Capítulo 1
—¿Bernard Fitzgibbons? ¿Sois vos? ¿Continuáis vivo?
Desde lo alto de su montura, Bernard sonrió al viejo Peter. Comprendía la sorpresa del encargado del establo. Pocos habían esperado que Bernard Fitzgibbons volviese de las cruzadas. Ni siquiera él mismo.
—Sí Peter, sobreviví. Difícil de creer ¿no? —preguntó Bernard mientras desmontaba.
—Mucho. Hace cerca de un año oímos decir que habíais muerto en Tierra Santa. Y hace pocas semanas, llegó un mensajero de una abadía trayendo la noticia de que teníais la pierna quebrada. No sabíamos qué creer.
La falsa noticia de su muerte la había traído un comandante ingles que había vuelto de Tierra Santa en el otoño anterior. El llegó a esa conclusión equivocada con cierta razón. Cuando Bernard y otros cinco caballeros no aparecieron a embarcarse en el navío que los traía de vuelta, el comandante dedujo que los seis habían perecido con sus compañeros de armas.
No habían muerto, habían ido a liberar a un caballero en una prisión sarracena. Habían obtenido éxito, pero perdieron el viaje de regreso en el otoño, lo que los obligó a esperar el de la primavera.
—Obviamente no morí, pero sí me quebré la pierna apenas llegar a Inglaterra. Los monjes fueron muy bondadosos al acogerme y cuidarme hasta que yo pudiese andar nuevamente —dijo él, prefiriendo no contar a Peter todo sobre el embarazoso accidente.
Bernard todavía encontraba increíble haber sobrevivido a las Cruzadas con apenas unos arañones y sufrir una herida mayor al volver de ellas. Intrigado Peter observó la montura.
—Este no es el caballo que llevasteis de aquí al partir—comentó.
Bernard dio unas palmadas en el pescuezo al garañón que lo había servido tan bien durante cuatro años.
—El jamelgo de Lord Setton me aguantó sólo dos días, Murió en la entrada a Londres. Para mi suerte, el bolsillo del obispo Thurstan era grande y caritativo. Que Dios lo bendiga.
Peter agachó la cabeza y se persignó al oír mencionar al obispo Thurstan de Durleigh que había alistado hombres en toda su diócesis para formar Los Caballeros de la Rosa Negra. De esa grande y gloriosa compañía que había partido de Durleigh para luchar contra los infieles en Tierra Santa, sólo seis habían sobrevivido.
Simón, paladín sin par, cuyo liderazgo los había salvado muchas veces; Nicholas, un canalla que podía seducir a una mujer y blandir la espada con la misma facilidad; Hugh, guerrero intrépido que salvó la vida a Bernard varias veces; Gervase, barón cuya habilidad de curandero le daba mucho trabajo; Guy, forastero, de doble descendencia, en búsqueda de una única identidad.
Eran caballeros de la más alta hidalguía que habían tomado a Bernard, campesino incompetente con las armas, bajo su protección hasta que él asimiló las duras lecciones de la guerra y se igualó a ellos. Amigos excelentes que socorrieron a Bernard en ocasiones de peligro así como también habían podido contar con él en cualquier momento.
Nicholas había necesitado ahora la ayuda de Bernard y los dos se habían divertido mucho salvando a la adorable Beatrice Thibault de un individuo inescrupuloso. La aventura había permitido que Bernard se recuperase de la pierna fracturada, pero también había atrasado su retorno a Dasset.
Pero ese día, finalmente, iba a cobrar la recompensa prometida.
Riqueza en forma de tierras a su nombre y casamiento con Claire Setton. Cuantas veces sólo la promesa de esos premios lo ayudó a soportar el calor del desierto y la inmundicia de los campamentos.
Ansioso por terminar con ese asunto preguntó:
—¿Tenéis lugar para mi garañón, Peter?
—Sí, Lord Odo vendió los peores caballos y...
—¿Lord Odo? El estaba casi muerto cuando yo partí.
—Tenéis razón. Pero sobrevivió. Odo siempre contrarió las expectativas. Y continúa haciendo eso.
Bernard se sacó los guantes y los guardó en la bolsa grande que estaba acomodada en la grupa del caballo. Pensaba que el viejo Lord había muerto años atrás.
La muerte inminente de Lord Odo Setton había hecho venir al obispo Thurstan a Dasset para oírle la última confesión. Desesperado por cumplir la penitencia exigida por el sacerdote, Setton había implorado a Bernard que empuñara la cruz y adhiriera a la compañía del obispo, saldándole la deuda religiosa y haciendo así la contribución de Dasset a las Cruzadas. Afligido al ver dudar a Bernard, le había prometido una recompensa: una propiedad y el casamiento con Claire, su hija menor, cuando volviese de las cruzadas.
Sólo un perfecto idiota rechazaría la oferta, aún no teniendo la esperanza de volver vivo para cobrarla. Pero él había sobrevivido. Y hasta había adquirido una óptima apariencia. Durante esos años tenía la certeza de que recibiría la recompensa de manos de Julius, el hijo mayor y por lo tanto el heredero de Dasset. Siempre había sido más fácil tratar con el hijo que con el padre.
Bernard entregó las riendas de su caballo a Peter y le recomendó:
—Dejad la silla de montar y el saco en el compartimiento de Cabal. Me ocuparé de ellas después de hablar con Setton.
—¿Y esa... cosa? —Peter indagó, apuntando a la cintura de Bernard.
Este desenvainó la cimitarra. La lámina curva no se había alejado de su mano desde que la cogiera durante una sangrienta batalla. Pero las armas no estaban permitidas en el salón del castillo de Dasset, excepto aquellas portadas por guardias de servicio.
—Esta cosa es una cimitarra —Bernard explicó en tono respetuoso.
—El arma de un infiel —Peter comentó con desdén. —pagana, hermosa y mortal.
—Un arma no reconoce Dios, no distingue verdad de mentira, o pecador de santo. Apenas obedece la mano de su señor, para bien o para mal.
Peter tomó la cimitarra con una expresión de desconfianza, como si temiese sufrir una maldición de los infieles.
—¿Lord Setton está en el salón? —preguntó Bernard.
—Sí. Hoy es día de recibir quejas y castigar a los culpables.
Bernard acomodó su manto sobre la cota de malla. Hecho de tejido gris, ribeteado en negro y rojo, con una rosa negra bordada en el lado izquierdo del pecho y una cruz de fieltro rojo pegada sobre el corazón, sin duda impresionaría a su señor feudal y facilitaría que otras personas lo identificaran.
Bernard atravesó el patio rumbo a la escalera de entrada al castillo. Su intención era correr como había hecho en el pasado. Pero entre las lecciones difíciles, había aprendido a valorizar la paciencia y la autodisciplina. Eso no habría pasado si no hubiese tomado parte de las Cruzadas. Por Dios, tenía apenas veinte años al partir, no sabía manejar armas y no tenía ni una mínima idea del horror de una batalla.
Cuantas experiencias penosas había enfrentado: fuego, agua, pestilencia, hambre, luchas y tedio. Había sido consagrado caballero y se había vuelto un hombre confiado de poder enfrentar y vencer cualquier obstáculo.
Aún nunca había pedido nada a Lord Odo Setton. Ni siquiera el favor al que tenía derecho. Si todo anduviese bien ese día, tal vez le solicitase algo más tarde.
Bernard subió la escalera de prisa, abrió las pesadas puertas de roble y entró en el salón. Era un ambiente familiar, pero no como antes.
Lady Leone Setton, baja, gorda y ya canosa, estaba sentada cerca de la chimenea, rodeada por mujeres que la ayudaban a hilar.
Sobre la plataforma, en el lado opuesto del salón, Lord Odo Setton presidía la audiencia. Tenía los cabellos oscuros y aspecto robusto. El ocupaba una enorme poltrona con dosel y usaba un manto de terciopelo azul oscuro, adornado con armiño. Campesinos y guardas se amontonaban delante de la plataforma. La voz de Setton se escuchó en el salón, las palabras estaban un tanto apagadas por la distancia pero la ira era inequívoca. Bernard lamentó la suerte de quien la había provocado. Tratábase de un campesino, medio separado del grupo y con la cabeza baja.
Bernard halló extraño no ver a ninguno de los cuatro hijos de Setton. Los muchachos deberían estar al lado del padre en la plataforma, especialmente Julius. Y las hijas tampoco hacían compañía a la madre. Ni siquiera Claire.
Claire. La menor. La mocosa coqueta que precisaba ser vigilada. ¿Todavía atormentaría a los soldados de su padre con órdenes absurdas? ¿Todavía atravesaría el salón con la gracia de un cisne y porte regio, arruinando luego el efecto con una sonrisa maliciosa?
Con frecuencia durante su ausencia él había pensado en Lady Claire Setton. Pensaba si sería juicioso casarse con una moza inquieta y frívola. Tal vez ella también hubiese cambiado en esos cuatro años. La persistencia de la madre en enseñar los deberes de esposa a esa hermosa criatura, tan voluntariosa, podría haber surtido efecto. Bernard esperaba que sí.
El también imaginaba cual habría sido la reacción de Claire al ser informada de que estaba prometida a Bernard Fitzgibbons.
Y ¿Qué diría ella cuando lo viese llegar, dispuesto a exigir la recompensa prometida?
Cuatro años atrás, él estaba lejos de merecerla. No pasaba de un simple campesino, sin ningún atractivo físico o mental, además de no poseer ni una moneda. Pero pasó a merecerla como hombre debidamente consagrado Caballero, aunque la situación financiera continuase siendo la misma. Las reliquias, compradas en Tierra Santa, valían algo, pero mucho menos de lo necesario para mantener un solar y una mujer por más de un verano.
Estaban en agosto. Dentro de pocas semanas las hojas comenzarían a caer, y el invierno vendría luego tras el otoño. El y Claire enfrentarían el frío, dependiendo de la vivienda que hubiera en las tierras que Lord Setton le diese, y de cómo hubieran sido cuidadas hasta entonces.
Bernard esperaba que fuese un solar de piedra, abrigo seguro contra las tempestades de invierno. Habitación digna de un caballero agrario, yerno de Lord Setton. Un lugar donde él, Claire y sus hijos pudiesen llevar una vida cómoda.
Cuando comenzó a atravesar el salón, un guarda le salió al encuentro. Bernard reconoció a Edgar, antiguo encargado de seguridad interna del castillo.
—¡Bernard! ¡Qué bueno veros de nuevo! ¿Cómo está vuestra pierna? —Edgar lo saludó, extendiendo la mano.
—Muy bien —respondió Bernard incómodo.
Por lo visto, la fractura de su pierna era de conocimiento general. Felizmente, sólo unos pocos amigos sabían como había sido el accidente y mantenían la boca cerrada.
Bernard apuntó hacia el campesino cabizbajo y preguntó:
—¿Lord Setton ya terminó el caso del pobre infeliz?
—Casi. Vamos al frente. Voy a informar a Miles que estáis aquí. —dijo Edgar yendo hacia el hombre que estaba a la derecha de Setton, el administrador de Dasset.
Al aproximarse a la plataforma, Bernard comprendió la rabia de Setton con el campesino. El buey de éste había pisoteado las huertas de varios aldeanos, amenazando la alimentación de ellos durante el invierno.
—¿Tenéis la lista de los perjudicados? —preguntó Setton a Miles.
—Sí mi señor.
—¿Todos están aquí?
A una señal afirmativa del administrador, Setton miró al campesino.
—Vos vais a corregir la situación. A cada uno de los vecinos perjudicados, daréis un repollo por cada repollo aplastado, o prestaréis un servicio de valor equivalente.
—Mi señor —el campesino comenzó a decir con voz trémula—, mi huerta también fue destruida y no hay horas suficientes en un día...
—Si no podéis compensar los prejuicios, tenéis que dar su buey como pago por los alimentos menguados de mis despensas. —Setton movió la mano hacia el grupo que estaba delante la plataforma—. Miles va a proveer el pago a todos los reclamantes.
El campesino empalideció con la amenaza de perder el buey, pero estuvo de acuerdo, sacudiendo la cabeza. La verdad, no había nada que pudiese hacer. ¿Dónde encontraría hortalizas para sustituir las aplastadas, a tiempo para cuidar de sus propias plantaciones, además de las de Lord Setton? Bernard no tenía idea.
Setton ya iba a levantarse, pero el administrador, inclinado hacia él, le murmuró algo al oído.
Con el corazón disparado, Bernard se aproximó. Llegaba el momento de exigir la recompensa. Esperó por ella durante cuatro largos y difíciles años.
Lord Odo Setton irguió la cabeza y lo encaró.
Bernard se inclinó mientras decía con voz firme:
—Mi señor.
Como Setton permanecía en silencio, se enderezó y vio que estaba siendo observado con una mirada escrutadora. Bernard enfrentó el examen minucioso sin pestañear. Ya no era un campesino al que podía acobardar. Además ya hacía un buen tiempo que ningún hombre lo intimidaba.
—Fitzgibbons, ya comenzaba a pensar que os habíais perdido en el camino entre la abadía y Dasset.
Bernard ignoró el murmullo de las personas a su alrededor y el tono burlón de Setton.
—Perdido no, mi señor, sólo impedido de viajar.
—¿Se quebró alguna otra parte de vuestro cuerpo?
El murmullo se transformó en risas.
—Después de que mi pierna sanara, recibí el llamado de un caballero, amigo mío, pidiendo mi presencia en su salón. Atendí su pedido y lo ayudé a resolver su problema.
Setton se inclinó hacia el frente.
—¿Consideráis la cuestión de tal caballero más importante que la obligación de presentaros a vuestro señor feudal?
Las risas se apagaron y los cabellos de la nuca de Bernard se erizaron en un aviso.
—Corrían peligro las vidas de una mujer y un niño, mi señor. Como caballero juré proteger a ambos en caso de que surgiese la necesidad.
Setton semicerró los ojos y refunfuño.
—¿Qué idiota os consagró Caballero?
Un inglés noble y de alta posición que debía la vida a la habilidad de Bernard con la cimitarra, un hombre a quien Setton conocía y podía pedir la confirmación del hecho.
—Fui consagrado Caballero por Ranulf, conde de Chester, después de una larga y difícil batalla contra los sarracenos, por la toma del Nilo.
—¿Acaso él os confundió con otra persona?
Bernard contuvo una rabia creciente. Nada conseguiría con explotar. ¡Diablos! Hubiera preferido que Julius ocupase el sillón, no Odo.
—No Lord Setton. No hubo ningún engaño. En aquel día, conquisté plenamente el derecho a ser consagrado Caballero.
Setton movió la mano como si la información no valiese nada.
—¿Jurasteis fidelidad al conde?
—Ni a él ni a hombre alguno. El conde comprendió que mi lealtad pertenecía al señor de Dasset.
Setton se levantó con las manos extendidas.
—Entonces aceptaré vuestro juramento ahora.
Durante todo el tiempo, Bernard se había imaginado arrodillado ante Julius Setton, rindiéndole homenaje. Pero en cambio, Odo continuaba vivo y señor de Dasset, y para recibir la recompensa prometida, era preciso prestar juramento. Subió a la plataforma, se arrodilló y levantó las manos cruzadas que Setton tomó entre las de él.
—¿Trajisteis de vuelta mi caballo?
Tomado por sorpresa, Bernard murmuró:
—¿Vuestro caballo?
—Exacto. El obispo Thurstan me exigió un pago por el garañón que fue forzado a comprar porque vos perdisteis el que yo os di.
El no había perdido el jamelgo. El viejo animal había muerto de cansancio. Pero Setton tenía el derecho de querer el caballo, pues había pagado por él. Bernard sintió una gran tristeza con la perspectiva de perder el animal, su compañero de luchas. Pero no tenía opción.
—El caballo está en vuestro establo, mi señor.
—Imagino que debo dároslo, ahora que sois caballero.
Más para esconder la irritación que por reverencia, Bernard agachó la cabeza.
—Si esa es vuestra voluntad, mi señor.
—Por el momento, quiero oír vuestro juramento.
La tentación de levantarse e irse era demasiado grande. Sólo por la recompensa Bernard permaneció arrodillado.
—En homenaje a Lord Odo Setton, juro serle fiel y leal contra todos y proteger sus derechos, como los de sus herederos, con toda mi fuerza.
—De Bernard Fitzgibbons, acepto el homenaje. En retribución, le prometo protección y sustento como merece un caballero a mi servicio. Levántese, sir Bernard, y tome su lugar en mi hogar.
Libre de las manos de Setton, Bernard se levantó.
Setton tocó el broche que le prendía el manto, señal de que la audiencia terminaba. Bernard se dio cuenta de que estaba siendo despedido, pero había venido de muy lejos y sufrido demasiado para ser puesto de lado tan deprisa.
—¿Puedo pediros un momento más, mi señor, a fin de ajustar los detalles de mi sustento?
—Un camastro en mi salón y un lugar en mi mesa en la plataforma. Y, en caso de que así lo prefierais, permiso para tomar vino en vez de cerveza.
El había conquistado mucho más que un lugar prominente en la mesa y una copa de vino.
—Yo esperaba tomar posesión inmediatamente de mis tierras, mi señor.
—¿Vuestras qué?
Un escalofrío helado recorrió la espina dorsal de Bernard.
—Reclamo la recompensa que el señor me prometió para cuando volviese de las Cruzadas. Una propiedad y casamiento con lady Claire.
Setton tuvo un acceso de risa tan fuerte que volvió a sentarse. Fue acompañado por varias personas, pero Bernard se mantuvo serio. El estómago se le contrajo y tuvo la certeza de que Setton iba a faltar a su palabra.
—¿Tierras y Claire? ¡Ah, Bernard! ¿Sufristeis un golpe en la cabeza allá en Tierra Santa? ¿Enfermo y febril tuvisteis un lindo sueño y lo confundisteis con la realidad? Mirad muchacho, yo no os prometí tal recompensa. Lo siento mucho, pero vais a tener que contentaros con las mismas comodidades dispensadas a los otros caballeros a mi servicio.
Bernard recordaba la promesa tan claramente como si estuviera siendo hecha un momento atrás. Setton flaco y pálido en la cama, el obispo Thurstan puesto a un lado. Un juramento hecho, una recompensa prometida.
—El señor hizo la promesa el día que me mandó irme con el obispo Thurstan a fin de unirme a los Caballeros de la Rosa Negra.
Setton sacudió la cabeza.
—¡Imposible! Aún delirando de fiebre yo no prometería la mano de mi hija a un campesino que no conseguía empuñar una espada correctamente. Sólo podéis haber oído mal, Bernard.
—Oí muy bien.
La expresión divertida de Setton desapareció mientras apretaba los labios.
—¿Estáis insinuando que miento?
Bernard respiró hondo. De manera calma y firme dijo:
—El señor se encontraba muy enfermo y tal vez por eso su memoria no está tan clara como la mía.
Setton se levantó y declaró con la misma firmeza.
—Bernard, yo no hice tal estupidez.
Era increíble esa grotesca discusión, pero todo lo que él podía hacer era persistir.
—La estupidez, mi señor, fue testimoniada por el obispo Thurstan.
—El murió y si estuviese aquí, sin duda recordaría los hechos como yo. Y en verdad, Bernard, en el caso de que yo hubiese hecho esa estupidez ridícula, ya no estaría en mis manos daros la recompensa. Algunos meses atrás, Lord Eustace Marshall y yo acordamos la entrega de Claire y su dote.
¡El desgraciado había dado a su hija en matrimonio a otro! Bernard sintió una tristeza tan grande como si hubiese recibido la noticia de la muerte de Claire. No consiguió controlarse más.
—¡El señor no tenía derecho de entregar lo que era mío!
—Y vos no tenéis más derechos de los que yo os garantizo. O aceptáis mi decisión o os va de aquí.
Con un gran esfuerzo, Bernard controló su furia. La discusión con Setton no estaba resolviendo nada. Perdería a Claire para siempre. No podía exigir que el marido la devolviese, pues él se había casado de buena fe. La Iglesia tampoco anularía el casamiento por un pedido suyo. Por más que le doliese, debía admitir la pérdida de una parte de su sueño. Tenía que conformarse. Pero necesitaba las tierras. Sin ellas, además de haber desperdiciado cuatro años de su vida, no tendría ningún rédito y estaría obligado a alistarse como mercenario, pues no sabía hacer nada además de luchar. Sin una propiedad, él no tendría paz, ni orgullo ni una vida decente.
Dispuesto a llegar a un entendimiento con Setton, Bernard tragó saliva.
—Renuncio a reclamar la mano de Claire... —se oyó una exclamación apagada y se volvió. Claire.
Una visión en verde esmeralda. Los ojos color ámbar agrandados por la sorpresa, los labios rosados entreabiertos. Más grande. Curvas más exuberantes. La mujer en cuyo cuerpo él soñaba hundirse desde el día en que su padre prometiera...
¡Mía!
No más. Claire pertenecía a otro hombre. Estaba casada con Lord Eustace Marshall, miembro de una de las familias más poderosas de Inglaterra.
Giró nuevamente.
—Lord Setton, merezco una propiedad digna de un caballero agrario. En eso, yo insisto.
Setton se puso furioso.
—¡Guardias! Cojan al atrevido y métanlo en la mazmorra, donde quedará hasta recobrar el juicio.
Dos guardas aseguraron los brazos de Bernard. Con un impulso poderoso hacia arriba, el los tiró lejos, y dio un paso en dirección a Setton, la mano buscando automáticamente la cimitarra. No estaba ahí. ¡Maldición! Bernard vio el pánico en los ojos de Setton, que fue luego sustituido por furia.
Entonces sintió un dolor lacerante en la cabeza. Un instante antes de que el mundo oscureciera, oyó su nombre pronunciado por un grito estridente.