IV

Pepe duerme. La Diosa lo mira como si al observarlo se estuviera contando trozos de parlamentos ya aprendidos desde siempre. Le mira el cabello oscuro igual al de Arthur, sólo que el del mexicano es más espeso. El perfil del rostro: nariz recta, dura, los labios delgados, ojos un tanto hundidos y de permanente expresión triste. Le recorre la mano que descansa sobre el hombro, la mira huesuda, tensa pese al sueño. Es un hombre diferente al visto en los últimos días, es la primera ocasión en que ella despierta antes. La primera vez que tiene la oportunidad de mirarlo sin que el hombre esté alerta, con ese brillo de ansia invadiéndolo. Lo sabe débil, tímido pese a sus desplantes. Desconocedor de la casi totalidad de su vida. Sabe, sí, lo que casi todo el mundo sabe, o inventan en los periódicos, pero no lo de adentro de Ella. De sus ansias por tener un hijo. De su soledad. De su amor por las aves. De su temor ante Pat que la mira tan profundo, sin darle reposo. Pepe nada de eso sabe. ¿Y ella, en realidad qué es lo que sabe? No de él que es hoja blanca, sin dobleces, sino de ella misma. De sus sueños. Porque todos poseen sus sueños. Ganas de correr por la Batería en Nueva York mirando el vuelo de las gaviotas. La fama no es buena como menú diario. Pepe está tan lejos de lo de allá. No sabe siquiera de los reclamos de Peter insistiendo en que regrese lo antes posible. Ese hombre dormido tampoco se imagina la espera por dos llamadas que no han llegado. Una de cada uno de ellos. No se imagina tampoco que ella ha decido vivir de otra manera, aceptar el trabajo con Gene Kelly. Mudarse a la casa nueva en Brentwood. Nunca más ir al departamento de Nueva York y menos al hotel Carlyle. Sólo ella conoce el deseo tan grande que tiene de no levantarse de esa cama y dormir sin interrupciones. No quiere ver más el gesto de Joe pidiendo el retorno. Ella no quiere retornos, a sus 36 años quiere avanzar hasta donde más pueda para no detenerse en los recuerdos ni en los ojos borrados de Giancana. No quiere cantar de nuevo para los chicos de la guerra, ni quiere ondear banderas rotas. Quiere estirarse, palpar sus caderas y sentir que no se han ensanchado. Caminar con su ropa y no usar la escogida por los Estudios. Estar con ese hombre que nada pide, no intenta usarla más allá de lo que ella también quiere utilizar: esas manos huesudas, esa lengua como cobra, ese ir y venir sin descanso a los orgasmos. No desea subir ni una vez más al avión de Frank y servir de trapo. Eso no quiere. Odia los días en Cal Neva con D’Amato siguiéndola como perro, atisbándola como lince. Hasta en Ciudad de México los ojos de Giancana se han confabulado en los ojos de Roselli. La Agencia está inmersa en los saludos de Scott. Ellos buscando, escudriñando sus secretos. Insistiendo les relate lo que ella sabe en torno al informe de Goodwin sobre la propuesta del Che Guevara. Pepe duerme con la respiración lenta porque nada sabe. Sabe, sí, que ella ha sentido como pocas veces. Sabe, sí, que hay unos días por delante y debe aprovecharlos en cada instante. Cada minuto como el que ha pasado mirándolo sin tener ganas de levantarse, sin pensar en las llamadas no sucedidas ni en las presiones. Por eso no quiere levantarse y tampoco despertarlo.

Pero despertó sin que Ella al parecer se diera cuenta. Por el espejo Pepe le pudo ver el rostro bello, limpio, diferente al de otras mujeres por las mañanas. Viéndole las líneas de la cara deseó alargar ese momento hasta un siempre: él acostado de lado, desnudo, mirando por el espejo a una mujer bellísima, al parecer ausente, con los pensamientos rebasando el tiempo. Por ese solo instante —sin saber que uno miraba al otro y viceversa— bien valía el haber subsistido en los baches. Era la redención contra su existencia en el hotel Armida junto a Satín y la hija disfrazada de puta pidiendo todo lo pedible. Era su venganza contra Elsa Aguilar. La negación del suicidio orillado por Gabriela. Ese único momento —suspendido en el silencio del cuarto en el hotel Hilton— valía más que muchos años correteando ensueños. Era hallar el sueño dentro de él, reflejado en un espejo que a su vez refleja a una mujer que observa silenciosa otro espejo donde se retrata un hombre que mira a esa mujer y así, repitiéndose el hecho hasta hacerse los dos pequeños, más pequeños que el cuadro del fondo que reproduce un cuadro similar que se va al fondo, reproduciendo otro cuadro igual visto en el fondo.

No quiso integrarse a la escena sin antes ofrecer un preámbulo a su aparente despertar, emitió algunos carraspeos, siempre mirando a la Diosa por el espejo. Ella movió las cejas integrándose a la secuencia marcada en el inicio de la mañana. Él giró el cuerpo y le acarició el cabello. Temía que lo pesado del aliento desagradara a la Señora de Platino con los cabellos en desorden y el rostro limpio como de niña asustada. Pasa las manos por el torso desnudo, dice buenos días. Se yergue y la abraza. Besa el cuello. Baja la cara y con poca saliva lame los pechos. Siente la acelerada respiración de la Gran Señora. Ella no rechaza aun cuando tampoco coopera. Ninguno habla. La tiende boca arriba. Va y viene por el cuerpo. Percibe en la lengua el raspar de los cabellos de las axilas que tercos han renacido. Huele los entresijos, las junturas de la piel, la vulva aún seca. Capta el olor de la noche en las cavidades de la Diosa. Sabe de su propio olor retenido en el paladar. Las manos de la Gran Señora acarician la espalda mientras él mete la lengua tratando de extraer los jugos. Siente la cavidad hecha de olores. Sube su cuerpo y a horcajadas sobre la cama pero con su miembro entre los pechos de la Diosa le hace ver la erección y la punta del falo dirigida hacia la boca de Ella. La Diosa distiende los labios. Abre la boca y la estira. Él mete ahí la verga. Lo hace una y otra vez como si se tratara de un coito. Ella ensaliva. Mueve la lengua. Succiona. Anclado en lo que la Gran Señora degusta gira, ve los pies de ella, se tiende y estremece los otros labios de la Diosa. Olfatea el ano. Introduce ahí el dedo sin dejar de mover la lengua en el clítoris. La Estrella a su vez corresponde con mayor velocidad a su lengua y entonces ellos de nuevo se convierten en un espejo doble, mirado en otro espejo, siendo a su vez la base de otro y de otro perdiéndose en la duplicidad múltiple.

Pablito y Cruz charlaban cuando José Baños llegó al restaurante del hotel. Eran casi las doce del día. En la cara del español-toluqueño se notaba un dejo de satisfacción, gesticulando hablaba con el periodista. Pepe los miró por un momento sin que ellos se dieran cuenta, después avanzó saludando.

Por alguna razón Baños sintió que su presencia cortaba algo de la charla. Pablito, sin dejar de lado la felicidad en los ojos, dijo: se completaba el tercer mosquetero, y se movió para que José se sentara pidiendo huevos, chilaquiles y carne asada sin hacer caso de los comentarios zumbones de los dos. Pablo bebía café pues ya había desayunado, Ricardo comía hot cakes con mucha miel.

—Suerte dé Dios que el saber nada importa —masculló Cruz sin dejar de comer.

—No es suerte, eso déjalo a los que compran lotería —ripostó Baños.

El restaurante estaba casi vacío. La mañana era limpia y algo calurosa. Pablito seguía tomando café sin dejar el tintineo en los ojos cuando dijo: la salida era a las dos de la tarde. Ya había hablado con unos amigos para que después de las compras en el mercado de Toluca fueran al rancho del secretario del gobernador, un señor de apellido Barrios, quien les daría a probar los manjares de la región.

—Te aseguro, macho, las vamos a impresionar.

Por un momento a Baños le desagradó que Pablito fuera tan comunicativo, pero supuso: de todas maneras el grupo de periodistas iba a seguirlos. No hizo mayores comentarios sobre lo que él también sabía después del acuerdo con las dos mujeres.

Comiendo, Cruz se dio a decir: si bien lo de la suerte no cabe con los previsores, era necesario buscar que el cubilete estuviera en manos de quien estaba obteniendo el «caballo». —Nunca se deja el cuero si vas ganando, esa es la primera regla de los dados. ¿No creen? De eso estábamos hablando cuando llegaste, de la suerte y de los listos que saben aprovecharla.

Baños no deseaba entablar una alegata con el periodista, pero le enojó ese aire de predicador adoptado por el tipo sucio que tragaba como si no lo hubiera hecho en años. —La vida no es de metas, sino de consecuencias, ah y de medidas en los alimentos.

—Y eso que ya había desayunado antes con otros amigos —terció Pablito con el disgusto de Cruz.

—Se lo comentaba a mis amistades, si se tiene la cercanía de alguien tan importante no se deben desperdiciar las consecuencias en arrumacos inútiles.

José Baños se dio cuenta: ambos ya habían tratado algo que ahora deseaban comunicar. Movió la cabeza marcando al periodista a seguir.

—La señora es un altísimo personaje, cuando se llega a esos sitios la vida se ve de otra manera, los problemas cotidianos se convierten en nada porque existen elementos que van más allá de la simple decisión de una persona, ¿me entiendes?

—Te voy siguiendo, ¿a dónde quieres llegar? —Baños, sereno, dando ánimos al mismo tiempo que intrigado, sin dejar de lado la posibilidad que Cruz le revelara alguna de sus dudas.

—Todos necesitamos dinero, ¿o no? Bueno, pues hay quien da una buena cantidad por saber algo de la señora. No me malentiendas, no es nada personal… se trata de otros niveles superiores a la cama. Y con esto no trato de ofender a nadie, sino de situarte hacia donde quiero llegar. ¿Me entiendes? La señora hace apuntes, siempre anda haciendo apuntes, ¿me entiendes? Esas notas deben decir algo más importante que sus recuerdos de viaje o su diario personal. Ahí deben existir datos sobre sus relaciones, sus amigos, lo que dicen, y eso puede darnos alguna pauta de ciertos acontecimientos. ¿Me entiendes? —Cruz, sin dejar de hablar continuaba comiendo los hot cakes bañados de continuo con miel de maple—. Algo que ver con la palabra Mangosta. Frases que nos digan lo que ella piensa de Cuba, o más bien, para decirlo claro, lo que J. F. K. piensa de Cuba. ¿Me entiendes?

Pablito bebía el café en silencio. José Baños alentaba al periodista a que continuara. Éste habló de lo que se podía o no considerar traición, de la poca importancia que unos datos podrían tener para Pepe. Esas notas quizá no valieran nada, pero si a alguien le interesaban, ¿quiénes eran ellos para negarlas? En seguida, sin dejar de repetir el ¿me entiendes?, terminó mencionando dinero para una película, y de las millones de veces que la suerte pasa frente a nosotros. —El chiste es saber a qué horas llega y dónde se presenta, lo demás es pan comido ¿me entiendes?—, José se levantó dando por terminada la reunión.

La presencia de la Diosa llenaba la totalidad del escenario por donde el Cadillac de Calvo —seguido por reporteros y los de la embajada— transitaba rumbo al poniente, por una carretera estrecha, llena de automóviles. José seguía repasando la charla de Cruz sin que las explicaciones deshiladas de Pablito le aclararan los enredos a los cuales ellos le podían sacar provecho y resarcirse de lo gastado en esa aventura, excelente, y más si se hace una escala en Toluca, pero muy costosa —insistió diciendo—: Joder, darle un regalito a don Armando, la verdad se ha portado de puta madre, eso no lo podemos olvidar.

Las dos mujeres llevaban pañoletas y la Gran Señora lentes negros bloqueando la luz inmensa de sus ojos, pero adivinada por Pepe mientras ella se decía feliz de conocer un típico pueblito del viejo México. Después del desayuno los dos habían corrido a comprar ropa, a ponerle gasolina al auto, y antes de subir por la Señora, se toparon con el actor Armando Calvo, de bleiser azul, gazné, gafas negras. Sin que Baños pudiera pensar en algo para justificar el préstamo alargado por varios días, se escuchó esa voz tan conocida en las pantallas diciendo: entre gente del mundillo del cine se debían proteger como si fueran, como los son en verdad, de una misma familia. —Sólo te pido lo cuides como la niña de tus mismos ojos, joder, el auto vale una pila de duros, y me tienes que presentar a Marilyn Monroe, ¿eh?

Como siempre esperaron más de lo previsto a la Señora. Pepe aprovechó para preguntarle a Pablito sobre la propuesta de Cruz y el español-toluqueño dijo sin mirarle la cara —para qué quieres saber más del asunto, se trata de ganar algo de dinero— después señaló lo de los gastos de ropa, mariachis, gasolina, comidas, hasta llegar al regalo de Armando Calvo, y lo que falta.

Las compras en el mercado de Toluca se sucedieron dentro de una baraúnda de gente, de fotos, de autógrafos. A la Señora le regalaron desde dulces hasta enchiladas, pulque, gusanos de maguey, huevos de hormiga, colgajos, flores y tantos objetos que al regresar al auto Pablito y José, tapados por los bultos, apenas se veían.

—Mi casa en Los Ángeles se va a ver divina, algún día tienes que venir a visitarla, ¿verdad Pepe?

Asintiendo, Baños besó a la Diosa sin fijarse en los fotógrafos que disparaban las cámaras, como lo seguirían haciendo al llegar al rancho de don Carlos Barrios, quien los recibió en la puerta de una gran construcción de techos de teja, amplias estancias, una biblioteca inmensa, extensos jardines, callejones arbolados.

—Éste es territorio libre, siéntanse en su casa —dijo el hombre alto, de nariz ganchuda, tostado por el sol, de manos fuertes, quien presentó a su esposa, Virginia, nacida en Nebraska, pero con muchísimos años de vivir en México—. Aquí en Metepec, señora Monroe, se hace la mejor artesanía de toda la República —e invitó a los presentes a salir por la puerta trasera que daba a las calles del pueblo y entrar a un taller a donde se le obsequió una sirena, varios árboles y tres soles de barro.

Meses adelante, Pepe habría de recordar la comida que transcurrió con anfitriones maravillosos, una variedad de platillos que asombraron hasta a los mexicanos. A la Diosa bailando sin zapatos, ebria, tragando sin recato las pastillas. Sus viajes al baño donde esnifaban cocaína y le chupaba el miembro. Recordaría los rostros de los invitados y entre ellos el de Win Scott, quien en un momento se le acercó preguntando si ya había charlado con Ricardo Cruz.

—Sí —Pepe respondió hosco.

—Creo entender sus objeciones, pero le aseguro, su aporte le será muy reconocido. ¿Me permite un momento? —Win le indicó que lo siguiera. Caminaron por una calzada bordeada de pinos—. Hay asuntos más allá de nuestra decisión. Se llevan a cabo con nosotros o sin nosotros, la sabiduría consiste en saber utilizar eso que no tiene remedio, y sin alterar los sentimientos personales obtener un beneficio a largo plazo, no circunstancial. La inmediatez es sinónimo de pereza —Baños seguía en silencio ante las palabras de Scott. Escuchó una tesis sobre la función de algunos hombres y los intereses superiores a la visión reducida del egoísmo.

—William Faulkner señalaba que si debía robar a su madre para escribir una novela, no dudaría en hacerlo.

Pepe recordó la charola de plata. Miraba de reojo al norteamericano, éste hablaba un español correcto, persuasivo, moviendo apenas las manos, insistiendo en la necesidad de convertirse en un protagonista de la actualidad y no en mero asistente a una función de cine. Ser actor, no espectador pasivo, eso es la clave de todo, ¿no lo cree así míster Baños? Habló de los problemas de algunas naciones y de la necesidad de echar mano de los ciudadanos que con debilidades o no, deben estar del lado de las causas justas. Después le entregó una pequeña cámara fotográfica y le explicó la sencillez de su manejo.

Los primeros en abandonar la fiesta en el rancho de Metepec fueron la Gran Señora y sus acompañantes. Al despedirse, Win vio el gesto de Baños. El norteamericano le dio un abrazo repitiendo suscribir lo acordado con el periodista, para después indicar:

—Y mis términos. No se olvide, espero sus noticias, si tiene alguna duda, Cruz sabe donde encontrarme a la hora que sea.

La Gran Señora se fue de la mano de Pepe, gran parte de los comensales los acompañó al auto, desfilaron por la misma calzada bordada de árboles donde horas antes Baños recibiera la cámara y las instrucciones.