VIII

La mano de doña Amalia dejaba suelto al niño y éste sabía que era el momento de vivir la aventura. Correr por los pasillos, rodar por el desnivel de la pantalla a la primera fila de asientos, esconderse de los hermanos hasta que las luces se iban apagando, el grito de su mamá los llamaba a sus lugares con el rayo luminoso encendiendo la imaginación en la pared blanca donde a veces aparecían el Gordo y el Flaco acompañados del aplauso de los espectadores y del griterío de la chiquillada. Él veía con recelo a los cómicos, le interesaban más las cintas de aventuras donde los galanes —Errol Flynn, Tyrone Power— conquistaban a las muchachas y hacían huir a sus enemigos, pero tratándose del Flaco y el Gordo —ponía primero el nombre de Laurel— su gusto se reflejaba en risas a veces acalladas por su madre con un: ya, niño, pareces loco.

La figura de Liz en la puerta, recortada por la luz del interior, esperando, moviendo el pie en señal de impaciencia —pese a la desazón aún recorriendo los piquetes en el estómago— le recordó los filmes del Flaco y el Gordo: la esposa de uno de ellos a punto de soltar golpes con un rodillo y el temor de Laurel reflejado en la cara alargada, el llanto agudo, el sombrero casi al caer, las ganas de echar a correr dando primero un saltito antes de poner los pies en el suelo.

Por eso adoptó otra actitud a la que Stan Laurel hubiera tomado, pero sintiéndose el Flaco en un inusitado arranque de valor ante la esposa. Liz no era su esposa, era una mujer sin historia, una máquina de insaboras exigencias, una fórmula de entrada al país. Avanzó hacia ella poniendo cara de molestia, mirada dura y ceño a punto de romper a gritos esa escena con recuerdos de una función de cine en la colonia Guerrero, allá, en lo que ahora siente como el otro extremo del mundo, en un barrio tan diferente a Pacific Palisades, todo lo contrario a esa casa de un piso, jardincillo exterior, donde una mujer baja la cabeza, detiene el movimiento del pie y en lugar de exigir, solicita, habla de la angustia de no saber de él, de los peligros en las calles, de la falta de papeles migratorios, y él entra a la casa sin detenerse, se mete al baño, cierra la puerta, se mira al espejo buscando un motivo para quedarse en Los Ángeles si ahora sólo estaba el silencio de la Señora.

Vodka, contestó a la pregunta. Liz, alegre, moviendo las caderas, sacó la botella y puso un disco. Se sirvieron anchos fajos de bebida. Ella bailaba por la habitación con el trago en la mano. Él desde el sillón la miraba bebiendo sin detenerse. Lo tomó de la mano obligándolo a levantarse en un acto de abandono, aceptando el juego de la pelvis, las manos de la nuca al pubis, de las nalgas al cabello, y sin despegar el cuerpo del otro no dejaba de beber uno y más tragos, las luces se hacían pequeñas, el mareo iba entrando. En un momento sintió a la mujer y se dejó ir hacia la sensación, hacia el perfume que se cambiaba por otro, hacia la voz que se convertía en infantil, hacia el cabello dorado y le dijo: Marilyn, recordando Taxco, la fiesta del Indio, el tercer piso del Hilton, los paseos en el Cadillac y metió la boca al cuello dejando caer el vaso y sin atender una petición venida de no sabe dónde para cerrar las cortinas por los vecinos, le quitó la blusa, los pantalones ajustados y se fue hacia las piernas blancas, hacia los cabellos del sexo que se abrió empujándolo a llorar dentro de ese hueco, a ensalivar sus lágrimas mientras desde arriba los gritos de ella daban tonos de fiesta a esa noche del sábado.

Al desgaire, como para comentar algo durante el almuerzo, Liz dijo: en un corte especial del programa de concursos oyó que Marilyn Monroe había sido encontrada muerta. Por un momento J. B. no alcanzó a comprender lo que la mujer decía, levantó la cabeza pidiendo repetir lo dicho. Tiempo después, sobre todo en las mañanas, habría de recordar el golpazo en el estómago al escuchar la noticia, se levantó a prender el televisor, salió a la calle en busca de noticias, al confirmarlas corrió sin parar hasta que la falta de respiración lo hizo sentarse en la acera y sentir que era lo mismo morirse ahí que en otra parte de ese país o del suyo. Sin saber a qué, se dirigió a Brentwood y vio la calle rodeada de curiosos. Confundido con otras personas se estuvo en la acera de enfrente de la casa, sin fuerza para entrar sabiendo que sería arrestado. Se estuvo ahí durante el día, fue el único que permaneció hasta que la noche y la oscuridad de la casa lo llevaron a cerrar los ojos y sentirse avanzar flotando hacia las cuatro palmeras, acariciar al león de juguete que le lamió los dedos, buscar una ventana, cruzar la silenciosa estancia, entrar a la habitación de la Diosa, llena de su perfume, con los muebles mexicanos, hincarse junto a la cama y estar ahí sin moverse, fijos los ojos en la piesera hasta que el ruido y el calor de la mañana lo sacudieron caminando sin rumbo, ajeno al movimiento en las calles y de pronto, sin saber cómo, entrar a otra casa, tumbarse en la cama sin que el cansancio lo durmiera, con una película corriendo furiosa, llenando de imágenes la habitación, la secuencia donde unas putas desfilaban siempre por la misma calle, con unas tumbas al fondo, observadas por una glamorosa rubia desde la altura de un auto descapotable, turbantes cubriendo rostros de pordioseros, una gorda tratando de desenmascararlos, una bailarina danzando en los corrales del ganado, un grupo de hombres cortándole a él las manos, una casa habitada por felinos de mármol, una orquestina de negros tocando timbales gigantes, un niño armado con resortera tirando hacia las olas, y de pronto la pantalla se llena con la figura de alguien regordete mirándolo fijamente con un solo ojo, que se hizo doble con otra cara cuando Liz, a horcajadas sobre él, jalaba su camisa gritando ser una imbécil enamorada de un lunático, maldecir Tiajuana y la bebida, dejarse engañar por su ternura, por su maldita debilidad de cariño, por su necedad de creer en los hombres silenciosos.

Semilevantado la tomó de los hombros, sin decirle algo la miró fijamente y ella fue bajando el tono de las palabras. Era necesario deshacerse de esa bruja que pretende ocupar sitios que no le corresponden. ¿Cómo se atrevía a usurpar un nicho reservado? Subir las manos de los hombros al cuello, apretar hasta borrarle la mirada, hasta terminar con esa demanda inaceptable. ¿Quién podría relacionarlo con esa arpía? Despegó las manos de los hombros. Las fue subiendo por las clavículas. Llegó al cuello, lo acarició tensando los dedos y en ese momento Liz soltó el llanto, estrechó su cuerpo contra el de enfrente y le pidió perdón por su actitud, metiendo su boca en el cuello de él, desarmado, inerte, otra vez metido en sus sueños. —Mientras me baño ve a comprar los periódicos —dijo él al saltar de la cama.

Dejando que Liz fuera quien llevara la voz cantante en una charla desmedida, ese lunes J. B. se dio a leer todos los diarios sin que en ninguno apareciera su nombre, no era sólo eso, sino que en cada detalle del recuento de la vida de la Diosa él sentía recuperar algo de sus recuerdos, de una intimidad violada al tiempo de reafirmarla. En los diarios se reproducían las opiniones de gente conocida, de fans ahora compungidos y llorosos. Sin detenerse Liz giraba en torno a él y viendo que la noticia atraía en forma inusual al hombre dijo: Una vez la vi salir de un restaurante en el centro de la ciudad, era bellísima, y muy amable con la gente.

Con los diarios en la mano, J. B. se quedó absorto en la figura de Liz. La miró sin tratar de engañarse. Vio a un ser de rostro triste, de manos pequeñas, nariz ganchuda, de senos grandes, con una mirada nerviosa, ir de un lado a otro de la sala, respirando agitada, tratando de agradarlo. Entonces así, sin mediar palabras previas o acciones de cariño, le preguntó si estaba dispuesta a casarse con él, claro, debían ver si eso no afectaba la pensión de guerra, pero ya buscarían la manera de salir bien librados del asunto.

A partir de ese momento hasta la hora de la salida del autobús rumbo a Tijuana —para no enfrentarse a los de la border en el aeropuerto de Los Ángeles—, Liz lloraría en cada ocasión que lo acariciara o al mirarlo de frente. Habían acordado que él se adelantara a Ciudad de México a dejar en buen estado su departamento, vivirían allá quizá un par de meses, no más, tiempo suficiente para arreglar sus papeles, ver cuentas bancarias, revisar unos guiones, para una vez terminado eso y otros asuntos: la posibilidad de hacer una película en Estados Unidos, regresarían a Pacific Palisades y si la suerte los ayudaba podían pasar unas temporadas en Los Ángeles y otras en México. Liz compró el boleto de autobús de ida a San Isidro —él dijo que era necesario ahorrar— y redondo el de avión de Tijuana al Distrito Federal. J. B. se negó a que Liz lo acompañara a la frontera porque aparte de la necesidad del ahorro, dijo estar en contra de las despedidas: de alguna manera —cuando se quiere a la otra persona— es morirse un poco. Ella volvió a llorar, como lloró al salir de casa y siguió llorando al verlo subir al autobús después de un largo beso lleno de promesas y prontas llamadas telefónicas.

Una pequeña maleta se asentó en el suelo del departamento en la calle de Río Nazas. Minúsculo equipaje que por ningún concepto pintaba las semanas fuera de su casa. Como si durante el viaje se hubiera ido despojando de recuerdos y sueños, y al regreso portara sólo una tristeza muy grande, sin manifestarse en la mirada ni en el cambio de gesto ni en la línea tensa de entre las cejas, ni en ese apretar de brazos contra el estómago, movimiento que a veces le recordaba uno similar en James Cagney. La soledad polvosa del departamento no le impidió ver en primera instancia el retrato de M. M. y con ello regresar a los pensamientos desde el momento en que abordó el Greyhound y con las mismas imágenes llegó a la frontera para cruzarla sin siquiera mirar a los mexicanos de la aduana que se entercaban en decir si llevaba algo más aparte de la pequeña maleta.

Las cuatro horas de espera las soportó en el aeropuerto, no se adentró en Tijuana pues no quería recordar las semanas de su espera —las malditas esperas— buscando clientes, aguantando los embates de la ensoñación sin detonantes, ahorrando para la posterior inutilidad, el encuentro con esa mujer llorosa —no quiso decir el nombre— a quien nunca más volvería a ver. Tampoco se le revolvió nada por dentro al pensar en las ilusiones de la nalgona, él sabía lo que en verdad era estar aguardando sin siquiera saber de qué se trataba, no iba a quitarse la amargura y el desánimo al suponer los llantos de la tipa en su mediocre casa de Palisades, así que al subir al avión, desde la escalerilla metálica giró la cabeza hacia el norte y en un gesto de gran despedida se dijo: jamás pensaría de nuevo en nada de allá salvo en su Diosa que andaría con él en cualquier lado de su existencia.

Pero su Diosa, aun cuando fuera el único ser del universo, no vivía en el fondo del mar, había sido rodeada de hombres y mentiras, de papeles y rémoras, de negruras y profundos desniveles, y si bien ella estaba sobre cualquier otro asunto terráqueo, Baños era un mensajero de lo inconcluso, un hombre con el recuerdo de las sombras clavado en la ruptura de las costillas, en la necedad de los agentes, en la falta de documentos, en la inmediatez de esas mínimas pertenencias colocadas en la pequeña maleta asentada en el piso de su departamento en la Ciudad de México, la, la, la Ciudad, no de Ciudad, quitando el pronombre como los yanquis acostumbran.

Si alguien hubiera revisado la maletita habría descubierto que no guardaba ropa ni utensilios de baño, contenía fotos y recortes de prensa. En varios de ellos existía un seguimiento de las horas previas a la muerte de su Diosa. Había también relatos sobre las posibles causas de su fallecimiento, la forma en que fue hallada en la recámara, la descripción del entorno, declaraciones de su asistente de prensa, missis Pat Newcom, del ama de llaves, missis Murray, quien a eso de las tres de la mañana entró a la habitación y descubrió el cuerpo, entrevistas con diversas personalidades, y en un párrafo, Guy Hocket, de la oficina del forense, decía que al llegar el rigor mortis era tan avanzado que se llevaron cinco minutos en estirarla pues se encontraba en posición semifetal, con el teléfono sobre la cama, muy cerca de su mano. Y eso brincaba en la cabeza, con las trompadas en el estómago, con el llanto que de pronto, sin medir nada, le hacía esconder la cabeza. Nadie importaba, menos aún la mujer de Palisades. Tampoco la desaparecida Lucille, quien de seguro se había marchado con sus familiares, porque dentro de su regreso a México lo importante era saber que su Diosa mantenía el teléfono cerca de sus ojos —que sí me miran— con la luz que no se iba a terminar nunca, con sus años en salas cinematográficas desbordadas de gente, con los vestidos cubriendo el cuerpo incapaz de cubrir en sus soledades, usando las pastillas como recurso único, escribiendo notas para entender su existencia, metida en esa cama ancha, con la línea abierta hacia la voz de él transformada en el mismo teléfono tumbado sobre el velamen blanco de las sábanas.

Como una novedad sin chiste miró la calle Nazas y el edificio. La soledad del departamento revolviendo el olor a clausura. Al abrir la maleta desparramó ordenadamente su contenido sobre el piso. Acomodó los papeles e hincado los fue revisando uno a uno, deteniéndose en alguna foto, releyendo alguna nota, así se estuvo tantas horas que al levantarse le dolían las piernas y el palpitar le recordaba la costilla rota. Los ruidos de la calle apenas llegaban a la habitación. Era su misma ciudad ahora desconocida aun cuando el viaje parecía no haberse iniciado y nunca haber salido de ese espacio. Miró la foto de su Diosa, fue a la mesa de trabajo y reinició los bosquejos de una película, donde varios personajes se daban cita en una ciudad sin registros del viaje de nadie. Donde la muerte era cabeza de diario hasta no tener una mayor noticia.

Por eso un viajero sale a la calle en busca de algo para detener la nostalgia y va en busca de un hombre llamado Grijalva, quien recibe al recién llegado y le dice: hay mucho trabajo y quizá con su ayuda ahora puedan duplicar las ventas, se va a iniciar algo con Miguel Delgado y estamos a tiempo de entrar al reparto —riendo sin dejar de ensalivarse los labios— señalando: hay posibilidades de que aparte de sus ventas pueda trabajar en la cinta Ritmo del alma, porque es de rock y están buscando gente.

El hecho de reiniciar las ventas de papelillos bajo las desagradables órdenes de Grijalva, no le quitó la amargura que poco a poco —mientras merodeaba los Estudios Churubusco viendo a Enrique Guzmán y a Angélica María, estrellas de la cinta, y recibía pésames y citas para después me platicas porque tú debes de saber mucho— se fue transformando en una rabia sorda, un deseo violento de acomodar la información, entender por qué nadie hablaba más allá de una muerte cada día más insustancial —así lo definió frente a Bermúdez, quien dijo algo sobre un poeta llamado Jorge Manrique—, para terminar con el mundo es un triturador de noticias y continuar con la necesidad que tienen los hombres de desfogar sus sentimientos sin ponerse a definir si los métodos son los adecuados: el que trae una daga en el alma debe curarse conforme pueda, así que venga, lo demás es onanismo trasnochado.

Fue el mismo jalisciense quien moviendo la mano en señal de importarle poco los decires de la gente, invitó a una fiesta en casa de Mary Esquivel donde se podría pasar una buena velada, y si a Pepe le entraban las ganas, vender algo de lo que los dos sabían que comerciaba. Por eso entraron a la casa de Polanco, Bermúdez como realizando una rutina y José tenso, seco al contestar saludos. En un momento alguien, con una copa coñaquera en la mano, se acercó a ellos.

—Gustavo Medina, pero mis cuates me dicen Gus —dijo el hombre barbado, de unos 45 años, gordo, bajo de estatura— he oído hablar mucho de ti, tenía ganas de conocerte.

Estaban situados junto al bar de la casa de la actriz cubana: morena, de nariz chata, de cuerpo suntuoso, quien los recibió en la puerta y dijo, así, como si todos debieran agradecer la información: Juan está por llegar, echándole una mirada a Baños que éste correspondió con una sonrisa tímida —ya sabes, con las aventadas hay que fingir ser apocado— y caminar, saludando amigos, recibiendo lo siento mucho, caray debe de haber sido muy duro para ti, compartimos tu pena, y llegar a una orilla del bar a donde se acercó Gus y sin más entró a la charla como si fueran amigos de tiempo, expresando su admiración por las piernas de Lilia Prado moviéndose en el otro extremo de la sala.

—Buenísima la Lilia, quién pudiera torear en esa plaza —quizá aludiendo al romance de la michoacana con el torero Gabriel España.

José Baños mostraba un aburrimiento sordo, no sacudido por las piernas de la Prado ni por la coquetería de Mary, menos por la plática obvia de Gus quien se identificó como cronista de eventos sociales, amigo de mucha gente de México —dijo moviendo la mano como si con ello abarcara el horizonte—, lo que sumió más a Baños en ese cansancio que ya le había costado una discusión con Grijalva pues éste insistía en que las ventas de Pepe no completaban lo acordado, aunque José trataba de levantarse por las mañanas dispuesto a seguir conquistando clientes o soñando con su película, sentía el cuerpo pesado, la mente huidiza, las turbonadas de esa sensación de saber algo y no poder definirlo.

Por un momento Gus se separó de Bermúdez y Pepe para saludar a un hombre vestido de charro, Javier Solís, es un amigo de poca madre —dijo al regresar cuando una cierta agitación revolvió a los asistentes—. Juan Orol, avejentado, con rostro agrio saludaba a la Esquivel y ésta, en voz alta, marcando el acento cubano, decía: la cinta por rodar, Bajo el manto de la noche, iba ser un bombazo, el binomio de Juan y Mary estaba en su mejor momento, amigos queridos, ése es el motivo de este convivio.

—¿A una cubana como Mary le importaría una nueva invasión a su patria? —preguntó José sin recibir contestación de Bermúdez, no así Gus, quien bebiendo sin detenerse —me encantan los mojitos, alzando los brazos dijo: a las estrellas no les importa la política. ¿Ni tratándose de su tierra? —terció Bermúdez. Gus lanzó: las actrices son apolíticas, sólo están pendientes de sus éxitos sin que otra cosa las altere, por ejemplo, ¿ustedes se imaginan a la Esquivel —y esas nalgas que Dios le ha dado, y disfruta de lejos don Juan porque de seguro al viejo ya no paraguas— metida de guerrillera en las montañas de Cuba? No, se la imagina uno en la cama o siendo el sueño de un chingo de malandrines, como tú, Pepe, y no lo digo por lo de malandrines, sino por tu experiencia en esto de las damas quita-alientos, como Elsa y después la Señorona.

Juan Orol, con la Esquivel sorbiendo su respiración, era el imán de un grupo de personas que escuchaban el marcado acento español del hombre flaco, de traje cruzado, con el sombrero de ala ancha como parte de su cuerpo, manoteando sin perder el aire solemne, igual que si estuviera en Duelo en la cañada. Baños cambiaba de bebida en cada copa, inició con mojitos, daikirís, cubas libres, tequilas e insistía en brandys combinados con tónica.

Pa’su madre —dijo Gus— andas con ganas de irte a dormir y solo.

La gente de un lado a otro, la música de un trío, Las Sombras —alguien dijo, la voz de Gustavo Medina latiendo junto a la oreja de Baños, hablando de su relación con el jet set, con un tal Villagrán y sus viajes a Acapulco, en que la deportación de Pérez Prado se debió al mambo que el caraefoca le había compuesto a la esposa de Casas Alemán —la niña rica, la niña popof—, tarareó, de las jaladas de Orol, de la detención del general Mariles por unos terrenos, de un miniavión privado para uso de López Mateos, y la mano de Gus marcaba el aire demostrando el vuelo del avión cruzar la madrugada solitaria, cuando los dos, sentados en la acera de alguna calle de Polanco, seguían bebiendo de una botella y Pepe a voz revuelta contaba de un complot sabido por la Diosa, me cae de madres, lo del suicidio no se lo cree nadie, jijos de la tiznada, le tenían miedo, ella sabía de las marranadas que iban a hacer, y Gus mostraba cara de estás muy pedo, estás exagerando y Pepe recalcaba, ella me lo dijo, una chingadera llamada Mangosta, se la jodieron esos cabrones, la sacaron de la vida, de mi vida, mano, me lleva la puta madre, medio llorando, medio doblándose contra él mismo, secándose los mocos con el revés de la mano, moviendo los brazos, intercalando recuerdos contra presentes, otras noches, otras esperas como la de esa madrugada en que aguarda sin saber a quién espera porque apenas distingue el rostro del tipo junto a un él insistiendo sobre lo del suicidio, ardid que nadie podía creer más que los jijos de la tiznada que ponían micrófonos, la usaban como basurero para arrancarle los secretos, se la quebraron, me cae de madre, fueron ellos, lo que repitió mientras Gus ayudaba a subir las escaleras a un José que rezaba una mentada de madre a los asesinos.

Sin haberse quitado la ropa, la presión en los ojos, el mareo tumbando las paredes, se incorporó tratando de humedecer los labios con una inexistente saliva. Eran pasadas las dos de la tarde y el sueño aún andaba girando en esa turbulencia y en las arcadas tercas. Como pudo se levantó a prepararse un té —al fuego nunca hay que echarle gasolina— y sentarse en la sala, a esperar —una espera más— a que el malestar amainara en ese palpitar del sudor oloroso a tragos. Supo que ese día no iba a ver a Grijalva, a soportar sus movimientos maricones, las mangas del suéter a medio brazo, el tinte del cabello, lo rebuscado de la pronunciación. Ya mañana pagaría el peaje de un día libre porque hoy iba a estar solo, sin oír en el estudio los gritos de Abel Salazar tratando de ahorrar dinero en la filmación de Ritmo en el Alma, ni las imbecilidades del director Delgado, mientras Pepe anda como puta de San Fernando acercándose a saludar a los actores, a Berta Moss, a Emilio Brillas, a Elmo Michel, fingiendo una reunión de amigos para en seguida ir a lo suyo, a terminar con la cuota de papelillos, a esperar un día siguiente pegado con el otro con diferente set, porque ya se hablaba del rodaje de Corazón Diario de un Niño, o María Pistolas, que era lo mismo de hoy sin serlo, los mismos diferentes rostros, mismos compradores, la calca en las fiestas, como la de la noche anterior y la charla con el tipo ese Gus, la caminata hasta un taxi, carajo dónde quedaría Bermúdez, los tragos a pico de botella, las palabras de ambos, el sonido de la ciudad entrando por las ventanas, las ganas de vomitar, la sed, los deseos de quedarse solo, de acallar las historias, sin que fantasma alguno entrara al departamento de la calle Nazas.

El anochecer fue cubriendo la luz, los reflejos en la fotografía de la Diosa se tornaron oscuros y Pepe sin moverse del sillón, con una jarra de agua enfrente, era un cachito curvado con el ardor en el estómago que de improviso le brincó al escuchar el sonido de la puerta, el toquido suave, insistente. No deseaba enfrentarse a nadie, ni escuchar palabras ajenas a las suyas modificando la visión del retrato de una Rubia alada, pero los golpes seguían machacando su negativa. Se escuchó: Abre Pepe, necesito hablar contigo. No reconoció la voz que terca continuaba: Abre, sé que estás ahí, Pepe, necesito comentarte algo. Abre la puerta, carajo, es necesario que platiquemos.

Con los libros y cuadernos bajo el brazo, fofo, sucio, la ropa arrugada, Ricardo Cruz entró sin mirar a Baños. El periodista siguió de frente hasta colocarse debajo del retrato de la Diosa. Sin mencionar nada sobre la oscuridad de la estancia y sin preámbulos le dijo palabra a mueca, silbido a frase: las imbecilidades se aguantan una vez, pero si continúan resulta más imbécil el que las soporta. Quédate con los buenos recuerdos y olvida los otros. No, no pongas cara de tonto, sabes muy bien a lo que me refiero. Logré hablar contigo, pero la siguiente serán otros los que te vengan a ver y te aseguro que no te van, a decir ni una palabra. Tú nada sabes de la vida personal de la Señora, fuiste y eres su amigo, su querido, pero fue un sueño y ya despertaste, no confundas los sueños con la vida real. Hemos sido amigos, no quiero tener remordimientos. ¿Has comprendido? ¿Sí? No, no muevas la cabeza, quiero oírte decir: Entiendo lo que dices, sé a lo que me estoy exponiendo si sigo de hocicón inventando historias. Lo que pasó, pasó, pero lo que a ti te puede pasar es posible prevenirlo. Nadie va a molestarte, pero no sigas inventando historias. Ya no serán costillas rotas, Pepe. Dime que has entendido. Es la última vez que platicas de eso y la última que hablo de este asunto. No te molestes, conozco la salida, ojalá también sepas cómo salir de esto. Dime que lo has entendido.

Y se quedó en medio de la oscuridad rayada apenas por las luces de las calles. Era alguien filmando su película: correr por los pasillos del Roxy. Caminar por las calles de Los Ángeles. Esperar en la cabina del Ships, o que otro toquido en la puerta lo regrese al costeño de Gabriela, a los hombres de Roselli. Quiere romper a los constructores de turbantes. Machacar las piernas de las bailarinas del mundo. Quemarle los ojos a las putas. Moldear las caderas de las gordas. Levantarse a buscar las fotos de la Diosa e irlas pegando en cada trecho de las paredes, en cada hueco de las habitaciones, en ambos lados de las puertas, contra los muebles y el escritorio, la mesa y las columnas, usando sillas para llevar las fotos hasta los sitios más altos y cuando no tuvo un espacio más donde colgar el rostro o la figura de la Señora de Platino hizo un círculo con velas encendidas, levantó el teléfono, habló dirigiéndose al sonido del tono de marcar, escuchando las palabras de la Señora que eran las mismas saliendo de cada una de las imágenes revueltas en un murmullo, acompañadas de cantos cumpleañeros, sudores incumplidos, y supo que en aquella noche del 4 de agosto, al escuchar tengo mucho sueño, Pepe, era porque el sueño iba también entrando sobre la ciudad solitaria.