III

Abril, mayo, junio, julio, agosto, setiembre, seis meses de instrucción, y estaré a punto para el degüello, pensó Gerbert.

Se había plantado ante el espejo del cuarto de baño y jugueteaba con la magnífica corbata que acababa de pedirle prestada a Péclard. Habría querido saber si tendría miedo, sí o no, pero esas cosas eran imprevisibles; lo más atroz de imaginar era el frío; cuando uno se saca los zapatos y ve que sus pies se han quedado en el fondo.

Esta vez ya no hay esperanzas, se dijo con resignación. Parecía increíble que hubiera personas lo bastante chifladas como para decidir tranquilamente poner el mundo a sangre y fuego; pero el hecho era que las tropas alemanas habían entrado en Checoslovaquia y que Inglaterra se había plantado firme en el asunto.

Gerbert observó con aire satisfecho el hermoso nudo que acababa de hacer; desaprobaba las corbatas, pero no podía saber adónde lo llevarían a comer Labrousse y Francisca: ambos tenían un gusto vicioso por las salsas a la crema y, dijera lo que dijese Francisca, uno llamaba la atención cuando iba en pullover a uno de esos restaurantes con manteles a cuadros. Se puso una chaqueta y pasó a la sala. El apartamento estaba vacío; sobre el escritorio de Péclard eligió cuidadosamente dos cigarros, luego entró en el cuarto de Jacqueline: guantes, pañuelos, coloretes, Arpége de Lanvin; se podía haber alimentado una familia entera con el precio de esas frivolidades. Gerbert se metió en el bolsillo una caja de Grzys y un cartucho de chocolates; era la única debilidad de Francisca, su amor por las golosinas, bien se le podía pasar eso. Gerbert apreciaba que no tuviera vergüenza de usar zapatos torcidos, medias con puntos deslizados; en su cuarto de hotel, ningún rebuscamiento delicado fastidiaba la mirada: no tenía chucherías, ni bordados, ni siquiera un juego de té; y además, con ella uno no estaba obligado a andar con remilgos, no tenía ninguna coquetería, ni jaquecas, ni humores cambiantes, no reclamaba ningún cuidado. A su lado, uno podía quedarse callado tranquilamente. Gerbert golpeó tras de sí la puerta de entrada y bajó corriendo los tres pisos; cuarenta segundos. Labrousse no habría podido bajar tan rápidamente esa escalerita oscura y torcida. Por una suerte injusta solía ganar los concursos.

Cuarenta segundos. Seguramente Labrousse lo acusaría de exagerar. Diré treinta segundos, decidió Gerbert, así se restablecería la verdad. Atravesó la plaza Saint-Germain-des-Prés. Lo habían citado en el café de Flore; el lugar les divertía porque no iban a menudo, pero él ya estaba harto de todas esas personas excepcionales.

«El año próximo cambiaré de aire», dijo rabiosamente. Si Labrousse organizaba esa gira sería espléndido, y parecía estar decidido. Gerbert empujó la puerta; el año próximo estaría en las trincheras, ya no habría problema. Atravesó el café sonriendo vagamente a su alrededor, luego su sonrisa se dilató; tomados separadamente, cada uno de los tres era discretamente gracioso, pero cuando se les veía juntos, entonces ya era irresistible.

—¿Por qué se ríe así? —dijo Labrousse.

—Porque los veo —dijo Gerbert con gusto de impaciencia. Estaban alineados sobre el banco. Francisca y Labrousse encuadrando a Pagés. Se sentó frente a ellos.

—¿Somos tan ridículos? —dijo Francisca.

—No se dan cuenta —dijo Gerbert. Labrousse le echó una mirada de soslayo.

—¿Entonces, le dice algo la idea de unas vacaciones animadas junto al Rin?

—Qué desastre —dijo Gerbert—. Usted que decía que las cosas parecían arreglarse.

—No esperábamos ese golpe —dijo Labrousse.

—Esta vez no hay salida —dijo Gerbert.

—Creo que tenemos muchas menos probabilidades de salir del paso que en setiembre. Inglaterra ha protegido expresamente a Checoslovaquia, no puede echarse atrás.

Hubo un breve silencio; Gerbert siempre se sentía incómodo en presencia de Pagés; hasta Labrousse y Francisca parecían molestos. Gerbert sacó los cigarrillos de su bolsillo y se los tendió a Labrousse.

—Mire, son de los grandes. Labrousse emitió un silbido aprobador.

—¡Péclard se cuida! Los fumaremos a los postres.

—Esto es para usted —dijo Gerbert colocando los cigarrillos y los chocolates ante Francisca.

—Oh, —dijo Francisca.

La sonrisa que iluminó su rostro se parecía un poco a aquellas con que envolvía tiernamente a Labrousse. Gerbert sintió que se le ensanchaba el corazón; había momentos en que creía que Francisca sentía afecto por él; sin embargo, no le veía hacía tiempo, no se inquietaba en lo más mínimo por él, sólo le importaba Labrousse.

—Sírvase —dijo ofreciendo el cartucho. Javiera sacudió la cabeza con aire reservado.

—No antes de comer —dijo Pedro—. Te va a cortar el apetito.

Francisca mordió un bombón, seguramente iba a devorar todo el paquete en algunos mordiscos; era monstruosa la cantidad de golosinas que podía engullir sin empacharse.

—¿Qué va a tomar? —le preguntó Labrousse.

—Un pernod —dijo Gerbert.

—¿Por qué toma siempre pernod si no le gusta?

—No me gusta el pernod, pero me gusta tomar pernod.

—Eso es muy suyo —señaló Francisca riendo. Hubo un nuevo silencio. Gerbert había encendido su pipa; se inclinó sobre su vaso vacío y espiró lentamente el humo.

—¿Sabe hacer esto? —dijo a Labrousse desafiándolo. El vaso se llenaba de volutas cremosas y turbias.

—Parece un ectoplasma —dijo Francisca.

—Basta soplar suavemente —dijo Pedro. Aspiró una bocanada de su pipa y se inclinó a su vez con aire aplicado.

—Está bien —asistió Gerbert con condescendencia—, a su salud. Chocó su vaso contra el de Pedro y de un trago absorbió el humo.

—Estás muy orgulloso —dijo Francisca sonriéndole a Pedro, cuyo rostro brillaba de satisfacción. Miró tristemente el paquete de chocolates, luego con gesto decidido lo guardó en su cartera—. ¿Saben? Si queremos tener tiempo de comer, haríamos bien en irnos ahora.

Una vez más, Gerbert se preguntó por qué, por lo general, la gente le encontraba un aire duro e intimidante; no jugaba a hacerse la chiquilla, pero su rostro estaba lleno de alegría, de vida y de apetitos robustos; parecían tan a gusto dentro de sí misma, que uno se sentía muy cómodo junto a ella.

Labrousse se volvió hacia Pagés y la miró ansiosamente.

—¿Ha comprendido bien? Va a tomar un taxi y dirá: «Al Apolo, calle Blanche».

La dejará justo ante el cine y no tendrá más que entrar.

—¿De veras es una historia de cowboys?. —Preguntó Pagés con aire de duda.

—No puede ser otra cosa —respondió Francisca—, está llena de grandes carreras a caballo.

—Y tiros de revólver, y peleas terribles —dijo Labrousse.

Estaban inclinados sobre Pagés como dos demonios tentadores, y sus voces tenían un acento suplicante. Gerbert hizo un esfuerzo heroico para reprimir la risa que estaba a punto de estallar. Tomó un trago de pernod; cada vez esperaba que por milagro ese gusto de anís le pareciera de pronto agradable, pero cada vez lo cruzaba el mismo escalofrío nauseabundo.

—¿El tipo es buen mozo? —preguntó Pagés.

—Es espléndido —dijo Francisca.

—Pero no es buen mozo —dijo Pagés con aire terco.

—No es una belleza perfecta —concedió Labrousse. Pagés hizo una mueca incrédula.

—Desconfío; el que me llevaron a ver el otro día, con su cara de foca, era desleal.

—Se trata de William Powell —dijo Francisca.

—Pero este es muy diferente —recalcó Labrousse con aire implorante—. Es joven, bien formado y totalmente salvaje.

—En fin, ya veré —dijo Pagés con resignación.

—¿Estará en la boite de Dominga a medianoche? —preguntó Gerbert.

—Por supuesto —dijo Pagés con aire ofensivo.

Gerbert oyó esto con escepticismo. Pagés no iba casi nunca.

—Me quedo todavía cinco minutos —dijo cuando Francisca se levantaba.

—Buenas noches —le dijo Francisca con voz cálida.

—Buenas noches —dijo Javiera. Su rostro tenía una expresión extraña, y en seguida bajó la nariz.

—Me pregunto si irá al cine —dijo Francisca al salir del café—. Es estúpido; estoy segura de que le habría gustado.

—¿Has visto? —dijo Labrousse—. Hizo lo posible por ser amable, pero no pudo aguantar hasta el fin; nos guarda rencor.

—¿Por qué? —dijo Gerbert.

—Por no salir esta noche con ella —explicó Pedro.

—Pero podían traerla —dijo Gerbert. Le mortificaba que esa comida pudiera parecerles a Labrousse y Francisca algo complicado.

—De ninguna manera —dijo Francisca—. No habría sido lo mismo.

—Esta muchacha es un tirano, pero tenemos defensas —dijo Pedro alegremente.

Gerbert se serenó, pero habría querido comprender lo que Pagés significaba exactamente para Labrousse. ¿La quería por afecto hacia Francisca? ¿O qué? Nunca se atrevería a preguntárselo; estaba encantado cuando por casualidad Labrousse le entregaba un poco de sí mismo, pero no le correspondía a él interrogarlo.

Labrousse detuvo un taxi.

—¿Qué le parecía comer en la Grille? —dijo Francisca.

—No estaría mal —opinó Gerbert—, tal vez todavía quede jamón con judías, —de pronto se dio cuenta de que tenía hambre y se golpeó la frent—. ¡Ah!, ya sabía que me había olvidado de algo.

—¿De qué? —dijo Labrousse.

—A la hora de almorzar me olvidé de repetir de asado, soy un tonto.

El taxi se detuvo ante el restaurante. Una reja de gruesos barrotes protegía los cristales del frente; entrando, a la derecha, había un mostrador de cinc con botellas atrayentes; la sala estaba vacía. Sólo el patrón y la cajera comían en una silla de las de mármol, con las servilletas atadas alrededor del cuello.

—¡Ah! —dijo Gerbert golpeándose la frente.

—Me asustó —dijo Francisca—. ¿Qué más se olvidó?

—Me olvidé de decirle que hoy bajé la escalera en treinta segundos.

—Miente —exclamó Labrousse.

—Estaba seguro de que no iba a querer creerlo —dijo Gerbert—. Treinta segundos exactamente.

—Volverá a hacerlo ante mis ojos —dijo Labrousse—. No impide que le dejara atrás en las escaleras de Montmartre.

—Me caí —dijo Gerbert. Se apoderó de la carta: había jamón con judías.

—Está bien vacío esto —dijo Francisca.

—Es muy temprano —dijo Labrousse—. Además, sabes, la gente se mete en su casa en cuanto hay una mala noticia. Esta noche vamos a tener diez espectadores.

—Había pedido huevos con mayonesa y aplastaba la yema en la salsa con aire maniático; lo que él llamaba hacer nuevos mimosa.

—Casi prefiero que estalle de una vez por todas —dijo Gerbert—. No es vida decirse cada día que es para el día siguiente.

—Siempre es tiempo ganado —afirmó Francisca.

—Es lo que se decía en el momento de Munich —dijo Labrousse—, pero creo que era una tontería. De nada sirve retroceder. —Tomó la botella de vino colocada sobre la mesa y llenó los vasos—. No, no pueden durar indefinidamente esas evasiones.

—¿Por qué no, después de todo? —dijo Gerbert. Francisca vaciló.

—¿Cualquier cosa no es mejor que una guerra? —dijo. Labrousse se encogió de hombros.

—No sé.

—Si se pusiera demasiado feo por aquí, podrían irse a América —dijo Gerbert—. Usted ya es conocido, sin duda le recibirían bien allí.

—¿Y qué haría? —preguntó Labrousse.

—Supongo que muchos americanos hablan francés. Y además, aprenderías el inglés, montarías tus obras en inglés —dijo Francisca.

—No me interesaría en lo más mínimo —dijo Labrousse—. ¿Qué sentido puede tener para mí trabajar en el exilio? Para desear dejar rastros en el mundo hay que ser solidario.

—América también es un mundo —dijo Francisca.

—Pero no es el mío.

—Lo será el día en que lo aceptes.

Labrousse sacudió la cabeza.

—Hablas como Javiera, pero no puedo. Me he jugado demasiado en este.

—Todavía eres joven —dijo Francisca.

—Sí, pero ves, crearles a los americanos un teatro nuevo es una tarea que no me tienta. Lo que me interesa es terminar mi obra, la mía, la que he empezado en un cuchitril de Gobelins con el dinero que le sacaba a tía Cristina con el sudor de mi cuerpo. —Labrousse miró a Francisca—. ¿No comprendes eso?

—Sí —dijo Francisca.

Escuchaba a Labrousse con un aire de atención apasionada que despertó en Gerbert una especie de tristeza. A menudo le había ocurrido ver mujeres que dirigían hacia él sus rostros ardientes; sólo experimentaba molestia. Esas ternuras declaradas le parecían indecentes o tiránicas. Pero el amor que brillaba en los ojos de Francisca no era desarmado ni imperioso. Casi deseaba inspirar uno semejante.

—He sido formado por todo un pasado —agregó Labrousse—. Los ballets rusos, el Vieux Colombier, Picasso, el surrealismo, yo no sería nada sin todo eso. Y, por supuesto, deseo que el arte reciba de mí un porvenir original, pero que sea el porvenir de esa tradición. No se puede trabajar en el vacío, no conduce a nada.

—Evidentemente, ir a instalarse con armas y bagajes al servicio de una historia que no es la tuya no sería nada satisfactorio —dijo Francisca.

—Personalmente prefiero ir a poner alambres de púa en algún rincón de Lorena a irme a Nueva York a comer maíz hervido.

—Yo preferiría el maíz, sobre todo si se come asado —dijo Francisca.

—En cuanto a mí —intervino Gerbert—, juro que si hubiera alguna manera de emigrar a Venezuela o a Santo Domingo…

—Si estalla la guerra no me gustaría estar lejos —dijo Labrousse—. Hasta le confesaré que tengo una especie de curiosidad…

—No es nada vicioso —dijo Gerbert.

Había soñado con la guerra el día entero, pero le helaba los huesos oír a Labrousse hablar tranquilamente de ella como si fuera cosa hecha. En realidad, estaba ahí, agazapada entre el brasero ruidoso y el mostrador de cinc con reflejos amarillos, y esa comida era un banquete fúnebre. Cascos, tanques, uniformes, camiones gris verdoso, una inmensa marea fangosa se precipitaba sobre el mundo; la tierra estaba sumergida por esa viscosidad negruzca en la cual se hundía, con las espaldas cubiertas de ropa de plomo con olor de perro mojado, mientras resplandores siniestros estallaban en el cielo.

—A mí tampoco —dijo Francisca— me gustaría que algo importante ocurriera sin mí.

—Si vamos a eso, él debió haberse alistado en España —dijo Gerbert—, o hasta partir a la China.

—No es lo mismo —dijo Labrousse.

—No veo por qué —dijo Gerbert.

—Me parece que es una cuestión de situación —dijo Francisca—. Me acuerdo cuando estaba en la Punta del Raz que Pedro quiso obligarme a irme antes de la tempestad; yo estaba loca de desesperación; me habría sentido culpable si hubiera cedido. En cambio, en este momento, puede haber allí todas las tormentas del mundo.

—Es exactamente eso —dijo Labrousse—. Esta guerra pertenece a mi propia historia y por eso yo no consentiría en saltármela.

Su rostro se había iluminado de placer. Gerbert les miró a ambos con envidia: debía de dar seguridad sentirse tan importante el uno para el otro. Quizá si él mismo hubiera contado verdaderamente para alguien, habría contado un poco más para sus propios ojos; no llegaba a concederle valor a su propia vida ni a sus pensamientos.

—Se da cuenta —dijo Gerbert—, Péclard conoce a un médico que se volvió completamente chiflado a fuerza de acuchillar tipos; en cuanto acababa de operar a uno, el compañero de al lado le reclamaba. Parece que había uno que, mientras le rebanaban, no paraba de berrear: «¡Ah, el dolor de mi rodilla! ¡Ah, el dolor de mi rodilla!». No debía de haber sido divertido, ¿no?

—Cuando se está en ese caso, no hay más remedio que berrear —dijo Labrousse—. Pero sabe, ni siquiera eso me subleva tanto; hay que vivir eso lo mismo que otras cosas.

—Por ese camino todo puede ser justificado —dijo Gerbert—. No hay más que cruzarse de brazos.

—¡Ah, no! —dijo Labrousse—. Vivir una cosa no quiere decir soportarla estúpidamente; yo aceptaría vivir más o menos cualquier cosa precisamente porque siempre tendría el recurso de vivirlo libremente.

—Curiosa libertad —dijo Gerbert—. Ya no podrá hacer nada que le interese.

Labrousse sonrió.

—¿Sabe? He cambiado, ya no tengo la mística de la obra de arte. Puedo muy bien encarar otras actividades.

Gerbert vació pensativamente su vaso. Era raro imaginar que Labrousse podía cambiar; Gerbert siempre le había considerado inmutable. Tenía respuestas para todas las preguntas; uno no veía cuáles podían quedarle por formularse.

—Entonces nada le impide irse a América —dijo.

—Por el momento —dijo Labrousse— me parece que la mejor manera en que puedo emplear mi libertad es defendiendo una civilización que está ligada a todos los valores en los que creo.

—Sin embargo, Gerbert tiene razón —dijo Francisca—. Encontrarías justificado cualquier mundo en el que hubiera lugar para ti. —Sonrió—. Siempre sospeché que te tomabas por Dios Padre.

Los dos parecían alegres. A Gerbert siempre le asombraba verlos animarse así por palabras. ¿Qué podían cambiar en las cosas? ¿Qué podían todas esas palabras contra el calor del beaujolais que estaban bebiendo, contra el gas que le envenenaría los pulmones y el miedo que se le subía a la garganta?

—¿Qué hay? —dijo Labrousse—. ¿Qué nos critica?

Gerbert se estremeció. No esperaba verse sorprendido en flagrante delito de pensar.

—Nada —dijo él.

—Tenía aspecto de juez —afirmó Francisca. Le tendió la carta—. ¿No quiere algún postre?

—No me gustan los postres —dijo Gerbert.

—Hay una tarta, a usted le gusta la tarta —insistió Francisca.

—Sí, me gusta mucho, pero tengo pereza —dijo Gerbert. Se echaron a reír.

—¿Está demasiado cansado para una copa de buen coñac? —dijo Labrousse.

—No, eso siempre se deja beber —respondió Gerbert.

Labrousse pidió tres coñacs y el camarero trajo una vieja botella polvorienta.

Gerbert encendió su pipa. Era gracioso, hasta Labrousse necesitaba inventarse algo a que aferrarse. Gerbert no llegaba a creer que su serenidad fuera totalmente de buena fe; se aferraba a sus ideas un poco como Péclard a sus muebles. Francisca se apoyaba en Labrousse; así las personas se las arreglaban para rodearse de un mundo resistente, donde sus vidas cobraban un sentido; pero siempre se hacían alguna trampa en la base. Si uno miraba bien, sin querer engañarse, encontraba tras esas apariencias imponentes sólo un polvillo de impresiones fútiles: la luz amarilla sobre el cinc del mostrador, ese gusto a níspero podrido en el fondo del coñac. Eso no se dejaba atrapar en las frases, había que soportarlo en silencio, y después desaparecía sin dejar rastros, y nacía otra cosa, igualmente inasible. Sólo arena y agua, y era una locura querer construir algo. Ni siquiera la muerte merecía toda la alharaca que se hacía a su alrededor; por supuesto, era aterrador, pero únicamente porque uno no podía imaginarse lo que sentiría.

—Morir, vaya y pase —dijo Gerbert—. Pero también puede uno seguir viviendo con la cara rota.

—Yo admitiría sacrificar una pierna —dijo Labrousse.

—Yo preferiría un brazo —dijo Gerbert—. Vi a un joven inglés en Marsella que tenía un gancho en lugar de mano; quedaba más bien distinguido.

—Una pierna ortopédica no se ve tanto —dijo Labrousse—. Un brazo es imposible de disfrazar.

—Es verdad que con nuestro oficio uno no puede permitirse muchas cosas —dijo Gerbert—. Una oreja arrancada es una carrera liquidada.

—Pero no es posible —afirmó Francisca bruscamente. Su voz se ahogó, su rostro había cambiado y de golpe los ojos se le habían llenado de lágrimas. Gerbert la encontró casi hermosa.

—Uno puede muy bien volver sin heridas —dijo Labrousse en tono conciliador—. Y además, todavía no nos hemos ido. —Sonrió a Francisca—. No hay que empezar desde ahora a tener malos sueños.

Francisca a su vez sonrió con esfuerzo:

—Lo único seguro es que esta noche trabajarán ante una sala vacía.

—Sí —dijo Labrousse. Sus ojos recorrieron el restaurante desierto—. De todos modos hay que ir, ya es hora.

—Yo me voy a trabajar —dijo Francisca. Se encogió de hombros—. Aunque no sé bien de dónde voy a sacar valor. Salieron y Labrousse detuvo un taxi.

—¿Vienes con nosotros? —preguntó.

—No, prefiero volver a pie —dijo Francisca. Apretó la mano de Labrousse y la de Gerbert.

Él la miró alejarse, con las manos en los bolsillos, a grandes pasos un poco torpes. Ahora pasaría sin duda un mes sin volver a verla.

—Suba —dijo Labrousse empujándolo en el taxi.

Gerbert abrió la puerta de su camerino. Guimiot y Mercaton ya estaban instalados ante sus tocadores, el cuello y los brazos embadurnados de ocre; les dio la mano distraídamente, no les tenía simpatía. Un olor desagradable de crema y de brillantina llenaba el cuartito recalentado, Guimiot se empeñaba en dejar las ventanas cerradas, tenía miedo de resfriarse. Gerbert caminó con decisión hacia la ventana.

Si dice algo, le parto la cara a ese maricón, pensó.

Habría querido pelearse con alguien, habría sido un alivio, pero Guimiot no se movió; paseaba sobre su rostro una enorme borla lila, el polvo volaba a su alrededor y él estornudó dos veces con aire desdichado. Gerbert estaba tan deprimido, que ni siquiera tuvo ganas de reír. Empezó a desvestirse; la chaqueta, la corbata, los zapatos, los calcetines; al cabo de un rato tendría que ponerse todo de nuevo. Gerbert estaba abrumado de antemano y, además, no le gustaba exhibir su piel ante otros tipos.

¿Qué estoy haciendo aquí?, se preguntó bruscamente mirando a su alrededor con un asombro que era casi sufrimiento. Conocía bien esos estados, era el colmo de lo desagradable; como si todo el interior de sí mismo se volviera en agua estancada; eso le ocurría a menudo en su infancia, sobre todo cuando veía a su madre inclinada sobre una tina entre los vapores de la ropa lavada. Dentro de algunos días limpiaría un fusil, marcaría el paso en el patio de un cuartel, y después lo harían montar guardia en un agujero helado. Era absurdo, pero, entretanto, extendía sobre sus músculos una crema rojiza que después le daría un trabajo terrible quitarse, y esto no era menos absurdo.

—Mierda —dijo en voz alta. Recordaba de pronto que Isabel iba a venir aquella noche a hacerle un croquis. Elegía bien el día. La puerta se abrió y apareció la cabeza de Ramblin.

—¿Alguien tiene fijapelo?

—Yo tengo —dijo Guimiot, solícito. Miraba a Ramblin como a alguien rico e influyente y le hacía una corte discreta.

—Gracias —dijo Ramblin fríamente. Tomó el frasco donde temblaba una jalea rosa y se volvió hacia Gerbert—. ¡Va a estar más bien frío esta noche! Hay tres gatos perdidos en la platea y otro tanto en los palcos. —De pronto lanzó una carcajada y Gerbert se echó a reír con confianza; le gustaban esos accesos de hilaridad solitaria que solían sacudir a Ramblin y además le agradecía que, con lo pederasta que era, nunca lo hubiera rondado.

—Tedesco está blanco —dijo Ramblin—. Cree que van a meter a todos los extranjeros en campos de concentración. Canzetti le toma las manos sollozando, Chanaud ya la ha tratado de extranjera inmunda y berrea que las mujeres francesas sabrán cumplir con su deber. Hay que verlo, se lo juro.

Se pegaba cuidadosamente los rizos contra la cara sonriéndose en el espejo con aire aprobador y escéptico.

—Gerbert querido, ¿puedes darme un poco de azul? —dijo Eloy.

Esa siempre se las arreglaba para entrar en el camerino cuando los hombres estaban desnudos; ella también lo estaba a medias, un chal transparente velaba apenas sus senos de ama de cría.

—Vete de aquí, no estamos correctos —dijo Gerbert.

—Y para eso —dijo Ramblin tirando del chal; la siguió con una mirada de asco—. Cuenta que se va a alistar como enfermera. ¿Se dan cuenta de la ganga? Todos esos pobres tipos sin defensa que caerán entre sus garras.

Se alejó. Gerbert se puso su traje romano y empezó a pintarse bien divertido, le gustaban los trabajos minuciosos; había inventado una nueva manera de arreglarse los ojos; prolongaba la línea de los párpados con una especie de estrella de efecto gracioso. Echó al espejo una mirada satisfecha y bajó la escalera. En las bambalinas estaba Isabel sentada en un banco con una carpeta de dibujos debajo del brazo.

—¿Llego demasiado temprano? —dijo con voz mundana. Estaba muy elegante esta noche, era innegable; indudablemente era un buen sastre el que había cortado esa chaqueta; Gerbert era un entendido.

—Estoy con usted dentro de diez minutos —dijo Gerbert.

Echó una mirada a los decorados, todo estaba en su sitio y los accesorios dispuestos al alcance de la mano. Por una rendija de la cortina examinó al público: no había más de veinte espectadores, se sentía el desastre. Con un silbato entre los dientes, Gerbert recorrió los corredores para hacer bajar a los actores, luego fue a sentarse con resignación junto a Isabel.

—¿No le molesta? —dijo empezando a sacar sus papeles.

—Pues no, sólo se necesita que esté aquí para cuidar de que no hagan demasiado ruido —dijo Gerbert.

Los tres golpes de gong resonaron en el silencio con una solemnidad lúgubre.

Se alzó el telón. El cortejo de César estaba junto a la puerta que daba al escenario.

Labrousse entró, envuelto en su toga blanca.

—Ah, estabas aquí —le dijo a su hermana.

—Como ves —respondió Isabel.

—Creía que ahora ya no hacías retratos —dijo mirando por encima de su hombro.

—Es un estudio —dijo Isabel—, si no hiciera más que composiciones, perdería la mano.

—Ven a verme luego —dijo Labrousse. Cruzó el umbral de la puerta y el cortejo se puso en marcha detrás de él.

—Es raro asistir a una representación desde las bambalinas —comentó Isabel—, se ve cómo está fabricada.

Se encogió de hombros. Gerbert la miró, molesto, siempre se sentía incómodo ante ella, no comprendía bien qué quería de él; de vez en cuando tenía la impresión de que estaba un poco loca.

—Quédese así, no se mueva —dijo Isabel; sonrió con inquietud—. ¿No es una pose cansada?

—No —respondió Gerbert.

No era absolutamente nada cansado, pero lo que ocurría era que se sentía estúpido. Ramblin, que pasaba por ahí, le echó una mirada burlona. Hubo un silencio. Todas las puertas estaban cerradas y no se oía ningún ruido. Allí, los actores se agitaban ante una sala vacía. Isabel dibujaba con obstinación para no perder la mano, y Gerbert estaba ahí, estúpido. ¿A qué conduce?, pensó rabiosamente. Como un rato antes en su camerino, sintió un vacío en el estómago.

Había un recuerdo que volvía siempre a su espíritu cuando estaba en ese estado de ánimo; una gran araña que había visto una noche en Provenza en un viaje a pie, estaba colgada de un hilo que pendía de un árbol, trepaba y después se dejaba caer a sacudidas, trepaba de nuevo con una paciencia abrumadora; no se comprendía de dónde sacaba ese coraje empecinado, parecía estar terriblemente sola en el mundo.

—¿Va a durar todavía un tiempo su número de títeres? —pregunto Isabel.

—Dominga había dicho hasta el fin de la semana —dijo Gerbert.

—¿Y al final, Pagés abandonó totalmente el papel?

—Me prometió que iría esta noche.

Con el lápiz en suspenso, Isabel lo miró a los ojos.

—¿Qué piensa de Pagés?

—Es simpática.

—Pero ¿qué más? —dijo Isabel. Tenía una extraña sonrisa insistente; parecía hacerle pasar un examen.

—No la conozco mucho —dijo Gerbert.

Isabel rio francamente.

—Evidentemente, si es tan tímido como ella… Se inclinó sobre su croquis y se puso a dibujar con aire aplicado.

—No soy tímido —dijo Gerbert. Sintió, enfurecido, que se ruborizaba; era demasiado tonto, pero le horrorizaba que hablaran de él, y ni siquiera podía moverse para ocultar un poco su cara.

—Hay que creer que sí —dijo Isabel alegremente.

—¿Por qué? —preguntó Gerbert.

—Porque de lo contrario no le hubiera resultado muy difícil conocerla más ampliamente. —Isabel alzó los ojos y miró a Gerbert con un aire de buena fe y de curiosidad—. ¿Verdaderamente no se dio cuenta de nada o está fingiendo?

—No comprendo lo que quiere decir —dijo Gerbert desconcertado.

—Es encantador —dijo Isabel—, es tan rara esa modestia de violeta. —Hablaba en el vacío con un aire de confianza. Quizás estaba verdaderamente volviéndose loca.

—Pero Pagés no se ocupa de mí —dijo Gerbert.

—¿Usted cree? —dijo Isabel con voz irónica.

Gerbert no contestó nada; era verdad que Pagés había estado rara con él algunas veces, pero eso no probaba gran cosa, no se interesaba por nadie sino por Francisca y Labrousse. Isabel quería divertirse con él, chupaba la mina de su lápiz con aire irritante.

—¿No le gusta? —dijo.

Gerbert se encogió de hombros.

—Se equivoca —dijo.

Miró a su alrededor, molesto. Isabel siempre había sido indiscreta, hablaba sin darse cuenta, por el placer de hablar. Pero esta vez, francamente, se pasaba.

—Cinco minutos —dijo levantándose—. Es el momento de las aclamaciones.

Los figurantes habían ido a sentarse al otro extremo de la sala; él les hizo una seña y abrió suavemente la puerta que daba al escenario. No se oían las voces de los actores, pero Gerbert se guiaba por la música que acompañaba en sordina el diálogo de Casio y de Casca. Cada noche sentía la misma emoción mientras acechaba la aparición del tema que anunciaba que el pueblo ofrecía la corona a César; casi creía en la solemnidad ambigua y engañosa de ese instante. Alzó la mano y un clamor cubrió los últimos acordes del piano. De nuevo espió en el silencio que subrayaba un lejano murmullo de voces, luego la breve melodía se hizo oír y un grito salió de todas las bocas; la tercera vez apenas unas palabras esbozaron el tema y las voces se elevaron en un acrecentamiento de violencia.

—Ahora estamos tranquilos por un momento —dijo Gerbert recobrando la postura. Sin embargo, estaba intrigado, gustaba, eso lo sabía, hasta gustaba demasiado, pero gustar a Pagés sería halagador.

—Esta noche he visto a Pagés —dijo al cabo de un instante—. Le juro que no daba la impresión de quererme mucho.

—¿Cómo es eso? —se interesó Isabel.

—Estaba furiosa porque yo tenía que comer con Francisca y Labrousse.

—Ah, ya veo —dijo Isabel—, es celosa como un tigre esa chica; efectivamente, ha debido de odiarlo, pero eso no prueba nada. —Isabel hizo algunos trazos en silencio. Gerbert habría querido interrogarla más, pero no llegaba a formular ninguna pregunta que no le pareciera indiscreta.

—Es fastidioso tener una personita así en la vida —dijo Isabel—. Por más que Francisca y Labrousse sean abnegados, les pesa mucho.

Gerbert recordó el incidente de esa noche y el tono bonachón de Labrousse:

«Es un tirano esta chica, pero tenemos defensa».

Recordaba muy bien los rostros y las entonaciones de la gente, pero no sabía pasar a través de ellos para apoderarse de lo que tenía en la cabeza; todo quedaba en él preciso y opaco, sin que llegara a formarse ninguna idea clara. Vaciló. Era una ocasión inesperada de poder informarse un poco.

—No comprendo muy bien qué sienten por ella —dijo.

—Usted sabe cómo son —dijo Isabel—, se quieren tanto el uno al otro; sus relaciones con la demás gente siempre son livianas o, si no, es un juego. —Se inclinó sobre su dibujo con un aire totalmente absorto.

—Les divierte tener una hija adoptiva, pero creo que también empieza a envenenarlos un poco. Gerbert vaciló.

—Labrousse suele mirar a Pagés con tanta solicitud. Isabel se echó a reír.

—No se imaginará que Pedro está enamorada de Pagés.

—Por supuesto que no —respondió Gerbert. Estaba ahogado de rabia. Esta mujer era insoportable con sus modales de hermana mayor.

—Obsérvela —dijo Isabel tomando un aire serio—. Estoy segura de lo que digo. —Agregó con una pesada ironía—: Es verdad que habría que alzar un dedo.

El cabaret de Dominga estaba tan desierto como los tablados de las ferias; el espectáculo se había desarrollado ante seis parroquianos con rostros fúnebres. El corazón de Gerbert se rompía mientras colocaba en una maleta la princesita de hule: acaso era la última noche. Al día siguiente una lluvia de polvo gris iba a caer sobre Europa, ahogando las frágiles muñecas, los decorados, el cinc de los mostradores, y todos esos arcos iris de luz que brillaban en las calles de Montparnasse. Su mano se detuvo sobre el rostro liso y frío: un verdadero entierro.

—Parece una muerta —dijo Pagés.

Gerbert se estremeció; Pagés se anudaba el pañuelo bajo la barbilla mientras miraba los cuerpecitos helados alineados en el fondo de la caja.

—Está bien por su parte haber venido esta noche —dijo—. Todo sale mucho mejor cuando está usted.

—Pero le había dicho que vendría —dijo ella con una dignidad asombrosa.

Había llegado justo cuando se alzaba el telón y apenas había tenido tiempo de cambiar tres palabras. Gerbert le lanzó una rápida mirada. Si por lo menos encontrara algo que decirle; tenía ganas de retenerla un momento. Después de todo, ella no era tan intimidante; con ese pañuelo en la cabeza hasta parecía mofletuda.

—¿Ha ido al cine? —preguntó.

—No —dijo Javiera. Jugueteaba con el fleco de su bufanda—. Estaba demasiado lejos. Gerbert se echó a reír.

—Los taxis acortan las distancias.

—Oh, —dijo Javiera con aire perspicaz—. No me fío mucho de ellos. —Sonrió amablemente—. ¿Han comido bien?

—Comí un jamón con judías que era un milagro —dijo Gerbert con entusiasmo. Calló confuso—. Pero a usted le dan asco estas historias de comidas.

Pagés alzó las cejas, parecían dibujadas con pinceles como en una máscara japonesa.

—¿Quién le ha dicho eso?

Gerbert pensó con satisfacción que estaba aprendiendo psicología, ya que le parecía ver con claridad que Javiera seguía estando rabiosa contra Francisca y Labrousse.

—¿No va a pretender que le interesan mucho las comidas? —preguntó riendo.

—Porque soy rubia —dijo Javiera con aire apenado— todo el mundo me cree etérea.

—Le apuesto a que no viene a comerse un bistec alemán conmigo —dijo Gerbert. Lo dijo sin reflexionar y en seguida se quedó consternado por su osadía.

Los ojos de Javiera brillaron alegremente.

—Le apuesto a que me como uno —dijo.

—Y bueno, vamos —dijo Gerbert. Se hizo a un lado para dejarla pasar—. ¿Qué voy a decirle?, se preguntó muy inquieto. Estaba bastante orgulloso, no se podría decir que no hubiera movido un dedo. Era la primera vez que tomaba semejante iniciativa. Por lo general, siempre se le adelantaban.

—Ah, qué frío —dijo Pagés.

—Vamos a la Coupole, estamos al lado —dijo Gerbert. Pagés miró a su alrededor con aire angustiado.

—¿No hay nada más cerca?

—El bistec alemán se come en la Coupole —dijo Gerbert firmemente.

Las mujeres eran siempre así; tenían demasiado frío o demasiado calor, exigían demasiadas precauciones para ser buenas compañeras. Gerbert hasta había sentido ternura por algunas porque le gustaba que lo quisieran, pero era irremediable, se aburría con ellas; si hubiera tenido la suerte de ser pederasta, no habría frecuentado más que hombres. Y para colmo, era todo un lío cuando uno quería plantarlas, sobre todo porque a él no le gustaba hacer sufrir; a la larga terminaban por comprender, pero necesitaban mucho tiempo. Anita empezaba a comprender; era la tercera vez que faltaba a una cita sin avisarle. Gerbert miró con ternura la fachada de la Coupole; esos juegos de luces le oprimían el corazón casi tan melancólicamente como una aire de jazz.

—¿Ve como no era lejos? —dijo.

—Es porque usted tiene piernas largas —dijo Javiera mirándole con aire de aprobación—, me gustan las personas que caminan rápido.

Antes de empujar la puerta giratoria, Gerbert se volvió hacia ella.

—¿Sigue apeteciéndole un bistec alemán? —preguntó. Javiera vaciló.

—A decir verdad, no tengo muchas, muchas ganas; tengo sobre todo sed.

Lo miraba con aire de excusa; tenía verdaderamente una buena cara con sus mejillas mofletudas y ese flequillo que se escapaba de su pañuelo. Gerbert tuvo una idea audaz.

—¿En ese caso, si bajáramos al dancing? —dijo. Ensayó tímidamente una sonrisa que a menudo le daba resultado—. Le daría una lección de matracas.

—¡Oh, sería estupendo! —dijo Pagés con tal entusiasmo, que él se quedó un poco sofocado. Ella se arrancó el pañuelo con un gesto violento y se puso a bajar la escalera roja saltando los peldaños de dos en dos. Gerbert se preguntó con sorpresa si no habría algo de verdad en las insinuaciones de Isabel. Pagés era siempre tan reservada con la gente. Y esa noche acogía con tanta prisa sus menores avances.

—Nos instalamos aquí —propuso señalando una mesa.

—Sí, va a ser muy agradable —dijo ella. Miró a su alrededor con aire encantado; parecía que ante la amenaza de una catástrofe el baile fuera un refugio mejor que los espectáculos de arte, pues había algunas parejas en la pista.

—Adoro esta clase de decorados —dijo Pagés. Frunció la nariz. Ante sus juegos de fisonomía, a Gerbert le costaba no echarse a reír.

—En la boite de Dominga todo es tan mezquino, es lo que llaman buen gusto. —Hizo una mueca y miró a Gerbert con aire de complicidad—. ¿No le parece que da una impresión de avaricia? El tipo de ingenio que tienen sus bromas, todo parece cuadriculado.

—Sí —dijo Gerbert—, tienen la risa austera; como ese filósofo del que me habló Labrousse, que reía al ver una tangente en un círculo: porque se parece a un ángulo y no lo es.

—Usted se está burlando de mí —reprochó Javiera.

—Se lo juro —dijo Gerbert—, le parecía el colmo de lo cómico, pero era un triste entre los tristes.

—Sin embargo, parecía que no perdía una oportunidad de divertirse —dijo Javiera. Gerbert se echó a reír.

—¿Nunca ha oído a Charpini? Eso es lo que yo llamo un tipo gracioso, sobre todo cuando canta Carmen: «Mi madre, la veo», y Brancanto busca por todas partes: «¿Pero dónde? ¿Aquí? Pobre mujer, ¿dónde está?». Yo lloro de risa cada vez.

—No —dijo Pagés con aire triste—, nunca he oído nada verdaderamente divertido. Me gustaría tanto.

—Bien, tendremos que ir a verlo —dijo Gerbert—. ¿Y Georgius? ¿Conoce a Georgius?

—No —dijo Javiera mirándolo con aire lastimoso.

—A lo mejor le parecerá estúpido —comentó Gerbert con una vacilación—. Sus cantos están llenos de astucias groseras y hasta de juegos de palabras. —Imaginaba mal a Javiera escuchando a Georgius con deleite.

—Estoy segura de que me divertiría —dijo ella con avidez.

—¿Qué quiere tomar? —preguntó Gerbert.

—Un whisky —dijo Javiera.

—Entonces dos whiskies —ordenó él—. ¿Le gusta?

—No —dijo ella con una mueca—, tiene gusto a tintura de yodo.

—Pero le gusta tomarlo, es como yo con el pernod —dijo Gerbert—. Pero el whisky me gusta —agregó con escrúpulo. Sonrió atrevidamente—. ¿Bailamos este tango?

—Claro —dijo Javiera. Se levantó y alisó su falda con la palma de la mano.

Gerbert la enlazó; recordaba que bailaba bien, mejor que Anita, mejor que Canzetti, pero esa noche, la perfección de sus gestos le pareció milagrosa. Un olor leve y tierno subía de su pelo rubio; por un momento, Gerbert se abandonó sin pensamientos al ritmo del baile, al canto de las guitarras, a las luces anaranjadas, a la dulzura de tener entre sus brazos un cuerpo esbelto.

He sido demasiado bobo, pensó bruscamente. Hacía semanas que debía haberla invitado a salir, ahora el cuartel lo acechaba, era demasiado tarde, esa noche no tendría mañana. Admiraba de lejos las hermosas historias apasionadas, pero un gran amor era como la ambición, sólo habría sido posible en un mundo en que las cosas tuvieran peso, en donde las palabras que se decían, los gestos que se hacían hubieran dejado rastros, y Gerbert tenía la impresión de estar instalado en una sala de espera donde ningún porvenir le abriría jamás la puerta. De pronto, cuando la orquesta hizo una pausa, la angustia que había arrastrado durante toda la noche se convirtió en pánico. Todos esos años que se habían deslizado entre sus dedos sólo le habían parecido un tiempo inútil y provisional, pero componían su única existencia, jamás conocería otra. Cuando estuviera tendido en un campo, rígido y embarrado, con su placa de identidad en la muñeca, ya no habría absolutamente nada.

—Vamos a tomar un trago de whisky —dijo.

Javiera le sonrió dócilmente. Al volver a la mesa, se cruzaron con una florista que les tendió un cesto lleno de flores. Gerbert se detuvo y eligió una rosa roja. Se la tendió a Javiera, que se la prendió en la blusa.