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«Exagerado en todo», Sade no podía acomodarse a los compromisos deístas de su siglo. Es por medio de una declaración de ateísmo —el «Diálogo entre un cura y un moribundo»— como en 1782 inaugura su obra. La existencia de Dios había sido negada ya más de una vez desde el Testamento de Jean Meslier, aparecido en 1729. Rousseau se había atrevido a presentar en La nueva Heloísa a un ateo simpático, M. de Wolmar. Esto no impide que en 1754 el abad Mélégan fuese enviado a prisión por haber escrito Zoroastro y que La Mettrie tuviese que refugiarse bajo la protección de Federico II. Vulgarizado en 1770 por d’Holbach en Sistema de la naturaleza, y también mediante libelos reunidos ese mismo año bajo el título de Compendio filosófico, profesado con vehemencia por Sylvain Maréchal, no por ello el ateísmo era una doctrina menos peligrosa en un siglo que iba a colocar el cadalso mismo bajo el escudo del Ser Supremo. Al alardear de él, Sade comete deliberadamente un acto provocador; pero constituye también un acto sincero. A pesar del interés del estudio de Klossowski, estimo que traiciona a Sade cuando toma su rechazo apasionado de Dios por la confesión de una necesidad. Hoy se sostiene de buena gana este sofisma que consiste en que atacar a Dios es afirmarlo, pero lo que el ateo contesta verdaderamente es una noción inventada por los hombres.

Sade se ha explicado claramente al respecto al escribir que «la idea de Dios es la única equivocación que no puedo perdonar a los hombres»; y si esta mistificación es la que primero ataca, es que, como buen heredero de Descartes, procede de lo simple a lo complejo, de la mentira grosera a los errores más falaces. Sabe que para liberar al individuo de los ídolos en los cuales la sociedad le ha alienado, hace falta comenzar por asegurar su autonomía frente al cielo. Si el hombre no hubiese sido aterrorizado por el gran espantajo al cual rinde estúpidamente culto, no hubiese sacrificado tan fácilmente su libertad y su verdad; al elegir a Dios, ha renegado de sí mismo y aquí reside su falta imperdonable. En verdad, no hay cuenta que rendir a ningún juez trascendente: no hay ninguna otra instancia que la tierra. Sade no ignora de qué modo puede exaltar la crueldad la creencia en el infierno y en la eternidad; Saint-Fond alimenta la esperanza en ella con el fin de regocijarse de los sufrimientos sin límite de los condenados, y también se divierte imaginando un demiurgo diabólico en el que se encarnaría la maldad difusa de la naturaleza. Pero ni por un instante Sade mantiene estas hipótesis más que como juegos mentales; no se reconoce en los personajes que las sostienen y las refuta por boca de sus portavoces. Cuando evoca el crimen absoluto, piensa en matar a la naturaleza y no en herir a Dios. Lo que podemos reprochar a sus declamaciones contra la religión es que reproduzcan tópicos probados con una aburrida monotonía. Pero al menos Sade les da un rumbo personal cuando, antes que Nietzsche, denuncia al cristianismo como una religión de víctimas que debe ser sustituida, según él, por una ideología de la fuerza. En todo caso su buena fe no puede ser puesta en duda. El temperamento de Sade es esencialmente irreligioso; ningún rasgo en él de inquietud metafísica: está demasiado ocupado en reivindicar su existencia como para interrogarse sobre su sentido y su fin. En esto jamás fueron desmentidas sus convicciones: si ha servido en misa y ha adulado a un obispo, es porque, viejo y fatigado, escogió la hipocresía, pero en su testamento no hay equívocos. La muerte le horroriza del mismo modo que la decrepitud, en tanto que disolución de su individualidad: el miedo al más allá no aparece jamás en su obra. Sade no quiere tener que ver más que con hombres y todo lo que no es humano le es ajeno.

Sin embargo, en medio de los hombres, está solo; en la medida en que el siglo XVIII ha intentado abolir el reino de Dios sobre la tierra, lo ha sustituido por otro ídolo; ateos y deístas se unen en el culto que rinden a esa nueva encarnación del Bien Supremo: la Naturaleza. No quieren renunciar en absoluto a las comodidades de una moral categórica y universal; los valores trascendentes se han hundido, el placer es reconocido como la medida del bien y por medio de este hedonismo el amor propio es rehabilitado: «Hace falta comenzar por decirse uno a sí mismo que no tenemos nada que hacer en este mundo más que procuramos sensaciones y sentimientos agradables», escribe por ejemplo Madame du Châtelet. Pero esos tímidos egotistas postulan un orden natural que asegure la armoniosa conciliación de los intereses particulares con el interés general. Basta una organización razonable, obtenida a través de un pacto o de un contrato, para que la sociedad prospere en beneficio de cada uno y de todos. Sade realizó el trágico mentís de esa religión optimista.

El siglo XVIII pinta a menudo el amor con graves y sombríos colores. Richardson, Prévost, Duelos, Crébillon, a los que Sade cita con estima —sobre todo Laclos, a quien pretende ignorar— han creado héroes más o menos satánicos; pero su maldad tuvo siempre su fuente en una perversión de su espíritu o de su voluntad, no en su espontaneidad. A causa de su carácter instintivo, el erotismo propiamente dicho es, por el contrario, rehabilitado. Ingenuo, sano, útil a la especie, el deseo sexual se confunde según Diderot con el movimiento mismo de la vida, y las pasiones que arrastra son tan buenas y tan fecundas como él: si las monjas de La religiosa se complacen en maldades «sádicas», es porque reprimen sus apetitos en lugar de satisfacerlos. Rousseau, cuya experiencia sexual fue compleja y poco alegre, lo expresa también en términos edificantes: «Dulces voluptuosidades, voluptuosidades puras, vivas, sin ninguna mezcla de pena…». Y asimismo: «El amor que concibo, aquel que he podido sentir se enciende con la imagen ilusoria de la perfección del objeto amado; y esta ilusión incluso lo conduce al entusiasmo de la virtud; pues esta idea cabe siempre en la de una mujer perfecta»[15]. Incluso para Restif de la Bretonne, aunque el placer tenga un carácter tormentoso, es sin embargo arrobamiento, languidez, ternura. Sade es el único en descubrir la sexualidad como egoísmo, tiranía, crueldad. En un instinto natural, él ve una invitación al crimen. Esto bastaría para darle en la historia de la sensibilidad de su siglo un lugar único; pero de esa intuición extrajo consecuencias éticas todavía más singulares.

Declarar malvada a la naturaleza no era en sí mismo una idea nueva. Hobbes, a quien Sade conoce bien y a quien cita con agrado, había dicho que «el hombre es un lobo para el hombre» y que el estado de naturaleza es un estado de guerra. Una importante línea de moralistas y satíricos ingleses lo ha seguido en ese camino, Swift entre otros, al que Sade leyó con frecuencia hasta el punto de llegarle a copiar. En Francia, Vauvenargues retomó la tradición puritana y jansenista derivada del cristianismo, que confunde la carne con la falta original. Bayle, y con más fuerza Buffon, dejaron claro que la Naturaleza no es integralmente buena; y si la leyenda del buen salvaje se ha perpetuado desde el XVI, particularmente en Diderot y los enciclopedistas, ya al principio del XVIII Émeric de Crucé la atacó. La historia, los viajes, la ciencia la han desacreditado poco a poco. Era fácil para Sade sostener con una batería de argumentos la tesis implicada en su experiencia erótica y que la sociedad confirmó irónicamente, puesto que le arrojó a la prisión por haber seguido sus instintos. Pero en lo que se distingue de todos sus predecesores es en que después de haber denunciado la maldad de la naturaleza, ellos le oponían una moral artificial que derivaba de Dios o de la sociedad; mientras que, del credo comúnmente aceptado «La Naturaleza es buena, sigámosla», Sade, rechaza el primer punto, al tiempo que, paradójicamente, conserva el segundo. El ejemplo de la Naturaleza guarda un valor imperativo aunque su ley sea una ley de odio y de destrucción. Mediante qué tipo de astucias ha vuelto así contra sus devotos el nuevo culto, es algo que hace falta estudiar con más detalle.

Sade ha concebido de diferentes maneras la relación del hombre con la naturaleza. Sus variaciones no me parece que sean los momentos de una dialéctica; más bien parece que su finalidad es traducir la vacilación de un pensamiento que limita sus audacias a la vez que las desencadena sin freno. Cuando se limita a buscar justificaciones precipitadas, Sade adopta una visión mecanicista del mundo. La Mettrie garantiza la indiferencia moral de los actos humanos al declarar: «No somos más criminales al seguir la pulsión de los movimientos primitivos que nos gobiernan, que lo es el Nilo con sus inundaciones o el mar con sus olas». De esta manera Sade, para excusarse, se compara con las plantas, con las bestias, con los elementos. «No soy en sus manos más que una máquina que ella [la Naturaleza] mueve a su capricho». Aunque se atrinchere mil veces tras afirmaciones análogas, éstas no expresan su pensamiento sincero. En primer lugar, la Naturaleza no es a sus ojos un mecanismo indiferente; hay una significación en sus avatares, al punto de que nos podemos divertir imaginando que está regida por un genio maligno. En verdad, es cruel y voraz, la habita el espíritu de destrucción; «desearía la aniquilación total de las criaturas arrojadas al mundo con el fin de gozar de la facultad que tiene de volver a arrojar otras nuevas». Por otra parte, el hombre no es su esclavo. En Aline y Valcour Sade indicaba ya que podemos apartarnos de la Naturaleza y volvernos contra ella: «Atrevámonos, por fin, a ultrajar esta Naturaleza ininteligible para conocer mejor el arte de gozar de ella». Y de un modo más decisivo, declara en Juliette: «Una vez arrojado al mundo, el hombre no depende ya de la Naturaleza: una vez que la Naturaleza le ha arrojado, no puede ya nada sobre el hombre». Él insiste. En su relación con la Naturaleza, el hombre es comparable con «la espuma, con el vapor que se levanta del licor rarificado en un vaso por el fuego: ese vapor no se ha creado, es el resultado de algo, es heterogéneo; extrae su existencia de un elemento ajeno, puede ser o puede no ser sin que el elemento del que emana sufra por ello; no le debe nada a ese elemento y ese elemento no le debe nada a él». Si bien no cuenta más a los ojos del universo que un pingajo de espuma, esa insignificancia garantiza al hombre su autonomía; el orden de la naturaleza no podría sojuzgarlo puesto que le es radicalmente heterogéneo. Así pues, una decisión ética le está permitida, y a nadie le corresponde dictársela. Entonces, ¿por qué de los caminos que se abren ante él Sade ha escogido aquel que por imitación de la naturaleza le conduce al crimen? Es necesario captar todo el conjunto de su sistema para responder a esta cuestión: la finalidad del sistema es precisamente justificar los «crímenes» a los cuales Sade nunca pensó renunciar.

Uno está siempre más influido de lo que se cree por las ideas que combate. Ciertamente, es como argumento ad hominen que Sade utiliza con frecuencia al naturalismo. Encuentra un malicioso placer en reivindicar en provecho del mal los ejemplos que sus contemporáneos pretendían explotar a favor del bien. Pero sin ninguna duda da también por probado que el hecho funda el derecho. Cuando quiere demostrar que el libertino está autorizado a oprimir a las mujeres, exclama: «¿No ha probado la Naturaleza que teníamos este derecho al darnos la fuerza necesaria para someterlas a nuestros deseos?». Podríamos multiplicar citas análogas: «La Naturaleza nos ha hecho nacer a todos iguales, Sophie», dice la Dubois a Justine. «Si el azar se complace en perturbar este primer plan de las leyes generales, a nosotros nos corresponde corregir sus caprichos». Y el reproche esencial que Sade dirige a los códigos impuestos por la sociedad consiste en que son artificiales; en un texto particularmente significativo[16] los compara con los que establecería una comunidad de ciegos: «No siendo todos esos deberes más que convención, por lo mismo son todos quiméricos. De igual manera, el hombre ha hecho leyes relativas a sus pequeños conocimientos, sus pequeñas astucias y sus pequeñas necesidades, pero nada hay de real en todo ello […] Si observamos a la propia naturaleza, comprenderemos con facilidad que todo lo que convenimos y decidimos está tan alejado de la perfección de sus fines y es tan inferior a ella como lo están en relación con nuestras leyes esa sociedad de ciegos». Montesquieu había avanzado que las leyes dependen del clima, de las circunstancias, incluso de la disposición de las «fibras» de nuestro cuerpo. Podríamos concluir de todo eso que en ellas se expresan los diversos aspectos que a través del espacio y del tiempo presenta la naturaleza. Pero cuando Sade nos pasea incansablemente por la Patagonia, por Tahití, por las antípodas, es para demostrarnos que la diversidad de las reglas promulgadas impugna definitivamente su valor. Al ser relativas, se le aparecen como arbitrarias, y es importante señalar que «convencional» y «quimérico» son para él dos palabras sinónimas. La naturaleza guarda a sus ojos un carácter sagrado; indivisible, única, es un absoluto fuera del cual no hay realidad.

Que el pensamiento de Sade no sea completamente coherente en este punto, que haya evolucionado, que todos sus momentos sean igualmente sinceros, es un hecho patente. Pero sus inconsecuencias no son tan flagrantes como se puede pensar. Sería un silogismo demasiado simple decir que «La naturaleza es mala, luego la sociedad que se desvía de ella merece nuestra sumisión». Ante todo, la hipocresía de la sociedad la vuelve sospechosa: se reclama de la naturaleza a la vez que le es hostil; y después, a pesar del antagonismo que le manifiesta, planta allí sus raíces: de la misma manera en que la contradice demuestra su perversión original. La idea del interés general no tiene ningún fundamento natural: «Los intereses de los particulares son casi siempre opuestos a los de la sociedad»; pero ésta ha sido inventada para saciar un instinto natural, a saber, la voluntad tiránica de los poderosos. En lugar de rectificar el orden primitivo del mundo, las leyes no hacen más que agravar su injusticia. «A la fuerza nos parecemos todos»; es decir, que no hay entre los individuos ninguna diferencia de esencia y que el reparto desigual de la fuerza no podría ser compensado: al contrario, los fuertes se han arrogado todas las superioridades y han inventado incluso otras. D’Holbach, y muchos otros con él, habían denunciado la hipocresía de los códigos cuyo único fin es la opresión de los débiles. Morelly, Brissot, habían demostrado, entre otros, que la propiedad no descansa en ningún fundamento natural; la sociedad fabricó de principio a fin esa institución inicua. «No existe propiedad exclusiva en la naturaleza», escribe Brissot. «La palabra está tachada de su código; el desgraciado hambriento puede arrebatar y devorar ese pan que es suyo, puesto que tiene hambre: el hambre, he ahí su título». Casi en los mismos términos Sade reclama en La filosofía en el tocador que se substituya la idea de propiedad por la de goce. ¿Cómo podría aquélla jactarse de constituir un derecho universalmente reconocido mientras que el pobre se subleva contra ella y el rico no piensa más que en aumentarla mediante nuevos acaparamientos? «Es necesario enervar la potencia del más fuerte por medio de una total igualdad de fortunas y no por vanas leyes». Pero de hecho son los fuertes los que han producido esas leyes para su provecho. Su petulancia se manifiesta del modo más odioso en los castigos con los que se arrogan el derecho de infligir. Beccaria había sostenido que el fin del castigo era reparar, pero que nadie tiene el derecho al castigo. Después de él, Sade se levanta con virulencia contra cualquier sanción con carácter expiatorio: «Oh asesinos, carceleros, imbéciles de todos los reinos y de todos los gobiernos, ¿cuándo preferiréis la ciencia de conocer al hombre a la de encerrarlo y hacerle morir?». Es contra la pena de muerte contra lo que se pronuncia ante todo. Existe la pretensión de justificarla por la noción del talión, pero se trata de una quimera sin ninguna raíz en la realidad. En primer lugar, no existe reciprocidad entre los propios sujetos, sus existencias no son conmensurables; después, no hay ninguna analogía entre un homicidio realizado impulsivamente por pasión o necesidad y el asesinato fríamente premeditado por los jueces. Y ¿cómo éste podría de alguna manera compensar aquél? Lejos de atenuar la crueldad de la naturaleza, la sociedad no sabe más que exasperarla levantando cadalsos. Verdaderamente, no hace nunca más que oponer al mal un mal mayor; nada la autoriza a reclamar nuestra lealtad. El famoso contrato invocado por Hobbes y por Rousseau sólo es un mito: ¿cómo se reconocería la libertad individual en un orden que la oprime? El pacto no conviene ni a los fuertes, que no tienen interés en abdicar ninguno de sus privilegios, ni a los débiles, cuya inferioridad ratifica. Entre estos dos grupos, no puede existir más que un estado de guerra y cada uno tiene sus propios valores inconciliables con los del otro. «En el instante en que cogía cien luises del bolsillo de un hombre, hacía una cosa muy justa aunque el hombre robado tenía que mirarla con otros ojos». En el discurso que atribuye a Corazón de Hierro, Sade denuncia apasionadamente la mistificación burguesa consistente en erigir en principios universales sus intereses de clase: ninguna moral universal es posible, ya que las condiciones concretas en las que viven los individuos no son homogéneas.

Pero si la sociedad ha traicionado sus propias pretensiones, ¿no hay que tratar de reformarla? ¿No puede la libertad del individuo precisamente dedicarse a esa tarea? No me parece dudoso que Sade haya proyectado a veces esta solución. Es significativo que en Aline y Walcour describa con igual complacencia la sociedad anárquica de los caníbales, que dota de derecho a la crueldad instintiva del hombre, y la sociedad comunista de Zamé donde el mal es desarmado por la justicia: no pienso en absoluto que haya ironía en esta última descripción, igual que en el llamamiento incluido en La filosofía en el tocador: «Franceses un esfuerzo más…»[17]. La actitud de Sade durante la Revolución prueba bien que desea sinceramente integrarse en una colectividad. Ha sufrido profundamente el ostracismo del que ha sido objeto. Sueña con una sociedad ideal que no lo excluya por sus gustos individuales: en verdad, estima, éstos no constituirían un serio peligro para una comunidad ilustrada. Zamé asegura que no se sentiría perturbado por los émulos de Sade: «La gente de la que me habláis es rara, no me inquieta nada». Y en una carta Sade afirma: «No son las opiniones o los vicios de los particulares los que perjudican al Estado; son las costumbres del hombre público». El hecho es que los actos de libertinaje no atacan al mundo, apenas son juegos. Sade se atrinchera tras su insignificancia y llega a sugerir que estaría dispuesto a sacrificarlos: dictados por el desafío y el resentimiento perderían su sentido en un mundo sin odio. Al abolir las prohibiciones que les dan el atractivo del crimen, la misma lujuria sería suprimida. Quizás Sade ha soñado realmente con nostalgia en la íntima conversión que provocaría en él la de los demás hombres. Sin duda también da por descontado que sus vicios serían aceptados a título excepcional por una colectividad que, respetando la singularidad individual, reconociera en él una excepción. De lo que en todo caso está seguro es de que la gente que se contenta con azotar de vez en cuando a una chica es menos nociva que un recaudador de impuestos. Las injusticias establecidas, las prevaricaciones oficiales, los crímenes constitucionales: he aquí la verdadera plaga. Y ahí está el cortejo necesario de leyes abstractas que pretenden imponerse uniformemente a la pluralidad de los sujetos separados radicalmente. Una justa organización económica volvería inútiles los códigos y tribunales, pues el crimen nace de la necesidad y de la desigualdad y desaparecería al mismo tiempo que sus motivos; lo que constituye a los ojos de Sade el régimen ideal es una especie de anarquía razonable: «El reino de las leyes es inferior al de la anarquía, la mayor prueba de lo que digo es la obligación que tiene cualquier gobierno de sumirse él mismo en la anarquía cuando quiere rehacer su constitución. Para abolir las antiguas leyes es obligado establecer un régimen revolucionario en el que no hay leyes: de este régimen nacen por fin nuevas leyes pero este segundo estado es, sin embargo, menos puro que el primero puesto que deriva de él». Sin duda este razonamiento no parece muy convincente. Pero lo que Sade ha comprendido notablemente es que la ideología de su tiempo no hace sino traducir un sistema económico y que al transformar concretamente éste, se aniquilarán las mistificaciones de la moral burguesa. Muy pocos de sus contemporáneos han desarrollado de manera tan extrema puntos de vista tan penetrantes.

No obstante, no es en el camino de las reformas sociales donde Sade se comprometió decididamente. El conjunto de su vida y de su obra no se reguló en función de esas ensoñaciones utópicas. ¿Cómo iba a creer en ellas mucho tiempo, desde el fondo de sus calabozos o después del Terror? Los acontecimientos han confirmado su experiencia íntima: el fracaso de la sociedad no es un simple accidente. Y, por otro lado, es evidente que el interés que concede a su posible éxito es de orden completamente especulativo. Es su propio caso lo que le obsesiona; se preocupa poco por convenirse: más bien se preocupa por verse confirmado en sus elecciones. Ya que sus vicios lo condenan a la soledad, va a demostrar la necesidad de la soledad y la supremacía del mal. La buena fe es en este punto fácil, pues este aristócrata inadaptado no ha encontrado en ningún sitio hombres que fuesen semejantes a él; aunque desconfíe de las generalizaciones, ha prestado a su situación el valor de una fatalidad metafísica: «El hombre está aislado en el mundo. Todas las criaturas nacen aisladas y sin ningún deber entre ellas». Si la diversidad de los individuos pudiera ser asimilada —como el propio Sade sugiere a menudo— a la que diferencia entre sí a las plantas o a las bestias, una sociedad razonable conseguiría superarla; le bastaría con respetar la singularidad de cada uno. Pero el hombre no sólo padece su soledad: la reivindica contra todos. De ello resulta que hay heterogeneidad de valores no sólo entre una clase y la otra, sino entre un individuo y el otro: «Todas las pasiones poseen dos sentidos, Juliette: una es muy injusta en relación con la víctima; la otra singularmente justa en relación con quien la ejerce…». Y este antagonismo fundamental no puede ser superado porque es la verdad misma. Si los proyectos humanos pretendiesen reconciliarse en una común búsqueda del interés general, serían necesariamente inauténticos: pues no hay ninguna otra realidad que la del sujeto encerrado en sí y hostil a cualquier otro sujeto que le disputa su soberanía. Lo que impide a la libertad del individuo optar por el bien es que éste no existe ni en el cielo vacío ni en la tierra injusta, ni siquiera en un horizonte ideal: no está en ningún sitio. El mal es un absoluto al que se oponen sólo nociones fantásticas, y no hay más que una manera de afirmarse frente a él: asumirlo.

Hay una idea que Sade repudia ferozmente a través de todo su pesimismo: la de padecer. Por ello odia esa hipocresía resignada que se adorna con el nombre de virtud. En realidad, consiste en una sumisión imbécil al reino del mal, tal como la sociedad lo ha recreado. Por ella el hombre renuncia a la vez a su autenticidad y a su libertad. Sade dispone de eficaces elementos para demostrar que la castidad, o la templanza, no se justifican ni siquiera por su utilidad. Los prejuicios que condenan el incesto, la sodomía y todas las fantasías sexuales, no tienen otro fin que aniquilar al individuo imponiéndole un conformismo inepto. Pero las mayores virtudes que predica el siglo tienen un sentido más profundo: buscan paliar las insuficiencias demasiado evidentes de la ley. Contra la tolerancia Sade no objeta nada, sin duda porque no ve practicarla a nadie; pero ataca fanáticamente lo que llamamos la humanidad y la beneficencia. Son mistificaciones que pretenden conciliar lo que es inconciliable: los apetitos insatisfechos del pobre y la egoísta codicia del rico. Retomando la tradición de La Rochefoucauld, demuestra que solamente son una máscara bajo la que se disfraza el interés. Para contener la arrogancia de los poderosos, los débiles han inventado la idea de fraternidad que no descansa en ninguna base sólida: «Ahora bien, os ruego que me digáis si hace falta que ame a un ser sólo porque exista o porque se me parezca, y que por estas únicas relaciones lo prefiera de repente a mí». ¡Menuda hipocresía la de los privilegiados que presumen de una edificante filantropía mientras que consienten la abyecta condición de los oprimidos! Esa engañosa sensiblería estaba tan extendida en la época, que el propio Valmont, en Laclos, se enternece hasta llorar practicando la caridad; y es evidentemente este mundo el que incita a Sade a desencadenar contra la beneficencia toda su mala fe y toda su sinceridad. Ciertamente hace el bufón cuando pretende servir las costumbres al maltratar a las chicas: si estuviera permitido a tos libertinos molestarlas impunemente, sostiene, la prostitución se convertiría en un oficio tan peligroso que nadie lo abrazaría. Pero con razón denuncia a través de estos sofismas la inconsecuencia de una sociedad que protege lo que condena y que autorizando el libertinaje lo pone a la vez en la picota. Con idéntica oscura ironía proclama los peligros de la limosna. Si no se reduce a la desesperación a los miserables, éstos se arriesgan a rebelarse, y lo más seguro sería exterminarlos a todos. En este proyecto que él atribuye a Saint-Fond, Sade desarrolla el célebre panfleto de Swift y es seguro que no se identifica con su héroe. Sin embargo, el cinismo de este aristócrata que abraza a ultranza los intereses de su clase es más válido en su opinión que los compromisos de los libertinos vergonzantes. Su pensamiento es claro: supriman los pobres, o supriman la pobreza, pero no perpetúen por medidas parciales la injusticia y la opresión. Y sobre todo, no pretendan redimir sus exacciones dejando un insignificante diezmo a los mismos a los que ustedes despellejan. Si los héroes de Sade dejan morir de hambre a un desgraciado antes que mancharse con una limosna que no les costaría nada, es porque rechazan con pasión cualquier complicidad con la gente honesta cuya conciencia se lava a tan vil precio.

La virtud no merece ninguna admiración ni ninguna gratitud puesto que, lejos de reflejar las exigencias de un bien trascendente, sirve a los intereses de aquellos que la exhiben: es lógico que Sade llegue a esta conclusión. Pero después de todo, si el interés es la única ley del individuo, ¿por qué despreciarla? ¿Qué superioridad tiene sobre el vicio? Sade ha respondido con frecuencia y vehementemente a esta cuestión. En caso de escoger la virtud, nos dice: «¡Qué falta de movimiento! ¡Qué frialdad! Nada me conmueve, nada me excita […] Me pregunto: ¿es esto gozar? ¡Qué diferencia en la parte contraria! ¡Cómo cosquillean mis sentidos! ¡Cómo conmueven mis órganos!». Y todavía más: «La felicidad no reside más que en lo que excita y no hay nada que excite más que el crimen». En nombre del hedonismo profesado por el siglo, este argumento es de peso; todo lo que podríamos objetar es que Sade generaliza su caso singular: ¿no pueden algunas almas ser también excitadas por el bien? Él rechaza este eclecticismo. «La virtud sólo puede procurar una felicidad quimérica […] solamente hay verdadera felicidad en los sentidos y la virtud no agrada a ninguno de ellos». Esta declaración puede sorprender ya que Sade ha hecho precisamente de la imaginación el resorte del vicio; pero a través de los fantasmas con los que se alimenta, aprehende una verdad, y la prueba de ello es que llega al orgasmo, es decir, a una sensación segura, mientras que las ilusiones de las que se nutre la virtud no son jamás recuperadas por el individuo de un modo concreto. La sensación, de acuerdo con la filosofía que Sade toma prestada de su época, es la única medida de la realidad, y si la virtud no despierta ninguna, es que no tiene ningún fundamento real. Sade se explica aún más nítidamente sobre este paralelismo entre virtud y vicio: «La primera es quimérica, la otra es real, la primera proviene de los prejuicios, la otra está fundada en la razón; yo f… con una mientras que con la otra apenas siento muy poca cosa». Quimérica, fantástica, la virtud nos encierra en un mundo de apariencias, mientras que su íntima relación con la carne garantiza la autenticidad de lo que llamamos el vicio. Utilizando el vocabulario de Stirner, al que con razón se le ha comparado con Sade, diríamos que la virtud aliena al individuo a esa entidad vacía, el Hombre. Solamente en el crimen el individuo se reivindica y se realiza como yo concreto. Si el pobre se resigna, o si trata vanamente de luchar por sus hermanos, es manejado, engañado, se convierte en un objeto inerte del que se burla la naturaleza, no es nada: le hace falta, como a la Dubois o a Corazón de Hierro, procurar pasarse al lado de los fuertes. El rico que acepta pasivamente sus privilegios no existe tampoco más que en el modo de una cosa. Si abusa de su poder, si se hace tirano, entonces es alguien. Se aprovechará cínicamente de la injusticia que le favorece, en lugar de perderse en sueños filantrópicos: «¿Dónde estarían las víctimas de nuestra infamia si todos los hombres fuesen criminales? No dejemos nunca de mantener a ese pueblo bajo el yugo del error y de la mentira», declara Esterval.

¿Volvemos, pues, a la idea de que el hombre sólo puede obedecer a la malvada naturaleza? Bajo pretexto de salvaguardar su autenticidad, ¿no asesina su libertad? No; pues si ésta no puede contradecir lo dado, es capaz de separarse de él para asumirlo. Se trata de un paso análogo a la conversión estoica que también retoma a su cuenta la realidad en una decisión voluntaria. No es contradictorio que Sade, preconizando tanto el crimen, se indigne con frecuencia contra la injusticia, el egoísmo o la crueldad de los hombres[18]. No tiene más que desprecio por los vicios tímidos, las fechorías irreflexivas que se limitan a reflejar pasivamente la perfidia de la naturaleza. Es para evitar ser malvado al modo de un volcán o de un policía por lo que hace falta hacerse criminal; no se trata de someterse al universo, sino de imitarlo en un libre desafío. Es la actitud que reivindica al borde del Etna el químico Almani: «Sí, amigo mío, sí, aborrezco a la naturaleza; y debido a que la conozco bien la detesto; sabiendo sus horribles secretos he sentido una especie de placer indecible en copiar sus infamias. La imitaré, pero detestándola […] Sus trampas asesinas se tienden sobre nosotros solos, tratemos de envolverla a ella misma en ellas […] No ofreciéndome más que sus efectos me ocultaba todas sus causas. Me restrinjo, pues, a la imitación de los primeros; no pudiendo adivinar el motivo que colocaba el puñal en sus manos he sabido arrebatarle el arma y me he servido de ésta del mismo modo que ella». Este texto refleja el mismo sonido ambiguo que las palabras de Dolmancé: «Fue su ingratitud lo que secó mi corazón». Nos recuerda que es por medio de la desesperación y del resentimiento por lo que Sade se ha consagrado al mal. Y es debido a esto por lo que su héroe se distingue del sabio antiguo: no sigue a la naturaleza con amor y alegría, la copia aborreciéndola y sin comprenderla; y él mismo no se felicita por ello. El mal no es armonioso, su esencia es dolor.

Ese dolor debe ser vivido en una tensión constante; si no, cuajaría a modo de remordimiento y bajo esta figura constituye un peligro mortal. Blanchoc ha señalado que el héroe sádico se consagra a las peores catástrofes desde el momento en que por algún escrúpulo devuelve a la sociedad su poder sobre él. Arrepentirse, vacilar, es reconocer jueces, es, por lo tanto, aceptar ser culpable en lugar de reivindicarse como libre autor de los actos; aquel que consiente en su pasividad merece codas las derrotas que el mundo hostil le infligirá. Por el contrario: «El verdadero libertino ama hasta los reproches que le merecen sus execrables fechorías. ¿No hemos visto que amaban hasta los suplicios que la venganza humana les proponía, que los padecían con alegría, que miraban el cadalso como un trono de gloria? He aquí el hombre en el último grado de la corrupción reflexionada». En este grado supremo, no sólo el hombre se libera de los prejuicios y de la vergüenza, sino también de cualquier temor. Su serenidad se une a la del sabio antiguo que tenía por fútiles las «cosas que no dependen de nosotros». Pero éste se limitaba de manera totalmente negativa a defenderse frente a los posibles sufrimientos; el negro estoicismo de Sade promete una felicidad positiva; así Corazón de Hierro plantea como alternativa: «O el crimen que nos vuelve felices, o el cadalso que nos impide ser infelices». Nada puede amenazar al hombre que sabe transformar sus propias derrotas en triunfos, éste no tiene miedo de nada porque todo es bueno para él. La brutal facticidad de las cosas no aplasta al hombre libre porque no le interesa: no es afectado más que por su significación y ésta sólo depende de él; un individuo que azota o penetra a otro puede ser su amo tanto como su esclavo. La ambivalencia del dolor y del placer, de la humillación y del orgullo, permite al libertino dominar cualquier situación: así Juliette sabe transformar en gozo los mismos tormentos que agobian a Justine. En el fondo, el contenido de la experiencia no tiene importancia: lo que cuenca es la intención que anima al sujeto. De este modo el hedonismo culmina en ataraxia, lo cual confirma el paradójico parentesco del sadismo con el estoicismo: la felicidad prometida al individuo se reduce a la indiferencia. «Soy feliz, querida mía, desde que me entrego a todos los crímenes con sangre fría», dice Bressac. La crueldad aparece bajo una nueva luz: como una ascesis: «El que se vuelve insensible ante los males del otro llega a ser inaccesible a los suyos propios». Ya no es a la excitación a lo que es necesario propender, sino a la apatía. Sin duda el libertino novicio tiene necesidad de emociones violentas para experimentar la verdad de su existencia singular; pero una vez que la ha conquistado le basta con la forma pura del crimen para garantizarla; éste posee «un carácter de grandeza y de sublimidad que prevalece y prevalecerá siempre sobre los monótonos encantos de la virtud», y que vuelve vanas todas las satisfacciones contingentes que estaríamos tentados a extraer de ella. Mediante una severidad análoga a la de Kant y que tiene su fuente en una misma tradición puritana, Sade sólo concibe el acto libre redimido de toda sensibilidad: si obedeciese a motivos afectivos, haría de nosotros esclavos de la naturaleza y no sujetos autónomos.

Semejante elección está permitida a todo individuo cualquiera que sea su situación; una de las víctimas encerrada en el harén de los monjes donde languidece Justine consigue escapar a su suerte al probar su valor: apuñala con tal salvajismo a una de sus compañeras que se atrae la admiración de sus amos y hace de ella la reina del serrallo. Aquellos que permanecen del lado de los oprimidos lo hacen a causa de la bajeza de su ánimo y hay que negarles cualquier piedad: «¿Qué quieres que haya en común entre el que puede todo y el que no se atreve a nada?». La oposición de los dos verbos es significativa: atreverse, para Sade, es ya poder. Blanchot ha subrayado la austeridad de esta moral: los criminales de Sade tienen casi todos muertes violentas, y es su mérito el que cambia sus desgracias en gloria. Pero de hecho, la muerte no es el peor de los fracasos y cualquiera que sea el fin que les reserva, Sade asegura a sus héroes un destino que les permite realizarse. Ese optimismo descansa en una visión aristocrática de la humanidad, envolviendo en su dureza implacable una doctrina de la predestinación: pues esa calidad de ánimo que permite a unos raros elegidos reinar sobre una tropa de condenados aparece como una gracia arbitrariamente dispensada: a lo largo de todo el tiempo Juliette está salvada y Justine perdida. Lo que es todavía más interesante es que el mérito no puede acarrear el éxito si no es reconocido. La fuerza de ánimo de Valérie o de Juliette no les serviría de nada si no mereciese la admiración de sus tiranos: divididos, separados, hay que admitir entonces que éstos se inclinan juntos ante ciertos valores; y, en efecto, bajo esas figuras cuya equivalencia está para Sade garantizada (orgasmo-naturaleza-razón), escogen la realidad; o más exactamente, ésta se les impone. Es por su mediación por lo que el triunfo del héroe está asegurado. Pero lo que le salva es, en última instancia, que ha apostado por la verdad. Más allá de todas las contingencias, Sade cree en un absoluto que no puede defraudar nunca al que lo invoca como instancia suprema.

Si no todos los hombres abrazan una moral tan segura, es sólo a causa de su pusilanimidad, pues no se le puede oponer ninguna objeción válida. No puede ofender a un Dios que sólo es quimera; y ya que la Naturaleza es división, hostilidad, incluso atacándola nos conformaríamos también a ella. Cediendo a sus prejuicios naturalistas, Sade escribe: «El único crimen verdadero consistiría en ultrajar a la naturaleza», y añade a continuación: «¿Es posible imaginar que la naturaleza nos diese la posibilidad de un crimen que la ultrajase?». Todo lo que sucede es integrado por ella; el mismo asesinato es acogido por ella con indiferencia, puesto que «el principio de vida de todos los seres no es otro que el de la muerte; esta muerte no es más que imaginaria». Únicamente el hombre concede importancia a su propia existencia, y «podría aniquilar totalmente su especie sin que el universo experimentase por ello la menor alteración». El hombre pretende poseer un carácter sagrado que le vuelva intocable, pero no es más que un animal entre otros. «Únicamente el orgullo del hombre es el que convierte la muerte en crimen». A decir verdad, el alegato de Sade es tan enérgico que acaba por negar al crimen cualquier carácter criminal; él mismo se da cuenta: la última parte de Juliette es un esfuerzo convulsivo por reanimar la llama del Mal. Pero si la naturaleza consiente todo esto, volcanes, incendios, veneno, peste, si no hay Dios, si el hombre es sólo un vapor, entonces las peores devastaciones caen en la indiferencia. «¡La imposibilidad de ultrajar a la naturaleza es pará mí el mayor suplicio del hombre!», se lamenta Sade. Y si sólo hubiese apostado por el horror demoníaco del crimen, su ética se saldaría con un fracaso radical; pero si asume esa derrota es que libra también otra batalla: su convicción profunda es que el crimen es bueno.

En primer lugar, el crimen no sólo es inofensivo con relación a la naturaleza: la sirve. Sade explica en Juliette que si nada obstaculiza al «espíritu de los tres reinos», éste llegaría a ser tan violento que paralizaría la marcha del universo: «No habría ya ni gravitación ni movimiento»; al llevar en su seno la contradicción, las fechorías humanas la arrancan de ese estancamiento que también sería favorecido por una sociedad demasiado virtuosa. Ciertamente Sade leyó la Fábula de las abejas de Mandeville, que había obtenido un gran éxito a comienzos del siglo. El autor demostraba allí que las pasiones y las faltas de los particulares sirven a la prosperidad pública, son incluso los mayores malvados los que trabajan más activamente para el bien común. Cuando una conversión intempestiva hace triunfar la virtud la colmena se encuentra arruinada. Sade expuso muchas veces, él también, que una colectividad que cayese en la virtud sería en el mismo momento precipitada en la inercia. Hay en esto como un presentimiento de la teoría hegeliana según la cual «la inquietud del espíritu» no podría abolirse sin ocasionar el fin de la historia. Pero en Sade la inmovilidad aparece no como plenitud congelada, sino como pura ausencia; la humanidad se obsesiona con cortar, por las convenciones con las que se protege, todos sus lazos con la naturaleza, y se transformaría en un pálido fantasma si algunas almas resueltas no mantuviesen en su seno, a pesar de la misma humanidad, los derechos de la verdad, que es división, guerra, agitación. Ya es bastante que nuestros limitados sentidos nos impidan alcanzar la realidad en su corazón mismo, dice Sade en el singular texto donde nos compara a todos con los ciegos, no nos mutilemos entonces porque sí, tratemos de superar nuestros límites: «El ser más perfecto que podamos concebir sería aquel que se alejase más de nuestras convenciones y las encontrase más despreciables». Si la reemplazamos de su contexto, esca declaración de Sade hace pensar en la reivindicación de Rimbaud a favor de una «alteración sistemática» de todos los sentidos; y también en las tentativas de los surrealistas para penetrar allende los artificios humanos en el corazón misterioso de lo real. Pero antes que como poeta es como moralista como Sade busca quebrar la prisión de las apariencias. La sociedad mistificadora y mistificada contra la que se levanta evoca el man heideggeriano en el que se disipa la autenticidad de la existencia, y en él se trata también de recuperar ésta mediante una decisión individual. Estas comparaciones no son juegos. Hace falca situar a Sade en la gran familia de aquellos que por encima de «la banalidad de la vida cotidiana» quieren conquistar una verdad inmanente a este mundo. En esta perspectiva, el crimen se le aparece como un deber: «En una sociedad criminal, es necesario ser criminal». Esta fórmula resume su ética. Por medio del crimen, el libertino rehúsa cualquier complicidad con las infamias de lo dado de las que la masa no es más que el reflejo pasivo y, por lo canto, abyecto; el crimen impide a la sociedad adormecerse en la injusticia y crea un estado apocalíptico que obliga a todos los individuos a asumir en una incesante tensión su separación, y en consecuencia su verdad.

Es, sin embargo, en el nombre del individuo como podríamos, parece, levantar contra Sade las objeciones más convincentes, pues el individuo es completamente real y el crimen lo ultraja realmente. En esto el pensamiento de Sade se revela extremo: para mí no hay verdad más que la envuelta en mi experiencia y la íntima presencia del otro escapa radicalmente a ella, pues no me concierne y no puede dictarme ningún deber: «Nosotros nos burlamos del tormento de los demás: ¿y qué? ¿Qué tiene de común con nosotros ese tormento?». Y aun más: «No hay ninguna comparación entre lo que sienten los demás y lo que nosotros sentimos; el dolor más fuerte en los otros debe seguramente ser nulo para nosotros y el más ligero hormigueo de placer sentido por nosotros nos afecta». El hecho es que los únicos lazos seguros entre los hombres son aquellos que ellos crean trascendiéndose en un mundo común mediante proyectos comunes. El sensualismo hedonista que profesa el siglo XVIII no propone al individuo otro proyecto que «procurarse sensaciones y sentimientos agradables», lo inmoviliza en su solitaria inmanencia. En un pasaje de Justine, Sade nos muestra a un cirujano que tiene el proyecto de disecar a su hija para contribuir al progreso de la ciencia y, por lo tanto, de la humanidad: captada en su devenir trascendente, ésta tiene ante él un valor, pero reducido a su vana presencia ante sí, ¿qué es un hombre? Un puro hecho desprovisto de todo valor, que no me afecta más que una inerte piedra. «El prójimo no es nada para mí: no existe la menor relación entre él y yo».

Estas declaraciones parecen contradictorias con la actitud viviente de Sade; salta a la vista que si no hubiese nada común entre el tormento de la víctima y el verdugo, éste no podría sacar ningún placer de él. Pero en verdad lo que Sade impugna es la existencia a priori de una relación dada entre yo y el otro sobre la cual mi conducta deba regularse abstractamente. No niega la posibilidad de establecer una tal relación, y si rechaza un reconocimiento ético del otro fundado sobre las falsas nociones de reciprocidad y de universalidad, es para autorizarse a romper concretamente las barreras carnales que aíslan las conciencias. Cada conciencia no es testigo más que de sí; el valor que se atribuye no puede invocar ningún derecho para imponerlo al otro: pero puede reivindicarlo de una manera singular y viviente en los actos. Es el partido que escoge el criminal; y por medio de la violencia de su afirmación, deviniendo real para el otro, desvela también a éste cómo realmente existente. Pero es necesario señalar que —aunque diferente al conflicto descrito por Hegel— este proceso no comporta para el sujeto ningún riesgo: no pone en juego su primacía u aunque le sobrevengan, no aceptará aliños; vencido, regresaría a una soledad que terminaría con la muerte, pero permanecería soberano.

De este modo, el otro no representa para el déspota un peligro tal que pueda alcanzarle en el corazón de su ser. Sin embargo, ese mundo extraño del que está excluido le irrita, quiere entrar en él. Paradójicamente, en ese dominio prohibido le es lícito suscitar acontecimientos, y la tentación es tanto más vertiginosa cuanto que aquéllos serán inconmensurables con su experiencia. Sade ha insistido cien veces en este punto: no es la desgracia del otro la que exalta al libertino, es saberse autor de ella. En ello hay para él algo distinto a un placer demoníaco abstracto: cuando trama sus sombrías maquinaciones, ve su libertad metamorfoseándose en destino para el otro. Y como h muerte es más segura que la vida, el sufrimiento que la felicidad, asumirá ese misterio en las persecuciones y el asesinato. Pero imponerse a la estupefacta víctima bajo la figura de la fatalidad no es bastante; engañada, mistificada, se la posee, pero solamente desde fuera. Al descubrirse a ella, el verdugo la incita a manifestar en sus gritos o en sus súplicas su libertad. Si ésa no se revela, la víctima es indigna de la tortura, hay que matarla u olvidada. Es también posible que por la violencia de su rebelión, huida, suicidio o victoria, escape al torturador; lo que éste reclama es que oscilando del rechazo a la sumisión, rebelde o consentidora, ella reconozca en todo caso en la libertad del tirano su destino; mientras esté unida a él por el más estrecho de los lazos, forman verdaderamente una pareja.

Hay casos más raros en los que la libertad de la víctima, sin evitar el destino que para ella crea el tirano, consigue superarlo. Transforma el sufrimiento en placer, la vergüenza en orgullo, se convierte en un cómplice. Es entonces cuando el libertino se ve colmado: «Para un espíritu libertino no hay placer más vivo que hacer prosélitos». Corromper a una criatura inocente es evidentemente un acto satánico, pero dada la ambivalencia del mal, ganándole un adepto se opera también una auténtica conversión. El rapto de la virginidad aparece bajo este punto de vista como una ceremonia de iniciación entre otras. Igual que para imitar a la naturaleza hace falta ultrajarla, aunque el ultraje quede abolido puesto que ella misma lo reclama, violentando a un individuo se le obliga a asumir su separación y por eso encuentra una verdad que lo reconcilia con su antagonista. Verdugo y víctima se reconocen como semejantes en el asombro, la estima, incluso la admiración. Se ha demostrado con justicia que no existe nunca ninguna alianza definitiva entre los libertinos de Sade, que su relación implica una tensión continua. Pero que Sade haga triunfar sistemáticamente el egoísmo sobre la amistad no impide que dote a ésta de una realidad. Noirceul se cuida mucho en prevenir a Juliette de que está con ella sólo a causa del placer que encuentra en su compañía: pero tal placer implica entre ellos una relación concreta. Cada uno se siente confirmado en sí mismo por la presencia de un alter ego, trátase de una absolución y una exaltación. La orgía colectiva realiza entre los libertinos de Sade una verdadera comunión: es a través de la conciencia de los otros como cada uno capta el sentido de sus actos y su propia figura, es en una carne ajena como yo experimento la mía; entonces el prójimo existe de verdad para mí. El escándalo de la coexistencia no se deja pensar, pero podemos vencer su misterio al modo como Alejandro cortó el nudo gordiano: es preciso instalarse en él por medio de actos. «¡Menudo enigma, el hombre! —Sí, amigo mío, he aquí lo que ha hecho decir a un hombre con mucho espíritu que vale mejor f… que comprenderlo». El erotismo aparece en Sade como un modo de comunicación, el único válido; podemos decir, parodiando palabras de Claudel, que en Sade «el pene es el camino más corto de un corazón a otro».