72
Cuando ascendemos, el camión frena con un chirrido y un hombre alto sale de él. Aunque su rostro es un compendio de sombras profundas proyectadas por los focos, mis ojos mejorados me permiten ver los suyos. Brillan con la misma frialdad que los de los cuervos del bosque, aunque los del hombre son de un azul pulido, mientras que los de los cuervos eran negros. Debe de ser un truco de la luz o de las sombras, pero parece esbozar una sonrisita tensa.
—No subas mucho —le ordeno a Bob.
—¿Adónde vamos?
—Al sur.
El helicóptero se ladea; el suelo corre hacia nosotros. Veo el polvorín ardiendo, las luces giratorias de los camiones de bomberos y a los reclutas que corren como hormigas por todas partes. Cruzamos un río. Las aguas negras chisporrotean con la luz derramada por los focos. Detrás de nosotros, el campo es un oasis de luz en un desierto de oscuro invierno. Nos sumergimos en esa oscuridad y volamos un par de metros por encima de las copas de los árboles.
Me siento al lado de Tacita, le apoyo la cabeza en mi pecho y le aparto el pelo a un lado. Espero que sea la última vez que tengo que hacer esto. Cuando acabo, aplasto el implante con el mango del cuchillo.
La voz de Navaja me grazna en los auriculares.
—¿Cómo va?
—Está bien, creo.
—¿Cómo vas tú?
—Bien.
—¿Heridas?
—Menores. ¿Tú?
—Perfecto, como el culito de un bebé.
Vuelvo a dejar a Tacita en el asiento, me levanto y abro compartimentos hasta que encuentro los paracaídas. Navaja no para de hablar mientras compruebo las unidades.
—¿Algo que quieras decirme? ¿Como, no sé: «Gracias, Navaja, por salvarme el culo y evitarme una vida entera de servidumbre, a pesar de que te di un puñetazo en el cuello y me comporté, en términos generales, como una imbécil»? ¿Algo así? Ya sabes que no ha sido precisamente un paseo por el campo de béisbol, con el rollo de los códigos secretos ocultos en juegos de mentira, el laxante en el pudin, los explosivos, el robo de camiones y el secuestro de pilotos con dedos para que se los pudieras romper. A lo mejor algo así como: «Oye, Navaja, no podría haberlo hecho sin ti. Eres la caña». Tampoco tienes que repetirlo palabra por palabra, solo es para que captes la idea general.
—¿Por qué lo has hecho? ¿Por qué has confiado en mi?
—Por lo que dijiste aquel día sobre los niños, lo de convertir niños en bombas. Pregunté por ahí. Antes de darme cuenta estaba en la silla de El País de las Maravillas, después me llevaron ante el comandante y él me machacó por algo que habías dicho tú y me ordenó que dejara de hablar contigo porque no podía ordenarme que no escuchara, y cuanto más lo pensaba, más apestaba la cosa. ¿Nos entrenan para acabar con los infestados y después llenan a unos bebés de artillería alienígena? ¿Aquí quiénes son los buenos? Después empecé a preguntarme: «¿Y quién soy yo aquí?». Me angustié mucho, una crisis existencial en toda regla. Pero lo que realmente me decidió fueron las matemáticas.
—¿Matemáticas?
—Sí, matemáticas. ¿A los asiáticos no se os dan tan bien las matemáticas?
—No seas racista. Y soy tres cuartos asiática.
—Tres cuartos. ¿Ves? ¿Matemáticas? No es más que una simple suma, y no cuadra. Vale, a lo mejor tuvimos suerte y conseguimos quitarles El País de las Maravillas. Hasta los alienígenas de intelecto superior pueden cagarla, nadie es perfecto. Pero no solo les robamos El País de las Maravillas. También tenemos sus bombas, sus implantes de seguimiento, su supersofisticado sistema de nanobots… Mierda, hasta tenemos tecnología capaz de detectarlos. ¿Qué narices…? ¡Tenemos más armas suyas que ellos! Pero cuando de verdad vi la luz fue el día en que te modificaron, cuando Vosch dijo que nos habían mentido sobre el organismo pegado a los cerebros humanos. ¡Increíble!
—Porque si eso es mentira…
—Entonces, todo es mentira.
Bajo nosotros, la tierra está cubierta por un manto blanco. El horizonte es indiscernible a oscuras, se pierde. «Todo es mentira». Pienso en mi padre muerto diciéndome que ahora les pertenecía a ellos. Cojo la manita de Tacita siguiendo un instinto: la verdad.
Oigo a Bob por los auriculares.
—Estoy confundido.
—Relájate, Bob —dice Navaja—. Oye, Bob. ¿No se llamaba así el comandante de Campo Asilo? ¿Qué les pasa a los oficiales con ese nombre?
Suena una alarma. Devuelvo la mano de Tacita a su regazo y me acerco a ellos.
—¿Qué pasa?
—Tenemos compañía —responde Bob—. A las seis en punto.
—¿Helicópteros?
—Negativo. F-15. Tres.
—¿Cuánto tardaremos en estar a su alcance?
Sacude la cabeza: a pesar del frío, tiene la camiseta empapada en sudor y le brilla la cara.
—De cinco a siete minutos.
—Súbenos —le ordeno—. Altitud máxima.
Agarro un par de paracaídas y le pongo uno a Navaja en el regazo.
—¿Nos tiramos? —pregunta.
—No podemos enfrentarnos a ellos y tampoco podemos dejarlos atrás. Tú vas con Tacita. Saltamos en tándem.
—¿Yo voy con Tacita? ¿Y tú con quién vas?
Bob mira el otro paracaídas que tengo en la mano.
—Yo no salto —dice. Y después, por si no lo he oído o no lo he entendido, añade—: Yo. No. Salto.
No existen los planes perfectos. Yo me esperaba un Bob Silenciador, lo que significa que pensaba matarlo antes de abandonar el helicóptero. Ahora es más complicado. No he matado al recluta extragrande por el mismo motivo por el que no quiero matar a Bob: si matas a unos cuantos reclutas y a otros tantos Bobs, al final caes hasta el mismo fondo en el que están los que son capaces de meterle una bomba por la garganta a un crío.
Me encojo de hombros para ocultar mi incertidumbre. Le lanzo el paracaídas al regazo.
—Entonces supongo que te incinerarán.
Estamos a cinco mil pies. Cielo oscuro, suelo oscuro, sin horizonte, todo oscuro. El fondo del mar en tinieblas. Navaja mira la pantalla del radar, pero me dice:
—¿Dónde está tu paracaídas, Hacha?
No hago caso de la pregunta.
—¿Puedes avisarme aproximadamente cuando estemos a sesenta segundos de su alcance? —le pregunto a Bob.
Él asiente. Navaja repite la pregunta.
—Son matemáticas —le digo—. Así que a tres cuartas partes de mí se les dan bien. Si somos cuatro y ven dos paracaídas, significa que al menos uno de nosotros se ha tenido que quedar a bordo. Uno, puede que dos de ellos, seguirán al helicóptero al menos hasta que logren derribarlo. Así ganaremos tiempo.
—¿Qué te hace pensar que seguirán al helicóptero?
—Es lo que haría yo —respondo, encogiéndome de hombros.
—Eso no responde a mi pregunta del paracaídas.
—Nos están llamando —anuncia Bob—. Nos ordenan aterrizar.
—Diles que les den —responde Navaja. Se mete un trozo de chicle en la boca y se da un golpecito en la oreja—. Para que no se taponen los oídos. —Se mete el envoltorio del chicle en el bolsillo y se da cuenta de que lo estoy mirando, así que sonríe—. No me fijé en toda la mierda que había en el mundo hasta que no quedó nadie para recogerla —me explica—. La Tierra es mi carga.
Entonces Bob anuncia:
—¡Sesenta segundos!
Le tiro de la parka a Navaja: «Ahora».
Me mira y dice despacio, con voz muy clara:
—¿Dónde está tu puñetero paracaídas?
Lo levanto del asiento con una mano. Él chilla, sorprendido, mientras va dando tumbos hacia la parte de atrás. Lo sigo y me agacho frente a Tacita para quitarle el arnés de seguridad.
—¡Cuarenta segundos!
—¿Cómo vamos a encontrarte? —grita Navaja, que está de pie a mi lado.
—Dirigios al fuego.
—¿Qué fuego?
—¡Treinta segundos!
Abro la puerta de un empujón. La ráfaga de aire que entra en la bodega le quita a Navaja su capucha. Cojo a Tacita en brazos y se la apoyo en el pecho.
—No la dejes morir.
Él asiente.
—Promételo.
—Lo prometo —responde, asintiendo de nuevo.
—Gracias, Navaja —le digo—. Por todo.
Se inclina sobre mi y me da un beso en la boca.
—No vuelvas a hacerlo —le ordeno.
—¿Por qué? ¿Porque te ha gustado o porque no te ha gustado?
—Por las dos cosas.
—¡Quince segundos!
Navaja se coloca a Tacita sobre el hombro, agarra el cable de seguridad y retrocede arrastrando los pies hasta que toca con los talones la plataforma de salto. Su silueta recortada en la abertura, el chico y la niña sobre el hombro del chico y, cinco mil pies por debajo de ellos, la oscuridad infinita. «La Tierra es mi carga».
Navaja suelta el cable. No parece caer, es como si el vacío hambriento lo absorbiera.