AGRADECIMIENTOS

Al iniciarlo, no era consciente del precio que tendría que pagar por este proyecto. Uno de mis defectos como escritor (uno de muchos, está claro) es que tiendo a meterme demasiado en los mundos interiores de mis personajes. No hago caso del sabio consejo de permanecer por encima del conflicto, de ser tan indiferente como los dioses ante el sufrimiento de mi creación. Cuando se escribe una historia larga que ocupa tres volúmenes y que trata sobre el fin del mundo tal y como lo conocemos, seguramente lo mejor es no tomarse las cosas demasiado en serio. De lo contrario, tienes garantizadas unas cuantas noches oscuras para el alma, además de fatiga, malestar, cambios de humor inapropiados, hipocondría, ataques de llanto y cabreos pueriles. Uno termina por convencerse a sí mismo (y también a los demás) de que actuar como un niño de cuatro años que llora porque no ha conseguido el regalo que quería por Navidad es completamente normal, aunque, en el fondo, sabe que está siendo poco sincero. En el fondo sabe que, cuando el reloj se pare y el tiempo se acabe, deberá algo más que agradecimientos; también tendrá que pedir disculpas.

A la buena gente de Putnam, sobre todo a Don Weisberg, Jennifer Besser y Ari Lewin: perdonadme por irme por las ramas, por tomarme a mí mismo y a mis libros demasiado en serio, por culpar a otros de mis propios defectos, por atascarme en las lodosas trincheras de dilemas imposibles que creaba yo mismo. Habéis sido generosos y pacientes, y me habéis apoyado hasta lo indecible.

A mi agente, Brian DeFiore: hace diez años no tenías ni idea de dónde te estabas metiendo. Para serte sincero, yo tampoco, pero gracias por aguantar ahí. Se agradece saber que hay una persona a la que puedo llamar en cualquier momento para gritarle sin motivo alguno.

A mi hijo, Jake: gracias por responder siempre a mis mensajes y por no perder los nervios cuando los perdía yo. Gracias por saber interpretar mis estados de ánimo y perdonarlos incluso cuando no los entendías. Gracias por inspirarme, por animarme y por defenderme siempre de la mala gente. Y gracias por soportar bastante bien la costumbre de tu padre de introducir en las conversaciones citas misteriosas de libros que no has leído y de películas que no has visto.

Por último, a Sandy, mi mujer desde hace casi veinte años, que supo ver el sueño que su marido necesitaba alcanzar y que comprendió mejor que él cómo hacerlo realidad: cariño, me has enseñado a ser valiente ante las perspectivas aciagas y la pérdida incalculable. Me has enseñado a tener fe ante la desesperación, valor en los momentos de caos más oscuros, paciencia cuando acecha el pánico del tiempo perdido y el esfuerzo malgastado. Perdóname por las horas de silencio que has soportado, por la ira incoherente y la desesperación, por los inexplicables cambios de ánimo, de la euforia («¡soy un genio!») a la angustia («¡soy una mierda!»). Soy el único imbécil al que te he visto soportar de buena gana. Vacaciones estropeadas, obligaciones olvidadas, preguntas no escuchadas. No hay nada más doloroso que la soledad de estar con alguien que no está nunca del todo contigo. He contraído una deuda que nunca podré saldar, aunque prometo que lo intentaré. Porque, al final, sin amor, nuestros esfuerzos no sirven de nada, todo lo hacemos en vano.

Vincit qui patitur.