Introducción
Francisco Sampedro
Lo que primero llama la atención en la lectura del presente ensayo de Simone de Beauvoir es lo bien que ha resistido al tiempo. Es necesario reparar en que está editado hace ya casi medio siglo y, sin embargo, tanto el tema del libro como las hipótesis manejadas en él suscitan en el lector cuestiones, dudas y reflexiones que siguen estando de actualidad. Se me ocurren dos razones mayores para que esto sea así. El problema tratado, obviamente a partir de la figura y obra del marqués de Sade, no es otro que el del mal y la violencia conectados con las relaciones interindividuales, algo tan presente en el siglo XVIII como en los albores del XXI, independientemente de que nos contentemos con el prisma de una filosofía racionalista de la conciencia —por otra parte típica del existencialismo— que es la adoptada por la autora a la hora de desplegar su análisis. En segundo lugar, uno de los presupuestos metodológicos empleados sigue gozando de buena salud: el de la crítica de la ideología como universalización de la singularidad (Sade pretende hacer de sus gustos moral general, confesa o no) y como racionalización de intereses —«afectivos» y de clase—, que se hace correlativa a la universalización indicada. Comencemos con esto último, ya que es justamente lo primero que la Beauvoir anuncia desde el prólogo como cuestión nuclear de su exposición: ¿cómo piensan los privilegiados su situación?
Lo que Sade realiza con su obra —no en su persona, como veremos y es importante advertir— es la justificación de una pulsión criminal que se confunde con la libre soberanía, paralelamente a la resurrección simbólica de la condición nostálgica del déspota feudal por parte de los «retoños de una nobleza decadente», como la autora expresa al comienzo del ensayo. Lo que menos importa es que Sade haya presidido la sección revolucionaria de Picas por cinismo o conveniencia; por el contrario, es preciso destacar su posición ante la revolución para poder entender su crítica a la moral jacobina, ya que en ello se sitúa una de las claves para su comprensión. Sade, que en 1791 declara no saber si es «aristócrata o demócrata», que reclama, por supuesto privadamente, el retorno del rey —bien que con límites constitucionales—, predicando en su obra la libertad del crimen como justificada por la naturaleza y la tiranía del vicio sobre la virtud como norma de moralidad, se espanta ante el Terror revolucionario. El asesinato sólo puede ser obra del individuo libre y soberano, nunca «constitucional», instaurado por ley. De haber un imperativo categórico del crimen, éste se realiza en «el secreto de las alcobas» y por una voluntad que se quiere sin límites en su libertad, no en los criterios sociales marcados por el «infame Robespierre» a quien Sade no oculta su odio profundo. El hombre debe practicar el crimen por fidelidad al mal connatural a la especie y a la naturaleza; si lo hace en aras de un principio altruista —tal como ocurre en el caso de la virtud jacobina— deviene «inhumano»: así es la concepción sadiana de la humanidad. Que encontremos algún valor crítico de desenmascaramiento en ciertas de las formulaciones de Sade (crítica a la fraternidad como disfraz del rencor, denuncia de fuerzas oscuras camufladas de valores sociales, universalización de la ambición y del deseo de tiranía corroborada por los crímenes de las masas, identificación del principio de igualdad de clases con el común denominador de la crueldad[1] no nos debe hacer olvidar su posición política durante la revolución, aunque se pueda pensar que ésta no altera el valor aludido: «Soy antijacobino —escribe a Gaufridy el 5 de diciembre del 1791[2]—, les odio a muerte […] quiero que le sea devuelta a la nobleza su dignidad, porque quitándosela no se consigue nada; quiero que el rey sea el jefe de la nación». La libertad en Sade, por mucho que su denuncia de la hipocresía ilumine ciertos aspectos escondidos del ser humano, se concibe solamente como supremacía absoluta del hombre solitario e investido de poder sobre cualquier otro; el poder, como la acción cruel sin límite; el ateísmo, no como supresión de alienaciones seculares, sino en tanto presupuesto para la ausencia total de normas. Desde este punto de vista, y con independencia —lo reiteramos— del valor crítico de su obra, ésta no se deja pensar como lugar de excepción en lo que se refiere a la rebelión, sino más bien como representación de la moral de los verdugos, por no relativizarla ya a una supuesta apología de la corrupción monárquica llevada hasta el colmo, como algunos han indicado. No podemos estar de acuerdo, al hilo de esto, con las afirmaciones que hacen encarnar en Sade la esencia de la Ilustración y, consecuentemente, en Auschwitz el espíritu de Occidente. Extraña victoria concedida a los nazis y a sus semejantes sería el hacerles herederos de Kant, por mucho que Eichmann haya declarado en Jerusalén que sólo «cumplía con su deber».
¿Por qué Simone de Beauvoir se fija en Sade? Existen dos razones. Aventuro que hay una coyuntural, de época. Desde la cuarta década del siglo XX Sade es convertido en Francia, a partir de la introducción de Jean Paulhan a Los infortunios de la virtud y de los textos de Bataille para la revista Critique, en uno de los escritores favoritos de vanguardia. La segunda es de «fondo» y tiene carácter filosófico. A primera vista y desde una consideración superficial, recordando la tópica obviedad de Simone de Beauvoir como pensadora nuclear del feminismo, puede parecer extraño que se ocupe de Sade. Sus víctimas no son exclusivamente mujeres. Es más, tenemos grandes «heroínas», como la dama de La filosofía en el tocador, o uno de los modelos sadianos por excelencia, Juliette. ¿Y qué decir de todo ese teatro del espanto? Simone de Beauvoir, ella, comprometida con todas las causas nobles y con la paz, ¿a qué esa curiosidad por el «maldito» marqués? Es preciso recapitular. A fin de cuentas, solamente para el propio marqués tuvieron graves consecuencias sus excesos; las «actividades» de Sade, el «paso al acto» como dicen los psicoanalistas, fueron absolutamente ridículas en comparación no ya con sus brutales escritos —la aparición en Holanda en 1797 de La nueva Justine y la historia de su hermana Juliette, marca la entrada del infierno en las bibliotecas, y sitúa el listón del escándalo en una altura difícilmente superable, a no ser que consideremos las Ciento veinte jornadas de Sodoma, de la que Bataille decía que nadie podía acabar su lectura sin sentirse enfermo—, sino con los variados ejemplos que la historia nos ofrece desde que el mundo es mundo, por no hablar de nuestro pasado más reciente. Sade es «Pulgarcito» al lado de cualquier sargento argentino de la escuela mecánica naval, o del ustachi entrando en Bosnia. La curiosidad, pues, se desplaza a otra parte, al mismo corazón de la psicología moral, y es además compartida en ese mismo lugar. Algo sucede cuando pensadores tan disímiles en alguno de los casos como el citado Bataille, Camus, Lacan, Klossowski, Sartre, Blanchot, Adorno o Pasolini, por hacer la nómina restrictiva, se preocupan por reflexionar sobre Sade. Y eso que sucede viene anunciado por Simone de Beauvoir en el presente libro: el marqués «merece ser saludado como un gran moralista». Un moralista raro y escalofriante, ciertamente, pero que hay una ética en Sade, y en ningún caso menor, nadie lo duda, por mucho que se pueda retrotraer a una conformación sexual más o menos precisa y que, según creo, derive de una perversión esta vez teórica: la de una imagen retorcida o en negativo de la Ilustración. El texto de la Beauvoir nos va a servir de guía para emplazar una serie de claves del pensamiento sadiano.
Que el sexo represente el marco de ese universo cerrado y horroroso obliga a comenzar por la antedicha conformación. Hay una hipótesis que circuló en algunos autores y en la que el escrito de Simone de Beauvoir insiste: rastreando la obra de Sade, ese cruzamiento entre horror y deseo, podemos observar una debilidad sexual en la relación con las mujeres, una «semi-impotencia» que abocaría a una sexualidad anal, y donde el papel de la madre es fundamentador. Pero vayamos por partes.
El «solipsismo» afectivo de Sade, su patología aislacionista, hace que experimente el coito como falta y desgarramiento, y de ese resentimiento, que también es social —las biografías canónicas (Pauvert, Lely) constatan su retirada voluntaria del mundo, la forzosa (30 años de encierro) vendría después y convertiría su privación en una obra de venganza que, como ninguna otra, hiere en lo profundo los sentimientos de la humanidad, y en la que un imaginario de omnipotencia rechaza cualquier clase de obstáculo físico o moral—, deriva la reivindicación obstinada de la maldad. La negación de la castración hace que Sade no soporte la relación sexual «normal» con la mujer, que esa relación tenga que estar mediatizada por algún tipo de perversión real o imaginada, cuya jerarquía tiene el vértice en la sumisión y el crimen. Es el rechazo de la función fálica lo que lleva a que Sade «se sienta mujer y eche en cara a las mujeres no ser el macho que él desea». De ahí que Su sexualidad sea reinterpretada como «esencialmente anal» y que la sodomía constituya el prototipo magnificado de relación. Que la sexualidad sea anal, en el caso de Sade, hay que tomarlo con mucha más fuerza de lo que lo hace Simone de Beauvoir. Al pie de la letra: Sade, ante la impotencia de poder ultrajar a la naturaleza misma, de poder defecar sobre el mundo, quiere ser defecado por el universo, hasta el punto de desear —como dejó escrito— ser borrado del tiempo y tachado su nombre de la historia. Es necesario completar las alusiones de la Beauvoir en relación con la sodomía con la tesis de Pierre Klossowski, quien, aparte de evidenciar la identificación de Sade con los personajes femeninos, demuestra que la sodomía, en Sade, excede el marco sexual para convertirse en el espejo de la nihilización de toda la realidad. El acto sodomita no es sólo el modelo de la transgresión, el testimonio cumplido de la ruptura de las normas derivada del ateísmo (can enfatizado por Sade), sino también el síntoma logrado de la pulsión de muerte. Según Klossowski, para Sade el sodomita «es aquel que agrede precisamente la ley de propagación de la especie y que de ese modo testimonia la muerte de la especie en un individuo. No sólo una actitud de rechazo, sino de agresión: siendo el simulacro del acto de generación se convierte en su escarnio»[3]. Y tomamos también a Klossowski como referencia para responder a la sugerencia de Simone de Beauvoir con respecto a la función de la madre en Sade en el seno de esa configuración de la sexualidad como egoísmo extremo, tiranía e invitación al crimen, pareja al desprecio por las mujeres «virtuosas»: coherentemente Simone de Beauvoir, al señalar que el odio al sexo femenino se deduce de la incapacidad de Sade por ver en él un complemento y de la consecuente apreciación de un «doble» del que nada se puede recibir, se pregunta: «¿Es a su madre a quien detestaba en las mujeres?». La posición de Klossowski al respecto no deja lugar a dudas; esta vez nos apoyaremos en un texto suyo datado en diciembre de 1938 y publicado por Esprit («Qui est mon prochain?»). Que Sade, en la correspondencia, califique a su madre y a su misma esposa de «golfas impúdicas» después de enumerar en su obra todas las perversiones femeninas imaginables, no es paradójico. La evidencia se muestra de nuevo con el fondo de la pulsión de muerte: el odio a la madre se manifiesta como odio a la pérdida de la virginidad. Odio a la madre y odio al mundo se complementan, forman una unidad. De ahí que la figura paterna ocupe el lugar de la negación agresiva de la existencia, y que la adoración de un padre destructor proceda de la aspiración nihilizadora por el retorno a una pureza originaria. De este modo Sade «se alía con la potencia paterna y vuelve contra la madre, robustecido por su superego asocial, toda su agresividad disponible» (p. 178). La elección de la libido agresiva, entonces, se realiza en función del castigo a la figura materna.
Pues bien, lo que Simone de Beauvoir destaca es que a partir de la determinación sexual, Sade hace una elección ética, «de su sexualidad hizo una ética y la manifestó en una obra literaria». Sade, en efecto, pinta el horror voluntariamente; su idea de la novela es que ésta debe reflejar y mostrar el mal ya que es lo único verdadero, aunque para ello se sirva de repeticiones monótonas y excesivas. Justamente en el hastío de la repetición, en las molestas enumeraciones agobiantes del exceso y del crimen, se inscribe el sentido de una obra cuyo fin es entronizar el mal como secreto máximo de la existencia. La directiva filosófica sartreana según la cual lo que realmente se hace necesario analizar es lo que una persona hace de lo que se ha hecho de ella, alcanza en el texto de Simone de Beauvoir la altura requerida. La elección de la crueldad por parte de Sade está cruzada por un hondo trabajo reflexivo que sirve de cobertura ideológico-moral a su sexualidad: «Sade ha realizado una noche ética análoga a la noche intelectual en la que se desenvolvió Descartes». Ya que sus vicios le condenan a la soledad, Sade hace de su prisión una metáfora de su concepción del universo, cambia su contingencia en necesidad y, de esta manera, elaborará una ética basada en el aislacionismo total, en la negación de cualquier alteridad que no se considere víctima, estableciendo la primacía absoluta del vicio sobre la virtud en aras de la autenticidad de aquél frente a la pura quimera de ésta. Y los fundamentos intelectuales para esa ética derivan de una lectura en torsión de los principios ilustrados. Que se deduzca la apología de un comportamiento criminal del medio criminal donde se vive, de una sociedad que, adornada con principios virtuosos, muestra en todas partes la obediencia a las pulsiones de violencia, se debe a la lectura que Sade realiza en torno a la sacralización de la naturaleza impuesta por la Ilustración. Simone de Beauvoir afirma con razón que Sade «ha vuelto así contra sus devotos el nuevo culto», o, si se prefiere, lo podemos expresar a la manera del corolario de Adorno en el Excursus II de su Dialektik der Aufklärung: Sade no deja a los adversarios la tarea de hacer que la Ilustración se horrorice de sí misma. En efecto, Sade juega con los enunciados ilustrados de modo que las argumentaciones de un D’Holbach o de un La Mettrie conduzcan a un desenlace sorprendente: la sustitución de Dios por la Naturaleza no hace más que reforzar el imperio absoluto de la maldad, de modo que el criminal no es más que un móvil de la voluntad de aquélla. Ante todo, Sade niega cualquier atributo de bondad a un Dios hipotético, con lo cual ataca de frente la idea de «Ser supremo». Dios aparece así a modo de un «agresor original». En la Nueva Justine Sade es taxativo: la esencia de Dios es el mal («Soy feliz del mal que hago a los otros como Dios es feliz del mal que me hace a mí»). En consecuencia el bienaventurado será el malvado y el condenado el virtuoso, tal es la lección moral reflejada en las vidas opuestas de las dos hermanas, Justine y Juliette. De existir, el Ser supremo sería un Ser supremo en maldad, y su sustitución por la Naturaleza no cambia en nada las cosas: sólo se trata de una secularización del mal. Los instintos perversos no son más que los dictados de la propia naturaleza, y la igualdad ante ésta —como supo ver Blanchot— es concebida por Sade como derecho a disponer todos de todos. La inferencia de Sade es simple: de acuerdo con la secularización es preciso seguir a la Naturaleza, lo que sucede es que ésta no es buena sino radicalmente malvada e injusta. Simone de Beauvoir lo expresa lúcidamente: «“La Naturaleza es buena, sigámosla”: rechazando el primer punto, Sade conserva paradójicamente el segundo». Es más, según Sade los actos humanos no igualarán nunca en iniquidad a los crímenes de que la Naturaleza da prueba, como «bestia ciega» que es. Las Ciento veinte jornadas de Sodoma constituyen, en cuanto monumento a la degradación, la tortura y la destrucción, el ejemplo máximo del sequere natura, de la crueldad más ignominiosa como imperativo. La supremacía del mal insta en verdad a un imperativo categórico de aniquilación del semejante; la tiranización y la destrucción del otro no hacen más que servir a la naturaleza.
La verdad, para Sade, consiste en la separación entre los individuos derivada de una apuesta por la irreductible soledad del ser, de ahí que del universo sádico emerja una exigencia de soberanía insaciable, producto de una horrorosa dimensión en la concepción de la libertad que apunta a una absoluta negación. Nadie mejor que Bataille ha definido a Sade al decir que se trataba de un hombre «monstruoso», que poseía la pasión de una «libertad imposible»[4]. En aras de esa ansia de soberanía Sade se ve literalmente arrancado del otro, piensa la coexistencia como un escándalo. Trátase de un «autismo» que obliga a excluir de la conciencia la presencia de la alteridad, de modo que ésta solamente se manifieste ya como carne. La clave del deseo sadiano estriba, como acierta a indicar Simone de Beauvoir, en esa «alianza de apetitos sexuales con un solipsismo afectivo radical». Lo que Sade no soporta es una presencia (la del otro) que ponga trabas a su libertad. Su inaccesibilidad como conciencia hace que haya que convertirla en un «cuerpo». Como expone Blanchot (Lautréamont el Sade), una moral fundada en el hecho de la «soledad absoluta» aboca a contemplar la naturaleza sin mediaciones, y por ello enfatizará los bajos instintos como hechos naturales. La inmensa negación que pretende ser la ética de Sade implica una exigencia de soberanía que hace surgir en negativo el imperativo kantiano: yo tengo derecho a disponer del cuerpo del otro sin límite y a mi total capricho. En este caso uno de los textos paradigmáticos lo encontramos en la tercera parte de La Nouvelle Justine: «Tengamos la fuerza de renunciar a lo que esperamos de los otros, y nuestros deberes para con ellos se desvanecerán. ¿Qué significan todas las criaturas de la tierra comparadas con uno sólo de nuestros deseos?, ¿y por qué razón me privaría yo del más leve de esos deseos para complacer a una criatura que no es nada para mí?».
Sin embargo, es preciso hacer notar —contra ciertas interpretaciones— que la «objetivización» del otro en Sade no es en absoluto algo simple y llano. Ciertamente, el goce sadiano rechaza, como «solipsista» que es, el intercambio, la reciprocidad, la sexualidad vivida «a dos», la presencia de cualquier otra conciencia. Pero el ámbito de la perversión reserva aún un último recurso. El despotismo de Sade, aun aniquilando lo que no puede asimilar, no se satisface simplemente con la destrucción de un «objeto». Simone de Beauvoir podría ir más lejos en su análisis en el momento de proponer que es condición para el goce del tirano que la víctima reconozca en todos los casos la libertad de aquél. Queremos decir que lo que pretende el goce sadiano es una «subjetivización» del otro en tanto víctima, de ahí que la obra de Sade esté llena de relatos sobre los tormentos; las víctimas se ven obligadas a escuchar lo que les va a acontecer. No se trata tanto de provocar sufrimiento como de hacer sentir angustia. El goce sadiano es dependiente de la subjetivización que se produce del otro lado, de parte de la víctima; lo que Sade quiere anular no es el cuerpo sino la conciencia del otro. Nadie como Pasolini lo ha sabido ver mejor cuando en el filme inspirado en las Ciento veinte jornadas de Sodoma, ubicadas en la república de Saló, nos muestra en una escena a dos víctimas —hombre y mujer, realizando el coito y alzando el puño cerrado en el momento de ser descubiertos, para ser asesinados a continuación—. Quiérese decir que si no se produce una determinada subjetivación (la esperada por el amo, la de la angustia) sino muy al contrario otra distinta (la del coraje), ya no hay objeto posible de goce, de modo que esos cuerpos ya no serán torturados; negándose a ser mercancía «sádica», su destino es la muerte inminente, sin goce del verdugo.
Quizás Simone de Beauvoir tenga algo de razón al decir que Klossowski traiciona a Sade al hacer de él un cristiano; pero, desde luego, hay lugar para la sospecha de que la figura de Dios no está del todo liquidada en la obra de Sade. Su lectura trae implícita una pregunta: ¿es una huida hacia delante, una salida «extrema», la que intenta ante el presupuesto del nihilismo? Porque Sade es bien consciente de la pérdida de valor de los valores, sus textos lo testifican. Sucede como si la muerte de Dios le obligase a sacrificar la alteridad, le impeliese a buscar, en un movimiento retroactivo, una naturaleza leída en clave de caos, y le negase cualquier posibilidad de pensar en un proyecto de sociabilidad ganándole justamente el terreno a «lo natural». En cualquier caso, nada más alejado de Sade que un Nietzsche, a pesar de los malentendidos que, por otra parte, son aludidos por Simone de Beauvoir ya al principio del texto. Que exista una similitud entre el marqués y el autor del Zaratustra en lo que toca al desenmascaramiento de los valores altruistas, denunciando así la hipocresía de la sociedad, no implica en absoluto —aparte de la inmensa distancia del alcance y la proporción filosófica de sus obras—, ni que sus presupuestos ni que sus finalidades respectivas fuesen las mismas. Antes al contrario, el antagonismo se hace evidente simplemente al considerar las principales figuras diseñadas en ambas obras: el Nietzsche de los espacios abiertos, de la luz del mediodía, frente al Sade del enclaustramiento y la claustrofobia; la expansión vital frente a la obsesión por la muerte; la riqueza heurística frente a la repetición fastidiosa; la inocencia del devenir en oposición a la existencia culpable y la progresión en la destrucción; el eterno retorno como amor a la eternidad contra el deseo sadiano de aniquilación absoluta; la plenitud en el existir frente el odio a la vida; en fin, la indiferencia de la naturaleza «más allá del bien y del mal» frente a una maldad original como pecado primordial, por no citar más que algunos de los rasgos sobresalientes de unas obras que, de exponerlas al análisis, revelarían a las claras la máxima contrariedad entre las mismas. El desmontaje genealógico de Nietzsche no está al servicio de la proclamación del mal como secreto del mundo, sino —como es sabido— de una superación en procura del hombre como artista de la existencia.
Pero el asunto es otro. Acabemos por el título. Simone de Beauvoir no responde explícitamente si es necesario quemar a Sade, pero lo hace implícitamente. Al final nos dice que su obra nos obliga a poner en cuestión el problema esencial de la relación entre los seres humanos, aunque ésta venga sesgada a partir de la reivindicación de una persona singular —demasiado singular, añadimos nosotros— que vivió hasta el límite el egoísmo. A nuestro juicio, la «conservación» de la obra de Sade es menos importante por esto que por su exposición del horror que se esconde detrás de ciertas conformaciones particulares de la pulsión de muerte. Es necesario preguntarse, como lo ha hecho Blanchot, si los censores de Sade no estarían al servicio de él mismo, no habrían cumplido los votos de su ética. No se puede dejar en el abismo un secreto que no es tal: hay un lado oscuro en las relaciones interhumanas que algunos individuos o grupos (hay que oponerse radicalmente a cualquier tipo de universalización) se encargan, cuando las condiciones son favorables, de sacar a la luz. Hay que conocer el horror para sacar las consecuencias que permitan atajarlo. Simone de Beauvoir fue consciente hace 50 años de algo que deberíamos tener presente: la creencia en una bondad originaria o la ingenua confianza en el progreso son obstáculos mayores a la hora de superar la violencia constitutiva de las relaciones humanas. Sólo por ello es preciso reconocer que Sade, quizás contra sí mismo, contra nosotros, algo nos dejó dicho.