II
Con la boca amarga, un tanto por la desagradable entrevista con Joe y un demasiado por el rescoldo de las cápsulas, se asomó por la ventanilla del avión para ver la enorme ciudad: gris y chaparra, abajo de unas nubes ralas y algo sucias. No habían sido muchas las horas de vuelo, a eso se debía agregar el transporte de Fort Lauderdale a Miami y de ahí a la ciudad que abajo del avión se extendía al infinito.
Pat, sin perder nunca de vista hacia donde los ojos de la Señora se dirigieran, hizo algún comentario sobre esa ciudad y su gente. La Señora tenía sueño y sed, pero sobre todo sed. Esa combinación ya conocida cuando la vista parece estar cansada, el cuerpo flojo y dentro hay una paz que obliga a dejarse ir por lo que alguien —en este caso Pat— le diga. La Newcom ha sido fiel a lo largo de tantos años, ha manejado con tersura a la prensa, ha sabido armar los escenarios para que los affaires fueran discretos y así no sacudir los celos mediterráneos de Joe y las silenciosas reprimendas de Miller.
Siempre hay una película corriendo dentro, una cinta que avanza con la velocidad que la Señora trae en la cabeza, un rollo de celuloide arrojando rostros, manos de hombres, deseos siempre a flor de chantaje, manipulaciones que la han orillado a fingir, a lanzar maullidos porque el del enfrente supone es lo debido, sin imaginarse siquiera que a Ella le pesa la falta de hijos, las noches sin sueño, las groserías de Frank, las presiones de la película, la edad, el ronquido de Robert, la abulia al soportar los monólogos de Jack que parece no poder desprenderse de las obligaciones encaradas en la multitud de gente interviniendo para armar las citas de Ella con el presidente, o en los guardias asomados por los cristales de la casa de los Lawford.
La zalamería aún no satisfecha de la azafata le llevó la última copa de champaña tibio. Con el trago en la mano, la Señora vio el rostro alargado de Joe al despedirla en Miami, la insistencia de él por tener un nuevo matrimonio ahora que por fin ha roto con el dramaturgo. Ve la nariz larga del jonronero, se dice que a Ella nunca le interesó el béisbol, extrañada de la pasión que el italiano despertaba entre los fanáticos ante la realidad de un hombre frío, insistiendo en que Ella aprendiera a cocinar espaguetis, sin valuarla ni como mujer ni como artista, importándole más sentarse frente al televisor a que la Señora triunfara o no en la película que estaba filmando.
Era necesario escapar. Irse a un lugar distante donde no tuviera la presión de los Kennedy, al presidente usando las mañas propias de los políticos para vender la imagen del hermano, de ese Robert alto, delgado, mirándola como si fuera un trozo de carne, sólo un trozo rubio de carne rubia, expuesto a la morbosidad de ellos, porque sabe de la falta de respeto de Jack, quien sólo la usa, jamás la llevará como su esposa a la Casa Blanca si los intereses son más grandes que Ella misma. Su forma de hablar no corresponde a una primera dama por más que durante meses se haya esforzado en retener datos, en guardar un block de apuntes sobre las conversaciones y con ello manejar las armas necesarias para corresponder a la charla de Jack y no sentirse como una rubia objeto o adorno. No entiende los asuntos de Estado, las maniobras contra Cuba, las zancadillas de los republicanos, o lo peor, de los miembros del partido del presidente, las relaciones con los soviéticos, la necesidad de la alianza con los demás países del sur de la frontera, las trampas de Johnson, las acechanzas de Nixon.
No era sólo un trozo de carne rubia, ni siquiera la mujer que se escapaba a beber tibia champaña con Truman Capote, era Ella, pero una mujer diferente que a su vez es la misma, mientras en la soledad del restaurante chino, en Nueva York, Truman le contaba su aventura con Tyrone Power sabiendo que era un recurso y Ella mordiendo el anzuelo platicara de sus relaciones con el presidente, su comportamiento como hombre. Quizá Truman buscara datos para construir una historia donde los personajes fueran una artista y un político del tamaño del ser más poderoso del mundo, una versión moderna y real de The Prince and the Showgirl, porque Jack no fungía de doble de Laurence Olivier —lleno de pícara ira— no, Jack era de carne y hueso, de calentura y mando, de aires que buscaban mediatizar la soberbia de un pasado millonario, de un presente sin más límites que la imaginación de quien a veces, cuando los dos descansaban en la cama, se daba a charlar de los años que el clan irlandés tenía por delante: un nuevo periodo de él, dos más en la estructura de cada uno de los otros hermanos, los peligros del comunismo, las amistades con los Lawford, la necesidad de soportar a los tipos como Hoffa, la relación entre el presidente y Sam Giancana, de quien Ella misma, sí, Ella, con su propia voz, la mirada bajita, con lo delicado del tono, moviendo el cuerpo para disminuir la tensión, preguntó al presidente: ¿quién es el hombre más informado del mundo?, y él, sonriendo, poniéndose la corbata, dijo: de acuerdo a la jerarquía debería ser él, pero quizá fuera más Hoover, para después inquirir la razón de la pregunta, y Ella señalar a Giancana como un hijo de perra, aliado a los más furibundos republicanos, quienes a su vez eran socios de los exiliados de Cuba, sin agregar que Sam la visitaba con frecuencia para charlar sobre lo que el presidente opinaba de ese o aquel asunto.
Era eso y más, no sólo lo que ha pasado desde la llegada de Jack. Tenía que remontarse a lo de Montand con su tristeza. Arthur siempre distraído. Lo de Joe viendo tele mientras comía espaguetis. Greene con la cámara fotográfica como bandera. Haspiel con su mansedumbre. Brando y su voz inentendible. André admirando sus propios bíceps. Zahn nadando sin detenerse. Karger luciendo lo relamido de su pelo. Lo de Hyde. Un Dougherty aterrorizado por su baja estatura. Ralph, quien la escuchaba tensando sus manos venosas, sin mover el bigote, atento a tomar notas y llevarlas a análisis. De esos y tantos otros cuyos nombres son igual de borrosos que esa ciudad de abajo, mirada sin verla, porque no le importa lo que le suceda a la gente adentro de sus edificios. No le viene en gana entender lo que Pat le insiste sobre las respuestas a la entrevista de prensa que se dará a la salida del avión donde viaja y bebe, recuerda y sueña poseída por el bello Randy Mandy que la aleja de los fantasmas, le evita escuchar con exactitud las voces, porque sobre las palabras y el ruido de los motores, los rostros quieren salir en una pantalla sin sala, los perfiles de Cox, de Giancana con sus eternos lentes oscuros y su perfil de halcón. Ahí está Sinatra, su aliento amargo, el peluquín de lado, cantando sobre el cuerpo de ella. Sinatra y sus avances para que fuera amiga de Sam, lo acompañara a las fiestas y después, a solas, la dejara por un puño de coca, y entrara Giancana a tocarle los pechos con las garras, a olfatearle y picotearle las axilas, a disfrutar del mordisco en las nalgas, a meterle la nariz en el culo porque ahí las hembras todas huelen igual, darling.
Con suavidad pero con firmeza, Pat le quitó la copa de la mano pidiéndole se diera el último retoque a un maquillaje de horas, se refrescara el aliento, se alisara el vestido de una sola pieza, mientras le hablaba de los buenos momentos que iban a pasar en Ciudad de México, de los sitios interesantes como Taxco y Xochimilco —palabras impronunciables— pero eso era lo peculiar de esas tierras llenas de misticismo y de hombres mágicos. Debía poner buena cara para los chicos de la prensa y recordar a los Vanderbil: él norteamericano, de nombre Fred, y ella mexicana, de nombre Carla —con toda la presencia de una morena mexicana, pero asimilada a los gustos del esposo—. Ricos, muy ricos, de los que su palabra tiene peso en los círculos de poder. Ah, señaló la Newcom —vestida con un austero traje sastre, el maquillaje perfecto— no debemos olvidar los mensajes del presidente de los mexicanos, sabiendo Pat que la sola mención de la palabra presidente pondría alerta a la estrella, quizá detonando algún cambio externo y la Señora emergiera de ese estado en el que había transcurrido el viaje desde Miami.
M. M. movió la cabeza en señal de comprensión, pero Pat supo que las ideas andaban en otros sitios, la cabeza fraguando rostros uno tras otro, en un deseo de que la ruleta de caras se detuviera, por fin, en una sola casilla.