Prólogo
Escritos en distintas épocas y con perspectivas diferentes, estos ensayos[1] responden sin embargo a una misma pregunta: ¿cómo los privilegiados pueden pensar su situación? La antigua nobleza ignoró este problema: defendía sus derechos, los utilizaba sin cuidarse de legitimarlos. Por el contrario, la burguesía ascendiente se forjó una ideología que favoreció su liberación; y una vez que ha llegado a constituirse en clase dominante no puede pensar en repudiar su herencia. Pero cualquier pensamiento aspira a la universalidad: justificar bajo el modo universal la posesión de ventajas particulares no es una empresa fácil.
Hubo un hombre que osó asumir sistemáticamente la particularidad, la separación, el egoísmo: Sade. A él está consagrado nuestro primer estudio. Descendiente de esa nobleza que afirmaba sus privilegios a sablazos, seducido por el racionalismo de los filósofos burgueses, intentó, entre las actitudes de las dos clases, una curiosa síntesis. Reivindicó, en su forma más extrema, la arbitrariedad de su placer y pretendió fundar ideológicamente tal reivindicación. Y fracasó. Ni en su vida ni en su obra superó las contradicciones del solipsismo. Pero al menos tuvo el mérito de mostrar con escándalo que el privilegio no puede ser más que querido egoístamente, que es imposible legitimarlo ante los ojos de todos. Al exponer como irreconciliables los intereses del tirano y los del esclavo, presintió la lucha de clases. A esto se debe que el privilegiado hombre común tenga miedo ante este hombre extremo. Asumir la injusticia como tal significa reconocer que existe otra justicia, poner en cuestión su vida y a sí mismo. Esta solución no podía satisfacer al burgués de Occidente. Éste desea descansar sin esfuerzo y sin riesgo en la posesión de sus derechos: quiere que su justicia sea la justicia. En nuestro segundo ensayo[2] hemos examinado los procedimientos utilizados por los conservadores de hoy para valorizar la iniquidad. Nuestro último artículo[3] consiste en el análisis de un caso particular. Desde el momento en que la cultura es ella misma un privilegio, muchos intelectuales se alinean en el lado de la clase más favorecida: veremos mediante qué tipo de falsificaciones y sofismas uno de ellos se esfuerza nuevamente en confundir el interés general con el interés burgués. En todos estos casos, el fracaso es fatal: para los privilegiados resulta imposible asumir en el plano teórico su actitud práctica. No poseen otros recursos que el aturdimiento y la mala fe.