CAPÍTULO X

Cuando el jefe se hallaba seguro bajo tierra, los policías de la ciudad sudaban bajo sus uniformes azules, y los elegantes muchachos de la Policía de tráfico y la Policía montada (sobre sus hermosos y lustrosos corceles, cuyas patas se hundían hasta la cerneja en los parterres de flores) hubieron conseguido, a duras penas y sin suavidad hacer salir al público del cementerio — pero mucho antes de que la hierba pisoteada comenzara a levantarse de nuevo o los cuidadores repasasen las lápidas destrozadas — abandoné la ciudad en dirección al Landing. Dos eran las razones para ello. En primer lugar, me resultaba imposible permanecer allí. En segundo lugar, Anne se hallaba también en el Landing.

Allá permanecía desde que tuviera lugar el funeral de Adam. Había seguido la carroza fúnebre, lujosa y resplandeciente al sol, en un coche cerrado acompañada de una enfermera que resultó superflua. Lo mismo que Katy Maynard, antigua conocida. No la vi mientras ocupó aquel coche alquilado que iba con paso tímido y torturado durante los casi ciento sesenta kilómetros, arrancado lentamente uno tras otro del camino de cemento: lenta y fastidiosamente, como si estuviesen arrancando una interminable tira de nuestra piel. No la vi, pero sé que se mantuvo erguida, con el semblante pálido, los hermosos huesos de su rostro visibles bajo la piel estirada, y las manos entrelazadas sobre su regazo. Porque tal fue como la vi debajo de los robles cubiertos de guirnaldas de musgo, completamente solitaria a pesar de la enfermera, de Katy Maynard y todos los demás — amigos de la familia, curiosos que vienen a hartarse de mirar y a tocarse con los codos, periodistas, ilustres doctores de la localidad, de Baltimore y de Filadelfia—, todos allí presentes mientras la pala ejecutaba su labor.

Y del mismo modo había abandonado el lugar, sin apoyarse en nadie, con la enfermera y Katy Maynard a la rastra y con ese aspecto de falsa piedad y de turbación que la gente adopta en su semblante cuando los tomamos en público en unión del deudo principal durante un funeral.

Ni siquiera cuando salía por la puerta del cementerio y un reportero la encaró con la máquina para sacarle una fotografía se alteró la expresión de su rostro.

Todavía estaba allí cuando llegué: una sabandija con el sombrero echado sobre un ojo, la cámara colgando del cuello y con un ademán en su rostro. Pensé que probablemente lo conocería, que lo habría visto en la ciudad, o que quizá no, esos sabandijas son siempre parecidos cuando salen de una escuela de periodismo.

—¡Hola! — dije.

Me contestó lo mismo.

—Ya lo he visto tomando esta fotografía.

Dijo que sí.

—Bueno, hijo, si vive bastante aprenderá que ni siquiera un periodista tiene que ser como cierta clase de hijos de perra.

Dijo «¿De veras?», y me miró. Luego preguntó si no era Burden.

—¡Jesucristo! — exclamó—. Trabaja para Stark y todavía llama hijo de perra a otro.

Me limité a mirarlo. Me había hallado en la misma situación un millar de-veces con otras tantas personas. En los vestíbulos de los hoteles, en los comedores, en los automóviles de los clubs, en las esquinas de las calles, en las alcobas y en las estaciones de gasolina. Algunas veces no lo decían exactamente de este modo y otras no lo decían, pero lo veía. De buena gana le daría un puñetazo. Bien sabía cómo apretar el puño y atizar un directo al bajo vientre. Estaba bien entrenado, pues había practicado bastante.

Pero uno llega a cansarse. En cierto modo resulta demasiado fácil y no nos divierte. Luego llega un momento en que ya no nos enfurecemos con tanta frecuencia. Pero no son ésas las razones. Se trata tan sólo de que la gente que nos dice eso — o la que no nos lo dice — no tiene razón y tampoco deja de tenerla. Si fuera una cosa o la otra, no haría falta ni pensárselo, bastaría con cerrar los ojos y allá ellos. Pero la dificultad estriba en que tienen y no tienen la razón a medias, y a la larga eso es lo que nos paraliza. Tratamos de elegir a los unos de entre los otros. No es posible explicar porque no siempre contamos con el tiempo necesario y siempre advertimos esa expresión en sus semblantes. De manera que se llega a un momento en que ni siquiera mostramos interés en darles un golpe en el estómago. Nos limitamos a mirarlos y es como un sueño o algo que recordamos de mucho tiempo atrás o como si no existiesen en absoluto.

De manera que miré su cara de sabandija.

Había, además, otras personas. Me miraban. Esperaban que dijese algo. O que hiciese algo. Pero hasta cierto punto nada me importaron sus miradas puestas en mí. Ni siquiera los aborrecí. No experimenté sino una especie de insensibilidad y de dolor interno, más de lo primero que de lo segundo. Permanecí de pie ante él y esperé como cuando se espera el dolor, después de haber sido alcanzados por un golpe. Después, si el dolor comenzaba, sería yo quien lo haría sentir a él. Pero no hubo nada más que insensibilidad. Por lo que di media vuelta y me alejé. Ni siquiera me importaron los ojos que me siguieron o el principio de risa luego contenido por tratarse de un funeral.

Fui calle abajo lleno de insensibilidad y de dolor, aunque no por causa de lo acontecido en la puerta del cementerio. Lo había sentido antes de llegar allí.

Me dirigí por el Row hacia la casa de los Stanton. No me imaginaba que ella deseara verme inmediatamente, pero pensaba dejar aviso de que estaría en el hotel, en el Landing, hasta las primeras horas de la tarde. Siempre que el estado del jefe no exigiese lo contrario, por supuesto.

Pero una vez en casa de Stanton supe que Anne no recibiría a nadie. Katy Maynard y la enfermera ya no resultaban superfluas. Porque cuando Anne llegó a la casa fue al living y permaneció de pie, justamente detrás de la puerta. Miró despacio ya conciencia de arriba abajo, el piano, los muebles — uno por uno—, el cuadro de encima de la chimenea, de la manera qué hace la mujer que piensa reformar un aposento en todos sus aspectos (tal la manera de expresarse de Katy Maynard) y después se desmayó. Según dijeron, ni siquiera alcanzó la mano hacia la jamba, ni vaciló, ni hizo un leve sonido. De buenas a primeras se desplomó. Todo había terminado y allí estaba, fría sobre el suelo.

De manera que cuando hice acto de presencia, la enfermera estaba arriba prodigándole sus cuidados y Katy Maynard avisando al doctor y encargándose de la casa. No había razón para que permaneciese allí Me metí en el automóvil y puse rumbo a la ciudad.

Pero ahora el jefe se hallaba también en el otro mundo y me encontré de vuelta en el Landing. Mi madre y su Theodore habían ido de viaje, por lo que tenía la casa para mí solo. Tan vacía y tranquila como un depósito de cadáveres. Pero así y todo resultaba algo más animada que los hospitales y los cementerios por donde anduviera. Lo que se hallaba muerto en aquella casa lo estaba desde mucho tiempo y estaba acostumbrado al hecho. Incluso me estaba acostumbrando al hecho de las muertes. Ya había sido arrojada tierra con la pala sobre el juez Irwin, Adam Stanton y el jefe.

Pero aún quedábamos algunos. Y entre ellos figuraba Anne Stanton, lo mismo que yo.

De modo que volví de nuevo al Landing. Y nos sentamos otra vez juntos en la galería cuando lucía el sol — ese sol limón pálido de fines de otoño — y la tarde se acortaba. No alumbraba el sol y el viento encrespaba las aguas de la bahía haciéndolas llegar hasta el camino en ocasiones. El cielo parecía no ser sino lluvia y viento y nos sentábamos uno al lado del otro en el living. No era mucho lo que hablábamos esos días, no porque no hubiese mucho que decir, sino porque acaso hubiese demasiado y una vez comenzado romperíase el hermoso y peligroso equilibrio que habíamos conseguido. Era como si cada uno se hallase sentado al extremo de un columpio perfectamente equilibrado, si bien no en ningún hermoso campo de juegos, sino Dios sabe sobre qué abismo. Y si cualquiera se inclinara hacia el otro, aunque sólo fuese unos centímetros, el equilibrio se rompería y ambos iríamos a parar rodando a la oscuridad. Pero engañamos a Dios y no dijimos una palabra.

No hablábamos, pero algunas tardes leía a Anne. Leía el primer volumen al que le puse la mano encima la primera tarde que advertí la imposibilidad de permanecer allí en un silencio que pesaba y crujía con las palabras no pronunciadas. Era el primer tomo de las obras de Anthony Trollope. Lo cual era cosa segura para leer en esas circunstancias, pues Anthony jamás alteró ningún equilibrio.

De una manera peculiar, esos días de otoño comenzaron a hacerme recordar aquel verano, tiempo atrás, casi veinte años, en que me enamoré de Anne. Aquel verano estuvimos solos, juntos, aun cuando hubiese a nuestro alrededor otras personas, únicos habitantes de esa especie de isla flotante o alfombra mágica que supone estar enamorado. Ese verano parecíamos haber sido tomados por una marea enorme y alegre conocedora de su propio ritmo y de su tiempo y que no habría de ser apresurada ni aun hacia la felicidad que de seguro prometía. Y otra vez parecíamos tomados en la misma marea, sin que nos fuese posible levantar un dedo en su enorme arrastre, pues conocía su ritmo y su tiempo. Pero ignorábamos lo que prometía. Ni siquiera me preocupaba.

De tanto en tanto, empero, me preocupaba de alguna otra cosa. A veces, sentado junto a ella, leyendo o sin hablar; y otras cuando me hallaba lejos, desayunando o caminando por el Row o despierto en el lecho. Había una pregunta. Al referirme Anne la última e impetuosa visita de Adam a su piso — cómo había penetrado violentamente y dicho que no pasaría por chulo de su hermana y demás — había dicho que un hombre había telefoneado a su hermano para hablarle de ella y del gobernador Stark.

¿Quién?

Los primeros días después de los acontecimientos había olvidado el hecho, que después vino a mi memoria. Al principio, aun entonces, la cuestión no me parecía de tanta importancia. Porque nada me lo parecía, en medio de tanto dolor e insensibilidad. O al menos lo que entonces me parecía importante nada tuvo que ver con la cuestión. Lo sucedido era importante, pero no la causa de lo que había acontecido; en cuanto tal causa no radicaba en mí mismo.

Pero la cuestión no cesaba de importunarme. Aunque no pensara en ella, advertía de repente que roía como el diente de un ratón que atacara furiosamente al artesonado de mi imaginación.

Durante algún tiempo no vi manera de abordar el asunto con Anne. Jamás podía decirle nada sobre lo ocurrido. Siempre permanecíamos sentados en nuestra conspiración silenciosa, siempre unidos a la misma por nuestro conocimiento de nuestra anterior y poco ingeniosa conspiración para obligar a Adam y Stark, el uno al otro, y conducirlos eventualmente a la muerte. (De sernos posible quebrar alguna vez el silencio, habríamos de hacer frente a esa otra conspiración, bajar la mirada y observar la sangre que teñía nuestras manos.) Por eso no dije nada.

Hasta que llegó el día en que tuve que decirlo.

—Anne, quiero hacerte una pregunta — dije—. Acerca de... acerca de ello. Luego jamás volveré a tocar ese tema a menos que lo empieces tú.

Me miró sin responder, pero advertí en su mirada el temor y el dolor y más tarde la firme reunión de cuantas fuerzas tenía.

De ahí que me lanzase a preguntar:

—Me dijiste, aquel día que fui a tu piso, que alguien había telefoneado a Adam... , que le había dicho... , que le había hablado de...

—De mí — concluyó la frase ante la cual había vacilado durante un momento. No esperó el impacto. Con toda la fuerza de que era capaz, habíale salido al encuentro—. ¿Bien? — preguntó.

—¿Te dijo quién fue el que telefoneó?

Lo pensó un minuto. Era posible ver, mientras permanecía sentada así, cómo levantaba el velo que cubría aquel momento en que Adam irrumpiera en su piso, del mismo modo como alguien levanta el sudario que cubre la cara de un cadáver sobre la mesa de mármol del depósito y la observa fijamente.

—No, no lo dijo. No dijo sino que era un hombre. Estoy segura de que era un hombre.

Reanudamos nuestra conspiración de silencio, en tanto el columpio vacilaba y se movía debajo de nosotros y las tinieblas alargaban sus fauces hacia ambos y nos aferrábamos.

Abandoné el Landing al día siguiente.

Fui a la ciudad, avanzada ya la tarde, y telefoneé a casa de Sadie Burke, sin que nadie respondiera a mi llamada. Llamé luego al Capitolio, pero tampoco tuve oportunidad de encontrarla allí. Una y otra vez repetí la llamada a su casa: No me acerqué al Capitolio durante la mañana para verla, pues no era mi deseo tropezarme con la cuadrilla que andaría por allí, a la que no deseaba volver a ver en mi vida.

Por eso telefoneé de nuevo. Nadie contestaba en su despacho. Encargué al telefonista que hiciese lo posible por averiguar su paradero. Al cabo de unos instantes la voz dijo: «No se encuentra aquí. Está enferma. ¿Desea algo más?» Y antes de que pudiese poner mis pensamientos en orden oí el golpe del teléfono al ser colgado.

Volví a llamar.

—Aquí Jack Burden — dije—. Me agradaría...

—Oh, señor Burden — contestó el telefonista con tono que lo mismo podía expresar indiferencia que curiosidad.

Hubo un tiempo, no muy lejano aún, en que el nombre «Jack Burden» pesaba algo en aquella casa. Pero aquella voz, mejor dicho, el tono de aquella voz, me indicó lo poco que ya pintaba semejante nombre. Simplemente perder aliento.

Por un momento lo sentí muchísimo. Luego, recordé que las cosas habían cambiado.

Sí, habían cambiado bastante. Y cuando las cosas cambian en un lugar como éste, lo hacen de manera rápida y fundamental y la voz de la telefonista adquiere un nuevo tono cuando pronuncia nuestro nombre. Recordé hasta qué punto había llegado la transformación, y ya no me importó un comino. Pero dije amablemente:

—¿Podría decirme la manera de ponerme en comunicación con la señorita Burke? Se lo agradecería mucho.

Esperé unos momentos hasta que lo averiguó.

—La señorita Burke se encuentra en el sanatorio Millet — me respondió.

Pero aquel sanatorio no era como un hospital. No parecía en absoluto un hospital, según pude ver al desviarme de la carretera a unos cuarenta kilómetros de la ciudad y recorrer lentamente el sendero bajo la magnífica arboleda de robles de más de un siglo de existencia que juntaban sus ramas por encima de la avenida y dejaban caer estalactitas de musgo para formar una penumbra verde, acuosa, como una caverna. Entre los robles plantados a intervalos regulares veíanse pedestales sobre los cuales las estatuas clásicas — vestidas o no, varones y mujeres, manchadas por el tiempo y las hojas y los liqúenes que las invadían, pareciendo como si en realidad hubiesen brotado sin retocar de entre el pegajoso humus verdinegro al pie de ellas — contemplaban al caminante con esa mirada débilmente velada, exenta de curiosidad y pesada de buey. La mirada marmórea de aquellos ojos debe de haber sido la primera etapa del tratamiento del neurótico al salir del sanatorio. Debe haber sido como untar el frío ungüento del tiempo sobre la ardiente pústula y la seca comezón del alma.

Luego, al extremo de la avenida, el neurótico llegaba al sanatorio que prometía paz detrás de tas blancas columnas. Porque el «Sanatorio Millet» era lo que se denomina «casa de reposo». Pero había sido construido por la vanidad y el amor, más de un siglo atrás, por uno de esos ricos ostentosos para quienes el dinero no es obstáculo, que adquirió casi un buque cargado de muebles estilo Imperio, en París, para su casa y casi otro de brillantes mármoles en Roma para su avenida, y que probablemente tendría una cara como un cedro brutalmente cortado y ni un nervio en su cuerpo. Ahora la gente que descendía de individuos como ése o era dueña de dinero suficiente (ganado durante la administración de Grant o de Coolidge) para asumir que era descendiente de ellos, venía a descansar con sus gustos, sus manías y sus rarezas, en esos aposentos de techos elevados, comía sopa de cangrejos y era apaciguada por la voz del psiquiatra, en cuyos ojos, profundos, grandes, oscuros, relucientes y sin fondo, uno se ahogaba lentamente.

Casi me ahogué en ellos durante la entrevista de un minuto, necesaria para obtener permiso para ver a Sadie.

—Está bastante nerviosa — me dijeron.

Sadie se hallaba en una chaise longue, junto a la ventana que daba sobre una extensión de césped que se extendía hasta un canalillo. Su cabellera negra y recortada estaba alborotada, el semblante era blanco como el yeso, y la luz de la tarde, que le daba de través, hacíalo parecer más que nunca como la mascarilla de Medusa, ejecutada en yeso y atravesada por perdigones tamaño BB. Pero era una mascarilla arrojada sobre una almohada y los ojos pertenecían a la misma. No a Sadie Burke. Ni eran ya ardientes.

—Hola, Sadie — dije — Espero que no tendrá inconveniente en que venga a visitarla.

Me estudió un momento con sus ojos apagados.

—No hay ninguno por mi parte — contestó.

Entonces me senté, aproximé más la silla y encendí un cigarrillo.

—¿Qué tal va? — pregunté.

Volvió la cabeza hacia mí y me lanzó otra larga mirada. Durante un momento un débil resplandor brilló en sus ojos, como cuando un soplo de aire toca una brasa.

—Oiga, me encuentro perfectamente. ¿Por qué demonios no he de encontrarme bien?

—Me alegro mucho — contesté.

—No vine porque me suceda nada, sino porque estaba cansada y necesito descansar. Eso es lo que le dije a ese condenado doctor. Le dije: «Estoy aquí para descansar, porque estoy cansada y no deseo que venga a importunarme y a tratar de cambiar secretos conmigo y averiguar si he soñado con máquinas incendiadas. Y si alguna vez comienzo a cambiar secretos con usted le haré arder las orejas. Pero he venido para descansar y no quiero tenerlo cerca de mi oído. Estoy cansada de muchas cosas y de un montón de gente y entre ellas se cuenta usted, doctor.» — Se apoyó en un brazo y me miró fijamente—. Y eso también va por usted, Jack Burden.

No contesté ni me moví, por lo que se hundió, en su asiento y se concentró en sí misma.

Después de haber dejado que el cigarrillo se consumiera entre mis dedos encendí otro antes de hablar.

—Sadie, sé cómo se siente y no quiero suscitar ninguna cuestión entre nosotros otra vez, pero...

—No sabe una palabra acerca de cómo me siento — aseguró.

—Quizá tenga alguna idea. Pero a lo que vine fue a hacerle una pregunta.

—Creí que había venido porque me apreciaba mucho.

—En verdad es así. Hemos estado juntos mucho tiempo y siempre nos hemos llevado bien. Pero ése no es...

—Sí -interrumpió y de nuevo se apoyó sobre un brazo—, todo y todos iban bien. ¡Oh, Jesús!; simplemente bien.

Esperé mientras se hundía de nuevo en su asiento y desviaba de mí su mirada para dirigirla a través del prado y hacia el canalillo. Un cuervo iba abriéndose camino por el aire sobre el destrozado ciprés, más allá del agua, pero en seguida desapareció. Entonces dije:

—Adam Stanton mató al jefe, pero nunca concibió esa idea por sí solo. Alguien lo indujo a ello. Alguno que sabía qué clase de hombre era Adam y los pormenores de cómo había aceptado su tarea en el centro y sabía...

No parecía escucharme sino observar el espacio libre sobre el destrozado ciprés donde el cuervo había desaparecido. Vacilé y luego proseguí después de haber observado su semblante:

—... Y sabía acerca del jefe y de Anne Stanton.

Esperé nuevamente y contemplé su rostro mientras pronunciaba esos nombres sin que nada trasluciese. No parecía sino cansada y sin el menor interés.

—He averiguado una cosa — continué—. Un hombre telefoneó aquella tarde a Adam y le habló sobre el jefe y su hermana. Y algo más. Ya puede imaginarse qué. Por eso se enloqueció y fue a ver a su hermana y a increparla y ella no lo negó. Es de esta clase de personas incapaz de negar una cosa. Creo que estaba harta de guardar un secreto y casi se alegró de no tener que seguir guardándolo y...

—Sí — dijo Sadie, vuelta hacia mí—, dígame qué noble y elevada es Anne Stanton.

—Discúlpeme — dije mientras sentía que la sangre afluía a mi rostro—, creo que no me he desviado del asunto.

—Yo opino que sí.

—¿Tiene alguna noción de quién puede ser el hombre que llamó a Adam? — dije al cabo de un tiempo.

Parecía estar dando vueltas a la pregunta en su imaginación. Si la había oído, de lo que no me hallaba muy seguro.

—¿Lo sabe? — inquirí.

—No tengo la menor idea — contestó.

—¿No?

—No — dijo sin mirarme—. Ni es necesario que la tenga. Porque ya ve, lo sé.

—¿Quién? — pregunté y abandoné mi asiento.

—Duffy — fue la respuesta.

—¡Ya lo sabía! — exclamé—. ¡Tenía que saberlo! Tenía que ser él.

—Si lo sabía, ¿por qué vino a importunarme?

—Porque necesitaba estar seguro. Tenía que saberlo. Saberlo de verdad. Yo... — me detuve al pie de la chaise longue y observé su semblante desviado—. Dice que fue Duffy. ¿Cómo lo sabe?

—¡Al diablo, Jack Burden, vayase al diablo! — dijo con voz cansada. Volvió la cabeza para mirarme. Después, sin apartar su mirada, irguióse en su asiento y comenzó a decir con voz que ya no era cansada sino irritada y violenta—: ¡Que lo lleve el diablo, Jack Burden! ¿Qué le hizo venir aquí? ¿Por qué anda siempre metiéndose en lo de los demás? ¿Por qué no me deja en paz? Diga, ¿por qué no me deja tranquila?

La miré a los ojos, que ahora resplandecían de mañera salvaje en aquel rostro desfigurado.

—¿Cómo lo sabe? — pregunté más suavemente aún que antes, casi en un murmullo e inclinado hacia ella.

—Vayase al diablo, Jack Burden.

—¿Cómo lo sabe?

—Porque... — comenzó. Luego dudó y sacudió la cabeza de manera desesperada, cansada, como un chico atacado de fiebre, sobre la almohada.

—¿Por qué? — insistí.

—Porque — se dejó caer de nuevo sobre los almohadones de la chaise longue — yo se lo dije. Le dije que lo hiciera.

Ahí estaba. Eso era y no me lo había imaginado. Mis rodillas cedieron lentamente, como el cric neumático que deja caer el peso del automóvil al suelo, y me hundí de nuevo en mi asiento.

Allí estábamos Sadie Burke y yo, y la miraba como si jamás la hubiese visto en mi vida.

Al cabo de un minuto, dijo:

—Deje de mirarme. — En su voz no se reflejaba ninguna intensidad.

Debí de seguir mirándola porque volvió a repetirlo.

Después, advertí que mis labios decían, como si hablase conmigo mismo:

—Usted lo mató.

—Muy bien, muy bien — contestó—. Sí, lo maté. Me estaba arrojando por la borda. Y para bien, sí, esta vez supe que era para bien. Por aquella Lucy. Después de todo lo que hice. Cuando hice de él lo que era. Le aseguré que me las pagaría, pero me lanzó esa nueva y triste sonrisa, como si estuviese ensayando para hacer de Jesús, y tomándole la mano me pidió que comprendiera..., ¡que comprendiera, Jesús...! Y entonces, como si fuese un relámpago, supe que lo mataría.

—Mató a Adam Stanton — dije.

—¡Oh, Dios! -alentó-. ¡Oh, Dios!

—Mató a Adam — insistí.

—Oh, y maté a Willie, lo maté — murmuró.

—Sí — convine con un gesto de cabeza.

—¡Oh, Dios! — dijo, sin apartar su mirada del techo.

Había averiguado lo que fuera a descubrir. Pero continué sentado y ni siquiera encendí un cigarrillo.

Al cabo de un tiempo, dijo:

—Venga, acerque su silla.

Obedecí y esperé. No me miró sino que extendió su mano derecha hacia mí, inciertamente. La tomé y la retuve mientras ella continuaba con la mirada fija en el techo y la luz de la tarde le iluminaba cruelmente el semblante.

—Jack — dijo por último, sin mirarme aún.

—¿Sí?

—Me alegro de habérselo referido. Sabía que tenía que decírselo a alguien. Alguna vez. Supe que se presentaría ese momento, pero no tuve a quién contárselo. Hasta que usted vino. Por eso aborrecí que viniese.

Tan pronto como atravesó la puerta supe que tenía que decírselo. Pero me alegro de haberlo dicho. Ya no me preocupa quién lo sepa ahora. Acaso no seré noble y elevada como esa Stanton, pero estoy contenta de haberlo dicho.

No se me ocurrió gran cosa que decir y por eso continué sentado un buen rato, reteniendo su mano en el silencio que Sadie parecía desear y observando por encima de ella hacia el canalillo, sinuoso bajo el musgo pendiente de los deteriorados cipreses de la otra orilla, el agua cubierta de algas moteadas y cargada por el olor del pantano de la jungla y de la oscuridad, a lo largo del borde del césped recortado.

Había averiguado que Tiny Duffy, ahora gobernador del Estado, había sido quien matara a Willie Stark de manera tan cierta como si hubiese empuñado el revólver con su propia mano. Y también había averiguado que Sadie Burke había sido quien pusiera el arma en manos de Tiny Duffy, apuntada hacia aquél, y que ella, además de la muerte del jefe, era causante de la de Adam Stanton. Pero lo hecho por ella había sido obra de un momento de arrebato. La obra de Tiny Duffy, en cambio, había sido ejecutada en frío. La acción de Sadie Burke había sido borrada en cierto modo y no existía ya para mí.

Quedaba, pues, Duffy. Este lo había hecho. Y, cosa extraña, sentí un gran alivio y alegría por tal conocimiento. Duffy había sido quien lo hiciera y todo quedaba claro y brillante como el sol helado. Allá a lo lejos veíase a Tiny Duffy, con su anillo de diamantes, y aquí a Jack Burden. Me sentí libre y puro como cuando se observa de repente que hemos recobrado nuestras facultades, después de haber permanecido paralizados algún tiempo, por ignorancia o por indecisión. Me sentí al borde de la acción.

Pero no supe qué hacer.

Cuando volví a ver a Sadie — que me pidió que lo hiciera — indicó, sin que yo hiciera la menor mención sobre el asunto, que firmaría una declaración si lo deseaba. Contesté que sería maravilloso, pues aún me sentía libre y puro, al borde de la acción, y estaba poniéndome el asunto en bandeja. Le di las gracias.

—No, no me agradezca nada. Me estoy haciendo un favor a, mí misma. Duffy... Duffy — se sentó en la chaise longue y sus ojos relampaguearon como antaño — ¿sabe lo que hizo?

Prosiguió hablando antes de que nadie pudiese contestarle:

—Después que hubo ocurrido no sentí lo más mínimo. Aquella misma noche supe lo acontecido y no experimenté absolutamente nada. Y a la mañana siguiente Duffy llegó hasta mí, gesticulando y bufando, y dijo: «Chiquilla, voy a hacerte un gran favor, seguro que te lo haré.» Ni siquiera en aquel momento experimenté ninguna sensación, ni aun al mirarlo a la cara. Pero luego me puso la mano sobre el hombro y hasta me acarició y frotó la espalda entre los omóplatos y dijo: «Chiquilla, has detenido tu reloj y no te olvidaré; muchacha, tú y yo podríamos entendernos muy bien.» Luego ocurrió algo. En aquel mismo instante. Como si todo hubiese acontecido delante de mí en lugar de en el Capitolio, Y le clavé las uñas y di un salto. Salí corriendo del lugar. Y tres días después, cuando el jefe murió, vine aquí. Era el único lugar al que podría ir.

—Bueno, de todos modos, muchas gracias, pero creo qué no podremos detener el reloj de Duffy.

—No será capaz de funcionar de acuerdo con la ley.

—No opino lo mismo. Cualquier cosa que él haya dicho a usted o usted a él no prueba nada. Pero hay otros medios.

Pensó unos momentos antes de decir:

—Cualquier otro medio, legal o no, me parece que advertirá que arrastra a esa... — vaciló y no dijo lo que estuviera a punto de decir; luego rectificó—: arrastra a Anne Stanton en el asunto.

—Lo hará — afirmé —; sé que lo hará.

Sadie se encogió de hombros.

—Ustedes, todos ustedes, saben lo que quieren.

—Quiero atrapar a Dufy.

—Está bien — dijo, y volvió a encogerse. De pronto parecía haberse cansado nuevamente—. Está bien — repitió—, pero el mundo está lleno de Duffys. Parece como si los hubiese estado conociendo toda la vida.

—Yo estoy pensando solamente en uno — declaré.

Todavía estaba pensando especialmente en ése una semana después (por entonces parecía que el único medio de echarlo todo abajo era mediante un periódico contrario a la administración) cuando recibí una nota de ese particular Duffy en la que decía que lo visitase, a mi comodidad, si no tenía inconveniente.

Me convino hacerlo en el acto y lo encontré rellenando sus ropas de manera imperial y porcina, lo mismo que el gran sofá de cuero del despacho del Capitolio, donde el jefe solía tomar asiento. Sus zapatos rechinaron al adelantarse para saludarme, pero su cuerpo se balanceó con la hinchada ligereza de un cuerpo ahogado que al final se consigue desprender del lecho fangoso del río para elevarse majestuosamente y balanceándose, a la superficie. Nos dimos la mano y él sonrió y me indicó un asiento, en tanto el sofá gruñía al recibir su peso.

Un negro de blanca chaquetilla trajo bebidas. Tomé un vaso, pero decliné un cigarro y esperé.

Dijo lo mucho que le apenaba lo del jefe. Asentí con un movimiento de cabeza.

También indicó cuánto lamentaban los muchachos lo del jefe. Volví a asentir.

Comentó cómo las cosas iban saliendo bien, sin embargo. Justamente como el jefe hubiera deseado. Asentí por tercera vez.

Y cómo, empero, todos echaban de menos al jefe. Nueva aprobación mía.

—Jack — aseguró luego—, seguro que los muchachos también sienten mucho que usted se haya alejado.

Cabeceé modestamente y dije que yo también los echaba de menos.

—Sí, estaba pensando el otro día: «Tan pronto como me instale echaré mano de Jack. Sí, Jack es la clase de individuo que me gustaría tener junto a mí: No hay duda de que el jefe lo apreciaba mucho y lo que era bueno para él lo es también para el viejo Tiny Duffy.» «Sí, me dije a mí mismo, buscaré al amigo Jack. Es la clase de individuo que necesito. Es de los rectos. Se puede confiar en él. Dirá la verdad sin temor y sin parcialidad. Su palabra es como un documento.»

—¿Se está refiriendo a mí? — pregunté.

—Pues claro — contestó—. Y le estoy haciendo una proposición. Ignoro exactamente qué convenio tenía con el jefe, pero dígamelo y cuente con un aumento del diez por ciento.

—No tuve quejas sobre el modo como fui tratado.

—Bien, eso se llama hablar como un hombre, Jack — dijo, y agregó vivamente—: Pero no me interprete mal. Me consta que tanto usted como el jefe eran así. — Levantó dos dedos, largos, relucientes y episcopales, como para echar la bendición —Así — repitió—. Y no me interprete mal. No estoy criticando al jefe. Lo único que deseo es demostrarle que lo aprecio.

—Gracias — dije, con cierta falta de calor.

Esa falta de calor fue tal, presumo, que se inclinó un poco hacia delante y dijo:

—Jack, le subiré el veinte por ciento..

—No es suficiente.

—Jack, tiene razón. No es suficiente. Veinticinco por ciento.

Meneé la cabeza.

Reflejó cierta intranquilidad y el sofá crujió, pero se repuso, sonriente.

—Jack — su tono era apaciguador—, dígame simplemente lo que cree justo y veremos de complacerlo. Crea que lo haré. Dígamelo sin cumplidos.

—Nada será suficiente.

—¿Eh?

—Escuche. ¿No dijo hace poco que mi palabra es como una firma? ¿Me creerá entonces si le digo algo?

—Por supuesto, Jack.

—Bien, entonces va a oír algo. Es usted el piojo más asqueroso e inmundo que Dios haya creado en este mundo. — Disfruté grandemente el momento de silencio absoluto que siguió, y luego proseguí—: Y cree que podrá comprarme. Bueno, ya sé por qué lo quiere. Ignora qué o cuánto sé. Estaba muy junto al jefe y me he enterado de muchas cosas. Soy la carta que falta para el triunfo. Sin mí no podría hacer nada y por eso trata de atraerme. Pero no habrá ocasión, Tiny, no hay nada que hacer. Y es demasiado malo, Tiny. ¿Sabe por qué?

—Oiga — dijo de manera autoritaria — oiga, no puede...

—Es demasiado malo porque sé algo. Sé mucho, mejor dicho. Hasta me he enterado de que usted mató al jefe.

—¡Es mentira! — exclamó, irguiéndose sobre el sofá y haciéndolo crujir.

—No es mentira. Ni simple suposición. Aunque tendría que haberlo adivinado. Sadie Burke me lo dijo. Ella...

—Ella anda mezclada en el ajo. Sí, ella también está metida en el asunto.

—Estuvo — recalqué—, pero ya no tiene que ver. Y lo aireará ante el mundo. Ni le importa ni tiene miedo de nada.

—Será mejor que lo tenga. Yo...

—No tiene miedo porque está cansada. L)c todo y de usted.

—La mataré — dijo, y el sudor brotó de sis. sienes.

—No matará a nadie — dije — y esta vez no habrá quien lo haga por usted. Porque tiene miedo. Tuvo miedo de matar al jefe y de no matarlo, pero la fortuna vino en su ayuda, aunque usted dio un empujoncito a la suerte, Tiny, y juro que lo admiro por ello. Porque me abrió los ojos. Ya ve, Tiny, durante todos estos años no pensé que usted fuera un personaje real, sino simplemente algo salido de la página de chistes. Con un anillo de diamantes. Era para el jefe ni más ni menos que la bolsa de arena que los boxeadores utilizan para entrenarse y usted se limitaba a recibir el golpe haciendo un gesto que daba náuseas. Era como ese perro de lanas de que he oído hablar. ¿Oyó hablar alguna vez del perro de lanas? — No le di tiempo para contestar. Vi cómo se movían sus labios y continué-A: Hubo una vez un borracho, dueño de un perrillo lanudo al que llevaba siempre de bar en bar. ¿Y sabe por qué? ¿Por devoción? Nada de eso. Lo llevaba por todas partes para escupir sobre él y no ensuciar el suelo. Bien, usted era el perrillo del jefe. Y muy a su gusto. Le escupían y le gustaba. Usted no era humano. Ni real. Eso es lo que yo pensaba. Pero me equivoqué, Tiny. Había algo en su interior que lo hacía humano y se rebeló al verse escupido. Aun por dinero. — Me levanté, con el vaso medio vacío en la mano—. Y ahora, Tiny — dije—, que lo conozco realmente, lo compadezco hasta cierto punto. Es un viejo gordo y singular, con el corazón en mal estado, el hígado casi destrozado, el sudor corriéndole por el semblante, su conciencia nada tranquila y una gran oscuridad en su interior, como el agua que se eleva en un sótano, y casi lo siento por usted. Pero si dice una sola palabra dejaré de sentirlo. De manera que ahora beberé su whisky y escupiré el vaso y me retiraré.

Así lo hice. Arrojé el vaso al suelo (no se rompió al estrellarse contra la espesa alfombra) y me dirigí a la puerta. Casi había llegado a ella cuando oí un ruido en el sofá. Me volví.

—Eso — era como el croar de la rana—, eso no servirá ante un tribunal.

—No, ya sé que no. Pero así y todo ya tiene bastante para que le duela la cabeza.

Abrí la puerta y la atravesé, dejándola abierta. Crucé el amplio vestíbulo bajo la resplandeciente claridad de la araña y salí al aire fresco de la noche.

Aspiré hondamente el aire de la calle y contemplé el cielo. Las estrellas pareciéronme un millón. Y no me sentí tan grande como ellas. Tan cierto como hay Dios, había originado esa escena. Le había atacado en su parte más sensible. Estaba henchido de triunfo. Me sentía héroe. Era san Jorge y el otro el dragón. Era Edwin Booth inclinándose ante los aplausos del auditorio o Jesucristo con el látigo en el templo.

Y en seguida, bajo las estrellas, fui el hombre que se ha servido lo mejor, desde la sopa hasta las nueces y un Corona Corona9y se siente virtuoso como un millón y de pronto no existe sino ese sabor bilioso y ácido que se nos viene a la boca desde el estómago, viejo y cansado.

Tres días después recibí una carta certificada de Sadie Burke, que decía:

«Estimado Jack:

»Dado que no deseo que piense que he de volverme atrás y que no haré lo que dije que haría, incluyo la declaración que le ofrecí. La he hecho atestiguar ante un notario, he tomado todas las precauciones posibles y ahora puede hacer de ella el uso que más le convenga, porque es suya. Es "su retoño", tal como le dije.

»En cuanto a mí me ausentaré. No digo simplemente de esta mezcla entre un hogar de viejos y una incubadora de imbéciles, sino de la ciudad y del Estado. No puedo quedarme cerca y me voy. Me dirigiré a bastante distancia y por bastante tiempo y es posible que el clima me resulte mejor en alguna otra parte. Pero mi prima (la señorita Sill Larkin, 2. 331 Av. Rousseau), que es lo que más se aproxima a un pariente con que cuento, tendrá alguna dirección mía en algún momento. De manera que si desea ponerse en contacto conmigo escríbame por intermedio de ella. Dondequiera que me encuentre, haré lo que usted diga. Y volveré si me lo ordena. No quiero que crea que me echo atrás. No me importa que alguien lo sepa. Haré todo lo que usted estime conveniente con relación al asunto.

«Pero si acepta mi consejo, abandone el asunto. Esto no implica ningún afecto por mi parte hacia Tiny Duffy. Espero que le diga su merecido y le haga humedecerse los pantalones. Pero mi consejo es que no siga adelante. En primer lugar no le es posible proceder en el terreno legal. En segundo término, si lo utiliza en el terreno político, lo único que conseguirá es impedir su reelección y tanto usted como yo sabemos que jamás figurará ni como candidato. Los muchachos jamás lo harán porque saben que no es más que un pelele. Incluso de acuerdo con sus cánones. Era algo que el jefe tenía a mano. Remover este asunto no hará ningún daño al Partido. Simplemente le servirá de pretexto para desembarazarse de Duffy.

»Si quiere vengarse de la camarilla no tiene que hacer sino dejar que se cave su propia sepultura, como seguramente hará ahora que el jefe ha desparecido. En tercer lugar, seguro que si se remueve este asunto ocasionará bastante dolor a esa dama Anne Stanton. Puede que sea tan noble y elevada, como usted dijo, y que desee hacer algo, pero será un estúpido si la obliga a ello. Posiblemente tenga ya bastante amargura en su camino y sería una necedad dé su parte crucificarla porque haya concebido alguna retumbante idea de que es usted un Eagle Scout10y ella Juana de Arco. Sería un tonto aunque no hiciera más que decírselo. A menos que sea tan charlatán que ya se lo haya contado. Lo cuales muy probable. No le diré que sea mi mejor amiga, pero ya ha sufrido bastante tropiezos, como ya le manifesté, y podría darle una oportunidad.

«Recuerde que no me echo atrás. Simplemente le doy un consejo.

»Tenga mucho cuidado de que no lo alcance el guardabarros.

»Lo saluda atentamente,

Sadie Burke.»

Leí la declaración de Sadie, que refería todo cuanto tenía que referir y una de cuyas páginas estaba firmada por los testigos y autorizada por el notario. Luego la plegué. Era inútil para mí. No a consecuencia del consejo de Sadie. Su carta era muy sensata, desde luego. Pero algo había acontecido. Al diablo con todos, pensé. Estaba asqueado de todo.

De manera que Sadie me había calificado como Eagle Scout. De todos modos, no era nada nuevo. Cosas bastante peores me había dicho yo mismo la noche en que caminaba bajo las estrellas, después de mi entrevista con Duffy. Pero me tocó en lo vivo y me escoció. Sobre todo porque ya no era ningún lugar secreto. Sadie lo había conocido. Había leído a través mío como en un libro abierto.

No existía sino un débil consuelo en ello. Al menos no había sido necesario esperar que ella lo leyese. Ya me lo había leído a mí mismo la noche en que iba bajo las estrellas después de mi entrevista con Duffy, lleno de orgullo y convertido en Eagle Scout, cuando el sabor agrio hizo su repentina aparición en mi garganta.

¿Qué era lo que había leído? Simplemente esto: Cuando descubrí que Duffy había sido el causante de la muerte del jefe y de Adam, me sentí limpio y puro, y cuando me desahogué con Duffy me sentí como un gigante porque creí que con eso me quedaría tranquilo. Duffy era el villano y yo el héroe. Habíame despachado con Tiny y mi cabeza reventaba de satisfacción. Pero en seguida sucedió algo y la boca se me agrió.

Esto fue lo sucedido: De repente me pregunté cómo Duffy estaba tan seguro de que trabajaría para él. Y de pronto vi los ojos del fotógrafo sabandija y periodista del cementerio clavados en mí y todos los que me miraban, y en el acto comprendí que había tratado de convertir a Duffy en víctima propiciatoria: para mí, para liberarme de él; y ese heroísmo gigante que experimentara me produjo un sabor agrio en la garganta y me sentí cogido, empantanado y aprisionado como un buey en un fangal. No fue simplemente que me contemplara otra vez como parte de la conspiración con Anne Stanton que obligó a Willie y a Adam entre sí y fuera causa de la muerte de ambos. Fue algo más que eso. Algo así como si fuese atrapado en una enorme conspiración cuyo significado me fuese imposible alcanzar. Como si la escena a través de la que acababa de pasar fuese una imitación monstruosa y ridícula con fines imposibles de concebir y ante un auditorio invisible pero que me constaba se burlaba entre sombras. Como si en medio de la escena Tiny Duffy me hubiese guiñado lentamente y como hermano su ojo de ostra y yo hubiese sabido que él conocía la verdad de pesadilla, que era que ambos éramos gemelos unidos más íntima y desastrosamente que esos caprichos de la naturaleza pegados por un puñado de carne y hueso y por el fluir de la sangre. Estábamos unidos para siempre y no lo aborrecería sin aborrecerme a mí mismo, ni me amaría sin amarlo también a él. Estábamos unidos para siempre bajo el ojo impertérrito de la Eternidad y por la Santa Gracia del Gran Tic a quien debemos adorar.

Y me levanté y me retorcí como el buey en el cenagal y el ácido me quemó la garganta y eso fue todo y aborrecí todo y a todos, a mí mismo, a Tiny Duffy, a Willie Stark y a Anne Stanton. Al diablo con todos ellos, dije imparcialmente a la claridad de las estrellas. Todos me parecieron iguales. Y yo igual que ellos.

Así transcurrió bastante tiempo.

No regresé por entonces al Landing. No deseaba ver a Anne. Ni siquiera abrí la carta que me escribió. Estuvo sobre mi escritorio, donde la veía todas las mañanas. No quise ver a nadie conocido. Vagué por la ciudad, permanecí sentado en mi habitación o en bares que jamás había visitado o frecuenté los cines viendo las películas desde la primera fila, desde donde podía admirar las enormes y deformadas sombras que gesticulaban o se golpeaban o se agarraban y pronunciaban afirmaciones que eran para mí recuerdo de todo cuanto hubiese que recordar.

Y estuve sentado durante horas en la sala de diarios de la biblioteca pública, ese lugar adonde, lo mismo que a las estaciones de ferrocarril y a las misiones y a las letrinas públicas, se dirigen los viejos acatarrados y los holgazanes para hojear los periódicos que hablan del mundo en que viven cierto número de años o se sientan fatigosamente y contemplan la lluvia que cae sobre los grandes ventanales situados por encima de ellos.

Fue en la sala de periódicos de la biblioteca pública donde encontré a Sugar-Boy. Era un lugar tan improbable para semejante encuentro, que al principio dudé de ello y apenas acepté la evidencia de mis ojos. Pero allí estaba. La cabeza más bien alargada colgada hacia delante como si fuese demasiado grande para el cuello y pude advertir cuan delgada y rosada era su piel, donde el cabello había desaparecido prematuramente. Sus brazos cortos, cubiertos por las arrugadas mangas del traje de sarga azul, yacían simétricamente colocados sobre la mesa, delante de él, como un puñado de bolsas llenas de salchichas sobre el mostrador de una carnicería. Las manos, regordetas y pálidas, doblándose inocentemente sobre el barniz amarillo de la mesa de roble. Estaba hojeando una revista ilustrada.

Luego, una de sus manos, la derecha, con ese movimiento rápido y tembloroso que tan bien recordaba, descendió por debajo de la mesa — presumo que al bolsillo de la americana — y volvió con un terrón de azúcar que se introdujo en la boca. Ese movimiento tembloroso de la mano me trajo algo a la memoria y me pregunté si seguiría llevando la pistola. Observé el hombro izquierdo sin poder descubrir nada. El traje de sarga azul de Sugar-Boy era siempre demasiado holgado para él.

Era Sugar-Boy; muy bien, y no sentía deseos de verlo. De levantar la cabeza me tendría precisamente frente a él. Y mientras hallábase embebido en el examen de la revista me encaminé hacia la puerta. Me desvié hacia un lado cuando de pronto levantó la mirada y se encontró con la mía. Abandonó la silla y vino hacia mí.

Le hice una inclinación de cabeza, un movimiento ambiguo que tanto pudo indicar reconocimiento como una señal para que me siguiese al vestíbulo, donde podríamos hablar. Lo tomó en este último sentido y fue tras de mí. No lo esperé junto a la puerta, sino que avancé unos pasos hacia los escalones que conducían a la galería principal. Quizás él interpretase algo durante ese recorrido. Pero no fue así. Vino detrás de mí con los pantalones de sarga azul amplios colgando de su cuerpo y la parte de abajo doblada y a pesar de ello caída sobre sus negros zapatos de cabritilla, de puntera ancha.

—Ho-ho-ho — comenzó y su semblante empezó a efectuar esas contorsiones dolorosas y como de disculpa, y la saliva voló.

—Voy tirando — dije—. ¿Y usted?

—Mu-mu-mu-muy bien.

Nos hallábamos en el deslucido y poco alumbrado vestíbulo del sótano de la biblioteca pública, con las colillas de los cigarrillos esparcidas a nuestro alrededor sobre el piso de cemento y la puerta de los lavabos para hombres detrás nuestro y en la atmósfera el olor a papel seco, a tierra y desinfectante. Eran las once y media de la mañana y afuera el cielo gris chorreaba sostenidamente como un toldo viejo, lleno de agujeros y empapado. Nos miramos. Ambos sabíamos que nos hallábamos allí para guarecernos de la lluvia por no tener otro lugar al que acudir.

Cambió la posición de los pies en el suelo. Lo observó y luego volvió a mirarme.

—Po-po-podría tener un-un-un empleo — declaró ansiosamente.

—Por supuesto — contesté sin mucho interés.

—No-no-no-no quise u-no. Todavía no. No-no-no-no-no me sentía co-co-como para trabajar.

—Por supuesto — repetí.

—Te-te-tengo algún dinero ahorrado — dijo a modo de disculpa.

—Naturalmente.

Me miró de una manera inquisitiva.

—¿U-u-u-usted consiguió a-a-algo?

Meneé la cabeza, pero estuve a punto de decir lo mismo que él. Que podría haberlo conseguido si quisiera pero que no me sentía con ganas de trabajar. Podría haber estado sentado en un bonito despacho al lado de Tiny Duffy, con los pies sobre el escritorio de roble americano. Si hubiese querido. Y mientras eso cruzaba por mi imaginación, no sin cierta ironía, de repente vi como el resplandor de un relámpago acompañado del trepidar del trueno, que el Señor colocara ante mis ojos. Duffy, pensé, Duffy.

Y allí estaba Sugar-Boy parado ante mí.

—Escuche — dije, y me incliné hacia él en el vacío vestíbulo—, escuche. ¿Sabe quién mató al jefe?

La cabeza más bien grandota se inclinó a un lado sobre el delgado cuello mientras me miraba, y el rostro comenzó de nuevo su doloroso tic.

—Sí — dijo — sí, ese hijo de pe-pe-perra y yo-yo-yo lo maté.

—Sí, mató a Stanton.

Y en ese mismo instante experimenté una especie de puñalada al pensar en Adam, vivo un tiempo atrás y ahora desaparecido, y aborrecí a la deforme e insignificante figura de Sugar-Boy.

—Sí, lo mató.

La cabeza se inclinó ligeramente sobre el delgado cuello y el hombre repitió:

—Yo-yo-yo lo maté.

—Pero suponga que no lo sabe — dije inclinándome—, suponga que había alguien detrás de ese Stanton, alguien que lo instigó a hacerlo.

Dejé que esa idea penetrase en su cerebro y observé el tic de su rostro. Pero no se produjo ningún sonido.

—Suponga — repetí—, considere que yo se lo dijera, que pueda probarlo..., ¿qué haría usted?

De repente el tic desapareció de su semblante, que quedó tan suave y tranquilo como el de un niño.

A-¿Qué haría? — pregunté de nuevo.

—Mataría a ese hijo de perra. — Esta vez no hubo tartamudeo en sus palabras.

—Lo colgarían después por ello — advertí.

—Lo ma-ma-lo mataría. No podrán co-co-colgarme antes de matarlo.

—Recuerde — me acerqué más aún — que lo colgarían.

Me miró fijamente, escudriñando mi semblante.

—¿Qui-qui-quién es?

—Lo ahorcarían. ¿Está seguro de que lo mataría?

—¿Qui-qui-quién es? — volvió a preguntar—. U-u-usted sabe, u-usted sabe algo y no-n-no quiere decirlo.

Podía decírselo. Decirle que volviese allí mismo a las tres de la tarde, pues deseaba mostrarle algo. Y traerle el documento de Sadie, que estaba en mi habitación sobre la mesa y dejárselo examinar. Una sola mirada iba a ser como si tocase un gatillo.

Sus manos tiraban y se clavaban en mi americana.

—Dí-dídígamelo.

Una sola mirada. Todo estaba perfecto. Podría reunirme con él a las tres de la tarde. Pasaríamos a los lavabos para dejarle echar una sola ojeada, después de lo cual podría regresar a casa y quemar el documento. Diablo, ¿por qué quemarlo? ¿Qué había hecho yo? Hasta había advertido al individuo de que lo colgarían. Nada existía contra mí.

Se aferraba a mi americana de manera débil, importunándome, y decía:

—Dí-dí-dígamelo. Mejor de-de-decírmelo ahora.

Sería demasiado fácil. Era perfecto. Y la perfecta ironía matemática del asunto — el perfecto duplicado de lo que Dufy me hiciera — me pasó por la imaginación y sentí ganas de reír en voz alta.

—Escuche — dije a Sugar-Boy—. Deje de clavarme la mano y escuche, y le diré...

Dejó de clavarme sus manos y permaneció sumiso ante mí.

Lo haría. Estaba seguro de que lo haría. Y era una broma tal contra Duffy que casi reí fuertemente. A la vez que el hombre se me vino a la memoria pasó por mi imaginación su semblante grande, lunar y sebáceo, haciéndome un gesto con la cabeza, como si advirtiese oculta y fraternalmente una broma y haciendo un guiño en el preciso momento en que despegaba los labios para pronunciar las sílabas de su nombre. Me guiñaba exactamente como a un hermano.

Permanecí completamente inmóvil.

El tic volvió a funcionar en el semblante de Sugar-Boy. Iba a preguntarme otra vez, pero lo miré y dije:

—No era sino una broma.

Su semblante quedó completamente inexpresivo y luego se reflejó en él una expresión de absoluta criminalidad. No era ningún relámpago de furia sino una seguridad fría, ingenua y criminal. Como si su semblante se hubiese congelado durante una fracción de segundo en esa certeza; y parecía como la cara de un hombre atrapado y muerto en la nieve mucho tiempo atrás, siglos atrás — allá en la edad de hielo, quizás — y el glaciar lo transporta centímetro a centímetro durante todas aquellas centurias y de pronto, con su pureza primitiva y su inocencia letal, nos contemplase a través de la última capa de hielo.

Estuve así lo que me pareció una eternidad. No pude moverme. Estaba seguro de que no me movería más.

Luego desapareció el semblante. No quedó sino el de Sugar-Boy, con la cabeza demasiado grande para ese cuello tan delgado. Me humedecí los labios con la lengua.

—No debería haber hecho eso conmigo — lamentó. Su voz era muy humilde.

—Lo lamento.

—Ya-ya-ya sabe cómo me-me-me siento y no debió ha-ha-haberlo hecho.

—Ya lo sé y lo siento. Lo siento de veras.

—No-no-no es nada — dijo casi para sí mismo.

Lo estudié. Luego dije, creo que tanto para él como para mí:

—Realmente lo habría hecho.

—E-e-era el jefe — contestó.

—Aunque lo colgaran luego.

—No-no-no hay otro co-co-mo el jefe. Y lo ma-ma-mataron. Tu-tu-tu- vieron que matarlo.

Cambió de lugar los pies sobre el piso de cemento y luego se los miró:

—Hablaba tan-tan-tan bien — musitó casi para sí—. El je-je-jefe podía. Nadie e-e-era capaz de ha-ha-hablar como él. Cuando ha-ha-ha- blaba y todos gri-gri-taban, parecía que algo i-i-iba a estallar den-den- tro de uno. — Se llevó la mano al pecho para donde algo parecía que iba a estallar. Luego me observó inquisitivo.

—Es cierto, era un gran orador — convine.

Estuvimos medio minuto más sin decirnos nada antes de observarse los pies, después de haberme mirado. Luego volvió a observarme y dijo:

—Bue-bu-bueno, creo que es hora de retirarme.

Me tendió la mano y la estreché.

—Buena suerte — le dije.

Subió la escalera, doblando excesivamente las piernas, pues sus miembros eran cortos. Cuando conducía el «Cadillac» grande y negro, siempre llevaba un par de almohadones aplastados — eso que se llevaba a los picnics o en la canoa — para colocarlos detrás, y poder manejar debidamente la palanca y los pedales.

Así fue como vi por última vez a Sugar-Boy. Había nacido en el barrio de los irlandeses. Había sido el infeliz a quienes los grandotes empujaran y escarnecieran en la granja. Con ellos había jugado al béisbol sin que resultase bueno para el juego. «Eh, Petiso, alcánzame ese palo», le habían dicho. «Oye, Petiso, ve a buscarme una Coca-Cola.» Y allá iba el muchacho en busca de lo ordenado. Pero en alguna oportunidad supo qué hacer. Sus brazos cortos y regordetes supieron manejar el volante y hacerlo girar con la misma limpieza con que la abeja dobla la esquina del granero. Aquellos ojos de color azul pálido, que no tenían nada de profundo, eran capaces de mirar a lo largo de un cañón del 38 y ver, ver realmente durante un segundo frío y apocalíptico, lo que hubiere más allá. Y de ese modo viose una vez en el «Cadillac» negro y grande con un par de toneladas de costosa maquinaria latiendo bajo el brazo como un tumor. Y el jefe iba a su lado, el que sabía hablar tan bien.

«Bueno, buena suerte», le había deseado, si bien sabía la que le esperaba. Alguna mañana tomaría el periódico para ver que un tal Robert (¿o era Roger?) O'Sheen había sido víctima de un choque de automóvil. O muerto a balazos por asaltantes desconocidos mientras ocupaba el asiento del vehículo, fuera del «Love-Me-and-Leave-Me»11, hostería y propiedad de su patrón. O que aquella mañana había ascendido sin ayuda de nadie al patíbulo a consecuencia de haber sido más rápido que un policía, de nombre Murphy, sin duda. O acaso viviera eternamente y sobreviviera a todo y se le agotasen las fuerzas (por el licor, las drogas o simplemente a causa del tiempo) y se sentase, mañana tras mañana, mientras la lluvia del invierno barría los grandes ventanales, en la sala de diarios de la biblioteca pública, convertido ya en un hombrecillo flaco y calvo con sus ropas ajadas y llenas de manchas, inclinado sobre una revista ilustrada.

Quizá, después de todo, no le hice ningún favor al no hablarle de Duffy y del jefe y permitirle que fuese derecho a tirar contra su blanco y poner término al asunto como una bala cuando se nos introduce en el corazón. Quizá privé a Sugar-Boy de lo que él ansiara durante todos los años de su vida y a lo que realmente tenía derecho: y todo lo que sobreviniese, no importa lo que fuere, sería desperdicio y accidente, y el agrio y hediondo requesón de la verdad, como el que encontramos en la botella medio llena de leche que hemos dejado en la nevera al ausentarnos para una vacaciones de seis semanas.

O quizá Sugar-Boy hubiese tenido algo de que no se le pudiese despojar.

Permanecí en el vestíbulo luego de haber desaparecido Sugar-Boy, respirando el olor de los papeles viejos y del desinfectante y dando vuelta a esos pensamientos en la imaginación. Luego volví a la sala de lectura de periódicos y hojeé una revista ilustrada.

En febrero fue cuando vi a Sugar-Boy en la biblioteca. Proseguí la clase de vida que había adoptado, colgando a mi alrededor el anonimato y la falta de decisión como si fuese una frazada. Pero ahora existía una diferencia en mi mente, si no en las circunstancias de mi vida. Y finalmente, meses más tarde, a fines de mayo, la diferencia operada en mi mente por el encuentro con Sugar-Boy me llevó a ver a Lucy Stark. Ahora al menos veo que tal fue el motivo.

Le telefoneé a la granja en que seguía residiendo. A través del aparato parecía encontrarse perfectamente y me invitó para que fuese a visitarla.

Y así me vi nuevamente en la casita blanca, entre los muebles tallados de nogal oscuro, con el tapizado de felpa roja y contemplando las flores de la alfombra. Nada había cambiado en la habitación desde hacía mucho tiempo, ni cambiaría durante mucho más. Pero en Lucy se notaba un pequeño cambio. Ahora estaba algo más entrada en carnes y el gris de sus cabellos era más positivo. Se parecía más a la mujer que la casa me sugiriera la primera vez que la vi — una mujer respetable, de edad mediana, con un vestido limpio de algodón gris, con medias blancas y zapatos de cabritilla negra, sentada en una mecedora en el pórtico, con las manos cruzadas sobre el regazo para procurarse un leve descanso y terminadas las labores del día y mientras los hombres se hallan todavía en el campo y no es tiempo de pensar en la cena o en el ordeño de la tarde. No era todavía esa mujer, pero si se dejaban transcurrir seis o siete años más, allí la tendríamos.

Allí estuve con los ojos fijos en la flor de la alfombra o levanté la mirada hacia ella y luego la desvié hacia la alfombra mientras Lucy recorría con los ojos la habitación de manera ausente, del modo abstracto que hace una buena ama de casa para descubrir algún poco de polvo en la misma. Entretanto no dejábamos de decimos cosas, si bien era como a la fuerza y de manera nada fácil, cosas hueras.

Nos encontramos con alguien en la playa, durante las vacaciones y pasamos una época maravillosa en su compañía. O en el rincón, durante una reunión, mientras los vasos chocan y alguien toca el piano, conversamos con un extraño cuya imaginación parece aguzar la nuestra y con quien se contempla una nueva idea que nos parece maravillosa. O compartimos alguna experiencia, intensa y dolorosa, con alguien y descubrimos una profunda comunión. Posteriormente tenemos la seguridad de que el alegre compañero nos proporcionará la antigua alegría, el brillante extraño despertará nuestra imaginación de su torpeza, el amigo simpático volverá a solazarnos con la vieja comunión de espíritu. Pero algo sucede, o casi siempre sucede a la alegría a la brillantez y a la comunión. Se recuerdan las palabras individuales del lenguaje que se hablara juntos, si bien se ha olvidado la gramática. Se recuerdan los pasos de la danza, pero la música no es ejecutada ya.

Y allí estamos.

De manera que permanecimos sentados un rato y los minutos pasaban lentamente, uno a uno, como hojas que cayesen con el tranquilo aire del otoño. Luego, al cabo de un silencio, se disculpó para retirarse y quedé solo para contemplar la caída de las hojas.

Pero retornó, llevando una bandeja con un jarro de té helado, dos vasos con ramitas de menta y una gran torta. Sin duda la habría preparado esa mañana teniendo en cuenta mi visita.

Bien, comer la torta ya sería hacer algo. Nadie espera que se hable mucho con la boca llena.

Finalmente, sin embargo, fue Lucy quien dijo algo. Quizá tener la torta sobre la mesa, ver que alguien la comía (ella sabía que estaba bien hecha) tal como hiciera la gente los domingos por la tarde en aquella misma habitación durante años, dio por resultado que ella dijese algo.

—¿Sabe que murió Tom? — fueron sus palabras.

Lo dijo de manera resuelta, lo cual fue un consuelo.

—Sí, me enteré de ello.

Lo había leído en el periódico, hacia febrero. No había asistido al funeral, pensando que ya había ido a bastantes. Y no le había escrito ninguna carta. No era muy capaz de escribirle diciendo que lo sentía mucho, y no iba a enviarle una felicitación.

—Fue de neumonía — aclaró.

Recordé las palabras de Adam de que así acontecía con frecuencia en tales casos.

—Murió rápidamente — continuó—. En tres días. — Al cabo de una pausa prosiguió—: Ya estoy resignada. Resignada ante todo lo sucedido, Jack. Llega un momento en que se piensa que no seremos capaces de sufrir más, pero otro acontecimiento nos sorprende y lo soportamos. Ya estoy resignada con la ayuda de Dios.

No contesté nada.

—Y después de la resignación, Dios me dio algo para poder vivir.

Murmuré algo inarticulado.

Se levantó bruscamente de la silla y, creyendo que ello implicaba una despedida, hice lo mismo, demasiado torpemente y comencé a decir algo a modo de despedida. Estaba preparado y ansioso de partir. Había sido una necedad mi visita. Pero ella me tomó del brazo y dijo:

—Deseo mostrarle algo. Venga conmigo — agregó dirigiéndose hacia la puerta.

La seguí al pequeño vestíbulo, lo atravesamos y fuimos a una habitación del fondo. Al principio no comprendí. Pero había una cuna junto a la ventana y en ella una criatura.

Lucy se hallaba al otro extremo de la cuna, sin dejar de observarme, en el instante en que realmente advertí lo que había en ésta. Creo que mi cara era todo un estudio.

—Es el bebé de Tom. Mi nietecito. Es el bebé de Tom,

Se inclinó sobre la cuna, acarició a la criatura una y otra vez como acostumbran las mujeres.. -Luego, la sacó y la levantó, poniéndole la mano detrás de la cabeza para mantenerla derecha. La boquita de la criatura se abrió como en un bostezo y sus ojos se abrieron y se cerraron y luego, en medio de gestos y caricias, mostró su sonrisita, húmeda, rojiza y sin dientes, como las que vemos en los anuncios. El semblante de Lucy Stark reflejaba exactamente la expresión que era de esperar.

Dio la vuelta alrededor de la cuna, con la criatura levantada para que la viese.

—Es una hermosa criatura — dije, y alargué un dedo para que ésta lo agarrase en la forma que es costumbre hacerlo.

—Se parece mucho a Tom. ¿Qué opina? — dijo ella. Y luego, antes de que tuviese tiempo para contestar algo que no fuese una horrenda mentira, prosiguió—: Pero es una tontería preguntarle eso. No lo sabría. Quiero decir que es como Tom cuando era chico. — Se detuvo para volver a examinarla—. Es igual que Tom — repitió, más para ella que para mí. Luego me miró directamente—. Sé que es de Tom — declaró finalmente —; tiene que ser de Tom. Se parece a él.

Contemplé a la criatura como examinándola y asentí:

—Sí, claro que se le parece.

—Y pensar — dijo ella — que hubo un tiempo en que rogué a Dios que no fuese hijo de Tom—. La criatura saltó un poco en sus brazos. Era un bebé moreno y de buen aspecto. Lucy le rió para animarlo y luego me miró otra vez—. Y ahora sostengo ante Dios que es hijo suyo. Lo sé bien.

Volví a asentir.

—Mi corazón me lo dice, ¿y cree que la pobre muchacha, la madre, me lo habría entregado si no supiese que era de Tom? No importa lo que esa muchacha hiciera, aunque fuese todo lo que han dicho, ¿no cree que una madre sabe? Ella sabría exactamente.

—Sí — dije.

—Pero lo sé. Mi corazón me lo dice. Le escribí, fui a verla y conocí a la criatura. Oh, entonces me convencí más aún. Tan pronto como la vi y la tuve en mis brazos. La convencí para que me permitiera adoptarla.

—¿Ha dispuesto las cosas para una adopción legal? — inquirí—. De manera que ella no pueda... — Me detuve antes de decir, «sacarle dinero muchos años».

—Oh, sí — contestó, sin que al parecer leyera mi pensamiento—. Hice que un abogado fuese a verla y lo arreglase todo. Le di, además, algún dinero a la pobre muchacha, que deseaba irse a California. Willie no dejó mucho, pues gastaba casi todo lo que ganaba, pero le entregué lo que pude. Seiscientos dólares.

Pensé que, después de todo, Sibyl había hecho un buen negocio.

—¿No quiere tenerlo? — inquirió Lucy en un acceso de generosidad, a la vez que me acercaba la criatura.

—Sí, claro que sí. — Lo tomé y levanté con cuidado—. ¿Cuánto pesa?

—pregunté, y de repente advertí que mi tono era el de un hombre a punto de comprar algo.

—Siete kilos y medio — contestó rápidamente, y agregó—: Es mucho para tres meses.

—Sí. Es bastante.

Me alivió del peso de la criatura, a la que apretó un poco contra su pecho, inclinando la cabeza para que quedara junto al rostro de ella, y finalmente la dejó en la cuna.

—¿Como se llama? — pregunté.

Se irguió y llegó hasta mí, dando la vuelta alrededor de la cuna.

—Al principio — dijo — pensé ponerle Tom. Lo pensé bastante tiempo. Luego se me ocurrió otra cosa. Le pondría Willie Stark. De modo que se llama Willie..., Willie Stark.

Se dirigió hacia el pequeño vestíbulo... Llegamos hasta la mesa donde se encontraba mi sombrero. Entonces se volvió hacia mí y escudriñó mi semblante.

—Ya ve; le puse Willie porque... — seguía observando mi semblante —porque Willie era un gran hombre — concluyó.

Creo que asentí con un movimiento de cabeza.

—Oh, ya sé que cometió errores — dijo, y alzó la barbilla como si hiciera frente a algo—, errores graves. Quizá no hizo todo lo que le atribuyen. Pero dentro, aquí, bien dentro — se llevó la mano al pecho—, me consta que fue un gran hombre.

Ya no se preocupaba más de mi semblante. No se preocupaba de mí. Bien podría no haber estado en su presencia.

—Era un gran hombre — volvió a afirmar con voz que era casi un suspiro. Luego, mirándome tranquilamente, agregó—: Ya ve, Jack, tengo que creerlo.

Sí, Lucy tenía que creerlo. Es necesario creer para vivir. Sé que hay que creerlo. Y no deseo que proceda de otro modo. Debe de ser así y comprendo el hecho. Porque ya ve, Lucy, yo también tengo que creer que Willie era un gran hombre. Lo que le sucedió a su grandeza no es la cuestión. Quizá la desparramó por el suelo del modo que se desparrama el líquido al romperse la botella. Acaso la amontonó y la quemó en la oscuridad, con una gran llama como una hoguera y después no quedó sino la oscuridad y las brasas atizadas por el viento. A lo mejor no puedo distinguir su grandeza de sus pequeñeces y así se mezclaron de modo que lo que era adulterado se perdió. Pero la tenía. Tengo que creerlo.

Y porque llegué a creerlo regresé a Burden's Landing. No llegué a creerlo en el momento en que vi a Sugar-Boy mientras subía las escaleras del vestíbulo del sótano de la Biblioteca Pública ni cuando Lucy estuvo ante mí en el reducido vestíbulo de la casita blanca de campo, cuya pintura se descascarillaba. Pero a consecuencia de esas cosas, y de otras tantas que acontecieron, llegué finalmente a creerlo. Y al pensar que Willie Stark era un gran hombre podía pensar mejor de otras personas. Y de mí mismo. Al mismo tiempo que podía condenarme a mí mismo también con más seguridad.

Volví a Burden's Landing al comienzo del verano y a petición de mi madre, que una noche me llamó por teléfono y me dijo:

—Hijo, quiero que vengas. Tan pronto como puedas. ¿Es posible mañana?

Al preguntarle qué deseaba, pues aún no había pensado regresar, se negó a contestarme en el acto y dijo que me lo diría personalmente.

Por eso fui.

Me esperaba sentada en la galería cuando llegué en el automóvil, avanzada la tarde siguiente. Nos dirigimos a la galería lateral, cerrada, y bebimos algo. No se mostraba muy locuaz y no la apuré mucho.

Como al aproximarse las siete no hubiese llegado el joven ejecutivo, le pregunté si no vendría a comer.

Meneó la cabeza. Le pregunté dónde se hallaba.

—No lo sé — contestó, dando vueltas al vaso vacío en la mano, haciendo sonar el trocho de hielo.

—¿Anda de viaje? — inquirí.

—Sí — contestó, sin dejar de hacer sonar el hielo. Luego se volvió hacia mí—. Hace cinco días que se fue. Y no regresará hasta que yo me haya ido. Ya ves. — Dejó el vaso sobre la mesa junto a ella y dijo con aire resuelto—: Voy a abandonarlo.

—Bueno — alenté—, es toda una sorpresa.

Prosiguió mirándome, como si esperase algo.

—Vaya, vaya — dije, sorprendido ante el hecho de que se me había colocado delante.

—¿Te ha sorprendido? — preguntó, inclinándose un poco hacia mí en su silla.

—Desde luego, ha sido una sorpresa.

Me examinó atentamente y pude descubrir en su semblante un curioso cambio y ocultación de sentimientos, demasiado ambiguo para definirlo.

—Claro que ha sido una sorpresa — insistí.

—¡Oh! — dijo, y volvió a hundirse en su asiento como quien lo hace en aguas profundas y se aferra a una soga, se cuelga un momento y pierde su asidero y vuelve a intentarlo, sin resultado, y sabe que es inútil tratar de hacerlo de nuevo. Ahora su semblante no reflejaba nada ambiguo. Era como he dicho. Había perdido su asidero.

Desvió su semblante de mí, hacia la bahía, como si no desease que viera lo que reflejaba...

Luego dijo:

—Creí..., creí que te sorprendería. — Siguió con la mirada fija en la bahía—. Creí — dijo; luego vaciló antes de continuar—: Creí que acaso comprendieses el motivo, Jack.

—Bueno, no comprendo.

Quedó en silencio unos instantes. Luego continuó:

—Sucedió el año pasado. Me percaté en cuanto sucedió. Supe que iba a resultar así.

—¿Cuando sucedió qué?

—Cuando tú..., cuando tú... — Luego se detuvo y corrigió lo que estuviera a punto de decir—. Cuando Monty... falleció.

Entonces se volvió hacia mí. En su rostro se reflejaba una intensa súplica. Estaba haciendo un intento para asirse de la soga.

—Oh, Jack, Jack, fue Monty..., ¿no comprendes...?, fue Monty.

Creo que comprendí y así lo dije. Recordé el grito que me hizo acudir apresuradamente al vestíbulo la tarde de la muerte del juez Irwin, y el semblante de mi madre cuando yacía en el lecho sin conocimiento.

—Fue Monty, sí, siempre Monty — decía—. No lo supe realmente. No había nada entre nosotros desde hacía mucho tiempo. Pero siempre fue Monty. Lo supe cuando falleció. No quise saberlo, pero no tuve más remedio. Y no pude seguir adelante. Llegó un momento en que no me fue posible continuar así. — Se levantó de repente del asiento—. No pude. Porque todo era una confusión. Todo lo había sido siempre. — Sus manos se retorcieron y desgarraron el pañuelo que tenía en la cintura—. Oh, Jack — dijo llorando—, todo ha sido siempre una dolorosa confusión.

Arrojó al suelo el pañuelo desgarrado y salió corriendo de la galería. Oí él ruido de sus pasos en el aposento inmediato, pero ya no era el alegre repiquetear de los tacones de antaño, sino una especie de ruido desesperado, unos pasos descuidados y apagados de repente sobre la alfombra. Esperé un rato en la galería y luego volví a la cocina.

—Mi madre no se encuentra muy bien — dije a la cocinera—. Usted o Jo-Belle podrían subir algo más tarde a ver si quiere tomar un caldo con huevos o cosa parecida.

Después me dirigí al comedor, iluminado por el candelabro, y comí algo de lo que me sirvieron.

Después de la cena, Jo-Belle vino a decirme que había subido algo a mi madre en una bandeja pero que no había querido tomarlo. Ni siquiera había abierto la puerta cuando llamaron. No había hecho más que decir que no quería tomar nada.

Tomé asiento en la galería un rato en tanto los ruidos se apagaban en la cocina. Por último se apagó la luz también. El rectángulo verde en medio de la oscuridad, donde la luz de la ventana caía sobre el césped, se hizo de pronto también oscuro.

Al cabo de un rato subí la escalera y llegué junto a la puerta del aposento de mi madre. Una o dos veces pensé llamar. Pero resolví que, aunque entrase, no habría nada que decir; Nunca hay nada que decir a quien ha descubierto la verdad por sí mismo, sea buena o mala.

De manera que regresé al jardín y permanecí entre las oscuras magnolias y los mirtos y pensé como al matar a mi padre había salvado el alma de mi madre. Luego pensé también que quizás habría salvado igualmente la de mi padre. Ambos habían descubierto lo que necesitaban saber para ser salvados. Y después me pasó por la imaginación que todo conocimiento digno de algo tiene que ser pagado quizá con sangre. Acaso sea la única forma» de poder decir que determinado conocimiento posee algún valor.

Mi madre partió al día siguiente en dirección a Reno. La conduje a la estación y dispuse cuidadosamente todos sus bonitos bolsos, que hacían juego, sus maletas y sus sombrereras sobre el andén de sementó, en espera del tren. El día era caluroso y brillante y el cemento quemaba y rechinaba bajo nuestros pies en tanto permanecimos en ese vacío que corresponde siempre al período inmediatamente anterior a la partida, en una estación de ferrocarril.

Permanecimos allá un buen rato, observando vía arriba para descubrir el primer penacho de humo en la atmósfera vibrante de calor, más allá de las marismas y de los pinares. Luego mi madre dijo de repente:

—Jack, quiero decirte algo.

—Sí.

—Le dejaré la casa a Theodore.

Me causó tanta sorpresa que no pude decir nada. Pensé en todos los años en que había estado amontonando muebles, plata, espejos y cristales hasta convertirla en un museo, cuando había sido un don del cielo para los traficantes en antigüedades de Nueva Orleáns, de Londres y de Nueva York. Me sorprendía enormemente que hubiese algo capaz de despojarla de ello,

—Ya ves — se apresuró a explicar, interpretando mal mi silencio—, no es realmente culpa de Theodore y ya conoces cuánto le gusta ese lugar y vivir en el Row. Y no creía que a ti te agradase. Ya ves..., creí que..., creí que irías a la casa de Monty si alguna vez fueses a vivir al Landing. Que la preferirías porque... , porque...

—Porque era mi padre — concluí la frase con un leve gesto.

—Sí — dijo sencillamente—, porque era tu padre. Por eso decidí que...

—No te preocupes por eso. La casa es tuya y eres muy dueña de disponer a tu antojo. Yo no la quería. Tan pronto como saque mi maleta de allí esta misma tarde, no volveré a poner los pies en ella. Puedes tenerlo por seguro. No la quiero ni me interesa lo que hagas con ella o con tu dinero. No deseo ninguna de las dos cosas. Siempre te lo he dicho.

—No es mucho el dinero por el que habría que preocuparse. Ya sabes lo que han sido estos últimos seis o siete años.

—¿No estarás arruinada? — pregunté—. Oye, si lo estás, yo...

—No lo estoy. Tendré suficiente para vivir. Si voy a algún lugar y llevo una vida sencilla y apacible. Al principio pensé ir a Europa, pero luego...

—Mejor será que te apartes de Europa. Todo el infierno se desatará sobre ella y creo que no ha de tardar mucho.

—Bueno, no te preocupen por mí ni por la casa. Ten la seguridad de que jamás volveré a poner los pies en ella.

Miró a lo largo de la vía, hacia el Oeste, donde aún no se divisaba el humo de la locomotora más allá de los pinos ni de las marismas. Musitó unos instantes algo acerca de la soledad allí existente. Luego dijo exactamente, cómo si repitiese mis mismas palabras:

—Jamás debí poner los pies allí. Me casé y vine y él fue un buen hombre. Pero tendría que haber permanecido donde estaba. Nunca debía haber venido.

No me era posible discutir ese punto con ella, en uno u otro sentido, y por eso permanecí en silencio.

Pero mientras ella permanecía a su vez callada pareció como si debatiera el asunto consigo misma, pues de repente levantó la cabeza, me miró directamente y dijo:

—Bueno, lo hice y ahora bien lo sé. — Enderezó los hombros bajo el elegante vestido de hilo azul y levantó el rostro de la manera que acostumbraba hacerlo antes, como si fuese un costoso presente que arrojase al mundo y para éste fuese mejor apreciarlo.

Bien, ya sabía ahora. Y mientras se hallaba de pie sobre el ardiente cemento y en medio del resplandor del sol, pareció musitar algo que supiera.

Pero era precisamente sobre algo que no sabía. Porque al cabo de un rato, vuelta hacia mí, dijo:

—Hijo, tienes que decirme algo.

—¿Qué?

—Algo que tengo que saber, hijo.

—¿Qué es?

—Cuando..., cuando fuiste a ver a Monty...

Eso era. Supe que era eso. Y en medio del resplandor del sol y del calor que se desprendía del cemento, permanecí frío como el hielo.

—... Te dijo que había... — Mantuvo sus ojos apartados de mí.

—¿Quieres decir — pregunté — que se había metido en algún berenjenal y que tenía que dispararse un tiro? ¿Es eso?

Asintió con un movimiento de cabeza, me miró fijamente y esperó lo que yo hubiera de decir.

Escudriñé su semblante. La claridad no se mostraba demasiado generosa con él. Nunca volvería a serlo. Pero lo mantuvo erguido mientras esperaba, sin apartar los ojos de mí.

—No, no estaba en ninguna situación difícil. Discutimos un poco sobre política. Nada serio. Pero habló de su salud. Dijo que no se encontraba bien. Me dijo adiós. Sí, eso fue. Ahora advierto que lo dijo de veras. Eso fue todo.

Se encogió un poco. No tenía por qué- mantenerse tan erguida más tiempo.

—¿Me has dicho la verdad? — inquirió.

—Sí. Tan cierto como que hay Dios.

—Oh — dijo suavemente y dejó que el aliento escapase casi en un suspiro ahogado.

Esperamos. No había nada más que decir. Finalmente, en el último instante, preguntó lo que quería preguntar y tuviera miedo de hacer durante todo el tiempo.

Al cabo de un rato, se divisó el humo en el horizonte. Después pudimos advertir cómo el humo negro, allá a lo lejos, avanzaba hacia nosotros a lo largo de la orilla del agua resplandeciente. Más tarde, la máquina se detuvo más arriba del lugar en que nos hallábamos. Un mozo de chaquetilla blanca comenzó a subir el equipaje.

—Adiós, hijo — dijo mi madre, que me tomó del brazo.

—Que te vaya bien — contesté.

Avanzó junto a mí y le eché los brazos al cuello.

—Escríbeme, no dejes de escribirme, hijo. Ya no me quedas sino tú.

—Sí, te escribiré — dije.

Luego la besé, y al hacerlo, vi al conductor, situado detrás de ella, que observaba su reloj y lo introducía en el bolsillo con el ademán despectivo del conductor de un tren de lujo que se prepara a poner término a la parada de noventa segundos en una ciudad insignificante. Supe que en aquel mismo instante gritaría: «Pasajeros al tren.» Pero pareció una larga espera. Fue como si se mirase a un hombre al otro lado del valle y se viese el humo producido por el disparo y se esperase Dios sabe cuánto tiempo el pequeño estampido o como si se vislumbrase el relámpago y se quedase esperando el trueno. Permanecí de pie con el brazo alrededor del cuello de mi madre y su mejilla contra la mía (descubrí que la tenía húmeda) y esperé que el conductor gritase: «¡Pasajeros al tren!»

Así lo hizo.

Mi madre se apartó de mi lado; subió al estribo y se volvió para saludarme, agitando la mano mientras el tren arrancaba y el mozo cerraba con fuerza la puerta del vagón.

Miré el tren que llevaba a mi madre; cada vez era menor, hasta convertirse en un parche de humo hacia el Oeste y pensé cómo la había engañado. Bien, aquella mentira había sido como un regalo de despedida. O una especie de regalo de boda, me imaginé.

Luego pasó por mi imaginación que acaso le había mentido para encubrirme yo mismo.

Y eso era cierto. Verdaderamente cierto.

Había hecho un presente a mi madre que era mentira. Y ella a su vez me había retribuido con otro que no era sino la verdad. Un nuevo cuadro de ella, que significaba, en definitiva, un nuevo cuadro del mundo. O más bien una nueva pintura de sí misma situada en el espacio en blanco que acaso fuese el centro del nuevo cuadro del mundo que me había sido dado por muchas personas; por Burke, Lucy y Willie Stark, Sugar-Boy y Adam Stanton. Y eso significaba que mi madre habíame devuelto el pasado. Ahora podía aceptar un pasado que antes consideraba manchado y horrible. Y estaba en condiciones de aceptarlo al haber aceptado a ella y estar en paz con mi madre y conmigo mismo.

Durante años la había condenado como mujer sin corazón, amante simplemente de su poder sobre los hombres y de la satisfacción momentánea de su vanidad o de su carne que ellos pudiesen proporcionarle, que vivía en medio de una oscilación extraña y falta de afectos, entre el instinto y el cálculo. Y mi madre, advirtiendo esa condenación suya y acaso sin advertir su naturaleza, hizo cuanto pudo por retenerme y ahogar esa condenación. Lo que estaba a su alcance con relación a mí era el empleo de la fuerza que era capaz de emplear sobre los demás hombres. La resistí y me dolió, pero deseaba ser amado por ella al mismo tiempo que me veía arrastrado por la fuerza, ya que era una mujer hermosa y llena de vitalidad, que me atraía y me repelía, a la que condenaba y de la que me sentía orgulloso. Pero se produjo el cambio.

La primera insinuación fue aquel grito que llenó la casa al recibir la noticia de la muerte del juez Irwin. El grito resonó en mis oídos durante muchos meses, pero luego se había desvanecido y estaba perdido en el pasado y en su corrupción en la época en que me llamó a Burden's Landing para anunciarme su intención de alejarse. Entonces supe que decía la verdad. Y me sentí en paz con ella y conmigo mismo.

No me lo expliqué a mí mismo en el momento en que ella me lo refirió, mientras esperábamos el tren en el andén de cemento, ni siquiera cuando quedé solo en el mismo, observando cómo desaparecía hasta convertirse en una mancha de humo en el Este. Ni tampoco mientras me hallaba sentado aquella misma noche en la casa que había sido del juez Irwin y que ahora era de mi propiedad. Aquella tarde cerré la puerta de la casa de mi madre, dejé la llave debajo de la estera y me alejé de allí.

La casa del juez Irwin olía a polvo, a casa deshabitada y cerrada. Por la tarde abrí todas las ventanas y así quedaron mientras me dirigí al Landing en busca de algo para cenar. De regreso, y una vez encendí las luces, me pareció más la casa que siempre recordaba. Pero sentado allí en la biblioteca, mientras el aire húmedo y pesado de la noche penetraba por las ventanas, no me expliqué aún por qué ahora me sentía tan en paz conmigo mismo. Pensando en mi madre experimenté la paz y el alivio y el nuevo sentido del mundo.

Al cabo de un rato me levanté, salí de la casa y fui a lo largo del Row. Era noche serena y clara, con apenas un murmullo del agua sobre la arena de la playa, y la bahía relucía bajo las estrellas. Fui a lo largo del Row hasta la casa de Stanton. Había una luz en el saloncito de atrás, una luz amortiguada, como si se tratase de una lámpara de lectura. Después de contemplar la casa unos instantes franqueé la puerta y ascendí por el sendero.

La puerta de tela metálica de la galería estaba cerrada. Pero la puerta principal del vestíbulo, más allá de la galería, se hallaba abierta, y al mirar al otro lado, vi a través del vestíbulo el lugar en donde un rectángulo de luz caía sobre el suelo a través de la puerta abierta del saloncito del fondo. Golpeé sobre el marco de la puerta y esperé.

Al momento apareció Anne Stanton sobre la mancha de luz del fondo del vestíbulo.

—¿Quién anda ahí? — preguntó.

—Soy yo — contesté.

Atravesó el vestíbulo y la galería hasta llegar a la puerta, junto a mí, una figura delgada, vestida de blanco y confusa. Iba a decir «hola», pero me contuve. Y ella tampoco habló, mientras descorría el pestillo. Luego se abrió la puerta y entré.

Al verme ante ella aspiré su perfume y se me oprimió el corazón.

—No sabía que me permitirías entrar — dije, procurando que sonara a broma y esforzándome por contemplar su cara en la sombra. No me fue posible advertir sino la palidez en la oscuridad y el brillo de sus ojos.

—Naturalmente que te dejaré entrar — dijo.

—Bueno, pero no lo sabía — contesté y emití una especie de risa.

—¿Porqué?

—Oh, por mi manera de conducirme.

Tomamos asiento en la galería. Las cadenas de la hamaca crujieron, pero permanecieron tan tranquilas que el aparato no se movió lo más mínimo.

—¿Qué has hecho? — preguntó.

Busqué un cigarrillo y lo encendí. Tiré el fósforo sin mirarle a la cara.

—¿Qué he hecho? — repetí—. Bueno, es lo que no. he hecho. No contesté tu carta.

—No tiene importancia. — Luego agregó, reflexionando y como para sí misma—: Eso fue hace mucho tiempo.

—Sí, hace mucho tiempo, seis o siete meses. Pero hice algo peor que eso. Ni siquiera la leí. La dejé sobre el escritorio y hasta la fecha no la he abierto.

No dijo nada. Di algunas chupadas al cigarrillo y esperé. Pero no salió de sus labios ni una palabra.

—Llegó en mal momento — dije finalmente—. Vino en un momento en que todo y todos, hasta Anne Stanton, me parecía igual y nada me importaba un comino. ¿Comprendes qué quiero decir?

—Sí — dijo.

—Como seguramente te pasa a ti.

—Es posible — contestó suavemente.

—Pero.. no de la manera que yo digo. No podrías.

—Puede ser.

—Bien, de todos modos fue así. Todo y todos me parecían igual. Ni siquiera lamenté nada por nadie ni aun por mí mismo.

—Nunca te he pedido que me compadezcas — exclamó furiosamente—. Ni en la carta ni de ninguna otra manera.

—No, no creo que lo hayas hecho. —

—Jamás te lo he pedido.

—Ya lo sé — dije y guardé silencio un instante. Luego agregué—: He venido para decirte que ya no pienso de ese modo. Tenía que decirlo a alguien... en voz alta... estar seguro de que es cierto, Y lo es. — Esperé en silencio ininterrumpido hasta que dije—: Se trata de mi madre. Ya sabes que no nos llevábamos bien. Creí que ella...

—¡No! — estalló Anne—. ¡Calla! No quiero oírte hablar de ese modo. ¿Qué te hace expresarte con tal saña? ¿Por qué hablas así? Tu madre, Jack; lo mismo que tu pobre padre...

—No es mi padre — dije.

—¡Que no es tu padre!

—No — aseguré.

Y sentado allí, inmóvil sobre el columpio, le referí cuanto había que contar sobre aquella muchachita de cabellos claros y mejillas pálidas que llegara desde Arkansas y traté de decirle lo que mi madre me había devuelto finalmente. Traté de decirle cómo es imposible aceptar el futura si somos capaces de aceptar el pasado con su carga, pues no puede existir el uno sin el otro, y cómo aceptando el pasado podía tenerse esperanza en el porvenir, pues éste no puede ser sino consecuencia del primero.

Traté de decírselo.

Luego, al cabo de larga silencio, dijo:

—Lo creo; porque si no hubiese alcanzado a creerlo no habría podido vivir.

No hablamos más. Fumé otro medio paquete de cigarrillos, sentado en el columpio,; en la oscuridad, con el aire del verano, húmedo, pesado y casi empalagoso, a nuestro alrededor, y tratando de captar el sonido de su respiración en el silencio. Finalmente me despedí de ella y me encaminé a lo largo de Row hacia la casa de mi padre.

Esta ha sido la historia de Willie Stark y también la mía. Porque yo también la tengo. Es la del hombre que ha vivido en el mundo y para ese hombre tal mundo pareció de una manera durante mucho tiempo y después de otra, y muy distinta por cierto. El cambio se produjo en seguida. Muchas cosas acontecieron y el hombre no supo cuándo tuvo alguna responsabilidad en ellas y cuándo no. Hubo un tiempo, en verdad, en que llegó a creer que nadie tenía ninguna responsabilidad por lo que aconteciese, a no ser el Gran Tic.

Al principio ese pensamiento le resultó horrible cuando le fue impuesto por lo que parecía la fuerza -de las circunstancias o los accidentes de las mismas, pues parecía privarlo del recuerdo de aquello por lo que, inconscientemente, había vivido; pero después, algo más tarde, le produjo una especie de satisfacción, al significar que no era culpable de nada, ni siquiera de haber entregado a dos amigos uno en manos del otro y conducirlos después a la muerte.

Pero más tarde, mucho más tarde, despertó una mañana y vino a descubrir que ya no creía en el Gran Tic. Y eso porque había visto vivir a Lucy y Stark y a Sugar-Boy y al procurador universitario y a Sadie Burke y a Anne Stanton y sus maneras de vivir nada habían tenido que ver con el Gran Tic. Había visto morir a su padre y a su amigo Adam Stanton y a Willie Stark, a su amigo Willie Stark, quien le dijera con su último aliento: «Todo podría haber sido diferente, Jack. Tiene que creerlo.»

Había visto vivir y morir a sus dos amigos, Adam Stanton y Willie Stark, y cada uno había matado al otro. Cada uno había sido la sentencia del otro. Como estudiante de Historia, Jack Burden pudo ver que Adam Stanton, a quien vino a llamar hombre de ideas, y Willie Stark, a quien vino a llamar hombre de hechos, estaban sentenciados a destruirse mutuamente, tal como cada uno de ellos estaba sentenciado a tratar de valerse del otro y a ansiar y tratar y convertirse en el otro, porque cada uno de ellos estaba incompleto con la terrible separación de los años. Pero al mismo tiempo que Jack vino a ver cómo sus amigos estaban sentenciados, advirtió que su destino nada tenía que ver con ninguna decisión de la deidad del Gran Tic. Estaban sentenciados, pero vivieron en el dolor de la voluntad. Como Hugh Miller (otrora procurador general bajo el gobierno de Willie Stark y bastante después amigo de Jack Burden) le dijo en una oportunidad en que discutían acerca de la neutralidad moral de la historia: «La historia es ciega en tanto el hombre no lo es.» (Parece que Hugh volverá a actuar en política, y cuando eso se produzca, andaré bien cerca de él para aguantarle el abrigo. He adquirido bastante experiencia sobre el particular.).

De manera que ahora yo, Jack Burden, vivo en la casa de mi padre. En cierto modo es extraño que así suceda, porque el descubrimiento de la verdad me privó en un tiempo del pasado y mató a mi padre. Pero a la larga la verdad me devolvió el pasado. De manera que ahora habito la casa que mi progenitor me dejara. Conmigo está mi esposa, Anne Stanton, y el anciano que antaño se casó con mi madre. Cuando hace unos meses lo encontré enfermo en su habitación, encima del restaurante mejicano, ¿qué podía hacer sino traerlo aquí? (¿Creerá él que soy hijo suyo? No estoy seguro. Tampoco soy capaz de experimentar que eso tenga interés, pues cada uno de nosotros es hijo de un millón de padres.)

Se halla muy débil. De tanto en tanto reúne fuerzas para jugar una partida de ajedrez, como solía hacer con su amigo Montague Irwin, hace mucho tiempo, en la habitación grande de la casa blanca junto al mar. Era muy buen jugador, pero ahora su memoria está débil. Cuando hace buen tiempo toma el sol en su sillón. Lee un poco la Biblia. No tiene muchos arrestos para escribir, pero alguna que otra vez dicta algo a Anne o a mí para un opúsculo que está escribiendo.

He aquí lo que me dictó ayer:

«La creación del hombre, a quien Dios en Su preconocimiento sabía sentenciado al pecado, es índice terrible de la omnipotencia del Señor. Porque habría sido un caso insignificante y despreciable de la Perfección crear simple perfección. A decir verdad, hacer eso no sería creación, sino extensión. La separación constituye identidad y el único medio- de crear Dios al hombre, de crearlo verdaderamente, era estar en pecado. La creación del mal es en consecuencia índice del poder de Dios y de Su gloria. Tenía que ser así, de modo que la creación del bien pudiera ser índice de la gloria y del poder del hombre. Pero con la ayuda de Dios. Con Su ayuda y Su sabiduría.»

Me miró fijamente, después de haberme dictado la última palabra, y dijo:

—¿Escribiste eso?

—Sí — contesté.

A lo cual repuso con repentina violencia, sin desviar su mirada:

—Es cierto. Sé que es cierto. ¿Y tú, lo sabes?

Dije que sí, reforzándolo con un movimiento de cabeza. (Lo hice para quedar con la conciencia tranquila, pero posteriormente no estuve seguro, sino a mi propio modo, de haber creído lo que dijera.)

Continuó mirándome, luego de haber hablado, y dijo tranquilamente:

—Desde que ese pensamiento me vino a la mente, mi alma permanece tranquila. Hace tres días que lo tengo en la imaginación. Lo he dejado allí hasta asegurarme con el experimento de mi alma antes de decirlo.

Jamás dará fin al opúsculo. Sus fuerzas decaen visiblemente día a día. El doctor asegura que no pasará el invierno.

Cuando muera estaré preparado para abandonar la casa. En primer lugar, está fuertemente hipotecada. Los asuntos del juez Irwin se hallaban bastante enredados a la hora de su muerte, y a la larga resultó que no era rico sino pobre. En una oportunidad, casi veinticinco años atrás había estado gravada también con fuerte hipoteca. Pero había sido salvada mediante un crimen. Un buen hombre cometió un crimen para liberarla. Yo no sería demasiado complaciente porque no estoy preparado para cometer otro con el fin de liberar la casa. Quizá mi falta de voluntad en eso de cometerlo para liberarla (admitiendo que se me presentase la oportunidad, lo que es dudoso) es una manera sencilla de decir que no me gusta la casa tanto como al juez Irwin y que la virtud de un hombre puede no ser sino el defecto de su deseo, así como el crimen puede no ser sino una función de su virtud.

Ni tampoco sería complaciente porque tratase de hacer penitencia, en cierto modo, por un crimen cometido por mi padre. El poco dinero que recibiera de la herencia de mi progenitor iría, según pensaba, a la señorita Littlepaugh, la de la habitación sucia y con olor a zorro de Memphis. Y así fui a dicha ciudad. Pero averigüé que había fallecido. De tal manera me fue denegada esa nada costosa satisfacción de la virtud. Cualquier satisfacción que hubiese de obtener será siempre de una manera más costosa.

Pero todavía tenía el dinero y lo estoy gastando en vivir mientras termino de escribir la obra comenzada años atrás, la vida de Cass Mastern, a quien otrora no. me fué posible comprender pero a cuya comprensión he llegado. Supongo que existe algo humorístico en eso de que mientras escribo acerca de Cass Mastern vivo en casa del juez Irwin y como mi pan con su dinero. Porque el juez y Cass Mastern no se asemejan mucho. (Si el primero se parece a algún Mastern es a Gilbert, el hermano de Cass.) Pero no veo que la situación en este caso sea muy divertida. Se parece demasiado como el mundo en que vivimos, desde que en él hacemos nuestra entrada hasta que se produce nuestra salida, y ese humor se vuelve rancio a fuer de repetirlo. Por otra parte, el juez Irwin fue mi padre y bueno conmigo y, en cierto modo, un hombre; y lo quise.

Cuando el anciano fallezca y el libro esté terminado permitiré que el First and National Bank se adueñe de la casa y no me importará quién la habite después; a partir de tal fecha no será para mí más que un montón bien apilado de ladrillos y de maderas. Anne y yo jamás volveremos a vivir allí, ni en ninguna casa del Landing. (No tiene mayor interés que yo por vivir aquí. Ha abandonado su casa en favor del Hogar para los Niños en que se hallaba tan interesada y creo que será convertida en alguna especie de sanatorio. No se mostró muy triste al hacerlo. Con la muerte de Adam, el lugar no era un placer sino una tortura para ella, y la donación del edificio fue en definitiva su dádiva al espíritu de Adam, una ofrenda pobre y humilde como el puñado de trigo o el tiesto pintado en la tumba, donación efectuada para consolar al espíritu y estimularlo en su ida, de manera que no moleste más al vivo.)

De modo que para el verano de este año, 1939, abandonaremos el Landing.

Sin duda regresaremos para recorrer el Row y contemplar a los jóvenes en el campo de tenis, junto al racimo de mimosas, y caminaremos por la playa junto a la bahía, donde las balsas flotan suavemente al sol; e iremos hasta los pinares, cuyas hojas alfombran el suelo y amortiguan las pisadas, de modo que nos moveremos por entre los árboles, tan silenciosamente como el humo. Pero aún transcurrirá mucho tiempo antes de eso y pronto saldremos de la casa y nos lanzaremos a la convulsión del mundo, desde la historia otra vez a la historia y a la terrible responsabilidad del Tiempo.

FIN