CAPÍTULO 10
El primer ring la sacó de un sueño profundo.
El segundo hizo que PJ. rodara por la cama y mirara con los ojos entrecerrados la hora en el despertador.
Descolgó el auricular al tercero.
—Son las seis menos cuarto de la madrugada. Tengo mi primera mañana libre en más de cuatro semanas. Espero que esto sea una comunicación por parte de la comisión de loterías de que he ganado el gordo.
—¿Y si te dijera que te llamo con una oferta mucho mejor que el gordo?
Harvard. Era Harvard.
P.J. se incorporó, despierta de golpe. Había quedado completamente segura de que con su sinceridad lo había asustado. Se había quedado convencida de que con sus palabras lo había hecho huir en dirección contraria tan rápido como pudieran llevarlo las piernas. Se había pasado casi toda la noche haciéndose preguntas y preocupándose por si la noticia que le había dado había hecho añicos toda su amistad.
Había pasado casi toda la noche dándose cuenta de lo mucho que había llegado a valorarlo como amigo.
—Estaba seguro de que estarías despierta —dijo él con alegría, como si no hubiera pasado absolutamente nada raro entre ellos—.Te imaginaba terminando ya tu primera carrera de diez kilómetros del día. ¿Y qué me encuentro? ¡Que todavía estás durmiendo! No tienes ni idea de que el sol ya está brillando en el cielo y de que hace un día perfecto para un viajecito a Phoenix, Arizona.
—No puedo creerme que me hayas despertado a las seis menos cuarto de la mañana de uno de los dos únicos días que voy a tener para quedarme durmiendo hasta tarde durante el próximo mes —protestó PJ., intentando mantener la calma. No quería pensar en lo contenta que estaba de oír su voz, y no quería que él se diera cuenta.
No lo había asustado. Todavía eran amigos. Y ella estaba muy, muy feliz.
—Sí, sé que es pronto —dijo—. Pero me pareció que la idea de ir al centro del desierto durante la parte más calurosa del verano te parecería irresistible.
—¿Mejor que ganar el gordo, eh?
—Por no mencionar que hay un premio adicional: la ocasión de conocer la casa nueva de mis padres.
—Eres un gallina —le dijo PJ.—. Esto no tiene nada que ver con que quieras que conozca el desierto. Es que tienes que ver la casa de tus padres por primera vez. Y el pobrecito niño necesita que alguien lo tome de la mano.
—Tienes razón —respondió él con seriedad—. Estoy aterrorizado. Pensé que tenía dos opciones: o hacerlo del modo difícil, aguantarme e ir, o podía hacerlo todo mucho más fácil pidiéndote que vinieras conmigo.
P.J. no sabía qué decir. Argumentó lo primero que se le pasó por la cabeza.
—Tus padres acaban de mudarse. No creo que estén listos para recibir invitados.
—No sé qué tamaño tiene la casa —admitió Harvard—. Quizá tú y yo podamos alojarnos en un hotel. En habitaciones separadas —añadió.
PJ. se quedó callada.
—Sé lo que estás pensando —dijo él.
—¿Sí? ¿Y qué es?
—Estás pensando: «Este hombre me persigue porque quiere algo conmigo».
—Se me había ocurrido, sí...
—Bueno, pues te equivocas. Es cierto que te deseo —dijo él, y se rió con suavidad—. Pero yo no voy a presionarte, PJ. Creo que cuando tú estés lista, si alguna vez lo estás, me avisarás. Y hasta entonces, haré las cosas a tu modo. Te pido que vengas conmigo a Phoenix como amiga.
PJ. respiró profundamente.
—¿A qué hora sale el vuelo?
—¿Puedes creerte que en cuarenta y cinco minutos?
PJ. se echó a reír.
—Sí —dijo—. Sí, me lo creo.
—¿Puedes estar en la puerta en diez minutos? —respondió él—. Lleva sólo una bolsa, por favor.
—¡Daryl!
—¿SÍ?
—Gracias —dijo PJ.—. Sólo... gracias.
—Yo soy el que tiene que darte las gracias por venir conmigo —respondió Harvard en voz baja, e inspiró profundamente—. Bueno —dijo en voz mucho más alta—. ¿Hemos terminado ya con este sentimentalismo? Bien. ¡Muévete, Richards! El tiempo pasa. ¡Abajo en nueve minutos! ¡Adelante!
—Siempre pienso en las turbulencias. Harvard miró a PJ. y la encontró con los ojos cerrados, y agarrada con fuerza a los brazos del asiento. —Bueno, pues no lo hagas —dijo él—. Dame la mano.
Ella abrió los ojos y lo miró.
—O en lo poco probable que es que algo tan grande como esto consiga despegarse del suelo.
El tendió la mano con la palma hacia arriba, invitándola a que la tomara.
—Si quieres hablar de física, puedo darte una clase de números y ecuaciones sobre por qué esto vuela —respondió Harvard.
—Y después —prosiguió P.J., como si no hubiera oído nada—, cuando oigo que las ruedas se retraen, pienso en lo terrible que sería que se cayera.
Harvard le quitó los dedos del brazo del asiento y la tomó de la mano.
—No permitiré que te caigas.
Ella sonrió y se soltó.
—Cuando lo dices así, casi te creo.
El sostuvo su mirada.
—No pasa nada porque te tome la mano.
—Sí pasa.
—Los amigos pueden darse la mano.
PJ. soltó un resoplido.
—Sí, estoy segura de que Joe Cat y tú os dais la mano continuamente.
Harvard sonrió ante aquella imagen.
—Si él lo necesitara, yo le tomaría la mano.
—Nunca lo va a necesitar.
—Quizá sí. Quizá no.
—Mira, no me da miedo volar —le dijo PJ.—. Es sólo el despegue lo que me pone un poco tensa.
—Sí —respondió Harvard, mirando cómo seguía agarrada al asiento—. Ahora que estamos en el aire te has relajado mucho.
—Estoy relajada —protestó ella—. Lo único que tengo que hacer es cerrar los ojos y estaré dormida en cinco minutos. Menos.
—Eso no es estar relajada —replicó él—. Es un acto inconsciente de defensa. Sabes que vas a estar metida en este avión hasta que lleguemos a Phoenix. No hay forma de salir, así que tu cuerpo se cierra. Los niños lo hacen todo el rato, cuando se enfadan o se ponen tristes. Frankie Catalanotto lo hace a menudo. En un momento dado está gritando porque no le dan otra galleta, y al segundo está dormido. Es como si alguien apretara un interruptor. Es un mecanismo de defensa.
—Me encanta que me compares con un niño enrabietado.
—¿Quieres que te invite a una cerveza, niñita? Ella sonrió casi de verdad.
—¿En un vuelo a las seis y media de la mañana?
—Si funciona...
—Normalmente, me traigo los cascos y un libro en cinta —dijo P.J.—. Y lo escucho mientras hago trabajo administrativo. No puedo hacer demasiadas cosas y mantener el nivel de terror al mismo tiempo.
Harvard asintió.
—Te las arreglas. Haces lo que hay que hacer cuando no queda más remedio. Pero, de vez en cuando, puedes permitir que alguien te tome la mano.
RJ. negó con la cabeza.
—Nunca he pensado que pudiera permitirme ese lujo —dijo ella, y apartó la vista, como si supiera que quizá había revelado demasiado.
Y Harvard, de repente, fue consciente de todas las cosas que no sabía sobre aquella mujer. Ella le había contado muy poco, sólo un poco, sobre su niñez. También sabía que tenía una gran fuerza de voluntad y gran capacidad de control. Y que era más decidida que la mayoría de los candidatos a SEAL que él había visto en los entrenamientos BUD/S en Coronado.
—¿Por qué comenzaste a trabajar para la FInCOM? —le preguntó—. Estoy seguro de que no fue para acumular puntos de vuelo.
Eso provocó la sonrisa que él quería ver. PJ. tenía una sonrisa maravillosa, pero la mayoría de las veces era muy corta. Ella entornó los ojos y se mordió el labio inferior mientras pensaba en la respuesta.
—En realidad, no sé por qué —dijo ella—. Estudié derecho en la universidad, pero me resultó muy aburrido. Me metí a un programa de negocios cuando un equipo de reclutamiento de la FInCOM se puso en contacto conmigo. Escuché lo que tenían que decirme, aunque me tomé todo lo de la gloria y la emoción en el trabajo con cautela, pero...
Se encogió de hombros.
—Hice los exámenes de ingreso por probar. Sin embargo, a cada examen que aprobaba, a cada nivel más alto que alcanzaba, me di cuenta de que quizá hubiera algo para mí allí. Tenía el instinto necesario; me pareció que era buena por naturaleza para algo así. Fue como si tomara un violín y me diera cuenta de que podía tocar un concierto de Mozart. Fue estupendo. Poco a poco me di cuenta de que aquel programa de la FInCOM me estaba atrapando. Me enganchó.
Entonces, se quedó mirándolo.
—¿Y tú? ¿Por qué decidiste alistarte en el ejército? Me dijiste que tenías pensado ser profesor de universidad cuando te licenciaste.
—De literatura inglesa, sí. Como mi padre.
—¿Y qué ocurrió?
—¿Quieres saberlo de verdad? ¿La historia de verdad, y no la versión que les conté a mis padres?
Con aquello, se hizo con la atención completa de P.J. Ella asintió con los ojos muy abiertos.
—Una semana y media después de la graduación —le dijo Harvard—, hice un viaje a Nueva York con un grupo de chicos de la escuela. La hermana de Brian Bradfor, Ashley, estaba cantando en un coro que iba a actuar en el Carnegie Hall, así que él iba a verla, y Todd Wright iba a ir con él porque estaba enamorado de Ashley. Ash sólo tenía sitio para dos, así que el resto nos quedamos en casa del padre de Stu Waterman, a las afueras de la ciudad. íbamos a pasarnos dos o tres días durmiendo en la alfombra del salón de la casa de Waterman, conociendo la ciudad. Pensábamos ir a uno o dos espectáculos, a alguna discoteca y a ver Wall Street. O eso creía yo.
—Oh, oh —dijo PJ.—. ¿Qué pasó?
—Llegamos a Nueva York al atardecer, dejamos a Bri y a Todd cerca de Carnegie Hall y Stu, Ng y yo compramos algo de comer y nos dirigimos a casa del padre de Stu. Sabíamos que Todd y Brian no volverían hasta más tarde, así que decidimos salir. Vi en el periódico que tocaba la banda de Danilo Pérez, que es un pianista de jazz muy bueno, y propuse que fuéramos. Pero Stu y Ng preferían ir al cine, así que nos separamos. Ellos fueron por su camino y yo por el mío. El concierto fue estupendo —prosiguió Harvard—. Lo que ocurrió después no, pero no me arrepiento de haber ido. Salí a las dos y media o las tres menos cuarto de la madrugada. Había llamado a Stu a las dos, y él me dijo que no me preocupara, que todavía estaban despiertos, que no tuviera prisa por volver. Aunque ahora creo que un invitado considerado no llegaría a casa tan tarde. Quise darme prisa y tomar un taxi, pero cuando paraban y me veían, continuaban la marcha. Me imagino que era por cómo iba vestido: una camiseta, unos vaqueros y unas zapatillas de deporte. No es que fuera extraño, pero yo no parecía un licenciado por Harvard. Parecía un chico negro que ha salido hasta muy tarde. Como no paraba ningún taxi, pensé que eran pocos kilómetros, y que podía ir corriendo.
Harvard vio en la mirada de PJ. que ella ya sabía lo que iba a contarle.
—Sí, exacto. Ocurrió lo que estás pensando. No había recorrido ni cuatro manzanas cuando un coche de la policía se puso a mi lado y comenzó a seguirme. Parece que un hombre negro corriendo en aquella parte de la ciudad atrae las miradas de la autoridad.
—No te criaste en una ciudad —dijo PJ.—. Si hubieras crecido allí, sabrías que no tenías que correr.
—Sabía que no tenía que correr. Quizá fuera un chico de barrio residencial, pero había vivido en Cambridge durante cuatro años. Sin embargo, aquellas calles estaban tan vacías que estaba seguro de que vería un coche patrulla. Fui descuidado. O quizá hubiera tomado demasiadas cervezas. De todos modos, dejé de correr, y ellos me preguntaron quién era, dónde había estado, que adonde iba, que por qué estaba corriendo. Salieron del coche, porque no creían nada de lo que les estaba diciendo, y yo empecé a sentirme molesto. E indignado. Les dije que sólo habían parado el coche porque yo era negro. Empecé a hablar de lo injusto que era el sistema por permitir semejantes prejuicios, y me llevé la mano al bolsillo para sacar la cartera y mostrarles a aquellos policías escépticos mi tarjeta de identificación de la universidad de Harvard. De repente, los dos policías me estaban apuntando con una pistola. Me quedé en blanco. Me habían parado e interrogado más veces, pero lo de las armas era nuevo. Nunca las había visto antes. Me gritaron que me sacara las manos de los bolsillos y que las pusiera donde ellos pudieran verlas, y al mirarlos, me di cuenta de que tenían los ojos en blanco. Estaban aterrorizados, y les temblaban los dedos en el gatillo. Yo pensé que iba a morir sólo por ser un negro en una ciudad de Norteamérica. Puse las manos en alto, y ellos me gritaron que me tirara al suelo, así que lo hice. Me registraron, me arañaron la cara contra el suelo, y mientras, yo estaba pensando que tenía un diploma de la universidad de Harvard, pero que no servía de nada. Tengo un cociente intelectual con el que puedo entrar en la maldita Mensa Society, pero eso no es lo que ve la gente cuando me mira. Sólo ven a alguien que podría estar armado y ser peligroso.
Harvard se quedó callado al recordar cómo le había dejado marchar la policía. Le habían hecho una advertencia y lo habían dejado marchar; le habían ofrecido tan sólo una disculpa superficial. Tenía la mejilla arañada, sangrando, y ellos se habían comportado como si él hubiera hecho algo malo. Harvard se había quedado sentado en el bordillo de la acera durante un rato, intentando entender lo que había ocurrido.
—Había oído hablar de los SEAL, supongo que había visto algún programa en la televisión. Y había leído su historia, sobre los hombres rana y los Equipos de Demolición Submarina de la Segunda Guerra Mundial. Admiraba a los SEAL por todos los riesgos que tenían que correr en el día a día, y creo que siempre había pensado que era algo que me hubiera gustado ser en otra vida. Sin embargo, me acuerdo de estar allí sentado, en la acerca, después de que el coche patrulla se hubiera ido, pensando en que la esperanza media de vida de un negro en una ciudad norteamericana era de veintitrés años. Nunca había asimilado esa realidad, pero aquella noche lo hice. Y pensé que estaba en peligro sólo por ir andando por la calle. Sólo por suerte no me saqué la cartera del bolsillo trasero del pantalón aquella noche, cuando los policías me estaban gritando que subiera las manos. Si lo hubiera hecho, y uno de ellos hubiera creído que la cartera era un arma, yo habría muerto a los veintidós años. Otra lamentable estadística. Pensé en todo aquello allí sentado. Sí, podría estar seguro sin salir por la noche. O podría hacer lo que había hecho mi padre, y esconderse en algún próspero barrio residencial de las afueras. O podría enrolarme en la Marina y convertirme en SEAL, y al menos, merecería la pena correr riesgos diarios.
Harvard se dejó atrapar durante unos instantes en los enormes ojos de PJ.
—A la mañana siguiente busqué una oficina de reclutamiento y me uní al ejército del tío Sam. El resto, como se suele decir, es historia.
PJ. soltó el brazo del asiento y le tomó la mano.
El miró sus dedos, tan esbeltos y pequeños comparados con los suyos.
—¿Esto es por mí o por ti?
—Es por mí y por ti —le dijo ella—. Es por los dos.
La madre de Harvard olía a canela. Olía como el aire frente a la panadería por la que pasaba P.J. de camino al colegio cuando estaba en el tercer curso, antes de que muriera su abuela.
Toda la casa olía muy bien. Estaba sucediendo algo increíble en la cocina. Algo que estaba en el horno con mucho azúcar y muchas especias.
Ellie Becker tomó a PJ. de una mano y a Harvard de la otra, y los llevó de tour por la casa nueva. Había cajas en todas las habitaciones salvo en la enorme cocina, que estaba prístina y completamente instalada.
Era como las cocinas que PJ. había visto en las comedias de la televisión. El suelo era de azulejos rojizos, de estilo mejicano. La encimera y los electrodomésticos eran blancos, y los muebles de madera. Había una isla de trabajo con un fregadero en mitad de la habitación, y espacio suficiente para una mesa en la que cabían unas doce personas sin problema.
—Compramos la casa por esta cocina —dijo Ellie—. Esta es la cocina con la que he soñado durante veinte años.
Harvard era exactamente igual que su madre. Medía treinta y cinco centímetros más que ella y no era tan redondo en ciertos lugares, pero tenía su sonrisa y la misma chispa en los ojos.
—Es una casa preciosa —le dijo PJ. a Ellie.
Era maravillosa. Nueva, con los techos altos, con una moqueta gruesa en el suelo y las paredes recién pintadas, construida al estilo español, tan generalizado en el suroeste del país.
Ellie estaba mirando a Harvard.
—¿Qué te parece?
El le dio un beso.
—Me parece perfecta. Y también me parece que quiero saber si lo que huele en la cocina son magdalenas de canela y si las galletas de chocolate que se están enfriando en la encimera se pueden comer.
Ella se rió.
—Sí y sí.
—Prueba esto —le dijo él a PJ., y le ofreció una galleta.
P.J. le dio un mordisco.
La madre de Harvard hacía más cosas aparte de cocinar. Sonreía todo el tiempo incluso cuando lloraba de alegría por ver a su hijo. Era la personificación de la alegría y la calidez, y lo suficientemente amigable como para darle un abrazo a los extraños a los que su hijo llevaba a su casa.
PJ. estaba deseando conocer al padre de Harvard.
—Kendra y las gemelas vendrán a cenar —le dijo Ellie a Harvard—. Robby no puede venir. Tiene que trabajar —añadió, y se volvió hacia PJ.—. Kendra es una de las hermanas de Daryl. Va a ponerse muy contenta de conocerte. Yo estoy muy contenta de conocerte, también —dijo, y volvió a abrazar a PJ.—. Eres una muchacha preciosa y dulce.
—Cuidado, mamá —dijo Harvard con ironía—. Esta muchacha preciosa y dulce es una agente de la FInCOM.
Ellie miró a P.J.
—¿Eres una de las agentes que está en ese programa antiterrorista en el que está trabajando Daryl?
—Sí. Es una de las elegidas para ser adiestrada en ese programa antiterrorista —repitió Harvard en broma.
—Yo nunca había conocido a una agente de la FInCOM. No te pareces a los que he visto en la televisión.
—Quizá si se pusiera un traje negro y gafas de sol...
PJ. le lanzó a Harvard una mirada fulminante, y él se echó a reír. Tomó otra galleta y se la dio a PJ. Ella negó con la cabeza. Estaban demasiado ricas.
—¿Tienes arma, y todo? —preguntó Ellie.
—Sí, mamá, la tiene y sabe cómo utilizarla. Es la mejor tiradora que me he encontrado en diez años. Y también se le dan muy bien las demás cosas. De hecho, si a los cuatro supermequetrefes de la FInCOM se les pidiera que hicieran el entrenamiento BUD/S, ella sería la única que quedaría en pie.
Ellie emitió un silbido de admiración.
—Si él dice eso, tienes que ser buena.
PJ. sonrió a la madre de Harvard.
—Sí lo soy, gracias. Pero no sería la única que quedaría en pie. Sería la única que quedaría corriendo.
—¡Bien dicho! —exclamó Ellie con una sonrisa, y miró a Harvard—. Segura y decidida. Me gusta mucho.
—Sabía que te caería bien —le dijo Harvard, y le ofreció más galletas a PJ. Ella tomó una, sonrió y dio las gracias, y él le devolvió la sonrisa y se perdió durante un segundo en sus ojos.
Todo iba bien. No era tan difícil como él había pensado. La casita era demasiado nueva y no tenía demasiada personalidad, pese a la altura del techo y la cocina, pero su madre estaba muy contenta, eso estaba claro. Y P.J. era una buena distracción. Era difícil concentrarse en el hecho de que Phoenix, Arizona, era muy distinto de Hingham, Massachusetts, cuando estaba usando tantas células cerebrales para memorizar cómo la camisa de seda de P.J. se colgaba de sus hombros y sus pechos.
Estaba impaciente por tomar el vuelo del día siguiente. Si era afortunado, quizá ella volviera a tomarlo de la mano.
Lo absurdo de aquel pensamiento, de la impaciencia porque una mujer lo tomara de la mano, hizo que se riera a carcajadas.
—¿Qué es lo que te hace tanta gracia? —le preguntó su madre.
—Sólo... me alegro de estar aquí —le dijo él, y le dio un abrazo rápido—. ¿Dónde está papá? Hace demasiado calor como para que esté jugando al golf.
—Tenía una reunión en la universidad. Volverá pronto. Se va a quedar muy sorprendido de verte.
Sonó el temporizador del horno, y Ellie miró a través del cristal. Después, con los guantes, sacó la bandeja llena de magdalenas y la puso sobre un salvamanteles.
—¿Por qué no traéis las bolsas del coche?
—Estábamos pensando en tomar un par de habitaciones en un hotel —le dijo Harvard—. En este momento no te vendrá bien tener invitados.
—Tonterías —le dijo su madre—. Hay sitio de sobra. Siempre y cuando no os importen las cajas...
—No sabía si tendrías sábanas desempaquetadas —dijo Harvard, y se apoyó contra la encimera.
—Claro que sí. No os preocupéis. A menos que queráis ir a un hotel, claro.
Harvard entendía lo que su madre no había dicho. «Para tener privacidad». Sabía que a ella no se le había escapado el hecho de que él hubiera dicho habitaciones, en plural. Y sabía que tampoco se le había escapado el hecho de que ella hubiera presentado a PJ. como una amiga. Sin embargo, estaba seguro de que tampoco se le habían escapado las sonrisas bobaliconas que se le escapaban a su hijo en dirección a RJ.
Había un millón de preguntas en los ojos de su madre, pero él sabía que no iba a hacerlas delante de P.J. Podría avergonzarlo y burlarse de él todo cuanto quisiera cuando estuvieran solos, pero era una mujer muy inteligente y sabía cuándo debía callar.
—Eh, ¿de quién es el coche que está fuera?
Harvard no podía creer la diferencia entre el hombre viejo al que había dejado en el hospital y el hombre que entró por la puerta de la cocina. Su padre parecía quince años más joven.
—¡Daryl! ¡Sí! ¡Esperaba que fueras tú!
Harvard abrazó a su padre mientras se le llenaban los ojos de lágrimas. Había tenido miedo de, pese a los informes optimistas de su madre, encontrar a su padre envejecido y con exceso de peso, con la amenaza de otro ataque al corazón cerniéndose sobre él. Sin embargo, lo vio mejor que en años.
—¡Papá, demonios! ¡Tienes un aspecto estupendo!
—He perdido diez kilos. Me quedan otros quince —le dijo su padre, y le dio un beso en la mejilla al mismo tiempo que le daba golpecitos en el hombro, al darse cuenta de la emoción de su hijo—. Ahora ya estoy bien, hijo. Sigo las órdenes del médico. Nada de carnes rojas, ni de fumar en pipa, ni de huevos con beicon... y hago mucho ejercicio, aunque no tanto como tu, ¿verdad? Tú también estás estupendo, como de costumbre.
Harvard abrazó a su padre una vez más antes de separarse de él. PJ. tenía los ojos muy abiertos, y rápidamente apartó la mirada, al darse cuenta de que se había quedado embobada.
—Papá, te presento a P.J. Richards. Trabaja para la FInCOM. Hemos estado trabajando juntos y nos hemos hecho amigos. Teníamos un par de días de permiso, así que la he arrastrado aquí conmigo. P.J—, te presento a mi padre, Medgar Becker.
El doctor Becker le tendió la mano a PJ.
—Me alegro mucho de conocerte... ¿PJ.?
—Sí, eso es —dijo PJ.—. Pero, realmente, aunque no lo crea, doctor Becker, ya nos conocemos —añadió, mirando a Harvard de modo acusatorio—. No me habías dicho que tu padre era el doctor Medgar Becker.
El se rió.
—¿Conoces a mi padre?
—Sí —dijo ella con una sonrisa, y miró al doctor Becker, que la estaba observando con los ojos entrecerrados—. Seguramente, usted no recordará...
—Washington, D.C —dijo él—. Claro que me acuerdo de ti. Tuvimos un debate sobre Romeo y Julieta.
—¡No puedo creer que se acuerde de eso! —dijo ella con una carcajada.
—He dado conferencias similares durante años, pero tú eres la única estudiante que planteó una pregunta y después defendió con vehemencia su postura, cuando yo ya había contestado. Nunca supe tu nombre, niña, pero te recuerdo.
—El doctor Becker fue profesor invitado en nuestra universidad —le explicó P.J. a Harvard—. Una de mis compañeras estaba especializándose en literatura inglesa, y me convenció de que fuera a la conferencia.
—Me acuerdo de que pensé que llegarías a ser alguien —dijo el doctor Becker.
—Vaya, gracias —dijo PJ.
—¿Sabes? He estado durante años pensando en lo que dijiste sobre que querías que el lenguaje de la obra se modernizara —prosiguió el doctor Becker, tirando de P.J. hacia su despacho—, sobre que la obra fue escrita originalmente para el pueblo, y que como el lenguaje que hablamos ha cambiado tanto desde entonces, ha perdido el público que podría beneficiarse más de su lectura.
Harvard se quedó con su madre mientras PJ. miraba hacia atrás y sonreía, antes de que su padre se la llevara de la cocina.
—Me encanta su sonrisa —dijo él, y no se dio cuenta de que lo había dicho en voz alta hasta que habló su madre.
—Sí, es muy bonita —dijo Ellie, y se rió, sacudiendo la cabeza ante el sonido de la voz de su marido, que seguía charlando al otro extremo de la casa—. ¿Sabes? Se ha estado comportando de un modo extraño últimamente. Yo lo había achacado a que ha tenido una experiencia cercana a la muerte y a que después ha adelgazado mucho. Es como si hubiera decidido cambiarlo todo. Me gusta, la mayor parte del tiempo. Pero me preocuparía un poco su interés por tu chica, si no fuera más que evidente que ella está loca por ti.
—Oh, no —dijo Harvard—. Sólo somos amigos. Eso es todo. Ella no es mía, y yo no estoy buscando conseguirla, tampoco.
—Trae las bolsas del coche —le dijo Ellie—. Podéis instalaros en las habitaciones que tienen el baño compartido —añadió, y sonrió de un modo conspirativo—. Algunas veces, estas cosas necesitan un empujoncito.
—No necesito ningún empujoncito —dijo Harvard con indignación—.Y menos un empujoncito de mi madre.