por lo menos, mientras sonreía con amabilidad, ese verdadero rostro ya no existía en ninguna parte. Aquí la verdadera cara de Francisca había dejado su rastro y ese rastro era indescifrable.
Cuando Francisca se sentaba a su escritorio sola consigo misma, ¿qué quedaba de la mujer a quien Pedro quería? ¿En qué se convertían su felicidad, su orgullo tranquilo, su dureza?
Isabel tomó las hojas cubiertas de notas, borradores, planos manchados de tinta. Así tachados, mal escritos, los pensamientos de Francisca perdían su aire definitivo; pero la letra y las tachaduras salidas de mano de Francisca afirmaban todavía su existencia indestructible. Isabel rechazó los papeles con violencia; era idiota; no podía ser Francisca ni destruirla.
Tiempo, que me den tiempo, pensó con pasión. Yo también seré alguien.
Había un montón de automóviles aparcados en la placita; Isabel lanzó una mirada de artista sobre la fachada amarilla del teatro que brillaba entre las ramas desnudas; era bonito, con esas líneas de un color negro de tinta que se destacaban sobre un fondo luminoso. Un verdadero teatro, como el Châtelet y la Gaieté Lyrique que nos deslumbraban tanto; de todas maneras, era formidable pensar que el gran actor, el gran director del que todo París hablaba era Pedro; para verle la muchedumbre rumorosa y perfumada se apretujaba en el hall; no éramos chicos como los otros, habíamos jurado que íbamos a ser célebres, siempre tuve fe en él.
Pero es de verdad, pensó deslumbrada. De veras, en serio: esta noche es el ensayo general en el Tréteaux, Pedro Labrousse da Julio César.
Isabel trató de pronunciar la frase como si fuera una parisiense cualquiera, y luego se dijo bruscamente: «Es mi hermano». Pero era difícil de conseguir. Es mortificante; hay así un montón de placeres que quedan alrededor de uno, en potencia, y que uno nunca consigue asir bien.
—¿Qué es de su vida? —dijo Luvinsky—. No se la ve ya nunca.
—Trabajo —le explicó Isabel—. Tiene que venir a ver mis cuadros.
Le gustaban esas noches de ensayo general; quizá fuera pueril, pero sentía un gran placer al dar la mano a esos escritores, a esos artistas; siempre había necesitado un medio simpático para tomar conciencia de sí misma; en el momento en que uno pinta, uno no siente que es pintor, es ingrato y descorazonador. Aquí, era una joven artista al borde del éxito, la propia hermana de Labrousse. Sonrió a Moreau, que la miraba con aire admirativo; siempre había estado un poco enamorado de ella. En la época en que trataba en el Dôme, con Francisca, a principiantes sin porvenir, a viejos fracasados, habría considerado con grandes ojos llenos de envidia a esa joven viril y graciosa que hablaba con soltura con un montón de gente que había triunfado.
—¿Cómo le va? —dijo Battier. Estaba muy guapo en su traje oscuro—. Por lo menos las puertas están bien cuidadas aquí —observó con fastidio.
—¿Cómo le va? —dijo Isabel tendiéndole la mano a Susana—. ¿Le pusieron dificultades?
—Ese acomodador examina a todos los invitados como si fueran malhechores —dijo Susana—. Estuvo cinco minutos dándole vueltas a nuestra entrada entre sus dedos.
Estaba bien, toda de negro, muy clásico; pero ahora tenía claramente un aspecto de mujer de edad, no se podía suponer que Claudio tuviera todavía relaciones físicas con ella.
—No hay más remedio que tener cuidado —dijo Isabel—. Mire a ese hombre que pega su nariz contra la puerta, hay montones así en la calle, que tratan de pescar invitaciones: es lo que llamamos golondrinas.
—Un nombre pintoresco —dijo Susana. Sonrió con cortesía y se volvió hacia Battier—. Creo que deberíamos entrar, ¿no le parece?
Isabel entró detrás de ellos; por un instante permaneció inmóvil en el fondo de la sala; Claudio ayudaba a Susana a quitarse su capa de visón, se sentaba a su lado; ella se inclinó hacia él y le puso la mano sobre el brazo. Isabel se sintió traspasada por un dolor agudo. Recordaba aquella noche de diciembre en que había caminado por las calles ebria de felicidad, porque Claudio le había dicho: «A quien quiero es a ti». Al ir a acostarse había comprado un gran ramo de rosas. Él la quería, pero nada había cambiado. Su corazón estaba escondido; esa mano sobre su brazo era visible para todos los ojos; y todos los ojos admitían sin sorpresa que había encontrado allí su lugar natural. «Un lazo oficial, un lazo real, acaso fuera la única realidad de la cual se podía estar verdaderamente seguro; nuestro amor, el de nosotros ¡para quién existe!». En ese momento ya ni siquiera creía en él, no quedaba nada en ninguna parte.
No puedo más, pensó. Iba a sufrir nuevamente durante toda aquella noche, lo preveía, los escalofríos, la fiebre, las manos húmedas, los zumbidos de oído, estaba abrumada desde ese momento.
—¿Qué tal? —le dijo a Francisca—. Estás espléndida.
Estaba verdaderamente guapa esa noche; se había puesto una gran peineta en el pelo y brillaban sobre su vestido bordados atrevidos; muchas miradas se volvían hacia ella sin que pareciera advertirlo. Era una alegría sentirse la amiga de esa mujer brillante y serena.
—Tú también estás muy bonita —dijo Francisca—. Ese vestido te queda tan bien.
—Es un vestido viejo —dijo Isabel.
Se sentó a la derecha de Francisca. A la izquierda estaba Javiera, insignificante con su vestidito azul. Isabel arrugó entre sus dedos la tela de su falda. Poseer pocas cosas pero cosas finas había sido siempre su principio.
Si tuviera dinero, sabría vestirme, pensó. Miró con un poco menos de sufrimiento la nuca cuidada de Susana; Susana pertenecía a la raza de las víctimas; aceptaba cualquier cosa de Claudio; nosotras somos de otra «raza»; ellas eran fuertes y libres, vivían su propia vida; las torturas del amor, Isabel no las rechazaba por generosidad, pero no tenía necesidad de Claudio, no era una mujer vieja. Le diré suavemente, firmemente: Lo he pensado, Claudio, mira, creo que debemos poner nuestras relaciones en otro plano.
—¿Viste a Marchand y a Saltrel? —dijo Francisca—. En la tercera fila a la izquierda. Saltrel ya está tosiendo, toma impulso; Castier espera que se levante el telón para sacar su escupidera; sabes que se pasea siempre con una escupidera, una cajita muy linda.
Isabel lanzó una mirada sobre los críticos, pero no tenía ánimos para divertirse. Evidentemente, Francisca estaba ocupada por completo por el éxito de la obra; era natural, no se podía esperar ningún auxilio de ella.
La araña se apagó y tres golpes metálicos resonaron en medio del silencio.
Isabel sintió que se ablandaba. Si por lo menos el espectáculo pudiera apoderarse de mí, pensó; pero lo conocía de memoria. El decorado era bonito, los trajes también; estoy segura de que yo lo haría por lo menos igualmente bien, pero Pedro es como los padres, nunca toma en serio a la gente de la familia, tendría que ver mis dibujos sin saber que son míos. No tengo posición social; es gracioso, siempre hay que deslumbrarlos. Si Pedro no me tratara como a una hermanita desdeñable, yo le parecería a Claudio alguien importante y peligroso.
—Calpurnia, cuide de colocarse al paso de Antonio…
Pedro, en Julio César, tenía verdaderamente un aspecto formidable; había mil cosas que pensar de su trabajo.
—Es el actor más grande de la época —se dijo Isabel.
Guimiot entraba en el escenario corriendo, y ella le miró con un poco de aprensión: dos veces en el curso de los ensayos había hecho caer el busto de César; cruzó fogosamente la escena y dio vuelta alrededor del busto sin engancharlo; llevaba un látigo en la mano, estaba casi desnudo, no tenía más que un paño de seda atado alrededor de las caderas.
Está bien formado, se dijo Isabel sin conseguir emocionarse; era agradabilísimo hacer el amor con él, pero después no se le recordaba más; era liviano como pechuga de pollo; Claudio…
Estoy agotada, pensó. Ya no puedo prestar atención.
Se esforzó por mirar la escena. Canzetti estaba bonita con ese espeso flequillo sobre la frente. Guimiot pretende que Pedro ya no se ocupa mucho de ella y que ella anda detrás de Tedesco; no lo sé, nunca me dicen nada. Examina a Francisca, su rostro no había cambiado desde que se alzó el telón; sus ojos estaban fijos en Pedro. ¡Qué duro era su perfil! Habría que verla en la ternura, en el amor, pero a lo mejor era capaz de conservar su aire olímpico. Tenía suerte de poder absorberse así en el instante presente; todas esas personas tenían suerte. Isabel se sintió perdida en medio de ese público dócil que se dejaba llenar de imágenes y de palabras; en ella nada penetraba, el espectáculo no existía, no había sino minutos que se desgranaban lentamente; el día había transcurrido a la espera de esas horas, y esas horas transcurrían en el vacío, ya no eran, a su vez, más que una espera. Cuando Claudio estuviera frente a ella, Isabel sabía que aún esperaría, esperaría la promesa, la amenaza que matizaría de esperanza o de horror la espera de mañana; era una carrera sin meta, estaba indefinidamente lanzada hacia el porvenir; en cuanto se convertía en presente había que huir; mientras Susana continuara siendo la mujer de Claudio, el presente sería inaceptable.
Los aplausos restallaron. Francisca se levantó, tenía los pómulos levemente rosados.
—Tedesco no fracasó, todo ha pasado —dijo con agitación—; voy a ver a Pedro; por favor, es mejor que vengas en el próximo entreacto; en este tenemos muchísima prisa.
Isabel también se levantó.
—Podríamos ir a los pasillos —le dijo a Javiera—. Oiremos los comentarios de la gente, es divertido.
Javiera la siguió dócilmente. ¿Qué podría decirle?, se preguntó Isabel. No encontraba nada simpático.
—¿Un cigarrillo?
—Gracias —dijo Javiera. Isabel le dio fuego.
—¿Le gusta la obra?
—Me gusta —dijo Javiera.
¡Con qué calor la había defendido Pedro el otro día! Siempre estaba dispuesto a creer en una extraña; pero esta vez no tenía buen gusto.
—¿Le gustaría trabajar en el teatro? —preguntó Isabel.
Buscaba la pregunta crucial, la pregunta que arrancaría a Javiera una respuesta según la cual se la pudiera clasificar definitivamente.
—Nunca lo he pensado —dijo Javiera.
Sin duda, cuando hablaba con Francisca, empleaba otro tono y otro rostro; pero nunca los amigos de Francisca se mostraban ante Isabel tales como eran.
—¿Qué es lo que le interesa en la vida? —dijo Isabel a quemarropa.
—Todo me interesa —respondió Javiera con cortesía. Isabel se preguntó si Francisca le había hablado de ella. ¿Qué decían de ella a sus espaldas?
—¿No tiene preferencias?
—No creo —dijo Javiera.
Aspiraba el humo de su cigarrillo con aire aplicado. Había guardado bien su secreto; todos los secretos de Francisca estaban bien guardados. En el otro extremo del pasillo, Claudio le sonreía a Susana; había en su rostro una ternura servil.
La misma sonrisa que conmigo, pensó Isabel, y un odio violento se le subió al corazón. Sin dulzura, le hablaría sin dulzura. Apoyaría la cabeza sobre los almohadones y se echaría a reír con una risa áspera.
Repercutió la llamada de la campanilla; Isabel se miró en un espejo, vio su pelo rojizo, su boca amarga; había en ella algo amargo y fulgurante; su resolución estaba tomada, esa noche sería decisiva. Tan pronto estaba harto de Susana, tan pronto estaba lleno de una piedad idiota, no terminaba de desprenderse de ella. La sala quedó a oscuras; una imagen cruzó por la mente de Isabel, un revólver, un puñal, un frasco con una calavera; matar. ¿A Claudio? ¿A Susana? ¿A mí? Poco importaba, ese sombrío deseo de asesinato hinchaba poderosamente el corazón.
Suspiró, ya no estaba en la edad de las locas violencias, sería demasiado fácil. No.
Lo que hacía falta era tenerle algún tiempo a distancia, a distancia sus labios, su aliento, sus manos; los deseaba tanto, se ahogaba de deseo. Allá, en la escena, asesinaban a César; Pedro corría titubeando a través del Senado; y a mí me están asesinando de verdad, pensó desesperada. Era insultante toda esa vana agitación en medio de sus decorados de cartón, mientras ella sudaba su agonía en su carne, con su sangre, sin esperanza de resurrección.
Por más que Isabel paseara largo rato por el bulevar Montparnasse, no serían más que las doce y veinticinco cuando entró en el Pôle Nord; nunca conseguía llegar deliberadamente con retraso; y, sin embargo, estaba segura de que Claudio no sería puntual; Susana lo retenía a propósito junto a ella y contaba cada minuto como una pequeña victoria. Isabel encendió un cigarrillo; no tenía tantas ganas de que Claudio estuviera allí, pero la idea de su presencia en otra parte era insoportable.
Sintió que se le encogía el corazón. Cada vez era lo mismo; cuando le veía aparecer en carne y hueso, se sentía presa de angustia. Él estaba allí, tenía la felicidad de Isabel entre sus manos y avanzaba con indiferencia, sin sospechar que cada uno de sus gestos era una amenaza.
—Estoy tan contento de verte —dijo Claudio—. ¡Por fin una larga noche para nosotros! —Sonreía solícito—. ¿Qué estás tomando? ¿Es aquavita? Conozco esa cosa, es infecta. A mí deme gin fizz.
—Estás contento, pero no abusas de tus placeres —observó Isabel—. Ya es la una.
—Una menos siete, querida.
—La una menos siete, si quieres —admitió ella encogiéndose levemente de hombros.
—Bien sabes que no es mi culpa —dijo Claudio.
—Naturalmente —asintió Isabel. Claudio se ensombreció.
—Por favor, chiquitilla, no pongas esa cara fea. Susana me despidió con una cara siniestra; si tú también te pones a rabiar, es el fin de todo. Me alegraba tanto volver a encontrarme con tu linda sonrisa.
—No sonrío todo el tiempo —dijo Isabel, herida. Claudio era a veces de una inconsciencia que anonadaba.
—Es una lástima, te sienta tan bien —dijo Claudio; encendió un cigarrillo y miró a su alrededor con benevolencia—. No se está mal aquí, es un poquito triste este lugar, ¿no te parece?
—Ya me dijiste eso el otro día. Por una vez que te veo, prefiero que no haya una muchedumbre a nuestro alrededor.
—No seas mala —dijo Claudio; colocó su mano sobre la mano de Isabel, pero parecía fastidiado; ella retiró su mano al cabo de un segundo; era un comienzo inhábil; una gran explicación no debía empezar con triquiñuelas mezquinas.
—En conjunto fue un éxito —dijo Claudio—, pero no conseguí que ni por un minuto se apoderara de mí. Me parece que Labrousse no sabe exactamente lo que quiere, vacila entre una estilización total y un puro y simple realismo.
—Precisamente lo que quiere es ese matiz de transposición —dijo Isabel.
—Pero no, no es un matiz especial —dijo Claudio en tono cortante—, es una seguidilla de contradicciones. El asesinato de César se parecía a un ballet fúnebre, y cuando Bruto velaba bajo la tienda uno se sentía retroceder hasta los tiempos del teatro libre.
Claudio equivocaba la dirección, Isabel no le permitía resolver así los problemas; se sintió satisfecha porque la respuesta acudió fácilmente a sus labios.
—Eso depende de las situaciones —dijo con viveza—. Un asesinato exige ser transpuesto, de lo contrario se cae en un estilo grand guignol, y una escena fantástica debe ser dada en la forma más realista posible, por contraste; es bien evidente.
—Es lo que yo digo, no hay ninguna unidad; la estética de Labrousse es apenas un cierto oportunismo.
—En absoluto —negó Isabel—; evidentemente se basa en el texto; eres asombroso, otras veces le reprochas que tome la mise en scène como un fin en sí mismo, decídete.
—Es él quien no se decide —dijo Claudio—, hasta me gustaría que realizara su famoso proyecto de exhibir una obra él mismo; quizás entonces supiéramos a qué atenernos.
—Tengo curiosidad de ver eso. Sinceramente, sabes, admiro mucho a Labrousse, pero no le comprendo.
—Sin embargo, es fácil —dijo Isabel.
—Me gustaría que me lo explicaras —dijo Claudio.
Isabel golpeó largamente un cigarrillo contra la mesa; la estética de Pedro no tenía misterio para ella, hasta se inspiraba en ella para su pintura, pero las palabras le faltaban. Volvió a ver ese cuadro del Tintoretto que a Pedro le gustaba tanto, le había explicado muchas cosas sobre las actitudes de los personajes, no se acordaba exactamente qué; pensó en dibujos de Durero, en una función de títeres, en los ballets rusos, en viejas películas mudas, la idea estaba ahí, conocida, evidente, era muy mortificante.
—Evidentemente no es muy sencillo pegarle un rótulo: realismo, impresionismo, verismo; si eso es lo que tú quieres —dijo.
—¿Por qué eres gratuitamente hiriente? —le reprochó Claudio—. No estoy acostumbrado a ese vocabulario.
—Perdón, fuiste tú quien pronunció las palabras de estilización, de oportunismo; pero no te defiendas; tiene mucha gracia ese cuidado tuyo de no hablar como un profesor.
Claudio temía por encima de todo delatar al universitario; había que ser justo, nadie parecía menos académico que él.
—Te juro que por ese lado no me siento en peligro —dijo secamente—. Eres tú quien trae a las conversaciones una especie de pesadez alemana.
—Pesadez… —dijo Isabel—. Ya lo sé, me tachas de pedante cada vez que te contradigo. Eres fantástico; no puedes soportar la contradicción; lo que entiendes por colaboración intelectual es una aprobación ciega de todas tus opiniones; pídele eso a Susana, pero no a mí; tengo la desgracia de tener un cerebro y de pretender usarlo.
—¡Ya está! En seguida la vehemencia —subrayó Claudio. Isabel se dominó; era odioso; siempre encontraba la manera de echarle a ella la culpa.
—Tal vez sea vehemente —dijo con una tranquilidad aplastante—, pero tú no te oyes hablar. Parece que te dirijas a tus alumnos.
—No vamos a pelear de nuevo —dijo Claudio conciliador.
Ella le miró con rencor; esa noche estaba totalmente resuelto a llenarla de felicidad, se sentía tierno y encantador y generoso; ya iba a ver. Tosió para aclararse la voz.
—Francamente, Claudio, ¿te parece que la experiencia de este mes ha sido feliz?
—¿Qué experiencia? —preguntó.
Una oleada de sangre subió a las mejillas de Isabel y su voz tembló un poco.
—Si hemos continuado nuestras relaciones después de la explicación del mes pasado, era a título de experiencia, ¿lo has olvidado?
—Ah… sí… —dijo Claudio.
No había tomado en serio la idea de una ruptura; naturalmente ella había perdido todo acostándose con él aquella misma noche. Se quedó un momento desconcertada.
—Y bien, creo que llego a la conclusión de que la situación es imposible —dijo.
—¿Imposible? ¿Por qué bruscamente imposible? ¿Qué ha pasado de nuevo?
—Precisamente, nada —dijo Isabel.
—Entonces, explícate; no comprendo.
Ella vaciló; evidentemente, él nunca había hablado de separarse un día de su mujer, nunca había prometido nada, en un sentido era inatacable.
—¿Verdaderamente estás contento así? —dijo Isabel—. Yo colocaba nuestro amor más alto. ¿Qué intimidad tenemos? Nos vemos en los restaurantes, en los bares o en la cama. Son encuentros; yo quería una vida en común contigo.
—Estás delirando, querida —dijo Claudio—. ¿Que no hay intimidad entre nosotros? Pero si no hay uno solo de mis pensamientos que no comparta contigo; me comprendes tan maravillosamente.
—Sí, tengo lo mejor de ti mismo —dijo Isabel bruscamente—. En el fondo, mira, debimos habernos limitado a lo que tú llamabas hace dos años una amistad ideológica; mi error fue quererte.
—Pero yo te quiero —dijo Claudio.
—Sí —asintió ella. Era irritante, no se le podía hacer ningún reproche preciso, o entonces había que caer en los reproches mezquinos.
—¿Entonces? —dijo Claudio.
—Entonces, nada —dijo Isabel. Había puesto una tristeza infinita en esas dos palabras, pero Claudio no quiso advertirlo; lanzó a su alrededor una mirada sonriente; estaba aliviado y ya dispuesto a cambiar de tema cuando ella se apresuró a agregar:
—Eres tan simple en el fondo; nunca te has dado cuenta de que yo no era feliz.
—Te atormentas porque quieres —dijo Claudio.
—Quizá te quiero demasiado —dijo Isabel soñadora—. Quise darte más de lo que podías recibir. Y si uno es sincero, dar es una manera de exigir. Todo es culpa mía, creo.
—No vamos a volver a poner nuestro amor sobre el tapete cada vez que nos vemos —dijo Claudio—. Estas conversaciones me parecen francamente ociosas.
Isabel lo miró con rabia; él ni siquiera era capaz de sentir esa lucidez patética que la hacía en ese momento tan conmovedora; ¿de qué servía eso? Bruscamente se sintió de nuevo cínica y dura.
—No tengas miedo; no volveremos a poner nuestro amor sobre el tapete —dijo—. Eso es precisamente lo que quería decirte; en adelante nuestras relaciones se mantendrán en otro plano.
—¿Qué plano? ¿En qué plano están? —Claudio parecía muy fastidiado.
—Sólo puedo tener contigo una amistad tranquila —dijo ella—. Yo también estoy cansada de estas complicaciones. Pero no creía poder dejar de quererte.
—¿Has dejado de quererme? —dijo Claudio incrédulo.
—¿Te parece verdaderamente tan extraordinario? —preguntó Isabel—. Compréndeme, siempre te querré mucho; pero ya no esperaré nada de ti y, por mi parte, recobraré mi libertad. ¿No es mejor así?
—Estás divagando —dijo Claudio. El rostro de Isabel se puso rojo.
—¡Pero eres increíble! ¡Te digo que ya no estoy enamorada de ti! Un sentimiento puede cambiar; ni siquiera te diste cuenta de que yo había cambiado.
Claudio la miró con perplejidad.
—¿Cuándo dejaste de quererme? Decías hace un rato que me querías demasiado.
—Te he querido demasiado antes. —Vaciló—. No sé muy bien cómo he llegado a esto, pero es un hecho; ya no es como antes. Por ejemplo… —agregó muy rápido con una voz un poco ahogada—: Antes nunca hubiera podido acostarme con otro que contigo.
—¿Te acuestas con un tipo?
—¿Te fastidia?
—¿Quién es? —inquirió Claudio con curiosidad.
—No vale la pena, no me crees.
—Si fuera verdad, habrías sido bastante leal para advertirme —dijo él.
—Es lo que estoy haciendo —dijo Isabel—. Te advierto. ¡No pretenderás que fuera a consultarte!
—¿Quién es? —repitió Claudio.
El rostro se le había alterado e Isabel, de pronto, tuvo miedo; si él sufría, ella también iba a sufrir.
—Guimiot —dijo con voz insegura—. Sabes, el corredor desnudo del primer acto.
Estaba dicho; era irreparable; por más que negara, Claudio no creería en sus desmentidos. Ni siquiera tenía tiempo para reflexionar; tenía que ir hacia adelante, a ciegas; en la sombra algo horrible la amenazaba.
—No tienes mal gusto —dijo Claudio—. ¿Cuándo lo conociste?
—Hace unos diez días. Se enamoró locamente de mí.
El rostro de Claudio continuaba impenetrable. A menudo se había mostrado suspicaz y celoso, pero no lo había confesado nunca. Se haría cortar en pedazos antes de formular un reproche; no era tranquilizador.
—Después de todo es una solución —observó—. A menudo he pensado que era una lástima para un artista limitarse a una sola mujer.
—Ganarás pronto el tiempo perdido —dijo Isabel—. Mira la Chanaux, esa chiquilla, no pide otra cosa que caer en tus brazos.
—La Chanaux. —Claudio hizo una mueca—. Me gustaría más Juana Harbley.
—Se defiende —dijo Isabel.
Apretó el pañuelo entre sus manos húmedas; ahora conocía el peligro y era demasiado tarde, ya no había manera de retroceder. Sólo había pensado en Susana; estaban todas las demás mujeres, mujeres jóvenes y bellas que querían a Claudio y que sabrían hacerse querer.
—¿No crees que tendría posibilidades? —dijo Claudio.
—Sin duda no le disgustas.
Era una locura, estaba haciéndose la fuerte y cada palabra que decía la hundía más adentro. Si al menos pudieran abandonar ese tono de bromas. Tragó saliva y dijo con esfuerzo:
—No querría que pensaras que no fui franca, Claudio. Él la miró con fijeza; ella se ruborizó, ya no sabía cómo seguir.
—Fue una verdadera sorpresa; siempre pensé decírtelo.
Si seguía mirándola así, iba a echarse a llorar, no debía hacerlo a ningún precio, sería una cobardía, no debía luchar con armas de mujer. Sin embargo, eso simplificaría todo; él pondría un brazo alrededor de sus hombros, ella se desmoronaría contra él y la pesadilla acabaría.
—Me has mentido durante diez días —dijo Claudio—. Yo no hubiera soportado mentirte una hora. Colocaba lo nuestro tan alto.
Había hablado con una triste dignidad de justiciero e Isabel tuvo un gesto de rebelión.
—Pero no fuiste leal conmigo —dijo—. Me prometiste lo mejor de tu vida y nunca te tuve para mí. No dejaste de pertenecer a Susana.
—No vas a reprocharme que haya sido correcto con Susana —dijo Claudio—. La piedad, la gratitud únicamente me dictaron mi conducta hacia ella, bien lo sabes.
—No sé nada. Sé que no la dejarías por mí.
—Eso nunca se planteó —dijo Claudio.
—¿Y si yo lo planteara?
—El momento que elegirías sería un poco raro —observó con dureza.
Isabel calló; nunca hubiera debido hablar de Susana; ya no tenía ningún dominio sobre sí misma; él se aprovechaba; ella le veía al desnudo, débil, egoísta, interesado, lleno de amor propio mezquino; conocía sus culpas y con una mala fe implacable quería imponer una imagen de él sin defectos; era incapaz del menor impulso generoso o sincero: le aborrecía.
—Susana es útil para tu carrera —dijo—. Tu obra, tu pensamiento, tu carrera.
Nunca has pensado en mí.
—Qué bajeza —dijo Claudio—. ¿Soy un advenedizo yo? Si crees eso, ¿cómo has podido quererme alguna vez?
Se oyó una carcajada y sobre las losas negras sonó un ruido de pasos.
Francisca y Pedro le daban el brazo a Javiera y los tres parecían alegres.
—¡Qué pequeño es el mundo! —comentó Francisca.
—Es un lugar simpático —dijo Isabel. Hubiera querido ocultar su rostro; le parecía que su piel estaba tensa, a punto de resquebrajarse, y tirante bajo los ojos, alrededor de la boca y en el interior, la carne estaba toda hinchada—. ¿Entonces echaron a los importantes?
—Sí, salimos más o menos bien del paso —dijo Francisca.
¿Por qué Gerbert no estaba con ellos? ¿Pedro desconfiaba de su encanto? ¿O Francisca temía el encanto de Javiera? Javiera sonreía sin decir nada, con un aire angelical y cerrado.
—El éxito es seguro —dijo Claudio—. La crítica será sin duda severa, pero el público ha reaccionado admirablemente.
—Salió bastante bien —dijo Pedro. Sonrió cordialmente—. Tendremos que vernos un día de estos, ahora vamos a tener un poco más de tiempo.
—Sí, quiero hablarle de varias cosas —dijo Claudio.
De pronto, Isabel tuvo una visión de dolor; vio su estudio vacío donde ya no esperaría ninguna llamada de teléfono, su casillero vacío en la portería, el restaurante vacío, las calles vacías. Era imposible, no quería perderle; débil, egoísta, detestable, no tenía importancia, necesitaba de él para vivir; aceptaría cualquier cosa por conservarle.
—No, no haga ningún trámite con Berger antes de haber tenido la respuesta de Nanteuil —decía Pedro—, sería poco político. Pero estoy seguro de que le interesará mucho.
—Llame por teléfono una de estas tardes —dijo Francisca—. Quedaremos para vernos.
Desaparecieron en el fondo de la sala.
—Pongámonos aquí, parece una capillita —dijo Javiera. Esa voz demasiado suave crispaba los nervios como el crujido de la uña sobre la seda.
—Es guapa la chiquilla —dijo Claudio—. ¿Es el nuevo amor de Labrousse?
—Supongo. Para él, que detesta tanto hacerse notar, hicieron una entrada más bien ruidosa.
Hubo un silencio.
—No nos quedemos aquí —propuso Isabel nerviosamente—. Es odioso sentirles a nuestra espalda.
—No se ocupan de nosotros —dijo Claudio.
—Toda esa gente es odiosa —repitió Isabel. Su voz se quebró; las lágrimas subían, ya no podía retenerlas mucho tiempo—. Vamos a casa —insistió.
—Como quieras —dijo Claudio. Llamó al camarero e Isabel se puso el abrigo ante el espejo. Su rostro estaba descompuesto. En el fondo del espejo les vio; Javiera hablaba; hacía gestos con las manos y Francisca y Pedro la miraban con aire encantado. Era demasiada ligereza; podían desperdiciar su tiempo con cualquier idiota y frente a Isabel eran ciegos y sordos. Si hubieran aceptado introducirla con Claudio en su intimidad, si hubieran aceptado Partición… Era culpa de ellos. La desesperación sacudía a Isabel de pies a cabeza, se ahogaba. Eran felices, reían, ¿serían felices así eternamente, con esa perfección aplastante? ¿Un día no bajarían ellos también hasta el fondo de ese infierno sórdido? Esperar temblando, pedir socorro en vano, suplicar, estar solo en las nostalgias, la angustia y un asco infinito de sí mismo. Tan seguros de ellos, tan orgullosos, tan invulnerables. ¿No se encontraría alguna manera de hacerles daño si se les espiaba bien?
En silencio, Isabel subió al coche de Claudio; no cambiaron una palabra hasta llegar a la puerta.
—No creo que nos quede nada que decirnos —dijo Claudio cuando hubo detenido el coche.
—No podemos separarnos así —dijo Isabel—. Sube un minuto.
—¿Para qué? —preguntó Claudio.
—Sube. No nos hemos explicado —dijo Isabel.
—Ya no me quieres, piensas de mí cosas hirientes, no hay nada que explicar —objetó Claudio.
Era simplemente una extorsión, pero no era posible dejarle ir, ¿cuándo volvería?
—Te quiero, Claudio —dijo Isabel. Esas palabras le llenaron los ojos de lágrimas; él la siguió. Ella subió la escalera sollozando, sin contenerse; titubeaba un poco, pero él no le dio el brazo. Cuando hubieron entrado en el estudio, Claudio se puso a caminar de una punta a la otra con aire sombrío.
—Eres libre de no quererme —dijo—, pero había entre nosotros algo más que amor y eso debías tratar de salvarlo. —Echó una mirada al diván—. ¿Te acostaste aquí con ese tipo?
Isabel se había dejado caer sobre un sillón.
—No creía que te importara, Claudio —explicó—, no quiero perderte por un lío semejante.
—No estoy celoso de un actorzuelo de mala muerte —dijo Claudio—, no estoy enojado de que me lo hayas dicho, debiste decírmelo antes. Y además, esta noche me has dicho cosas que hacen que hasta la amistad sea imposible entre nosotros.
Celoso, estaba bajamente celoso; ella le había herido en su orgullo de macho y él quería torturarla. Ella se daba cuenta, pero eso no cambiaba nada, esa voz cortante la torturaba.
—No quiero perderte —murmuró, y se puso a sollozar francamente.
Observar las reglas, jugar el juego con lealtad, era idiota, nadie lo agradecía.
Uno creía que un día se revelarían todos los dolores ocultos y todas las delicadezas y las luchas interiores y que él quedaría confundido de admiración y de remordimientos; pero no, todo era en vano.
—Sabes que no puedo más —dijo Claudio—, atravieso una crisis moral e intelectual que me agota, no tenía más apoyo que tú, y es el momento que has elegido.
—Eres injusto, Claudio —quejóse ella débilmente. Sus sollozos aumentaron; era una fuerza que la arrastraba con tanta violencia, que la dignidad, la vergüenza ya no eran sino palabras fútiles, se podía decir cualquier cosa—. Te quería demasiado, Claudio —dijo—, porque te quería demasiado quise liberarme de ti. —Ocultó el rostro entre las manos; esa confesión apasionada llamaba a Claudio junto a ella; que la tomara en sus brazos, que todo quedara borrado; ella no se quejaría nunca más.
Alzó la cabeza, él estaba apoyado contra la pared, la comisura de sus labios temblaba nerviosamente.
—Dime algo —dijo ella. Él miraba el diván con aire perverso, era fácil adivinar lo que veía. Ella no debió traerle aquí, las imágenes estaban demasiado presentes.
—Deja de llorar —dijo—, si te has entregado a ese invertido es porque tuviste ganas; sin duda encontraste lo que buscabas.
Isabel se detuvo sofocada; le parecía haber recibido un puñetazo en medio del pecho. No podía soportar la grosería, era una cosa física.
—Te prohíbo hablarme en ese tono —acotó con violencia.
—Lo haré en el tono que se me antoje —dijo Claudio alzando la voz—. Me parece formidable que vengas ahora a hacerte la víctima.
—No grites —dijo Isabel; temblaba, le parecía oír a su abuelo cuando las venas de la frente se le ponían enormes y violetas—. No soportaré que grites.
Claudio dio un puntapié a la chimenea.
—¿Querrías que te tomara las manos?
—No grites —dijo Isabel con voz más sorda: sus dientes empezaban a castañetear, el ataque de nervios se acercaba.
—No grito, me voy. —Antes de que ella hubiera hecho un gesto, estaba afuera.
Isabel se precipitó al descansillo.
—Claudio —llamó—, Claudio.
No volvió la cabeza, lo vio desaparecer y la cancela se cerró. Ella entró en el estudio y empezó a desvestirse; ya no temblaba. Su cabeza estaba toda hinchada de agua y de noche; se hacía enorme y tan pesada que la arrastraba hacia el abismo; el sueño o la muerte o la locura, un abismo sin fondo donde iba a perderse para siempre. Se dejó caer sobre la cama.
Cuando Isabel abrió los ojos, el cuarto estaba lleno de luz; tenía en la boca un gusto amargo; no se movió. En el ardor de sus párpados, en el tímido zumbido de sus sienes, asomaba un sufrimiento, pero todavía nublado por la fiebre y el sueño; si por lo menos consiguiera volver a dormirse hasta el día siguiente. No resolver nada, no pensar. ¿Cuánto tiempo iba a permanecer hundida en ese entorpecimiento clemente? Hacerse la muerta; pero ya hacía falta un esfuerzo para contraer los párpados y no ver nada; se enrolló más estrechamente entre las sábanas tibias, de nuevo se deslizaba hacia el olvido, cuando sonó un campanillazo.
Saltó de la cama y su corazón se puso a latir con violencia. ¿Ya era Claudio?
¿Qué iba a decir ella? Lanzó una mirada al espejo, no tenía un aspecto demasiado estragado, pero le faltaba tiempo para elegir su actitud. Por un instante tuvo ganas de no abrir, él la creería muerta o desaparecida, tendría miedo; aguzó el oído. No se oía ni un soplo del otro lado de la puerta; quizá él ya había girado sobre sí mismo, lentamente; bajaba la escalera; ella iba a quedarse sola, despierta y sola.
Se precipitó sobre la puerta y la abrió. Era Guimiot.
—¿Molesto? —preguntó con una sonrisa.
—No, entre —dijo Isabel. Lo miraba con una especie de horror.
—¿Qué hora es?
—Las doce, creo. ¿Dormía?
—Sí —Isabel estiró las mantas y palmoteo la cama; a pesar de todo era mejor que alguien estuviera ahí—. Déme un cigarrillo —dijo—, y siéntese.
La ponía nerviosa verlo pasearse como un gato entre los muebles; le gustaba jugar con su cuerpo, caminaba con movimientos ágiles y felinos, tenía ademanes graciosos y abusaba de ellos.
—Vengo de paso, no quiero molestarla —dijo. También abusaba de su sonrisa, una leve sonrisa que le plegaba los ojos—. Es una lástima que no pudiera venir anoche, tomamos champaña hasta las cinco de la mañana. Mis amigos me dijeron que yo había causado sensación. ¿Qué pensó Labrousse?
—Estaba muy bien —dijo Isabel.
—Parece que Roseland quiere conocerme. Dijo que tenía una cara muy interesante. Pronto va a estrenar una nueva obra.
—¿Le parece que es su cara lo que le interesa? —preguntó Isabel. Roseland no ocultaba sus costumbres.
Guimiot acarició uno tras otro sus labios húmedos; sus labios, sus ojos de un azul líquido, todo su rostro evocaba una primavera húmeda.
—¿Acaso mi cara no es interesante? —dijo con coquetería. Un invertido con alma de gigoló, eso era Guimiot.
—¿No hay algo que comer por aquí?
—Vaya a ver a la cocina —dijo Isabel. La comida, el techo y el resto, pensó con dureza. Siempre sacaba algo de sus visitas: una comida, una corbata, un poco de dinero que pedía prestado y nunca devolvía. Hoy eso no la hacía sonreír.
—¿Quiere huevos pasados por agua? —gritó Guimiot.
—No, no quiero nada. —De la cocina llegaba un ruido de agua, de cacerolas y de vajilla. Ni siquiera tenía valor para echarlo; cuando se hubiera ido, habría que pensar.
—Encontré un poco de vino —dijo Guimiot; colocó en una punta de la mesa un plato, un vaso y un cubierto—. No hay pan, pero haré los huevos pasados por agua; los huevos pasados por agua se pueden comer sin pan, ¿no es cierto?
Se sentó sobre la mesa y empezó a balancear las piernas.
—Mis amigos dijeron que era una lástima que yo tuviera un papel tan insignificante. ¿Usted no cree que Labrousse podría confiarme por lo menos una suplencia?
—Le hablé de eso a Francisca Miquel —dijo Isabel. Su cigarrillo tenía un gusto amargo y la cabeza le dolía. Parecía el despertar de una borrachera.
—¿Qué contestó?
—Que ya verían.
—La gente siempre dice que ya verá —afirmó Guimiot con aire sentencioso—. Es difícil la vida. —Dio un salto hasta la puerta de la cocina—. Creo que oigo hervir el agua.
Anduvo detrás de mí porque yo era la hermana de Labrousse, pensó Isabel; no era una cosa nueva, lo había sabido durante esos diez días; pero ahora se lo decía con palabras; agregó: No me importa. Le miró sin simpatía colocar la cacerola sobre la mesa y abrir un huevo con movimientos medidos.
—Una señora gorda, muy vieja y muy elegante quiso llevarme anoche en coche a mi casa.
—¿Una rubia con un montón de bucles? —dijo Isabel.
—Sí. Yo no quise a causa de mis amigos. Parecía conocer a Labrousse.
—Es tía nuestra —dijo Isabel—. ¿Adónde fue a cenar con sus amigos?
—Al Topsy, y después me llevaron a Montparnasse. Encontramos en el mostrador del Dôme al regidor que estaba completamente borracho.
—¿Gerbert? ¿Con quién estaba?
—Con Tedesco y esa chica Canzetti y Sazelat y otro más. Creo que Canzetti se fue con Tedesco. —Rompió otro huevo—. ¿Le gustan los hombres al regidor?
—No, que yo sepa —dijo Isabel—. Si le hizo insinuaciones fue porque estaba completamente borracho.
—No me hizo insinuaciones —dijo Guimiot con aire disgustado—. Mis amigos le encontraban tan buen mozo. —Le sonrió a Isabel con una intimidad repentina—. ¿Por qué no comes?
—No tengo hambre —dijo Isabel. No podía durar mucho tiempo, pronto iba a sufrir, lo sentía.
—Es bonito esto —dijo Guimiot rozando con mano femenina la seda del pijama; la mano se hizo suavemente insistente.
—No, deja —dijo Isabel con fatiga.
—¿Por qué? ¿Ya no te gusta? —preguntó Guimiot. El tono sugería una complicidad crapulosa, pero Isabel no insistió más; él la besaba en la nuca, detrás de la oreja, con unos besitos extraños, como si pastara. Siempre retardaría el momento en que habría que pensar.
—Qué fría estás —dijo con una especie de suspicacia; la mano se había deslizado bajo la tela y con los ojos entreabiertos la espiaba. Isabel abandonó su boca y cerró los ojos, no podía soportar esa mirada, una mirada de profesional; esos dedos expertos que sembraban sobre su cuerpo una lluvia de caricias aterciopeladas; sentía de pronto que eran dedos de especialista cuya ciencia era tan precisa como la de un masajista, un peluquero, un dentista; Guimiot cumplía a conciencia su trabajo de macho, ¿cómo podía ella aceptar esa complacencia irónica?
Hizo un movimiento para desprenderse, pero ya todo era tan pesado en ella y tan blando, que antes de haberse enderezado sintió el cuerpo desnudo de Guimiot contra el suyo. Esto también formaba parte de su oficio, esa soltura para desvestirse. Era un cuerpo fluido y tierno que se amoldaba demasiado fácilmente a su cuerpo. Los besos pesados, los duros abrazos de Claudio… Ella entreabrió los ojos. El placer arrugaba la boca de Guimiot y le daba ojos oblicuos; ahora sólo pensaba en sí mismo con una avidez de aprovechador. Ella volvió a cerrar los ojos, una humillación abrasadora la devoraba. No veía el momento de que eso acabara.
Con un ademán mimoso Guimiot colocó su mejilla contra el hombro de Isabel.
Ella apoyó su cabeza contra la almohada. Pero sabía que no volvería a dormirse.
Ahora ya estaba, no había más remedio; no se podía evitar sufrir.