CAPÍTULO 16
—Tienes una hora, como mucho noventa minutos, hasta el cambio de guardia —le dijo Harvard a P.J.
P.J. había escalado hasta el tejado del cuartel general de Sherman sin una queja. Y en aquel momento, iba a tener que descolgarse por el borde para meterse en el conducto de ventilación.
En la selva, él había intentado arreglar el cable del micrófono. Tenía conexión, pero era débil y con interferencias. Sujetó el micrófono con cinta y una plegaria, pero era mejor que nada.
También cambiaron a un canal de radio distinto para que no los oyeran desde el USS Irvin.
P.J. se quitó la mochila y el chaleco de combate para reducir su volumen todo lo posible y facilitar el viaje por el conducto de ventilación. Se metió el arma en la cintura de los pantalones, por la espalda, y tomó también un MP5 y una linterna.
Después respiró profundamente.
—Estoy lista —dijo.
Estaba calmada. El era el que tenía un sudor frío en la piel.
—El tiempo vuela —le recordó ella.
—Sí —dijo Harvard—. Hablame cuando estés ahí dentro.
—Lo haré, si puedo.
No podía pedirle más. Habían repasado el procedimiento más de cien veces; no había mucho que pudiera decirle, salvo repetirle de nuevo que «Si algo sale mal, y te atrapan, dime en qué parte del edificio estás, el piso y la esquina de la que estés más cerca. Yo entraré y te sacaré, ¿de acuerdo? Ya me las arreglaré de algún modo».
Harvard quitó la rejilla de la entrada del conducto y tomó a P.J. en brazos.
—No mires abajo.
—No lo haré. Oh, Dios.
P.J. tenía que entrar de cabeza al conducto. El arma iba primero.
—Ten cuidado —le dijo él.
—Te prometo que lo tendré.
Harvard tomó aire y bajó a la mujer a la que quería más que a su vida hasta el borde del tejado.
Hacía mucho calor allí.
P.J. se había imaginado que haría frío. Después de todo, era un conducto de aire acondicionado. Sin embargo, se dio cuenta de que aquel tubo era como un tubo de escape gigante. Hacía calor, y olía a excremento.
Además, era muy estrecho.
Gracias a Dios, a ella no le molestaban los espacios reducidos. Harvard lo habría odiado. Habría pasado por allí si hubiera tenido que hacerlo, sí, pero lo habría odiado.
Claro que no habría cabido. Ella apenas cabía.
La camiseta se le enganchó en otro de los tornillos de metal que unían las chapas y, con impaciencia, tiró de ella. Se le enganchó de nuevo unos metros más adelante, y P.J. terminó por quitársela.
La revisó rápidamente para asegurarse de que no tenía ninguna marca o algo escrito, cualquier cosa que pudiera relacionar la prenda con ella o con un norteamericano. Sin embargo, sólo era una camiseta verde y marrón de camuflaje. La moda de los que iban bien vestidos en las selvas de todo el mundo.
P.J. la dejó allí y siguió avanzando.
Se concentró en seguir moviéndose con sigilo. Avanzar le estaba costando más tiempo del que había imaginado; tenía que utilizar mucha energía en permanecer silenciosamente en aquel conducto de metal, cuyas paredes resonaban. A menos que tuviera mucho, mucho cuidado, podía hacer ruido con las botas, o con el MP5.
Siguió avanzando con los codos, con el arma frente a sí, rezando para que aquel conducto la llevara directamente hacia el capitán Joe Catalanotto.
Harvard colocó de nuevo la rejilla en el conducto de aire, con sumo cuidado. No quería que se desprendiera alguna piedrecita de cemento, o algo de polvo, que cayera encima de alguien y lo alertara de que había actividad en el tejado.
Allí arriba quedaba claro que el edificio estaba en peores condiciones de lo que él había pensado.
Harvard sintió cierta satisfacción. Sin duda, las medidas enérgicas de los últimos años contra el tráfico de drogas habían pasado factura a las cuentas bancarias de John Sherman.
Si tenían suerte, si tenían suerte de verdad, P.J. y él podrían sacar de allí al capitán, y después, aquellos dos señores del narcotráfico podrían liquidarse el uno al otro tranquilamente.
—Me acerco a una rejilla —dijo P.J. por los auriculares, y él concentró toda su atención en ella.
—Está a la izquierda del conducto —dijo, y continuó hablando casi sin sonido—. Pero es demasiado pequeño para usarlo como salida, incluso para mí.
Harvard comenzó a rezar, a pedir que ella estuviera a salvo. Que nadie la oyera.
Pasaron más minutos en silencio.
—Ahora veo algo —dijo ella—. Encima de mí hay una especie de trampilla.
Harvard contuvo el aliento. Tenía que esforzarse mucho por oírla, porque ella hablaba en voz muy baja.
Durante un momento, Harvard oyó sólo su respiración. Después, P.J. habló de nuevo.
—El edificio está dividido en tres pisos. Estoy en una especie de buhardilla que claramente usan como almacén. El borde da al centro del edificio, que está abierto desde el tejado hasta el piso bajo. Hay luces de emergencia junto a las puertas principales. Por lo que estoy viendo, parece tan grande como para albergar una docena de tanques —dijo, y después bajó más la voz—. En este momento lo usan como dormitorio de unos quinientos hombres. Quinientos...
—Esto es lo que propongo —continuó P.J.—. O bajo un tramo de escaleras y atravieso una habitación llena de soldados dormidos...
—No —dijo Harvard—. ¿Me recibes, P.J.? He dicho que no.
—Te recibo. Y ésa fue también mi primera reacción. Pero el otro modo de llegar a la parte noreste del edificio, donde Crash piensa que pueden tener al capitán, es caminar por unas pasarelas que recorren la parte superior del tejado.
Harvard soltó un juramento.
—Sí, eso también lo recibo —dijo ella.
—Vuelve —dijo—.Ya idearemos otro modo de entrar.
—No lo oigo, jefe sénior —le dijo ella—. Será mejor que vuelva a arreglar el micrófono. Su mensaje no llega.
—Me has oído perfectamente.
—Puedo hacerlo, Daryl —dijo ella con convicción—. Sé que puedo. Lo único que tengo que hacer es pensar en ti, y es como si estuvieras aquí conmigo. Tomándome la mano, ¿sabes?
Lo sabía. Abrió la boca para hablar. Después la cerró. Antes de hablar tomó aire.
—Por favor, no mires hacia abajo.
P.J. tuvo que mirar hacia abajo. Tenía que asegurarse de que ninguno de los hombres que estaba durmiendo abajo se despertaba y la veía.
Al menos no había guardias en la habitación. Eso era una suerte.
Ella se movió silenciosa y muy lentamente por la pasarela.
Por supuesto, incluso teniendo en cuenta aquel factor de suerte, aquélla era una situación muy mala. La pasarela se mecía ligeramente a cada paso que ella daba. Era de metal, y muy antigua, y ni siquiera daba la sensación de ser sólida. La parte por la que caminaba P.J. era una rejilla, y a través de las tiras de metal ella veía el suelo de abajo.
La adrenalina le invadió el organismo e hizo que le rugieran los oídos. Ella necesitaba tener la cabeza clara y un silencio total para percibir cualquier sonido que le indicara que uno de los quinientos hombres se había despertado y estaba mirando hacia el techo.
Sin embargo, estar allí era mejor que caminar por un campo minado. De eso estaba segura. P.J. dio otro paso.
Notaba la presencia de Harvard. Sentía que estaba escuchando su respiración, que la acompañaba a cada paso que daba.
Se aferró a su arma, la pistola Browning. Harvard había arriesgado la vida para conseguírsela. Dio otro paso más. Y otro. Y otro.
Crash se inclinó sobre el hombro de Blue McCoy.
—Harvard no responde —dijo Blue—. O su radio se ha apagado, o han cambiado de canal.
Los dos sabían que había otra posibilidad. Podía haber muerto.
—Voy a empezar a buscarlo.
La mirada de Blue le dio a entender a Crash que no iba a tener en cuenta aquella tercera posibilidad.
Crash encendió su radio y habló rápidamente en francés. Después se volvió hacia Blue.
—Vamos a mantener el canal original abierto, también.
—Ya lo he hecho.
Harvard estaba sentado en el tejado, vigilando por si aparecía inesperadamente un guardia y escuchando con suma atención la respiración constante de P.J., mientras ella recorría una frágil pasarela dos pisos por encima de quinientos soldados enemigos que dormían.
Lo estaba haciendo muy bien. Por su respiración, él sabía que lo estaba haciendo muy bien. El era el que estaba completamente paralizado.
—Sigo aquí contigo, nena —murmuró, con la esperanza de que el micrófono funcionara bien y ella lo oyera.
P.J. no respondió, pero eso no significaba que no lo oyera. Después de todo, ella estaba intentando ser sigilosa.
El intentó escuchar más, intentó oír el sonido de sus pasos, pero sólo conseguía oír los latidos frenéticos de su propio corazón.
Por fin, ella habló de nuevo.
—Ya he cruzado —susurró, y Harvard respiró por primera vez en horas.
Después hubo más silencio, durante un minuto, después dos, y tres. El intentó imaginársela mientras bajaba por las escaleras de metal, lentamente, en silencio, atravesando pasillos en los que no había ningún rincón para esconderse.
Aquello estaba durando demasiado tiempo. P.J. llevaba ya veinticinco minutos dentro. Sólo le quedaban cinco minutos más antes de que se cumpliera la mitad del tiempo total; si no se cumplía el límite, se arriesgaban a que los guardias hicieran el cambio de turno y descubrieran a los hombres a los que habían puesto fuera de acción.
—He encontrado la primera de las habitaciones de enfermería —dijo finalmente P.J.—. La que está al noreste está a oscuras, vacía. Voy hacia la siguiente zona, hacia el frente y la zona central del edificio.
De repente, Harvard oyó una inhalación brusca, y sintió que se le aceleraba el pulso.
—¡Informe de situación! —le ordenó—. P.J., ¿qué sucede?
—En la puerta de la siguiente sala hay un guardia. Está dormido en una silla —susurró ella—. Pero la puerta está abierta. Voy a pasar.
Harvard se irguió.
—Entra y cierra la puerta con llave. Haz todo lo que puedas para impedir que entren detrás de ti, ¿entendido?
P.J. se acercó el micrófono a la boca.
—Harvard, te pierdo. He oído que me decías que cerrara la puerta con llave, pero no he oído lo demás. Vuelve.
Interferencias.
Demonios, ¿qué estaba intentando decirle? ¿De qué serviría que se encerrara en la sala con el capitán? Además, ni siquiera sabía si Joe estaba allí.
Se movió lentamente, con sigilo, hacia el guardia dormido.
Podía hacerlo. Podía ser invisible, tan silenciosa como Harvard, siempre y cuando estuviera en la calle de una ciudad o dentro de un edificio.
Los ronquidos del guardia cesaron durante un instante, y P.J. se quedó helada a pocos metros del hombre. Pero después, él siguió roncando, y ella pudo deslizarse al interior de la sala.
El capitán Joe Catalanotto estaba tendido en el suelo.
Era evidente que había estado en la cama de aquella especie de hospital. Había estado esposado a aquella cama. Las esposas abiertas todavía estaban en la estructura metálica.
El había conseguido liberarse de alguna manera.
Sin embargo, no había tenido fuerzas para avanzar más que unos cuantos pasos antes de desmayarse. Parecía que lo había hecho tan sigilosamente que ni siquiera había despertado al guardia que lo vigilaba.
P.J. cerró la puerta silenciosamente, con el pestillo, tal y como le había indicado Harvard. Sin el brillo de las luces de emergencia del pasillo, la sala quedó a oscuras.
Ella se sacó la linterna del bolsillo y la encendió.
Rápidamente, comprobó que en la habitación no hubiera ninguna otra puerta por la que se pudiera entrar ni salir.
No la había.
Aquello era una locura. Había cerrado la puerta, pero seguramente alguien tenía una llave al otro lado.
Conteniendo el aliento, se arrodilló junto a Joe y le tomó el pulso.
Por favor, Dios...
Tenía la piel fría y pegajosa, y a ella se le encogió el pulso. Habían llegado demasiado tarde... No, notó un pulso débil. Era muy débil, sí, pero Joe todavía estaba vivo.
—Daryl, lo he encontrado —dijo PJ.—. Está vivo, pero tenemos que sacarlo de aquí.
Interferencias. Oía la voz de Harvard, pero no entendía lo que él le estaba diciendo.
—...scribe... ación...
«¿Scribe? ¿Ación?».
¡Le estaba pidiendo que describiera su situación!
Lo hizo rápidamente, diciéndole a cuántos metros de la habitación noreste se encontraban Joe y ella. Después le dio las dimensiones de la habitación, además de una lista del equipamiento médico, de las encimeras y los fregaderos, incluso de las lámparas del techo.
También le habló en detalle del estado de Joe mientras examinaba rápidamente las heridas del capitán.
—Tiene una herida con orificio de entrada y salida en el muslo derecho —informó—, y no tiene ningún disparo en el pecho, gracias a Dios. Sí recibió un disparo en el hombro, con orificio sólo de entrada. La bala está dentro. Han hecho pocos intentos de cortarle la hemorragia, y ha perdido mucha sangre. Tiene muy mal aspecto. Tiene los ojos hinchados y amoratados, y un corte muy feo en el labio. Parece que esos desgraciados le han dado una buena paliza. No sé si tendrá heridas internas. Daryl, tenemos que llevarlo al Irvin. Ahora.
Interferencias.
—...refuerzos... para mí.
Sí, necesitaban refuerzos, pero P.J. sabía muy bien que no iban a llegar.
—Por favor, repite. Interferencias.
—¡No lo recibo, jefe sénior! ¡Repita! Más interferencias.
P.J. pasó la linterna por la sala. El haz de luz se detuvo en los bloques de hormigón de la pared. Ella pasó la luz de nuevo por la enfermería. Sólo había un muro hecho de aquel material, el muro externo.
P.J. recordaba que Harvard le había dicho que sólo necesitaría un par de SEAL más y un lanzagranadas y...
Refuerzos. Harvard no le estaba hablando de refuerzos. Le estaba diciendo que se retirara. Que se echara hacia atrás, que se alejara del muro exterior. El capitán Catalanotto estaba muy cerca de la pared. P.J. lo agarró por debajo de los brazos y tiró de él.
Joe gruñó.
—¿Ronnie? —susurró.
—No, lo siento, Joe, soy yo, P.J. Richards —le dijo—. Sé que te estoy haciendo daño, querido, pero Harvard va a venir y tenemos que apartarnos de su camino.
—Es capitán querido —le dijo él débilmente—.Vas a tener que ayudarme. Creo que no me funcionan los músculos.
Dios, era muy grande. Sin embargo, entre los dos consiguieron llegar a la esquina más alejada del muro exterior. Sin hacer ruido, P.J. tomó el colchón de la cama de hospital y lo colocó frente a ellos. Era mejor que nada a modo de escudo para protegerlos de lo que pudiera ocurrir.
Aquello, claramente, era una locura.
Aunque ellos consiguieran hacer un agujero a través del muro, el ruido iba a alertar a todo el mundo. Despertarían a unos cuantos soldados.
Y entonces, ¿qué? Entonces tendrían que bajar por la montaña, siempre y cuando Harvard pudiera hacer un puente en uno de los camiones que había abajo, perseguidos por quinientos soldados de Sherman. Y sólo Dios sabía cuántos soldados de Kim avanzaban hacia ellos.
Si iban a salir de allí, sólo había un modo de que no los atraparan. Volando.
P.J. cambió al canal principal de su radio.
—Blue, ¿estás ahí?
—¿P.J.? Dios, ¿dónde has estado? —aquel SEAL tan calmado estaba frenético.
—En este momento estoy con Joe. Está vivo, pero por poco.
Blue soltó un juramento.
—Dijiste que eras la voz de Dios —le dijo P.J.—, y espero que tengas razón. Necesitamos que hagas un milagro. Necesitamos un helicóptero, teniente, y lo necesitamos ahora.
—Te recibo, P.J. —dijo Blue—.Tenemos...
El siguió hablando, pero ella no oyó nada porque el muro de enfrente se derrumbó con un estruendo increíble.
Ella protegió a Joe con su cuerpo, mientras saltaban las alarmas y el aire polvoriento se iluminaba. Pero no eran las luces de un fuego.
Eran las luces de un camión.
¡Harvard había atravesado la pared con un camión!
El mismo apareció entre el polvo como si fuera un superhéroe magnífico.
—Tengo a Cat —dijo, después de levantar al capitán como si no pesara—. ¿Prefieres conducir o disparar? —le preguntó.
P.J. no titubeó mientras se subía al camión.
—Disparar.
Y comenzó a hacerlo, apuntando a los soldados y los guardias que se acercaban a investigar el choque.
Harvard estaba detrás del volante en un segundo. Colocó al capitán en el asiento, entre los dos.
—Yo también puedo disparar —jadeó Joe Cat mientras Harvard giraba el volante para sacarlos del edificio.
—Sí, señor —dijo P.J.—. No dudo que puedes. Pero en este momento tu trabajo es llevar la cabeza baja. Ella apretó el gatillo del HK MP5, disparando a través de una rendija especial que había en la puerta del camión. Alrededor del vehículo, los soldados quedaban tendidos en el suelo.
Harvard aceleró y, después de derrapar, comenzó a bajar a toda velocidad por la ladera de la montaña.
—He podido sabotear todos los camiones menos uno —dijo Harvard—, y viene justo detrás de nosotros.
—Y también hay todo un ejército avanzando hacia nosotros —le recordó P.J.
—Lo sé muy bien —respondió él.
Estaba conduciendo con las dos manos en el volante, avanzando a toda prisa por aquella carretera de montaña, empinada y curva.
Sufrieron un tirón cuando el vehículo que los perseguía chocó contra ellos. Claramente, el conductor conocía aquellos caminos mejor que Harvard.
Harvard pisó el acelerador hasta el suelo. Salieron disparados hacia delante.
—Quítame a ese tipo de encima —le dijo a P.J.—. El parabrisas es a prueba de balas. No apuntes al cristal. Apunta a los neumáticos. Hay un rifle en el suelo. Úsalo.
P.J. levantó los pies. Había un arsenal bajo ella. Tomó el rifle, comprobó que estuviera cargado y abrió la ventanilla.
No era un disparo fácil, porque los camiones se movían a toda velocidad. Apuntó al neumático izquierdo.
Antes de que pudiera apretar el gatillo apareció un helicóptero en el cielo, rugiendo por encima de ellos, siguiendo el trazado de la carretera. Llevaba una cruz roja pintada en un lateral, y una bandera francesa.
Blue McCoy había hecho aquel milagro.
P.J. apuntó cuidadosamente al otro camión y disparó. El vehículo se sacudió violentamente, derrapó y se salió de la carretera, hacia los árboles.
—Buen disparo —le dijo Harvard—. Para ser una chica.
Ella se echó a reír mientras se acercaba el micrófono a la boca.
—Aquí la agente del FInCOM P.J. Richards, saludando al helicóptero francés de evacuación médica. El capitán Catalanotto, el jefe sénior Becker y yo viajamos hacia el sur, en este momento sin persecución inmediata, en el vehículo blindado que ustedes están siguiendo. El capitán necesita atención médica urgente. Debemos encontrar un lugar donde puedan aterrizar para subirlo a la nave.
—Aquí el capitán Jean-Luc Lague —respondió una voz con un fuerte acento francés—. Hay un claro a medio kilómetro.
—Bien —dijo P.J., mientras le pasaba a Joe un brazo por los hombros para intentar que no se moviera tanto con los vaivenes del camión. El hombro había empezado a sangrarle de nuevo, y ella usó una esquina de la camisa del capitán para aplicar una ligera presión sobre la herida—. Nos detendremos allí. Pero tendrá que recogernos sin aterrizar, capitán Lague. Hay minas por toda la isla.
—Puedo mantenerme en el aire a un lado de la carretera.
—Bien —le dijo PJ. Después miró a Harvard, y lo encontró sonriéndole—. Lo siento —dijo ella, azorada, y apagó el micrófono—. Es sólo que... pensé que era la única a la que le funcionaba el micrófono, y...
—Lo has hecho perfectamente —dijo Harvard—.Y tienes razón. Mi micrófono no funciona, y Joe no tiene el suyo. ¿Quién más iba a hablar con el capitán Lague?
—Pero estás ahí sentado, riéndote de mí.
—Sólo estoy sonriendo. Estoy feliz por el hecho de que aún estemos vivos —dijo, y sonrió todavía más—. Estoy aquí sentado, adorándote.
—Eh... ¿Harvard? —intervino Blue—. Tu micrófono funciona otra vez.
Harvard se rió mientras frenaba en el campo cercano.
—¿Es que hay alguien que todavía no supiera que estoy absolutamente loco por esta mujer?
—Probablemente el almirante Stonegate no lo sabía —dijo Blue.
El helicóptero los estaba esperando junto al suelo, sin posarse, y Harvard levantó al capitán en brazos.Varios médicos lo subieron a la nave; después, Harvard le dio a P.J. un empujón hacia arriba, y subió detrás de ella.
La puerta se cerró e, inmediatamente, los médicos comenzaron a atender a Joe. El helicóptero se elevó y se dirigió hacia el mar, hacia el USS Irvin.
El capitán estaba luchando por mantenerse despierto, mientras los médicos le cortaban la ropa y se la quitaban de las heridas.
—¡Harvard! —susurró.
Harvard le tomó la mano a su amigo y se la sujetó con fuerza.
—Estoy aquí, Joe.
—Dile a Ronnie que lo siento.
—Vas a poder decírselo tú mismo —le dijo Harvard—. Vas a ponerte bien —añadió—. Y, cuando miró a P.J., ella no se sorprendió de que tuviera los ojos llenos de lágrimas—. Nos vamos a casa.