CAPÍTULO 6
—¿Y eso es una disculpa? —preguntó PJ., riéndose—. ¿Me dice que es culpable de tener la mente estrecha en lo referente a las mujeres, pero que sigue creyendo que tiene razón?
Harvard agitó la cabeza.
—No he dicho eso.
—Sí lo ha dicho. Estoy parafraseando, pero ése es el significado de su mensaje.
—Lo que he dicho es que pienso que hay mujeres que tienen, digamos, las tendencias agresivas necesarias para soportar la presión del frente, pero que son más la excepción que la generalidad.
—Hay muy pocas, quiere decir —dijo PJ., cruzándose de brazos—, prácticamente inexistentes.
Harvard se giró hacia un lado y después se volvió hacia ella de nuevo. Estaba intentando reprimir la frustración que sentía, eso había que concedérselo, pensó PJ.
—Mire, no he venido a discutir con usted. De hecho, quiero que encontremos la forma de llevarnos bien durante las seis semanas siguientes. Joe Cat es consciente de que hay problemas entre nosotros. Quiero que nos vea trabajando codo con codo sin esta nube de tensión que nos sigue. ¿Piensa que podríamos conseguirlo?
—¿El capitán lo sabe? —preguntó PJ.
Le dolían todos los músculos del cuerpo, así que finalmente cedió a la tentación de sentarse en el sofá de cuero del vestíbulo.
Harvard se sentó frente a ella.
—No es para tanto. Cuando se trata con tantas personalidades alfa, hay que suponer que a veces el grupo no funcionará a la perfección —dijo él, y la miró fijamente—. Pero creo que ninguno de los dos quiere salir de este programa. Los dos queremos permanecer aquí tanto como para hacer un esfuerzo extra, ¿no tengo razón?
—Sí —dijo ella con una sonrisa—. Por una vez.
Harvard también sonrió.
—Una broma. Mucho mejor que pelearse.
—Media broma —lo corrigió ella.
El sonrió todavía más, y P.J. vio su perfecta dentadura.
—Es un comienzo —dijo Harvard. PJ. aprovechó la oportunidad y le dijo: —En serio, jefe sénior, necesito que me trate como a una igual.
—Creía que lo había hecho.
—No. Siempre me está observando, vigilándome como si fuera una niña, asegurándose de que no me he separado del resto de los niños de la guardería.
Harvard negó con la cabeza.
—Yo no...
—Sí —dijo ella—. Sí lo hace. Siempre me pregunta si necesito ayuda. ¿Es demasiado pesada esa mochila, señorita Richards? Cuidado con el terreno, señorita Richards. Deje que le dé un empujón para subir al bote, señorita Richards.
—Eso sí lo he hecho —admitió Harvard—. Pero también ayudé a subir a Schneider y Greene.
—Quizá, pero no se lo anunció a todo el mundo como hizo conmigo.
—Se lo anuncié a usted porque me parecía que debía avisarla antes de agarrarla del trasero.
Ella siguió mirándolo, negándose a ceder ante el azoramiento que le estaba coloreando las mejillas.
—Bueno, pues resulta que yo no necesito ayuda para subir al bote. Soy lo suficientemente fuerte como para subir por mí misma.
—Es más difícil de lo que parece.
—Pero yo no he tenido la oportunidad de averiguarlo, claro.
Tenía razón. Quizá debería haber dejado que averiguara que no podía subir al bote sin un empujón, pero ella no había podido averiguarlo, así que tenía razón. Harvard hizo lo único que podía hacer.
—Lo siento —dijo—. No debería haberme adelantado. Es sólo que las mujeres no tienen normalmente la fuerza necesaria en la parte superior del cuerpo como para...
—Yo sí —lo interrumpió ella—. Es una de las veces en las que mi tamaño me proporciona ventaja. Seguro que puedo hacer más flexiones que usted, porque tengo que levantar menos peso.
—Es cierto que pesa menos, pero también sus brazos son más pequeños.
—Eso no significa que no tenga músculos —P.J. se subió la manga de la camiseta y flexionó el bíceps—. Pruebe. Esto es músculo sólido.
Ella quería de verdad que le tocara el brazo.
—Vamos —le dijo PJ.
Harvard la tocó ligeramente; posó las yemas de los dedos sobre la firmeza de sus músculos. Tenía la piel caliente, suave. Y, cuando él movió los dedos, fue más una caricia que un examen de fuerza.
Se le quedó la boca seca, y al mirar hacia arriba, se dio cuenta de que todo lo que estaba pensando se le reflejaba en los ojos y que ella lo estaba viendo. La deseaba. No había discusión, no había dudas. Si ella decía «adelante», él no titubearía ni un segundo.
PJ. apartó el brazo como si se hubiera quemado.
—Mala idea, mala idea —dijo ella, como si estuviera hablando para sí, y reprendiéndose. Se puso en pie—. Tengo que irme a la cama. Usted también debería irse a descansar. Mañana debemos levantarnos muy temprano.
Harvard se apoyó en el respaldo del asiento mientras inspiraba profundamente. Después dejó escapar todo el aire de golpe.
—Quizá ése sea el modo de aliviar algo de la tensión que hay entre nosotros.
Ella lo miró con una expresión de cautela.
—¿Cuál?
—Usted y yo —dijo Harvard sin rodeos—. Acostarnos, sacarnos esta atracción del cuerpo. P.J. se cruzó de brazos.
—No sé por qué me imaginaba que iba a sugerirlo.
—Era sólo una idea.
Ella lo miró, y por cómo estaba sentado, y por cómo intentaba disimular el hecho de que estaba totalmente excitado por haberla tocado sólo un poco, comentó:
—Por algún motivo, me parece que es algo más que una idea.
—Con sólo decir una palabra, todo cambiará de ser una buena idea a ser la realidad —dijo él, observándola con una mirada ardiente—. Estoy preparado.
P.J. tuvo que carraspear antes de poder hablar de nuevo.
—Es una idea muy mala.
—¿Está segura?
—Completamente.
—Sabe que sería estupendo.
—No, no lo sé —respondió ella con sinceridad.
—Bueno, yo sé que sería mejor que estupendo.
Parecía que él estaba dispuesto a quedarse allí sentado toda la noche, intentando convencerla de que lo hicieran.
Sin embargo, ella estaba más empeñada que él.
—No puedo hacerlo. No puedo ser despreocupada con algo tan importante como esto.
Señor, ojalá él supiera toda la verdad. P.J. se dio la vuelta hacia su habitación y él se puso en pie para seguirla.
—No me estoy imaginando esto —le preguntó en voz baja, con una expresión muy seria—, ¿verdad? Quiero decir... sé que usted siente lo que hay entre nosotros. Es demasiado poderoso.
—Hay una atracción, sí —admitió ella—. Pero eso no significa que tengamos que perder la prudencia y acostarnos. A usted ni siquiera le caigo bien.
—No es verdad —replicó Harvard—. Es al revés. Yo no le caigo bien. A mí me gustaría que fuéramos amigos.
PJ. se rió.
—¿Amigos que tienen relaciones sexuales? Qué idea más original. Estoy segura de que es el primer hombre a quien se le ocurre algo así.
—¿Quiere que sea algo platónico? Yo puedo hacer que sea platónico todo el tiempo que quiera.
—Bueno, ésa es una gran palabra que yo no pensaba que conociera.
—Me licencié con honores en una de las universidades más duras del país —dijo Harvard—. Sé muchas palabras grandes.
—Mire —dijo ella—. No soporto el hecho de que me haya tratado como a una niña o como a un hombre inferior. Si de verdad quiere ser mi amigo, entonces, póngame a prueba. Lléveme al límite, vea lo lejos que puedo llegar antes de ponerme barreras imaginarias y encerrarme en ellas. O fuera.
Harvard asintió.
—No puedo prometer ningún milagro, pero lo intentaré.
—Es todo lo que pido.
—Bien —dijo Harvard, y le tendió la mano—. ¿Amigos, PJ.?
Ella iba a estrechársela, pero finalmente no lo hizo.
—Amigos, Harvard —accedió ella—, pero seremos amigos durante más tiempo si nos tocamos lo mínimo.
Harvard se echó a reír.
—No estoy de acuerdo.
PJ. sonrió.
—Sí, bueno, viejo amigo, no es la primera vez que no coincidimos, y estoy segura de que no será la última.
—Eh, Richards, ¿estás despierta?
—Ahora sí —dijo PJ.
Cerró los ojos y se dejó caer sobre la cama con el teléfono pegado a la oreja.
—Bien, me alegro, porque es demasiado temprano para dormir.
Ella abrió un ojo y miró el despertador.
—Jefe sénior, son más de las once.
—Sí, demasiado tarde para irse a dormir —dijo Harvard, con una voz insufriblemente alegre al otro lado de la línea—. Mañana no hay que estar en la base hasta las diez. Eso significa que es la hora de jugar. ¿Estás vestida?
—No.
—Bueno, ¿a qué estás esperando? Date prisa o van a empezar sin nosotros. Estoy en el vestíbulo. Ahora mismo subo.
—¿Empezar qué?
Sin embargo, Harvard ya había colgado. P.J. también colgó el auricular, aunque sin incorporarse. Se había acostado a las diez con la idea de dormir más de diez horas seguidas aquella noche. Lo necesitaba.
Alguien llamó a la puerta.
—¡Richards, abre!
El muy tonto estaba en la puerta. P.J. cerró los ojos un poco más fuerte, con la esperanza de que se diera por aludido y se marchara. Ella sólo quería dormir.
Aquella semana había sido agotadora. El jefe sénior había cumplido su palabra y había dejado de distinguirla de los demás. PJ. ya no había tenido más empujones de ayuda ni más tratamiento especial. Estaba dejándose la piel, pero conseguía aguantar el ritmo. Por supuesto, los agentes de la FInCOM recibían un entrenamiento menos intenso que el que recibían normalmente los SEAL. Aquello era un paseo por el parque para el Escuadrón Alfa. Sin embargo, P.J. no estaba intentando convertirse en una SEAL. Estaba allí para aprender de ellos, para saber cuál era el mejor modo de que la FInCOM y el país pudieran librar y ganar la guerra contra el terrorismo.
Harvard no había dejado de vigilarla, pero al menos, cuando la miraba, tenía el brillo de algo distinto en los ojos. Quizá no fuera aprobación, pero sí apreciación de algún tipo. Ella estaba haciendo las cosas mucho mejor que Farber, Schneider y Greene sin la ayuda de Harvard, y él lo sabía.
A ella le gustaba notar aquella admiración. Le gustaba mucho; demasiado.
—Vamos, Richards, no remolonees.
PJ. abrió los ojos y vio a Harvard junto a su cama. Parecía increíblemente alto.
—¿Cómo has entrado? —le preguntó ella, que se había puesto alerta al instante; se incorporó y se sujetó la sábana contra la barbilla.
—Entrando.
—¡La puerta estaba cerrada!
Harvard se rió.
—Supuestamente. Vamos, tenemos que ir a una partida de cartas. Trae la cartera. Los chicos y yo vamos a sacarte todo el sueldo esta noche.
Una partida. Ella se apartó el pelo de la cara. Para alivio suyo, estaba vestida. Se había quedado dormida con la camiseta y los pantalones.
—¿Póquer?
—Sí. ¿Sabes jugar?
—Apostar es ilegal en este estado, y yo soy agente de la FInCOM.
—Muy bien. Puedes arrestarnos a todos, pero después de llegar a casa de Joe. Date prisa, ¿quieres? —le dijo Harvard, y se dirigió hacia la puerta.
—Primero voy a arrestarte por allanamiento de morada —refunfuñó PJ.
No quería salir. Sólo quería quedarse dormida en aquella cama enorme. Sin embargo, se levantó rápidamente. Lo más seguro era estar alejada de la cama mientras Harvard estuviera en la habitación.
—Las cerraduras electrónicas son muy fáciles de forzar. Pasar a esta habitación no puede calificarse de allanamiento de morada —de repente, Harvard miró al techo y cerró los ojos—. Demonios, puedo sentirlo. Están empezando sin nosotros.
—¿Qué le parece a la pobre esposa del capitán que aparezcamos en su casa a estas horas de la noche?
—A Verónica le encanta el póquer. Ella también estaría jugando si no estuviera en Nueva York por trabajo. Vamos, Richards. Ponte el calzado.
—Tengo que vestirme.
—Ya estás vestida.
—No.
—Llevas camiseta y pantalones cortos. No es exactamente elegante, pero es muy práctico con este calor. Vamos, chica, ponte las zapatillas y...
—No puedo ir así.
—¿Es que quieres ponerte tu uniforme de Superwoman?
—Muy gracioso.
El sonrió.
—Sí, gracias. Algunas veces soy tan gracioso que me mondo yo mismo.
—No quiero ir con esta pinta de estar demasiado...
—¿Relajada? ¿Accesible? ¿Humana? Sí, en este momento pareces casi humana, PJ. Estás perfectamente vestida para pasar un rato jugando a las cartas con los amigos. Eso era lo que querías, ¿no te acuerdas? Un poco de amistad platónica.
Accesible. Humana. En su trabajo, ella no podía permitirse demasiado ser así. Sin embargo, también sabía que tenía tendencia a ir hacia el otro extremo.
Además, sabía que Harvard había organizado aquella partida para ella. Iba a ir a casa de Joe Cat aquella noche y les iba a demostrar al resto de los miembros del Escuadrón Alfa que era aceptable ser amigo de una mequetrefe. De aquella mequetrefe en particular.
pJ. ni siquiera estaba segura de caerle bien del todo al jefe sénior. Sabía que aunque le hubiera demostrado que soportaba el ritmo del entrenamiento, él únicamente toleraba su presencia. Apenas.
Sin embargo, pese a todo, se había puesto de su parte aquella noche.
PJ. asintió.
—Gracias por invitarme. Voy a tomar un jersey y podemos irnos.
Aquello no era una cita.
El se sentía como si estuviera en una cita, pero no era así.
Harvard miró a PJ., que iba sentada al otro lado del asiento corrido de su furgoneta.
—Hoy lo has hecho muy bien —dijo para romper el silencio.
Ella había salido airosa del ejercicio de aquella tarde. El equipo de la FInCOM había recibido información de Inteligencia, que le señalaba la situación de un supuesto campamento terrorista en el que se encontraba, también supuestamente, el arsenal del grupo.
P.J. le sonrió. Demonios, qué guapa era cuando sonreía.
—Gracias.
Había usado con destreza el ordenador para acceder a toda la información sobre aquel grupo de terroristas. Había investigado más que los otros agentes, y había averiguado que los terroristas no mantenían las municiones en el mismo sitio más de una semana. Por las fotografías de satélite, se había dado cuenta de que los terroristas estaban a punto de moverse.
Los otros tres mequetrefes habían recomendado esperar otra semana para disponer de más reconocimientos hechos por el satélite antes de decidir otra cosa.
PJ. había redactado órdenes prioritarias para que el equipo de SEAL y agentes de la FInCOM hicieran una operación de inteligencia sobre el terreno. Sus órdenes indicaban que el equipo debía llevar el explosivo suficiente como para volar el arsenal si realmente se encontraba allí. También había cursado una petición especial para la Oficina Nacional de Reconocimiento para que reposicionaran un Satélite KeyHole que monitorizara y grabara cualquier posible movimiento de las armas.
Sólo había una cosa que Harvard hubiera hecho de forma diferente: no se habría molestado en poner en marcha el equipo combinado de SEAL y agentes de la FInCOM. Habría enviado sólo a los SEAL.
Pero si funcionaba el plan de Joe Cat, para cuando P.J. Richards terminara aquel entrenamiento de ocho semanas, se daría cuenta de que añadir agentes de la FInCOM al Escuadrón Alfa era como echar abono de mono a una máquina perfectamente engrasada.
Harvard esperaba que así fuera. No le gustaba trabajar con incompetentes como Farber. Y, aunque lo había estado intentando, no podía pasar por alto el hecho de que PJ. fuera una mujer. Era lista, era fuerte, pero era una mujer. Harvard no pensaba permitir que formara parte de su equipo. Alguien terminaría muriendo, y seguramente sería él.
Harvard miró a P.J. mientras detenía la furgoneta frente a la casa de Joe Cat.
—¿Jugáis a menudo al póquer? —le preguntó ella.
—No, normalmente preferimos el escondite inglés.
Ella intentó no sonreír, pero no pudo evitarlo, al imaginarse a los miembros del Escuadrón Alfa por el césped del jardín de Joe Cat, inmóviles en diferentes posturas.
—Hoy estás hecho todo un cómico.
—No se puede ser jefe sénior sin sentido del humor —le dijo él—. Es un requisito imprescindible para el puesto.
—¿Y por qué eres jefe sénior? ¿Por qué no eres teniente, por ejemplo? ¿Por qué no seguiste por el camino de los oficiales? Quiero decir, si realmente fuiste a Harvard...
—Realmente fui a Harvard —dijo él—. ¿Y por qué jefe sénior? Porque quería. Estoy exactamente donde quiero estar.
Había una historia detrás de aquella decisión, y Harvard se dio cuenta, por la mirada de PJ., que ella quería saberla. Pero por mucho que le gustara la idea de quedarse allí, en la tranquila penumbra de la noche, hablando con ella, su misión era llevarla a la casa de Joe y seguir construyendo aquella amistad que habían comenzado casi una semana antes.
Los amigos jugaban a las cartas.
Los amantes se sentaban en la oscuridad y compartían secretos.
Harvard abrió la puerta de la camioneta.
—Bueno, vamos.
—Entonces, ¿jugáis a menudo al póquer? —insistió ella mientras llegaban a la puerta principal.
—No, en realidad no —admitió Harvard—. No tenemos mucho tiempo para jugar.
—Entonces, ¿esta partida es por mí?
El la miró a los ojos. Demonios, era preciosa.
—Creo que es para beneficio de todos —le dijo con sinceridad, y sonrió—. Deberías sentirte honrada. Eres la primera mequetrefe con la que jugamos al póquer.
—Odio que me llames eso —dijo PJ., con resignación, porque sabía que él no iba a dejar de hacerlo—.Y esto no es ningún honor. Es para estrechar la relación, ¿no es así? Por algún motivo, has decidido que me necesitas como parte del equipo —añadió, y entornó los ojos especulativamente—. Es por el interés del Escuadrón Alfa, ¿no? Pero, ¿por qué?
Ella era muy guapa, pero ni la mitad de guapa que de lista.
Harvard abrió la puerta de la casa y entró.
—No seas desconfiada. Eso sólo es una partida de póquer entre amigos. Ni más ni menos. Ella soltó un resoplido. —Sí, claro. Lo que usted diga, jefe sénior.