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A primera vista puede parecer que Sade al escribir no ha hecho más que reaccionar como tantos otros a su situación de prisionero. La idea no le era del todo extraña: una de las piezas representadas en La Corte en 1772 era, sin duda, composición suya, y su cofre, forzado a instancias de Madame de Montreuil, contenía, redactadas de su mano, ciertas «hojitas» que probablemente eran notas sobre la sexualidad. No pasaron cuatro años, una vez encerrado en Vincennes, cuando emprendió una obra verdadera. En otro calabozo de la misma fortaleza, Mirabeau también se lamentaba: «Estoy enterrado totalmente vivo en una tumba», y buscaba en la escritura una diversión: traducciones, correspondencia pícara, tratado sobre las cartas de cachet[11] intentaba a la vez matar el tiempo, distraer su carne, y minar a la sociedad hostil. Sade obedece a motivos análogos, ocupa su tiempo; y más de una vez al componer sus novelas ha debido de «darse un puñetazo»; él también quiere vengarse de sus verdugos. Escribe a su mujer con rabia exultante: «Apostaría que habéis imaginado hacer una maravilla al reducirme a una abstinencia atroz en lo que concierne al pecado de la carne. ¡Y bien! Os habéis equivocado […] me habéis hecho formar fantasmas que me será necesario realizar». Pero si es su arresto lo que ha determinado su decisión, ésta tiene sin embargo raíces mucho más profundas. A través de sus excesos Sade se ha contado siempre historias; pero la realidad que servía de analogon a sus fantasías, aunque les prestaba su consistencia, también las estorbaba por sus resistencias. La opacidad de las cosas oculta las significaciones: al contrario, son éstas las que la palabra retiene; un niño sabe ya que los dibujos son más obscenos que los órganos o los gestos que evocan porque la intención sucia se afirma allí en su pureza. De todos los sacrilegios, la blasfemia es el más fácil y seguro; los héroes de Sade charlan sin descanso y en el asunto de Rose Keller él mismo se deleitó con largos discursos. La escritura, aun mejor que la palabra, es susceptible de ofrecer con imágenes la solidez de un monumento, y resiste a todas las contestaciones. Gracias a ella, la virtud guarda su funesto prestigio en el instante en que es denunciada como hipocresía y tontería; el crimen permanece criminal en su grandeza; la libertad puede todavía palpitar en un cuerpo agonizante. La literatura permite a Sade desencadenar y fijar sus sueños, y también superar las contradicciones implicadas por cualquier sistema demoníaco; aun mejor: ella misma es un acto demoníaco puesto que exhibe agresivamente fantasmas criminales; aquí radica lo que le otorga su incomparable valor. Si juzgamos paradójico que un «solipsista» se haya comprometido tan apasionadamente en un esfuerzo de comunicación, es que hemos comprendido mal a Sade. No tiene nada del misántropo que prefiere las bestias y los bosques vírgenes a su especie. Separado del otro, esta inaccesible presencia le obsesiona. Si en lo más íntimo de su vida reclama como testigos a conciencias ajenas, es normal que desee exponerse al vasto público ante el cual puede presentar un libro.

¿Lo que desea Sade es sólo escandalizar? En 1795 escribe: «Voy a ofreceros grandes verdades; se las escuchará, serán motivo de reflexión; si no gustan todas, al menos quedarán algunas, habré contribuido en algo al progreso de las luces y estaré contento»[12]. Y en La nueva Justine: «Ocultarles verdades tan esenciales es querer mal a los hombres, cualesquiera que puedan ser sus resultados». Después de haber presidido la Sección de Picas y redactado en el nombre de la colectividad discursos y peticiones debió, en sus horas más optimistas, vanagloriarse de ser uno de los portavoces de la humanidad; entonces retenía de su experiencia no el aspecto maldito, sino la auténtica riqueza. Esos sueños se disiparán enseguida. Pero es demasiado simple congelar a Sade en el satanismo. En él la sinceridad se mezcla inextricablemente con la mala fe. Le gusta que la verdad escandalice, pero de la misma manera, si hace un deber del escándalo es porque éste manifiesta la verdad. En el momento en que reivindica con arrogancia sus errores, se da la razón a sí mismo. Al público al que deliberadamente ultraja le transmite también un mensaje: sus escritos reflejan la ambivalencia de su relación con el mundo dado y con el otro.

Lo que más merece nuestra sorpresa es el modo de expresión que ha elegido; de él, que ha cultivado tan celosamente su singularidad, se podría esperar que hubiese también procurado traducir su experiencia bajo una forma singular, como lo hizo por ejemplo Lautréamont. Pero, en primer lugar, el siglo XVIII ofrecía pocas posibilidades líricas. Sade odiaba la sosa sensibilidad con la que se confundía entonces a la poesía. Los tiempos no estaban maduros para un «poeta maldito». Y nada disponía a Sade a grandes audacias literarias; un verdadero creador debe —al menos en cierto plano, en cierto momento— liberarse radicalmente de lo dado y emerger más allá de los demás hombres en una total soledad. Pero hay en Sade una íntima debilidad que su arrogancia esconde mal; la sociedad se ha instalado en su propio corazón bajo la figura de la culpabilidad; no tiene ni los medios ni el tiempo de reinventar al mundo, al hombre y a sí mismo. Está demasiado presionado: presionado para defenderse. Ya he dicho que escribiendo busca, ante todo, conquistar una buena conciencia, y para ello es necesario que conduzca a otro a absolverle, incluso a aprobarle. En lugar de afirmarse, pleitea; y para hacerse entender toma prestado de la sociedad formas literarias y doctrinas aprobadas. Formado por un siglo racionalista, ninguna arma le parece más segura que el razonamiento. Él, que escribió que «cualquier principio de moral universal es una verdadera quimera», se somete dócilmente a las convenciones generales de la estética contemporánea y a las pretensiones de la lógica universal. Así se explican su arte y su pensamiento: si él se reivindica es siempre tratando al mismo tiempo de excusarse. Su obra es una empresa ambigua por llegar hasta el final del crimen aboliendo su culpabilidad.

Es normal, es chocante, que en consecuencia el género favorito de Sade sea la parodia. No trata de instituir un universo nuevo: se limita a hacer burla, por la manera como lo imita, de aquel que se le ha impuesto. Y ante todo simula creer en las quimeras que lo pueblan: la inocencia, la bondad, la abnegación, la generosidad, la castidad. Cuando en Aline y Valcour en Justine, en Los crímenes del amor, pinta untuosamente la virtud, no se trata sólo de una maniobra prudente; las «gasas» con las que viste a Justine son más que un artificio literario: hace falta prestar una realidad a la virtud si queremos divertirnos vejándola. Al defender sus cuentos contra el reproche dé inmoralidad, Sade escribe hipócritamente: «¿Quién pretenderá hacer resaltar la virtud si no destaca con firmeza los rasgos del vicio de la que está rodeada?». Pero entiende todo al contrario: ¿cómo dar al vicio su sabor si el lector no está prendido en el espejo del bien? Es aún más voluptuoso embaucar a la gente honesta que ofenderla, y trazando sobre el papel perífrasis melosas, Sade saborea los agudos placeres de la mistificación. Desgraciadamente, por lo general se divierte más de lo que nos divierte. Con mucha frecuencia su lenguaje tiene la misma frialdad, la misma insulsez que los cuentos edificantes que él calca, y los episodios se desarrollan según convenciones también simples. Sin embargo, es mediante la parodia como Sade ha obtenido sus éxitos artísticos más sonados. Precursor de la novela negra, como lo ha subrayado Maurice Heine, Sade es demasiado profundamente racionalista para sumergirse en lo fantástico. Cuando se abandona a las extravagancias de su imaginación, no se sabe si hace falta admirar su vehemencia épica o su ironía; el milagro es que ésta es bastante sutil como para no arruinar sus delirios: al contrario, les presta una seca poesía que los defiende contra nuestra incredulidad. Este humor taciturno que puede en un momento dado volverse contra sí mismo es más que un simple procedimiento. Confundiendo la vergüenza y el orgullo, la verdad y el crimen, Sade es habitado por el genio de la contestación. Cuando hace el bufón es cuando se pone más serio, y cuando su mala fe salta a la vista, es entonces cuando es más sincero. Sus exageraciones ocultan a menudo ingenuas verdades mientras que a través de razonamientos ponderados suelta barbaridades. Su pensamiento se emplea en frustrar a quien quisiese fijarlo, es así como consigue su fin, que no es otro que el de inquietarnos. Su forma misma tiende a desconcertarnos; habla con una voz monótona y molesta, empieza a aburrirnos cuando de repente, amarga, sardónica, obscena, una verdad ilumina esos claroscuros haciendo resaltar su brutal estallido. Entonces en su alegría, su violencia, su arrogante crueldad, el estilo de Sade logra alcanzar al de un gran escritor.

No obstante, nadie se atrevería a clasificar Justine al lado de Manon Lescaut o de Las amistades peligrosas. Paradójicamente, es la propia necesidad de la obra de Sade la que le ha asignado sus límites estéticos: no ha tomado ante ella la distancia indispensable de un artista. Para afrontar la realidad proponiéndose recrearla, hacía falta el alejamiento necesario, y él no se ha enfrentado consigo mismo: se ha contentado con proyectar fuera de sí sus fantasmas. Sus relatos poseen la irrealidad, la falsa precisión y la monotonía de las ensoñaciones esquizofrénicas: es para su propio placer por lo que se los cuenta y no se cuida de imponerlos a un lector. Las resistencias del mundo no son evocadas allí, ni siquiera las más patéticas que Sade encontraba en el secreto de su corazón. Cavernas, subterráneos, castillos misteriosos, el arsenal de la novela negra toma un sentido singular en él: simboliza el aislamiento de la imagen; la percepción remite a la totalidad de lo dado, así pues a los obstáculos que éste envuelve. La imagen es perfectamente dócil y plástica, no se encuentra en ella lo que se pone, es el dominio encantado en donde ninguna potencia puede desalojar al déspota solitario. Es lo que Sade imita en el momento en que pretende prestarle literariamente una opacidad. Tampoco se ocupa de las coordenadas espaciales y temporales en relación con las cuales se ubica cualquier acontecimiento verdadero. Los lugares que evoca no son de este mundo y, más que aventuras, son cuadros vivos que se desarrollan allí. La duración no socava el universo de Sade, no hay ningún porvenir para su obra ni en su obra. No sólo es que las orgías a las que nos convida no sucedan en sitio alguno, en tiempo alguno, sino —lo cual aún es más grave— que no ponen en juego a nadie. Las víctimas están congeladas en su abyección lacrimosa, los verdugos en su frenesí. Sade sueña complacientemente con ellos en lugar de prestarles su espesor viviente; no conocen el remordimiento, apenas la saciedad, ignoran el asco, matan con indiferencia, son abstractas encarnaciones del mal. Pero si el erotismo no se construye sobre algún fondo social, familiar, humano, pierde su carácter extraordinario. Ya no hay conflicto, revelación, experiencia privilegiada; ya no descubre entre los individuos ninguna relación dramática, sino que regresa a su grosería biológica. ¿Cómo sentiríamos el antagonismo de las libertades ajenas, o la caída del espíritu en la carne, si en todas partes, lujuriosa o torturada, únicamente se despliega la carne? El horror mismo se extingue en esos excesos a los que ninguna conciencia le es concretamente presente. Si se desprende tanta angustia de un cuento de Edgar Poe, como en El pozo y el péndulo, es porque aprehendemos la situación desde el interior del sujeto. A los héroes de Sade sólo los captamos desde fuera; son tan artificiales y se mueven en un mundo tan arbitrario como los pastores de Florian. De ahí que esos tristes bucólicos tengan la austeridad de una colonia nudista.

Los excesos que Sade pone en escena con minuciosidad agotan sistemáticamente las posibilidades anatómicas del cuerpo humano en vez de descubrirnos complejos afectivos singulares. Sin embargo, aunque ha fracasado en darles una verdad estética, Sade ha presentido formas sexuales hasta entonces insospechadas, en particular aquella que reúne: odio a la madre, frigidez, cerebralidad, sodomía pasiva, crueldad. Nadie ha subrayado con más fuerza la relación de la imaginación con lo que se llama vicio; y por instantes nos ofrece, en lo tocante a la relación de la sexualidad con la existencia, ideas de una sorprendente profundidad. ¿Se hace necesario, entonces, admirarle en el dominio de la psicología como un verdadero innovador? No es fácil decidirlo. Siempre damos demasiado o demasiado poco crédito a un precursor. ¿Cómo medir el valor de una verdad que, según palabras de Hegel, no ha devenido? Una idea saca su valor de la experiencia que resume y del método que inaugura. Pero no sabemos demasiado qué crédito acordar a una fórmula cuya novedad nos seduce si ningún desarrollo la confirma. Estaremos tentados o bien a engrandecerla con toda la significación con la que se ha enriquecido ulteriormente, o bien por el contrario a minimizar su alcance. De este modo el lector imparcial vacila ante Sade. Con frecuencia al volver una página encuentra una frase inesperada que parece abrir caminos inexplorados: pero el pensamiento enseguida se para en seco. En lugar de una voz viva y singular, ya no oímos más que la banal imitación de d’Holbach y de La Mettrie. Es significativo que, por ejemplo, Sade escriba en 1795 [13]: «Creo que el acto de goce es una pasión que subordina a todas las demás; pero que a la vez las reúne». No sólo en la primera parte de este texto Sade presiente lo que se ha dado en llamar el «pansexualismo» de Freud, sino que hace del erotismo el resorte primordial de las conductas humanas. En la segunda parte plantea, además, que la sexualidad está cargada de significaciones que la sobrepasan; la libido está por todas partes, y es siempre mucho más que ella misma: sin duda alguna Sade ha presentido esta gran verdad. Sabe que las «perversiones» que el vulgo considera como monstruosidades morales o taras fisiológicas, envuelven lo que hoy llamaríamos una intencionalidad. A su mujer le escribe que toda fantasía «asciende siempre hasta un principio de delicadeza»; y en Aline y Valcour, afirma: «Los refinamientos no provienen más que de la delicadeza; es, pues, posible tener mucha, aunque seamos conmovidos por cosas que parecen excluirla». Ha comprendido también que nuestros gustos son motivados no por las cualidades intrínsecas del objeto sino por la relación que éste sostiene con el sujeto. En un pasaje de La nueva Justine procura explicar la coprofilia: su respuesta es balbuciente, pero lo que indica —utilizando con torpeza la noción de imaginación— es que la verdad de una cosa reside no en su presencia bruta sino en el sentido que ha revestido para nosotros en el curso de nuestra experiencia singular. Tales intuiciones nos autorizan a saludar en Sade a un precursor del psicoanálisis. Por desgracia, las desvaloriza cuando se obstina en martillearnos, siguiendo a d’Holbach, con los principios del paralelismo psicofisiológico: «Cuando la anatomía se perfeccione, se demostrará fácilmente mediante ella la relación de la organización del hombre con los gustos que le han afectado». La contradicción es flagrante en el penetrante pasaje de Las ciento veinte jornadas en el que se pregunta por los atractivos sexuales de la fealdad: «Por otra parte, está probado que es el horror, la villanía, la cosa horrible, lo que gusta cuando se f… La belleza es cosa simple, la fealdad es cosa extraordinaria y todas las imaginaciones ardientes prefieren sin duda siempre lo extraordinario a lo simple». Desearíamos que Sade hubiese definido esta relación entre el horror y el deseo que confusamente indica, pero se detiene bruscamente mediante una conclusión que anula la cuestión planteada: «Todas esas cosas dependen de nuestra conformación, de nuestros órganos, de la manera como son afectados, y no somos ya dueños de cambiar nuestros gustos igual que no lo somos de variar la forma de nuestros cuerpos». Parece a primera vista paradójico que este hombre que tenía una predilección tan apasionada por sí mismo haya expuesto teorías que niegan a la singularidad individual cualquier significación. Reclama que nos esforcemos por comprender mejor el corazón humano, procura explorar sus más raros aspectos, exclama: «¡El hombre, menudo enigma!». Presume: «Sabéis que nadie analiza las cosas como yo»; y sin embargo se hace discípulo de La Mettrie que, al confundir al hombre con la máquina y la planta, reduce a nada la psicología. Por desconcertante que parezca, esta antinomia se explica con facilidad. Sin duda, ser un monstruo es menos fácil de lo que algunos parecen creer. Fascinado ante su propio misterio, Sade se asusta y, en lugar de explicarse, quiere defenderse. Las palabras que presta a Blamont[14] constituyen una confesión: «He apoyado mis excesos mediante razonamientos; no soy dado a dudar: he vencido, he desarraigado, he destruido en mi corazón todo lo que pudiese estorbar mis placeres». La primera de las tareas liberadoras, lo ha repetido mil veces, es triunfar sobre el remordimiento. Y tratándose de repudiar cualquier sentimiento de culpa, ¿qué doctrina es más segura que la que socava la idea misma de responsabilidad? Pero sería un error grosero querer encerrarlo ahí; como tantos otros, si se apoya en el determinismo, es para reivindicar su libertad.

Literariamente esos discursos tejidos de lugares comunes con los que Sade entrecorta sus bacanales acaban por quitarles cualquier verosimilitud y vida. Tampoco aquí Sade se dirige apenas al lector, sino a sí mismo; sus machaconerías tienen el valor de un rico de purificación cuya repetición le es tan natural como la de la confesión del devoto. Sade no nos ofrece la obra de un hombre liberado: nos hace participar en su esfuerzo de liberación. Pero es justamente por ello por lo que nos afecta: su tentativa es más verdadera que todos los instrumentos que utiliza. Si Sade estuviese satisfecho con el determinismo que profesa, debería haber repudiado todas sus inquietudes éticas: pero éstas se imponen con una evidencia que ninguna lógica puede oscurecer. Más allá de las fáciles excusas que invoca fastidiosamente, se obstina en criticar, en interrogarse. Es gracias a esta pertinaz sinceridad por lo que, a falta de un artista consumado o de un filósofo coherente, merece ser saludado como un gran moralista.