EPÍLOGO

UN MUNDO FELIZ

Todo lo que se les exigía era un primitivo patriotismo, al que se pudiese apelar cuando fuera necesario para obligarles a aceptar más horas de trabajo o raciones más pequeñas. Y cuando surgía el descontento, como a veces sucedía, ese descontento no les llevaba a ninguna parte, porque desnudos de ideas generales, sólo podían centrarse en pequeños agravios particulares.

Los grandes males escapaban invariablemente a su percepción.

GEORGE ORWELL, 1984.

Hemos llegado al final de nuestro viaje —a ratos terrible, a ratos gracioso y las más de las veces grotesco— a los suburbios menos conocidos de los medios de comunicación. Se han realizado muchos estudios que muestran con todo detalle cuáles son los peligros que, en nuestra época, amenazan con hacer peligrar, cuando no desaparecer, el derecho a la información tal y como lo hemos conocido hasta ahora. Nuestra intención ha sido mucho más modesta. Ante todo hemos pretendido entretener, llevar a cabo por enésima vez el sano ejercicio del esperpento, de poner la realidad misma ante la superficie deformadora de un espejo de feria y reírnos del resultado. Claro que, a veces, las risas dejan un regusto amargo en la boca, en especial cuando descubrimos que el viejo axioma de «formar, informar, entretener» se ha quedado en un mero ejercicio de degradación de las mentes de los que abnegadamente formamos eso que se denomina «público». Dicho de otra forma: el esfuerzo ingente de un gigantesco colectivo de profesionales de todas las artes y técnicas implicadas en el mundo de la comunicación tiene como fruto máximo que usted, yo y cada hijo de vecino que se expone a los mensajes de los medios, estemos perdiendo parte de nuestras capacidades cognitivas superiores.

El autor norteamericano Neil Postman resumió esta situación de forma escalofriante:

Estuvimos atentos en 1984. Cuando llegó el año y no se cumplió la profecía, algunos pensadores norteamericanos lanzaron las campanas al vuelo, orgullosos de sí mismos. Las raíces de la democracia liberal se mantenían. Si en cualquier otro lugar el terror había llegado, nosotros, al menos, no habíamos sido visitados por las pesadillas «orwellianas».

Pero nos habíamos olvidado de que, junto con la oscura visión de Orwell, había otra, un poco anterior y menos conocida, pero igualmente aterradora: Un mundo feliz, de Aldous Huxley, que no profetizaba lo mismo. Contrariamente a la creencia generalizada, incluso entre la gente culta, Huxley y Orwell no profetizaban sobre la misma cosa. Orwell advierte que seremos dominados por una opresión impuesta externamente. Pero en la visión de Huxley, no hace falta un Gran Hermano para privar a la gente de su autonomía, madurez e historia. Tal y como él lo vio, la gente llegará a desear esta opresión, para adorar las tecnologías que borrarán su capacidad de pensar.

Orwell temía a aquellos que pudiesen prohibir los libros. Huxley, por su parte, temía que no hubiese necesidad de prohibir un libro porque ya nadie desease leerlo. Orwell temía a los que nos podían privar de la información. Huxley temía a aquellos que nos pudiesen dar tanta, que nos redujeran a la pasividad y al egoísmo. Orwell temía que nos encubriesen la verdad. Huxley temía que la verdad pudiera ahogarse en un mar de irrelevancia. Orwell temía que llegásemos a tener una cultura cautiva. Huxley temía que llegásemos a tener una cultura trivial, preocupada apenas por algo parecido al sentimentalismo, a los placeres banales y al pavoneo. Como Huxley subrayaba en Nueva visita a un mundo feliz, los libertarios civiles y los racionalistas, que siempre están alerta para oponerse a la tiranía, olvidaron tener en cuenta el apetito humano, casi infinito, de distracciones. En Un mundo feliz, se los controla infligiéndoles placer. En resumen, Orwell temía que lo que odiamos nos pudiese arruinar. Huxley temía que lo que amamos terminase arruinándonos.

Este libro es sobre la posibilidad de que Huxley y no Orwell tuviese razón[115].

En cierto sentido, y sin pretender comparar una obra con otra, este libro también contempla la misma posibilidad. En el universo totalitario de Orwell la información era un monopolio que el Estado que administraba con cuentagotas a unos ciudadanos ciegos, sordos y mudos ante lo que sucede a su alrededor. Huxley supo ver más allá, descubriéndonos un mundo que al ciudadano del siglo XXI le resultará siniestramente familiar, en el que la información es un bien tan profuso y libremente disponible que ha perdido todo su valor. Los habitantes del mundo de Huxley están tanto o más desinformados que los súbditos de Orwell, porque viven inmersos en una avalancha informativa que no es otra cosa sino un mar de banalidades en el que cualquier cosa que se aparte de la superficialidad reinante es automáticamente ignorada por el público.

La victoria final de la hipótesis de Huxley queda plasmada en el hecho de que el omnipresente y aterrorizante Gran Hermano de 1984 ha quedado convertido en la actualidad en el referente para el mayor producto de «cutrerío» catódico de la actualidad. «¡Con lo que yo he sido!» debe de pensar el pobre Gran Hermano. ¿La felicidad? Sí, indudablemente éste es Un mundo feliz.

Se suele decir que somos lo que comemos. Si el mismo aforismo lo aplicamos a nuestro cerebro, lo que podemos deducir del contenido de las páginas anteriores es que lo que recibimos a través de los medios, el principal sustento mental del hombre del siglo XXI es, en un altísimo porcentaje, puro desperdicio. Se miente y se distorsiona a placer, se promueve la incoherencia y la trivialidad, y se busca el entretenimiento a través del camino más fácil, el del encefalograma plano.

No obstante, no quisiera cerrar este libro sin abrir un resquicio a la esperanza. Hasta ahora hemos hablado de los medios, de la bestia informe sin rostro que sólo busca crecer y perpetuarse a cualquier precio. Pero en el corazón de la bestia viven y trabajan seres humanos a los que conozco razonablemente bien porque muchos han sido y son mis amigos y compañeros. Son profesionales que en la mayoría de los casos mantienen intacta, en el fondo de su corazón, la ilusión del primer día que sintieron la magia de poder hacer llegar sus palabras, su trabajo y sus imágenes al resto del mundo. Ellos son los que cada jornada, en silencio, libran una batalla contra los índices de audiencia, los balances contables y las cifras de ventas. No es una guerra de héroes porque saben que el que se retira hoy puede volver a luchar mañana. Gracias a ellos, de vez en cuando, surge una nueva iniciativa, un nuevo enfoque, un nuevo formato que pretende llevar hasta el público algo nuevo y distinto, o lo de siempre, pero con mayor calidad. Que tengan éxito, o no, no depende de conspiraciones ni de oscuros intereses o grupos de presión, tan sólo de que nosotros pulsemos el botón adecuado del mando a distancia.