Capítulo 7

Mientras cabalgaban, Claire iba pensando cómo escapar de aquella confusión. Necesitaba volver deprisa a su casa, pero la insinuación de Lillian de quedarse fuera del alcance de su padre, la preocupaba.

Sin duda él estaría furioso con su audacia al liberar a Bernard el día anterior. ¿Había sido apenas la víspera?

Por eso, la necesidad de volver se tornaba urgente después del beso de Bernard. Quedarse al alcance de él era casi tan peligroso, ahora por motivos diferentes, que el retorno a Dasset.

—Es necesario hacer un pacto, Claire —sugirió él a su espalda—. No puedo vigilaros todo el tiempo, y necesitáis sentiros menos oprimida. Si llegamos a un acuerdo, tal vez desistáis de escapar.

Desconfiada de que tal pacto no le fuese favorable, ella indagó:

—¿Cuáles son los términos?

—Aquellos generalmente establecidos entre un rehén por quien se pide un rescate y su captor. Yo os prometo protección y un tratamiento digno de vuestra condición social. En cambio, vos daréis vuestra palabra de que os quedaréis conmigo hasta que yo reciba el oro.

—Estáis bromeando.

—De ninguna manera. Recordad a vuestra Eleanor. Cuando su hijo, el Valeroso, fue aprisionado al volver de las Cruzadas, ¿no pidió fondos para pagar el rescate?

—Imploró a toda Inglaterra —Claire concordó, percibiendo adónde quería llegar Bernard.

—El rey Richard hizo un pacto con su captor. No intentaría huir si fuese bien tratado. Durante meses, él gozó la hospitalidad del castillo del Lord alemán. Entre tanto, su madre conseguía entre nobles y plebeyos, los fondos para el rescate. Cuando este fue pagado, los dos se separaron como amigos.

—El rey entonces vino a vivir a Inglaterra, ¿no?

—Sí.

—¿Percibís la ventaja de hacer un acuerdo? Recibiré mi dinero y volveréis a casa. Sólo necesitamos la colaboración de Lord Setton.

Ese era el punto crucial. Su padre.

—La diferencia es que Eleanor e Inglaterra querían la vuelta del rey Richard. No estoy muy segura de que mi padre quiera verme nuevamente.

—¿El no desea fervorosamente la alianza con Eustace Marshall?

—Es verdad.

Por esa única razón, su padre sería capaz de llegar a un acuerdo con las exigencias de Bernard. Al facilitar los intereses de sus hijos, Odo Setton conseguiría prestigio y dinero suficientes para frecuentar la corte y el círculo de la nobleza como creía merecer.

—La alianza con Marshall va a ayudar a mi padre a obtener un alto lugar en la corte para Julius y una posición semejante para Geoffrey en la iglesia.

—Entonces, en su propio interés, Lord Setton pagará el rescate, la tendrá de vuelta y quedará libre de mí.

En el caso de que él pudiese conseguir la cantidad sin hipotecar Dasset. Y si ella llegaba a tiempo para casarse con Marshall, Claire pensó.

—¿Cuánto pediréis? —ella quiso saber.

—Pensé que vuestro peso en oro sería una buena suma.

—¿Mi peso?

Claire evaluó la reacción furiosa de su padre.

—¿No os parece un poco exorbitante?

—De ninguna manera. Muy apropiado.

—No va a ser fácil para mí padre juntar tanto oro.

—Unas dos semanas, calculo. Si falta un poco, haré una rebaja.

No era mucho tiempo, pero Bernard tenía razón. Podía ser hecho.

La cantidad no tenía importancia, pues su padre no iba a querer pagar nada. Y si lo hiciese, intentaría recuperarlo después. Tal vez de ella. En contusiones y sangre.

¿Por qué no volver sólo después de que Bernard recibiera el rescate? Aplazaría el castigo.Verdaderamente él merecía una recompensa por los años en que luchara en las cruzadas, aunque su padre no le hubiera prometido nada. Al casarse con Marshall ella también tendría una.

Si mantuviese su parte del pacto, ¿Bernard también lo haría? Probablemente. Si no la devolviese a su padre, él no recibiría el rescate.

Claire casi rió al percibir que tanto su padre como Bernard necesitaban de ella para realizar sus planes.

La propuesta de Bernard era plausible, excepto por el hecho de tener que pasar dos semanas en compañía de él.

Se sentía atraída por él como jamás le había pasado con hombre alguno. Aunque ella no hubiese provocado el beso, no podía negar la reacción rápida y fuerte de su cuerpo. O la pérdida del buen sentido y la voluntad al tocarlo.

Dos semanas. ¿Conseguiría pasar ese tiempo a su lado sin ceder a la tentación de acariciarlo? ¿El evitaría besarla otra vez? Eso era más importante para su paz de espíritu. Si Bernard la atrapase distraída y le diese otro beso exitante, ¿sería capaz de rechazarlo o como él prometiera, suplicaría por una unión absoluta?

Sólo por pensar en eso, Claire fue invadida por una onda de calor.

—Bernard, vuestra protección a cambio de mi promesa de no huir, ¿será también contra vos mismo?

—¡¿Contra mí?!

—Quiero la garantía de que no intentaréis seducirme otra vez.

—¿Nada de besos?

—Absolutamente.

—¿Y acostarse en el suelo del bosque?

¡Ahora el estúpido la estaba provocando!

—No digáis eso. No soy una ramera para ser tratada tan livianamente.

Sus palabras lo hicieron vacilar.

—Está bien. Voy a esforzarme si prometéis no tentarme más allá de mi capacidad de autocontrol.

En cuanto a eso, Bernard no tenía que preocuparse. Ella no tenía idea de cómo tentar a un hombre a besarla y mucho menos a perder el control.

—Yo os doy mi palabra, Bernard Fitzgibbons.

—Entonces tenemos un pacto, lady Claire. Bien a tiempo, pues estamos llegando.

Ella prestó atención al lugar. Un poco más adelante había un solar de piedra. Por el tamaño, calculó que tenía sólo una habitación. Había enredaderas desparramadas por las piedras que casi cubrían la puerta de entrada. Nadie pasaba por ella desde hacía mucho tiempo, tal vez años.

El tejado estaba en un estado deplorable.

Un poco alejado, había restos de lo que habría sido un patio muy agradable. De tanto en tanto, se veía una flor sobre un matorral.

Bernard detuvo a Cabal cerca de la puerta.

—Bienvenida al solar de Faxton, milady —él dijo con una voz desprovista de emoción.

El había temido recordar el fuego. O la noche del caos. En vez de eso, mentalmente veía a su madre sonriéndole en la puerta y a su padre gesticulando cerca del pozo.

No era una aparición fantasmagórica. Sólo recuerdos de las dos personas que más amara en el mundo, en un día normal. Asimismo, la tristeza le apretaba el corazón.

—Es un solar muy bonito, Bernard.

Ella se mostraba gentil. Una pena que no lo hubiese visto cuando el techado estaba entero, y el patio florido.

Desmontó y levantó los brazos para ayudarla. Sus ojos color ámbar lo miraron con cierta preocupación.

—Bernard ¿Estáis bien?

¿Qué podría decirle si las palabras pasasen por su garganta cerrada? ¿Qué oía las voces y las risas de los niños jugando, hijos de los arrendatarios que venían a ayudar a sus padres? Las mujeres dentro de la casa tejían, batían manteca o cambiaban la paja del suelo. Los hombres en el campo, araban, sembraban o cosechaban, dependiendo de la estación.

Alice Fitzgibbons lideraba a las mujeres, Granville a los hombres. La vida era muy buena para un niño que crecía bajo el cuidado y el amor de ellos.

Bernard puso a Claire en el piso y afirmó:

—Estaré bien.

Se dio cuenta de que era cierto. La tristeza profunda continuaba, pero en vez de pensar en los terribles acontecimientos, como hacía antes, ahora recordaba los buenos.

Bernard observó la casa y vio que necesitaba arrancar parte de las enredaderas para poder abrir la puerta. Tocó las paredes de piedra buscando lugares donde la argamasa se hubiera soltado. Pero de modo general, la casa continuaba sólida, construida para varias generaciones, como había afirmado Lillian.

En la parte de atrás, tocó la piedra ennegrecida. Allí los bandidos habían prendido fuego en una pila de paja y ramas secas a fin de atraer a sir Granville hacia fuera. Lo habían conseguido.

¿Quién sería el jefe de ellos? ¿Qué bienes poseía sir Granville para que le quitasen la vida a dos personas?

Setton le había dicho que los bandidos habían sido capturados y ahorcados, pero no había revelado ningún detalle. Niño aun, y muy triste, Bernard no había hecho ninguna pregunta. Ahora le gustaría hacerlas, pero no tenía la oportunidad.

Una leve presión en la mano lo hizo mirarla y vio la mano de Claire. ¿Hacía tiempo que la tenía agarrada? No recordaba haberla tomado. Levantó la mirada y se encontró con su sonrisa.

—Mirad las rosas, Bernard —dijo ella, apuntando al pozo. Pequeñas y amarillas, del tipo enredadera, ellas se habían apropiado de uno de los lados del pozo.

El rió y llevó a Claire al antiguo jardín de su madre.

—Papá gozaba provocando a mi madre a causa de las rosas. Ella redoblaba sus cuidados pero las plantas no daban más de dos o tres rosas por año. Mirad como están ahora.

—Tal vez a causa de eso se fortalecieron y han sobrevivido. —comentó Claire apuntando a un cantero del jardín—. ¿Había un enrejado allí?

Se aproximaron a lo que restaba de una armazón de madera y ella apartó el matorral que lo envolvía.

—¿Qué había plantado acá?

—Lo sabía Claire, hace mucho tiempo. Era una enredadera que daba una flor azul y pequeña, pero no recuerdo el nombre.

—¡Ah! —exclamó ella, agachándose y tomando una. Bernard la tomó y la prendió en la red de sus cabellos.

—¿Vamos a entrar? —él invitó al tomar su mano y besar la punta de sus dedos.

Un gesto gentil al cual ella no podía poner objeción.

—Muchas gracias por la distracción —murmuró—. Ahora voy a quitar un poco de estas enredaderas de la puerta.

—Teníais con un aire triste y yo no sabía cómo ayudaros.

—No entiendo porqué queríais ayudarme.

Claire se alzó de hombros.

—Creo que se me está haciendo un hábito. Impedí a Henry que os diera el segundo golpe, y después os ayudé a huir de la mazmorra. Ya salvé vuestra vida dos veces —agregó sonriendo.

—¿Queréis decir que estoy en deuda con vos?

Ella lo miró con astucia.

—¿Será que no merezco mi propia recompensa?

Bernard abrió las manos en el aire.

—Milady, sólo soy un pobre caballero sin nada de valor para ofreceros.

Excepto el presente de casamiento que le trajera, recordó.

En la bolsa, además de ropas, pertrechos de viaje y las reliquias, Bernard traía dos presentes. Uno para Julius, que el juzgaba ser su nuevo señor feudal. El otro para Claire, el cual iba a ser su regalo de casamiento.

¿Debería entregárselo? Ya no iban a casarse, pero no había motivo para que Claire no recibiera el presente comprado especialmente para ella.

Bernard bajó las manos.

—En verdad tengo algo para vos. Un presente que compré en Egipto.

La mirada astuta de Claire fue substituida por una de sorpresa.

—¿Es cierto? ¿De allá, de Egipto?

—Sí.

—¿Pero por qué?

Yo quería que lo usaseis para mí.

Idea desgraciada, pensó al volverse e ir hasta la puerta del solar. Había comprado el presente pensando en Claire tanto como en sí mismo.

Bernard agarró un puñado de enredadera, pero no llegó a arrancarla. Sería mejor no mover mucho la planta, para que nadie sospechase que habían entrado a la casa.

—¿Bernard?

El no había sido delicado al alejarse sin una explicación. Debería disculparse.

—Siento mucho insistir, pero calculé una respuesta para mi pregunta y quiero saber si acerté. ¿Era mi presente de casamiento verdad?

—Lo planee como tal. Pero desde que llegué, nada salió como yo imaginaba. Con la recompensa, con vos o aquí. Perdonadme por mis maneras tan rudas Claire. Estoy muy nervioso para recordar ser atento.

Claire levantó los hombros y la cabeza asumiendo una postura regia.

—Evaluando todo, os ha salido bien. —la expresión astuta volvió—. Bien, no todo. Considero mi secuestro una gran falta de consideración. Aunque estoy dispuesta a ser condescendiente y comprensiva si recibo una recompensa. Ah Bernard, ¿Podéis darme mi regalo? ¿Por favor?

Ella lo pidió con tanta gracia que Bernard no pudo resistirse.

—Está bien. Tan pronto como estemos acomodados allá adentro, os daré vuestro paquete.

—¡Maravilloso! ¿Qué puedo hacer para ayudaros?

Juntos comenzaron a apartar las ramas ordenadamente. Era un trabajo lento, pero Bernard creía que valía la pena.

—Creo que ya podemos abrir la puerta. —dijo Claire después de algún tiempo.

—Todavía no. Vos y yo conseguiremos pasar pero Cabal no.

—¿Cabal? —exclamó ella frunciendo la nariz.

—El no puede quedar aquí afuera.

—¿Pero llevarlo adentro?

—Se trata sólo de un caballo, y por una sola noche. Pensad en los arrendatarios de vuestro padre que guardan bueyes, carneros y gallinas en sus casas. Vuestra experiencia no va a ser tan mala, Claire.

Ella le dirigió una mirada incrédula, pero continuó trabajando.

Cuando la puerta quedó libre, Bernard levantó la tranca y la abrió.

Pasar por ella fue casi como volver al pasado. Parte del techo faltaba. Y alguien había quitado el dosel y las cubiertas de la cama. Había una olla de hierro al lado del hogar. Utensilios de madera y de cerámica estaban desparramados por el piso. La mesa y los dos bancos continuaban en el mismo lugar, como la escoba usada por su madre. En la repisa del hogar estaba el jarro de estaño, con tapa, de su padre.

Bernard atravesó el aposento y tomó del piso un jarrito abollado. Después de catorce años el solar debería estar vacío. Muchas cosas habían sido llevadas pero él no esperaba ver ni siquiera los pocos objetos que quedaban.

—¿Puedo ir a ver si el pozo tiene agua? —Claire preguntó cerca del hogar, con un balde viejo en la mano.

En un cerrar de ojos, la vida pasada y los sueños del futuro coincidían en el presente. ¿Cuántas veces él había visualizado a Claire exactamente así? Al lado del hogar, en un solar de piedra. Intentó que no le importara verla moviéndose por la casa que podría haber sido de ellos si Lord Setton no hubiese faltado a la palabra empeñada.

—Mientras lo hacéis, yo cuidaré de Cabal. Después intentaré cazar algún conejo —dijo él.

—Óptimo. Imagino que la caja de especias de su madre ya no existe.

—Lo dudo —él consiguió murmurar antes de escaparse afuera.

Claire sabía que le estaba siendo difícil a Bernard volver al solar después de tantos años y ver una mujer que no era su madre trajinando por la casa.

Aun después de haber comido, la tensión de él continuaba perceptible. Ella había desistido de hacerlo relajar. Si le preguntaba algo, le respondía con monosílabos.

Bernard aun no le había dado el presente, y ella no se lo había pedido otra vez.

Claire tomó el caldo caliente con las hierbas mientras él desenredaba las crines de Cabal. Era extraño compartir el espacio con un animal. Pero por una noche, lo soportaría.

Cuando terminó, Bernard puso la bolsa en el banco donde ella estaba sentada. Con esfuerzo, Claire refrenó su curiosidad al verlo sacar un saco grande de cuero que colocó en la mesa.

—Necesitamos ir a Durleigh. Tengo poco dinero y necesito vender una reliquia o dos. Tal vez esto sea suficiente —dijo al sacar de la bolsa una cajita ornamentada que cabía en la palma de su mano.

—¿Qué es?

Bernard abrió el cierre de bronce y la colocó sobre la mesa. Sobre el forro de seda roja, había un puñado de cabellos blancos.

—Dicen que eran de San Pedro.

Revolvió entre otras reliquias y saco una pequeña astilla de madera oscura.

—La iglesia dio a cada Cruzado una astilla de la Cruz Real de Cristo. Muchos la mandaron incrustar en la empuñadura de su espada. Yo consideré una blasfemia colocarla en mi cimitarra, por eso la guardé.

Claire tocó la astilla. Las reliquias santas eran muy valoradas por el clero y por la nobleza. Toda iglesia tenía una o dos en el altar. Muchos nobles también las poseían, no sólo por las bendiciones que proporcionaban a la familia sino para usarlas en juramentos solemnes.

Su padre guardaba las reliquias pertenecientes al castillo de Dasset en un cofre de bronce, en una de sus arcas de ropa.

—¿Necesita realmente desprenderse de esto? Es un tesoro raro y valioso.

—Tengo otros más raros, pero no sé el valor de ellos.

Bernard sacó más cajitas y pequeños envoltorios en papel encerado. Había un hueso de dedo de un santo de quien Claire nunca había oído hablar, un retazo de tejido de la ropa usada por la Virgen Santísima en el día de la crucifixión y un pedazo de cerámica de un jarro de vino de las bodas de Canaá.

—¿Cómo consiguió todo esto? —Claire preguntó admirada.

—No fue difícil. Bastaba dejar saber que se quería comprar reliquias para que los sarracenos aparecieran con ellas.

—¿Sarracenos? ¿Usted hacía negocios con el enemigo?

—Sí. Aquellos que vivían en las ciudades ocupadas por nosotros se esforzaban en agradar a los conquistadores. Usted quedaría admirada al ver la relación entre cristianos y sarracenos cuando no se esperaba una batalla. En cada ciudad, había mercaderes de países cristianos que no tomaban parte de las Cruzadas. Sólo hacían negocios y lucraban bastante.

—Eso me parece un sacrilegio.

—Donde existe demanda, alguien trata de suplirla. —dijo Bernard al abrir un envoltorio mayor—. Esta es, yo creo, la más valiosa.

La reliquia, una obra de arte, constaba de mano y antebrazo de plata, envueltos en un manto dorado de obispo y adornado con joyas.

—¡Ah, Bernard, es maravilloso!

—Dicen que contiene los huesos del brazo de San Babylas. Mi intención era dárselo a Julius.

—¿Por qué para mi hermano?

—Pensé que vuestro padre había muerto poco tiempo después de mi partida. En ese caso, yo recibiría la recompensa de Julius y en esa ocasión le daría esto. Ahora... —Bernard levantó los hombros—. Tal vez el obispo de Durleigh quiera comprar la reliquia. ¿Sabéis algo sobre él?

—El nombre es Walter de Folke. Oí decir que es un hombre de altos principios. —contó Claire al tocar la reliquia—. ¿Comprasteis esto a un sarraceno? ¿Con el salario de un Cruzado?

El rió un poco.

—No. Lo gané en un juego de dados.

—¡¿Dados?! —exclamó.

—Os hablé de nuestra relación con el enemigo. —recordó él al guardar la reliquia.

—¿Vais a vendérsela al obispo?

—Tal vez pruebe la honestidad de él con algo menos valioso, como los cabellos de San Pedro. Esto es para vos —agregó, entregándole un envoltorio mayor en papel encerado.

Claire lo tomó y miró a Bernard. El se ocupaba de guardar las reliquias.

Ella lo abrió muy lentamente.

—¡Oh! —murmuró, fascinada por el tejido rojo, tan delicado y transparente que podía ver su mano bajo él. Una franja dorada, bordada con una línea roja rodeaba la pieza entera—. ¡Nunca vi nada igual!

—Es un velo como los usados por las mujeres del harén de un sultán. —le contó Bernard.

Claire había oído historias sobre sultanes árabes, sus harenes y sus varias esposas. El velo era muy exótico y una tentación impropia. Al pensar en cómo Bernard había conseguido uno, usado por la mujer de un sultán, ella vaciló.

—¿También lo ganasteis en un juego de dados? —indagó con una pizca de esperanza.

—No. Lo compré a un mercader en Damietta con mi salario de Cruzado.

Aliviada, ella se irguió e intentó colocarlo en su cabeza.

—Así —dijo Bernard al ayudarla a poner una parte sobre su rostro—. Las mujeres árabes cubren su cara. Los únicos hombres que pueden verla son el marido y los parientes cercanos.

Las palabras de agradecimiento se atoraban en su garganta. La expresión de deseo de él la sacudió. Percibió que Bernard había esperado verla con el velo en la noche de su casamiento. Pero no tendría ya la oportunidad de sacárselo.

¡Dios Misericordioso! Podía verlo removiéndolo delicadamente, besándola con pasión y desnudándola. A pesar de la reacción de su cuerpo, ella se quitó el velo. No podía quedarse con él.

—Debéis guardarlo, Bernard, para dárselo a la mujer con quien os caséis.

El hizo un gesto negativo con la cabeza.

—No. Fue comprado para vos. Haced con él lo que queráis. —dijo alejándose.

Claire lo dobló, lo envolvió cuidadosamente y lo guardó en el bolsillo interno de la capa. Si Bernard no lo aceptaba de vuelta, ella lo guardaría como recuerdo suyo. Sólo esperaba que no muriese ahorcado por su padre, por haberla secuestrado.