Capítulo 15

Bernard prefirió entrar en Durleigh sobre la hora del intercambio. Sería más fácil evitar ser capturado fuera de las murallas que dentro. Por eso, él y Claire permanecieron escondidos en el bosque cercano a la puerta. Desde ahí podían ver las personas entrando y saliendo de la ciudad.

Bernard nunca había dudado de que Setton ansiara el encuentro. El se preocupaba por Claire más a causa de la alianza con Marshall que por afecto paternal. También por haberlo desafiado y exigido una cantidad respetable en oro.

Bernard sólo deseaba justicia. El oro sustituiría la recompensa prometida y negada. El hecho de que él ahora prefiriera Claire al rescate, no hacía diferencia. El había propuesto una negociación a Setton y mantendría su palabra. Si no entregaba la hija al padre como había prometido, sería igual que él.

Se afligía con lo que el desgraciado podía hacer a Claire. Detestaba la idea de que ella pudiese ser agredida físicamente aunque el padre tuviera ese derecho.

—Es casi la hora —Claire murmuró detrás de él.

Ella se había arreglado el vestido y puesto la capa en los hombros. Estaba ordenada y presentable como deseaba. Mantenía el mentón erguido y la espalda recta. Estaba preparada para lo que pudiese pasar.

—Casi. Después de que pasemos la puerta, vamos a seguir por las calles laterales, haciendo un círculo, y atravesaremos el río por el puente del oeste. Así llegaremos a la plaza del mercado por Highgate.

—¿No quieres pasar por el centro de la ciudad?

—No si puedo evitarlo. Highgate es más larga y rectas que las otras calles. Ofrece espacio para girar Cabal si fuera preciso y desde ella es posible ver la plaza del mercado desde bastante distancia.

—Entiendo —murmuró Claire.

—Presta atención —pidió el poniendo las manos en sus hombros—. La catedral quedará a nuestras espaldas, y el escritorio de Simon al frente. ¿Sabes dónde es?

—En Highgate, cerca de Thief Lane.

—Así es —le apretó los hombros—. Claire, los momentos más peligrosos son aquellos durante el intercambio. Si hubiere confusión, tal vez yo no pueda llegar cerca de ti. Prométeme que en caso de lucha, irás corriendo a buscar al obispo o a Simon. Cualquiera de los dos te protegerá hasta que el peligro pase.

Ella tocó la cruz roja de los Cruzados, sobre el corazón de él.

—Lo prometo. Pero tú también tienes que darme tu palabra de que me irás a buscar para encontrar otra forma de recibir el rescate.

¿Cómo comprometerse a hacer eso?

—Claire, tal vez yo no pueda...

Ella sacudió la cabeza con vehemencia.

—Jurad Bernard. ¡Y por encima de todo, que intentaréis aseguraros de no ser herido! —Sus ojos se llenaron de lágrimas—. ¡No escaparé, no os dejaré luchando solo si no lo juráis!

¿Cómo había enfrentado ejércitos de sarracenos sin que las manos le temblasen y flaqueaba ante las lágrimas de una mujer?

Bernard la tomó entre sus brazos y la estrechó contra su pecho.

—Juro que no lucharé si son más de seis. ¿Satisfecha?

—¡Seis!

Ya era la hora de irse y en vez de despedirse, ella mojaba con lágrimas la rosa del manto.

—Vamos —dijo él—. Cuanto más temprano terminemos, mejor.

Claire no quería un fin, quería un comienzo. Ni ir a casa sino quedarse con Bernard. Los deseos no se realizarían. Lo enlazó por el cuello y lo abrazó con fuerza.

—Te echaré de menos —murmuró y fue hacia Cabal.

Te echaré de menos.

Bernard bajó la mirada hacia sus manos y pensó que la había dejado escapar entre sus dedos.

Tonto. Ella no había declarado amor, sólo había dicho que lo extrañaría. ¿Mucho? ¿Por cuánto tiempo?

La campana de la catedral comenzó a sonar, llamando a las oraciones de mediodía y avisando a Bernard que se apurase.

Si al menos ella hubiera hablado antes.

Por última vez, Bernard acomodó a Claire en la silla y montó detrás de ella. Pasó el brazo por su cintura antes de apretar lo talones en Cabal, y acompañado por el sonido de la campana y del galope de su corazón, se dirigió hacia la puerta de la ciudad.

—¿Así que vas a e echarme de menos? —preguntó intentando desesperadamente ordenar sus pensamientos.

—Mucho —ella respondió bajito.

Transpuestas las murallas, Bernard avistó un hombre corriendo al norte de Michelgate. ¿Un vigía de Setton? Probablemente. Después de que el hombre desapareciera de la vista, él dobló a la izquierda, con la intención de vagar por las calles hasta alcanzar el puente en el extremo oeste de la ciudad.

Acostumbrados a recibir todo tipo de visitantes, interesados en comprar artículos hechos por los artesanos de Durleigh, los habitantes del lugar, abrían camino con naturalidad para un caballero montado en un corcel. Las pocas miradas que recibían, Bernard las atribuía a la apariencia refinada de Claire.

—Yo también te echaré de menos. —aventuró a decir.

Claire no respondió. Sólo le apretó el brazo. A causa de la cota de malla, casi no pudo sentir la presión.

La atención de él estaba demasiado dividida. Era casi imposible concentrarse en la observación de señales de alguna emboscada de Setton con la mente llena de Claire.

—Lo que voy a extrañar más es tu sonrisa. Tu expresión más natural y encantadora, creo.

—Gracias —dijo ella acariciándole la mano.

La conversación no iba bien. Atravesaban el puente. Adelante se levantaba la Catedral.

Claire se puso la capucha de la capa sobre la cabeza y apretó su espalda en él, preparándose para lo peor.

Bernard deseaba ser tan bueno con las palabras como lo era con la cimitarra.

—Voy a echarte tanto de menos que casi no venzo la tentación de no devolverte a tu padre.

Ella se quedó inmóvil.

—¿Por qué?

—Descubrí que debería haber insistido en que te casases conmigo. Exigí de tu padre la parte equivocada y no la más valiosa de la recompensa. Tú.

—¡¿Yo?!

El inclinó la cabeza bien cerca de su oído.

—Si pudiese volver el tiempo atrás y hacer todo de nuevo, olvidaría la tierra, el rescate y me quedaría contigo. Te amo, Claire.

Con firmeza ella tiró las riendas y para sorpresa de Bernard Cabal se detuvo. Claire entonces se dio vuelta en la silla.

Ella no podía creer lo que había oído. Y si así fuera, su corazón se partiría en dos.

—¿Honestamente?

—Cásate conmigo. Sé mi compañera. Comparte mi comida, mi cama, mi vida. No tengo derecho de pedirte que abandones tu sueño a mi favor, pero juro que ningún hombre te amará y te cuidará con mayor celo que yo.

Bernard estaba resuelto, y ella prometida. Su corazón se hizo pedazos. Trémula se apoyó en él.

—Yo también te amo. Si pudiese escoger, sería a ti por encima de todo. Pero existe mi padre. Y Eustace. Y...

En un gesto de frustración levantó las manos. ¿Para qué citar los obstáculos? El los conocía todos.

Bernard la estrechó entre los brazos. Seguridad. Ternura. Amor. Imposible alejarse sin la esperanza de tenerla.

—Todavía tenemos una semana. No te desanimes —dijo él.

Siete días hasta su casamiento. Con el novio equivocado.

Bernard instigó a Cabal a seguir adelante y dobló en la Highgate.

—¿Tienes un plan? —Claire preguntó.

—No muy claro. Pero sé que de aquí en adelante, debo actuar de acuerdo con la ley de los hombres y la de Dios. Tengo derecho a exigirte. De alguna forma necesitamos forzar a tu padre a reconocer el compromiso y a honrarlo.

Eso jamás pasaría.

—¿Cómo?

El rió.

—Me gustaría saberlo. Debe haber una manera y voy a descubrirla.

¿Cómo Bernard podía reír si ella estaba presta a llorar de nuevo? Claire levantó la mirada y vió su gran sonrisa y su expresión de confianza. No debería dudar, pero intentaba ayudarlo. ¿Pero cómo? Cuando se había esforzado en reconciliar a su padre con Bernard, había fallado horriblemente.

—Allá está Setton. —avisó él.

Claire miró hacia la plaza del mercado. Desde el lugar ventajoso en lo alto de Cabal, lo avistó. El andaba de un lado para otro, ignorando las voces de los vendedores y los feligreses que iban de mesa en mesa. Sólo unos pocos pasos, no alejándose mucho de una bolsa apoyada en el piso de tierra.

El padre no estaba solo. Dos guardias, con lanzas, vigilaban la bolsa que Claire temía, contenía harina y no oro.

—¿Y ahora? —preguntó a Bernard, rezando para que él hubiese encontrado el argumento seguro para convencer a su padre.

—Aunque no quiera, voy a tener que entregarte primero, para después reclamar mis derechos sobre ti.

—¡Ah no!

—Necesitamos olvidar el rescate y comenzar de nuevo. Eso quiere decir que deberás volver a Dasset. Iré a buscarte, lo juro. Llevaré al obispo y a Simon. Debe haber una manera de forzar a tu padre a confesar la verdad. Sé que te estoy pidiendo mucho, Claire, pero por favor, confía en mí.

—¿Cuándo vendrás?

—Mandaré a avisarte por Garth o Wat.

—¿Y si tu demanda queda en nada?

—Entonces tendré que secuestrarte otra vez.

Ella se calmó un poco.

—¿Vas a tomar el rescate?

—Tu padre desprecia mi inteligencia. Observa la bolsa. ¿Ves salientes que indiquen que está llena de oro y no de harina? El ni siquiera se tomó el trabajo de preparar un cebo tentador.

Voy a dejarte con él.

Setton hizo un gesto hacia la derecha. Dos guardias más, con las espadas desenvainadas acudieron deprisa. Cuatro en total. Nada más. ¿Habría más? Probablemente.

Bernard observó el pueblo que comenzaba a prestar atención a lo que pasaba en el centro de la plaza. No reconoció a ninguno de los hombres de Setton, pero podían estar escondidos y prontos a atacarlo.

Casi no podía contener las ganas de sacar la cimitarra. No podía, pues no quería incitar a nadie a comenzar a luchar. Especialmente con Claire tan cerca.

Entregarla iba a ser la parte más difícil, pero no tenía opción. Necesitaba devolver lo que había robado antes de tenerla por una cuestión de derecho.

Bernard condujo a Cabal hasta una distancia razonable de Setton. Las voces de los vendedores cesaron y los feligreses interrumpieron las compras. Sentada bien derecha, Claire miraba a su padre.

Este la miró y sonrió con expresión de escarnio para Bernard.

—¿Pensáis aumentar el precio?

—Setton, si fuese a pedir el verdadero valor de Claire, no tendríais oro para pagarlo aunque vendieseis el alma al diablo, en caso de que tuvierais una.

—Fijaos en como habláis, Fitzgibbons. Todavía no habéis recibido el rescate.

—No, y vos tampoco tenéis a vuestra hija. —Apuntó hacia la bolsa—. ¿Llena de oro eh?

—Claro. Casi todo lo que pedisteis. Vais a tener que contentaros con eso, pues no conseguí más. —retrocedió un paso y los guardias lo acompañaron—. Poned a Claire en el piso y el oro será todo vuestro.

Bernard casi rió de la obvia emboscada. Tan pronto desmontase, los guardias lo atacarían.

—Ah, es una gran tentación, lo admito. Pero no voy a tomar el oro, sino entregar a Claire a vuestros cuidados.

Desconfiado Setton lo miró.

—¿Qué idiotez es esta? Exigisteis su peso en oro como rescate y ahora lo rechazáis?

—Exactamente. Todo lo que quiero, Setton, es vuestro juramento solemne, por vuestra honra de caballero, delante de vuestros soldados y del pueblo de Durleigh, de que Claire no sufrirá ningún castigo después de que yo la suelte.

Setton apuntó a la bolsa.

—Este es vuestro pago por Claire. Es lo único que recibiréis por ella.

Claire murmuró:

—A la derecha. Detrás del vendedor de tortas hay dos arqueros.

Bernard no se atrevió a mirar. Dios del cielo. Si los lanceros y los espadachines no podían con él, Setton mandaría a los arqueros a tirar. En la plaza del mercado. Personas inocentes podrían pagar con la vida el deseo de venganza de Setton.

La furia lo dominó mientras miraba hacia la calle recta y larga, la ruta de fuga escogida.

—Sujétate bien, Claire. Nos vamos de aquí.

—Recé por eso.

Bernard sacó la cimitarra y gritó a Setton.

—¡Salid del camino! ¡Quiero ver ese rescate que me ofrece!

Apretó los talones en Cabal y con ímpetu siguió adelante. Los guardias saltaron hacia los lados. Setton casi no tuvo tiempo de desviarse antes de que Bernard se inclinase y rasgase la bolsa al pasar. Las patas traseras de su montura la pasaron por arriba, desparramando harina oscura sobre los soldados de Setton. Bernard giró el caballo.

Setton, caído, se apoyaba en las manos y en las rodillas.

—Mientras estáis ahí en el suelo, pedid a Dios que tenga piedad de vos porque yo no la tendré más.

Levantó la cimitarra en el aire y a una orden suya, Cabal levantó las patas delanteras.

—¡Por la rosa!

El pueblo aplaudió. Claire se sujetaba de las crines del animal. Cuando él tocó las patas en el piso, Bernard lo giró nuevamente.

—¡Cuidado, arqueros! —gritó a las personas mientras se agachaba sobre Claire e instigaba a Cabal a galopar por la Highgate—. ¡Abran camino! Abran...

Un dolor terrible lo empujó hacia delante. Estrellas danzaban delante de sus ojos. El gemido que oyó debía ser de él.

—¡Bernard!

Con el peor dolor que había sentido, él percibió que no podría mantenerse derecho y controlar el caballo.

—Vamos a buscar... a Simon. Las riendas...

—¡Dios misericordioso! —Claire exclamó al tomarlas— ¡Abran paso! —fue gritando por la calle hacia fuera.

Bernard se apoyaba en ella e intentaba no perder los sentidos mientras galopaban. Pensó en mirar hacia atrás para ver si eran seguidos pero temió caerse si lo hacía.

Casi en la periferia de la ciudad, delante de una casa cerca de Thief Lane, Claire tiró las riendas.

—¿Bernard? —ella murmuró con tono aprensivo.

—Discúlpame, Claire... pensé que... podíamos escapar de ellos.

Algunas personas comenzaban a juntarse a su alrededor. Varios hombres salían de la casa, liderados por un hombre alto y de cabellos negros. Bernard supo que estaba en manos amigas y competentes.

—Os recomendé que evitarais problemas —Simon lo censuró.

—Saludos, amigo.

Simon sacó la cimitarra de la mano de Bernard y la entregó a uno de sus hombres.

—Vamos a ayudarlo a desmontar antes de que me ensucie la calle de sangre. Cuidado, hombres, especialmente con la flecha. Vamos Bernard, haz un esfuerzo.

Ayudado por su amigo, se deslizó de la silla. Consiguió mantener los sentidos apoyando los brazos en los hombros de Simon y en los de un sujeto corpulento. Pero la flecha lo magullaba a cada paso dado rumbo a la casa.

Oyó pedazos de órdenes “Ayuden a la señora. Cuiden del caballo. Ve a buscar un médico.”

Descender una escalera le quitó el resto de las fuerzas.

—Claire —balbuceó.

—Ella está bien y ya viene.

Poco después de oír las palabras de Simon, Bernard perdió el sentido.

Volvió en sí con el toque suave de dedos en sus cabellos. Abrió los ojos y vio los de Claire. Joyas de ámbar.

—El paraíso.

Ella sonrió.

—No, estás en un catre, en una celda. Lejos del paraíso.

Bernard estaba acostado de bruces, con el torso desnudo pero con un vendaje rodeándolo. El catre era más bien bajo y Claire se sentaba en el piso a fin de vigilarlo y esperar que volviera en sí.

—Estas aquí. Entonces es el paraíso.

Extendió la mano para tocarle el rostro, pero Claire se lo impidió.

—No debes moverte. La flecha fue quitada, pero el médico dijo que necesitas quedarte acostado e inmóvil por algunas horas.

La espalda le dolía mucho pero menos que antes. Creyó que era mejor quedarse quieto y no tentar la paciencia de Claire.

—Creo que podría dormir el día entero.

Ella rió un poco.

—Tengo que admitir que fue un día excepcional.

—¿Y Cabal?

—Tu caballo es imposible. Me llevó un tiempo enorme convencerlo de ir con uno de los hombres de Simon.

—¿Convencerlo?

—Un absurdo. Mientras Simon y sus hombres lo traían para acá, me quedé en la calle hablándole y siendo agradable con él. Una escena ridícula, pero dio resultado.

A Bernard le hubiera gustado verlo. Cabal ya se había acostumbrado a cargarlos a los dos. Por eso, reconocía la voz de Claire y obedecía sus órdenes. Un caballo de guerra no debería hacer eso. Pero era una suerte que él también obedeciese a Claire.

—¿Dónde está Simon?

—Allá arriba, esperando que despiertes. Si oye nuestras voces... Ahí viene, bajando la escalera.

—Debe estar enojado conmigo. El me avisó que me metería en problemas.

El amigo entró en la celda.

—Pero no me escuchasteis.

—Os escuché, sí, durante dos días enteros. ¿Alguien fue herido en la plaza?

Simon sonrió.

—Nadie importante. ¿Lady Claire, puedo ir a buscaros una silla? No debería estar sentada en el piso.

—No, estoy bien así. Por favor, continúe.

Simon se sentó a su lado.

—Bien, Bernard, fuiste la diversión y el héroe del día. Cuando llegué a la plaza del mercado, el pueblo de Durleigh estaba alborotadísimo. No sé cuantas veces oí contar que un caballero fantástico y valiente, acompañado de una hermosa dama, cabalgó por la plaza en un caballo magnífico.

—¿Quién sería? —Bernard indagó en tono seco.

—Quédate quieto y oye mi historia.

—Exageras mucho.

—Yo no. Como les contaba, tal caballero propuso devolver la hermosa dama al padre si este le pagaba el peso de la hija en oro. Pero, cambió de idea, pasando a exigir sólo que ella recibiese, de su padre innoble —disculpe, lady Claire—, un tratamiento digno. No sólo el señor en cuestión rechazó hacer tal juramento sino que el oro del rescate no pasaba de ser harina. Como si no bastase, cuando el caballero se mostró ofendido con toda razón, el señor infame intentó matarlo, sin preocuparse de la seguridad de la hermosa dama ni de los ciudadanos inocentes de Durleigh. ¿Correcto?

—Descontando tu exageración, sí.

—Sólo conté lo que oí.

—¿Y Setton?

Simon rió.

—Si no hubiese llegado a tiempo, el pueblo lo habría ahorcado. Dos soldados de él sufrieron fracturas y otros, escoriaciones. Las flechas quedaron hechas pedazos.

—¿Por qué fueron tras Setton?

—Por dos razones. El manto. Ellos te reconocieron como Caballero de la Rosa Negra. En esta ciudad, somos considerados héroes. Y el espectáculo de equitación e intrepidez que ofreciste con Cabal. Patas altas en el aire, cimitarra brillando al sol y la hermosa dama sonriendo con orgullo.

—Estaba muerta de miedo —admitió Claire.

—Calculo que sí, milady. Ya he visto a Bernard ejecutar esa hazaña con Cabal. Es impresionante y aquí selló su suerte. La ciudad entera está a tus pies, amigo.

—Sólo hasta que escuchen la historia entera.

La sonrisa de Simon desapareció.

—Aconsejé a Setton a irse deprisa, por su propia seguridad, y puse una guardia para acompañarlo hasta la puerta. El me contó la historia del rescate y de la forma que fue hecha.

—Dudo que yo pueda embellecerla.

—¿Dispuesto a contarla ahora?

—Ya que no puedo moverme hasta que Claire me dé permiso, ¿por qué no? Pero no se por donde comenzar.

—Desde el día en que te uniste a los Caballeros de la Rosa Negra, hablaste muchas veces sobre la recompensa que te esperaba a tu retorno. Casamiento con la hija de lord Setton, lady Claire, y tierras donde establecerte. Cuando te vi la última vez, en Hendry Hall, estabas seguro de recibir la recompensa. ¿Qué paso?

—Imagino que lord Setton no había incluido en la historia, el hecho de haberlo negado.

—Ni una palabra.

Bernard no se sorprendió. Con los dedos entrelazados en los de Claire, contó cómo había llegado esperanzado a Dasset.

—Dejé mis pertenencias y la cimitarra con Cabal —inició el relato de la traición sufrida y de la búsqueda de justicia.

El tiempo iba pasando y el sentía la boca seca. A veces, Claire asumía la narrativa. Al rato, Bernard se fue levantando hasta quedar sentado.

Simon inclinado hacia atrás y afirmado en las manos, oía con atención. Bernard conocía la mente de este hombre inteligente, corajudo y solidario. Por eso, no dejó ningún detalle afuera, excepto las horas de intimidad pasadas con Claire.

Se sentía cansado y flojo a causa de la pérdida de sangre, pero terminó el relato.

—Yo sabía que los arqueros iban a apuntarme, entonces hice que Cabal galopara por la Highgate. La flecha me acertó. Entregué las riendas a Claire y le pedí que viniese a buscarte. El resto, ya lo sabes.

Se hizo un silencio largo y profundo.

—Increíble —Simon finalmente comentó.

—Pues así es. La cuestión, ahora es adónde irnos de aquí.

—A la Royal Oak Tavern. Necesitas alimentarte bien y dormir bastante. Y yo, reflexionar. Además de eso, mi adorable esposa jamás me perdonará si perdiera la oportunidad de conocerte.

Bernard aceptó la ayuda de Simon para levantarse del catre. La perspectiva de tomar una cerveza era muy buena.

—Ah, si. Quien me contó la historia en la plaza del mercado, mandó saludos y tus reliquias. Garth también agregó que como te había avisado, tu espalda necesitaba protección. Infelizmente sólo consiguió derribar a uno de los arqueros antes de que el otro apuntara.