VIII
Al entrar Dolores, un revuelo fuera de lo común se armó en el comedor de los Estudios Churubusco. Ella trataba de actuar con humildad pasando inadvertida, aun cuando los habitués sabían que ese truquillo era común entre las estrellas al llegar al restaurante y departir unos momentos con los compañeros. Baños levantó la cara, vio la figura de la artista. Delgada, con el maquillaje a tope, la sonrisa apenas en los labios, con ese aire desvalido tan comentado por sus admiradores. Bermúdez también la vio y sin perder de vista a la mujer murmuró estar frente a uno de los mitos más grandes del cine:
—La industria tiene que refugiarse en su pasado para darle sustento a su presente.
Dolores se encaminó hacia la mesa del Indio, éste se irguió de su silla, extendió los brazos en cruz, apretó el frágil cuerpo de la actriz, ésta hizo el mohín tan admirado por su público, pronunció algunas palabras atropelladas por la euforia del director al gritar: su reducto se engalana con la presencia de la mujer más bella del planeta, chingaos —y jalar a la mujer para obligarla a sentarse.
Desde donde se encontraban les era difícil a José y a Bermúdez enterarse de lo sucedido en la famosa mesa del Indio, ahora más admirada por la presencia de Dolores, quien aceptó tomarse un tequilita con Emilio, sonriendo contrita por los gritos de alabanza que el director lanzaba, por los recuerdos de cintas en donde ambos habían participado.
En el barullo hubo quienes se acercaron a saludar a Dolores y, aprovechando el viaje, hacer lo mismo con el Indio. Bermúdez se mantuvo en su mesa, no así José, éste buscó la complicidad de Dolores a quien había conocido meses antes durante la filmación de El pecado de una madre, donde alternaba con Libertad Lamarque. Los ojos de Dolores eran luminosos. Baños los observó de cerca, lunas batidas a rímel negro, en ellos algo acuoso existía, como si fueran a llorar por los elogios del Indio, o por los enormes recuerdos que cargaban. José notó en ellos un brincar de cuervos cuando lo miraron con fijeza, con muchas honduras, mientras la señora decía haber oído hablar muy bien del trabajo de… de…
—José Baños, señora, uno de sus más fervientes admiradores —sin soltarle la mano, fría, pequeña, tensa como garra de halcón.
El Indio con la sonrisa-mueca invitó a que se sentaran. No definió a quién, lo que fue aprovechado por varios —entre ellos José—. Jalaron sillas, abrieron las sonrisas, desperdigaron los gestos amistosos. Baños se dobló para sentarse, la mano de Dolores seguía tomada de la suya. La charla giró entre las mil palabras de Fernández, las contestaciones apocadas de Dolores y el silencio observante de los invitados. La mano de la mujer ya no estaba junto a la de Baños aun cuando éste la recuerda —ahora lejana y enjoyada— moverse con parsimonia.
Algunas veces Dolores, la gran Dolores, como la catalogaba de continuo el director, fijaba sus ojos en la cercana figura de José, pero no hubo más. Ella dijo tener que retirarse cuando ya las peticiones de un tequila y otro y otro llenaban la garganta del Indio que seguía añorando escenas, anécdotas de amigos, locaciones lejanas, insistiendo sobre lo mucho que aún podían hacer a favor del cine. Nadie osaba interrumpir esa charla —casi monólogo—. José, de lejos, miraba a Bermúdez y con los ojos le pedía un consejo, quizá para intervenir, para contar alguno de los argumentos que le andaban bailando en la cabeza. Sentía también la cercanía de Dolores y de pronto se dio cuenta: la estrella era sólo una mujer cohibida, con las arrugas flotando arriba del maquillaje, una historia cargada con más necesidad que florituras.
—No se levanten, señores —murmuró Dolores al tiempo de incorporarse, frágil, endeble, como si fuera a volar y avanzaba hacia la salida rodeada del murmullo y los saludos. Por un momento, cuando ella le volvió a extender la mano, al verla de frente, sin que un solo cabello estuviera fuera de su lugar, José Baños creyó percibir en los ojos acuosos un invite a seguirla, pero él no resolvió la duda, más bien pensó en segundos: era mejor quedarse junto al Indio que ya había pedido una ronda más para todos los amigos.
—Porque hoy es día de fiesta, chingaos, esa mujer tiene algo que le falta a todas esas pendejas que se sienten estrellas.
Bermúdez, entre paciente y molesto, esperaba en el mismo sitio. Parecía que el brandy pedido al inicio de la tarde fuera el mismo asentado sobre la mesa. José, sin permiso, tomó la copa metiéndose el líquido de un solo trago. Miró a su amigo esperando sus palabras, pero éstas tardaron y fue Baños quien trató de relatar la gran experiencia de haber sido testigo de ese encuentro entre dos catalogados como monstruos de la cinematografía nacional.
—Actitudes de huele flatos —dijo el jalisciense—. Nadie pone en duda la grandeza de los dos, pero de eso a sentarse a escuchar un torneo verbal de elogios es perder el tiempo. Mira —continuó sin recuperar aliento— ustedes la hicieron de extras, ellos rodaron una escena, y cuando se cansaron de representar sus respectivos papeles el Indio gritó ¡corte!, y todos para su casa.
José trató de convencerlo de que en ese negocio las relaciones públicas eran sustanciales, pero Bermúdez atajó la explicación diciendo que lo sucedido era igual a usar balas de salva en una batalla, porque ninguno de los monstruos se iba a acordar del nombre de los extras que trabajaron teniendo como sueldo unos tragos de tequila, además el Indio ni los pagaba, porque había órdenes expresas de la dirección de los estudios de nunca cobrarle al director por su consumo.
Sin decir más se levantó para marcharse y en ese preciso momento José Baños recordó: la cuota de papelillos de cocaína estaba sin una venta, y si deseaba cumplir con los compromisos, con la lista que de seguro al día siguiente —o a más tardar al otro le llevaría Sarita— necesitaba venderlos entre las personas que aún quedaban en el restaurante, pues de no haber venta, la porción de polvo entregada como sobresueldo se iba a esfumar y si deseaba usar algo de ello, estaría en déficit al comenzar el día siguiente, y eso había que evitarlo a toda costa.
—El que entra a la zona del déficit, entra en el tobogán sin regreso —según palabras de Nabor Uribe.
Sin levantarse de la mesa, con la pura actitud, José Baños mostró que había terminado su rol de cineasta y entraba al de señor de la vendimia, pero quizá la tarde se hubiera quedado caliente, o los aún comensales no eran compradores, por eso, al rato, al calor de dos o tres tragos más, aceptó una invitación a casa de Guillermina Téllez, donde se daría una fiesta. Directamente no fue invitado por Guille, pero en el medio era costumbre que uno invitara a varios, así, en el auto de un ayudante de cámara —un viejo actor, a quien llamaban Grijalva, que se las daba de don Juan, pero se decía que eso era parte de su mentira cotidiana— se trasladó a la casa de la fiesta escuchando la conversación de quien hacía un repaso, no sólo de las películas donde había actuado, sino de las mujeres que eran o fueron de su propiedad.
José llevaba otros pensamientos diferentes al parloteo amanerado del conductor, éste exageraba en la calidad de sus papeles, cuando era sabido que Grijalva sólo había actuado haciendo escenas de comparsa bailable en las cintas donde el rock luchaba contra las comedias rancheras.
Con las luces del Distrito Federal pasando por las ventanillas del VW, José imaginaba los ojos invitantes de Dolores, la mano de ella aferrada al calor de la suya, las posibilidades de las buenas relaciones con los consagrados, con las opciones abiertas al cultivar con habilidad lo que intuía en Dolores, la oportunidad de que el Indio lo ayudara a filmar su película, pero en el centro del pensamiento —y de la voz afeminada de Grijalva— la necesidad de la venta era más fuerte, como lo era la obtención del sobresueldo que le permitiría, esa noche en la soledad de su departamento de Río Nazas, sentir cerca el cuerpo de la Diosa Rubia.