Capítulo 5
La tos de Claire venía del fondo del pecho y amenazaba sofocarla. Por lo menos era la impresión de Bernard.
Después de un día muy cansador, él se había sacado la cota de malla y vestía una túnica marrón, de mangas largas. Se durmió casi después de cerrar los ojos, pero se despertaba con la tos de Claire. No le gustaba el ruido de ella y mucho menos su respiración jadeante.
Se levantó y revolvió en la bolsa hasta encontrar la capa. Enseguida se arrodillo a su lado.
—Sentaos —dijo, ayudándola a hacerlo.
Enrolló la capa sobre la que ya tenía y la observó. Ella continuaba tosiendo. Su rostro estaba rojo, y por sus mejillas corrían lágrimas. Como no tenía algo que pudiera aliviarla, él comenzó a masajearle la espalda. Lentamente, la tos pasó.
—¿Mejor? —indagó él.
Claire asintió con la cabeza.
—¿No dijisteis que el resfrío ya había pasado?
Ella carraspeó y lo miró de nuevo.
—Sí, pero empeoró con el aire frío.
No necesitaba acusarlo de la recaída. El sabía que era responsable por su salud y se esforzaría por restablecerla. ¿Pero cómo hacer eso sin revelar el paradero?
Ir a Durleigh enseguida después de haber huido sería demasiado arriesgado. Setton mandaría una patrulla a la ciudad a buscarlos. Podría llevar a Claire a la abadía cercana a York, pero preferiría no alejarse mucho de Dasset. Ademas ella necesitaba un alivio más inmediato. Por lo tanto, la mantendría caliente.
Tal vez si durmiese con el pecho medio erguido no tosiese tanto. Resignado a pasar la noche despierto, Bernard la levantó del suelo.
—¿Qué estáis haciendo? —ella indagó, aferrándose con los brazos alrededor del cuello de él. Su rostro quedó tan cerca que Bernard sentía su respiración en la piel.
—Voy a cambiaros de lugar. No habléis.
Sin grandes dificultades, él se sentó en el suelo con la espalda apoyada en el tronco de un árbol. Claire quedó bien acomodada entre las rodillas levantadas de él. Es más, demasiado bien. Su cuerpo calentaba la parte interna de los muslos de él, el calor se desparramaba como lenguas de fuego. Bernard luchó contra la lujuria que cualquier hombre sentiría, teniendo una mujer acomodada entre sus piernas.
Sin duda no pasaba de lujuria.
Al percibir dónde el pretendía que durmiese, Claire lo tocó en el pecho.
—Bernard, yo no...
—¿Conseguís respirar mejor en esta posición?
—Sí, pero no creo...
—Yo tampoco, pero no puedo imaginar otra solución para aliviar vuestra tos.
Los ojos color ámbar escrutaron sus facciones en busca de respuestas a las preguntas que ella no osaba hacer.
—No voy a causaros ningún mal, Claire. Ni a tomarme libertades. Es necesario que durmáis para que podamos enfrentar el día de mañana.
—¿Qué pasará? —susurró.
Bernard se alzó de hombros y sonrió.
—Depende de cuantos hombres mande vuestro padre y qué tan temprano. Ellos podrían hasta atraparnos dormidos.
Ella agrandó los ojos haciéndolo sonreír. La puso sobre su pecho. Su cabeza se apoyó en el hombro de él y allí quedó. En un gesto inconsciente, él le rodeó el cuerpo con los brazos.
—No olvidéis que os necesito viva y saludable para entregarla a su padre. Para recibir mi recompensa estoy obligado a cuidar de vos.
—Muy cortés de vuestra parte —ella comentó en tono seco. Se envolvió bien en las capas y puso las capuchas sobre su rostro. Bernard no prestó atención a sus palabras, prefiriendo concentrarse en la solución del problema inmediato.
Dormiría muy poco con Claire junto a él. Había prometido que no sacaría ventaja de la situación, pero ningun hombre dejaría de imaginar cual sería la reacción de aquella adorable mujer si él la besase. O en caso de que tocase algunos de los muchos lugares sensibles de una mujer. Los conocía bien gracias a una mujer árabe que exigía placeres tan intensos como los suyos.
Había aprendido las maneras de satisfacer a una mujer pensando en usarlas en la que un día sería su esposa. Claire. La mujer que confiada, dormía con la cabeza en su hombro, sin imaginar lo que pasaba en la de él. Sería fácil controlarse si ella estuviese casada y no fuera solamente una novia.
Cerró los ojos y se esforzó en mantener el control. No importaba que tan grande fuera la tentación, él no podía sucumbir.
Para su propia salud tenía que pensar en Claire como la hija de Setton, y no como su antigua prometida. A través de ella ganaría la parte importante de la recompensa. Pero necesitaba preocuparse en devolverla con buena salud.
Si estuviese solo, podría vagar por el bosque durante días, dormir en el piso y alimentarse con lo que encontrase. Pero Claire necesitaba abrigo. Estaba acostumbrada a dormir en una cama blanda, a tener comidas regulares y ropas secas y limpias.
También era urgente encontrar un remedio para su tos.
Bernard sabía donde había abrigo y una sanadora no muy lejos de allí. En caso de que el solar todavía existiese y la curandera estuviese viva. Y si tuviese coraje de volver a ver el hogar de su infancia.
Jamás había vuelto a Faxton después del ataque que segara la vida de sus padres. Envuelto en una profunda tristeza, había obedecido la orden de Odo Setton de ir a Dasset, pero sólo después de que le garantizara que la muerte de sus padres sería vengada, los bandidos capturados y encerrados.
¿Estaría él preparado para enfrentar el pasado? Tal vez no. Pero por el bien de Claire, debería hacerlo.
Lord Odo Setton andaba de un lado para otro en la vereda de la muralla, maldiciendo la neblina cerrada que impedía la búsqueda de Claire y Fitzgibbons. La mañana entera los soldados habían recorrido el camino y el bosque sin encontrar señal de ellos.
Desde el patio, Miles, el administrador, lo llamó.
—Mi señor, los hombres que fueron al viejo molino ya volvieron. ¿Debo mandarlos a Durleigh?
Otro fracaso. El los odiaba.
—Decidles que vengan al salón. Quiero hablar con ellos primero.
Antes de descender, Setton volvió a mirar los campos, cubiertos de neblina que envolvía el castillo de Dasset.
Los hombres que fuesen a Durleigh tenían que ser muy cautelosos y no revelar al obispo ni al juez su propósito. Claire tenía razón al preocuparse por los dos hombres.
Si su hija hubiese tenido el juicio para dejarlo actuar como él quería... bien, no lo había tenido. Enfrentándolo, ella se había inmiscuido en la cuestión. Ahora los dos, Claire y ese follonero de Fitzgibbons, estaban sueltos creando más problemas.
El desgraciado había atentado contra la vida de su señor, le había secuestrado la hija y le había incendiado el establo. Por cualquiera de esos crímenes merecía la horca.
Y por ayudarlo a huir, Claire también. El no resistiría la tentación de ponerle la cuerda al cuello si no fuese necesario casarla con Marshall.
Toda la culpa era del obispo Thurstan. Cuatro años atrás, cuando él estaba muy enfermo y en pánico, Thurstan le había negado la absolución si no cumplía la penitencia: mandar un caballero a las Cruzadas y resarcir a Bernard Fitzgibbons.
Odo juzgaba haber actuado con la mayor astucia posible mandando al muchacho a las Cruzadas. No era un caballero, y como campesino, no sería capaz de apuntar la lanza sin caerse del caballo, o de blandir la espada con el coraje suficiente para amedrentar a alguien. Pero Thurstan no había hecho objeción alguna sobre esto, especialmente cuando Setton había prometido y especificado la recompensa.
Esa última parte todavía lo exasperaba. Nadie, en su sano juicio habría imaginado que Fitzgibbons sobreviviría y volvería para cobrar la recompensa prometida y que Setton jamás había pensado pagar.
El muchacho era tan impertinente como su padre.
Más de una vez, Setton atribuyó la muerte de los padres de Bernard a un infeliz golpe del destino. Había pasado años atrás y él no tenía la mínima intención de pagar más por el error.
Al final, él había cuidado del huérfano, dándole casa, comida y ropa. ¿Qué más necesitaba un muchacho? Verdaderamente, Fitzgibbons debería estar agradecido por contar con un lugar en el salón de su señor y no necesitar cuidar de sí mismo.
Ni una sola vez, durante aquellos años, Bernard había demostrado reconocimiento. ¿Sabría él, todo ese tiempo, lo que había pasado el día que perdiera a sus padres? Setton creía que no, y no estaba preocupado con la posibilidad de que el muchacho lo descubriera. Hasta la víspera.
Fitzgibbons había cambiado. Se había vuelto un hombre. Un caballero. Una amenaza.
Setton abandonó la vereda de la muralla, desde donde no se veía nada, y descendió al salón.
Últimamente el había sido muy condescendiente con Claire. Influenciado por el amaneramiento de Marshall sin duda. Y la hija se aprovechó de eso. Ahora, ponía en riesgo la alianza de él con la poderosa familia Marshall.
Cuando le pusiese las manos encima, le mostraría a quien tenía que respetar en primer lugar.
—¿Dónde estamos? —Claire preguntó.
—En el Jardín del Edén —respondió Bernard.
Ella reprimió las ganas de reír.
Había pasado casi toda la noche entre los brazos de Bernard y ahora estaba sentada delante de él en la silla. Para su vergüenza, no se sentía más asustada ni con ganas de escaparse de él.
Verdaderamente se sentía segura con Bernard. Insensato, sin duda. No debería estar tan a gusto con el hombre que la había secuestrado al punto de querer reír de sus bromas. Ese sosiego no duraría mucho pues los soldados de su padre los encontrarían y los llevarían de vuelta a Dasset.
Pero por pocas horas podría apreciar la paz del bosque y la compañía de un hombre al que ella no esperaba apreciar tanto.
Asimismo, quería saber a donde se dirigían. Se habían levantado muy temprano, comido unos panecillos de avena que Bernard traía en su bolsa y después habían cabalgado despacio, por el bosque. Estaba perdida y creía que Bernard también.
—Decidme la verdad —pidió ella.
—¿No creéis en mí?
—Si el Jardín del Edén estuviera tan cerca del castillo de Dasset yo lo sabría. Entonces, ¿Dónde estamos?
—Al sur de Dasset, al norte de York y al oeste de Durleigh.
—Estáis perdido.
—De ninguna manera. Con esta neblina, es difícil saber con exactitud donde nos encontramos.
O distinguir el este del oeste y norte del sur, pensó ella. La neblina también estorbaría la búsqueda de su padre.
—¿Estamos yendo ciertamente hacia algún destino?
Después de un largo silencio él respondió.
—Vamos a casa.
Era la última cosa que esperaba oír.
—¡¿Me estáis llevando de vuelta a Dasset?!
—No. Me refiero a mi casa. El lugar donde mis padres vivieron y murieron. Espero que haya quedado algo del solar de Faxton.
Claire nunca había oído ese nombre. Extraño. Creía que conocía toda la región. Pero si había sido la casa de los padres de Bernard, debía existir.
—¿Nunca más volvisteis allá?
—No tenía una buena razón para volver.
—¿Por qué ahora? ¿Su antigua casa no sería el lugar donde mi padre lo buscaría primero?
—¿Preocupada por mí, Claire?
Lo estaba, sí, y eso le desagradaba. Al final había intentado hacerle un gran favor y él le había retribuido colocándolos a ambos en una situación peligrosa. En caso de que Bernard insistiese en dar motivos para enfurecer a su padre ella no podría salvarlo otra vez. Si pretendía ir a un lugar donde su padre seguramente lo buscaría, no haría objeciones.
En verdad, debería intentar escapar de él en vez de estar apreciando la cabalgata a través de la neblina.
—Claro que no estoy preocupada —mintió. —¿Dónde queda Faxton? Nunca oí hablar de ese lugar, creo.
En tono divertido él repitió:
—Al sur de Dasset, al norte de York y al oeste de Durleigh.
Esa vez, ella rió.
—¡Ah!
—Allá cerca vivía una sanadora, la señora Morgan. Espero que todavía esté viva y tenga un remedio para vuestra tos.
—Está viva. —afirmó Claire al reconocer el nombre—. Mi madre siempre toma sus tes.
—¿Sí? No recuerdo haber visto a la señora Morgan en Dasset.
—Que yo sepa, nunca estuvo allá. Madre envía un mensajero a buscar lo que necesita. Pero esa viuda vive en un lugar llamado Fallenwood y no Faxton.
—¿Y dónde queda Fallenwood? —indagó él con indolencia.
—Al sur de Dasset, al norte de York y al oeste de Durleigh. ¿Podría Faxton ser ahora, Fallenwood, Bernard? ¿Habría mi padre por alguna razón cambiado su nombre?
Ella sintió que alzaba los hombros y algo más. Una tensión que Bernard no demostró antes.
—Es posible —respondió.
—¿Cuántos años teníais cuando salisteis de allá?
—Casi doce.
El era un niño cuando había perdido sus padres. Sino le fallaba la memoria, ellos habían sido asesinados en un asalto. ¿Había sido feliz en Faxton? ¿Existía amor en su familia?
Claire no tenía el coraje de preguntar, pues no deseaba provocarle recuerdos tristes sólo para satisfacer su curiosidad. No sería una entrometida.
Ella notó que la neblina comenzaba a disiparse y vio una laguna a cierta distancia. Bernard cabalgó hasta ella y se detuvo en la orilla.
—Yo acostumbraba pescar truchas y percas en estas aguas —le contó.
—Ahora están llenas de anguilas —dijo Claire, descubriendo que se encontraban en un lugar conocido por ella como Fallenwood—. A mi padre no le gusta la perca, por eso cambió la siembra de peces en la laguna.
—Hum —él refunfuñó.
Continuaron adelante y poco después Bernard detuvo su montura en frente de una casa de paredes y tejado ahumados. En uno de los lados había una huerta casi toda de hierbas. De uno de los costados dos enormes gansos grises se aproximaron batiendo las alas y graznando su descontento.
—Somos anunciados —dijo Bernard sonriendo.
—¿Es la casa de la señora Morgan?
—Espero que sí.
Una señora mayor apareció en la puerta. Abrió los ojos y se persignó.
—¡Que los santos me protejan! ¿Bernard?
—Sí, soy yo. ¿Por qué todos se espantan cuando me ven?
Una gran sonrisa iluminó el rostro de la mujer al dar unos pasos hacia delante.
—¡Ah, mi muchacho, imposible no reconoceros! Apéense para que una vieja mujer pueda verlos bien.
Bernard casi no había puesto los pies en el suelo cuando la sanadora lo abrazó con fuerza. Sin reprimirse él retribuyó su demostración de afecto. Cuando ella se apartó, tenía los ojos llenos de lágrimas.
—Os demorasteis mucho en volver, Bernard Fitzgibbons. Qué bueno veros aquí otra vez. —La viuda levantó la cabeza hacia Claire, que continuaba montada—. ¿Cómo está vuestro resfrío?
Mientras Claire soltaba una exclamación de sorpresa, Bernard respondió:
—Es a causa de ese resfrío que venimos a veros, Lillian. La tos de ella hasta ahuyenta los pajarillos de los nidos.
—Entonces bajadla de la silla, Bernard. Después esconded el caballo tras la casa y venid adentro.
—Ella es increíble —comentó Claire al afirmar las manos en los hombros de Bernard.
—Sin duda. Es muy bueno ver que algunas cosas no han cambiado.
Con una naturalidad que Claire encontraba desconcertante la puso en el piso.
—Venid, venid —Lillian los llamó.
—Entrad mientras llevo a Cabal allá atrás —dijo Bernard.
Claire acompañó a la señora Morgan, Lillian como Bernard la llamaba, y se sentó en una silla cerca del fuego, donde ella le dijera.
—¿Entonces todavía tenéis tos? —la sanadora preguntó con suavidad.
—¿Cómo sabéis de mi resfriado?
Lillian rió mientras revolvía en una caja grande de madera.
—Mi niña, vengo preparando vuestros tés desde que usted era del tamaño de mis gansos. ¿Creéis que no sabría de vuestro resfriado de estos últimos días?
Todavía confusa, Claire preguntó:
—¿Entonces sabéis quién soy?
—Claro, Lady Claire. Cuando vuestra madre envía a buscar alguna cosa, siempre avisa para quien es. Los tés que preparo para vos son diferentes de los otros. Aprendí enseguida que no podíais tomar ciertas hierbas. —Puso algunas hojas y pétalos sobre la mesa—. Sabéis, me sentí muy aliviada cuando vuestra madre dejó de pedirme ungüentos para vos.
Claire se puso tensa al recordar dónde eran aplicados, cómo le aliviaban el dolor y cicatrizaban las heridas. Percibiendo su reacción la viuda rodeó la mesa y le tomó las manos.
—Creo que os avergoncé. Por favor, no lo toméis a mal. Fui sincera en lo que dije.
Claire se sintió mejor y sonrió. Pero continuaba sin entender cómo había sido identificada por alguien que nunca la había visto.
—¿Cómo sabíais que era yo la que estaba con Bernard? —indagó.
—Ah, esta mañana ha sido muy interesante...
—Lo imagino —dijo Bernard desde la puerta.
Alarmada Claire lo miró. ¿Cuánto tiempo hacía que estaba allí? ¿Qué había oído? ¿O entendido?
—Los hombres de vuestro padre estuvieron aquí —él informó—. Noté huellas recientes de cascos de caballos al frente de la casa. Por eso Lillian sabía que estabais conmigo. Sólo no entiendo cómo me reconoció tan deprisa. Estuve lejos de aquí muchos años.
Ella se apartó y soltó las manos de Claire y fue hacia Bernard.
—Sois la imagen viva de vuestro padre. Cualquier persona que haya conocido a Granville sabría que sois su hijo sólo al verlo, Bernard. —Cruzó los brazos—. Pero falta saber si habéis heredado el carácter y la fuerza moral de él.
—¿Cómo sabréis?
—¿Qué tanto recordáis del día en que vuestros padres murieron?
—Cada grito —respondió tan bajo que Claire casi no oyó.
—Perfecto. Entonces, con un poco de ayuda, tal vez Fallenwood vuelva a ser Faxton.