II
Elsa Aguilar, señora de muchas películas mexicanas, dueña de los suspiros de políticos como el secretario Álvarez, de empresarios como Gaona, de pelotaris como Marbechu, de gente de la calle que a su paso cantaba el tema de la cinta que hizo con De Córdoba, pero sobre todo, colgada de las decisiones de don Gre, pensó: lo que hiciera o no hiciera la señora Monroe en nada le iba a afectar, porque sus posturas estaban en jardines diferentes, y si bien la Aguilar no pintaba para nada en las fiestas de Hollywood, ni en los salones de la Casa Blanca, ni un presidente del tamaño de Kennedy se fijaba en su cuerpo, no iba a festejar que la señora gringa viniera a soliviantar lo malinchista de la gente.
Elsa estaba segura que el torbellino levantado por la gabacha se iba a terminar tan pronto como ésta regresara a casa, y los mexicanos —curándose de una cruda agarrosa, de las que se enquistan por más cervezas echadas al incendio— se iban a dedicar a cantarle loas a sus divas locales, sobre todo a la Félix, que tanto había boicoteado la carrera de Elsa pues no faltaban los torpes que decían que copiaba los modos de la Doña, y no, la Aguilar tenía para lo que fuera pese al resbalón en su carrera al casarse con el charlatán cuyo nombre no deseaba meter en sus pensamientos en esa mañana en que ondulada como gato mimado se iba enterando que Marilyn Monroe visitaría México.
Cada quien tiene lo suyo, el chiste es saberlo, no soñar con lo que nunca llegará, y no por falta de algo, sino por necesidad de nacencia —se fue murmurando al baño, dándose pequeños masajes en la sien—. De seguro las triquiñuelas de la Félix la llevarán a salir estruendosamente de México, seguida por una corte infinita de maletas y de declaraciones punzantes, pero ella, Elsa Aguilar, se iba a ir sola a Acapulco, y al pensar en las playas del puerto, la isla de la Roqueta, El Tangaroa, La Quebrada, en el cabaret La Perla, no pudo menos que aceptar la figura de Baños entrando en medio del paisaje guerrerense, asentándose en una de las sillas del cabaret, alzara la mano adornada con esclava de oro y anillo de rubí, y saludara —entre ceremonioso y sorprendido— al conjuro de la presentación que formulaba el Indio Fernández:
—Este joven es de los que van a dar qué decir en el cine mexicano, Elsita, yo a mis estrellas favoritas nunca las hago de menos, qué carajos.
Ella, pese a los consejos de algunos amigos que decían que hacerlo era seguirle el tono de la segunda a la Doña, alzó la ceja, y con esa su voz ronca, sensual hasta el aplauso de sus seguidores, dijo estar muy contenta esa noche en compañía de los presentes y de un señorón como Emilio. Seguro valía la pena desvelarse, porque se iban a desvelar escuchando al trío Los Ases, iniciando «Delirio» con el requinto abrillantado en las manos de Neri, quien medio dormido, quizá un poco más que alegre, despejaba los ruidos y las charlas con ese principio del bolero del cubano César Portillo de la Luz…
—Aunque algunos se lo atribuyen a José Antonio Méndez —dijo José Baños recargando un poco su rostro en la mejilla de Elsa Aguilar, quien se sentía completa con su vestido estraples, blanco, dejando ver las redondeces de los hombros, con el aliento suave, con la firmeza en las piernas, llevando muy leve el ritmo del bolero en el momento en que Muñiz entraba con ese solo inicial que tanto le gustaba.
Mientras Los Ases armaban sus canciones abriendo el abanico de Álvaro Carrillo, Frank Domínguez, Gonzalo Curiel, ella sintió algo flotando en el ambiente y metiéndose a la sangre al ver a ese joven alto, de nariz recta, ojos tristones, tan diferente a un don Gre: insistente, celoso ante cualquier mirada que no estuviera dirigida al productor. En cambio el joven ni siquiera la veía por atender al trío, o de vez en cuando hacerle caso a las palabras a cada momento más deshiladas y rasposas de Fernández, quien en un compás entre canción y canción —pese a que Los Ases habían sido más que obsequiosos con los de la mesa de las celebridades, ah, imaginarse, el Indio y la Elsa juntos— dijo al trío: es hora de mandar al carajo los boleritos simplones y tupirle a las canciones bravias que están hechas para acompañar al tequila.
—Señores, nada de pendejadas estas de burbujitas, tequila pa’ los de esta mesa y pa’ la de esos pinches gringos que se sienten dueños de la bahía —señaló a un cuarteto de comensales que sin saber el significado de las palabras de ese señor vestido de negro pese al clima, de estómago abultado, de piernas delgadas y un mechón lacio sobre las orejas, sonrieron y movieron la cabeza, incluyendo al más joven de los extranjeros, que se echó un viva jaliscou, como si con eso se metiera de lleno a la fiesta que cargaban los de la mesa visitada de continuo por gente y por los flashes de los fotógrafos. La noche se hizo larga, centrada en la mesa de los artistas; por ahí desfilaron o se quedaron varios amigos, entre ellos Los Ases que, sin micrófono, al puro valor de la voz, se echaron los corridos demandados por el Indio con tono pastoso y golpeándose de continuo la cadera derecha, como si quisiera mostrar en qué sitio cargaba el revólver.
Quizá fue la actitud bravucona del director, o el hecho de que en un momento Fernández se tumbara sobre una silla tarareando una canción inexistente, remarcando sentencias contra los que tienen que mear y no deben reprimirse y que alguien señalara la marca mojada en el pantalón con adornos de plata del director, o bien ya los dueños de La Perla regateaban los tragos, o que el tal José Baños, alerta siempre, se mantuviera firme, sin cabecear, como si la noche anduviera aún de primeriza, la Aguilar dijo estar cansada, no aburrida, eso es muy diferente.
—Por favor José, ¿no sería molesto pedirle que me acompañara hasta el hotel?
Entonces los dos —sin despedirse de la batahola orquestada por el director, que cantando a gritos, pedía trago y trataba de acariciarle los pechos a una de las extranjeras— salieron tarareando alguna melodía; ella con la piel sudada y José con la camisa abierta. Sintieron el fresco de la calle, junto a la plazoleta de frente a La Perla, a un lado de las escaleras usadas por los visitantes para bajar a los balcones y admirar a los clavadistas, y él, como si deseara que la voz fuera sólo de ellos, dijo:
—Los clavadistas representan a un México entre el aire de la posibilidad y la caída de un delfín antes de morir después de un vuelo sobre las rocas de una quebrada infinita. —Elsa Aguilar se apretó al brazo del hombre antes de que ambos subieran al Lincoln descapotable de la estrella y se fueran rumbo a la costera con el fresco del aire y una leve brisa lluviosa despegando el sudor, quitando las posibilidades a la entrada del sueño.
Así que al salpicar de nuevo la cara con agua, al sentir un sueño no satisfecho, pensó que la desmañanada le iba a sostener la jaqueca por todo el día. Despertaba con una noticia relacionada con el cine, la llegada de Marilyn Monroe, pero eso no le iría a afectar. Las mujeres tienen que dominar las pasiones, no confundir la vida con los escenarios. Lo de adentro es sólo de una y de nadie más, que lo de José había de aceptarlo como una toma que por necedad el director no repitió, y pese a que odiara su presencia en esa su intimidad tan íntima —se decía al quitar la cubierta a la toalla sanitaria— recordó: unas noches después de aquella de La Perla, Los Ases, del Indio y el champaña, el cóctel, el hombre ya pertrechado en su habitación, con el cepillo de dientes en lugar señero del baño, con la mirada dueña recorriendo el cuerpo de ella, le dijo: juntos formarían la pareja del cine nacional, llegarían a conjuntar las más ambiciosas producciones. Al decirlo se levantó trazando con las manos un panorama elevado al cielo, como si quisiera que los nombres de Elsa y José, o de José y Elsa, estuvieran en una marquesina gigante, igual a la que las manos del hombre pintaban sobre el cielo de Acapulco con el vestuario del mar y los edificios.
Los borrones de la película aparecen sin precisar orden secuencial, porque de Acapulco ella se ve en una toma rodada en la Ciudad de México, siendo esposa de Baños. Viven en un departamento de Polanco. Se alternan los viajes con las noches en que él, durante horas, le recorría con la lengua el sexo sin hacer caso a los gritos que llegaban y salían de un continuo orgasmo, con las machaconas presiones de él por filmar una historia de una mujer llamada Satín, contada y recontada cada vez que estaban solos, sin que a Elsa le agradara la idea de hacer el papel de una prostituta que envejece en el oficio. Nunca le agradó la idea de la película, ni que José Baños se hubiera convertido en un escollo para su carrera, un reclamo continuo de sus admiradores y amigos. Una roca gigante en su relación con don Gre, a quien tanto tanto le debía, pero quizá eso entraba en un segundo plano cuando Pepe, con la lengua como faro rojizo, se desprendía del silencio, le arrancaba la ropa interior y le metía su boca en el sexo presintiendo el placer recolarse en cada trecho de ese cuerpo, de esa soñada dermis admirada en las pantallas del cine mexicano.
Marilyn Monroe no le iba a quitar el gusto de un día sin quehaceres, de unas horas sin que don Gre la sitiara a órdenes y preguntas porque el hombre andaba de viaje con la esposa, amén de que sus relaciones eran ya distantes. Se aprestó a meterse en la ducha, a sentir en su cuerpo la dureza de hacía años, cuando filmó en la zona tropical aquélla del remolino y el amor del hombre casado. Elsa estaba casi idéntica que cuando compartió créditos con Pardavé. Ahora era el momento justo de lucir la figura en una Ciudad de México tan inmensa para las diversiones.
Sin nada más que el perfume del jabón llegó a tenderse en la cama —solícita, Felicia iniciará el masaje de todas las mañanas— sin pensar más en la lengua y los modos de aquel José, en los años que después pasaron, en los líos y demás asuntos, porque por el momento estaba ya bien de andar dándole de zarpazos a los recuerdos. Felicia sabía de una Elsa enrabiada, pues las noticias del cine se centrarían en la visita de la estrella norteamericana, que más de uno de los que buscaban a la Aguilar, incluyendo a don Gre, se iban a desaparecer de la escena hasta que la Monroe se fuera de México, pero también la secretaria estaba segura: algo más allá de esa visita extranjera andaba de palique en los recuerdos de la artista, porque bien conoce el significado de la mano en la sien, cuando la punzada ha tomado sus dominios y no los abandonará hasta que algo o alguien dé un empujón quizá motivado por un contrato, por una alabanza en los diarios, por el regalo de una joya, por un nuevo romance diferente a los que hasta ahora ha tenido Elsa Aguilar, alta, de piernas largas, de cejas arqueadas, estremecida bajo los apretones que Felicia recarga para quitar tensiones iniciadas al principio de una mañana, cuando la radio daba noticias, y los chismes del mundillo cinematográfico se los llevaba a la mujer que alguna vez —Felicia, como otros muchos lo saben— se llamó Norma Jean Mortenson.