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Decir que corría era una exageración. Más bien se trataba de un cojeo frenético, balanceando la pierna herida lo máximo posible para echar todo el peso en la buena. Cada vez que el talón tocaba el suelo le estallaban puntitos de luz brillante en los ojos. Dejó atrás las brasas de la fogata, la baliza que llevaba dos días ardiendo, la señal de «¡Estamos aquí!» que había colgado en el bosque. Recogió el fusil del suelo sin pararse, ya que no pretendía proteger su posición. Grace atraería sus disparos… Un pelotón de al menos dos reclutas, quizá más. Esperaba más. Más mantendrían a Grace ocupada un rato.

¿Cuánto? ¿Quince kilómetros? ¿Treinta? No lograría mantener aquel ritmo, pero, siempre y cuando siguiera moviéndose, estaría cerca del hotel al alba del día siguiente.

Oía los disparos tras él. Tiros esporádicos, no continuos, lo que significaba que Grace estaba siendo metódica. Los soldados llevarían oculares, lo que igualaría algo el juego; no mucho, pero sí un poco.

Abandonó cualquier intento de ir deprisa y llegó a la autopista, donde se puso a avanzar a saltitos por el centro, una figura solitaria bajo la inmensidad del cielo plomizo. Una bandada de más de mil cuervos daba vueltas y revoloteaba sobre él en dirección norte. Siguió moviéndose, gruñendo de dolor; cada zancada era una lección, la sacudida de cada paso era un recordatorio. Se le disparó la temperatura, le ardían los pulmones, el corazón le martilleaba en el pecho. La fricción de la ropa le desgarró las delicadas costras y no tardó en sangrar. La sangre le pegaba la camisa a la espalda y le empapaba los vaqueros. Sabía que estaba forzándose demasiado. Iba a fallar el sistema instalado para mantener su vida más allá de toda resistencia humana.

Se derrumbó cuando el sol hizo lo propio bajo la cúpula del cielo, una caída a cámara lenta, tambaleante, en la que primero se golpeó un hombro y después rodó hasta el borde de la carretera. Allí se quedó, boca arriba, con los brazos extendidos, entumecido de cintura para abajo, temblando sin control, ardiendo a pesar del frío intenso. La oscuridad barrió la faz de la Tierra, y Evan Walker bajó dando tumbos hasta el fondo en tinieblas, hasta una habitación secreta que bailaba bañada en luz, una luz que procedía del rostro de ella; y Evan no tenía explicación para el fenómeno, no sabía por qué su cara iluminaba aquel lugar oscuro de su interior. «Estás loco. Te has vuelto loco». Él también lo había pensado. Luchaba por mantenerla viva mientras, cada noche, la abandonaba para matar al resto. ¿Por qué debía vivir una persona aunque el mundo entero pereciera? Ella iluminaba las tinieblas… Su vida era la lámpara, la última estrella de un universo moribundo.

«Yo soy la humanidad», había escrito Cassie. Egocéntrica, cabezota, sentimental, infantil, presumida. «Yo soy la humanidad». Cínica, ingenua, amable, cruel, suave como una pluma, dura como el acero al tungsteno.

Tenía que levantarse. Si no lo hacía, la luz se apagaría. El mundo acabaría consumido por la aplastante oscuridad. Pero la atmósfera entera lo empujaba hacia el suelo, lo atrapaba bajo el peso de cinco mil billones de fuerza devastadora.

El sistema se había roto. Llevada al límite, la tecnología alienígena instalada en su cuerpo humano cuando tenía trece años se había bloqueado. Ya no quedaba nada que lo mantuviera o protegiera. Quemado y roto, su cuerpo humano no era distinto al de su antigua presa: frágil, delicado, vulnerable, solo.

No era uno de ellos. Era uno de ellos, por completo. Del todo Otro, del todo humano.

Rodó para colocarse de lado. Sufrió un espasmo en la espalda. Notó sangre en la boca. La escupió.

Boca abajo. Después apoyó las rodillas. Después, las manos. Los codos le temblaron, las muñecas amenazaron con doblarse bajo su propio peso. Egocéntrica, cabezota, sentimental, infantil, presumida. «Yo soy la humanidad». Cínica, ingenua, amable, cruel, suave como una pluma, dura como el acero al tungsteno.

«Yo soy la humanidad».

Se arrastró.

«Yo soy la humanidad».

Cayó.

«Yo soy la humanidad».

Se levantó.