VI
—En ninguna parte se toma un café tan bueno como aquí —dijo Francisca, colocando su taza sobre el plato. La señora de Miquel sonrió.
—Evidentemente, no es el que te sirven en tus restaurantes de precio fijo.
Hojeaba una revista de modas y Francisca fue a sentarse sobre el brazo de su sillón. El señor Miquel leía Le Temps junto a la chimenea donde ardía un fuego de leños. Las cosas no habían cambiado nada en veinte años, era oprimente. Cuando Francisca estaba en ese apartamento, le parecía que todos esos años no la habían conducido a ninguna parte: el tiempo se extendía a su alrededor en un charco estancado y dulzón. Vivir era envejecer, nada más.
—Habló verdaderamente bien Daladier —dijo el señor Miquel—. Muy firme, muy digno, no cederá ni una pulgada.
—Dicen que personalmente Bonnet estaría dispuesto a hacer concesiones —dijo Francisca—. Hay quien pretende que ha iniciado secretamente negociaciones respecto a Djibouti.
—Advierte que las reivindicaciones italianas en sí no tienen nada de exorbitante —dijo el señor Miquel—, pero lo inaceptable es el tono. Uno no puede transigir a ningún precio, después de semejante intimación.
—Me imagino que no declararías una guerra por una cuestión de prestigio —dijo Francisca.
—Tampoco podemos resignarnos a ser una nación de segundo orden, escondida detrás de la línea Maginot.
—No —dijo Francisca—. Es difícil.
Si evitaba las cuestiones de principio, llegaba fácilmente a una especie de entendimiento con sus padres.
—¿Crees que me quedaría bien un vestido como ese? —le preguntó su madre.
—Por supuesto, mamá, eres tan delgada.
Miró el reloj; las dos; Pedro ya estaba sentado ante un mal café; Javiera había llegado tan tarde a la clase las dos primeras veces, que hoy habían resuelto encontrarse en el Dôme una hora antes, a fin de ponerse a trabajar con seguridad en el momento señalado; acaso ella había llegado ya, era tan imprevisible.
—Para las cien representaciones de Julio César necesitaré un vestido de noche —dijo Francisca—. No sé muy bien qué elegir.
—Tenemos tiempo de pensarlo —dijo la señora de Miquel. El señor Miquel bajó el diario.
—¿Cuentas con que habrá cien representaciones?
—Por lo menos, si está lleno todas las noches. Se sacudió y se dirigió hacia el espejo; esa atmósfera era deprimente.
—Debo irme —agregó—. Tengo una cita.
—No me gusta esa moda de salir sin sombrero —dijo la señora de Miquel; palpó el abrigo de Francisca—. ¿Por qué no te compraste algo de piel como yo te dije? No llevas nada encima.
—¿No te gusta este tres cuartos? A mí me parece tan bonito —dijo Francisca.
—Es un abrigo de entretiempo —dijo su madre encogiéndose de hombros—. Me pregunto qué haces con tu dinero.
—¿Cuándo vuelves? —preguntó el señor Miquel—. El miércoles por la noche vendrán Mauricio y su mujer.
—Entonces vendré el jueves por la noche —respondió Francisca—. Prefiero verlos solos.
Bajó lentamente la escalera y se internó en la calle de Médicis. El aire estaba viscoso y mojado; pero ella se sentía mejor fuera que en la tibia biblioteca; el tiempo había reanudado lentamente su marcha: iba a encontrarse con Gerbert, eso daba por lo menos un leve sentido a esos instantes.
Ahora, sin duda, Javiera ha llegado, pensó Francisca con un leve escozor en el corazón. Javiera se habría puesto su vestido azul o su bonita blusa roja con rayas blancas; dos rodetes hechos con esmero encuadraban su rostro y ella sonreía.
¿Cómo era esa sonrisa desconocida? ¿Cómo la miraba Pedro? Francisca se detuvo en el borde de la acera; tenía la penosa impresión de estar desterrada. Por lo general, el centro de París era exactamente el lugar donde ella se encontrara. Hoy todo estaba cambiado. El centro de París era ese café donde Pedro y Javiera estaban sentados, y Francisca erraba por vagos suburbios.
Francisca se sentó junto a un brasero en la terraza del Deux Magots. Aquella noche, Pedro le contaría todo, pero desde hacía un tiempo ya no tenía confianza en las palabras.
—Un café —pidió.
Sintió una angustia; no era un sufrimiento preciso, había que remontarse muy lejos para encontrar un malestar semejante. Un recuerdo volvió a ella. La casa estaba vacía; había cerrado los postigos a causa del sol y estaba oscuro; en el rellano del primer piso, una niña pegada contra la pared retenía su respiración. Era raro encontrarse allí, sola, mientras todo el mundo estaba en el jardín, era raro y daba miedo; los muebles tenían su aspecto de todos los días, pero al mismo tiempo estaban muy cambiados: densos, pesados, secretos; bajo la biblioteca y bajo la consola de mármol, se estancaba una sombra espesa. Uno no tenía ganas de escaparse, pero sentía el corazón oprimido.
La vieja chaqueta estaba colgada del respaldo de una silla. Sin duda Ana la había limpiado con gasolina o la había sacado de la naftalina y la había puesto allí para que se aireara; estaba muy vieja y parecía muy cansada. Estaba vieja y cansada, pero no podía quejarse como se quejaba Francisca cuando se había hecho daño. No podía decirse: «Soy una vieja chaqueta cansada». Era raro; Francisca trató de imaginarse qué sentiría si no pudiera decirse: «Soy Francisca, tengo seis años, estoy en casa de mi abuela», si no pudiera decirse absolutamente nada; cerró los ojos. Es como si uno no existiera y, sin embargo, otras personas vendrían, me verían, hablarían de mí. Abrió los ojos; veía la chaqueta, existía y no se daba cuenta, había en eso algo irritante, que asustaba un poco. ¿De qué le sirve existir si no lo sabe? Reflexionó, quizá hubiera un sistema. Puesto que puedo decir «yo», podría decirlo por él. Era más bien decepcionante; por más que mirara la chaqueta y no viera otra cosa y dijera muy rápidamente: «estoy vieja, estoy cansada», no ocurría nada nuevo; la chaqueta continuaba ahí, indiferente, totalmente extraña, y ella seguía siendo Francisca. Por otra parte, si ella se convirtiera en la chaqueta ya Francisca no sabría nada más. Todo empezó a girar en su cabeza y bajó corriendo al jardín.
Francisca bebió de un sorbo su taza de café, estaba casi frío; no tenía ninguna relación, ¿por qué volvía a pensar en eso? Miró el cielo nublado. Lo que ocurría en ese momento era que el mundo presente estaba fuera de su alcance; no estaba únicamente expatriada de París, estaba expatriada del universo entero. Las personas sentadas en la terraza, las personas sentadas en la calle no pesaban en el suelo, eran sombras; las casas no eran sino un decorado sin relieve, sin profundidad. Y Gerbert que se adelantaba sonriendo no era, a su vez, más que una sombra liviana y encantadora.
—Salud —dijo.
Llevaba su gran abrigo castaño claro, una camisa a cuadritos pardos y amarillos, una corbata amarilla que hacía resaltar su tez cetrina. Se vestía siempre con gracia, Francisca estaba contenta de verle, pero comprendió en seguida que no debía contar con él para que la ayudara a recobrar su lugar en el mundo; sería sólo un amable compañero de exilio.
—¿Vamos de todas maneras al Mercado de las pulgas, a pesar de este tiempo horrible? —preguntó Francisca.
—Es un poco de escarcha; no llueve.
Atravesaron la plaza y bajaron la escalera del metro.
¿De qué voy a hablarle durante todo el día?, pensó Francisca.
Era la primera vez desde hacía bastante tiempo que salía sola con él, y quería ser muy amable para borrar las últimas sombras que hubieran podido dejar en él las explicaciones de Pedro. ¿Pero qué? Ella trabajaba, Pedro también trabajaba.
Una vida de funcionarios, como decía Javiera.
—Creí que nunca conseguiría escaparme —dijo Gerbert—. Había una muchedumbre para almorzar: Miguel y Lermière y los Adelson, toda la crema, como ve; había que oír la conversación: verdaderos fuegos artificiales; era penoso.
Péclard ha hecho una nueva canción contra la guerra para Dominga Oryol; para ser justo no está mal. Pero la verdad es que no se saca gran cosa con canciones.
—Canciones, discursos —dijo Francisca—, nunca se ha hecho tal consumo de palabras.
—En este momento los diarios son formidables —dijo Gerbert, cuyo rostro se iluminó con una carcajada; en él, la indignación siempre tomaba la forma de la hilaridad.
—¡El plato que nos sirven sobre el resarcimiento francés! Y todo eso porque Italia les come un poco menos los hígados que Alemania.
—En realidad, no declararemos la guerra por Djibouti —dijo Francisca.
—Acepto, pero que sea dentro de seis meses o dentro de dos años, el pensar que no habrá más remedio que pasar por ahí no alienta mucho.
—Es lo menos que se puede decir —acotó Francisca.
Junto a Pedro le resultaba más fácil ser despreocupada, viérase lo que se viera. Pero Gerbert la ponía incómoda: no era alegre ser joven en estos tiempos. Lo miró con cierta inquietud. ¿Qué pensaba en el fondo? ¿Sobre él, sobre la vida, sobre el mundo? Nunca revelaba nada íntimo. Dentro de un rato iba a tratar de hablar seriamente con él; por el momento, el ruido del metro hacía difícil la conversación. Ella miro sobre la pared negra del túnel un jirón de cartel amarillo.
Hoy, hasta su curiosidad carecía de convicción. Era un día en blanco, un día para nada.
—¿Sabe que tengo una leve esperanza de filmar en Diluvio? —dijo Gerbert—. Nada más que una silueta, pero ganaría mucho. —Frunció el ceño—. En cuanto tenga unos francos, me compro un coche; de segunda mano hay algunos que no cuestan nada.
—Muy bien hecho —dijo Francisca—, me matará sin duda, pero iré con usted.
Salieron del metro.
—O si no —continuó Gerbert— levantaré un teatro de marionetas con Mullier.
Begramian siempre dice que va a enchufarnos en Imágenes, pero es un falso.
—Son bonitos los títeres.
—Pero tener una sala y un dispositivo propio cuesta un ojo de la cara.
—Ya lo tendrá algún día —dijo Francisca.
Hoy no le divertían los proyectos de Gerbert; hasta se preguntaba por qué generalmente le encontraba a su existencia un encanto discreto. Estaba ahí, salía de un almuerzo aburrido en casa de Péclard, esta noche representaría por vigésima vez el papel del Joven Catón, no tenía nada especialmente enternecedor. Francisca miró a su alrededor; hubiera querido encontrar algo que resonara un poco en su corazón, pero esa larga avenida recta no le decía nada. En los carritos alineados al borde de la acera, no vendían sino mercancías austeras: algodones, medias, jabones.
—Será mejor que vayamos por una de esas callejuelas —dijo.
Aquí los zapatos viejos, los discos, las sedas podridas, las palanganas esmaltadas, las porcelanas cascadas descansaban sobre el suelo fangoso; mujeres morenas vestidas con harapos de colores vivos estaban sentadas contra la empalizada sobre diarios o viejas alfombras. Todo eso tampoco impresionaba.
—Mire —dijo Gerbert—, aquí sin duda encontraremos accesorios.
Francisca miró sin entusiasmo los objetos diversos extendidos a sus pies; evidentemente todos esos objetos sucios habían tenido sus historias; pero lo que uno veía eran pulseras, muñecas rotas, telas desteñidas sobre las cuales no se distinguía ninguna leyenda. Gerbert acarició una bola de cristal dentro de la cual flotaban confetti multicolores.
—Parece una bola para leer el provenir —dijo.
—Es un pisapapeles —dijo Francisca.
La vendedora les espiaba de reojo; era una mujer gorda, pintada, con pelo ondulado; su cuerpo estaba embutido en bufandas de lana y sus piernas envueltas con diarios viejos; ella tampoco tenía historia, ni porvenir, sólo una masa de carne transida. Y las empalizadas, las cabañas de lona, los jardines miserables donde se amontonaba la chatarra, no formaban como de costumbre un universo sórdido y atrayente; todo estaba allí, amontonado en sí mismo, inerte, informe.
—¿Qué es esa historia de hacer una gira? —preguntó Gerbert—. Bernheim habla de ella como si fuéramos a hacerla el año próximo.
—A Bernheim se le metió eso en la cabeza —contestó Francisca—. Evidentemente para él lo único interesante es el dinero, pero Pedro no quiere por nada; el año próximo tendremos otras cosas que hacer.
Saltó un charco de barro. Era exactamente lo mismo que antes en casa de su abuela, cuando había vuelto a cerrar la puerta que daba a la dulzura de la noche y a los perfumes del matorral; había un gran momento del mundo del que se sentía privada para siempre. En otra parte, algo estaba viviendo sin ella y sólo esa cosa contaba. Esta vez no podía decirse: «No sabe que existe, no existe». Sabía, Pedro no perdía una de las sonrisas de Javiera y Javiera recogía con una atención encantada todas las palabras que Pedro le decía; juntos, sus ojos reflejaban el camarín de Pedro, con el retrato de Shakespeare colgado de la pared. ¿Acaso trabajaban? ¿O descansaban hablando del padre de Javiera, de la pajarera llena de pájaros, del olor del establo?
—¿Hizo algo ayer Javiera en el curso de dicción? —preguntó Francisca.
Gerbert se echó a reír.
—Rambert le dijo que repitiera: «El perro de San Roque no tiene rabo porque Ramón Ramírez se lo ha robado». Ella se puso roja y se miró los pies sin articular un sonido.
—¿Usted cree que tiene dotes? —preguntó Francisca.
—Está bien hecha —respondió Gerbert. Tomó a Francisca por el codo.
—Venga a ver —dijo bruscamente; se abrió camino entre la muchedumbre; la gente formaba círculo alrededor de un paraguas abierto que descansaba sobre el suelo embarrado; un nombre extendía naipes sobre un paño negro.
—Doscientos francos —dijo una vieja de pelo gris, que lanzaba alrededor miradas desesperadas—. Doscientos francos. —Le temblaban los labios; alguien la rechazó duramente.
—Son unos ladrones —dijo Francisca.
—Es sabido —dijo Gerbert.
Francisca miró con curiosidad al fullero de manos engañosas que hacía correr con presteza bajo la seda del paraguas tres rectángulos de cartón mugriento.
—Doscientos sobre esta —dijo un hombre, colocando dos billetes sobre una de las cartas; guiñó el ojo maliciosamente: una de las esquinas estaba un poco doblada y se veía el rey de corazón.
—Ganó —dijo el charlatán dando vuelta al rey. Las cartas corrieron de nuevo bajo sus dedos.
—Está aquí, sigan la carta, miren bien, está aquí, aquí, aquí; a doscientos francos el rey de corazón.
—Está aquí; ¿quién pone cien francos conmigo? —dijo un hombre.
—Cien francos, aquí están los cien francos —gritó alguien.
—Ganó —dijo el charlatán arrojando cuatro billetes ajados. Les dejaba ganar a propósito, por supuesto, para tentar al público. Hubiera sido el momento de apostar; no era difícil. Francisca adivinaba el rey constantemente. Era aturdidor seguir las idas y venidas precipitadas de las cartas; resbalaban, saltaban a derecha, a izquierda, al medio, a izquierda.
—Es idiota —dijo Francisca—, se ve siempre.
—Está aquí —dijo el hombre.
—Cuatrocientos francos —dijo el charlatán. El hombre se volvió hacia Francisca.
—No tengo más que doscientos; están aquí; ponga doscientos conmigo —dijo precipitadamente.
A la izquierda, en el medio, a la izquierda, sí, estaba allí. Francisca puso dos billetes sobre la carta.
—Siete de trébol —dijo el trapalón. Tomó los billetes.
—¡Qué tontería! —dijo Francisca.
Estaba absorta como la mujer de hacía un rato; apenas un gesto tan rápido, no era posible que los billetes se hubieran perdido verdaderamente, sin duda, uno podía volver atrás. La próxima vez, teniendo cuidado…
—Venga —dijo Gerbert—, están todos conchabados. Va a perder hasta su último céntimo. Francisca le siguió.
—Sin embargo, sé muy bien que nunca se gana —agregó ella con rabia.
Era el día típico para hacer semejantes tonterías, todo era absurdo: los lugares, la gente, las palabras que se decían. ¡Qué frío hacía! La señora de Miquel tenía razón, ese abrigo era demasiado liviano.
—¿Si fuéramos a tomar una copa? —propuso Francisca.
—Bueno —dijo Gerbert—, vamos a ese gran café cantante.
Caía la noche; la clase había terminado, pero seguramente todavía no se habían separado; ¿dónde estaban? Quizá habían vuelto al Pôle Nord; cuando a Javiera le gustaba un lugar, en seguida se hacía un nido en él. Francisca evocó los bancos de cuero con sus grandes clavos cobrizos y las vidrieras y las pantallas a cuadros rojos y blancos, pero era en vano; los rostros y las voces y el gusto de los cocktails con hidromiel, todo había revestido un sentido misterioso que se habría disipado si Francisca hubiera abierto la puerta. Ambos le habrían sonreído con ternura. Pedro le habría resumido la conversación y ella habría bebido en un vaso con una pajita; pero nunca, ni siquiera por ellos, el secreto de esa entrevista podría ser revelado.
—Es este café —dijo Gerbert.
Era una especie de cobertizo calentado por enormes braseros y lleno de gente; la orquesta acompañaba ruidosamente a un cantor que vestía uniforme de soldado.
—Voy a tomar un coñac —dijo Francisca—. Me hará entrar en calor.
Esa llovizna pegajosa había penetrado hasta el fondo de su alma, se estremeció; no sabía qué hacer con su cuerpo ni con sus pensamientos. Miró a las mujeres en galochas y todas envueltas en gruesas bufandas, que bebían café sobre el cinc de los mostradores. ¿Por qué las bufandas son siempre violetas?, se preguntó. El soldado tenía la cara pintarrajeada de rojo; batía palmas con aire pícaro, aunque aún no había llegado a la estrofa obscena.
—¿Podría pagar en seguida? —dijo el camarero. Francisca mojó los labios en su vaso, un gusto violento de bencina y humedad le llenó la boca. Gerbert bruscamente lanzó una carcajada.
—¿Qué hay? —preguntó Francisca; en ese momento, él representaba doce años.
—Me hacen reír las palabrotas —dijo confuso.
—¿Cuál es la palabra que lo hizo reír de golpe?
—Escupitajo.
—¡Escupitajo!
—Ah, pero tengo que verlo escrito.
La orquesta atacó un pasodoble; sobre el estrado, al lado del acordeonista, había una gran muñeca con sombrero, que parecía casi viva. Hubo un silencio.
Va a volver a pensar que nos aburre, pensó Francisca apenada. Pedro no había hecho mayores esfuerzos por recobrar la confianza de Gerbert. ¡En la amistad más sincera daba tan poco de sí mismo! Francisca trató de salir de su sopor; debía explicarle un poco a Gerbert por qué Javiera había tomado tanto lugar en sus vidas.
—Pedro cree que Javiera podrá ser una actriz.
—Sí, ya sé, parece estimarla mucho —dijo Gerbert con una sombra de molestia.
—Es un extraño personaje, no son sencillas las relaciones con ella.
—Es más bien fría. Uno no sabe cómo hablarle.
—Rechaza toda cortesía; es grandioso, pero también bastante incómodo.
—En la escuela no dice nunca una palabra a nadie. Se queda en un rincón, con todo el pelo echado sobre la cara.
—Una de las cosas que más la exasperan —dijo Francisca— es que seamos siempre amables el uno con el otro, Pedro y yo. Gerbert tuvo un gesto de asombro.
—Sin embargo, ¿sabe lo que hay entre ustedes?
—Sí, pero querría que uno continuara libre respecto a los sentimientos; le parece que la constancia sólo se obtiene a fuerza de transacciones y mentiras.
—Es graciosísimo. Debería darse cuenta de que ustedes no tienen necesidad de eso.
—Evidentemente —dijo Francisca.
Miró a Gerbert con un poco de fastidio; un amor era de todos modos menos sencillo de lo que él pensaba. Era más fuerte que el tiempo, pero, sin embargo, se vivía dentro del tiempo y había, instante por instante, inquietudes, renuncias, leves tristezas; por supuesto, todo eso no contaba, pero porque uno se negaba a que contara; a veces hacía falta un pequeño esfuerzo.
—Páseme un cigarrillo, da ilusión de calor.
Gerbert le tendió el paquete sonriendo; esa sonrisa era encantadora y nada más, pero se podía descubrir en ella una gracia perturbadora; Francisca adivinaba la dulzura que les habría encontrado a esos ojos verdes si los hubiera querido; había renunciado a todos esos bienes preciosos sin haberlos conocido siquiera; nunca los conocería. No les concedía ni un suspiro, pero, en fin, lo merecían.
—Es para morirse de risa ver a Labrousse con la chica Pagés —dijo Gerbert—, parece andar sobre huevos.
—Sí; él, que generalmente se interesa tanto por lo que encuentra en la gente de ambición, de apetito, de coraje, debe de hallar un cambio en esto. Nadie busca menos que ella el sentido de la vida.
—¿Está verdaderamente interesado en ella?
—Estar interesado en alguien, para Pedro, no es fácil decir lo que significa —dijo Francisca; miró con incertidumbre la brasa de su cigarrillo. Antes, cuando hablaba de Pedro, miraba dentro de sí misma; ahora, para descifrar sus rasgos, debía tomar distancia. Era casi imposible contestarle a Gerbert; Pedro rechazaba siempre toda solidaridad consigo mismo; de cada minuto exigía un progreso y con una furia de renegado ofrecía su pasado en holocausto a su presente. Una creía tenerlo encerrado en una perdurable pasión de ternura, de sinceridad, de sufrimiento, él ya bogaba como una sílfide en el otro extremo del tiempo; le dejaba a una entre las manos un fantasma que, desde lo alto de sus virtudes recién nacidas, condenaba con severidad. Lo peor era que guardaba rencor a sus víctimas por contentarse con un simulacro, un simulacro pasado de moda. Aplastó la colilla en el cenicero; antes le parecía divertido eso de que Pedro nunca estuviera retenido por el momento presente. ¿Pero hasta qué punto ella misma estaba a salvo de esas huidas traicioneras? Por supuesto, con nadie en el mundo Pedro habría aceptado una complicidad contra ella; ¿pero con él mismo? Se daba por sentado que él no tenía vida interior, pero, en fin, se necesitaba mucha complacencia para creer eso en forma total. Francisca sintió que Gerbert la miraba de reojo y se recobró.
—Lo que pasa, sobre todo, es que le inquieta —dijo.
—¿Cómo es eso?
Estaba muy sorprendido; a él también Pedro le parecía tan lleno, tan duro, tan perfectamente encerrado en sí mismo; no podía imaginar ninguna fisura por donde pudiera filtrarse la inquietud. Y, sin embargo, ¿Javiera había rajado esa tranquilidad? ¿O no había hecho más que revelar una rajadura imperceptible?
—Se lo he dicho a menudo, si Pedro ha puesto tanto en el teatro, en el arte en general, es por una especie de decisión —dijo Francisca—. Y una decisión, cuando uno empieza a interrogarse, es siempre turbadora —sonrió—. Javiera es un signo de interrogación viviente.
—Sin embargo, se ha obstinado mucho en eso —dijo Gerbert.
—Razón de más. Le excita que le hagan frente, afirmando que da lo mismo tomarse un café con leche que escribir Julio César.
Francisca sintió el corazón oprimido. ¿Podría afirmar seriamente que durante todos estos años Pedro nunca se había sentido cruzado por una duda? ¿O es que simplemente ella no había querido preocuparse?
—¿Usted qué piensa? —dijo Gerbert.
—¿Respecto a qué?
—Respecto a la importancia de los cafés con leche.
—¡Oh, yo! —dijo Francisca; recordó una cierta sonrisa de Javiera—. A mí me importa tanto ser feliz —dijo con desdén.
—No veo la relación —dijo Gerbert.
—Es cansado interrogarse. Es peligroso.
En el fondo se parecía a Isabel; de una vez por todas había hecho un acto de fe y descansaba tranquilamente sobre las evidencias pasadas. Habría debido volver a estudiarlo todo desde el principio, pero eso requería una fuerza sobrehumana.
—Y usted —dijo—, ¿qué piensa?
—¿Yo? Depende. —Sonrió—. Según se tenga ganas de beber o de escribir.
Francisca lo miró.
—A veces me he preguntado qué es lo que usted esperaba de su vida.
—Por lo pronto, querría estar seguro de tener todavía algún tiempo por delante —dijo.
Francisca sonrió.
—Nada más legítimo; pero supongamos que tenga esa suerte.
—Entonces no sé. —Gerbert reflexionó—. Quizá en otras épocas lo hubiera sabido mejor.
Francisca tomó un aire desenvuelto; si Gerbert no advertía la importancia de la pregunta quizá contestara.
—¿Pero usted está satisfecho de su existencia o no?
—Hay momentos buenos y otros menos buenos —dijo.
—Sí —dijo Francisca un poco decepcionada; vaciló—. Si uno se limita a eso, es un poco siniestro.
—Depende de los días —Gerbert hizo un esfuerzo—. Todo lo que se puede decir sobre la vida parece siempre palabrería.
—¿Ser dichoso o desdichado es palabrería para usted?
—Sí; no veo muy bien lo que significa.
—Pero usted es más bien alegre por naturaleza.
—Me aburro a menudo.
Había dicho eso con tranquilidad. Le parecía lo más normal un largo aburrimiento cruzado por pequeños destellos de placer. Unos buenos momentos, otros menos buenos. ¿No tendría razón después de todo? ¿Acaso el resto no era ilusión y literatura? Estaban allí, sentados en un banco de madera dura; hacía frío, había militares y familias alrededor de las mesas. Pedro estaba sentado ante otra mesa con Javiera, habían fumado unos cigarrillos, tomado unas copas y dicho unas palabras; y esos ruidos, esos vapores no se habían condensado en horas misteriosas cuya intimidad prohibida Francisca tuviera que envidiar; iban a separarse y en ninguna parte subsistiría un lazo que los atara el uno al otro. No había nada, en ninguna parte, que envidiar, ni que lamentar, ni que temer. El pasado, el porvenir, el amor, la dicha, era sólo ruido que se hacía con la boca. Nada existía salvo los músicos de blusa carmín y la muñeca de vestido negro con un pañuelo rojo alrededor del cuello; sus faldas levantadas sobre una amplia enagua bordada dejaban ver sus piernas flacuchas. Estaba allí; bastaba para llenar los ojos que podían descansar en ella durante un eterno presente.
—Dame tu mano, preciosa, te diré la buenaventura. —Francisca se estremeció y tendió maquinalmente la mano a una hermosa gitana vestida de amarillo y de violeta.
—Las cosas no marchan tan bien para ti como tú quisieras, pero ten paciencia, pronto sabrás una noticia que te dará felicidad —dijo la mujer de un tirón—. Tienes dinero, preciosa, pero no tanto como la gente cree, eres orgullosa y es porque tienes enemigos, pero vencerás todas las molestias. Si vienes conmigo, preciosa, te digo un secreto.
—Vaya —dijo Gerbert en tono apremiante. Francisca siguió a la gitana, que sacó de su bolsillo un pedacito de madera clara.
—Te digo el secreto: hay un joven moreno, tú lo quieres mucho, pero no eres feliz con él a causa de una joven rubia. Esto es un amuleto, lo envuelves en un pañuelito y lo llevas contigo durante tres días, y entonces eres dichosa con el joven. No se lo doy a nadie, pero a ti te lo doy por cien francos.
—Gracias —dijo Francisca—, no quiero amuleto; tome, por la buenaventura.
La mujer tomó el dinero.
—Cien francos para tu felicidad no es nada. ¿Cuánto quieres pagar por tu felicidad, veinte francos?
—Nada.
Volvió a sentarse junto a Gerbert.
—Sólo tonterías —dijo Francisca sonriendo—. Me ofrecía la felicidad por veinte francos, pero me parece demasiado cara si, como usted dice, no es más que una palabra.
—Yo no he dicho eso —respondió Gerbert, asustado de haberse comprometido hasta ese punto.
—Quizá sea verdad —dijo Francisca—, con Pedro usamos tanto las palabras, pero en realidad, ¿qué hay debajo de ellas?
La angustia que la acosó de pronto fue tan violenta, que casi tuvo ganas de gritar; era como si bruscamente el mundo se hubiera vaciado; no había nada más que temer, pero tampoco nada más que amar. No había absolutamente nada. Iba a ver a Pedro, dirían juntos palabras y luego se separarían; si la amistad de Pedro y de Javiera era sólo un espejismo hueco, el amor de Francisca y de Pedro no tenía mucha más vida; no hay más que una suma indefinida de instantes indiferentes; sólo un hervidero desordenado de carne y de pensamientos con la muerte al final.
—Vámonos —dijo ella bruscamente.
Pedro nunca llegaba tarde a una cita; cuando Francisca entró en el restaurante ya estaba sentado a la mesa de costumbre; ella hizo un gesto de alegría al verle pero en seguida pensó: No tenemos más que dos horas por delante, y su placer se esfumó.
—¿Pasaste una buena tarde? —dijo Pedro con ternura; una amplia sonrisa redondeaba su rostro y daba a sus rasgos una especie de inocencia.
—Fuimos al Mercado de las pulgas —contestó Francisca—. Gerbert estaba muy divertido, pero el tiempo era horrible. Perdí doscientos francos en una apuesta.
—¿Cómo has hecho? ¡Qué tonta eres! —Le tendió la carta—. ¿Qué tomas?
—Un guiso de conejo.
Pedro estudió la carta con aire preocupado.
—No hay huevos con mayonesa —dijo. Su rostro perplejo y decepcionado no conmovió a Francisca; comprobó con frialdad que era un rostro conmovedor.
—Entonces dos guisos.
—¿Te interesa que te cuente lo que hablamos? —le preguntó Francisca.
—Por supuesto me interesa.
Ella le lanzó una mirada, desconfiada; antes, habría pensado rotundamente: Le interesa, y en seguida habría contado todo. Cuando se dirigían a ella, las palabras, las sonrisas de Pedro, eran Pedro en persona; de pronto se le aparecían como signos ambiguos; Pedro los producía deliberadamente; estaba escondido detrás de ellos; sólo se podía afirmar: Dice que le interesa, y nada más.
Puso la mano sobre el brazo de Pedro.
—Cuenta tú primero —dijo—. ¿Qué has hecho con Javiera? ¿Trabajasteis por fin?
Pedro la miró con un aire un poco avergonzado.
—Nada —dijo.
—Decididamente —dijo Francisca sin ocultar su contrariedad. Era necesario que Javiera trabajara por su bien y por el de ellos; no podía vivir durante años como un parásito.
—Pasamos las tres cuartas partes de la tarde peleándonos.
Francisca sintió que componía su expresión, pero sin saber demasiado lo que temía revelar.
—¿A propósito de qué?
—Precisamente a propósito de su trabajo —dijo Pedro; sonrió al vacío—. Esta mañana, en el curso de improvisación, Bahin le pidió que paseara por un bosque cortando flores; ella contestó horrorizada que detestaba las flores y no quiso salir de ahí. Me lo contó con mucho orgullo y me puso fuera de mí.
Con aire plácido. Pedro inundó con salsa inglesa su guiso humeante.
—¿Y entonces? —preguntó Francisca con impaciencia. Él hablaba con calma, no sospechaba hasta qué punto era importante para ella saber.
—¡Oh, estalló! —contestó Pedro—. Se sintió herida; llegaba toda suave y sonriente y segura de que yo iba a trenzarle coronas y yo la arrastro por el fango.
Me explicó, apretando los puños, pero con esa pérfida cortesía que tú le conoces bien, que éramos peores que los burgueses, porque nosotros estábamos hambrientos de comodidad moral. No estaba muy errada, pero sentí una rabia espantosa; nos quedamos una hora en el Dôme sentados el uno frente al otro sin despegar los labios.
Todas esas teorías sobre la vida sin esperanza, sobre la vanidad del esfuerzo, terminaban por ser fastidiosas. Francisca se contuvo: no quería pasar el tiempo criticando a Javiera.
—¡Pues debía de ser alegre! —dijo. Era estúpida esa molestia que le anudaba la garganta; no era el caso de estar tomando actitudes ante Pedro.
—No es tan desagradable maquinar con rabia —dijo Pedro—. Creo que a ella tampoco le desagrada; pero tiene menos resistencia que yo, al final se desarmaba; entonces intenté un acercamiento. Fue duro porque estaba hoscamente anclada en el odio, pero terminé por ganar —agregó con aire satisfecho—, firmamos una paz solemne y, para sellar la reconciliación, me invitó a tomar el té en su cuarto.
—¿En su cuarto? —dijo Francisca. Hacia tiempo que Javiera no la recibía en su cuarto; sintió un leve escozor de despecho.
—¿Terminaste por arrancarle buenas resoluciones?
—Hablamos de otra cosa —dijo Pedro—. Le conté peripecias de nuestros viajes e imaginamos que hacíamos uno juntos. Sonrió.
—Improvisamos un montón de pequeñas escenas; un encuentro en medio del desierto entre una excursionista inglesa y un gran aventurero. ¿Ves el género?
Tiene fantasía, si por lo menos sacara partido de ella.
—Habría que tratarla con más firmeza —dijo Francisca con un poco de reproche.
—Lo haré, no me regañes.
Esbozó una sonrisa rara, humilde y confusa.
—Me dijo bruscamente: Estoy pasando un momento formidable con usted.
—Y bueno, es todo un éxito —dijo Francisca. Estoy pasando un momento formidable con usted… ¿Estaba de pie, con los ojos perdidos en el vacío o sentada en el borde del diván, mirando a Pedro de frente? No valía la pena preguntarlo; ¿cómo definir el matiz preciso de su voz, el perfume que había en el cuarto en ese minuto? Las palabras sólo podían acercar al misterio, pero sin hacerlo menos impenetrable; no hacían más que extender sobre el corazón una sombra más fría.
—No veo con exactitud qué sentimientos abriga hacia mí —dijo Pedro con aire preocupado—. Me parece que gano terreno; pero es un terreno tan inestable.
—Lo ganas de día en día —dijo Francisca.
—Cuando me despedí, estaba de nuevo siniestra. Se reprochaba el no haber dado su clase y tenía un ataque de asco por sí misma. —Miró a Francisca con aire serio—. Trata de ser amable con ella ahora.
—Siempre soy amable con ella —dijo Francisca con un poco de tirantez. Cada vez que Pedro pretendía dictarle su conducta hacia Javiera, ella se crispaba; no tenía ningunas ganas de ir a ver a Javiera y de ser amable, ahora que eso se presentaba como un deber.
—Es terrible ese amor propio que tiene —dijo Francisca—. Habría que estar segura de un éxito inmediato y deslumbrante para atreverse a arriesgarse.
—No es solamente amor propio —dijo Pedro.
—¿Entonces qué es?
—Ha dicho cien veces que la asqueaba rebajarse a todos esos cálculos, toda esa paciencia.
—¿Tú sientes que eso es rebajarse? —preguntó Francisca.
—Yo no tengo moral.
—¿Sinceramente crees que ella lo hace por moral?
—Pues sí, en un sentido —dijo Pedro con un poco de fastidio—. Tiene una actitud bien definida ante la vida, con la cual no transige: eso es lo que yo llamo una moral. Buscaba la plenitud: es el tipo de exigencia que siempre hemos estimado.
—Hay mucha abulia en su caso.
—¿La abulia qué es? —dijo Pedro—. Una manera de encerrarse en el presente; sólo allí encuentra la plenitud. Si el presente no se da, ella se encierra en su rincón como un animal enfermo. Pero, sabes, cuando uno lleva la inercia hasta el punto a que ella la lleva, la palabra abulia ya no conviene, pues cobra una especie de poder.
Ni tú ni yo tendríamos fuerzas para permanecer cuarenta y ocho horas en un cuarto sin ver a nadie y sin hacer nada.
—No digo que no —dijo Francisca. Sentía de pronto una necesidad dolorosa de ver a Javiera; había en la voz de Pedro una tibieza insólita: la admiración era, sin embargo, un sentimiento que él pretendía ignorar.
—En compensación, cuando una cosa la conmueve, es sorprendente la manera en que puede gozar de ella; siento mi sangre tan pobre al lado de ella; por poco me sentiría humillado.
—Sería la primera vez en tu vida que conocerías la humildad —dijo Francisca tratando de reír.
—Le dije al irme que ella era una perla negra —agregó Pedro gravemente—. Se encogió de hombros, pero lo creo de veras. Todo es tan puro en ella y tan violento.
—¿Por qué negra?
—A causa de esa especie de perversidad que tiene. Por momentos parecería que es una necesidad en ella hacer el mal, hacerse daño y hacerse odiar.
Quedó un instante soñador.
—Es curioso, sabes, a menudo, cuando uno le dice que la estima, se encabrita, como si tuviera miedo; se siente encadenada por esa estima que uno le ofrece.
—No tarda mucho en sacudir sus cadenas —dijo Francisca.
Vacilaba; casi tenía ganas de creer en ese cuadro seductor; si ahora se sentía a menudo separada de Pedro, era porque lo había dejado avanzar solo por ese camino de admiración y de ternura. Sus ojos ya no contemplaban las mismas imágenes; ella sólo veía una chica caprichosa donde Pedro veía un alma exigente y huraña. Si ella consentía en alcanzarlo, si ella renunciaba a esa resistencia obstinada…
—Hay mucha verdad en todo eso —dijo—. A menudo siento algo patético en ella.
Volvió a ponerse toda rígida; esa máscara atrayente era una astucia, ella no cedería a ese hechizo; no tenía idea de lo que ocurriría si ella cedía; sabía solamente que un peligro la amenazaba.
—Pero es imposible tener amistad con ella —agregó con aspereza—. Es de un egoísmo demasiado monstruoso; ni siquiera es que se prefiera a las demás personas, no tiene el más mínimo sentido de la existencia ajena.
—Sin embargo, te quiere mucho —dijo Pedro con un leve reproche—, y tú eres bastante dura con ella, ¿sabes?
—Es un amor que no es agradable —dijo Francisca—. Me trata a la vez como un ídolo y como un felpudo. Quizá en el secreto de su alma contempla mi esencia con adoración; pero dispone con un desparpajo más bien desagradable de mi pobre persona de carne y hueso. Eso es muy comprensible; un ídolo nunca tiene hambre, ni sueño, ni le duele la cabeza; se le venera sin pedirle su opinión sobre el culto que se le rinde.
Pedro se echó a reír.
—Hay algo de cierto; pero vas a encontrarme parcial: a mí me conmueve su incapacidad de mantener relaciones humanas con la gente.
Francisca también sonrió.
—Te encuentro un poco parcial —dijo.
Salieron del restaurante; no se había hablado sino de Javiera; todos los momentos que no pasaban con ella los pasaban hablando de ella; se estaba convirtiendo en una obsesión. Francisca miró a Pedro con tristeza: no le había hecho ninguna pregunta; le era perfectamente indiferente todo lo que Francisca había podido pensar durante el día. Cuando la escuchaba con aire interesado, ¿no sería por cortesía? Apretó su brazo contra el suyo para conservar por lo menos un contacto con él. Pedro le oprimió levemente la mano.
—Sabes, extraño un poco no dormir contigo —dijo.
—Sin embargo, tu camerino está muy bonito ahora —dijo Francisca—; todo recién pintado.
Era aterrador. La frase acariciadora, el ademán tierno; ella ya no veía en ellos sino una intención de ser amable; no eran objetos plenos, no llegaban. Se estremeció. Era como un resorte que se había soltado a pesar de ella. Y ahora que eso había empezado, se preguntaba si alguna vez la duda podría ser detenida.
—Que pases una noche agradable —dijo Pedro con ternura.
—Gracias, hasta mañana —dijo Francisca.
Lo miró desaparecer por la puertecita del teatro, y un sufrimiento agudo la desgarró. Detrás de las frases y de los gestos, ¿qué había? «No formamos más que uno». En favor de esa cómoda confusión, ella siempre se había dispensado de inquietarse por Pedro; pero eran sólo palabras: eran dos. Ella lo había sentido una noche en el Pôle Nord. Eso es lo que le había reprochado pocos días después a Pedro. Ella no había querido profundizar su desagrado, se había refugiado en la ira para no ver la verdad: pero Pedro no tenía la culpa, no había cambiado. Era ella quien durante años había cometido el error de mirarle tan sólo como una justificación de sí misma: hoy advertía que vivía por cuenta propia y el precio de su confianza aturdida era que se encontraba de pronto en presencia de un desconocido. Aceleró el paso. La única manera de poder acercarse a Pedro era alcanzar a Javiera y tratar de verla como él la había visto. Estaba lejos el tiempo en que Francisca miraba a Javiera sólo como un pedazo de su propia vida. Ahora se encaminaba con una ansiedad ávida y descorazonada hacia un mundo extraño que apenas iba a entreabrirse ante ella.
Francisca permaneció un instante inmóvil ante la puerta; ese cuarto la intimidaba; era verdaderamente un lugar sagrado; allí se celebraba más de un culto, pero la divinidad suprema hacia quien se elevaban el humo de los cigarrillos rubios y los perfumes de té y de lavanda, era la misma Javiera, contemplada por sus propios ojos.
Francisca golpeó suavemente.
—Entre —dijo una voz alegre.
Con cierta sorpresa, Francisca empujó la puerta; de pie con su larga bata verde y blanca, Javiera sonreía divertida por el asombro que pensaba suscitar. Una lámpara velada de rojo arrojaba en la habitación una luz sangrienta.
—¿Quiere que pasemos la velada en mi cuarto? —preguntó Javiera—. He preparado una pequeña cena.
Junto al lavabo, una vasija ronroneaba sobre un hornillo de alcohol, y Francisca distinguió en la penumbra dos platos llenos de sandwiches multicolores. No era posible rechazar la invitación: bajo su aspecto tímido, las invitaciones de Javiera eran siempre órdenes imperiosas.
—¡Qué buena es! Si hubiera sabido que era una noche de gala, me habría vestido más elegante.
—Está muy guapa así —dijo Javiera con ternura—. Póngase cómoda. Mire, he comprado té verde; las hojitas todavía parecen vivas y va a ver qué perfumado es.
Hinchó las mejillas y sopló con todas sus fuerzas sobre la llama del hornillo.
Francisca se avergonzó de su malevolencia.
Es verdad que soy dura, pensó, me pongo rancia.
¡Qué áspero era su tono poco antes al hablarle a Pedro! El rostro atento que Javiera inclinaba sobre la tetera no podía sino desarmar.
—¿Le gusta el caviar rojo? —preguntó Javiera.
—Sí, está muy bien —contestó Francisca.
—Ah, me alegro, tenía tanto miedo de que no le gustara.
Francisca miró los sandwiches con cierta aprensión; sobre lonchas de pan negro cortadas en redondo, en cuadrado, en rectángulo, se extendían unas especie de dulces abigarrados; aquí y allí emergía una anchoa, una aceituna, una rodaja de remolacha.
—No hay dos que sean iguales —dijo Javiera con orgullo; sirvió una taza de té humeante—. Me vi obligada a poner un poquito de salsa de tomate aquí y allá —agregó rápidamente—, quedaban así más bonitos, pero ni la notará.
—Parecen deliciosos —dijo Javiera con resignación; odiaba el tomate. Eligió el menos rojo de los sandwiches; tenía un gusto extraño, pero no era feo.
—¿Ha visto que tengo nuevas fotos? —dijo Javiera.
Sobre el papel de follaje verde y rojo que tapizaba las paredes, había pinchado un lote de desnudos artísticos; Francisca examinó cuidadosamente las largas espaldas encorvadas, los pechos ofrecidos.
—No creo que Labrousse las haya encontrado bonitas —dijo Javiera con una mueca fruncida.
—La rubia es quizá un poquito gorda —dijo Francisca—, pero la mujercita morena es encantadora.
—Tiene una hermosa nuca larga que se parece a la suya —dijo Javiera con voz acariciadora. Francisca le sonrió; de pronto se sentía liberada; toda la mala poesía de aquel día se había desvanecido. Miró el diván, los sillones tapizados de una tela a rayas amarillas, verdes y rojas como un traje de arlequín; le gustaba ese cosquilleo de colores osados y marchitos, y esa luz fúnebre, y ese olor a flores muertas y carne viva que flotaba siempre alrededor de Javiera. Pedro no había conocido ninguna otra cosa de ese cuarto y Javiera no había vuelto hacia él un rostro más conmovedor que el que alzaba hacia Francisca; esos rasgos encantadores componían una honesta cara de niña y no una inquietante máscara de bruja.
—Coma más sandwiches —dijo Javiera.
—Verdaderamente no tengo más hambre.
—Oh —dijo Javiera con tristeza—, es que no le gustan.
—Pues sí, me gustan —dijo Francisca tendiendo la mano hacia el plato; conocía bien esa tierna tiranía. Javiera no buscaba el placer ajeno; se encantaba egoístamente con el placer de dar placer. ¿Pero era eso criticable? ¿No era amable así? Con los ojos brillantes de satisfacción, miraba a Francisca absorber un espeso puré de tomates; habría que ser una roca para no sentirse conmovida por su alegría.
—Tuve un gran placer hace un rato —dijo Javiera en tono confidencial.
—¿Qué?
—El hermoso bailarín negro me dirigió la palabra.
—Tenga cuidado de que la rubia no le arranque los ojos —dijo Francisca.
—Me crucé con él en la escalera cuando subía con mi té y todos mis paquetes. —Los ojos de Javiera se iluminaron—. ¡Qué atractivo estaba! Llevaba un abrigo muy claro y un sombrero gris pálido, quedaba tan guapo con esa piel oscura. Los paquetes se me cayeron de las manos. Él me los recogió con una amplia sonrisa y me dijo: «Buenas noches, señorita, buen provecho».
—¿Y usted qué contestó?
—Nada —dijo Javiera con aire escandalizado—. Me escapé. —Sonrió.
—Es gracioso como un gato, tiene el mismo aspecto inconsciente y traidor.
Francisca nunca había mirado muy bien a ese negro; al lado de Javiera se sentía tan seca; cuántos recuerdos habría traído Javiera del Mercado de las pulgas; y ella no había sabido ver sino trapos sucios, barracas agujereadas.
Javiera llenó de nuevo la taza de Francisca.
—¿Trabajó bien esta mañana? —preguntó con ternura. Francisca sonrió.
Javiera le hacía una insinuación decidida; por lo general odiaba ese trabajo al que Francisca consagraba lo mejor de su tiempo.
—Bastante bien; pero tuve que irme a mediodía para almorzar en casa de mi madre.
—¿Algún día podré leer su libro? —preguntó Javiera con una mueca coqueta.
—Por supuesto —dijo Francisca—. Le mostraré los primeros capítulos cuando quiera.
—¿De qué se trata?
Se sentó en cuclillas sobre un almohadón y sopló levemente sobre su té hirviente. Francisca la miró con un leve remordimiento; estaba conmovida por ese interés que Javiera le demostraba; hubiera debido tratar más a menudo de tener verdaderas conversaciones con ella.
—Es sobre mi juventud —dijo Francisca—. Quisiera explicar en mi libro por qué se es generalmente tan desgraciado cuando se es joven.
—¿Le parece que uno es desgraciado?
—Usted no. Usted tiene un alma bien nacida.
Reflexionó.
—Mire, cuando es uno pequeño se resigna fácilmente a no ser tomado en cuenta; pero a los diecisiete años eso cambia. Uno se pone a querer existir de veras y como por dentro se siente siempre igual, quiere buscar tontamente garantías exteriores.
—¿Cómo es eso? —dijo Javiera.
—Uno busca la aprobación de la gente, escribe sus pensamientos, se compara con modelos probados. Mire a Isabel, por ejemplo. En un sentido nunca ha traspuesto ese umbral. Es una eterna adolescente.
Javiera se echó a reír.
—Usted sin duda no se parecía a Isabel —dijo.
—En parte. Isabel nos fastidia porque nos escucha servilmente a Pedro y a mí y porque se fabrica sin cesar. Pero si se trata de comprenderla con un poco de simpatía, se advierte en todo eso un esfuerzo torpe por darle a su vida y a su persona un valor seguro. Hasta su respeto por las convenciones sociales, el matrimonio, la notoriedad, es otra forma de esa preocupación.
El rostro de Javiera se ensombreció levemente.
—Isabel es una pobre infeliz vanidosa y nada más.
—No, justamente eso no es todo —dijo Francisca—. Hay que comprender de dónde proviene eso.
Javiera se encogió de hombros.
—¿De qué sirve tratar de comprender a las personas que no valen la pena?
Francisca reprimió un movimiento de impaciencia; Javiera se sentía herida en cuanto se hablaba con indulgencia o simplemente con imparcialidad de alguien que no fuera ella.
—En un sentido, todo el mundo vale la pena —le dijo a Javiera, que la escuchaba con una atención enfurruñada—. Isabel enloquece cuando mira dentro de sí misma, porque sólo encuentra vacío; no se da cuenta de que es el destino corriente. A las otras personas, al contrario, las ve desde afuera, a través de las palabras, de los gestos, de los rostros, de todo lo que parece pleno. Eso produce una especie de espejismo.
—Es raro —observó Javiera—; por lo general, usted no le encuentra tantas excusas.
—Es que no se trata de excusar ni de condenar.
—Yo he notado que Labrousse y usted atribuyen a la gente un montón de misterios. Pero es más simple que todo eso.
Francisca sonrió; era el mismo reproche que ella le había dirigido un día a Pedro: complicar a Javiera por gusto.
—La gente es simple si se la mira superficialmente —dijo.
—Tal vez —dijo Javiera con ese tono cortés y negligente que ponía decididamente fin a las discusiones. Dejó su taza y sonrió a Francisca con aire conciliador.
—¿Sabe lo que me contó la criada? —dijo—. Que en el número 9 hay un individuo que es a la vez hombre y mujer.
—¿El 9? Por eso tiene esa cara severa y esa voz gruesa —dijo Francisca—. ¿Por qué se viste de mujer su individuo? ¿Es ese, no?
—Sí, pero lleva nombre de hombre. Es un austriaco. Parece que cuando nació, vacilaron; por fin lo declararon varón. Y a eso de los quince años tuvo un accidente específicamente femenino, pero los padres no le hicieron cambiar el estado civil. —Javiera agregó en voz baja—: Además tiene vello en el pecho y otras particularidades. Se ha hablado mucho de él en su país, hicieron films sobre él, ganaba mucho dinero.
—Me imagino que en los hermosos tiempos del psicoanálisis y de la sexología, allí debía de ser una ganga ser hermafrodita.
—Sí, pero cuando hubo esos líos políticos, sabe —dijo Javiera con aire vago—, la echaron. Entonces se refugió aquí; no tiene un centavo y parece que es muy desdichada porque su corazón la empuja hacia los hombres, pero los hombres no quieren saber nada.
—¡Pobre! La verdad es que ni a los pederastas debe de convenirles —dijo Francisca.
—Llora todo el tiempo. —Javiera miró a Francisca con aire triste—. Sin embargo, no es su culpa. ¿Cómo se puede echar a una persona de un país porque está hecha de una manera o de otra? No hay derecho.
—Los gobiernos tienen los derechos que toman.
—No lo comprendo —dijo Javiera en tono de crítica—. ¿No hay acaso ningún país donde uno pueda hacer lo que le da la gana?
—Ninguno.
—Entonces habría que irse a una isla desierta.
—Hasta las islas desiertas pertenecen ahora a alguien. No hay salida.
Javiera sacudió la cabeza.
—Ya encontraré una manera —dijo.
—No creo; estará obligada, como todo el mundo, a aceptar un montón de cosas que no le gusten.
Sonrió:
—¿Esa idea la subleva?
—Sí.
Lanzó a Francisca una mirada oblicua.
—¿Labrousse le dijo que no estaba contento con mi trabajo?
—Me dijo que habían discutido largamente —agregó Francisca alegremente—, pero le halagó mucho que usted le invitara a su cuarto.
—Las cosas se dieron así —dijo Javiera secamente.
Volvió la espalda para ir a llenar de agua la cacerola. Hubo un breve silencio.
Pedro se equivocaba si creía haber obtenido perdón: en Javiera nunca triunfaba la última impresión. Sin duda había vuelto a pensar con cólera en esa tarde y se había irritado por encima de la reconciliación final.
Francisca la miró. ¿Esta recepción encantadora no sería simplemente un exorcismo? ¿No habría sido burlada una vez más? El té, los sandwiches, el hermoso vestido verde no estaban destinados a honrarla, sino más bien a retirarle a Pedro un privilegio precipitadamente concedido. Se le anudó la garganta. No, no era posible entregarse a esa amistad; en seguida se sentía en la boca un gusto falso, un gusto a tajo de cuchillo.