81
Durante una semana, no disfruto de más compañía que la suya. Guardia, enfermera, centinela. Cuando tengo hambre, me trae comida. Cuando me duele algo, mitiga mi dolor. Cuando estoy sucia, me lava. Es constante. Es fiel. Está aquí cuando me despierto y sigue aquí cuando me quedo dormida. Nunca lo pillo durmiendo: él es constante, pero mi sueño no, así que me despierto varias veces por la noche y él siempre está observándome desde su puesto, junto a la puerta. Guarda silencio, taciturno y, cosa curiosa, está nervioso. Precisamente él, que me engañó sin problemas para que creyera no solo lo que decía, sino también en él. Como si pensara que voy a intentar escapar, cuando sabe que puedo pero que no lo haré, cuando sabe que me retiene una promesa más pesada que mil cadenas.
La tarde del sexto día, Navaja se ata un trapo sobre la nariz y la boca, sube las escaleras que dan al tercer nivel y regresa con un cadáver. Lo saca fuera. Después, regresa a las escaleras con pasos tan lentos con las manos vacías como cuando las tenía llenas, y otro cadáver baja hasta el fondo. Pierdo la cuenta al llegar a los ciento veintitrés. Navaja vacía de muertos el almacén, los apila en el patio y, al atardecer, les prende fuego. Los cadáveres se han momificado, así que arden rápidamente, con llamas muy calientes y brillantes. La pira puede verse a kilómetros de distancia, si es que hay alguien para verla. La luz ilumina la entrada, lame el suelo y convierte el hormigón en un ondulante lecho marino de color dorado. Navaja descansa en el umbral, contemplando el fuego, y parece una sombra delgada con un halo, como un eclipse lunar. Se quita la chaqueta, se quita la camisa, se sube la manga de la camiseta interior para dejar los hombros al aire. La hoja de su cuchillo refleja la luz amarilla cuando se graba algo en la piel con la punta.
La noche avanza despacio; el fuego se consume; el viento cambia de dirección y el corazón me duele de nostalgia: campamentos de verano, caza de luciérnagas y ciclos de agosto rebosantes de estrellas. El olor del desierto y el largo suspiro melancólico del viento que baja corriendo de las montañas cuando el sol se esconde tras el horizonte.
Navaja enciende la lámpara de queroseno y se me acerca. Huele a humo y, aunque solo un poco, a los muertos.
—¿Por qué lo has hecho? —le pregunto.
Por encima del trapo, sus ojos nadan en lágrimas. No sé si es por el humo o por otra cosa.
—Órdenes —responde.
Me saca la intravenosa del brazo y enrolla el tubo en el gancho del poste del suero.
—No te creo.
—Vaya, menuda sorpresa.
Es nuestra conversación más larga desde que se fue Vosch. Me sorprende que volver a oír su voz me alivie. Me está examinando la herida de la frente, con el rostro muy pegado al mío porque hay poca luz.
—Tacita —susurro.
—¿Tú qué crees? —pregunta, enfadado.
—Está viva. Es la única ventaja que tiene sobre mí.
—Vale, pues está viva.
Me extiende pomada antibacteriana sobre el corte. Un ser humano no mejorado habría necesitado varios puntos, pero en pocos días nadie se dará cuenta siquiera de que sufrí una herida.
—Podría destapar su farol —digo—. ¿Cómo va a matarla ahora?
—¿A lo mejor porque le importa una mierda esa niña en concreto cuando el destino del mundo entero está en peligro? —pregunta a su vez, encogiéndose de hombros—. Supongo, vamos.
—Después de todo lo que ha pasado, después de todo lo que has escuchado y de todo lo que has visto, todavía te crees su historia.
Me mira con algo muy similar a la lástima.
—Tengo que creérmela, Hacha. Si dejo de hacerlo, estoy acabado. Soy como ellos —añade, señalando con la cabeza el patio, donde todavía humean los huesos ennegrecidos.
Se sienta en el catre de al lado y se quita la máscara improvisada. La lámpara entre sus pies, la luz que le baña la cara y las sombras que se le acumulan en los ojos hundidos.
—Demasiado tarde para eso —le digo.
—Claro, ya estamos muertos. Entonces, no hay ninguna ventaja, ¿no? Mátame, Hacha. Mátame ya y huye. Huye.
Podría levantarme del catre antes de que terminara de parpadear. Con un solo puñetazo mejorado en el pecho, le clavaría una costilla destrozada en el corazón. Y después podría salir de aquí sin más, alejarme caminando, internarme en el bosque y esconderme durante años, durante décadas, hasta ser tan vieja que el sistema número 12 no pueda ya sustentarme. Podría vivir más que nadie. Podría despertarme un día y ser la última persona de la Tierra.
Y entonces. Y entonces.
Debe de estar congelado, ahí sentado sin nada más que una camiseta encima. Veo una línea de sangre seca sobre sus bíceps.
—¿Qué te has hecho en el brazo? —le pregunto.
Se sube la manga. Las letras son toscas, grandes, mayúsculas y temblorosas, como las de un niño que aprende a escribir:
«VQP».
—Latín —susurra—. Vincit qui patitur. Significa…
—Sé lo que significa —respondo en otro susurro.
—Dudo que de verdad lo sepas —dice, negando con la cabeza. No parece enfadado, sino triste.
Alex vuelve la cabeza hacia la puerta, más allá de la cual los muertos vuelan hacia el indiferente cielo. Alex.
—¿De verdad te llamas Alex?
Me mira de nuevo, y veo la sonrisa irónica y juguetona. Igual que cuando escuché de nuevo su voz, me sorprende haberla echado de menos.
—No te mentí sobre nada de eso. Solo sobre lo importante.
—¿Tu abuela tenía un perro que se llamaba Flubby?
—Sí —responde, riéndose un poco.
—Eso es bueno.
—¿Por qué?
—Deseaba que esa parte fuera cierta.
—¿Porque te encantan los perritos cascarrabias tamaño bolsillo?
—Porque me gusta pensar que hubo un tiempo en que existían perritos cascarrabias tamaño bolsillo llamados Flubby. Eso es bueno. Merece la pena recordarlo.
Se levanta del catre en un abrir y cerrar de ojos y me besa, y yo me sumerjo en él y ya no hay nada oculto. Ahora se abre a mí, el chico que me ha cuidado y el que me ha traicionado, el que me ha devuelto a la vida y el que me ha entregado a la muerte. La ira no es la respuesta, no, ni tampoco el odio. Capa a capa, lo que nos separa se desprende hasta que llego al centro, a la región sin nombre, a la fortaleza sin defensas, a un dolor sin edad y sin límites, a la solitaria singularidad de su alma, que se mantiene a pesar del tiempo y la experiencia, más allá del pensamiento, infinita.
Y estoy allí con él, ya estoy allí. Dentro de la singularidad, ya estoy allí.
—No puede ser cierto —susurro.
Dentro del centro de todo, donde no hay nada, lo encuentro abrazándome.
—No me creo todas tus chorradas —murmura—, pero tienes razón en algo: hay cosas, incluso las más pequeñas, que valen la suma de todas las cosas.
En el exterior arde la amarga cosecha. En el interior, aparta las sábanas, y estas son las manos que me han sostenido, las manos que me han bañado, me han alimentado y me han levantado cuando yo no podía levantarme. El me condujo a la muerte; él me lleva a la vida. Por eso sacó a los muertos del nivel superior: los hizo desaparecer, los envió al fuego, no para profanarlos, sino para santificarnos.
La sombra que lucha contra la luz. El frío que compite con el fuego. «Es una guerra», me dijo una vez, y nosotros somos los conquistadores del país sin descubrir, una isla de vida centrada en un ilimitado mar de sangre.
El frío cortante. El calor abrasador. Sus labios que se deslizan sobre mi cuello y mis dedos que palpan su mejilla destrozada, la herida que yo le hice y las heridas de su brazo (VQP), las que se hizo él solo; después deslizo las manos por su espalda. «No me abandones. Por favor, no me abandones». El olor a chicle, el olor a humo y el olor a su sangre; la forma en que mueve el cuerpo sobre el mío y la forma en que introduce su alma en la mía: Navaja. El latido de nuestros corazones, el ritmo de nuestros alientos, y las estrellas que giran y no vemos, que marcan el paso del tiempo y miden los intervalos que se reducen poco a poco hasta nuestro final, el suyo, el mío y el de todo lo demás.
El mundo es un reloj que se queda sin cuerda, y su llegada no tuvo nada que ver con eso. El mundo siempre ha sido un reloj. Hasta las estrellas se apagan una a una, no habrá ni luz ni calor, y esto es la guerra, la interminable guerra inútil contra el vacío sin luz y sin calor que corre hacia nosotros.
Entrelaza los dedos detrás de mi espalda y me empuja con fuerza hacia él. Ya no hay espacio entre los dos. No hay un punto en el que él acabe y yo empiece. El vacío se llena. Un desafío a la nada.