Capítulo 13

Garth le dio un empujón y Bernard resbaló en el fondo liso de la laguna. Si se iba a sumergir, no lo haría solo. Al zambullirse, arrastró del brazo a su amigo, llevándolo dentro del agua fría.

Tosiendo, puso la cabeza fuera y rió al oír a Garth afirmar que la próxima vez recordaría su agilidad. El agua estaba deliciosa y reír le hacía bien.

Garth era alto, espigado e increíblemente fuerte. Tenía que ser así para arrastrar las redes con anguilas que llenaban los barriles de Setton, pensó Bernard. El todavía vivía con el padre y las dos hermanas en un chalet en la colina, con vista a la laguna.

La madre había muerto dos años atrás, le había contado él.

Bernard salió del agua y fue hacia donde habían dejado un balde con anguilas, las túnicas, las botas y la cimitarra. Se puso la túnica y se quitó el calzón mojado.

—¿Recuerdas cuando nadábamos desnudos? —preguntó Garth.

—Claro. Pero eso fue antes de que tus hermanas crecieran y entendieran lo que veían.

—Eso es verdad. Yo querría que ellas encontrasen maridos y se mudasen de casa. Son un tormento.

Bernard no quiso indagar el motivo de la queja, entonces contó:

—La última vez que di una zambullida fue en el Nilo. El agua también estaba deliciosa.

—¿Hacía calor?

—No te imaginas. La arena estaba tan caliente que hacía ampollas en los pies a través de las botas.

—¡No seas mentiroso!

Bernard rió, pero no intentó convencer a Garth. Cuando había contado algunas de sus aventuras y batallas, Garth lo había oído con aire escéptico y después había expresado dudas.

Se calzó las botas y afirmó la vaina de la cimitarra.

Tres de las cuatro anguilas del balde eran suyas. Cuando niño, nunca pescaba más que Garth. Era curioso pero la proeza lo dejaba muy satisfecho...

—¿Quieres llevar la tuya a tu casa, Garth?

—No, quédate con ella. Sé donde conseguir más.

—Una pena que no sean percas. —comentó Bernard, refiriéndose a los peces tan abundantes que había antes en la laguna—. ¿Cómo a Setton puede gustarle más la anguila?

Garth rió.

—Oí decir que el obispo Thurstan las prefería.

—¿Y Setton se esforzaba por agradarlo?

—Muchos hacían eso. Dicen que el palacio episcopal contiene riquezas indescriptibles. Regalos de hombres que querían agradar al obispo.

—Estuve en el palacio, Garth. Para cada lado que se mira, se ven signos de riqueza. Los muebles, las alfombras, las esculturas son de gran valor. El obispo Walter me dio la impresión de ser un hombre simple. Imagino que la mayoría de los tesoros fue coleccionada por Thurstan.

—Eran los medios para conseguirlas los que producían comentarios. Muchos creían que Thurstan usaba los pecados oídos en el confesionario para conseguir bienes materiales de los pecadores ricos.

—El usó el mismo método para formar las filas de la Rosa Negra.

Bernard imaginaba cuantos, además de él, se habían unido a las Cruzadas a través de las artimañas de Thurstan. Hugh de Halewell, sin duda. El obispo le insistió para que luchara en la Guerra Santa a fin de que se redimiera de la muerte de un oponente en la arena de un torneo. Hugh no había tenido la intención de matarlo, pero en un combate, con lanzas afiladas, muchas cosas podían salir mal.

Ansioso por ir a buscar a Claire al chalet de Lillian, Bernard tomó el balde. Se había quedado allí más tiempo del que pretendía. Por lo menos, había resuelto el problema de la comida. Una anguila sería suficiente para esa noche y las otras, puestas a secar, quedarían guardadas para los días siguientes.

—Antes de volver, quiero hablar sobre la cuestión del rescate. —dijo Garth— ¿Sabes que no puedes confiar en Setton, no es así? El no va a entregarte el oro a cambio de Claire.

Bernard también dudaba. Por eso intentaba no pensarlo.

—Voy a ser muy cuidadoso.

—No tienes ojos en la espalda, que es donde Setton atacará. No soy bueno en el manejo de la espada, pero sé mirar bien. Puedo acompañarlos a Durleigh cuando vayas a recibir el rescate.

—No Garth. Agradezco tu oferta, pero no puedo aceptarla. No quiero exponer a nadie, excepto a mí, al peligro. Además, necesito que me hagas otro favor. En caso de que estés dispuesto.

Garth suspiró y cruzó los brazos.

—Está bien. Pide lo que quieras, amigo.

—Quiero que vayas a Dasset ese día. Estoy contando con la posibilidad de que Setton vuelva con Claire y sin el oro. Si así fuera, entonces no tendrías que hacer nada, excepto volver para acá.

—¿Dónde estarás?

—Depende de que esté libre, preso o muerto.

—No bromees Bernard.

—Hablo en serio. Tengo unas reliquias y necesito que las guardes para mí. ¿Puedes volver al solar conmigo así te las llevas?

—Claro. Vamos ahora. Pero también creo que deberías dejarme acompañarte a Durleigh.

—Bernard puso su calzón mojado sobre el hombro y comenzó a caminar.

—Lo que necesito de ti, Garth, es más importante. Dudo que Setton quiera matarme en la ciudad. Si puede, va a preferir arrastrarme a Dasset y tener tiempo para dar cuenta de mí. Pero tal vez el destino se muestre favorable y el cambio se haga sin incidente alguno.

—No seas ingenuo. Setton intentará impedirlo. Si siente que estás escapando de sus manos no dudará en mandar sus soldados a atacarte, así sea en el centro de la plaza del mercado.

Lo que Bernard más temía era que tan pronto pusiese a Claire en el piso, los soldados avanzasen sobre él. Personas inocentes y ella podrían ser heridas. Había escogido el lugar equivocado para el cambio.

Pero lo había encontrado bueno al explicar la cuestión del rescate a Henry. La plaza del mercado era un lugar abierto, con muchas calles de salida, todas posibles rutas de fuga. Y Setton no crearía confusión donde pudiese atraer al juez. Con todo, debía considerar la posibilidad de que a esa altura, a él no le importara quien saliese herido o complicarse en la cuestión.

Bernard suspiró.

—Sabes, todo parecía tan simple cuando saqué a Claire de Dasset. Como Setton había negado mi recompensa, creí que podía exigir un rescate por la hija de él a fin de compensar mi perjuicio. Pero la cuestión es mucho más complicada de lo que supuse.

—¿Por qué?

—Al principio, sólo me importaba la recompensa. Pero entonces me enteré de las sospechas de Wat. Ahora quiero justicia en relación a mis padres. Claire y yo discutimos sobre varias posibilidades. Todas ellas apuntan al hecho de que Setton haya querido mantener a Faxton a cualquier precio.

—¿Y en cuanto a Claire?

—¿Qué quieres decir?

—Bien, que ella parece una víctima muy contenta.

Bernard recordó la primera noche cuando Claire intentó darle un puntapié en el mentón y al día siguiente, huir. Pero se habían besado en el suelo del bosque.

—Al principio Claire no mostró buena voluntad. Entonces hicimos un pacto. A cambio de su cooperación, yo cuidaría de ella y facilitaría su vuelta a Dasset antes de su casamiento.

—Lamentablemente tendrás que dejarla ir. ¿Ella no era parte de la recompensa?

Bernard sacudió la cabeza afirmativamente. No debería haber desistido de ella. Pero Setton no hubiera estado de acuerdo. Tenía otros planes para su hija a los cuales, ella no se oponía.

Garth prosiguió:

—No fui el único en notar que los dos se llevan bien. Verlos en el solar parece lo más acertado. Y muchas personas creen que debería ser un arreglo permanente.

—Imposible.

—Lo sé. Diste la palabra a Claire y vas a mantenerla. Esa era la razón que hallamos para creer que debes ser el Lord de Faxton. Como la de tu padre, tu palabra es confiable. Bien, Claire debe estar preguntándose qué pasó con nosotros. Vamos a apurar el paso.

Pero cuando llegaron, Bernard dudó de que ella lo hubiera extrañado o notado el paso del tiempo. Oyó risas alegres al aproximarse a la puerta abierta del chalet. Las dos mujeres levantaron la mirada cuando entraron.

—¿Ya estáis de vuelta? ¿Pescasteis algo? —Claire preguntó.

Su sonrisa y buen humor eran contagiosos, llevando a Bernard a olvidar los pensamientos sombríos.

—¿Dudas de mi habilidad de pescador?

Su sonrisa aumentó.

—Veo que vamos a tener algo para comer.

Claro. Hasta pesqué más anguilas que Garth.

—Sólo si él lo dejó —dijo Lillian—. Ese muchacho sabe el lugar en que cada pez se esconde, lo juro.

Desconfiando de que Lillian tuviera razón, Bernard puso el balde en la mesa y por sobre el hombro miró a Garth. Su amigo disimulaba una sonrisa. No había habido ninguna proeza.

—Ah, son de buen tamaño. Las mejores para asar. Felicitaciones, Bernard —dijo Claire.

El elogio le devolvió el orgullo. Esa mujer podía darlo vuelta con pocas palabras. Hacer girar su mundo con una sonrisa. Estrujarle el corazón con una única lagrima. Cuando se amaban ella lo hacía sentirse audaz, corajudo, capaz de conquistar el mundo.

La única mujer que le provocaba tales reacciones, metió una mano en el balde y sacó una anguila.

—¿Cómo puede ser que un bicho tan feo sea tan sabroso? —ella preguntó.

Lillian rió.

—Asadas con relleno de cebollas quedan muy ricas.

—¡Ah! ¿Hay cebollas cerca del solar?

—Si. Bernard puede mostrarte donde encontrarla.

Claire dio una anguila a Lillian y se llevó un poco de perejil. Camino al solar cogieron las cebollas. Después de encender el fuego y limpiar los peces, Bernard le pidió a Claire que sacara agua del pozo. Tan pronto salió, el sacó las reliquias de la bolsa.

Mostró y explico cada una a Garth pero dejó la mayor y más valiosa para el final.

—¡Madre de Dios! ¡Esto debe valer una fortuna! —exclamó su amigo.

Bernard puso la reliquia de oro, plata y piedras preciosas en la mesa.

—Dicen que tiene los huesos del brazo y de la mano de San Babylas, un obispo sirio y mártir. Lo gané en un juego de dados, por eso, no tengo idea del valor.

—¿Qué quieres que haga con las reliquias?

—Por el momento, esconderlas. Si todo sale bien y yo vuelvo, vendré a buscarlas. En el caso de que Setton me arrastre a Dasset, llévalas a Simon Blackstone. El debe saber quien paga el mejor precio por ellas y me llevará lo que saque por ellas. Voy a necesitarlas para pagar los impuestos.

—Crees que el juez de Durleigh ira a sacarte de la mazmorra de Setton en caso de que estuvieras ahí? Eso si el desgraciado no puso una cuerda en tu cuello en el instante de entrar en Dasset.

—A Setton le gusta jugar con sus víctimas. Por eso, debes avisar a Simon lo más deprisa posible. El ira a socorrerme enseguida, como yo haría por él.

Garth hizo un gesto desanimado con las manos.

—Está bien. Vamos a esperar que todo salga bien y que la ayuda del juez no sea necesaria.

—Claro —respondió Bernard al comenzar a envolver las reliquias.

Pero sabía que sería mejor no confiar sólo en la suerte.

De hecho, la anguila asada había quedado rica. Al comer hasta el último pedacito de su parte, Bernard admitió que nunca había saboreado una tan sabrosa. Más bien nunca se había sentado frente a la mujer adorable que la había preparado.

—Faltó sal —dijo ella frunciendo la nariz.

Ese condimento sólo aparecía en la mesa de un hombre rico, como Setton o Marshall. Bernard se había acostumbrado sin él en Egipto.

—No faltó nada. Estaba deliciosa.

—¿Entonces te gustó?

—Mucho. Blanda, ni un poco seca y con un leve sabor a perejil y cebollas. Excelente. Digna de la mesa de un rey. Si yo pudiese describir...

—Basta Bernard —dijo ella, riendo con cierto embarazo pero satisfecha.

—Me gusta la anguila.

—Por lo visto es tu pez preferido.

—No, me gusta más la perca.

—Si no me engaño, también aprecias la carne de cerdo con salsa picante.

La comida que Claire le había llevado a la mazmorra.

—Estuve mucho tiempo sin probar la carne de cerdo. Hugh nos hubiera despellejado vivos.

—Hugh de Halewell. Ya lo mencionaste antes. Y también Simon Blackstone, claro. ¿Pero no eran seis?

—Éramos y somos los únicos que tuvieron la suerte de escapar con vida.

Claire afirmó un codo en la mesa y apoyó el mentón en el brazo, esperando que Bernard continuase.

—Durante una de las últimas batallas, Hugh fue capturado por los sarracenos. Descubrimos que estaba preso y fuimos a liberarlo. Mas tarde, supimos que la batalla decisiva de las Cruzadas fue realizada en nuestra ausencia. Todos los Caballeros de la Rosa Negra habían muerto, excepto nosotros seis.

—¿Por eso fueron dados como muertos?

—Sí. Teníamos permiso de nuestros comandantes para intentar salvar a Hugh, pero creo que no lo comunicaron a las autoridades superiores. Entonces, cuando la unidad entera pereció, fuimos considerados muertos. Después de que firmaron los tratados, el resto de los Cruzados ingleses volvió en el otoño. Deben haber enviado un mensaje al obispo Thurstan avisando que los caballeros no retornarían.

—Eso pasó. El obispo Thurstan mandó la noticia a Dasset. También rezó una misa especial por todos ustedes en la catedral. Fue una sorpresa cuando recibimos tu mensaje de que estabas vivo en York.

Con una pierna quebrada y bajo los cuidados de un viejo monje. Después había ido a Hendry Hall atendiendo un llamado de Nicholas. Si hubiese ido primero a Dasset, mientras el obispo Thurstan todavía viviese y hubiese podido testimoniar a su favor, ahora él tendría acres y acres de tierra y estaría casado con Claire.

Pero aunque hubiese sabido que iba a necesitar luchar para recibir la recompensa, habría ido a ayudar a Nicholas a salvar a su Beatriz.

—Muchas personas se habrán sorprendido al saber que estábamos vivos. Nicholas Hendry contó que su madre, al verlo, perdió el sentido.

—¿Cómo es él?

—Simpático. Te gustaría. Pero no conocí a ninguna mujer, con una única excepción, que no se desmayase a sus pies. Es increíble como fascina a las mujeres.

—Lo sé. Es un pícaro conquistador.

—Se comporta bien ahora. Se casó con la mujer que lo abofeteó en vez de desmayarse al oír su primer galanteo. Pícaro o no, nadie mejor que él para defender las espaldas de un compañero en una lucha.

Claire sonrió.

—¿Todos ellos pueden blandir la espada tan bien como lo haces con la cimitarra?

—Sí, excepto Hugo. Nadie se iguala a él.

—Entonces, ¿cómo se dejó capturar? —indagó Claire con escepticismo.

—Hugo no ignora su capacidad y es muy impulsivo. Como siempre, nosotros seis cabalgamos juntos al campo de batalla. De repente, Hugo soltó un bramido, giró la montura y a todo galope fue al encuentro de una compañía de sarracenos que amenazaba nuestro flanco. Intentamos alcanzarlo, pero el enemigo nos aisló. Fue una lucha feroz. Cuando terminó, lo buscamos entre los heridos y descubrimos que había sido capturado y llevado con ellos. Entonces fuimos a rescatarlo.

Claire tenía los ojos muy abiertos.

—¿Ustedes lo liberaron de una prisión sarracena?

Bernard recordaba todos los detalles.

—Guy, que es medio árabe y conoce la lengua y las costumbres sarracenas, nos hizo entrar en la ciudad, en un local cercano a la prisión. Sacamos a Hugo y a la pequeña Maud...

—¿A quién?

—Una niña dada a Hugo por una inglesa que murió en la prisión. Una hermosa niña. La trajimos a Inglaterra con nosotros.

A Bernard le gustaba la manera en que Claire lo miraba, como si él fuese el mejor trovador del reino. Su padre creía que los trovadores eran ladrones y vagabundos de la peor especie, y casi no les permitía la entrada en Dasset. Claire desde pequeña, se encantaba con las canciones y las historias de los pocos que eran recibidos en el castillo.

Probablemente, era la singularidad de la narrativa lo que le llamaba la atención y no cómo él la hacía. Así mismo prosiguió:

—Cuando ya estábamos fuera de la prisión, oímos los gritos de los guardias. Ellos se aglomeraban en la muralla. Caían flechas como lluvia. Hugh estaba demasiado flaco, no podía correr y le acertaron.

Claire no contuvo una exclamación. Bernard sonrió.

—Una mujer había oído el llanto de Maud y nos reconoció como caballeros. Siendo cristiana, nos escondió en su casa. Salvó nuestras vidas aquel día.

—¿Se quedaron allá mucho tiempo?

—No. Era demasiado peligroso, tanto para ella como para nosotros. Nos quedamos apenas lo suficiente como para que Gervase sacara la flecha de Hugh y lo vendara. Entonces Guy nos forzó a huir de un lugar para otro sin parar. Seis caballeros, sus monturas, una niña y Odetta, la cabra más intratable de Egipto. Juro que la habríamos matado y comido si Maud no hubiera necesitado su leche.

—¡Qué horror!

—Gran parte fue así, e imposible de describirse. Pero nos teníamos unos a otros y estábamos decididos a volver a Inglaterra. En la primavera, nos embarcamos hacia acá.

—Ahora entiendo porque atendiste el pedido de ayuda de Nicholas y también ten la certeza de que Simón te socorrerá si fuera necesario. ¿Dónde están los otros caballeros?

—Simon y Nicholas ya sabes. Gervase iba para su casa, en Palgrave, en el extremo norte. Guy está en Londres buscando un hombre que según su madre, es su padre. Y Hugh fue hacia la propiedad de su hermano para dejar a Maud allá y descansar un poco antes de continuar con los torneos.

Con aire pensativo, Claire frunció las cejas.

—Si no me engaño, Hugh fue invitado al torneo que se realizará en mi casamiento. Qué extraño que un amigo tuyo vaya a estar ahí.

—Sin duda.

A Bernard no le gustaba ni un poco que un amigo suyo estuviera en el casamiento de Claire y Marshall.

Sonriendo, ella le palmeó el brazo.

—Sabes contar una historia, Bernard. Me encantaría seguir escuchando pero tengo que preparar las anguilas para secarlas.

Se levantó y fue hacia el hogar. El la observó trabajar. Canturreando, ella sacó la piel de los peces asados para exponer la carne.

Para una mujer criada en un castillo, Claire no reclamaba falta de comodidades. Estaba viviendo apenas un poco mejor que una campesina. Sacaba agua del pozo, cocinaba y dormía en una cama improvisada de paja y cobertores. No tenía criados ni vestidos para cambiarse. Las rosas del antiguo jardín eran su único adorno. Siempre prendía una en sus cabellos. Así mismo sonreía con naturalidad. Ni de lejos parecía ser la hija refinada de un lord rico, y mucho menos la víctima de un secuestro.

Ella debería ser su mujer.

La insidiosa idea lo había atormentado dos veces en ese día y estaba siendo muy difícil descartarla.

Estaba viviendo el sueño de habitar con Claire en un solar de piedra, de compartir las comidas con ella, de conversar. A la noche se acostaban juntos en su cama y hacían el amor.

Esa noche se amarían nuevamente. Precipitados o cariñosos, alegres o aprensivos. El necesitaba ser más cuidadoso. En menos de dos semanas, Claire se casaría con otro hombre. No podía embarazarla.

Por Dios, debería dejarla ir antes de que se apegasen demasiado uno al otro. O de que él comenzara a alimentar sueños imposibles.

El que vivía en el momento, era sólo de él. Claire tenía otros. Y estaba pronta a realizarlos.

Si pensase por un momento poder darle la vida que ella deseaba, movería cielo y tierra para que se casasen. Haría todo por la mujer de quien se había enamorado en un momento de descuido en el que había bajado las defensas.

Dejar a Claire ahora para que se casara con otro hombre iba a ser la cosa más difícil que hubiera hecho. Pero por amor a ella, no tenía opción.

¿Cómo conseguiría enfrentar la vida sin ella?