CAPÍTULO 15
Blue McCoy se paseaba por la sala del USS Irvin como un león enjaulado.
Crash puso dos tazas de café sobre la mesa y, en silencio, empujó una hacia el otro hombre.
Se acercó a la puerta y la cerró en las narices del soldado que lo había estado siguiendo desde que había regresado al barco. Era evidente que todos los de a bordo esperaban que intentara volver a la isla. A McCoy lo vigilaban de la misma manera. Ambos habían recibido la advertencia de que salir del barco sería motivo de consejo de guerra.
—No puedo soportarlo —dijo McCoy entre dientes—. Está vivo. No entiendo por qué no nos dejan ir a buscarlo. Tú mismo dijiste que no crees que sobreviva muchos días con las heridas que había recibido.
Era posible que Joe Catalanotto ya estuviera muerto. McCoy lo sabía tan bien como Crash. Sin embargo, ninguno de ellos lo dijo.
—Harvard todavía está allí —le dijo Crash, intentando ser optimista—, y en cuanto anochezca va a ir a buscar al capitán.
—Pero Bob y Wes están inmovilizados —dijo Blue con un cansancio evidente—. Harvard es el único hombre.
—Tiene a P.J. Creo que entre los dos pueden sacar de allí a Joe —dijo Crash, y tomó un sorbo de café—. Lo que quizá no puedan hacer es bajarlo por la montaña y traerlo a salvo hasta el barco.
McCoy abrió la tapa de plástico de su café y miró durante un instante a la nada. Después miró a Crash. Pese a su cansancio, sus ojos estaban claros, tenían la mirada penetrante.
—Necesitamos a alguien que esté listo para entrar y sacarlos en cuanto Harvard nos dé el aviso —dijo, y sacudió la cabeza con disgusto—. Lo he solicitado, pero el almirante ha rechazado la petición —añadió—. No van a permitir que entre un helicóptero norteamericano ni siquiera para una evacuación médica.
McCoy miró a Crash de nuevo. Tenía una expresión asesina.
—Si muere el capitán, lo van a pagar caro.
Crash no lo dudaba.
—¿Sabes? Podría añadir «virgen expiatoria» a la larga lista de empleos a los que nunca podré aspirar —susurró P.J.
Harvard se echó a reír, y ella notó que la abrazaba con fuerza.
—¿De verdad es tan larga la lista?
Ella volvió la cabeza y lo miró a la luz del anochecer, deleitándose con el contacto de su cuerpo fuerte y musculoso curvado contra su espalda. Todavía la asombraba que un hombre tan fuerte pudiera ser tan tierno.
—Claro. Cosas como jugadora profesional de baloncesto. No sólo soy demasiado baja, sino también demasiado vieja. Donante de esperma, por varias razones. Tampoco podría ser administrativo, ni adalid de la supremacía blanca. Tampoco podría ser luchadora profesional. Eso nunca va a suceder.
—¿Y limpiadora de cristales de rascacielos? —sugirió él, con una mirada de diversión.
—Ah. Eso es una de las primeras cosas de la lista. Junto a escaladora y funambulista. Tampoco puedo ser estrella de la canción adolescente. Eso comenzó a figurar en la lista el año en que participé en una función de Navidad en el colegio. Me las arreglé para cantar, pero no soportaba que todo el mundo me estuviera mirando. Es difícil ser una estrella cuando no puedes salir al escenario.
La sonrisa de Harvard se hizo más amplia.
—Tienes miedo escénico, ¿eh? Nunca lo habría pensado.
—Sí, estoy segura de que no lo entiendes. Me apuesto algo de que en los karaokes del club de oficiales eres el primero en salir.
—Yo no soy oficial —le recordó él—. Pero sí, tienes razón. He heredado el gen para el espectáculo de mi madre.
—¿Tu madre era actriz?
—Sigue siéndolo —respondió él—. Aunque hoy día sólo hace teatro para la comunidad. Es muy buena. Tendrás que verla algún día.
Aunque era muy probable que no tuvieran un mañana, ni ningún otro día; lo único que tenían era el presente, y el sol se estaba poniendo rápidamente. Harvard debió de darse cuenta de lo que había dicho, porque la sonrisa se le borró de los labios. Sin embargo, intentó volver a sonreír, ignorar la realidad y recuperar el buen humor.
Le pasó la mano por un pecho a P.J.
—A lo mejor deberías añadir ser monja a esa lista.
—Lo de monja ya lleva un tiempo escrito —admitió ella, y se estremeció al sentir su caricia—. Digo demasiadas palabrotas como para poder serlo. Y además están los pensamientos impuros.
—Oooh, me encantaría oír algunos de esos pensamientos. ¿En qué estás pensando en este momento? —preguntó él. Aunque su sonrisa era verdadera, ella notó una sombra en su mirada.
—En realidad, me preguntaba por qué no eres oficial —dijo ella.
El le hizo una mueca.
—¿Y eso es un pensamiento impuro?
—No. Pero es lo que estaba pensando. Tú me lo has preguntado —dijo P.J., y se volvió para estar frente a él—. ¿Por qué no te hiciste oficial, Daryl? Joe me ha dicho que te lo han ofrecido bastantes veces.
—Los jefes son quienes dirigen la Marina —dijo él— Todo el mundo piensa que son los oficiales, pero en realidad son los jefes los que hacen las cosas.
—Pero a estas alturas ya serías capitán. Podrías estar dirigiendo el Escuadrón Alfa —dijo ella.
Harvard sonrió mientras le pasaba la mano por el torso desnudo, desde el pecho a la cadera y después hacia arriba nuevamente, con lentitud, de un modo hipnótico.
—Soy uno de los hombres que dirigen el Escuadrón Alfa —le dijo—. Cat es un buen capitán. Pero él es un mustang, un hombre que se alistó y que ascendió a oficial. Tuvo que luchar duramente para conseguir cada uno de los ascensos. Y eso es bueno. El sabe que no lo van a ascender al azar para hacer algún trabajo para el que no es adecuado. Lo que mejor se le da es estar aquí, en el mundo real.
—Pero tú también podrías ser un mustang.
—Yo sería un mustang que estudió en Harvard —replicó él—. Cada vez que me pedían que entrara en el adiestramiento para el cuerpo de oficiales, veía mi futuro en sus ojos. Eso requería que pasara mucho tiempo detrás de un escritorio. Y no sé si la razón por la que me querían a toda costa era para completar una cuota, pero...
—No piensas eso de verdad, ¿no?
Harvard se encogió de hombros.
—No lo sé. Quizá. Durante toda mi vida vi luchar a mi padre. El era uno de los mejores profesores de literatura del noreste. Sin embargo, no era conocido por eso. Era conocido como «el profesor negro de literatura inglesa». Constantemente le pedían que se uniera a la plantilla de otras universidades, pero no era por sus conocimientos. Era para llenar una cuota. Y eso lo frustraba mucho. Estoy seguro de que, como mujer, lo entiendes.
—Sí, lo entiendo —dijo ella—. No sé cuántas veces me han llamado para que participara en un grupo de trabajo y después me han dicho que me quedara sentada en la mesa y pusiera buena cara. Nadie quería mis ideas. Querían que las cámaras filmaran a una mujer en plantilla. Ya sabes, por la corrección política.
—Por eso mismo, yo no quise hacerme oficial. Quizá era demasiado receloso, pero temía que perdería mi identidad y me convertiría en el oficial negro. Tenía miedo de ser un dirigente sin poder real, metido detrás de un escritorio para dar buena apariencia. Quizá no gane tanto dinero así, y de vez en cuando algún teniente listillo que no tiene ni la mitad de mi edad intente darme órdenes, pero, aparte de eso, estoy exactamente donde quiero estar.
P.J. lo besó. El tenía una boca muy dulce, muy cálida. Ella volvió a besarlo, lentamente en aquella ocasión, rozándole los labios con la lengua.
P.J. notó que se le formaba una sonrisa.
—Sé que ahora estás pensando en algo impuro.
Era cierto.
—Estoy pensado que si supieras lo que estaba pensando, conocerías mi horrible secreto.
El atrapó su labio inferior entre los dientes y tiró suavemente antes de soltarla.
—¿Y cuál es ese secreto tan horrible?
—El hecho de que, haga lo que haga, no tengo suficiente de ti.
El la besó.
—Claramente, ese sentimiento es mutuo.
Ella deslizó la mano entre sus cuerpos y lo encontró ya excitado.
—¿Quieres ir por el siguiente?
—Sí —dijo él, y la besó de nuevo, dulcemente—.Y no. Y esta vez, gana el no. Ya vas a estar suficientemente dolorida así.
El dirigió la mirada, brevemente, hacia las manchas de sangre que había en la manta.
El había sido muy tierno y muy gentil después de que hubieran hecho el amor por primera vez. La había ayudado a limpiarse, y se había limpiado también a sí mismo la sangre de P.J. Ella sabía que a Harvard no le gustaba nada la idea de haberle hecho daño, y la sangre demostraba que se lo había hecho. No intencionadamente, por supuesto, y sí necesariamente. Pero le había hecho daño.
También había conseguido que se sintiera increíblemente bien.
Harvard se apoyó sobre un codo y la miró a la luz suave del anochecer.
—Además, mi dulce Porsche Jane, tenemos que ir pensando en marcharnos.
El miedo que P.J. tenía encerrado dentro explotó de repente. Se les había acabado el tiempo. Había terminado. Tenían que hacer un trabajo: salvarle la vida a un hombre. Tenían que arriesgar su propia vida.
Harvard se desenredó con suavidad de sus brazos y se puso en pie. Tomó la ropa de P.J. y se la entregó. Ambos se vistieron en silencio.
Harvard le había dicho a P.J. que, antes de ir al cuartel general de John Sherman, estaba decidido a encontrar armas para ellos. Le había dicho que tenía pensado hacer aquello solo.
P.J. rompió el silencio.
—Quiero ir contigo.
Harvard miró hacia arriba; se había agachado para abrocharse las botas.
—Sabes que yo puedo hacerlo con más rapidez, con más facilidad, sin ti —le dijo con calma a P.J.
Sí, ella lo sabía. El tardaba más del doble en avanzar silenciosamente por la selva cuando ella lo acompañaba. Sin ella, podría aproximarse al campamento donde estaban atrapados Wes y Bobby y podría robarle a algún soldado un arma que disparara munición real.
Harvard se irguió.
—Si sucede algo —dijo, con la voz aterciopelada, como la oscuridad que los envolvía mientras él se ponía el chaleco de combate—, y no he vuelto antes del amanecer, conecta la radio y dile a Blue dónde estás. Crash sabrá cómo llegar hasta aquí.
P.J. no podía creer lo que estaba oyendo.
—¿Si no vuelves antes del amanecer?
—Tú no puedes salir al campo de minas sola —le dijo él con severidad, convirtiéndose en el jefe sénior—. Quédate aquí. Te dejo lo que me queda de agua y de barritas energéticas. No es mucho, pero te servirán para unos días. No sé cuánto pasará hasta que Blue pueda conseguir un helicóptero para sacarte de aquí.
P.J. se puso en pie con un nudo de dolor en el estómago.
—No estarás planeando no volver, ¿verdad?
—No seas melodramática. Sólo estoy tomando precauciones por si acaso se da la peor de las posibilidades —dijo él, pero no la miró a la cara mientras terminaba de abrocharse el chaleco.
P.J. respiró profundamente y, cuando habló, su voz sonó calmada.
—Entonces, ¿a qué hora crees que volverás? Mucho antes del atardecer, ¿no?
El dejó su cantimplora y sus barritas junto al chaleco de P.J. Después la miró y mintió. Ella ya lo conocía lo suficientemente bien como para saber que estaba mintiendo.
—Volveré antes de las diez si es fácil, y a las doce si es difícil.
p.J. asintió, observando cómo Harvard comprobaba su rifle. Aunque la única munición que tenía eran paint balls, se estaba asegurando de que funcionara correctamente.
—Has dicho que me querías —le preguntó ella—. ¿Lo has dicho de verdad?
El se volvió a mirarla.
—¿De verdad tienes que preguntármelo?
—Tengo un problema con la confianza.
—Sí —respondió él—.Te quiero.
—¿Aunque sea una agente de la FInCOM? ¿Una mequetrefe?
El parpadeó y se rió.
—Sí. Aunque seas una mequetrefe.
—¿Aunque sabes que cuando me levanto y voy a trabajar, algunas veces la gente me dispara?
El no intentó disimular su exasperación.
—¿Qué tiene que ver eso con el hecho de que te quiera o no?
—Tengo un trabajo muy peligroso. Arriesgo mi vida a menudo. ¿Lo sabías?
—Claro que...
—Y sin embargo, dices que estás enamorado de mí.
—No lo digo, lo estoy.
—¿Me describirías como una persona valiente?
—P.J.,no entiendo lo que estás intentando...
—Lo sé —dijo ella—. Estoy intentando hacer que lo entiendas. Sólo quiero que me respondas. ¿Crees que soy una persona valiente?
—Sí.
—¿Fuerte?
—Sabes que lo eres.
—Yo sé lo que soy —le dijo P.J.—. Estoy intentando averiguar si lo sabes tú.
—Sí, eres fuerte —reconoció él—. Tienes fuerza física y también de carácter. Y resistencia. Y voluntad.
—¿Y me respetas por todo eso?
—Por supuesto.
—¿Y me admiras un poco?
—P.J.—
—¿Me admiras?
—Sabes que sí.
—¿Crees que soy buena en mi trabajo en la FInCOM?
—Eres la mejor.
—Soy la mejor en mi peligroso trabajo. Soy fuerte, soy valiente, y tú me respetas y me admiras por ello. Incluso puede que te hayas enamorado de mí por esas razones.
—Me he enamorado de ti porque eres divertida y lista, y bella por dentro y por fuera.
—Pero también soy las otras cosas, ¿no? Si yo no fuera fuerte, y no tuviera lo necesario para ser la mejor agente de la FInCOM, probablemente no sería la persona que soy ahora, y tú no te habrías enamorado de mí. ¿No estás de acuerdo?
El se quedó en silencio durante un momento.
—Sí —le dijo finalmente—.Tienes razón.
—Entonces, ¿por qué estás intentando cambiar quién soy? ¿Por qué intentas convertirme en una heroína romántica que necesita que la rescaten y la protejan? ¿Por qué quieres envolverme entre algodones y mantenerme alejada de cualquier peligro cuando sabes muy bien que las razones por las que te has enamorado de mí se resumen en que no necesito estar entre algodones?
Harvard se quedó callado, y P.J. rogó al cielo que estuviera comprendiéndola.
—Ve a conseguir las armas que necesitamos —le dijo—.Y después vuelve para que podamos llevar a Joe a casa. Juntos.
Después, lo besó con fuerza, con la esperanza de que entendiera todo lo que no le había dicho.
El la abrazó. Después salió por la puerta.
—Te estaré esperando —le dijo P.J.
Pero él ya se había ido.
Al otro extremo de la sala, Blue McCoy se levantó de un salto de su silla, como si alguien le hubiera puesto un cohete debajo. Soltó un juramento.
—¡Ya lo tengo!
Crash se inclinó hacia delante.
—¿Qué?
—La solución para sacar de allí a Joe. Yo mismo lo he dicho. No van a permitir que un helicóptero norteamericano entre en el espacio aéreo de la isla.
Crash se rió suavemente.
—Claro. Vamos por una radio. Sé a quién podemos llamar. Esto puede funcionar.
Blue McCoy todavía no pudo sonreír.
—Siempre y cuando Harvard pueda hacer su parte del trabajo.
P.J. se paseaba por la cabaña, a oscuras. Sólo se detuvo para mirar su reloj de manillas fluorescentes. Era casi medianoche. Harvard no iba a volver.
Se sentó en el suelo frío, apoyando la espalda en la pared, con el rifle en el regazo, intentando no pensar aquello.
Hasta que no pasara la medianoche iba a seguir creyendo que Daryl Becker volvería.
En cualquier minuto, iba a entrar por aquella puerta. La besaría, le daría un puñado de balas y juntos se irían a buscar a Joe.
En cualquier minuto.
En la distancia, oyó un sonido, una explosión, y se puso en pie. Abrió la puerta de la cabaña y miró hacia fuera; sin embargo, la cabaña estaba en un pequeño valle y no pudo ver más allá de la vegetación que la rodeaba.
La explosión se había producido más allá del campo de minas. De eso estaba segura.
Oyó más sonidos. Disparos. Los estallidos inolvidables de las armas automáticas.
Siguió escuchando con atención, intentando averiguar de qué dirección provenían los disparos. Del sur.
De la dirección en la que se había encaminado Harvard para conseguir las armas.
P.J. se dio cuenta de que quizá pudiera oír lo que estaba sucediendo y encendió su radio.
Lo había hecho varias veces durante las horas que Harvard había estado ausente, pero no oía nada y sabía que debía conservar la batería.
Oyó a Wesley Skelly.
—Ha habido una explosión al otro lado del campamento —dijo en voz baja—, pero los guardias de este edificio no se han movido. No podemos usar esta distracción para escapar. Seguimos aquí atrapados. Maldita sea.
Oyó a Blue McCoy diciéndole a Wes que no se moviera, que permaneciera escondido. Los informes de Inteligencia revelaban que el ejército de Kim se estaba trasladando al norte y que quizá llegara en tres o cuatro horas, quizá antes del amanecer.
P.J. se aseguró de que su micrófono estuviera apagado antes de soltar una palabrota. Las noticias eran cada vez peores. Tendrían que intentar salvar a Joe Catalanotto sabiendo que, en cuestión de horas, el cuartel general de Sherman iba a ser atacado por el ejército contrario.
Eso, si Harvard no estaba tendido en algún sitio, muerto o muriendo.
Y, aunque no fuera cierto, ella sólo se había estado engañando a sí misma. No iba a volver. No podía enfrentarse al hecho de que ella corriera peligro. Quizá la quisiera, pero no tanto como para aceptar que era igual a él.
Era tonta por pensarlo, por intentar convencerlo. Entonces, oyó otro ruido, apenas perceptible. Casi inexistente. Metal contra metal. Alguien se acercaba.
P.J. se escondió en la cabaña y levantó el cañón del rifle. Crash le había dicho que apuntara a los ojos. Las paint balls podían hacerle mucho daño a alguien que no llevara gafas protectoras.
Entonces, como si se hubiera materializado de entre las sombras, apareció Harvard.
Había vuelto.
¡Había vuelto!
P.J. salió de entre las sombras de la cabaña. La emoción hizo que le flaquearan las rodillas y se le llenaran los ojos de lágrimas.
—Entra —le dijo con la voz un poco ahogada—. No te preocupes, no voy a dispararte.
—Sí, no quería sorprenderte y que me dieras un balazo en algún lugar incómodo.
Harvard pasó y se detuvo a dejar en el suelo algo que parecía un arsenal, armas y municiones.
—¿Eras tú el que has causado tanto ruido al sur? —le preguntó ella—. ¿Cómo has podido llegar tan pronto hasta aquí?
Harvard comenzó a organizar y cargar las armas que había robado.
—Coloqué una mecha muy larga, y después vine corriendo durante todo el camino.
P.J. se dio cuenta de que él tenía el rostro lleno de sudor.
—He intentado crear una distracción para que Wes, Bob y Chuck pudieran escapar —le dijo, y soltó una carcajada seca—. Pero no ha funcionado.
—Sí —le dijo P.J.—. Lo he oído.
Dios, quería que la abrazara. Sin embargo, él siguió trabajando, agachado en el suelo. La miró a través de la oscuridad.
—¿Estás bien? —le preguntó ella.
—No he tenido ningún problema en absoluto. Los alrededores del campamento ni siquiera están vigilados. Entré y tomé lo que quería de distintas tiendas. La ironía de todo ello es que lo único que está vigilado es el edificio donde están atrapados los nuestros.
Se puso en pie y le dio una pistola pequeña, una Browning, y munición.
—Toma. Siento no haber podido conseguirte una funda.
Entonces, ella lo vio. Harvard tenía una mancha de sangre en la mejilla.
—Estás sangrando.
El se limpió la cara con el dorso de la mano y miró la sangre que se había quedado allí.
—Sólo es un arañazo.
Ella intentó mantener la voz calmada.
—¿Vas a decirme lo que ha pasado? ¿Cómo te has arañado?
El la miró a los ojos brevemente.
—No he sido tan invisible como pensaba, y tuve que convencer a uno de que se echara una siesta en vez de ir a informar de que yo estaba cerca. En la escaramuza me arrancó el micrófono e intentó clavármelo en el ojo. Eso es lo que me pasa por querer ser agradable. Si lo hubiera detenido desde el principio con el cuchillo, no habría perdido una parte esencial del equipo.
—Puedes usar mis auriculares —le dijo P.J.
—No. Tú vas a necesitarlos. Yo todavía puedo oír, pero no podré hablar contigo a menos que consiga arreglar esto —dijo Harvard—. Esta operación no hace más que complicarse, ¿no?
Ella asintió.
—¿Has oído la noticia?
—¿Sobre el ataque de Kim al amanecer? Oh, sí. Lo he oído.
—Pero has vuelto —dijo ella suavemente.
—Sí —dijo él—. Me he vuelto loco. He venido.
—Supongo que me quieres de verdad —susurró P.J.
El no dijo nada. Se quedó allí mirándola. Y P.J. se dio cuenta, a la suave luz de la luna, de que tenía los ojos llenos de lágrimas.
Caminó hacia él, y él la abrazó con fuerza, apoyando la barbilla en su cabeza.
—Gracias —le dijo P.J.—. Gracias por escuchar lo que te dije.
—Esto es lo más difícil que he hecho en mi vida —respondió él con la voz ahogada—. Pero tenías razón. Todo lo que dijiste era cierto. Yo estaba intentando cambiar lo que eres, porque parte de lo que eres me asusta. Pero si quisiera una mujer a la que cuidar, alguien que estuviera más feliz en casa viendo la televisión en vez de persiguiendo a tipos malos por el mundo, ya la habría encontrado y me habría casado con ella hace mucho tiempo. Adoro quién eres. Y en este momento, que Dios me ayude, eres una agente de la FInCOM que va a ayudarme a salvar al capitán.
—Sé que podemos conseguirlo —le dijo ella, creyéndolo por primera vez. Estaba segura de que, con aquel hombre a su lado, podía conseguir cualquier cosa.
—Yo también lo creo. Vas a entrar en ese conducto de aire y vas a localizar al capitán. Después, saldrás y entre los dos señalaremos su situación y pensaremos cuál es el siguiente paso cuando estés a salvo fuera, ¿estás de acuerdo?
Ella asintió.
—Completamente de acuerdo, jefe sénior.
—Bien —dijo Harvard, y la besó—. Vamos a hacerlo y a volver a casa. P.J. sonrió.
—Va a parecer raro, pero me siento un poco triste por marcharme de aquí. Como si este sitio fuera nuestra casa.
Harvard negó con la cabeza.
—No, no es este sitio. Es esto —dijo él, e hizo un gesto entre los dos—, esto que compartimos. Y va a seguirnos allá donde vayamos.
—¿Te refieres al amor?
El le acarició los labios con el pulgar.
—Sí —dijo—. No sabía si estabas lista para decirlo, pero... sí Sé que es amor. Es más grande que cualquier cosa que haya sentido antes.
—No, no lo es. Es más pequeño. Lo suficientemente pequeño como para llenar todas las grietas de mi corazón. Lo suficientemente pequeño como para colarse cuando yo no miraba. Lo suficientemente pequeño como para metérseme bajo la piel y en la sangre. Es como un virus del que no voy a poder curarme —ella se rió suavemente por la cara que puso Harvard—. No es que quiera curarme, claro.
A él volvieron a brillarle las lágrimas en los ojos, y P.J. supo que por mucho que le asustara y le costara darle forma con palabras a lo que sentía, merecía la pena. Sabía que él deseaba oír con todas sus fuerzas las cosas que ella estaba diciendo.
—¿Sabes? Esperaba vivir toda mi vida sin saber lo que es de verdad el amor. Sin embargo, cada vez que te miro, cada vez que me sonríes, pienso, ¡oh! Así que eso es el amor. Ese sentimiento maravilloso y extraño que te hace sentir calor y frío al tiempo, que te hacer reír y llorar. Por primera vez en mi vida, Daryl, entiendo en qué consiste. Hoy, cuando te he entregado mi cuerpo, esperaba que entendieras que mi alma va prendida a él. Pero como te gustan tanto las palabras, sé que quieres oírlo en inglés puro. Y como creo que no vamos a tener mucho tiempo para hablar cuando salgamos de aquí, será mejor que te lo diga ahora. Te quiero. Te quiero hasta que la muerte nos separe, y probablemente hasta después. He sido demasiado gallina para decírtelo cuando nos hemos... cuando...
—Cuando nos hemos casado —le dijo Harvard, y la besó con dulzura en los labios—. Cuando volvamos a los Estados Unidos, voy a hacer que te des cuenta de que esa promesa era de verdad. Voy a convencerte de que hagamos lo mismo frente al pastor de la nueva parroquia de mis padres.
«Cuando volvamos. No si volvemos».
Pero, ¿matrimonio?
—El matrimonio requiere mucho tiempo para funcionar —dijo P.J. con cautela—. Los dos tenemos trabajos que nos llevan por todo el país, por todo el mundo. No tenemos tiempo...
Harvard le entregó un arma.
—No tenemos tiempo para no pasar cada minuto que podamos juntos. Creo que, si he aprendido una cosa en estas ultimas horas, es eso.
Harvard se colocó las correas de varias armas al hombro.
—Entonces, ¿estás lista para empezar? P.J. asintió.
—Sí —dijo.
No importaba que estuviera hablando de aquella misión o de su futuro. Siempre y cuando estuviera con ella, P.J. estaba lista para cualquier cosa.