TELEBASURA
Secretos de la televisión de diseño
- Contrariamente a los argumentos esgrimidos por los promotores de la telebasura, por los responsables de los medios de comunicación y de sus contenidos, el telespectador español no puede elegir los programas que ve. Su única opción es ver lo que hay, pagar o apagar la televisión.
- Para que en Madrid un determinado espacio tenga un flamante 30 por ciento de audiencia, basta con que un poco más de 300 personas, sobre un total de más de 5 millones de habitantes, vean el programa.
- Los programadores televisivos son posiblemente los personajes más poderosos y menos conocidos de este medio.
- La mayor parte de los expertos, en especial aquellos que son convocados a los programas de debate, terminan enfadándose rápidamente, decepcionados por una televisión que lo único que les pide es que sean más vehementes —cuanta mayor vehemencia, mejor— y que «den espectáculo».
- Salvo alguna excepción, los redactores de este tipo de programas son licenciados en periodismo que iniciaron su carrera con la mochila llena de ideales que la precariedad laboral del sector se ha ido encargando de saquear.
Cada vez que encendemos la televisión ahí están. «Telerrealidad», concursos, corazón, testimonios… Son los programas a los que se ha dado en definir como telebasura. Propios y extraños se asombran de los increíbles índices de audiencia que tienen estos espacios. Tal éxito tal vez se deba a que sus contenidos son hábilmente diseñados por profesionales que no dejan nada al azar.
Qué duda cabe de que la telebasura se ha convertido en uno de los problemas sociológicos de moda. A despecho de que existan problemas mucho más acuciantes en la sociedad española actual, las aventuras y desventuras de Yola y Dinio, Chonchi y Pajares, la artista anteriormente conocida como Tamara y su madre, o Sardá y sus marcianos se han convertido en objeto del desgarro general de vestiduras entre la clase política, académica e intelectual de este país. Sin embargo, a pesar de los ríos de tinta vertidos sobre esta materia —la mayor parte de ellos más volcados a la moralina fácil que a un análisis honesto sobre la materia—, pocas veces se ha intentado profundizar, aún menos que en el contenido, en la forma cómo la industria televisiva fabrica los productos a los que se denomina con el término «telebasura».
La periodista Karmele Marchante, que conoce como nadie las interioridades de la televisión «basuril», nos aporta una de las primeras claves para entender el fenómeno:
El polvo de oro que entretenía a la ciudadanía es en estos momentos una letrina hacinada, olisqueada, manoseada y deglutida por una audiencia ávida de carne fresca, de griterío y de sangre por debajo de la puerta. […] Las más insondables patologías caben en esos platos fuertes que trascienden el plato y van directamente a los estómagos de las masas que zapean. […] Las Natis, las princesas y alguna meretriz refinada se exhibían siempre, antes de nuestro lustro maldito, en las vitrinas de fiestas y reuniones, desfiles o promociones llenas de imaginación, buen gusto, lujo y digna comunión. Encontrabas a gente fina, pijos, ladrones de guante blanco, socialistas decadentes… Se respetaban las reglas de la corrección mutua.[33]
Y es que, en este tema, las formas son una cuestión mucho más importante que el fondo. La telebasura no es tal porque en ella aparezcan y medren personajes de dudosa catadura moral, porque sus temáticas sean absurdas o por su lenguaje descarnado. Lo que realmente añade basura a la «tele» es que la factura de muchos de estos productos constituye una estafa implícita al telespectador, que toma como cierto lo que no es más que una realidad inventada, retorcida y manipulada, un circo sin inocentes, verdugos ni víctimas, en el que cada persona conoce a la perfección su papel y lo desempeña escrupulosamente, previo pago de su importe.
Los jefes
Desengañémonos: este género de televisión, que tanto parece indignar a la clase pensante de nuestra sociedad, no habría nacido ni habría adquirido las cuotas de desarrollo que actualmente goza de no ser porque los directivos de las cadenas lo consideran altamente rentable.
Hace tiempo, un conocido con responsabilidades en la programación de una importante cadena me comentaba: «Pues claro que podríamos mojarle la oreja a Sardá todas las noches. Bastaría con emitir una buena película de estreno. Lo que la gente no tiene idea es de lo caro que es el cine en televisión».
A pesar de su tremenda complejidad estructural, la esencia del negocio televisivo puede ser resumida en unas pocas líneas. Las cadenas de televisión necesitan producir contenidos atractivos que capten la atención de las audiencias para que los anunciantes inviertan dinero en publicidad. La ecuación para maximizar los beneficios es: más espectadores por menos dinero.
Como producto empresarial, lo que se ha dado en llamar telebasura es de una eficacia excepcional que produce altísimos índices de audiencia por sólo una fracción del coste de otros formatos televisivos. Las cadenas de televisión son empresas, y la zafiedad o inmoralidad de los contenidos no computan en el balance a final de año, sólo los euros. Es por ello que a pesar de que muchos ejecutivos de estas cadenas saben que sus productoras les están «timando», inflando los costes de producción para tener un margen de beneficio mucho mayor, prefieren hacer la vista gorda, conscientes de la rentabilidad del producto que se les ofrece.
Por lo general, se da el argumento equívoco de que ese telespectador es quien tiene el poder omnímodo del negocio de la televisión. Falso. Como escribía Jorge Rodríguez en El Semanal Digital:
En contra de lo que digan los promotores de la telebasura y demás responsables de medios de comunicación y de sus contenidos, los españoles no podemos elegir los programas que vemos. La única alternativa es ver lo que hay o apagar la televisión. Si no es de pago, tenemos que elegir, pura y simplemente, de ENTRE LO QUE SE OFRECE. Casi ningún medio de comunicación audiovisual ofrece a la audiencia una alternativa para poder demostrarles que se equivocan: todos ofrecen lo mismo.[34]
La única posibilidad es que quienes realmente tienen la sartén por el mango, los anunciantes, dejen de patrocinar determinados programas. No olvidemos que esto no es una lucha por las audiencias sino por el dinero —la mayor parte de él proviene de la publicidad— que generan esas audiencias.
El público
Pero ¿quién es la audiencia? Básicamente, todo el mundo. El clásico prejuicio al respecto se asienta en la idea de que se trata de personas de poca instrucción o mentalidad inmadura. Sin embargo, todo está cuantificado, tabulado y estudiado, y las cifras echan por tierra esta afirmación. Lo realmente sorprendente del perfil del espectador de telebasura es que dicho perfil no existe. El público es diverso tanto por edad como por sexo, clase social o formación. Lógicamente, algunos programas presentan en su audiencia a un elevado número de amas de casa o pensionistas, pero ello se debe más a una cuestión de horario que a otra cosa.
Hay quien se consuela pensando que tan descomunales índices de audiencia no pueden ser reales, que todo debe ser fruto de un fallo o un sesgo en la medición, ocultado y mantenido por Sofres —la empresa propietaria de los famosos audímetros— y por las diferentes cadenas. Como en casi todas las teorías conspirativas, tal afirmación contiene un generoso 90 por ciento de paranoia… pero también un 10 por ciento de realidad nada desdeñable.
Sofres pertenece al grupo Taylor Nelson Sofres, multinacional líder a nivel mundial en investigación de mercados y especializada en la medición de audiencias de televisión. Actualmente, Sofres afirma tener 3305 hogares con audímetros instalados en cada uno de los televisores existentes en el domicilio, los cuales se reparten de la siguiente manera[35]:
Dicho de otra forma, el destino televisivo de cuarenta millones de españoles está en manos de apenas diez mil individuos controlados por sólo tres mil aparatos.
Por mucho que los estadísticos nos hablen de las excelencias del sistema, el sentido común nos dice que deberíamos dudar de su absoluta fiabilidad, especialmente si recordamos los patinazos monumentales que han supuesto las encuestas electorales de los últimos años en nuestro país, a pesar de que se hayan utilizado muestras mucho más amplias.
En cualquier caso, las curvas de audiencia son el eje alrededor del cual gira el universo de la televisión. Todos los días, miles de profesionales hacen la misma pregunta al llegar a sus respectivas redacciones: «¿Qué sacamos ayer?». Si la cifra es positiva, todo el mundo respira, todo va bien y se puede seguir como hasta entonces. Un bache puntual tampoco es como para echarse a temblar. Hay muchos factores en juego y, si en la competencia alguien está llorando a lágrima viva o enseñando los pechos, pues para allá se te van unos cuantos puntos de «share».
La histeria comienza a desatarse cuando la audiencia desciende día tras día. Entonces, a gran velocidad empiezan a introducir alteraciones en el esquema original, procurando que el programa tenga «más garra». Si lo consiguen, el programa se mantiene, pero si no… En fin, la gloria en televisión es efímera.
Y es que, aunque cuestionables, los datos de Sofres aportan un esbozo de la realidad. Ahora bien, lo que queda por explicar es por qué las personas ven estos programas. Begoña Román, profesora de Ética de la Universidad de Barcelona, sostiene al respecto:
[…] puede ser la respuesta de una sociedad sin horizontes, aburrida por falta de hábitos de divertimento, para la cual los ‘culebrones’, novelas rosa y prensa amarilla no han sido suficientes y por ello han tenido que buscar experiencias más excitantes. Además, es sintomático de una sociedad que se entretiene en cosas poco constructivas, aprovechando el ocio pasivo y poco enriquecedor pero relativamente barato que ofrece la televisión actual.[36]
El consumidor de telebasura es fiel y no sólo ve este tipo de productos sino que los sigue, al tiempo que acumula un importante bagaje de conocimientos sobre los personajes que en ellos aparecen. Si esto es así, se debe en gran medida al trabajo de una serie de técnicos magníficamente pagados, que han importado y aplicado técnicas casi científicas para atrapar con eficacia a los espectadores frente a la pequeña pantalla.
Los sabios del estercolero
Los programadores televisivos son posiblemente los personajes más poderosos y menos conocidos de este medio. Ellos son los que deciden lo que usted y yo vamos a ver en la televisión, los que compran a las productoras los programas que serán éxito o fracaso la próxima temporada y los que cobran un sueldo acorde con tamaña responsabilidad. Los reglamentos de RTVE dan una definición bastante exacta de los programadores y sus competencias:
El profesional con formación a nivel universitario superior que es responsable, individual o corporativamente, de la estructura de la programación, de la búsqueda y selección de ideas, de la creación de contenidos, del control del proceso de elaboración de los mismos y de su expresión televisual, así como de la confección de los esquemas de programas, de la dirección de la emisión y del análisis y evaluación de los resultados.[37]
Pero, además de esto, la parte más importante del oficio del programador consiste en comprender e interpretar la voluntad de la audiencia. Ciertamente, las actividades de programación se ven afectadas por otros factores, al margen de los datos más o menos exactos que proporcionan los audímetros. La publicidad es el principal factor. Los programadores saben que millones de telespectadores españoles presionan compulsivamente los botones de sus mandos a distancia en cuanto aparece el primer anuncio en pantalla. Pero como la publicidad es la que da el dinero, nuestro alquimista de las audiencias no tiene más remedio que hilvanar un intrincado traje de bolillos con la publicidad, la continuidad, las promociones de la cadena y esas cortinillas de colorines tan chulas que los estudios gráficos cobran a precios de platino. Todo ello con el fin de intentar dar esquinazo a su gran bestia negra: el «zapping», una pesadilla que como los mejores monstruos mitológicos tiene en realidad tres cabezas[38]:
- El «zapping» propiamente dicho: es decir, los cambios de canal para evitar la publicidad. De la santísima trinidad de monstruos, éste es el que menos asusta ya que existen múltiples estratagemas para evitarlo, desde crear una situación de suspense (real o, la mayor parte de las veces, ficticia) para que el espectador se mantenga al pie del cañón mientras duran los anuncios, hasta engañar al sufrido televidente a base de cortinillas y promociones, haciéndole creer que su programa favorito está a punto de reanudarse cuando en realidad aún quedan cinco largos minutos de anuncios publicitarios.
- El «grazzing»: cambiar para seguir varios programas a la vez. Este asusta un poco más a los ejecutivos de las cadenas, que han comprobado atónitos cómo Darwin estaba en lo cierto y la televisión actual ha generado una nueva especie de telespectadores capaces de seguir a la vez no uno sino hasta tres programas diferentes al mismo tiempo. Cuando esto sucede, la curva del audímetro comienza a zigzaguear como una carretera de montaña y nuestra flamante gráfica de audiencia adquiere un aspecto vacilante, muy poco lucido como para enseñarla a quienes nos pagan el sueldo. Para remediarlo se intenta imprimir un ritmo frenético a los programas, a pesar de lo cual, los mutantes televisivos terminan adaptándose.
- El «flipping»: cambiar de canal por placer. Éste sí que aterra a los programadores. Aquí sólo cabe una explicación: el programa no gusta pero, sin embargo, llama la atención el hecho de que, cada vez que esto sucede, el contenido, que al parecer ha perdido el favor del público, es sustituido por otro aún más zafio y chabacano.
Con todo, los programadores no son los únicos técnicos con ínfulas de científico que pululan por el panorama de la telebasura. Tomemos como ejemplo el casting para elegir a los participantes en un hipotético espacio de «telerrealidad» al estilo de Gran Hermano, Supervivientes o similares.
Mamá, quiero ser concursante
Cada cierto tiempo, en diferentes hoteles de la geografía hispánica, equipos de psicólogos, como el que lidera Enrique García Huete para Gran Hermano[39], se dedican a seleccionar a la nueva hornada de carne de cañón que alimentará las parrillas de «telerrealidad» en la próxima temporada. En contra de lo que muchos imaginamos, no hay un escenario ni un gran equipo que entreviste uno por uno a los integrantes de una interminable cola de candidatos. Tan sólo una habitación apenas amueblada, un cámara, un psicólogo —que de vez en cuando se pregunta a sí mismo si han merecido la pena tantos años de carrera para llegar hasta aquella habitación—, y el aspirante a famoso, que respira aliviado cuando comprende que no le van a pedir que se desnude, ignorante de que le aguarda un striptease mucho más terrible, el de su alma.
Si nuestro candidato a famoso tiene suerte en esta ocasión, aún tendrá que superar entre dos y cinco cortes más, responder a dos cuestionarios extensivos en los que se tocará todos y cada uno de los aspectos de su vida, someterse a un examen médico, responder a un test de inteligencia y, por último y si todo sale bien, ser objeto de una investigación de antecedentes usualmente reservada para aspirantes a agentes secretos. Las entrevistas suelen ser de una dureza creciente, llegando a someter al futuro concursante a provocaciones, insultos y humillaciones para comprobar su capacidad de reacción ante situaciones de estrés y su manera de desenvolverse en los conflictos interpersonales.
El casting se está convirtiendo en una ciencia, con su propio conjunto de protocolos, normas y rituales.[40] Gracias a ello, cada temporada los programas de «telerrealidad» nos muestran a personajes más extremos e inquietantes, tanto que a veces nos cuesta creer que sean reales y no fruto de la imaginación de algún exaltado guionista. Todo ello nos lleva a una interesante reflexión. La aparición en estos programas de algún que otro personaje que tiene un evidente trastorno de personalidad no es en absoluto accidental, sino un elemento introducido deliberadamente por los cerebros grises del programa para echar un poco más de sal al asunto.
La «telerrealidad» es una nueva clase de culebrón en la que el concursante hace las funciones de inspirador, actor, narrador y guionista de una historia que se va desarrollando a lo largo de las semanas que dura el programa. Tanto es así que la productora de Gran Hermano llegó en su día a contratar a una guionista venezolana especializada en telenovelas.[41] Su misión sería la de poner en práctica algo de lo que se han quejado habitualmente los participantes del concurso: el montaje tendencioso de la ingente cantidad de imágenes para contar una historia.
Afortunadamente para ellos, psicólogos y productores pueden elegir todos los años entre decenas de miles de jóvenes y no tan jóvenes que acuden al reclamo del éxito fácil. Aunque no sólo el concursante cuenta. En uno de los últimos cortes del casting se solicita al participante que aporte una lista de teléfonos de familiares y amigos que no sólo corroborarán los principales datos biográficos del candidato, garantizando que éste no ha mentido, sino que deberán manifestar su apoyo acudiendo a las correspondientes galas semanales.
Los redactores
Ellos son la fiel infantería de la telebasura y, sin lugar a dudas, los personajes más trágicos de esta historia. Durante el proceso de elaboración de este libro, una de las cosas que más me ha llamado la atención es que cada vez que hemos tenido ocasión de poner frente a una grabadora a una redactora —la mayoría de mujeres en este gremio es abrumadora— de un reality show o un programa del corazón es que, en primer lugar, la conversación comenzaba con el consabido: «Ni se te ocurra mencionarme, esto lo hago porque eres amiguete pero me juego el puesto». Inmediatamente después, la entrevistada comenzaba a abrir su corazón respondiendo a todas mis preguntas e incluso algunas que ni se me hubiera ocurrido formular, incluidos algunos chismes muy sabrosos de personajes populares.
La razón de esta locuacidad radica en la mala conciencia imperante en el sector, tanta que la mayoría de ellos ni siquiera confiesa a sus conocidos en qué programa trabaja. Los redactores de este tipo de programas, exceptuando a muy pocos, son periodistas universitarios cuyo inicial interés en desarrollar dignamente su profesión se ha ido perdiendo por culpa de la precariedad en la que trabajan. Hay que tragar con lo que sea, y las jornadas interminables y los sueldos cada año menos suculentos son nada comparados con la miseria moral imperante en las redacciones.
Esta situación ha sido valientemente denunciada por varios «arrepentidos», como Mariola Cubells[42] y Gema Piñeiro[43], que en sendos libros nos cuentan las intimidades de la telebasura española. En concreto, el libro de Mariola Cubells, ¡Mírame, tonto!, levantó un considerable revuelo en el medio televisivo, donde un importante sector no podía por menos que mostrar su estupor e indignación ante el hecho de que alguien hubiera revelado los secretos mejor guardados de la secta.
¿Tan terrible es la labor del redactor? Bueno, eso va en función de la conciencia de cada cual. Ellos son los encargados de buscar los testimonios que pueblan los reality shows y de tratar con los famosos que aparecen en los programas del corazón. Con unos y con otros tienen que desplegar todas sus dotes de seducción: mentir, halagar, manipular, regatear, volver a mentir… No es fácil conseguir que la gente acuda voluntariamente a la televisión a contar sus intimidades más secretas, aquellas que muchas veces no conocen ni sus propios allegados. Para ello, el redactor tiene que valerse de todos sus recursos, de su encanto, su educación, sus conocimientos y las tablas que ha ido adquiriendo en el ejercicio de su trabajo.
¿Por qué se pliegan a esto profesionales con una formación universitaria? Básicamente, porque es lo que hay. Todos los jóvenes periodistas saben que la expresión de cualquier escrúpulo en una entrevista de trabajo, o en el día a día de la redacción, supondrá inmediatamente que su puesto lo ocupe uno de los que van por detrás de él esperando una oportunidad y no son tan exigentes en materia de conciencia.
En los últimos años, los medios de comunicación de este país han sufrido un proceso oculto de reconversión industrial salvaje, en el que periodistas con años de profesión han sido sustituidos por jóvenes recién salidos de la facultad, que en la mayoría de los casos ganarían más dinero sirviendo copas o vendiendo en un quiosco los periódicos para los que escriben, cuando no becarios que en muchas ocasiones no solo no cobran, sino que incluso pagan por trabajar.
La apoteosis de esta situación fue el expediente de regulación de empleo de Antena 3, que en noviembre de 2003 decidió prescindir de los servicios de profesionales de la talla de Rosa María Mateo, toda una institución en la televisión española, o Carlos Hernández, reportero cuya cobertura de la guerra de Iraq ha merecido el elogio general de profesionales y espectadores. Muchos recordamos su emocionante aparición en los informativos de Telecinco para cubrir el asesinato del cámara José Couso mientras Jon Sistiaga estaba en el hospital junto a su compañero malherido. 215 fueron los despedidos. ¿Despedidos por qué? No porque esos puestos no fueran necesarios, como nos revela una de las trabajadoras despedidas, Graziella Almendral, en una carta publicada por el diario El País:
Mi carta a ustedes es de denuncia. Antena 3 Televisión ha contratado, desde el primer día de nuestro despido, a cientos de trabajadores para ocupar nuestros puestos de trabajo a través de agencias de empleo temporal. Yo misma conozco ya el nombre de la persona que va a ocupar mi puesto y que, de hecho, ya ha entrado en conversaciones con la dirección de informativos. Qué tontería recordar que es ilegal contratar tras un expediente de regulación de empleo.[44]
Si alguien duda de la palabra de esta trabajadora, puede remitirse a los datos recabados por el senador del PSOE, Juan Barranco, quien descubrió que, una vez ejecutados los 215 despidos previstos en el expediente de regulación de empleo de Antena 3 Televisión, la cadena realizó al menos 325 contrataciones a través de empresas de trabajo temporal. De esas 325 contrataciones, 210 «corresponden exactamente a la misma categoría de las personas que han sido despedidas».[45] Como se puede comprobar, de la telebasura al contrato basura hay sólo un paso.
El experto
Mejor o peor pagados, los artesanos de la telebasura no tendrían nada que hacer en sus programas si no contaran con la materia prima que constituyen invitados y colaboradores. Entre ambos existe una clase híbrida, el experto, un personaje con una pátina de prestigio que suele estar abalado por sus títulos o por los libros que haya escrito y cuya función es la de aportar credibilidad al programa. Una gran parte de los expertos, sobre todo aquellos que son convocados a programas de debate, se decepcionan rápidamente al comprobar que la televisión sólo pretende de ellos efusividad y escándalo. Muchas veces esa decepción se ve precipitada por las críticas que reciben en su entorno profesional.
Sin embargo, hay un puñado de elegidos que terminan por encontrarse como pez en el agua en los platos y comienzan a peregrinar de programa en programa. Pronto descubren que, si se hacen un poquito los estrechos, pueden incluso sacarse unos euros (tampoco nada escandaloso, no se vayan a creer) cada vez que aparecen en pantalla. Así, nuestro experto acaba siendo una cara conocida, no exactamente famoso, pero sí alguien que te suena de la tele. El siguiente paso es ser abordados por un representante que les mantendrá en el candelero mediático al proporcionarles intervenciones cada cierto tiempo. Aunque, si no hay un experto a mano, tampoco pasa nada…
Nuestra redactora (esa chica mal pagada y peor motivada que trabaja catorce horas diarias, ¿se acuerdan?) tiene un montón de recursos a mano. Por ejemplo, siempre le queda consultar la agenda y recurrir a uno de los expertos habituales de la casa que, si bien no tiene ni remota idea del tema que se va a tratar en el programa, sabe que da bien en pantalla y sabrá salir airoso del brete. Pero si esto no es posible, siempre queda revolver el fondo del armario y solicitar los servicios de uno de los muchos modelos y actores que se van ganando la vida en estos programas, interviniendo como seudoexpertos o personajes que cuentan las más diversas peripecias.
Llegados a este punto, no puedo dejar pasar una anécdota que me sucedió hace unos años viendo uno de estos programas. Descubrí a una conocida que contaba que había mantenido una larga relación sentimental con su profesor en la universidad y la cantidad de problemas que ello le había reportado. Al día siguiente no pude por menos que mencionarle que había visto el programa, y con gesto serio le ofrecí mi ayuda para cualquier cosa que pudiera necesitar, máxime sabiendo que era madre soltera y su situación económica no era buena. Ella se rió: «Pero si yo no he ido a la universidad. Todo es mentira. Es un trabajo que me surgió a través de un amigo y me he sacado unas pelillas que ya sabes que me vienen muy bien». Aquel día fue mi pérdida de la virginidad en cuanto a «telerrealidad» se refiere.
Y es que la telebasura no sólo lo es porque sus contenidos sean más o menos repugnantes, sino porque supone un ejercicio de mentira constante. Mariola Cubells retrata esta situación a la perfección:
Mentimos. A usted, que nos ve desde casa. Y a usted que viene a la tele a contarnos sus cuitas. Engañamos a cientos de personas para conseguir que vengan al programa. O para sacarles una declaración. Los confundimos diciéndoles mentiras redondas, y los traicionamos abusando de su confianza. […] Ganamos dinero. Unos más que otros. Todo vale para conseguirlo. […] Sobornamos. Pagamos a los parias de la tierra si es preciso. […] Llevamos a individuos a la televisión sabiendo que su aparición en pantalla puede destrozarles la vida; nos reímos de su simpleza y la festejamos con el resto de los compañeros. Con solidaridad y buen humor. […] Somos, a menudo, racistas, clasistas, despóticos, elitistas y crueles. Sin contemplaciones y sin arrepentimientos.[46]