VII

Sarita no aceptó la proposición del padre, condicionando su ida a dormir a un cuento que le platicara José, papá Pepe, con el desagrado del hombre que sólo torcía el gesto incapaz de repetir: era José, y no Pepe, para ella, quien era Sarita y no Sara.

No siempre se quedaba a dormir en casa de su padre, pero en alguna ocasión, como ésta, él la había llevado al cine a ver una función doble, y se le hacía cuesta arriba regresar a la hija hasta la Colonia Obrera donde estaba el departamento de la hermana de Satín, la tía Bertha, a quien se le hablaba por teléfono al tendajón de la esquina para avisarle que Sarita se quedaría con su padre.

La niña, morena y delgada, era muy parecida a la mamá, lo que llenaba de escozores al hombre, quien no se podía quitar la imagen de su hija trotando por las calles cercanas al Panteón de San Fernando, en un collage de opciones, cada una de ellas más recargadas conforme el zoom de la cámara se acercara al rostro de la niña, deformado por los afeites y aretes descomunales. José Baños le compraba vestidos de tonos apastelados, la niña rechazaba los regalos porque según ella el gusto de su papá era de viejito. Sara Baños Maldonado, Sarita para el papá, y Sara a secas para ella, a quien le desagradaba el diminutivo de su nombre y pese a haberlo comentado con él, José nunca hizo caso: —Los padres siempre vemos a los hijos como nuestros bebés por más que crezcan y sean adultos, tú eres Sarita, no Sara, esa es tu madre —repetía. En el asunto de los nombres ninguno dio su brazo a torcer, tampoco en el tema de los vestidos, con otros puntos que raspaban la relación: los continuos recados de Satín pidiendo dinero para los gastos de la hija.

—Enormes, a mi modo de ver —decía Baños a los amigos— colegiatura, vestidos, doctores, útiles de la escuela, carajo, y así una larguísima lista hasta con pasajes y golosinas, carajo, pero nunca veo que la arpía ponga nada para nada.

Si bien las visitas de la niña fueron pocas cuando José estuvo casado con Elsa, éstas se hicieron más frecuentes en la época de Gabriela, y se fueron acentuando cuando Baños ya estaba unido a Lucille, quizá porque la norteamericana —de cuerpo grueso y de pechos abultados— no mostraba rechazo ni aceptación gozosa, pues cuando la mujer se encontraba en casa y recibía a la niña, sólo preguntaba si llevaba alguna carta de la mamá, y como siempre la había, Lucille le indicaba a la chica entregársela a su padre una vez que ella se hubiera marchado porque le desagradaban los numeritos ajenos.

Las más de las veces Baños no completaba la totalidad de los pedidos, eso lo sacaba de sus cabales gritando sobre los desmedidos reclamos de la piruja esa, sin que la niña llorara como las primeras veces. Sarita adoptaba una pose de no es culpa mía, mientras el hombre paseaba por la estancia hablando de sus proyectos, pues al iniciar su película no habría lista sin finiquitar para beneficio de su hija, sólo de ella, porque lo demás era un pasado muerto sin posibilidades de ninguna resurrección por más que alguien estuviera rezando por ese milagro.

Cuando la niña se quedaba a dormir en el departamento de la calle Nazas, José se esmeraba en mostrar que entre él y Lucille existía una buena relación. Abrazaba a la mujer, contaba chistes, se paseaba por la sala cantando en voz alta, se disfrazaba de fantasma con una sábana, las llevaba de paseo a Insurgentes para que la niña viera la cascada de luces del anuncio de la Corona, la cúpula luminosa del Cine Insurgentes, el muñeco que echaba humo por la boca. Una vez en casa, al amparo de la foto de la Señora Dorada, él preparaba algo de cenar, casi siempre salchichas y refrescos de cola, pastel con helado y veían en televisión el Hombre de la Cámara, con Charles Bronson, o Noches Tapatías, del agrado de la niña.

—Mi tía va a comprar una tele, pero todavía no le alcanza, estamos juntando poco a poquito —decía con un tono de voz que Baños configuraba dentro de un pedido no planteado de frente, pero cuyas colas se notaban en el arrastrar de las palabras.

Eran las épocas en que con el sueldo de Lucille casi sostenían la casa porque el terco veto —nunca aceptado de una manera oficial— marcaba su dictadura, y los trabajos ocasionales se escapaban con la misma velocidad de los sueños aterrizados en la zona de Nazas, las ideas sobre infinidad de películas se gestaban en todo momento, afloraban de cualquier frase, de situaciones cotidianas, se magnificaban con las pequeñas dosis de cocaína obsequiadas por el Piscacha quien, a cambio de un número determinado de gramos vendidos, regalaba a sus corredores una ración, misma que ponía eufórico a José, con el delirio desbordado y la turbulencia de los planes entercados más allá de las horas en que sin descanso hablaba.

José decidió ponerle veladoras a la fotografía de la Diosa. Bermúdez —bajando el tono grave de la voz, pero manejando las manos como actor en pleno escenario— contestó: Toda imaginación alimentada por estímulos falsos, a la larga llevaría al consumidor a una crisis la más de las veces aniquiladora. Lo dijo así, como parte de una charla múltiple, pero a Baños le hizo pensar: más de uno sabía de esas dosis, clasificadas por él como circunstanciales, pero nunca definitorias ante su economía manipulada por Lucille, quien torcía el gesto cuando él anunciaba ir de charla con los amigos al Mallorca, y los dos estaban conscientes de que era una petición monetaria, porque muchas veces se puede beber sin pagar, pero no se puede beber sin pagar alguna vez, por lo menos el consumo propio.

La noche del 4 de agosto del 62, mientras esperaba llamar por teléfono en el Ships, José habría de recordar las cartas de Satín, los ojos de Sarita escapándose hacia cualquier aparador, las ganas de no ser siempre un arrimado dependiente del humor de la gringa, el boicot de un don Gre feroz, terco en no olvidar pese a los años pasados y que Elsa Aguilar ya no fuera amante de planta del magnate. Los muebles viejos y de variopinto se le enredaban como si cada uno de esos elementos —y otros que sin cesar surgían a cada momento, pero todos relacionados con dinero— vinieran a pellizcar rencores, a encabritar iras, pero también a creer que la mala racha debía terminar pronto, pues nadie puede pagar tanto sin después cobrar la factura marcada como hierro de ganadería.

Y esa oportunidad era fundamento colgado del jolgorio por la llegada de Marilyn, pues lo que la rodeaba, desde la fama hasta la idolatría, pasando por la oportunidad de estar en el centro de la noticia, le marcaba: nadie era poseedor de una idea más clara que la suya, pero sin saber cómo ponerla en práctica, de ahí que esa noche cuando Sarita se quedó a dormir, José Baños tratara de borrar la imagen de la niña disfrazada de puta, y sin más se metió al baño para esnifar la coca y que la mala cara de Lucille no le echara a perder lo que si bien no ha obtenido, está a punto de sacarlo del bache. —Los baches son parte de un lógico vaivén de la vida misma— recitaba Bermúdez como si estuviera ensayando un parlamento. —Nunca debemos pensar que existe la depresión sólo porque no tenemos el valor para echarla afuera. Nada de eso, debemos de saber convivir con toda clase de desventuras, entre ellas la depresión.

Baños movió la cabeza y en la oscuridad del departamento se le presentó el torbellino de imágenes, unas saturadas de tumbas en tercera dimensión, otras donde tropas revolucionarias defendían la plaza en contra del ataque del ejército regular. A veces descollaba el rostro de un hombre asesinando a otro que al caer herido aullaba para en seguida levantarse y repetir la escena enturbiada por el cuerpo de una mujer bañándose en una tina llena de hielos. Pero la imagen más recurrente era la encabezada por una niña con chapas multicolores. Portadora de una falda corta, con los ojos como arañas negras, caminando despacio en los rumbos de la colonia Guerrero, seguida por una vieja horrenda diciendo una retahíla de blasfemias, colocando a cada paso un enorme espejo para que la niña se viera, insistiendo en que el dinero se gana con el culo y no con los sueños, porque ésos sólo dejan crudas insatisfechas.

El Piscacha —a quien Baños siempre llamaba por su nombre y no por el apodo— dijo: las ganancias van de acuerdo a las ventas y a mayor número de clientes enganchados, son también cautivos. Desde ese momento José Baños pensó: el recurso de la venta de coca era sólo pasajero, quien se enreda en eso sólo sale muerto. Por tanto se fijó una tasa mínima de ventas, suficiente para cubrir sus gastos, porque estaba seguro que uno de los puntos que lo habían mantenido en el bache era la ausencia de las relaciones públicas. Y claro, atenido a las migajas de Lucille, a las dádivas de Bermúdez, pero en especial a las de Pablito, no era posible aventajar nada en el ambiente del cine mexicano, así, con las reservas del caso, fijó su sitio de vendimia —como en broma él mismo llamaba a sus ventas— en el restaurante de los Estudios Churubusco, cerca, pero no mucho, de la mesa a diario ocupada por el Indio Fernández.

El director llegaba a eso de las dos y media de la tarde, se instalaba en la misma mesa, solitario, silencioso, se daba a pedir tequila tras tequila, a veces acompañados de un platillo, por lo regular de algún guiso enchilado, para después seguir con cuba y cuba hasta que alguien lo acompañaba trastabillante, o casi desmayado, a un auto de alquiler. En otras ocasiones el Indio permitía que un amigo, o un par de simples desconocidos, compartieran con él la tarde, pero eso no significaba que ese ayer convidado tuviera la posibilidad de hacer lo mismo al día siguiente, pues si el director no estaba de vena sólo gruñía a manera de saludo y era sabido que si la persistencia de sentarse a su lado continuaba, Fernández sacaba la 45 ahuyentando a los insistentes.

Por eso, y porque a José le resultaba difícil la compañía del Indio, no se acercaba a su mesa aunque de lejos saludaba ceremonioso al director, quien la mayoría de las veces no contestaba los saludos pues quizá ni se acordara de una noche en Acapulco, hacía ya mucho, cuando le había presentado a la bellísima Elsa Aguilar.

Baños no tenía una mesa fija como la del Indio, pero él estaba seguro que en un golpe de suerte, y poniendo en ello su talento creativo, tarde que temprano, y más temprano que tarde, iba a igualar a Fernández, con la única diferencia que a Baños nunca le iba a ganar la soberbia. Mientras eso se diera, desde su sitio se daba a distribuir y cobrar por los cuatro o cinco papelillos de coca que era la cuota por él mismo asignada para no colgarse demasiado de ese bisne del que poco hablaba, ni siquiera con los de la peña del Mallorca.

No siempre las ventas en el restaurante de los Estudios Churubusco completaban la cuota, entonces con prudencia andaba a la caza de algún festín, o llegaba a las sesiones privadas donde se exhibían las películas sólo para grupos especiales, en la inteligencia que después de los tragos, al fin de la proyección, se aseguraba una fiesta en grande en casa de don Fulano, o en el penthouse de la estrella de moda. En esos sitios se manejaba con cuidado. Sabedor de las formas, de las jerarquías, buscaba la manera de comportarse sin comprometerse con los bulliciosos juegos eróticos, sin distraerse con los desnudos de las aspirantes a actrices —las más de las veces unas jovencitas capaces de quitar el aliento al más mundano—. Pepe sabía: en el momento de perder piso y dejarse ir tras el jolgorio nocturno, se le cerrarían esas puertas que pulgada a pulgada se habían abierto como si el poder del veto estuviera ya cediendo.

En varias ocasiones vio a Elsa circular por entre la reunión como hada de más de cinco. Él estaba fuera del desliz de los celos, y ella fingía no darse cuenta de la presencia de Baños, quien al terminar su número de papelillos se retiraba con una dosis personal más alta, según él para que la adrenalina tuviera mejores cauces, y para que no lo abrumaran las peticiones de su hija.

De tal manera que la insistencia de Sarita para que el hombre le contara un cuento antes de dormir en la misma cama usada por Lucille y Baños, le dio la oportunidad de reconocer varios asuntos: la niña se iba a ir al día siguiente para regresar una semana más tarde llevando la carta de Satín y la larga lista de peticiones. Esa noche la gringa se iba a desvelar entre bufido y bufido porque Sarita iba a insistir en que su lugar era entre Lucille y su papá. La fecha de la llegada de Marilyn cada vez estaba más próxima y durante esa noche del insomnio triple, los sueños a ojo abierto del cineasta se iban a escapar por las imágenes de su vida en medio de los quejidos y los reclamos, encabezados por Satín y don Gre. Por el momento lo son, pero deberán dejarme de lado —se dijo sin cerrar los ojos, sintiendo el calor de la hija apretada contra sus costillas, sintiendo los brazos de la chica y sabiendo que el veto y los enemigos podrían cambiar, pero los escollos estarían siempre.

Se levantó de la cama y de puntillas cruzó la habitación tratando de no hacer ruido, las voces de ellas le indicaron estar alertas. Pepe les dio una explicación sobre una idea que se le había ocurrido y no deseaba dejarla de lado, era sólo un momento para anotarla, en seguida regresaba. Se metió al baño, usó uno de los papelillos, después se dejó caer varios tragos largos de vodka, directos de la botella. Prendió la luz y estuvo escribiendo notas, citas, frases, dibujando escenarios, haciendo repartos en donde el nombre de Marilyn encabezaba todos.

Se vio dentro de una película con escenas de cabaret y de calles norteamericanas. Ellos dos, José Baños y M. M., caminaban por lugares saturados de gente y de ruido. Alegres saludan y mientras su acompañante, la Diosa, acepta tomarse fotos, él mira a lo lejos a Elsa acompañada de un viejo fofo y arrugado. La Aguilar desea dejarlo y acercarse a la pareja centro de las atenciones, pero el vejete le clava las uñas. Como salido de un ángulo no previsto por la cámara, en medio de un haz luminoso, el cadáver desnudo de una chica de piel muy blanca, de pezones integrados a los pechos, de ojos abiertos reclamando otra oportunidad, es custodiado por una anciana extremadamente maquillada, de garras manicuradas al acecho, lanza gritos, se revuelve el pelo, besa el rostro de la muerta.

Aguardó que el efecto de la coca y del vodka —triplicado por otros tantos tragos muy extensos— se transformara en secuencias más sencillas de captar, o que ese mismo efecto abriera la imaginación para crear los siguientes planos de su película, con la que todos sueñan, traen en el bagaje de sus ritos desde que se meten de cabeza al mundo del cine, a su mundo, al mundo donde reina la Señora de Platino.