CAPÍTULO 5

Harvard se dio cuenta del preciso instante en que PJ. entró al bar. Se volvió y allí estaba ella, mirando a todas partes, fingiendo que él no existía.

Aquel día había sido de clases para los mequetrefes, y Harvard se había estado ocupando de otros asuntos. Había ido a la cafetería a la hora de la comida, con la esperanza de ¿qué? No estaba seguro. Sin embargo, cuando llegó allí, Wes le dijo que PJ. se había ido a la sala de tiro.

La tarde pasó con lentitud. Lo más interesante fue que habló con el ayudante de la ayudante de Kevin Laughton, que le dijo que de ningún modo iba a alterarse el libro de normas de la FInCOM para permitir aquellos ejercicios de tres días. ¿No se habían comprometido ellos ya con respecto a aquel asunto? Y no, el señor Laughton no podía ponerse al teléfono; estaba ocupado en asuntos importantes.

Harvard había intentado sonsacar algo, adular, explicarse, pero había colgado el teléfono sin esperanza de que Laughton los llamara a Joe Cat ni a él.

Harvard se encaminó hacia una mesa vacía que había en el bar, sin perder de vista a P.J. por el rabillo del ojo, intentando dar con la mejor manera de aproximarse a ella.

Era raro. El nunca había tenido que esforzarse por una mujer. Normalmente, ellas le caían en el regazo. Sin embargo, PJ. no iba a caerse en ningún sitio. Estaba huyendo en dirección contraria a él.

La única otra mujer a la que había tenido que perseguir era Rachel.

Demonios, no había vuelto a pensar en Rachel desde hacía años. La había conocido durante una operación de adiestramiento en Guam. Ella era bióloga marina y formaba parte del equipo de investigación del gobierno de Estados Unidos que se alojaba en las instalaciones militares. Era muy guapa; en parte afroamericana, asiática y hawaiana. Y tenía una timidez dulce.

Durante una o dos semanas, Rachel había hecho que Harvard pensara en la eternidad con ella. Fue la única ocasión en su vida en que estuvo a punto de cruzar la línea entre el deseo y el amor. Pero entonces a él le habían enviado a la operación Tormenta del Desierto y, mientras estaba ausente, ella se había reconciliado con su ex marido.

Todavía recordaba lo que había sentido al recibir la noticia: fue como si le clavaran un cuchillo ardiendo en las entrañas. Todavía recordaba el dolor y la frustración, la sensación de estar al borde de la desesperación. No le había gustado nada, y desde entonces se había asegurado de que aquello no se repitiera.

Miró a P.J. y se encontró con sus ojos. Rápidamente, P.J. desvió la mirada, como si la chispa que se había encendido al instante hubiera sido demasiado caliente para ella.

Caliente era la palabra clave.

Sí, él era el perseguidor, pero no estaba en peligro de sufrir lo mismo que había sufrido con Rachel.

PJ. no se parecía a Rachel, para empezar.

Para continuar, aquella corriente que existía entre PJ. y él era una atracción animal absoluta e irracional. Lujuria. Sexo puro y ardiente. Dos cuerpos unidos en la búsqueda del placer.

Su relación con Rachel no había tenido nada que ver con eso. Él había sido muy cuidadoso con ella. Se había contenido en tantas cosas...

Sin embargo, al mirar a P.J. a los ojos, los veía a los dos enzarzados en una danza de pasión que no tenía nada de cortés. Veía sus piernas enroscadas alrededor de su propio cuerpo mientras él la embestía, con dureza, con rapidez, apoyados contra la pared de su habitación del hotel.

Oh, sí. Iba a ser asombrosamente placentero, pero nadie iba a llorar cuando terminara.

Harvard sonrió para sí ante su presunción de que aquello fuera a ocurrir.

Lo primero que tenía que hacer era averiguar cómo conseguir que aquella chica dejara de huir lo suficiente como para poder hablar con ella. Después, podría intentar convencerla de que habían tenido un mal comienzo.

Debería haber tenido la cabeza más fría la noche anterior.

Se había quedado allí, junto a la puerta de su habitación, y no había podido pensar en otra cosa que en lo guapa que era, y en lo mucho que él la deseaba, y lo contento que se sentía al ver que Lucky no había ido al hotel con ella.

No estaba seguro de que hubiera podido mantener una charla amable aunque lo hubiera intentado. Pero ni siquiera lo había intentado. Se había quedado como un pasmarote, mirándola como si ella fuera Caperucita y él el Lobo Feroz.

Al menos, no había babeado.

Avisó al camarero mientras se sentaba y pidió un té helado con azúcar. Después, miró otra vez hacia PJ.

En aquella ocasión, ella lo estaba mirando directamente con una sonrisa increíble. En una escala del uno al diez, tenía un cien. Harvard notó que sus labios se curvaban en una sonrisa de respuesta. No podía explicar qué era lo que había operado aquel cambio en ella, pero tampoco iba a quejarse.

—Eh —dijo PJ. mientras se acercaba—. ¿Qué estás haciendo por aquí?

Cuando llegó a su lado, Harvard se dio cuenta de que no lo estaba mirando a él en absoluto. Su punto de atención estaba tras él. Se volvió y vio a Joe Cat, que había entrado al bar por la puerta trasera.

—Me apetecía pasar por aquí esta noche, antes de volver a casa —le respondió el capitán a P.J.—. ¿Qué hay de nuevo?

—No mucho —dijo PJ., mientras le dedicaba a Joe Cat otra de aquellas sonrisas—. Todo el mundo está pegado a la televisión, viendo el béisbol —explicó con una expresión resignada.

«Disculpa», tuvo ganas de decir Harvard, «no todo el mundo está viendo el béisbol». El camarero puso su bebida frente a él, pero ni siquiera entonces P.J. le dirigió una mirada.

Joe se quitó la chaqueta.

—¿No te gusta el béisbol?

—No demasiado. Es muy lento para mí. El bateador tarda mucho en prepararse, y el lanzador también, y mientras, yo estoy ahí sentada pensando «¡Lanza ya la bola!» —dijo ella, y se rió. Tenía una risa cantarina—. Y después, la bola sale disparada tan rápido que no la veo hasta que repiten la imagen a cámara lenta.

—Entonces, tampoco te gustará el rugby. Hay demasiadas pausas en el partido.

—Es cierto, no me gusta —dijo PJ.—. ¿Tienes tiempo para sentarte un rato? ¿Puedo invitarte a una cerveza?

—Me encantaría —respondió Joe.

—Entonces, ponte en una mesa. Yo vuelvo ahora.

PJ. se dirigió al bar.

—Si no se sienta conmigo, señor, quizá tenga que pegarle con severidad —le dijo Harvard a su amigo.

Joe se echó a reír y se sentó en la mesa de Harvard.

—¿Es que te has creído que no te veía ahí sentado, escuchando la conversación?

—Claro que, a lo mejor ella no quiere tomar una cerveza contigo cuando vuelva y vea que hay compañía —dijo Harvard—. Lleva esquivándome todo el día, y es probable que siga haciéndolo.

—No, es más dura que eso.

Harvard soltó una carcajada de incredulidad mientras exprimía el limón en el té.

—Espera un segundo. ¿Ahora resulta que eres un experto en el comportamiento de esa chica?

—Estoy intentándolo —respondió Joe—. Hoy he estado dos horas con ella en la sala de tiro. Apareció por casualidad cuando yo estaba allí. ¿Sabes, H.? Es muy buena. Tiene instinto de tiradora. Y una habilidad natural para hacer blanco.

Harvard no sabía qué decir. ¿P.J. había aparecido por casualidad? Tomó un sorbo de té.

—Además es muy graciosa —añadió Joe—, Tiene un gran sentido del humor. Es una señorita muy aguda, muy lista.

Harvard recuperó la voz.

—Ah, ¿de verdad? ¿Y qué piensa Verónica de todo esto? —preguntó, medio en broma medio en serio.

A Joe no se le escapó eso. Y aunque PJ. estaba a punto de acercarse con dos cervezas, él se inclinó hacia Harvard.

—No tiene nada que ver con el sexo —le dijo rápidamente—. P.J. es muy atractiva, pero tú sabes muy bien que no voy en esa dirección. Quiero más a Ronnie de lo que tú podrías entender. Pero estoy casado, no muerto. Todavía puedo apreciar a una mujer atractiva cuando la veo. Y ser amistoso con esta mujer va a beneficiarnos más que rechazarla. Ella se ha acercado a mí. Claramente, está intentando hacer amigos. Eso es exactamente lo que queríamos.

Harvard vio que P.J. miraba hacia la mesa y lo veía sentado con Joe. La vio vacilar, erguir los hombros y continuar su camino. Lo saludó con un gesto de la cabeza mientras dejaba las jarras de cerveza sobre la mesa.

—Jefe sénior Becker —dijo con frialdad, sin mirarlo a los ojos—. Si hubiera sabido que se iba a unir a nosotros, le habría ofrecido una bebida, también.

Él no sabía que sirvieran cicuta en aquel bar.

—Puede invitarme en la segunda ronda —le dijo.

—Tengo mucho que estudiar. No sé si podré quedarme a tomar otra ronda —respondió P.J., y se sentó tan lejos como pudo de él.

La temperatura de aquel rincón del bar había bajado varios grados de golpe.

—Baloncesto —dijo Joe entonces—. Seguro que te gusta el baloncesto.

Ella sonrió, y la temperatura subió un poco.

—Sí.

—¿Juegas?

—Soy una jugadora frustrada —admitió P.J.—. Tengo problemas de altura. Nunca he practicado lo suficiente como para llegar a ser buena.

—¿Ha visto alguna vez algo de esa nueva liga profesional femenina? —le preguntó Harvard, intentando participar en la conversación.

PJ. se volvió hacia él con una mirada glacial.

—He visto unos cuantos partidos —respondió, y se volvió hacia Joe Cat—. No veo muchos partidos. Prefiero estar al aire libre, jugando. Lo cual me recuerda que Tim Farber me dijo que eres muy bueno al frontón. Juegas también al racquetball. Hay una pista en el hotel, y estoy buscando un oponente.

Harvard se movió en el asiento, apretando los dientes para no decir nada.

—He jugado un poco —le dijo Joe.

—Mmm. Por experiencia sé que cuando la gente dice que ha jugado un poco, es que son muy humildes para admitir que si juegas con ellos te van a dar una paliza.

Joe se rió.

—Supongo que eso depende de cuánto lleves jugando.

P.J. le devolvió la sonrisa.

—Oh, un poco.

Estaba coqueteando con Joe. PJ. estaba allí sentada, frente a él, coqueteando con su capitán. ¿Qué pretendía? ¿Qué estaba intentando conseguir?

Sonó el busca de Joe. El miró a Harvard.

—¿Tú tienes algo?

El busca de Harvard estaba silencioso.

—No, señor.

—Es buena señal. Ahora mismo vuelvo.

Mientras Joe se dirigía hacia la barra para hablar por teléfono, PJ. fingió que se sentía fascinada por la estructura arquitectónica del edificio.

Harvard dio con los nudillos sobre la mesa. Ella se sobresaltó y lo miró.

—No sé qué es lo que te propones —le dijo él sin miramientos—. No sé qué quieres conseguir acercándote al capitán, si es algo relacionado con tu carrera o con alguna sensación de poder personal, pero estoy aquí para decirte que te olvides. ¿Es que durante tu investigación de este hombre no te has dado cuenta de que está casado y tiene un hijo? ¿O quizá es que eres de las que prefieren eso?

Mientras la observaba, la mirada heladora de los ojos de P.J. se transformó en otra de ira volcánica.

—¿Cómo se atreve? —le susurró.

—Me atrevo porque Cat es mi amigo, y porque usted, señorita mequetrefe, es una tentación. Así que retírese.

—Es usted tal... hombre —dijo ella, como si fuera el peor insulto que podía lanzarle—. El capitán es la única persona de todo este programa que se ha molestado en sentarse a hablar conmigo. Pero si usted se atreve a decirme que lo único que está haciendo es perseguirme, pese a que tiene una mujer y un niño en casa...

—Él no la está persiguiendo. Usted lo está persiguiendo a él.

—No.

—Apareció casualmente en la sala de tiro cuando Cat tenía su hora de práctica. Entra en este bar, y usted se lanza sobre él.

Ella se aturulló, sin poder negar sus acusaciones.

—No tiene ni idea de cómo son las cosas, ¿verdad?

—Pobrecita, tan lejos del hogar. ¿Es ahora cuando empiezan a sonar los violines? Dígame, ¿siempre elige a los hombres casados porque hay menos posibilidades de involucrarse de verdad en la relación?

Ella estaba hirviendo de rabia.

—¡Sólo estaba intentando hacer amigos!

—¿Amigos?

—Ya sabe, esa gente que sale de vez en cuando, que comen juntos a veces, que se reúnen para jugar al Scrabble.

—Amigos —repitió Harvard con escepticismo—. Usted quiere ser amiga de Cat.

P.J. se puso en pie.

—Sabía que no iba a entenderlo. Posiblemente no ha tenido una amiga en toda su vida.

—Estoy preparado para aprender, dispuesto y con la ventaja adicional de que no estoy casado. Se me da muy bien jugar al Scrabble, entre otras cosas.

Ella soltó un resoplido.

—Lo siento, pero, para mí, es un enemigo.

—¿Que soy qué?

—Me ha oído perfectamente. Quiere que me vaya de esta operación de entrenamiento por puros principios. Piensa que las mujeres no deben estar en la línea de fuego. No me juzga como un individuo, sino sólo basándose en el hecho de que no tengo pene. ¿Y qué tiene eso de especial? ¿Usa su pene para apuntar con el rifle? ¿Le ayuda a esquivar las balas o a correr más deprisa?

Aquella mujer podía sacarlo de sus casillas, y al mismo tiempo, hacerle reír.

—No, que yo sepa.

—No que yo sepa, tampoco. Es usted un fanático, señor, y no tengo ganas de estar un segundo más en su compañía.

Harvard dejó de reírse. ¿Un fanático?

—Eh —dijo.

Pero PJ. ya se había marchado.

A Harvard nunca le habían llamado fanático. Un fanático era alguien de mente cerrada que pensaba inflexiblemente que tenía la razón en todo. Pero, en realidad, ella tenía razón. Las mujeres no debían estar en misiones de combate, portando y disparando armas, y siendo blanco de otros. No era fácil ver a otro ser humano, apuntar y apretar el gatillo. Había incontables informes psicológicos que demostraban que las mujeres eran mucho más propensas a quedarse paralizadas a la hora de disparar. Cuando llegaba el momento crítico, no podían hacer su trabajo.

Sin embargo, Harvard no podía imaginarse que tampoco su padre fuera capaz de disparar un arma. Seguramente, si le ponían un rifle entre las manos, apuntaría el cañón hacia el suelo y comenzaría a dar una clase sobre la guerra en la literatura norteamericana moderna.

Harvard pensó en lo que diría P.J. acerca de eso. Podía oír su voz claramente, como si estuviera detrás de él.

«El hecho de que su padre y los hombres como él no sean buenos soldados no significa que ningún hombre deba ser soldado. Y, del mismo modo, no todas las mujeres reaccionaríamos de la misma manera a la hora de apretar el gatillo».

Demonios, quizá fuera un fanático de verdad.

Joe volvió a la mesa.

—Supongo que P.J. no se ha ido al servicio, ¿verdad?

Harvard negó con la cabeza.

—No. Eh... veamos... —se puso a contar con los dedos y dijo—: La enfadé, la enfurecí y al final conseguí que se marchara de aquí completamente disgustada.

Joe frunció los labios mientras asentía.

—Y todo eso, en sólo seis minutos. Impresionante.

—Pero ella me ha llamado fanático —dijo Harvard.

—Sí, bueno, tienes que admitir que has sido bastante cerrado en cuanto a que P.J. formara parte de este programa.

Demonios. Joe Cat también pensaba que él era un fanático.

Joe terminó su cerveza.

—Tengo que irme. La que llamaba era Ronnie. Frankie ha tenido una infección de oído durante estos últimos días, y ahora está vomitando el antibiótico. Voy a encontrarme con ella en el hospital en quince minutos.

—¿Es algo grave?

—No, el niño está bien. Yo le digo a Ronnie que son cosas de bebés, que es normal, pero ella no va a poder dormir hasta que se lo diga un médico. Claro que, seguramente, tampoco dormirá entonces. Yo siempre le digo que se supone que es el bebé quien tiene que despertar a su madre por las noches, no al revés. Pero ella tiene una amiga que perdió un bebé por la muerte súbita. Espero que, cuando Frank cumpla dos años, sea capaz de dormir toda la noche.

Joe tomó su chaqueta del respaldo de la silla, donde la había colgado.

—¿Estás seguro de que no puedo ayudar en nada?

El capitán lo miró.

—Sí —le dijo—. Hay algo que sí puedes hacer: mantenerte alejado de P.J. Richards. Está claro que no os vais a hacer amigos.

Allí estaba aquella palabra otra vez. Amigos.

—Si hay algo que he aprendido como comandante —continuó Joe—, es que no se puede obligar a la gente a que se caiga bien.

Lo más gracioso de todo era que a Harvard le caía muy bien PJ. Le gustaba mucho.

—Espero, sin embargo, que no sea mucho pedir que trabajéis juntos con amabilidad —añadió Joe.

—Yo he sido amable —dijo Harvard—. Ella es la que se ha ido de aquí hecha una furia.

Joe asintió.

—Hablaré con ella mañana por la mañana.

—No, Cat... deja que yo maneje la situación.

Harvard no era un fanático, pero sí era culpable de haber generalizado y de no haber tenido en cuenta que había un pequeño grupo de población que era la excepción a la regla, y que quizá PJ. Richards estaba dentro de aquel pequeño porcentaje.

Joe Cat miró a Harvard y sonrió.

—Ella te vuelve loco, pero no puedes estar lejos de ella, ¿verdad? Ay, Harvard, tienes problemas, tío.

Harvard negó con la cabeza.

—No, capitán, se equivoca. Lo único que quiero es hacerme amigo de la señorita.

Los dos sabían que estaba mintiendo descaradamente.