19
Esperó hasta que dejó de oír sus pisadas. El viento silbaba en las rendijas entre el contrachapado y el marco de la ventana; por lo demás, no oía nada. Como su vista, su oído era deliciosamente agudo. Si Grace estuviera sentada en el porche peinándose la melena, lo habría oído.
Primero, la pistola. Sacó el cargador y, como sospechaba, no tenía balas. Ya le había parecido que la pistola pesaba poco. Evan se permitió reír en silencio. Qué ironía: su misión principal no era matar, sino sembrar la desconfianza entre los supervivientes y conducirlos como ovejas asustadas a mataderos como Wright-Patterson. ¿Qué sucede cuando los que siembran la desconfianza también son los que pasan la guadaña? La guadaña. Reprimió una risa histérica.
Respiró hondo. Le iba a doler. Se sentó. La habitación le dio vueltas. Cerró los ojos. No, eso era peor. Abrió los ojos y se obligó a permanecer derecho. Habían mejorado su cuerpo para prepararlo para el despertar, aquella era la verdad que escondía el sueño del búho, el secreto que la memoria tapadera le impedía ver y, por tanto, recordar: mientras Grace, él y decenas de miles de niños como ellos dormían, la noche les había llevado sus regalos. Regalos que necesitarían en los años venideros. Regalos que convertirían sus cuerpos en armas de precisión, porque los diseñadores de la invasión habían comprendido una verdad sencilla, aunque contradictoria: allá donde fuera el cuerpo, la mente lo seguía.
Si se le da a alguien el poder de los dioses, se volverá tan indiferente como ellos.
El dolor remitió. El mareo se redujo. Bajó las piernas de la cama para comprobar el tobillo; el tobillo era la clave. Las demás heridas eran graves, pero intrascendentes, podía manejarlas. Con precaución, aplicó presión a la punta del pie y un latigazo de dolor le sacudió la pierna. Cayó de espaldas, jadeante. Sobre él, los planetas polvorientos seguían paralizados en su órbita alrededor de un sol abollado.
Se sentó y esperó a que se le aclarase la cabeza. No iba a encontrar el modo de evitar el dolor, así que tendría que encontrar el modo de soportarlo.
Bajó al suelo utilizando el lateral de la cama para apoyar el peso. Después se obligó a descansar. No hacía falta correr. Si Grace regresaba, podía explicarle que se había caído de la cama. Despacio, centímetro a centímetro, arrastró el culo por la moqueta hasta que acabó de nuevo boca arriba, mirando el sistema solar detrás de una lluvia de meteoritos al rojo blanco que le nublaba la vista. El dormitorio estaba helado, pero él sudaba con ganas. Sin aliento. Con el corazón a mil por hora. Y la piel ardiendo. Se concentró en el móvil, en el azul desteñido de la Tierra, en el rojo oscuro de Marte. El dolor llegaba en olas; ahora flotaba en otro mar distinto.
Las lamas de debajo de la cama estaban clavadas y sujetas por el peso de la estructura y el colchón. Daba igual. Se metió en el estrecho espacio de abajo aplastando los cadáveres de insectos en putrefacción, y descubrió un coche de juguete volcado y las extremidades retorcidas de una figura de acción de plástico, de la época en que los héroes poblaban los sueños de los niños. Rompió una de las tablas con tres golpes del talón de la mano, retrocedió por donde había entrado y liberó el otro extremo. El polvo se le metió en la boca. Tosió, y eso generó otro tsunami de dolor que le cruzó el pecho, le bajó por el costado y se le enrolló como una anaconda en el estómago.
Diez minutos después volvía a contemplar el sistema solar; le preocupaba que Grace lo encontrara desmayado, sujetando sobre el pecho una lama de somier de diez por quince. Aquello sí que sería difícil de explicar.
El mundo daba vueltas. Los planetas permanecían inmóviles.
«Hay una habitación secreta»… Había cruzado el umbral de esa habitación, en la que una simple promesa ataba más que mil candados: «Te encontraré». Esa promesa, como todas las promesas, creaba su propia moralidad. Para cumplirla tendría que cruzar un mar de sangre.
El mundo desatado. Los planetas inertes.