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Sade hizo de su erotismo el sentido y la expresión de toda su existencia: no es, pues, por curiosidad ociosa que procuremos precisar su naturaleza. Decir con Maurice Heine que él ha ensayado todo, amado todo, es escamotear el problema; y el término de algolagnia apenas nos hace penetrar en la comprensión de Sade. Él tenía evidentemente una idiosincrasia sexual bien definida, pero no es tan fácil comprenderla; sus cómplices y sus víctimas callaron; apenas dos escándalos célebres han levantado brevemente el telón tras el que se oculta habitualmente el exceso. Sus diarios, sus memorias, se han perdido, sus cartas son prudentes, y lo que hace en sus libros es inventarse más que desvelarse. «He concebido todo lo que se puede concebir en este género, pero seguramente no he hecho todo lo que he concebido y no lo haré seguramente nunca», escribe. No sin razón se ha comparado su obra a la Psichopathologia Sexualis de Krafft-Ebbing y a nadie se le da por imputar a éste todas las perversiones que cataloga; de esta manera Sade ha establecido sistemáticamente, según las recetas de una especie de arte combinatoria, un repertorio de las posibilidades sexuales del hombre: es cierto que no las ha vivido ni siquiera las ha soñado todas en su propio cuerpo; no sólo las cuenta demasiado, sino que las cuenta mal. Sus relatos se parecen a los grabados que ilustran Justine y Juliette en la edición de 1797: la anatomía y las posturas de los personajes están dibujadas con un realismo minucioso, pero la serenidad torpe y monótona de sus caras vuelve completamente irreales sus horribles bacanales. A través de las frías orgías que Sade concierta se hace difícil descubrir una confesión viva. Sin embargo, en sus novelas se hallan situaciones que trata con una particular complacencia, y manifiesta por algunos de sus héroes una simpatía especial: ha prestado muchos de sus gustos y de sus ideas a Noirceuil, a Blangis, a Gernande, a Dolmancé sobre todo. También a veces en una carta, en un incidente, a la vuelta de un diálogo, surge una frase imprevista y viva que no es el eco de una voz ajena. Son a esas escenas, a esos héroes, a esos textos privilegiados a los que se hace preciso interrogar.

Popularmente, sadismo significa crueldad; azotamientos, sangrías, torturas, asesinatos: la primera característica que impresiona en la obra de Sade es, en efecto, la que la tradición ha asociado con su nombre. El episodio de Rose Keller nos lo muestra dando latigazos a su víctima con un látigo y una cuerda con nudos, y sin duda[10] pinchándola con navajas y derritiendo cera sobre las heridas. En Marsella saca de sus bolsillos un látigo adornado con alfileres curvados y trae consigo fustas de brezo. En toda su conducta con respecto a su mujer, manifiesta una evidente crueldad mental. Por otra parte, se explayó abundantemente sobre el placer que podemos experimentar al hacer sufrir; pero cuando se contenta con reeditar la clásica doctrina de los espíritus animales, nos explica poca cosa: «Se trata solamente de estremecer la masa de nuestros nervios mediante el impacto más violento posible; ahora, no hay duda de que al afectar el dolor mucho más vivamente que el placer, el impacto que resulta para nosotros de esa sensación producida sobre los otros reportará esencialmente una vibración más vigorosa». Sade no despeja el misterio de que la violencia de una vibración se convierta en una conciencia voluptuosa. Felizmente, esboza en otras partes explicaciones más sinceras. El hecho es que la intuición original a partir de la cual se ha elaborado toda la sexualidad, y, por tanto, toda la ética de Sade, es la identidad fundamental del coito y la crueldad. «¿Consistiría la crisis de voluptuosidad en una especie de furor si la intención de esa madre del género humano [la Naturaleza] no fuese que el tratamiento del coito sea el mismo que el de la cólera? ¿Dónde está entonces el hombre bien constituido […] que no desee […] perturbar su goce?». Ciertamente en la descripción que Sade nos da del duque de Blangis mientras goza es necesario ver una transposición de las costumbres del autor de un modo épico: «Gritos espantosos, atroces blasfemias se escapaban de su pecho hinchado, entonces parecían salir llamas de sus ojos, echaba espuma por la boca, relinchaba…» y proseguía incluso hasta el estrangulamiento. El propio Sade, según las declaraciones de Rose Keller, «se puso a dar enormes y horrorosos gritos» antes de cortar las cuerdas que inmovilizaban a su víctima. La carta «Vainilla y malilla» confirma que ha experimentado el orgasmo como una crisis análoga a la crisis epiléptica, agresiva y asesina como la rabia.

¿Cómo se explica esta singular violencia? Se ha planteado la pregunta de si de hecho Sade no era sexualmente débil. Muchos de sus héroes —entre otros Gernande, que le es querido— tienen «pequeños instrumentos» y una gran dificultad de erección y eyaculación; seguramente Sade conoció esas congojas, pero es el exceso de la orgía lo que parece haber provocado en él esa semi-impotencia, que caracteriza también a una gran parte de los libertinos. Por otro lado, un buen número de ellos están muy bien dotados y Sade a menudo hace alusión al vigor de su propio temperamento. Al contrario, es la alianza de apetitos sexuales ardientes con un «solipsismo» afectivo radical lo que me parece la clave de su erotismo.

Desde la adolescencia hasta sus encarcelamientos Sade conoció ciertamente de una manera apremiante, incluso obsesiva, la solicitación del deseo. En cambio hay una experiencia que él parece ignorar por completo: es la del trastorno. Jamás aparece en sus novelas la voluptuosidad como olvido de sí, como éxtasis, abandono: comparemos por ejemplo las efusiones de Rousseau con las frenéticas blasfemias de un Noirceuil, de un Dolmancé; o en La religiosa de Diderot, las emociones de la Superiora con los placeres brutales de las lesbianas de Sade. En el héroe sádico, la agresividad masculina no es atenuada por la común metamorfosis del cuerpo en carne; ni por un instante él se pierde en su animalidad: queda tan lúcido, tan cerebral, que los discursos filosóficos son para él un afrodisíaco, en lugar de estorbarle en sus arrebatos. En ese cuerpo frío, tenso, rebelde a cualquier fascinación, se puede concebir que el deseo y el placer se desencadenen como crisis furiosa: lo fulminan como una suerte de accidente orgánico en vez de constituir una actitud vivida en la unidad psicofisiológica del sujeto. Gracias a esta desmesura, el acto sexual crea la ilusión de un goce soberano que a los ojos de Sade posee un valor incomparable; pero le falta una dimensión esencial cuya ausencia el sadismo se va a esforzar por compensar. Mediante el trastorno, la existencia es aprehendida en sí y en el otro como subjetividad y pasividad a la vez; a través de esta unidad ambigua los dos miembros de la pareja se confunden; cada uno es liberado de su presencia a sí y alcanza una comunicación inmediata con el otro. La maldición que pesa sobre Sade, —y que únicamente su infancia nos podría explicar— es ese autismo que nunca le permite olvidarse de sí mismo y que hace que jamás se percate de la presencia del otro. Si hubiese sido de un temperamento frío, no se hubiera planteado problema alguno, pero existen instintos que lo precipitan hacia esos objetos extraños a los que se ve incapaz de unirse: se le hace necesario inventar maneras singulares de captarlos. Más tarde, cuando su deseo ya está debilitado, continuará viviendo en ese universo erótico del que ha hecho el único universo válido ante sí, sea por aburrimiento, desafío o resentimiento, y sus maniobras tendrán entonces como fin provocar la erección y el orgasmo. Pero incluso cuando esto le resultaba fácil, Sade tenía necesidad de rodeos para dar a su sexualidad la significación que en ella se esbozaba sin llegarse a cumplir: una evasión de su conciencia en su carne, una aprehensión del otro como conciencia a través de la carne.

Normalmente, es por el vértigo del otro hecho carne por lo que cada uno se fascina con su propia carne. Si el sujeto queda encerrado en la soledad de su conciencia, entonces escapa a esa confusión y sólo podrá unirse al otro por medio de representaciones. Un amante cerebral y frío espía con avidez el goce de su dama y tiene necesidad de afirmarse como su autor porque no tiene otro medio de alcanzar su propia condición carnal: podemos calificar de sádica esta conducta, que compensa la separación por medio de una tiranía reflexiva. Sade sabe, lo hemos visto, que infligir el placer puede ser un acto agresivo y su despotismo tomó a veces esa figura; pero no le satisface. Ante todo le repugna esa especie de igualdad que crea una común voluptuosidad: «Si los objetos que nos sirven gozan, desde ese momento estarán más ocupados de ellos que de nosotros y nuestro goce se verá consecuentemente alterado. La idea de ver a otro gozar de la misma manera que uno lo hace conduce a aquél a una especie de igualdad que agrede a los indecibles encantos que hace sentir el despotismo». Y de un modo tajante declara: «Cualquier goce compartido se debilita». Así pues, las sensaciones agradables son demasiado benignas; es cuando se la desgarra, cuando sangra, como la carne se revela en cuanto carne del modo más dramático: «No existe ninguna clase de sensación que sea más activa, más incisiva que la del dolor: sus impresiones son seguras». Pero para que a través de los sufrimientos infligidos yo llegue a ser también carne y sangre, es necesario que en la pasividad del otro reconozca mi propia condición y por tanto que la habite una libertad y una conciencia. El libertino «haría bien en quejarse si actuase sobre un objeto inerte que no sintiese nada». De ahí que las contorsiones y quejas de la víctima sean necesarias para la felicidad del verdugo: al punto que Verneuil le ponía a su mujer una especie de gorro que amplificaba sus gritos. En su rebeldía, el objeto torturado se afirma como mi semejante y logro por su mediación esa síntesis del espíritu y de la carne que al principio era rechazada.

Si el fin perseguido es a la vez huir de sí mismo y descubrir la realidad de las demás existencias, todavía hay otro camino que se abre: hacerse maltratar por el otro. Sade está muy lejos de ignorarlo. En Marsella usa el látigo, las fustas, tanto para azotar como para hacerse azotar; seguramente era una práctica de las más habituales en él, y todos sus héroes se hacen flagelar con gozo: «Nadie duda hoy que la flagelación posee una virtud del más grande efecto para encender el vigor apagado por los excesos de la lujuria». Hay aún otra manera de realizar su pasividad: en Marsella, Sade se hace sodomizar por su criado Latour que parece muy habituado a rendirle este género de servicios; sus héroes lo imitan a porfía, y él declaró en alto, en términos muy vivos, que el máximo placer se alcanza combinando sodomía activa y pasiva. No hay ninguna perversión de la que él hable tan a menudo ni con tanta complacencia, con apasionada vehemencia incluso.

A quien le guste clasificar a los individuos bajo etiquetas bien definidas se le plantean enseguida dos cuestiones: ¿era Sade, pues, sodomita?, ¿en el fondo, era masoquista? Por lo que concierne a la sodomía, su aspecto físico, el papel jugado por sus criados, la presencia en La Coste del guapo secretario iletrado, la enorme importancia que Sade concede en sus escritos a esa fantasía y el ardor de sus alegatos, todo ello confirma que ahí reside uno de los aspectos esenciales de su sexualidad. Ciertamente las mujeres han jugado un gran papel tanto en su vida como en su obra; conoció a cantidad de damas, mantuvo a la Beauvoisin y a otras señoras de menor importancia, sedujo a su cuñada, reunió a chicas jóvenes y a chiquillas en el castillo de La Coste, flirteó con Mademoiselle Rousset y acabó su vida al lado de Madame Quesnet; por no hablar de los lazos impuestos por la sociedad, pero que él recreó a su manera, que le unieron a Madame de Sade. Pero ¿qué relaciones mantuvo con ellas? Es significativo que en los dos únicos testimonios recogidos sobre su actividad sexual no se observa que Sade haya «conocido» normalmente a sus parejas. En el caso de Rose Keller se satisfizo azotándola, no la tocó; a la chica de Marsella le propuso hacerse «conocer por detrás» por su criado o en su defecto por él; y como ella rehusó, se contentó con algunos tocamientos, mientras que él se hacía «conocer» por Latour. Sus héroes se divierten con mucho gusto en desvirgar a chiquillas: esta violencia sangrienta y sacrílega halaga la imaginación de Sade. Pero incluso cuando inician a una virgen prefieren a menudo tratarla como a un muchacho que hacer correr su sangre. Más de un personaje de Sade siente un profundo disgusto por «la parte de delante» de las mujeres; otros son más eclécticos, pero sus preferencias son nítidas: Sade nunca alabó esa parte del cuerpo femenino que tan gozosamente es celebrado en Las mil y una noches. No siente más que desprecio hacia los pobres afeminados que poseen normalmente a sus esposas. Si le hizo hijos a Madame de Sade, ya hemos visto en qué condiciones eso sucedió; y dadas las extrañas orgías a las cuales se dedicaba en La Coste, ¿quién prueba que él mismo fue el que preñó a Nanon? Por supuesto que no se trata de atribuir a Sade las opiniones que profesan en sus novelas los pederastas especializados, pero el argumento que coloca en boca del obispo de las Jornadas de Sodoma está bastante próximo a su corazón como para que podamos considerarlo una confesión. Dice éste, en lo que concierne al placer: «Vale más un muchacho que una chica; consideradlo desde el lado del mal, que es casi siempre el verdadero atractivo del placer; el crimen os parecerá más grande con un ser de vuestra especie que con quien no lo es, y a partir de ese momento se duplica la lubricidad». Sade puede, por supuesto, escribir a la esposa que su único error fue amar demasiado a las mujeres, pero se trata de una carta oficial e hipócrita; y es por una dialéctica novelesca por lo que les da en sus libros los papeles más triunfales: en ellas la maldad hace surgir un chocante contraste con la dulzura tradicional de su sexo. Cuando superan su abyección natural por el crimen, demuestran con más ruido que un hombre que ninguna situación puede poner trabas al vuelo de un corazón audaz; pero si ellas llegan a ser imaginariamente los más magníficos verdugos, es porque en la realidad son víctimas natas: serviles, lloronas, mistificadas, pasivas… a través de toda su obra se filtran el desprecio y el disgusto que verdaderamente Sade sentía con relación a ellas. ¿Es a su madre a quien detestaba en ellas? Podemos también preguntarnos si Sade no odia este sexo porque ve en él no su complemento sino su doble, y porque no puede recibir nada de él. Sus grandes canallas femeninas tienen más calor y vida que sus héroes, no sólo por razones estéticas, sino porque ellas están más próximas a él. No creo en absoluto que Sade se reconozca en la quejumbrosa Justine, sino en Juliette ciertamente, que sufre los mismos tratos que su hermana con orgullo y placer. Sade se siente mujer y echa en cara a las mujeres el hecho de no ser el macho que él desea: dota a la más grande, a la más extravagante de todas, a la Durand, de un clítoris gigantesco que le permite comportarse sexualmente como un hombre.

Es imposible precisar en qué medida las mujeres han sido para Sade algo más que sucedáneos o juguetes. Lo que tenemos derecho a afirmar es que su sexualidad es esencialmente anal. El apego de Sade al dinero lo confirma; los asuntos relacionados con la herencia han jugado un papel enorme en su vida. El robo aparece en su obra como una conducta sexual cuya evocación es suficiente para provocar el orgasmo. Y si rechazásemos la interpretación freudiana de la codicia, tenemos sin embargo un hecho nada equívoco que Sade ha reconocido claramente: su coprofilia. En Marsella proporciona grageas a una chica diciéndole «que eso la incitaría a echar gases», y se muestra decepcionado por no recoger el beneficio previsto; llama también la atención que las dos fantasías sobre las que intentó explicarse con más profundidad fuesen la crueldad y la coprofagia. ¿Hasta qué punto se entregaba a ellas? Desde luego que hay distancia entre las prácticas esbozadas en Marsella y las orgías excremenciales de las Jornadas de Sodoma, pero la importancia que le concede a éstas, el cuidado con el que describe sus ritos y sobre todo sus preparativos, prueban que no tratamos con frías invenciones sistemácicas sino con fantasmas afectivos. Por otra parte, la extraordinaria bulimia del Sade prisionero no podría explicarse únicamente por la ociosidad: el hecho de comer solamente puede ser un sustituto de la actividad erótica si sigue habiendo una equivalencia infantil entre las funciones gastrointestinales y las funciones sexuales; ésta se perpetuó ciertamente en el caso de Sade. Él relaciona estrechamente la orgía alimenticia con la orgía erótica: «Ninguna pasión se alía mejor con la lujuria que la borrachera y la gula», afirma; y esta confusión se acaba cumpliendo con fantasmas de antropofagia: beber sangre, tragar esperma y excrementos, comer niños, es saciar el deseo mediante la destrucción de su objeto. El goce no comporta ni cambio, ni don, ni reciprocidad, ni gratuita magnificencia: su despotismo es el de la avaricia que escoge aniquilar lo que no puede asimilar.

La coprofilia de Sade tiene todavía otro sentido: «Si es la cosa sucia lo que gusta en el acto lúbrico, cuanto más sucia es, más debe complacer». Entre los atractivos sexuales más evidentes Sade coloca a la vejez, a la fealdad, a la hediondez. Esta conexión de la villanía con el erotismo es tan original en él como la de la crueldad y se explica de manera análoga. La belleza es demasiado simple, la captamos mediante un juicio intelectual que no arranca a la conciencia de su soledad ni al cuerpo de su indiferencia, mientras que la villanía envilece. El hombre que tiene comercio con la suciedad, como aquel que hiere o se hace herir, se realiza en tanto que carne. Ésta deviene, mediante su desgracia y su humillación, un abismo donde se desvanece el espíritu y donde los individuos separados se reúnen. Golpeado, penetrado, mancillado, sólo Sade consigue así abolir su obsesiva presencia.

Sin embargo no es masoquista en el sentido vulgar de la palabra; se burla con acritud de los hombres que se hacen esclavos de una mujer. «Yo los abandono al vil placer de llevar los hierros con los que la naturaleza les da el derecho de postrar a los demás; que estos animales vegeten en la bajeza que los envilece». El universo del masoquista es mágico, y por eso es casi siempre fetichista: los objetos —zapatos, pieles, fustas— se cargan de efluvios que tienen el poder de convertirlo en cosa; y es esto lo que busca explícitamente: abolirse al convertirse en objeto inerte. El mundo de Sade es esencialmente racional y práctico; los objetos —materiales o humanos— que sirven a sus placeres, son útiles sin misterio alguno, y ve explícitamente en la humillación un ardid orgulloso. Saint-Fond por ejemplo declara: «La humillación de ciertos actos de libertinaje sirve de pretexto al orgullo». Y en otro lugar Sade dice del libertino que «el estado de envilecimiento que lo caracteriza al sumirlo en el castigo le complace, le divierte, le deleita, y goza en su interior por el hecho de haber ido demasiado lejos para merecer ser tratado así». Hay, no obstante, un íntimo parentesco entre estas dos actitudes. Si el masoquista quiere perderse, es para hacerse fascinar por ese objeto con el cual pretende confundirse, y este esfuerzo lo reconduce a su subjetividad. Al exigir de su pareja que lo maltrate, la tiraniza. Sus humillantes exhibiciones, las torturas sufridas, humillan y torturan también al otro. Y a la inversa: mancillando y agrediendo, el verdugo se mancilla y se agrede, participa en esa pasividad que él desvela, y al tratar de reconocerse como causa de los tormentos que inflige, se convierte efectivamente en instrumento y, como consecuencia, en objeto. Estamos, pues, autorizados a unificar esas conductas bajo el nombre de sadomasoquismo; sólo hace falta tener en cuenta que, a pesar de la generalidad de este término, tales conductas puedan ofrecer gran diversidad. Sade no es Sacher-Masoch. Lo que le caracteriza singularmente es la tensión de una voluntad que se aplica a realizar la carne sin perderse en ella. En Marsella, se hace flagelar, pero de vez en cuando se lanza a la chimenea y marca a cuchillo en el tubo el número de golpes que acaba de recibir: la humillación se vuelve enseguida fanfarronada; sodomizado, azota al mismo tiempo a una chica; y en esto consiste uno de sus fantasmas favoritos: golpeado y penetrado, golpear y penetrar en el mismo instante a una víctima sumisa.

He dicho que se desconocerían el sentido y alcance de las singularidades de Sade si nos limitásemos a considerarlas como simples datos. Están siempre cargadas de una significación ética. A partir del escándalo de 1763, el erotismo de Sade no es ya sólo una actitud individual: es también un desafío a la sociedad. En una carta a su mujer Sade explica el modo en que de sus gustos ha hecho principios: «Llevo estos principios y estos gustos hasta el fanatismo», escribe, «y el fanatismo es la obra de las persecuciones de mis tiranos». La suprema intención que anima toda actividad sexual es que se quiera criminal: crueldad o deshonra, se trata de realizar el mal. Sade experimenta inmediatamente el coito como crueldad, división y falta; y por resentimiento reivindica tenazmente su perfidia. Ya que la sociedad se alía con la naturaleza al considerarle un criminal a causa de sus placeres, convertirá el crimen mismo en un placer. «El crimen es el alma de la lujuria. ¿Qué sería de un goce al que no le acompañase un crimen? No es el objeto del libertinaje lo que nos excita: es la idea del mal». En el placer de torturar y escarnecer a una mujer bella, escribe, «se halla la especie de placer que proporciona el sacrilegio o la profanación de los objetos que se ofrecen a nuestro culto». No por azar escogió el día de Pascua para azotar a Rose Keller; y es en el instante en que propone sardónicamente confesada cuando su excitación sexual alcanza el paroxismo. Ningún afrodisíaco es más potente que el desafío al Bien: «Los deseos que sentimos por los grandes crímenes son siempre más violentos que los que sentimos por los pequeños». ¿Hace Sade el mal para sentirse culpable, o escapa a su culpabilidad asumiéndola? Reducirlo a una u otra de estas actitudes es mutilarlo. Él no descansa ni en la abyección complaciente ni en una indecencia atolondrada, sino que oscila sin tregua y dramáticamente entre la arrogancia y la mala conciencia.

Entrevemos, entonces, el alcance de la crueldad y del masoquismo de Sade. Este hombre, que compaginaba un temperamento violento —que, según parece, se consumió pronto— con un «solipsismo» afectivo casi patológico, buscó un sucedáneo a su trastorno sexual en los dolores sufridos o infligidos. Su crueldad tiene un sentido muy complejo. Primero aparece como la realización extrema e inmediata del instinto del coito, como su asunción total: afirma la radical separación del otro objeto y del sujeto soberano, apunta a la destrucción celosa de lo que no puede asimilar con avaricia; pero sobre todo, antes que coronar impulsivamente el orgasmo, tiende de manera premeditada a provocarlo: permite atrapar a través del otro la unidad conciencia-carne y proyectarla en sí; finalmente, reivindica libremente el carácter criminal que la naturaleza y la sociedad han asignado al erotismo. Por otra parte, haciéndose sodomizar, flagelar, deshonrar, Sade llega también a la revelación de sí mismo como carne pasiva; sacia su deseo de autopunición y acepta la culpabilidad a la cual se le ha destinado, y de inmediato cambia la humildad por el orgullo mediante el desafío. En la escena sádica completa, el individuo desata su naturaleza sabiéndola malvada, asumiéndola agresivamente como tal; confunde la venganza y la falta, y transforma ésta en gloria.

Se trata de un acto que se propone como el resultado más extremo de la crueldad y del masoquismo a la vez, pues el sujeto se afirma en él de una manera privilegiada como tirano y como criminal: es el asesinato. Se ha sostenido a menudo que constituía el supremo término de la sexualidad sádica: yo creo que esta opinión descansa en un malentendido. Seguramente es con un fin apologético por lo que Sade en sus cartas se defiende tan vivamente de haber sido jamás un asesino: pero pienso que la idea le repugna sinceramente. Es cierto que sobrecarga sus relatos con monstruosas hecatombes: pero es que no hay ningún crimen cuya significación abstracta tenga una evidencia tan fulgurante como el asesinato. Éste representa la reivindicación desesperada de una libertad sin ley y sin temor. Y después en el papel, el autor, prolongando indefinidamente la agonía de su víctima, puede eternizar el instante privilegiado en que un espíritu lúcido habita un cuerpo que se degrada en materia; de este modo inspira un pasado vivo en el despojo inconsciente. Pero en verdad, ¿qué haría un tirano de este objeto inerte: de un cadáver? Sin duda, hay en el paso de la vida a la muerte algo de vertiginoso, y el sádico, al que fascinan los conflictos de la conciencia y de la carne, soñará gustosamente con ser el autor de una tan radical metamorfosis. Pero si es normal que realice esta experiencia privilegiada al presentarse la ocasión, no es posible que ésta le aporte la suprema satisfacción. Esa libertad, a la que se pretende tiranizar hasta aniquilada, al aniquilarse se desplaza fuera del mundo en el que la tiranía la apresaba. Si los héroes de Sade multiplican indefinidamente las masacres es porque ninguna los sacia. En concreto, no aportan ninguna solución a los problemas que atormentan al libertino, pues el fin que éste persigue no es sólo el placer. Nadie se comprometería tan apasionadamente, tan peligrosamente, en la búsqueda de una sensación, aunque ésta tuviese la violencia de una crisis epiléptica. Más bien, el traumatismo final debe garantizar por su evidencia el éxito de una empresa cuya apuesta lo supera infinitamente. Pero a menudo, por el contrario, la detiene sin llegar a concluirla y si se prolonga mediante un asesinato, éste no hace más que ratificar el fracaso. Blangis estrangula con el furor propio del mismo orgasmo y lo que hay en esta rabia en la que el deseo se apaga sin saciarse es desesperación; los placeres que premedita son menos salvajes y más complejos. Un episodio de Juliette es, entre otros, significativo: excitado por la conversación con la joven, Noirceuil que «gustaba poco de los placeres solitarios», es decir, aquellos a los que uno se entrega sólo con un partenaire, llama enseguida a sus amigos. «No somos suficientes […] No, déjame […] Al concentrarse mis pasiones en este punto único se parecen a los rayos del astro reunidos por el vidrio ardiente, queman pronto el objeto que se encuentra en el foco». No es por un escrúpulo abstracto por lo que se prohíbe un exceso así: al contrario, sabe que después del espasmo asesino se volvería a encontrar frustrado. Nuestros instintos nos indican fines que no pueden conseguirse si nos contentamos con seguir los impulsos inmediatos; es necesario superarlos, reflexionar sobre ellos, e inventar ingeniosamente los medios de satisfacerlos. Es la presencia de conciencias ajenas lo que mejor nos ayudará a tomar la distancia necesaria.

La sexualidad en Sade no depende de la biología: es un hecho social. Las orgías con las que se complace son casi siempre colectivas. En Marsella reclama dos chicas y es acompañado por su criado. En La Coste, organiza un serrallo. En sus novelas los libertinos forman verdaderas comunidades. La ventaja consiste primero en el número de combinaciones que se ofrecen de este modo a sus excesos. Pero esta socialización del erotismo tiene razones más profundas. En Marsella, Sade llama a su criado «Señor Marqués» y prefiere verlo «conocer» bajo su nombre a una chica antes que «conocerla» él mismo: la representación de la escena erótica tiene más interés para él que su experiencia vivida. En Las jornadas de Sodoma, las fantasías son primero narradas, antes de pasar a practicarlas: mediante este desdoblamiento el acto deviene un espectáculo considerado a distancia en el instante en que es ejecutado: De esta manera conserva la significación que sería oscurecida por un arrebato solitario y bestial, pues si el exceso coincidiese exactamente con sus gestos, y la víctima con sus emociones, libertad y conciencia se perderían en el extravío de la carne. Ésta no sería más que sufrimiento imbécil; aquélla, voluptuosidad convulsiva. Gracias a los testigos congregados alrededor se mantiene una presencia que ayuda al sujeto a permanecer él mismo presente. Él espera realizarse a través de representaciones, y para observarse hace falta ser observado; tiranizando a una víctima Sade se convierte en objeto para los que le miran, y a la inversa: contemplando las violencias que soporta la carne que él violenta, se recupera como sujeto en el seno de su pasividad; la confusión del para-sí y del para-otro se cumple. Los cómplices son particularmente necesarios para dotar a la sexualidad de una dimensión demoníaca; mediante ellos el acto cometido o sufrido reviste una forma segura en lugar de diluirse en momentos contingentes; al hacerse real, cualquier crimen se revela posible, común, uno se familiariza con él tan íntimamente que cuesta trabajo juzgarlo condenable. Para asombrarse, para espantarse, hace falta contemplarse desde lejos, a través de ojos ajenos.

Pero este recurso al otro, por preciado que sea, aún no es suficiente para superar las contradicciones implicadas por la tentativa sádica. Si se ha fracasado a la hora de captar en una experiencia vivida la unidad ambigua de la existencia, no se llegará nunca a reconstruirla intelectualmente. Por definición, una representación no puede coincidir ni con la intimidad de la conciencia ni con la opacidad de la carne, y aún menos puede reconciliarlas. Una vez disociados, estos dos momentos de la realidad humana se oponen y desde el momento en que se persigue uno, el otro se sustrae. Al infligir sufrimientos demasiado violentos, el sujeto se extravía, abdica, pierde su soberanía; un exceso de villanía comporta un asco que contraría al placer; la crueldad es prácticamente difícil de ejercer si no es dentro de unos límites muy modestos, y teóricamente implica una contradicción traducida por estos dos textos: «Los encantos más divinos resultan nulos cuando la sumisión y la obediencia no vienen a ofrecérnoslos» y «Es necesario violentar el objeto del deseo; más placer desde el momento en que se rinde». ¿Dónde encontrar esclavos voluntarios? Hace falta satisfacerse mediante compromisos. Con chicas pagadas y abyectamente consentidoras, Sade se salta un poco los límites convenidos. Contra una esposa que guarda en su docilidad una dignidad humana se permite algunas violencias; pero el acto erótico ideal nunca será realizado. Aquí reside el sentido profundo de las palabras que Sade coloca en la boca de Jérôme: «Lo que hacemos aquí solamente es la imagen de lo que desearíamos hacer». No se trata únicamente de que fechorías verdaderamente considerables estén prácticamente prohibidas, sino de que incluso aquellas que pueden ser evocadas en los más extremos delirios son decepcionantes para su autor: «Atacar al sol, privar al universo del sol o servirnos de él para abrasar el mundo, ¡eso sí que serían crímenes!». Pero si este sueño parece tranquilizador, es que el criminal proyecta en él su propia aniquilación junto a la del universo; al sobrevivir se volvería a encontrar frustrado. El crimen sádico nunca puede ser adecuado a la intención que lo anima, la víctima no es nunca más que un analogon, el sujeto sólo se capta como imago, y su relación sólo es la parodia del drama que les enfrenta realmente con su íntima incomunicabilidad. De ahí que el obispo de las Ciento veinte jornadas «no cometía jamás un crimen sin concebir al instante otro a continuación». El momento del complot es para el libertino un momento privilegiado porque puede ignorar entonces el desmentido que le opondrá fatalmente la realidad. Y si la narración juega en las orgías sádicas un papel primordial, despertando fácilmente sentidos sobre los que no actúan ya los objetos de carne y hueso, es que éstos no se dejan alcanzar íntegramente más que en su ausencia. Verdaderamente sólo hay una manera de satisfacerse con los fantasmas que crea el libertinaje: contar con su irrealidad misma. Escogiendo el erotismo, Sade ha escogido lo imaginario, sólo en lo imaginario conseguirá instalarse con certeza sin arriesgarse a la decepción; lo ha repetido a lo largo de toda su obra: «El goce de los sentidos está siempre regulado por la imaginación. El hombre no puede pretender la felicidad más que sirviendo a todos los caprichos de su imaginación». Por ella escapa al espacio, al tiempo, a la prisión, a la policía, al vacío de la ausencia, a las presencias opacas, a los conflictos de la existencia, a la muerte, a la vida y a todas las contradicciones. No es mediante el asesinato como se realiza el erotismo de Sade: es por medio de la literatura.