CAPÍTULO PRIMERO

Mason City.

Para llegar a ella hay que seguir la carretera número 58, que sale por el Nordeste de la ciudad. Es una carretera buena y moderna. O era nueva, al menos, el día que la recorrimos. Al contemplarla se observa una recta larga, de muchos kilómetros, que sale a nuestro encuentro, con la franja oscura que la divide en el centro, negra, lisa y reluciente como alquitrán, contra el camino de cemento. De éste se eleva un resplandor que deslumbra, de manera que sólo resalta nítidamente la franja negra, que se os hace presente a la par que el gemido de los neumáticos de modo que si no dejamos de contemplar la parte oscura y no aspiramos profundamente algunas veces y nos golpeamos con cierta fuerza en la parte posterior del cuello, quedaremos hipnotizados y nos repondremos en el preciso instante de llegar a tocar con las ruedas delanteras en el arcén de tierra blanda situada a los costados de la superficie dura, cuando tratemos de desviarnos de la misma sin conseguirlo, porque dicha superficie dura es elevada, ya que allí se forma una curva, y quizás intentemos cerrar el contacto y detener el motor en el instante en que el vehículo comience a descender. Lo que no haremos, por supuesto. Entonces, un negro que estará recogiendo el algodón a una milla de distancia, levantará la mirada para contemplar la pequeña columna de humo negro que se eleva por encima de los surcos verdes y el firmamento de un azul metálico y vibrante, y exclamará: «¡Oh, Dios! ¡Otro que se ha estrellado!» Y el negro del surco de al lado exclamará a su vez: «¡Oh, Dios!» Después, el negro primero sonreirá apenas y el escardillo volverá a levantarse y la hoja a relucir al sol a manera de heliógrafo. Algunos días después los muchachos del Departamento de Caminos señalarán el lugar con un pequeño cuadrado metálico pintado de blanco (sobre una barra de metal hincada en la tierra, al costado de la superficie de cemento), en cuya blancura resaltarán la calavera y las tibias, pintadas de negro. Y posteriormente, de entre las hierbas se elevarán las enredaderas.

Pero si nos reponemos a tiempo y nos desviamos del camino, descenderemos velozmente a través de tan brillante luminosidad, y de tanto en tanto, otro vehículo vendrá hacia nosotros y nos pasará produciendo un ruido tal como si el Todopoderoso hubiese desgarrado con sus manos un techo de hojalata. Allá a lo lejos, bien sobre el horizonte, donde los campos de algodón se tornan confusos a la luz, la superficie de cemento brillará y lucirá cual si fuese agua, como si los caminos se hallasen inundados. Avanzaremos veloces, cada vez más, pero el camino siempre seguirá ante nosotros, un lugar brillante, inundado, como un espejismo. Dejaremos atrás los reducidos trozos de metal pintados de blanco, con las calaveras y las tibias en negro, colocados sobre las barras incrustadas a los costados. Porque ésta es la región en que la era de la máquina de combustión interna ha florecido. Donde cada muchacho es un Barney Oldfield y las jóvenes usan organdí y batista y encajes en lugar de pantalones, en razón del clima, y tienen rostros bellos y aterciopelados que destrozan nuestro corazón cuando el viento originado por la velocidad del automóvil alborota los cabellos de sus sienes y observamos las dulces gotitas de transpiración que en ellas anidan; y permanecen sentadas con las piernas cruzadas y altas las rodillas, encorvadas hacia el tablero, pero no demasiado cerca, para disfrutar del fresco, si tal podría llamarse, del ventilador del vehículo. Donde se mezclan el olor de la gasolina y las mordazas de los frenos que se queman, y el mal whisky es más dulce que la mirra. Donde los «ocho cilindros» doblan las curvas rugiendo al pie de las rojas colinas y esparcen la grava cual si fuese espuma. Y cuando enfilan de nuevo por las tierras llanas y los caminos de hormigón, que Dios se apiade de los marineros.

Más adelante, por la carretera número 58 el paisaje cambia. El país llano y los campos sembrados de algodón han quedado atrás, lo mismo que el robledal más allá de la casona y las casuchas blanqueadas, todas iguales, edificadas en hilera junto a los algodonales, donde las plantas crecen y llegan hasta el escalón de la puerta en que se sienta el negrito que parece un negro Billiken y se chupa el dedo mientras contempla nuestro paso. Todo eso ha quedado bien atrás. Ahora nos vemos entre las colinas rojas, no elevadas, con sus zarzas a lo largo de los setos, sus grupos de robles jóvenes al fondo y de tanto en tanto un lugar en donde los pinos de segundo crecimiento se hallan juntos, si no han sido quemados para que crezca pasto para las ovejas, en cuyo caso sobresalen los tocones negros. Los algodonales se extienden aún por las laderas de las colinas y son cortados por los barrancos. Las espigas de trigo se mantienen tiesas y lucen algunas fajas del color del oro.

Hace mucho tiempo existían bosques de pinos, pero han desaparecido. Los colonos estableciéronse allá con sus aserraderos, tendieron sus estrechos caminos, se las ingeniaron para salirse con la suya y pagaron un dólar por día. Y la gente afluyó en gran número desde Dios sabe dónde, utilizando los grandes carromatos en donde venían juntos el lecho y la cómoda, los cinco chiquilines acurrucados y la anciana encorvada sobre el asiento, cubierta la cabeza con un gorro y mascando tabaco. Las sierras cantaban alegremente; el empleado en la oficina dejaba la melaza y la carne de cerdo y anotaba en su libro mayor; el dólar yanqui y la ceguera de los confederados colaboraban para sanar las heridas de cuatro años de lucha fratricida y todo era tan alegre como la campana que toca en día de casamiento. Hasta que de repente no hubo más pinos. Desmantelaron los aserraderos y el camino estrecho quedó cubierto por la maleza. La muchedumbre destrozó las oficinas para procurarse leña. Se terminó el dólar diario. Nuestros personajes se alejaron adornados con grandes brillantes en sus dedos y amplias capas sobre sus hombros. Pero muchos de los otros se quedaron y observaron cómo los barrancos se ahondaban cada vez más en la roja arcilla. Y un buen puñado de ellos y sus herederos y apoderados, cuatro mil, aproximadamente, permanecieron en Mason City.

Al entrar por la carretera 58 se pasa por la desmotadora de algodón, la central eléctrica y la hilera de casuchas para los negros. Se experimenta una fuerte sacudida al atravesar las vías del ferrocarril y recorrer una calle donde se ven algunas casitas que otrora fueron blancas, con su triste y deslucido trabajo sobre los aleros de las terrazas, sus techos de hojalata, y las hojas que penden derechas en los árboles del patio, en medio del calor. Por encima del rugido del motor de nuestro «ochenta caballos», con válvulas a la cabeza, o lo que quiera que sea, se oye el canto de la chicharra entre las hojas.

Fue de ese modo que contemplé Mason City hace casi tres años, en el verano de 1936. Yo iba en el primer automóvil, un «Cadillac», con el jefe, el señor Duffy, la esposa del jefe y su hijo, y Sugar-Boy. En el segundo vehículo —carente de nuestra serena elegancia, reminiscencia del cruce entre un coche fúnebre y un transatlántico, pero que aún no nos hacía arder las mejillas de vergüenza en el aparcamiento del «country-club»— iban algunos reporteros y fotógrafos y Sadie Burke, secretaria del jefe, cuya misión era ocuparse de que arribasen a destino lo bastante sobrios para la tarea que se suponía habrían de ejecutar.

Sugar-Boy conducía el «Cadillac» y era un placer contemplarlo. O lo habría sido en el caso de poder apartar la imaginación del cuadro de lo que parece casi un par de toneladas de costoso mecanismo, luego de haber volcado tres veces a una velocidad de ochenta por hora, y poder prestar toda nuestra atención al despliegue de coordinación muscular, humor satánico y precisión al segundo que era Sugar-Boy cuando pasaba velozmente junto a un carromato cargado de heno, frente a un tanque de gasolina que venía en sentido contrario, y se metía por el espacio que disminuía con rapidez, lo bastante cerca para proporcionar un buen susto al conductor del tanque, con el guardabarros trasero, y rozar el hocico de una muía con el otro. Pero al jefe le agradaba aquello. Siempre iba sentado delante, junto a Sugar-Boy, con la vista fija en el tacómetro y en el camino, y sonrió a Sugar-Boy después de haber pasado por entré el hocico de la muía y el tanque de gasolina. La cabeza de Sugar-Boy vibró como siempre que las palabras se agolpaban en su interior sin poder salir. Pero al final iban saliendo poco a poco, a la manera del tartamudo, y rociando con saliva el parabrisas. Sugar-Boy era incapaz de hablar, pero podía expresarse una vez colocado el pie sobre el acelerador. Habríale sido imposible ganar ningún torneo de oratoria en la escuela superior, pero por supuesto, nadie ardía en deseos de competir con Sugar-Boy, y menos quien lo conociera y lo hubiera visto llevar a cabo hazañas con aquel 38 especial que llevaba debajo del brazo izquierdo como un tumor.

No hay duda de que el lector habrá pensado que Sugar-Boy es un negro, a juzgar por el nombre. Pues no hay tal cosa. Se trata de un irlandés, de aproximadamente un metro cincuenta y siete de estatura, camino de quedarse calvo, a pesar de no contar con más de veintisiete o veintiocho años de edad. Usa corbata roja y debajo de la misma —y de la camisa— una medalla religiosa que yo deseaba ardientemente que fuese de san Cristóbal; o que éste anduviese de por medio. Su nombre era O'Sheen, si bien lo llamaban Sugar-Boy por comer azúcar. 1 Cada vez que iba a un restaurante se llevaba cuanto terrón de azúcar hubiese en la azucarera. Iba por todas partes con los bolsillos llenos de ellos y cada vez que sacaba uno para comérselo estaba cubierto de algo gris, esa pelusa que siempre se forma en el interior del bolsillo, además de las partículas de tabaco de los cigarrillos. Una vez que el terrón franqueaba la barricada formada por sus dientecillos negros y torcidos, se veía cómo las mejillas del pequeño y místico irlandés se hundían al chupar el azúcar, en cuya oportunidad semejaba un desnutrido duendecillo.

El patrón se hallaba sentado en el asiento delantero, observando el tacómetro junto con Sugar-Boy y su hijo Tom. De dieciocho o diecinueve años de edad, no recuerdo exactamente, creeríase que era mayor. No era muy corpulento, pero su conformación semejaba la de un hombre, sin esa apariencia delgada y alargada que tiene la de un muchacho. Había sido un héroe del fútbol durante su permanencia en el instituto y el otoño anterior el más brillante de los componentes del equipo. Su nombre apareció en los periódicos porque en realidad era bueno. Y él lo sabía. Se notaba que estaba al tanto de ella en cuanto se observaba su rostro moreno y de cutis suave, mientras las mandíbulas trabajaban lenta e insolentemente con un trozo de chicle y sus ojos azules ocultos por los párpados a medio entornar, contemplaban lenta e insolentemente a uno o al mundo entero. Pero aquel día en que se hallaba en el asiento delantero con Willie Stark, el jefe, no me era posible contemplar su rostro. Recuerdo que pensé que su cabeza, en cuanto a su forma y a la manera de hallarse sobre sus hombros, era exactamente como la del padre.

La señora Stark —Lucy Stark, esposa del jefe—, Tiny Duffy y yo nos hallábamos en el asiento trasero; Lucy Stark entre Tiny y yo. No era exactamente un grupo alegre. En primer término, la temperatura no era como para incitar a la charla amena; y en segundo lugar, yo no cesaba de vigilar los posibles carros cargados de heno y los tanques de gasolina. El tercer motivo era que Lucy Stark jamás se mostraba verdaderamente cordial. Tampoco Duffy. De ahí que ella permaneciera sentada entre Duffy y yo, entregada a sus pensamientos. Y tenía bastante en que pensar. Por una parte, en lo acontecido desde la época en que enseñaba su primer año en la escuela de Mason City y se había casado con un joven granjero de cuello y semblante colorados, de manos grandes y torpes y con un mechón de cabellos oscuros caídos sobre la frente (podía observarse su retrato de casamiento, aparecido en los periódicos junto con un millar de los de Willie) y una expresión de maravilla y de devoción casi canina en sus ojos cuando la contemplaba. Mucho era aquello en que podría pensar, sentada en el interior del veloz «Cadillac», puesto que muchos habían sido los cambios ocurridos.

Descendimos a lo largo de la calle donde estaban situadas las otrora blancas casitas y desembocamos en la plaza. Por ser tarde de sábado, el lugar se hallaba lleno de gente. Los carros y los canastos veíanse sólidamente agrupados alrededor de los árboles, en medio de los cuales se hallaban el Juzgado, edificio cuadrado de ladrillos rojos, cubierto por la pátina del tiempo y bien necesitado de pintura, ya que allí estaba desde antes de la guerra civil, provisto de torrecilla con una esfera en cada lado. Al mirar por segunda vez notábase que tal esfera no era auténtica, sino pintada, y que no indicaba sino las cinco, a diferencia de las ocho y diecisiete minutos que marcaban aquellos relojes grandes y pintados de las joyerías. Disminuimos la velocidad ante la muchedumbre dedicada a sus ocupaciones, y Sugar-Boy se inclinó sobre la bocina, se estremeció su cabeza y murmuró algo, con la consiguiente lluvia de saliva.

Nos detuvimos delante del bar y Tom abandonó el vehículo, seguido del jefe, antes de que Sugar-Boy pudiera llegarse hasta la portezuela. Hice lo mismo y ayudé a Lucy Stark, quien abandonó las profundidades del calor y de la meditación lo suficiente para darme las gracias. Permaneció un segundo en el pavimento, arreglándose la falda sobre las caderas, que sin duda mostraban más anchura que cuando conquistara a Willie Stark, el granjero.

El señor Duffy descendió pesadamente del «Cadillac» y todos penetramos en el bar. El jefe mantuvo la puerta abierta para permitir el paso a Lucy Stark, detrás de la cual entró, seguido del resto del grupo. Muchas eran las personas que había en el local; hombres vestidos con pantalones de granjero y alineados en dirección hacia donde se despachaba soda; mujeres alrededor de los mostradores y chiquillos que se aferraban con una mano a las faldas y sostenían con la otra el cucurucho de helado mientras contemplaban a los demás por encima de sus propias y húmedas narices, con ojos que parecían bolitas pintadas. El jefe permaneció modestamente detrás del grupo de hombres aficionados a la soda, con el sombrero en la mano y los cabellos caídos sobre la frente. Estuvo allí por lo menos un minuto y entonces dio la casualidad que lo vio una de las muchachas que vendía helados, la cual puso una expresión tal como si la liga se le hubiese roto en plena iglesia; después de lo cual, y de haber dejado caer la cuchara para servir helados, se dirigió hacia la parte de atrás del local, moviendo con dificultad sus caderas bajo la presión de la falda de color verde lechuga.

Después, un sujeto bajo y calvo, ataviado con una chaquetilla blanca, que ya tendría que haber estado en el lavadero, hizo su aparición desde el fondo del almacén, agitando las manos, dando empujones a los clientes y gritando: «¡Pero si es Willie!» El individuo corrió hasta llegar junto al jefe, que a su vez avanzó un par de pasos para recibirlo, y el hombre de la chaquetilla blanca le asió la mano y comenzó a sacudirla como si se estuviese ahogando. No estrechó la mano de Willie, al menos de acuerdo con los cánones corrientes. Simplemente se aferró a ella y la torció de un lado para otro mientras pronunciaba las sílabas de «Willie». Luego, una vez pasado el acceso, volvióse hacia la muchedumbre, que formaba un círculo a respetuosa distancia, desde donde contemplaba la escena con gran interés, y anunció: «¡Por Dios, muchachos, es Willie!»

La observación era superflua. Una simple mirada a los rostros allí congregados era más que suficiente para comprender que si alguno de los ciudadanos mayores de tres años no sabían quién era aquel hombre vestido con el traje de verano, debíase a que tal ciudadano era medio tonto. En primer lugar, bastaba con levantar la mirada hacia aquel cuadro grande colocado por encima de la fuente de soda, cuadro unas seis veces más grande que el tamaño natural y que mostraba la misma cara y los mismos ojos que en el cuadro tenían la sugestión de una mirada soñolienta e introspectiva (los ojos del hombre del traje no tenían ese aspecto entonces, pero yo lo he visto), con las orejas y las mejillas comenzando a hacerse y los labios carnosos, que no se caían; pero si uno observaba de cerca los veía colocados uno sobre otro, cual si se tratase de un par de ladrillos; y el mechón de cabellos caído sobre la frente no muy cuadrada. Debajo del cuadro leíase esta inscripción: «Mi estudio es el corazón del pueblo.» Entre comillas y firmado: Willie Stark. He visto la misma imagen en millares de lugares, desde las salas de juego hasta los palacios.

Alguien de las últimas filas de la muchedumbre gritó: «¡Eh, Willie!», y el jefe levantó la mano para agitarla en respuesta al admirador desconocido. Después observó a un individuo parado al otro extremo de la fuente de soda: un hombre alto, flaco, desgarbado, amarillento y de semblante correoso, como si fuese un trozo de tasajo de ciervo, ataviado con pantalones de cotí y unos bigotes que colgaban a la manera que se ve en las fotografías dé los soldados de caballería del general Forrest. El jefe avanzó hacia él y le tendió la mano, pero el viejo no se alteró. Quizá cambió de posición sobre las baldosas uno de sus borceguíes rotos y la nuez experimentó una o dos sacudidas y los ojos permanecieron vigilantes en aquella cara que parecía el asiento de una vieja montura abandonada a los elementos del tiempo; pero cuando el jefe estuvo cerca, su mano se levantó desde el codo, como si no le perteneciese y actuase por su propia cuenta. El jefe la estrechó.

—¿Qué tal vamos, Malaquías? —inquirió el jefe.

La nuez volvió a agitarse una o dos veces y el jefe sacudió la mano que se hallaba en el aire como si no perteneciese a nadie. El viejo dijo que la cosa no marchaba muy bien.

—¿Cómo está tu hijo? —preguntó el jefe.

—No muy bien —aseguró el viejo.

—¿Enfermo?

—No —admitió el otro—. Preso.

—¡Dios mío! —exclamó el jefe—. ¿Qué están haciendo aquí, metiendo en la cárcel a los buenos muchachos?

—Es un buen muchacho —aseguró el viejo—. Se vio envuelto en una pelea y tuvo mala suerte.

—¿Cómo?

—Sí, fue una lucha equilibrada y justa, pero anduvo con un poco de mala fortuna. El adversario falleció a consecuencia de algunas puñaladas.

—Mal negocio. ¿Ya tuvo lugar el juicio?

—Todavía no.

—Mal negocio—repitió el jefe.

—No me quejo —dijo el viejo—. La pelea fue justa y equilibrada.

—Me alegro de haberle visto. Dígale a su hijo que trate de no meterse en líos.

—Él tampoco se lamenta de lo sucedido —contestó el viejo.

El jefe comenzó a volverse hacia los que le habíamos acompañado y que, después de doscientos kilómetros a través del caluroso camino, mirábamos hacia la fuente de soda como si se tratase de un espejismo; pero el viejo lo llamó:

—Willie.

—¿Qué hay? —contestó el jefe.

—Aquel cuadro —dijo el viejo, que estiró el cuello hacia la ampliación seis veces mayor que el tamaño natural, colocado por encima de la fuente de soda—. Este cuadro —repitió—, no lo ha favorecido mucho, Willie.

—Al diablo que no —dijo el jefe, que observó la imagen, inclinando la cabeza hacia un lado y mirándola de costado—; pero me hallaba en mal estado de ánimo cuando me tomaron la fotografía. Era como si hubiese padecido el cólera morbo. Que se meta un hombre a tratar de poner algo de sentido común en aquella legislatura y quedará peor que después de haber sufrido los rigores del estío.

—¡A ver si consigue hacerlo y los destroza, Willie! —gritó alguien allá al fondo de la multitud, cada vez más numerosa por cuanto la gente de la calle trataba de penetrar en el local.

—Así lo haré —prometió Willie, antes de volverse hacia el hombre de la chaquetilla blanca—. Por favor, Doc, sírvanos algo de beber.

Parecía como si Doc fuese a sufrir algún síncope cardíaco durante su intento por llegar al otro lado de la fuente de soda. La parte final y trasera de la chaquetilla blanca flotaba al viento cuando dobló la esquina y comenzó a valerse de las manos a modo de garras, para pasar delante de las dos muchachas de vestido verde, a fin de servir lo pedido. Primero pasó la bebida a Willie, que a su vez la transfirió a su mujer. Luego hizo lo mismo con una segunda, sin dejar de repetir que era por cuenta de la casa. El jefe bebió la segunda mientras Doc seguía con la misma cantinela, sirviéndole más de cinco vasos.

A esa altura el público se había amontonado formando una masa compacta hasta el medio de la calle. Los rostros estaban pegados a la puerta del tabique, de la manera como se hace cuando se quiere observar el interior de un recinto oscuro. Afuera se oía exclamar incesantemente:

—¡Que hable Willie!"¡Que hable Willie!

—¡Dios mío! —dijo el jefe, en dirección hacia Doc, colgado de uno de los caños niquelados de la fuente de soda, observando cómo pasaba cada gota por el gaznate del jefe—. Dios mío —repetía éste—, no he venido aquí para pronunciar ningún discurso, sino para dar un paseo y ver a mi padre.

—¡Que hable Willie! ¡Que hable Willie! —seguían gritando los de afuera.

El jefe abandonó su vaso sobre el mármol.

—La casa invita —volvió a exclamar Doc con voz bronca y valiéndose de la poca fuerza que le quedaba después de tanto entusiasmo.

—Muchas gracias, Doc —dijo el jefe, que primero volvió la cabeza hacia la puerta y luego hacia atrás—. Será mejor que se retire al interior y venda una buena cantidad de aspirina para compensar el obsequio.

Dicho lo cual atravesó pesadamente la puerta; la multitud retrocedió y nosotros fuimos detrás de él.

El señor Duffy se puso al lado del jefe para inquirir si pronunciaría algún discurso, sin obtener ni siquiera una mirada.

El jefe continuó su marcha lenta y sostenida, atravesando la calle hasta mezclarse con la multitud, como si ésta no hubiese existido. Los rostros grandes y colorados, con los ojos vigilantes cual si se tratase de algo precavido, salvaje y avizor detrás de algún matorral, retrocedieron y no se oyó el menor sonido. La muchedumbre se apartaba de su paso y nosotros lo seguíamos; tanto los que habíamos viajado en el «Cadillac» como los del segundo vehículo. Después la multitud se cerró a nuestra espalda.

El jefe continuó andando directamente, algo inclinada la cabeza, del modo que lo hace el hombre cuando camina solo y tiene algo en su imaginación. El cabello le caía sobre la frente, pues llevaba el sombrero en la mano. Supe que tal cosa acontecía, pues lo vi una o dos veces dar una violenta sacudida en la forma acostumbrada en él cuando iba sin sombrero y el cabello se le venía sobre los ojos: una especie de movimiento como el ejecutado por el caballo cuando acaban de colocarle el bocado y tiene la boca llena de pienso.

Atravesó directamente la calle y la plaza y ascendió las escaleras del Juzgado sin que nadie lo siguiera por los escalones, en lo alto de los cuales giró lentamente para colocarse frente a la multitud. No hizo sino contemplarla, pestañeando un poco, lo mismo que si hubiera franqueado la puerta del Juzgado sumido en la penumbra, y pestañease para acomodar sus ojos a la claridad del exterior. Y allí permaneció, pestañeando, con el cabello caído sobre la frente y las oscuras manchas de transpiración visibles bajo cada sisa de su americana de verano. Luego sacudió la cabeza y sus ojos se abrieron de manera amplia y repentina, a pesar de que la luz le daba de lleno en el rostro, y fue posible advertir el fulgor que despedían.

«Se acerca el momento», pensé.

Los ojos se agrandaban de pronto de modo tal, como si algo hubiese acontecido dentro de ellos, y allí estaba ese fulgor. Se veía que algo había acontecido en el interior y se pensaba en la proximidad del momento. Siempre igual. Aquel agrandarse, aquel refulgir y aquella opresión en el estómago como si alguien se hubiese apoderado de algo allí; en la oscuridad que es uno mismo, con una mano fría cubierta con un guante de goma igualmente frío. Era como el instante en que llegamos tarde a casa por la noche y vemos asomar por la puerta la punta amarilla del sobre de un telegrama. Nos inclinamos para recogerlo, pero no lo abrimos en el acto. Mientras permanecemos de pie en el vestíbulo, sobre en mano, experimentamos que hay un ojo clavado en nosotros, un ojo grande que nos contempla desde muchos kilómetros, a través de paredes y de casas, de nuestra vestimenta y nuestra piel, y nos ve encogidos. Desmenuza nuestro interior de arriba abajo, en la oscuridad que es uno mismo, como si fuese un feto triste y viscoso que uno lleva por todos lados en su interior. Este ojo sabe lo que existe dentro del sobre y está al acecho para contemplamos cuando lo abrimos y nos enteramos de su contenido. Pero el feto triste y viscoso que llevamos en nuestro interior levanta también su carita melancólica y sus ojos no ven y tiembla de frío, pues no desea saber lo que hay dentro del sobre. Quiere permanecer en la oscuridad y en la ignorancia y abrigarse en la misma. La finalidad del hombre es aprender, pero existe una cosa que no puede saber. No puede saber si el conocimiento constituirá su salvación o su muerte. Morirá, muy bien; pero no puede llegar a su conocimiento ni su muerte se debe a lo que no ha aprendido ni tampoco qué lo habría salvado, en caso de aprenderlo. Experimentamos la sensación de frío en el estómago, pero abrimos el sobre, tenemos que hacerlo, pues la finalidad del hombre es el conocimiento.

El jefe permaneció tranquilo allí, con los ojos dilatados y relucientes, sin que partiera el más leve ruido de la multitud. Escuchábase el chirrido desesperado y fuera de lugar de una chicharra ubicada en lo alto de uno de los árboles de la plaza. Y al cesar el mismo no hubo sino la espera. Fue entonces cuando el jefe avanzó un paso, lenta y suavemente.

—No pronunciaré ningún discurso — dijo sonriendo. Pero los ojos seguían muy abiertos y en ellos lucía aquel fulgor—. No he venido a eso, sino a dar un paseo, ver a mi padre y asegurarme de qué haya quedado algo en condiciones de ser ingerido en el smokehouse. 2Le diré: «Papá, ¿qué hay acerca de esa salchicha ahumada de que tanto te jactabas? ¿Y qué de aquel jamón de que tanto te vanagloriabas el invierno último, y de...?» — Tal lo que decía, pero la voz era diferente, subiéndole por la garganta y saliendo monótona con ese tonillo que han adquirido allá entre las colinas rojas mientras preguntaba: «Papá, ¿qué hay acerca...?»

Pero los ojos seguían refulgentes y pensé 'que acaso se aproximaba el instante. Quizá no fuese demasiado tarde. Nunca puede decirse. De repente podría producirse.

—De manera que no voy a pronunciar ningún discurso — continuó diciendo con su propia voz tan conocida. ¿Sería su misma voz? Uno se preguntaba cuál era su verdadera voz entre las tantas que poseía. Y siguió diciendo—: Y no he venido aquí para solicitaros que me concedáis nada, ni siquiera un voto. El Buen libro dice que hay tres cosas que jamás se satisfacen; mejor dicho, son cuatro y ya es suficiente. — Su voz era diferente ahora—: La tumba y el útero estéril, la tierra que no se llena de agua y el fuego. Ya es suficiente con ello. Pero Salomón pudo haber agregado otro pequeño detalle para de ese modo hacer la lista completa. Y es el político que no cesa de pedir.

Ahora se lo veía algo echado hacia atrás, con la cabeza un poco inclinada. Sus ojos pestañeaban.

Gesticuló y dijo:

—Si en aquella época hubiese habido políticos, pedirían como lo hacen en nuestros días. Pero en este momento no soy político. Estoy dedicando este día al descanso y ni siquiera os pediré el voto. A decir verdad, no tengo que pedíroslo. Hoy al menos. Todavía tengo cierta influencia en el gran edificio con las blancas columnas que se elevan hasta el segundo piso, y donde uno se desayuna con helado de durazno. No quiero decir con ello que no exista un puñado de estadistas deseosos de arrojarme por la ventana. Y saben — se inclinó un poco hacia delante, como para contarles un secreto — lo singular que resulta la manera como me es imposible trabar simplemente amistad con cierta gente, no importa lo que me esfuerce para ello. Mi cortesía ha llegado hasta ese extremo. Hasta he dicho «por favor». Pero de nada me ha valido. Aunque parece como si hubieran de sufrirme un período mayor. Lo mismo que vosotros. De manera que será mejor que sonriáis y tengáis paciencia. Peor sería que os saliese un forúnculo. ¿No es cierto?

Se detuvo y observó a su alrededor fijamente, moviendo la cabeza con lentitud, de modo que parecía mirar directamente en la cara a un espectador durante una fracción de segundo y luego desviar su atención hacia otro un poco más allá. Finalmente gesticuló, pestañeó y dijo:

—¿Es que el gato os ha comido la lengua?

—¡Tengo un forúnculo en las posaderas! — gritó alguien en la últimafila.

—¡Al diablo! — gritó en seguida Willie—. Acuéstate boca abajo y duerme. — Alguien rió—. ¡Además — siguió vociferando—, da gracias al buen Dios, que en su infinita misericordia vio la conveniencia dé dar forma a algo dotado de pecho y de espalda con esa insignificante porción de material que tuvo entre sus manos en tu caso!

—¡Háblales fuerte, Willie! — gritó alguien de entre la muchedumbre, que entonces se echó a reír.

El jefe levantó la mano derecha casi a la altura de la cabeza, delante de él y con la palma hacia abajo, y así esperó hasta que se apagaron las risas y los silbidos. Entonces dijo:

—No, no estoy aquí para pediros nada, ya sea el voto u otra cosa. Creo que volveré para hacerlo. Si continúa gustándome el helado de melocotón con que me desayuno en la Cámara. Claro es que no espero que todos me votéis. ¡Dios mío, si todos fuesen a votar por Willie! ¿Qué tópico tendrían después para discutir? No les quedaría sino el tiempo, y ése no es motivo para votar. No — agregó, con otra voz distinta de las anteriores, suave, serena y lejana—. No estoy aquí para pediros nada, hoy. Estoy dedicado al descanso y he vuelto a mi casa. El hombre se aleja de su casa, yace en lechos extraños en la oscuridad y el viento suena de manera distinta entre los árboles. Va por la calle y ve rostros ante sus ojos; pero no hay nombres para esos rostros. Las voces que oye no son las que resonaban en sus oídos tiempo atrás al alejarse. Las que oye ahora son fuertes. Tanto, que durante mucho tiempo queda imposibilitado de oír aquellas otras que resonaban en sus oídos. Pero llega un momento en que queda tranquilo y vuelve a escucharlas. Distingue claramente lo que quieren decir: «Vuelve, muchacho, vuelve», le dicen. Y regresa.

Su voz se cortó en seco. No poco a poco como la que va apagándose. Durante un segundo permaneció en el aire, notando en la tranquilidad que invadía la atmósfera, y la multitud de la plaza frente al Juzgado, resaltada por el chirriar de la chicharra en lo alto de los dos árboles que se elevaban por encima de las cabezas del auditorio congregado sobre el césped. La voz flotó allí, palabra tras palabra, y de repente se desvaneció. No quedó sino el canto de la chicharra, que parece metérsenos en la cabeza cual si fuese el chirrido de los resortes y los engranajes que somos nosotros mismos y que no cesará, no importa lo que digamos, hasta que se encuentren en debida forma.

El jefe permaneció allí durante medio minuto, sin decir una palabra ni moverse. Ni siquiera parecía ver la multitud a sus pies. De repente pareció advertirla e hizo un gesto.

—De manera que regresa — prosiguió sin dejar de gesticular—. Cuando le queda un día libre. Y dice: Hola, muchachos, ¿qué tal os va?

Y eso es lo qué yo os digo.

Eso fue lo que dijo. Miró hacia abajo, siempre haciendo gestos y volviendo la cabeza mientras sus ojos recorrían la muchedumbre, pareciendo como si se posasen en un rostro y luego se moviesen para volver a posarse en otro.

Después comenzó a descender los escalones cual si acabase dé salir de aquel sombrío corredor detrás de las puertas a su espalda. Bajaba los escalones solo, sin nadie frente a él y. sin que ningunos ojos lo contemplasen. Fue directamente hacia donde sus acompañantes lo aguardaban, Lucy Stark y los demás. Al pasar ante nosotros, nos hizo un ademán, como si pasase a nuestro lado por la calle y no nos conociese muy bien, y prosiguió su marcha hacia la multitud como si ésta no existiera. El auditorio se hizo un poco atrás para dejarle paso, con la mirada fija en él. Nosotros lo seguimos y la muchedumbre se cerró detrás de nosotros.

La gente aplaudía y gritaba. Había alguien que no cesaba de exclamar:

—¡Bravo, Willie!

El jefe atravesó directamente la calzada y subió de nuevo al «Cadillac». Hicimos lo mismo y el fotógrafo y los demás ocuparon su automóvil: Sugar-Boy puso él motor en marcha y sacó la cabeza por la ventanilla. La multitud no se desviaba muy aprisa, de tan apiñada que estaba. Guando asomamos las narices por la ventanilla, el auditorio se veía alrededor del vehículo a no más de un palmo de distancia. Los rostros nos contemplaban bien de cerca. Pero ahora fuera y nosotros dentro. Los ojos de los semblantes rojos y de piel satinada nos contemplaban junto con los de piel morena y arrugada.

Sugar-Boy no dejaba de hacer sonar la bocina. Las palabras se amontonaban en su interior. Sus labios comenzaron a moverse, cosa que era muy fácil advertir por el retrovisor. Pero apenas pudo emitir sonido y lo inundó todo de saliva.

El jefe se había concentrado en sí mismo.

Sugar-Boy hizo sonar la bocina y doblamos hacia una calle lateral desierta. Al pasar por delante del edificio de ladrillos que era la escuela, en los arrabales de la ciudad, íbamos a sesenta y cinco kilómetros por hora. Al ver dicho edificio recordé mi primer encuentro con Willie, alrededor de catorce años atrás, en 1922, cuando él no era sino tesorero del distrito de Mason y vino a la ciudad con motivo de la emisión de bonos para la construcción de la escuela. Vino a mi memoria cómo lo había conocido, en la habitación del fondo del establecimiento de juegos de Slade, donde éste vendía cerveza. Estábamos sentados ante uno de esos veladores con tapa de mármol y pie de hierro, de los que solía haber en los bares cuando éramos chicos y llevábamos a nuestra novia del instituto los sábados por la noche para comer aquel «banana split» con chocolate y rozarnos las piernas por debajo de la mesa, para lo cual nos estorbaba el dichoso pie de hierro.

Eramos cuatro. Tiny Duffy, que entonces era casi tan fornido como ahora. No se necesitaba ninguna señal para saber lo que era. Se sabía que era un perezoso empleado de la Municipalidad, aun antes de divisar lo blanco de sus ojos. Era panzón y transpiraba a través de la camisa, por encima del cinturón; su semblante era untuoso y amarillento y en medio del mismo divisábamos una abertura que mostraba su dentadura de oro. Era asesor de impuestos y llevaba un sombrero de paja, duro y aplastado, echado hacia atrás. El sombrero lucía una cinta de colores.

También estaba Alex Michel, muchacho de la parte alta del distrito de Mason, que aprendía con rapidez. Al menos lo suficiente para ser delegado del sheriff aunque no por mucho tiempo. No llegó a nada, pues fue víctima de una puñalada en el vientre, por parte de un pianista en un garito al que acudiera para cobrarse algo a cuenta de la protección al establecimiento. Como he dicho, Alex procedía de la parte alta del distrito.

Duffy y yo estábamos en la habitación del fondo del establecimiento de Slade esperando a Alex, con quien yo tenía esperanza de realizar un pequeño negocio. Me dedicaba al periodismo y Alex estaba en posesión de algunos datos que eran de mi interés. Lo había citado allí Duffy, que era amigo mío. Cuando menos sabía que yo trabajaba para el Chronicle, dedicado por entonces a apoyar a Joe Harrison y a los suyos. Joe era gobernador y Duffy uno de sus colaboradores.

Y por eso me encontraba sentado en el negocio de Slade una calurosa mañana de junio o julio, allá por el año 1922, a la espera de la llegada de Alex Michel, en la silenciosa habitación del fondo. Un depósito funerario a medianoche es algo ensordecedor comparado con el efecto que se obtiene a media mañana en un lugar como ese aposento de Slade cuando se llega antes que ningún otro visitante. Se toma asiento y se piensa qué acogedor era la noche antes, con el efluvio de los cuerpos de los contertulios y el murmullo de las conversaciones, y se contempla el suelo en que se advierten trazos de serrín húmedo dejados por la escoba vieja esa mañana cuando el negro, viejo y poco entusiasta, procedió a realizar la limpieza.

La impresión general es que nos hallamos a solas con el Único y a El le toca disponer. En consecuencia permanecía sentado en silencio (Duffy jamás se mostraba locuaz sino después de haber ingerido dos o tres copas) escuchando cómo mis tejidos se distendían y cómo explotaban de manera delicada las gotas de transpiración por los conductos embutidos en la amplia humanidad de mi acompañante.

Alex arribó con otro individuo y supe que mi breve conversación no era promisoria. Mi misión era algo delicada, no apta para el oído de un extraño. Me imaginé que ésa sería la razón de que Alex llevase un acompañante a la rastra. Y acaso estuve en lo cierto, pues Alex experimentaba temor de ser engañado fácilmente. De cualquier modo, el jefe se hallaba con él.

Sólo que no era el jefe. Metafíisicamente lo era, pero ¿cómo iba a saberlo yo? Alguien franquea el umbral. Mide un metro ochenta de alto; es algo robusto de pecho, con piernas algo cortas, lleva un traje de sir- saca del setenta y cinco, demasiado largo de pierna. Los bajos le caen sobre los zapatos negros, a los que no vendría mal una lustrada. Lleva también un cuello duro y alto, cual si se tratase del superintendente de una escuela dominical; y una corbata azul a rayas que se conoce fue un regalo de su mujer la Navidad última y ha permanecido guardada en su envoltorio de papel de seda con la bendita tarjeta que decía: «Feliz Navidad para mi querido Willie. Así le desea su amante esposa»; hasta que se acicaló para acudir a la ciudad. Y por último un sombrero de fieltro gris a través de cuya cinta asoman las manchas de sudor. Hizo su entrada de esa manera, y vaya uno a saber. Va detrás de Alex Michel, que mide, o medía antes del encuentro con el pianista, un metro ochenta y ocho centímetros de huesos y carne, hermosamente articulados, con un semblante duro y magro que parece cocido, y dos ojillos oscuros y ágiles que no se dicen con semejante rostro encima de un torso tan clásico y que van de un lado para otro como si se tratase de dos fríjoles mejicanos que no dejan de saltar. Sigue modestamente los pasos de Alex Michel, quien se aproxima a la mesa con un aire de autoridad que a nadie engaña.

Alex dijo al estrecharme la mano:

—¡Hola, compañero! — y me palmeó con fuerza suficiente para aplastar una nuez, después de lo cual prestó la debida atención al señor Duffy, que le había tendido la mano sin levantarse. Luego, como si lo pensara mejor, Alex señaló con el dedo al compañero que le seguía—: Señores, éste es Willie Stark. Somos de Mason City y hemos ido juntos a la escuela. Sí, y Willie era un ratón de biblioteca, el favorito de la maestra. ¿No es verdad, Willie? — Dicho lo cual relinchó como un potrillo en apreciación de su propio humor, no sin golpear en las costillas al mimado de la maestra. Finalmente añadió, después de haberse dominado—: Y continúa siendo favorito de la maestra, ¿verdad, Willie? — Y, vuelto hacia Duffy y hacia mí explicó, antes de que la alegría se apoderase de él y la habitación trasera de Slade se estremeciese con la alegre nota de la dehesa—: ¡Willie se ha casado con una maestra!

La idea le pareció enormemente divertida a Alex. Entretanto Willie, incapaz de completar la amenidad de la situación, se inclinó ante la racha y permaneció con el sombrero de fieltro, viejo y gris, entre las manos. El sudor asomaba a través de la cinta. El semblante grande de Willie permaneció impasible por encima del cuello alto y duro.

—¡Sí, sí, se ha casado con una maestra! — repitió Alex sin dar señales de que su satisfacción hubiese disminuido.

—Bien — dijo el señor Duffy, cuya experiencia y tacto se hallaban a la altura de cualquier situación—, me han dicho que las maestras también tienen su corazoncito. — El orador levantó el labio para dejar al descubierto el oro de la dentadura, pero no hizo ningún sonido porque, como hombre de mundo lleno de confianza, su costumbre era pronunciar una frase y dejar que la misma se abriese paso por su valor intrínseco, dejando el aplauso a cargo del auditorio.

Y Alex lo proveyó en buena medida. Yo, por mi parte, no hice sino un gesto, que debió parecer mortal en mi semblante. Y Willie ni se inmutó.

—¡Dios! — exclamó Alex una vez recuperado el aliento—. ¡Señor Duffy, es usted colosal, vaya si lo es! — Y golpeó por segunda vez con fuerza al favorito de la maestra en las costillas con el fin de excitar su humor, que no parecía muy grato en verdad. Como no obtuviese resultado, repitió los golpes y, finalmente, inquirió si el señor Duffy no era colosal.

—Sí — contestó Willie, que observó al señor Duffy de una manera inocente y grave, sin el menor apasionamiento—. Sí, ya lo creo que lo es.

Y puesto que había sido hecha semejante admisión, si bien algo tarde y con cierta ambigüedad de inflexión, la pequeña nube acumulada en la frente del señor Duffy desapareció sin dejar el menor rastro.

Willie aprovechó la calma momentánea para dar término al ritual de la presentación, interrumpida por el buen humor de Alex. Transferido su sombrero gris viejo a la mano izquierda, avanzó dos pasos, que era lo necesario para aproximarse a la mesa, y me tendió la mano gravemente. Tanta era el agua que había corrido por debajo de los puentes desde que Alex señalara con el dedo al extraño y dijera: «Este es Willie Stark», que ya casi me había olvidado de haberlo conocido en mi vida. De ahí que no interpretase en el acto su idea de tenderme la mano y estrechar la mía. En consecuencia debí de haber contemplado su mano tendida de manera inquisitiva y haberle lanzado una mirada inexpresiva; entonces me mostraría su cráneo y seguiría con la mano tendida. Al recobrar mis sentidos es seguro que, para no ser sobrepasado en cortesía por la vieja escuela, eché hacia atrás mi silla, rae erguí cuanto pude y le así la mano, que era bastante grande. Al estrecharla por primera vez parece advertirse que se hace por la parte blanda, y algo húmeda, que ya supone algo que uno no se siente inclinado a hacer con un semejante en ciertas actitudes; más tarde se descubre que se trata de una estructura sólida. Era como la mano de un granjero que ha dejado el arado, si bien en fecha no demasiado reciente, a cambio de alguna tarea en el almacén del cruce de caminos. La mano de Willie me dio tres sacudidas y el hombre dijo: «Me alegro de conocerlo, señor Burden» como si se tratase de algo grabado en su memoria. Después juraría que me hizo un guiño, pero por el momento no estaba muy seguro de ello. Doce años más tarde, aproximadamente, en una época en que la personalidad de Willie ocupaba de manera más imperiosa mis escasas horas de especulación, le pregunté:

—Jefe, ¿recuerda la primera vez que nos encontramos, allá en aquel aposento del fondo del negocio de Slade?

Dijo que sí, cosa nada notable, pues era como el elefante del circo, que nada olvida, ya sea el individuo que le da cacahuetes como el que le pone rapé en la trompa.

—¿Recuerda cuando nos dimos la mano? — inquirí.

—Sí — contestó.

—Bien, jefe, ¿me guiñó o no?

—Muchacho — dijo mientras jugaba con el vaso de whisky y soda y hundía el talón de uno de sus zapatos a la medida, de treinta dólares, sucios, de corte nada atrevido, en la mejor colcha capaz de ser proporcionada por el «Hotel St. Regis»—. Muchacho — repitió mientras sonreía paternalmente por encima de su vaso—, eso es un misterio.

—¿No recuerda? — dije.

—Pues claro que recuerdo.

—¿Y bien? — insistí.

—Supon que tenía algo en el ojo — dijo.

—Bueno, al diablo si tenía algo en el ojo — contesté.

—Pues supon que no tenía nada.

—En tal caso guiñó quizá porque se imaginó que teníamos algo en común acerca del tono de la reunión.

—Es posible — convino—. No es ningún secreto que mi condiscípulo Alex no tenía nada de listo. Tampoco que Tiny Duffy es un pollino tan grande y tan lleno de grasa como el que jamás haya hecho rechinar los resortes de un sillón giratorio.

—Ya lo creo — aseguré.

—Sin duda — contestó el jefe, más animado—, pero se trata de un ciudadano útil si se sabe manejarlo.

—Claro. Y figurémonos que cree que sabe cómo manejarlo. Y lo hace vicegobernador. (Eso ocurrió durante el último mandato del jefe, cuando Tiny fue su sobresaliente.)

—Naturalmente. Alguien tiene que ser vicegobernador.

—Sí. Tiny Duffy.

—Es natural. Tiny Duffy. Lo bueno del caso es que nadie puede confiar en él y todos lo saben. Uno encuentra a alguien en quien puede confiar y se pasa las noches meditando si uno es ese alguien. Pero si ese hombre es Tiny, ya se puede dormir tranquilo. Todo lo que se necesita es mantenerle la orina exenta de albúmina.

—Jefe, ¿me guiñó aquella vez allá en casa de Slade?

—Muchacho, si te lo dijera no tendrías nada en qué pensar.

Y por eso jamás lo supe.

Pero aquella mañana vi que Willie estrechaba la mano de Tiny Duffy sin pestañear. Limitóse a permanecer de pie frente al señor Duffy y cuando el grandote, sin levantarse, le tendió la mano finalmente, con el aire reservado de un papa que ofrece el dedo del pie para ser besado por un peregrino, Willie la tomó y le dio las tres sacudidas que parecían de rigor en Mason City.

Alex tomó asiento junto a la mesa y Willie permaneció de pie, como si esperase que lo invitaran, hasta que el primero aproximó la cuarta silla unos centímetros, valiéndose del pie, y dijo:

—Tome asiento, Willie.

Willie obedeció y dejó su sombrero de fieltro gris frente a él, sobre la mesa de mármol. Los bordes del ala se arrugaban y ondulaban alrededor de la tapa de mármol igual que la masa del pastel antes de que la abuela lo preparase. Se limitó a permanecer sentado detrás del sombrero y de su corbata azul a rayas, regalo de Navidad, esperando con las manos cruzadas sobre el regazo.

—¿Cerveza? — inquirió lacónicamente Slade, llegando desde el frente del negocio.

—Para todos — ordenó Duffy.

—Menos para mí. Se lo agradezco cordialmente — dijo Willie.

—Para todos — volvió a ordenar el señor Duffy con un movimiento de la mano que lucía el anillo de diamantes.

—Menos para mí. Se lo agradezco cordialmente — insistió Willie.

Sin ninguna traza de placer pero sí con cierta sorpresa, el señor

Duffy volvió su mirada hacia Willie, aparentemente inadvertido de la importancia del acontecimiento y bien erguido en su asiento, detrás del sombrero y de la corbata. Luego el señor Duffy miró a Slade, a quien dijo al tiempo que señalaba a Willie:

—Un poco de cerveza para él también.

—No, gracias — dijo Willie sin más emoción de la que podría ponerse al recitar la tabla de multiplicar.

—¿Es demasiado fuerte para usted? — inquirió el señor Duffy,

—No, pero no bebo; muchas gracias.

—A lo mejor la maestra no le permite beber nada — insinuó Alex.

—A Lucy no le gusta la bebida, en verdad — dijo Willie tranquilamente.

—Ojos que no ven, corazón que no siente — dijo el señor Duffy.

—Sírvele una cerveza — indicó Alex a Slade*

—Para todos — repitió el señor Duffy con el aire de quien da por terminado un asunto.

Slade fue mirando sucesivamente a Alex, al señor Duffy y a Willie. Golpeó con poca fuerza, con su rodilla, a una mosca que cruzaba y dijo:

—Vendo cerveza a quien la desea. Pero no obligo a nadie a que la beba.

Quizá fue ése el instante en que Slade hizo su fortuna. Qué extraña y variable resulta la vida; y cómo se encuentra el cristal en el acero a punto de quebrarse, cómo el sapo luce una alhaja en la frente y cómo el significado de un momento pasa cual la brisa que apenas agita la hoja del sauce.

Bien, de todos modos, cuando llegó la derogación y los lecheros hubieron de utilizar los camiones «Mack» para llevar los pedidos de licencia a la Municipalidad, Slade obtuvo la suya. Y en el acto. Y consiguió una espléndida ubicación. Y tuvo la habilidad de instalar unos sillones de cuero bastante cómodos y un bar circular. Y nuestro hombre, que jamás tuviera un centavo después de haber pagado alquiler y «protección», ahora permanecía como entre sombras bajo los frescos que representaban damas desnudas y en medio del resplandor de los espejos cromados y pintados, ataviado con un traje azul de americana cruzada, bien aplastado lo que restaba de sus cabellos sobre el cráneo, con un ojo avizor sobre los negros con chaquetilla blanca que servían el veneno y el otro sobre la rubia de la caja registradora que sabía que su misión no había terminado a las dos de la madrugada cuando se apagaban las luces y las estrofas de un tercero de cuerda aplacaban los nervios de los clientes.

¿Cómo obtuvo Slade su licencia con tanta rapidez? ¿Cómo llegó a conseguir que le arrendasen el local cuando la mitad de los magnates del gremio andaban a la pesca de tan codiciada esquina? ¿Cómo lo hizo para proveerse de las sillas de cuero y demás elementos? Nunca confió en mí, pero creo que consiguió su recompensa por ser un hombre honesto.

De todos modos, la enunciación de sus principios acerca de la cuestión cervecera fue lo que puso el broche al asunto esa mañana. Tiny Duffy levantó el rostro hacia Slade con esa expresión que adopta el novillo cuando se le aplica el mazazo; luego, a medida que el sentimiento iba volviendo, se refugió en su dignidad. Alex permitióse una ironía al decir:

—Bien, puede que tenga alguna naranjada para él.

—Creo que sí, si la desea — concluyó el dueño del negocio al desaparecer el último vestigio de la risa del otro.

—Sí, creo que la beberé — dijo Willie.

Llevó la cerveza, así como la botella de gaseosa con naranja, acompañada de dos pajitas. Willie levantó ambas manos del regazo sobre el que estuvieran decorosamente apoyadas durante la conversación anterior y tomó la botella entre ellas. Inclinada la botella hacia él, sin levantarla de la mesa, aplicó sus labios a las pajas. Eran carnosos, pero no lasos. De ninguna manera, aunque al contemplarlos por primera vez uno lo creyese así. Creeríase que su boca era como la de un muchacho, no del todo conformada, y así parecía en aquel momento, inclinado sobre la botella, con las pajas entre los labios fruncidos. Pero si uno permanecía allí un poco más veía algo diferente; que colgaban juntos, eso es, como si fuesen carnosos. Su semblante no era enjuto, tampoco, pero el cutis era fino y cubierto de pecas. Los ojos, grandes y oscuros y la mirada franca, que nos contemplaba desde el centro de ese rostro casi gordinflón (al principio creíase que era gordinflón pero después se cambiaba de modo de pensar); los cabellos, abundantes y oscuros, caíanle revueltos sobre la frente no muy ancha, y eran algo húmedos. Tal era el pequeño Willie, el primo Willie del campo, residente en la parte alta de Mason City, con su corbata regalo de Navidad. Y acaso uno sintiera deseos de sacarlo a dar un paseo por el parque para mostrarle los cisnes.

—Willie anda metido en política — dijo Alex, que se había inclinado confidencialmente hacia Duffy.

Sus facciones reflejaron el mínimo interés, que se disipó en la vasta blancura oleaginosa que era el semblante del hombre en reposo. Ni siquiera miró a Willie.

—Sí, en política. Allá en Mason City.

La cabeza del señor Duffy giró pesadamente un cuarto de vuelta en dirección a Willie y los ojos de color azul pálido lo enfocaron a distancia. No es que la mención del nombre de Mason City se calculara que produjese gran impresión en el' señor Duffy, pero el hecho de que Willie anduviese metido en política, aunque sólo fuera en esa ciudad donde sin duda los cerdos se rascaban contra los puntales inferiores de la oficina de Correos, originaba ciertos problemas merecedores de pasajera atención. Y por eso el señor Duffy dedicó su atención a Willie y resolvió el problema. ¿Cómo? Decidiendo que no existía ningún problema. Willie no se hallaba metido en política ni en Mason City ni en ningún otro lugar, Alex Michel era un mentiroso, incapaz de decir una verdad. Bastaba mirar a Willie para llegar a la conclusión de que jamás estuvo ni estaría politiqueando. Duffy era capaz de mirar a Willie y decidir que no andaba en política. En consecuencia contestó con un «¿de verdad?» lleno de gran ironía, y con la incredulidad evidentemente reflejada en el semblante.

No es que censure mucho a Duffy. Su semblante hallábase frente a frente del margen del misterio donde todos nuestros cálculos se derrumban, donde la corriente del tiempo disminuye hasta convertirse en las arenas de la eternidad, donde la fórmula fracasa en el tubo de ensayo, donde el caos y la noche reinan y oímos la risa bajo los efectos del éter. Pero nuestro hombre no lo sabía y de ahí su exclamación.

—De veras — repitió Alex, aunque sin ironía y agregó: Allá en Mason City.

—Sí — aseguró el interpelado—, tesorero del distrito.

—¡Dios mío! — exclamó Duffy, con el aire del hombre que descubre que ha edificado sobre arenas movedizas y vivido en un ambiente completamente ficticio.

—Sí — insistió Alex—, y Willie ha venido hasta aquí para realizar ciertas gestiones en favor del distrito de Mason. ¿Verdad, Willie?

Este asintió.

—Acerca de una emisión de bonos — prosiguió Alex—. Van a construir una escuela y hay una emisión de bonos.

Duffy movió los labios y fue dado advertir el fulgor del puente de oro en su dentadura, si bien no fue pronunciada una palabra. El momento era demasiado grande para emitir ningún sonido ni para echar espuma por la boca.

Pero eso era cierto. Willie era tesorero del distrito y estuvo allí durante toda la jornada ocupado con la emisión de bonos para la escuela.

Y fueron lanzados los bonos y construida la escuela y más de una docena de años después el «Cadillac», grande y pintado de negro, pasó raudo ante ella, llevando al jefe; y Sugar-Boy apretó el acelerador y nosotros avanzamos a lo largo del todavía casi nuevo pavimento de la carretera número 58.

Habríamos andado ya un par de kilómetros aproximadamente sin que se hubiese pronunciado una palabra, cuando el jefe se volvió hacia mí y dijo:

—Jack, tome nota para averiguar algo acerca del hijo de Malaquías y de esta muerte.

—¿Cómo se llama? — pregunté.

—Diablo, no sé, pero es buen muchacho.

—Quiero decir cuál es el apellido de Malaquías.

—Malaquías Wynn se llama el hombre — dijo el jefe.

Extraje el cuaderno de notas y anoté, sin olvidar la palabra «puñaladas».

—Averigüe la fecha del juicio y haga que vaya un abogado. Que sea bueno. Fíjese bien; uno que sea bueno y sepa manejar el caso y que se percate de que tiene que defenderlo bien y no limitarse solamente a que salga su nombre en los periódicos.

—Albert Evans — dije—. Ese debe saber lo que hace.

—Es de los que usan aceite para el cabello — aseguró el jefe—, y se lo echan para atrás hasta que lo alto de la cabeza parece una bola negra sobre la mesa de billar. Consiga otro que no parezca como si fuese a cantar al compás de la orquesta. ¿Está perdiendo la imaginación?

—Muy bien — contesté, y anoté en el cuaderno «Tipo Abe Lincoln».

No era necesario que escribiese nada sobre el particular para acordarme, pero lo hice porque ya estaba acostumbrado. En seis años puede adquirirse gran cantidad de hábitos, así como llenar una asombrosa cantidad de cuadernos y con los mismos una caja fuerte, pues no son datos que puedan dejarse tirados en cualquier parte, ya que algunos darían su peso en oro por ponerles la mano encima. Pero no interpreten que jamás nadie puso la mano sobre ellos. No tuve tanta necesidad de dinero como para llegar a ese extremo. Pero había adquirido la costumbre la guardarlos. Un hombre tiene que llevar consigo algo más que el hígado destrozado cuando abandona el oscuro fondo y el abismo del tiempo y bien podrían ser esos cuadernillos de tapa negra. Los cuadernillos negros yacen en una caja y la labor de nuestros días y nuestras manos reposa tranquilamente en la oscuridad de la cajita mientras gira el gran eje del mundo,

—Lo elige — advirtió el jefe — y se mantiene alejado. Que lo vigile uno de sus compañeros; pero selecciónelo cuidadosamente.

—Comprendido — contesté, pues en realidad era así.

El jefe hallábase a punto de volverse y dividir su atención entre el camino y el tacómetro de Sugar-Boy cuando Duffy carraspeó y dijo:

—Jefe...

—¿Qué hay? — inquirió éste.

—¿Sabe quién recibió la puñalada en el vientre?

—No — fue la respuesta del jefe, que se preparó para volverse—. Y no me interesa, aunque se trate de la virginal y santa doncella del apóstol san Pablo.

El señor Duffy volvió a toser, en la forma que hacía en los últimos años, cuando se encontraba bajo el peso de la flema y de alguna idea.

—Casualmente lo leí en un periódico — comenzó—. Posteriormente volví a leer algunas noticias más. Se trata del hijo de un médico de la vecindad. No recuerdo su nombre, pero era médico. Así lo decía el periódico. — El señor Duffy seguía hablando detrás del jefe sin que éste le hubiese prestado la menor atención al parecer—. De manera que a mi modo de ver — el orador volvió a aclarar la garganta — podría resultar que ese doctor fuese algún personaje en esta zona. Ya sabe lo que representa un médico en el campo. La gente cree que no es un cualquiera. Y a lo mejor trasciende que usted intenta poner en libertad a ese muchacho Wynn y ello no le causa ningún beneficio. Ya sabe lo que es la política — explicó.

El jefe volvió la cabeza para mirar al señor Duffy en forma tan súbita que no se advirtió sino una mancha. Era como si sus ojos grandes y abultados mirasen desde la cabeza, a través de los cabellos, saliendo todo borroso. Esto es algo hiperbólico pero el lector comprenderá sin duda lo que quiero decir. El jefe era así. Daba la impresión, al mirarlo, de ser hombre lerdo y deliberado; tenía un modo de sentarse sueltamente como si se hundiese en su propio interior, y sus ojos pestañeaban como los de un buho dentro de una jaula. Pero de pronto efectuaba un movimiento. Quizá no fuese con otro fin que tratar de agarrar alguna mosca que lo molestaba con su vuelo, como vi hacer en una oportunidad a un boxeador viejo y arruinado que rondaba por los cafés. Apostaba que era capaz de agarrar una mosca al vuelo con los dedos. Y lo hacía. También el jefe era capaz de eso. Y volvía la cabeza bruscamente hacia uno cuando se hablaba algo que al parecer no escuchaba.

Esta vez volvió la cabeza rápidamente hacia Duffy, a quien contempló durante un instante antes de exclamar lisa y llanamente:

—¡Jesús! — Después prosiguió—: Maldito lo que sabe, Tiny. He conocido toda la vida a Malaquías Wynn y su hijo es un buen muchacho y no me importa a quién apuñaló. En segundo lugar fue una pelea equilibrada y tuvo mala suerte. Y cuando llega el momento del juicio todos van en contra del que ocupa el banquillo de los acusados, cuando no ha tenido la mala fortuna de que el otro falleciera. En tercer lugar, si se hubiese limpiado los oídos, me habría oído cuando dije a Jack que se entendiese con un abogado a través de un compañero y que consiguiese uno no interesado en la publicidad. De acuerdo con lo que ese abogado, o cualquier otra persona sepa, habrá sido enviado por el papa. Y todo lo que deseará saber es si el beneficio que obtenga con la defensa merece la pena. ¿Está todo bien claro ahora o desea que le pinte un cuadro de la situación?

—Ya comprendo — dijo el señor Duffy, que se humedeció los labios.

Pero el jefe no escuchaba ya, vuelto de nuevo hacia el tacómetro y hacia la carretera y diciendo a Sugar-Boy:

—¡Por amor de Dios! ¿Crees que tenemos interés en admirar el paisaje? Ya se nos ha hecho tarde.

Entonces advertimos que Sugar-Boy aceleró la marcha.

Pero no duró la cosa mucho tiempo. Aproximadamente al cabo de un kilómetro alcanzamos la curva. Sugar-Boy se desvió contra el casquillo y nos deslizamos mientras las piedras crujían y saltaban y golpeaban la parte inferior del guardabarros como si fuese grasa en una sartén, dejando una nube de polvo en donde sumergirse el otro vehículo.

Entonces vimos la casa.

Se hallaba emplazada en una pequeña elevación, era más bien grande, de dos pisos, rectangular, gris y falta de pintura, con el techo de hojalata, igualmente falto de pintura y despidiendo destellos a la luz del sol, pues era nuevo y la herrumbre todavía no lo había cubierto. Una gran chimenea se destacaba en cada extremo. Nos detuvimos delante de la puerta. La casa se hallaba edificada junto al camino, con un buen cerco de alambre de púa alrededor del patio, no muy grande, y algunos mirtos con flores del color del helado de frambuesa. El rincón del patio parecía fresco. Había un roble, nada de que vanagloriarse, por supuesto, medio seco, a un costado, delante de la casa, y un par de magnolios al otro, con ojos como de estaño oxidado. No se veía mucho verde en el lugar y una media docena de gallinas se revolcaban, agitaban las alas y cacareaban en el suelo, debajo de los magnolios. Un perro blanco, grande y peludo, como de pastor, yacía en el porche delantero reducido y de un solo piso, que parecía incrustado en la casa, como si hubiese sido colocado con posteridad a su edificación.

Parecía como esas granjas del campo por cuyo lado pasamos a media tarde, con las aves debajo de los árboles y el perro durmiendo y cuyo único habitante sabemos que es la mujer que acaba de dar fin al lavado de platos, ha barrido la cocina y subido las escaleras para acostarse una media hora despojándose del vestido y también, mediante una sacudida de la pierna, de los zapatos, y que yace tendida en el lecho, boca arriba, en la habitación sumida en la penumbra y con una trenza de sus cabellos aplastada sobre la frente a causa del sudor. Escucha las moscas zumbar al cruzar el aposento; más tarde el motor que ruge con gran fuerza en el camino y que poco a poco va apagándose a la distancia, y por último nuevamente a las moscas. A esa clase pertenecía la casa.

En una ocasión me pregunté cómo el jefe no había hecho pintar la casa, una vez que se hubo metido en negocios y el dólar no fue motivo de que se levantase por la mañana temprano. Luego me figuré que el jefe era más inteligente. Suponiendo que la hubiese pintado, el vecino de al lado diría al otro: «¿Has visto que el viejo Stark ha hecho pintar la casa? Claro, para darse importancia. Parece como si siempre hubiese sido adecuada para habitarla; pero ahora que el hijo ha progresado en la capital no la considera suficiente. Apuesto a que lo primero que hará el viejo es ir al excusado y disponer que los repollos se cuezan detrás del granero.» (En realidad, el viejo iba al excusado, pues el jefe había hecho instalar agua corriente y un baño. El agua era sacada por una pequeña bomba automática, movida por electricidad. Pero no es posible divisar un inodoro al pasar por el camino. No es cosa que nos dé en el ojo ni salga corriendo a mordernos una pierna. Y lo que el votante no ve o no sabe no turba su imaginación.)

De todos modos, si la hubiese pintado no hubiese ofrecido un cuadro más atractivo que el que presentaba aquel día con Willie y el viejo en los escalones del frente, junto con Lucy Stark y el muchacho, y el perro blanco que bastante tiempo atrás fuera cachorro.

El viejo se hallaba en los escalones de la entrada. Cuando franqueamos el portón, provisto de un par de puntas de arado, viejas, colgadas de un alambre que se cerraba de un tirón y sonaba para anunciar al visitante, y comenzamos a ascender el sendero, el hombre nos estaba esperando en la puerta. Estaba de pie en la escalera; era un hombre no muy alto, delgado, vestido con pantalones azules de cotí y una camisa del mismo color, lavada tantas veces que había adquirido un matiz de pastel espolvoreado, y una corbata negra, de lazo, de esas que se venden ya armadas y se usan con elástico. Al acercarnos pudimos observar su rostro, curtido y de aspecto cansado, enjuto, con la piel de paciente que tienen todos los hombre de edad, y el cabello gris aplastado sobre el cráneo, estrecho y alargado como un huevo — el cabello húmedo como si se le hubiera aplicado una pasada con el cepillo mojado al oír que se acercaba el automóvil, simplemente para parecer bien en el último momento — y los ojos azules y tranquilos en medio de la piel morena y arrugada. El azul de los ojos era pálido y desvaído, como el de la camisa. No usaba patillas ni bigote y era visible su reciente afeitado, pues se advertían dos o tres cortes, con la costra de sangre sobre los mismos, donde la navaja se había enredado con los pliegues de la piel seca y morena.

Permaneció en los escalones y a juzgar por las señales que dio podríamos haber estado en la ciudad.

Entonces el jefe ser adelantó y dijo después de tenderle la mano:

—Hola, papá, ¿qué tal te va?

—Vamos tirando — dijo el viejo, que le estrechó la mano. Mejor dicho, la extendió con el mismo movimiento del codo efectuado por el viejo de la cara correosa en el negocio de Mason City y dejó que el jefe la sacudiera.

Lucy Stark se le acercó entonces, sin decir una palabra, y le dio un beso en la mejilla izquierda, sin que el otro tampoco pronunciase una sola palabra. Limitóse a pasarle el brazo por el hombro, sin llegar a abrazarla, sino simplemente colocando el brazo derecho sobre aquél, con lo cual podía observarse su mano nudosa, arrugada y morena, al parecer demasiado grande para su muñeca, y con la que aplicó sobre el hombro dos o tres golpecitos, como cansado y apologético. Después, la mano fue retirada, cayó a un costado, junto al pantalón de cotí, y Lucy Stark retrocedió. Fue entonces cuando el hombre inquirió, si bien en voz no muy alta:

—¿Qué tal, Lucy?

—¿Cómo le va, papá? — fue la respuesta.

La mano que colgaba a un costado junto al pantalón de cotí azul efectuó una sacudida como si se preparase a repetir el simulacro de abrazo, pero quedó en la nada.

De todos modos supongo que no tenía por qué hacerlo. No para decir a Lucy Stark lo que ésta ya sabía y hubo sabido sin palabras desde el momento en que se casó con Willie Stark y fue a sentarse junto al fuego por la noche con el viejo, cuya mujer había fallecido bastante tiempo atrás sin que en el hogar hubiese habido ninguna persona del sexo femenino desde entonces. Tenían algo en común, el viejo Stark y Lucy, la que amó y se casó con Willie, aquel Willie que mientras el padre y la mujer disfrutaban junto a la chimenea hallábase arriba en su habitación, con el cuerpo inclinado sobre la mesa, sobre un libro de Derecho, el semblante lleno de confusión y de ansiedad y el cabello caído sobre la frente. En lugar de estar con los otros junto al fuego, estaba arriba, en aquella habitación, aunque ni siquiera en ella tampoco, sino en otro aposento de un mundo dentro de sí mismo, donde todo iba hinchándose, creciendo dolorosa y torpemente como una patata grande en un sótano húmedo y oscuro. Lo que hoy y al comienzo poseían en común era un mundo de silencio junto al fuego, un mundo capaz de absorber de una manera perfecta y sin esfuerzo los movimientos de sus días y de sus ocupaciones, y de todos los días que habían vivido, así como de los que vendrían, y en los que se moverían de un lado para otro y harían las cosas propias de la vida para la que estaban hechos. Y así permanecían sentados en silencio, mientras la leña de la chimenea chisporroteaba, silbaba y se consumía, juntos en el compás lento y en la pausa del ritmo de sus vidas. Tal lo que poseían en común, sin que nada pudiese desposeerlos de ello. Pero aún eran dueños de algo más, también en común: el conocimiento de que ya no poseían lo que otrora tuvieran. Ya no eran dueños de Willie Stark, que es lo que habían tenido.

El jefe presentó al señor Duffy, que tuvo mucho placer en conocer al señor Stark, sí señor, y después hizo lo mismo con toda la comitiva llegada en el segundo vehículo. Después el jefe me señaló con el dedo y dijo a su padre:

—Te acuerdas de Jack Burden, ¿verdad?

—Ya lo creo — contestó el hombre.

Nos estrechamos las manos.

Todos penetramos en el gabinete y algunos nos sentamos sobre muelles rellenos de crin, que producían en nuestras narices la impresión de estar oliendo algo ácido y como de momia; otros ocuparon asientos simples y rotos por la mitad, traídos de la cocina por el viejo y por el jefe, y las motas de polvo flotaron en la atmósfera, iluminadas por los rayos del sol que penetraba desde el Oeste a través de las celosías de las ventanas de ese aposento, otrora blanco, pero ahora amarillento y con cortinas de encaje deslucidas que se inclinaban de manera incierta sobre sus palos cual si fuesen redes colgadas a la espera de que les llegue el turno de ser remendadas. Todos nos sentamos y acomodamos nuestras posaderas sobre los asientos, ya fuesen los rellenos o los lisos y rotos, y contemplamos con la mirada agachada las tablas sin pintar del entarimado o el diseño de la alfombra de linóleo del centro del local cómo si estuviésemos en un funeral y el finado fuese nuestro acreedor. El linóleo era más bien nuevo y sus colores aún brillantes —rojo, tostado y azul, muy reluciente y con aspecto de haber sido barnizado—, una especie de isla geométrica, impertinente y locuaz, flotando en medio de las sombras desprovistas de ángulos y del rancio olor a momia y el lento transcurrir del tiempo que habían ido impregnando el lugar, día a día desde largo tiempo atrás, como en un mar cercado por la tierra donde los peces estuviesen muertos y el olor nauseabundo se posase sobre nuestra lengua. Experimentábase la sensación de que si el jefe, el señor Duffy y Sadie Burke, el fotógrafo y el resto de los visitantes se acurrucasen juntos sobre el trozo de linóleo, éste se elevaría del suelo como por arte de magia y nos haría levantar para dar una vuelta imaginaria por la habitación antes de infiltrarse por la puerta o a través del techo, del mismo modo que la isla flotante de Gulliver o la alfombra de «Las mil y una noches», para conducirnos al lugar que nos correspondía, dejando sentado allí al viejo Stark como si nada hubiese acontecido, muy afeitadito y con la cara cortada, el cabello gris y húmedo aplastado, sentado a la mesa donde la Biblia grande, la lámpara y el álbum forrado de felpa hallábanse bajo la mirada devoradora de la cara provista de patillas, del retrato grande al carbón colocado encima de la repisa de la chimenea.

Luego la sirvienta negra trajo un jarro de agua y tres vasos en una bandeja, arrastrando silenciosamente los pies sobre el entarimado, calzada con unos viejos zapatos de tenis. Lucy tomó uno de los vasos, Sadie Burke el otro y con el tercero nos servimos los demás.

Luego el fotógrafo miró a escondidas su reloj, carraspeó y dijo:

—Gobernador...

—¿Sí? — contestó el aludido.

—Creo que si usted, la señora Stark y los demás... — hizo una reverencia, sentado, en dirección a Lucy Stark, una inclinación de cintura para arriba que fue todo un primor y dio la impresión de que hubiese bebido un par de copas de más, dado el calor reinante, y estuviese reponiéndose en su asiento —; si todos...

El jefe se puso de pie.

—Muy bien — dijo gesticulando—. Creo que lo interpreto. — Después miró a su mujer como inquiriendo.

Lucy Stark también se puso de pie.

—Todo está preparado, papá — dijo el jefe.

El viejo imitó al matrimonio.

El jefe inició la marcha en dirección al pórtico delantero. Todos fuimos detrás de él como si estuviésemos en una procesión. El fotógrafo se llegó hasta el segundo automóvil y desempaquetó un trípode y el resto del equipo, que preparó frente a los escalones. El jefe se hallaba de pie sobre éstos, pestañeando y haciendo muecas, como si estuviese medio dormido y enterado de la clase de sueño que iba a tener.

—Primeramente tomaremos una foto de usted solo, gobernador

—dijo el fotógrafo.

Los demás nos alejamos del pórtico para quedar fuera del alcance de la cámara. El profesional ocultó la cabeza debajo del paño negro y en el acto volvió a sacarla, alborotado con una idea.

—El perro — dijo—, sí, el perro debe salir a su lado, gobernador. Usted estará acariciando al can o algo por el estilo. Justamente en los escalones. Muy bien. Será un retrato espléndido. Hará época. Acaricie al animal, y éste le corresponderá moviendo la patita como si se alegrase de verlo otra vez en el hogar. ¿Comprende? Será una fotografía que hará época.

—Seguro. Hará época — repitió el gobernador.

Luego se volvió hacia el perro blanco y viejo, que no había movido un solo músculo desde que el «Cadillac» se detuviera ante la puerta y que se hallaba tumbado a un costado del pórtico, sobre una alfombra vieja.

—Vamos, Buck — exclamó el jefe, que hizo sonar los dedos.

Pero el can no se movió.

—Vamos, Buck — gritó el jefe.

Tom Stark aguijoneó al animal con la punta del pie, pero fue lo mismo que si hubiese intentado excitar la funda de una pistola.

—Buck se siente viejo — aseguró el padre del jefe —; ya no tiene la agilidad de antaño. — Luego se dirigió hacia los escalones y se agachó con un movimiento que hacía esperar que se produjese el rechinar de las enmohecidas bisagras del desván—. Vamos, Buck — le dijo el viejo Stark sin mayor optimismo. Después de desistir de sus esfuerzos levantó el semblante hacia el jefe—. Si al menos tuviese hambre — dijo, meneando la cabeza—, podríamos engatusarlo. Pero no tiene. Anda mal de los dientes.

El jefe me miró y comprendí para qué se me pagaba mi sueldo.

—Jack — dijo el jefe—, haga que ese peludo bastardo se me acerque y parezca como si se alegrase de volver a verme.

Suponíase que yo debía hacer muchas cosas; una de ellas levantar un animal de quince años, con un peso de sesenta y un kilos, blanco y peludo, una tarde de verano, y pintar en las facciones del mismo una expresión de alegría indecible mientras contemplaba atentamente los ojos del jefe. Me así de las patas delanteras de Buck, como si fuese a arerrarme a una carretilla para ponerla en movimiento, y lo alcé, pero sin ningún resultado positivo. Conseguí alzar la parte delantera durante un segundo, pero justamente cuando lo levanté, el animal exhaló y yo inhalé. Una vaharada de Buck fue suficiente. Era como si partiese de un nido de buhos. Quedé paralizado. Buck cayó sobre las tablas del pórtico y permaneció allí como la piel de oso polar que semejaba.

Entonces Tom Stark y uno de los reporteros lo tomaron del rabo y yo lo levanté por delante, conteniendo el aliento esta vez, y conseguimos colocar al can junto al jefe. Lo habían separado unos siete palmos. El jefe se animó, levantamos al animal por delante y el jefe recibió a su vez otra vaharada. Que fue suficiente.

—¡Por amor de Dios, papá! — exclamó tan pronto como pudo reponerse—. ¿Qué le dan de comer a este animal?

—No tiene apetito — contestó el viejo.

—Sí, no tiene apetito para comer violetas — dijo el jefe, que escupió en el suelo.

—La causa de que se haya caído — aclaró el fotógrafo — es que flaquearon las patas traseras. Una vez que nosotros lo apuntalemos, la cosa marchará con rapidez.

—¿Quién, nosotros? ¡Nosotros! ¿Qué diablos quiere decir? Venga y dele un beso. Una vaharada sería capaz de cuajar la leche o hacer caer la corteza de un pino. ¡Nosotros! ¡Vaya al diablo!

El jefe inspiró profundamente y volvimos a levantar al animal. Buck no tenía la menor vitalidad. Hicimos seis o siete tentativas, sin conseguir nuestro propósito. Finalmente el jefe hubo de sentarse en los escalones y arrastraron a Buck, colocando la cabeza del fiel animal sobre sus rodillas. El jefe puso la mano sobre la cabeza del can y enfiló la mirada hacia la cámara. Una vez tomada la fotografía, el profesional aseguró que el retrato iba a hacer furor, en lo cual convino el jefe, que no hizo sino repetir las palabras del otro. Luego permaneció sentado unos segundos con la mano apoyada sobre la cabeza del can.

—El perro — dijo — es el mejor amigo del hombre. Y el viejo Buck el mejor amigo que he tenido. — Rascó la cabeza del animal—. Sí, viejo Buck, el mejor amigo que he tenido. Pero ¡maldito sea! — exclamó, y se puso de pie de manera tan repentina que la cabeza del can se desvió de sus rodillas—, no huele mucho mejor que los otros.

—¿Es necesario que salga eso en el reportaje, jefe? — inquirió uno de los periodistas.

—Por supuesto — aseguró el interpelado — no huele mejor que los demás.

Entonces retiramos el cuerpo de Buck de los escalones y el fotógrafo dióse a su tarea. El jefe y su familia fueron colocados en todas las combinaciones posibles. Luego preparó sus artefactos y dijo:

—Gobernador, ya sabe que deseamos una fotografía suya tomada arriba; en la habitación en que solía estar cuando chico. Eso se hará popular.

—Sí — dijo el gobernador—, se hará popular.

Tal fue mi idea también. Sería un gran éxito. El jefe sentado allá con un viejo texto entre sus manos. Un buen ejemplo para los chiquillos. Y por eso subimos la escalera.

Era un aposento reducido, con el entarimado desnudo, con sus paredes con molduras pintadas de amarillo en otros tiempos, si bien ahorra la poca pintura que quedaba sobre la madera se iba descascarillando poco a poco. Veíase un enorme lecho de madera, con la cabecera alta y los pies algo fuera de la perpendicular, cubierto con una colcha blanca. También una mesa de pino, un par de sillas derechas y una estufa — de esas que sirven para quemar de todo — de metal y bastante herrumbrosa; y contra la pared, detrás de la estufa, dos estanterías de confección casera y abarrotadas de libros. Libros de lectura de tercer curso, álgebras y geometrías y otros por el estilo en una de ellas, y en la otra una porción de libros viejos sobre Derecho.

El jefe permaneció en el centro del aposento y echó una mirada prolongada a su alrededor mientras los demás nos agolpábamos junto a la puerta como ovejas, esperando.

—Jesús — dijo—, pongan la bacinilla debajo de la cama y todo estará como entonces.

Miré en dirección a la cama y el artefacto no se hallaba allí. Era el único objeto que faltaba. Eso y un chico de semblante regordete y lleno de pecas, con el cabello color arena caído sobre la frente, inclinado sobre la mesa, junto a una lámpara de petróleo — en aquella época debió de haber sido una lámpara de petróleo—, un lápiz en la mano, con la marca de los dientes en el lugar en que fuera mordido, el fuego en la estufa cada vez más mortecino y el viento azotando la parte Norte de la casa, soplando desdé los Dakotas, a dos mil kilómetros de distancia y a través de las llanuras que estarían heladas y como perlas con la nieve altamente bruñida por los vientos y reluciente en la oscuridad y a través de los ríos y de las colinas, donde los pinos crecieron otrora y gimieron al viento pero donde ahora no existía nada que le sirviese de barrera. El bastidor de la ventana que miraba hacia el Norte rechinaría bajo la fuerza del viento y la llama de la lámpara de petróleo vacilaría a causa de la corriente de aire que penetraba, pero el muchachito no alzaría los ojos por eso. Mordería el lápiz y se inclinaría más aún. Luego, al cabo de un rato, la lámpara se apagaría, el muchacho se desnudaría y se acostaría con la ropa interior puesta. ¡Qué frías y tiesas estarían las sábanas! Tendido en el lecho temblaría en la oscuridad. El viento, bajando con una velocidad espantosa desde dos mil kilómetros de distancia, azotaría la casa y la ventana rechinaría y en el interior de su persona habría algo grande que se enroscaba lentamente y se comprimía hasta que su aliento era contenido y la sangre golpeaba en su cabeza con un sonido hueco como si fuese una cueva tan grande como la oscuridad de afuera. Sería imposible aplicar un nombre a lo que contuviese en su interior. Acaso no existiera un nombre para ello.

Eso era lo que faltaba en la habitación: el muchachito y la bacinilla. A no ser por ello todo estaba en perfecto orden.

—Sí — decía el jefe—, seguro que ha desaparecido. Pero por mí está bien. Es posible que el sentarse sobre el agua corriente ocasione catarro intestinal, como dicen los viejos, pero sin duda habría hecho mucho menos incómodo el aprendizaje de la ley. Y no se hubiese perdido tanto tiempo.

El jefe era de los que se movían con lentitud. Muchas fueron las ocasiones en que resolvimos los asuntos de Estado a través de la puerta del baño: él dentro y yo fuera, sentado y con mi cuadernillo negro sobre la rodilla y el teléfono sonando a más no poder.

Pero ya el fotógrafo comenzó a disponer las cosas. Hizo que el jefe tomase asiento delante de la mesa y examinase un volumen, en cuya actitud tomó una fotografía, Y luego una media docena más, sentado en una silla junto a la estufa, con un tomo de Derecho en la mano y Dios sabe cuántas cosas más.

Descendí la escalera y los dejé preparando los documentos para la posteridad.

Al llegar al pie de la escalera oí voces en el gabinete. Me imaginé que se trataría del viejo Stark, conversando con Lucy, con Sadie Burke y con el muchacho. Entonces me dirigí por la parte trasera hacia el porche interior. Oí a la sirvienta negra que revolvía en la cocina, tarareando alguna canción acerca de sí misma y de Jesús. Fui hasta el patio del fondo, en el que no se veía ningún verde. Cuando llegasen las lluvias de otoño no habría allí más que un fangal con las huellas dejadas por las patas de las gallinas. Pero ahora era pura tierra. Junto a la puerta que permitía el acceso al patio trasero había un arbolito adornado con bayas coloradas que al pasar se cayeron y fueron aplastadas por mis pies crujiendo cual si fuesen insectos.

Recorrí el terreno y pasé junto a una serie de gallineros construidos con tablas delgadas, asentadas sobre troncos de cipreses para evitar la humedad. Me llegué hasta el granero y el establo, donde un par de mulas, aún robustas pero apolilladas de viejas, mantenían la cabeza caída, con la imborrable vergüenza de su especie, junto a un gran cazo de hierro, de los utilizados para hervir la melaza. El recipiente era usado ahora para contener agua. Un caño sobresalía del mismo, provisto de un grifo. Era una de las nuevas mejoras introducidas por el jefe e imposible de divisar desde el camino.

Proseguí más allá de los establos, construidos con troncos pero dotados de un buen techo de hojalata e inclinado sobre el cerco, dominando la elevación. Al fondo del granero el terreno veíase despejado y agrietado en cierto modo, con montones de leña incrustados de tanto en tanto en el suelo para contener el proceso, como si eso fuese posible. Cien metros más lejos, al pie de la elevación, veíase alguna maleza de poco valor. El terreno debió haber sido bastante pantanoso allí, pues el césped y las hierbas al pie de los árboles eran de un verde subido y tropical. Con el fondo desnudo parecía demasiado verde para ser natural. Observé un par de cerdos tumbados de costado, como dos grandes vejigas grises que se elevasen de la superficie.

Iba aproximándose el ocaso. Inclinado sobre la valla contemplé hacia el Oeste, a través de la región por donde se extendía la luz, y aspiré aquel olor seco, puro y como de amoníaco característico de los alrededores del establo al oscurecer de un día de verano. Me imaginé que me buscarían cuando me necesitaran, sin que tuviese la menor idea de cuál sería el instante. El jefe y su familia, calculé, pasarían la noche en la casa del padre. Los periodistas, el fotógrafo y Sadie regresarían a la ciudad. Quizá se contase con que el señor Duffy fuese al hotel de Mason City. O acaso habrían supuesto que él y yo pasaríamos igualmente la noche en la casa del padre. Empero, si nos asignaban el mismo lecho para los dos, partiría en el acto para Mason City. Por otra parte estaba Sugar-Boy. Pero dejé de pensar en ello, sin importarme un comino lo que hicieran.

Me incliné sobre la valla y la postura hizo sobresalir de tal modo mis posaderas y los pantalones se estiraron tanto, que el frasco resaltó sobre la cadera izquierda. Pensé un instante en ello y contemplé la coloración del paisaje, aspirando al mismo tiempo aquel olor seco, puro y de amoníaco; después extraje el frasco, que volvió a su lugar luego de haber echado un trago. Y vuelta a inclinarme sobre la valla ya esperar que la coloración del ocaso explotara en mi estómago, como así aconteció.

Oí que alguien abría y cerraba la puerta que daba al terreno del granero, pero no me volví para mirar. Si no miraba no sería cierto que alguien había abierto la puerta con las bisagras chirriantes, y éste es un principio maravilloso al que el hombre debe aferrarse. Yo lo había hecho de acuerdo con un libro cuando estaba en el colegio y seguía haciéndolo para triunfar. Lo que hubiese conseguido en mi. vida, a él se lo debía. Lo que ignoremos no nos lastimará, puesto que no puede ser real. En el libro a que acabo de aludir se lo denominaba realismo; y cuando hube adoptado tal principio me convertí en idealista. Por aquella época era un idealista empedernido. Y si se es idealista no interesa lo que se haga o lo que ocurra a nuestro alrededor, porque de todos modos no es real.

Los pasos se aproximaban cada vez más, amortiguados por la tierra blanda. No levanté la mirada. Luego advertí cómo el alambre de la valla crujía y cedía porque alguien más se hallaba inclinado en ella, admirando el ocaso. El señor X y yo nos extasiamos en tal contemplación un par de minutos, sin que fuera pronunciada una palabra. A no ser por el ruido que producía su respiración, no habría sabido que se hallaba allí.

Luego se produjo un movimiento y el alambre cambió de posición cuando el señor X desvió su peso del mismo. Más tarde una mano acarició mi cadera izquierda y exclamó:

—Déme un trago.

Era el jefe.

—Tómelo. Ya sabe dónde está.

Me levantó la parte posterior de la americana y extrajo el frasco. Oí cómo la bebida gorgoteaba mientras efectuaba el despojo. El alambre volvió a ceder bajo el peso al inclinarse nuevamente sobre él.

—Me había imaginado que vendría aquí — dijo.

—¿Y usted necesita beber algo? — contesté sin amargura.

—Sí. Y papá no es amigo de la bebida. Jamás lo ha sido.

Lo miré. Estaba inclinado sobre la valla, cargando el peso sobre el alambre de un modo que no presagiaba nada bueno para éste, con la botella tapada entre ambas manos, y los antebrazos apoyados sobre el alambre.

—Lucy tampoco solía ser muy aficionada al licor — dije.

—Los tiempos cambian. — Destapó el frasco, tomó otro poco y volvió a taparlo—. Pero Lucy no sé si ha cambiado o no. Ignoro si es o no aficionada a la bebida. Nunca la toca. Acaso advierta que suaviza los nervios del hombre.

Reí.

—Usted no tiene nervios.

—Soy un manojo de ellos — aseguró, e hizo una mueca.

Continuamos inclinados sobre la valla, contemplando el resplandor que invadía el campo e iluminaba el macizo de árboles al pie de la elevación. El jefe inclinó la cabeza un poco más hacia delante y dejó que en sus labios se formase un gran glóbulo de saliva, que luego impulsó por entre los antebrazos y fue a dar en el comedero de madera de los cerdos que se hallaba precisamente frente a nosotros. El recipiente estaba seco, con algunos granos sueltos de maíz y unos trozos de cascara en su interior y en el suelo alrededor.

—Las cosas no cambian mucho aquí — dijo el jefe.

Como eso no parecía exigir respuesta, no le di ninguna.

—Apuesto a que habré arrojado en total, en ese comedero, unos diez mil galones de lavaza — dijo. Luego largó otro salivazo en la misma forma que el anterior—. Creo que no habré sacado más que unas quinientas cabezas de cerdo de ahí. Y, ¡por Dios!, aún sigo echando lavaza.

—Bueno, la lavaza es lo que los alimenta, ¿verdad?

No respondió nada.

Los goznes de la puerta volvieron a rechinar y miré alrededor. No había motivo para que no lo hiciera. Era Sadie Burke que aplastaba el polvo con sus zapatos blancos, como si viniese a algo, y a cada zancada parecía como si fuese a hacer estallar la falda de su vestido de sirsaca con rayas azules.

El jefe se volvió y miró, observó la botella que tenía en la mano y me la endosó.

—¿Qué sucede? — inquirió cuando la muchacha se hallaba a diez pasos!

Se acercó más en lugar de responder. Su respiración era agitada a consecuencia del apresuramiento. La luz le daba en su semblante ligeramente marcado de viruelas, húmedo por la transpiración, y su cabellera negra y recortada mostrábase alborotada a la vez que sus ojos grandes, hundidos, negros y enérgicos, parecían arder a la luz del sol.

—¿Qué sucede? — volvió a preguntar el jefe.

—El juez Irwin — se las compuso para contestar con el poco aliento que le quedaba; después de la carrera.

—¿De veras? — preguntó el jefe.

Seguía inclinado contra el alambre, pero contemplaba a Sadie como si ésta pudiera extraer un revólver y él estuviera pensando la manera de derrotarla.

—Matlock llamó desde larga distancia... desde la ciudad... y dijo que el diario de la tarde...

—Vamos, hable de una vez. Termine pronto — dijo el jefe.

—¡Al diablo! — contestó la muchacha—. Lo haré cuando esté tranquila. Espere que recobre el aliento. Si estoy tranquila y usted...

—Está desperdiciando ahora bastante el aliento — dijo el jefe con una voz que hacia pensar en algo tan suave como pasar la mano por el lomo de un gato.

—Es mío — rezongó Sadie—, y nadie me lo ha comprado. Casi me desnuqué por venir corriendo hasta aquí para decirle algo y usted me ordena que hable, que desembuche de una vez. Y antes de que recobre el aliento. Ya hablaré cuando esté en condiciones. Una vez que me tranquilice y...

—No parece en realidad que se le haya roto la tráquea — observó el jefe, que se inclinó de nuevo sobre el alambre de púa sin dejar de gesticular.

—Le parece que es muy divertido, ¿verdad? Oh, sí, muy divertido—repuso Sadie.

El jefe no contestó. Se mantuvo inclinado sobre el alambre como si tuviese todo el día ante él, y sin dejar de hacer muecas. Durante el pasado pude observar que esa manera de gesticular no aplacaba precisamente los sentimientos de Sadie. Y los síntomas parecían confirmar la verdad de mi observación.

De ahí que retirase la mirada decorosamente de la pareja y reanudase mi admiración por el día agonizante del otro lado del terreno destinado a porqueriza por el paisaje elegiaco. No es que ninguno de ellos se hubiese preocupado por mí, en caso de haber tenido algo metido en la imaginación. Ya podían estar a su alrededor los Poderes, los Tronos y los Dominios; que si Sadie consideraba oportuno dar rienda suelta a sus palabras, nada la contendría; y el jefe tampoco era de los que se achicaban. Siempre comenzaban de ese modo, por cualquier insignificancia; el jefe recostado y gesticulando y excitando a Sadie hasta que los ojos grandes, negros y relucientes casi se le salían de las órbitas y un gran mechón de cabellos se separaba del enredo e iba a caerle sobre la frente, obligándola a echarlo otra vez hacia atrás con el dorso de la mano. La muchacha hablaba mucho mientras iba enojándose, en tanto el otro no decía una palabra, gozando al parecer con irritarla hasta el extremo y contemplarla así recostado. Hasta cuando en una oportunidad ella le dio una bofetada, y bastante fuerte, él continuó mirándola de ese modo, cual si fuese una muchacha que bailase una huía3 para él. Le agradaba hacerla enojar hasta que la muchacha, finalmente, se decidía a corresponderle. Era la única que sabía la triquiñuela o que estaba dotada de suficiente nervio. Y entonces comenzaba realmente la función, sin que les importara quién se hallase presente. Al menos no les preocupaba mi presencia y no tenía por qué apartar los ojos del festín. Durante mucho tiempo había constituido un mueble más; pero algo de los modales que me enseñara mi abuela quedaba todavía en mí, y de tanto en tanto me dominaba la curiosidad. De seguro que era un mueble — con dos piernas y un cheque para recibir—, pero de todos modos dirigí la vista al poniente.

—¡Oh, es tan condenadamente divertido! — decía Sadie —; pero no lo parecerá así cuando se lo cuente. — Se detuvo antes de decir—: El juez Irwin se ha definido en favor de Callahan.

No se produjo ningún sonido quizá durante tres segundos que parecieron una semana, mientras una paloma viuda allá en el macizo de los árboles, junto a la porqueriza, hizo uno o dos intentos por destrozar su corazón y el mío.

—¡Qué bastardo! — oí que exclamó después el jefe.

—En el diario de la tarde ha salido la confirmación — dijo trabajosamente Sadie—. Matlock telefoneó desde la ciudad para comunicárselo.

—Es un bastardo de dos caras — aseguró el jefe.

Dicho eso se retiró del alambre, irguiéndose, y yo me volví y me imaginé que el cónclave se hallaba a punto de disolverse—. Vamos — dijo el jefe, que dio el ejemplo comenzando a ascender la elevación hacia la casa, con Sadie a su lado, dando grandes zancadas para mantenerse a la par de él y yo detrás—. Despídalos a todos — añadió al llegar junto al árbol cuyas bayas se veían en el suelo aplastadas. La orden era para Sadie.

—Tiny creía que cenaría aquí — contestó ésta — y Sugar-Boy iba a llevarlo a Mason City a tiempo para tomar el tren de las ocho con destino a la ciudad. Usted lo invitó.

—Pues ahora anulo la invitación — fue la respuesta del jefe—. Haga que se retiren todos.

—Será para mí un privilegio — contestó la chica.

Advertí que lo decía de corazón.

Los despidió y bien aprisa. El auto de la comitiva partió a lo largo del camino de piedra con los neumáticos aplastados y el cargamento de carne humana asomando por las ventanillas.

Me dirigí hacia el otro lado de la casa donde se veía colgada una hamaca, construida con alambres y duelas de barricas, de la clase que se utilizaba en. esta parte del Globo, entre un poste y el roble. Colgada la americana del poste, introduje el frasco en el bolsillo lateral de modo que no me lastimase al tenderme y subí a la hamaca.

El jefe se hallaba allá abajó, al otro lado del patio donde crecían los mirtos, yendo de un lado para otro entre los tallos llenos de polvo. Bien, todo era por culpa suya y tenía que sufrir las consecuencias. Me limité a permanecer en la hamaca, tendido y contemplando las hojas de la parte de abajo del roble, secas, grises y empolvadas, algunas de ellas con manchas de color de hierro. Aquéllas serían las que caerían sin tardar —no a causa de alguna prisa, sino que las fibras simplemente se aflojarían, en medio del día, quizá cuando el sol brillase y la atmósfera estuviese tan serena que doliese como el lugar en que hemos tenido el diente a la mañana siguiente de haber visitado al dentista, o como desfallece nuestro corazón cuando estamos en la esquina esperando que cambie la luz y por casualidad nos acordamos de cómo fueron las cosas antaño y cómo podrían haber sido de no suceder lo que sucedió.

Entonces, mientras contemplaba las hojas, oí un sonido seco que restallaba allá abajo, hacia el granero. Volvió a sonar otra vez. Me imaginé lo que era. Sugar-Boy jugando otra vez en el terreno con su 38 especial. Colocaba una lata vacía o una botella sobre un poste y se alejaba con el arma en la mano izquierda, tomada del cañón y con el seguro puesto, caminando de manera sostenida con sus piernas regordetas y sus eternos pantalones de sarga azul abolsados por detrás, con los últimos rayos del sol resplandeciendo débilmente sobre su calva, entre los restos de su cabellera dura y como liquen blanqueado. Luego, deteníase de repente, tomaba el arma por la culata con la mano derecha y giraba —todo eso con movimiento rápido y torpe, como si en su interior se hubiese distendido algún resorte —; se oía una explosión y la lata saltaba del poste o la botella se esparcía hecha añicos en todas direcciones. Después, Sugar-Boy movía la cabeza y al intentar pronunciar algo producía la acostumbrada lluvia de saliva.

Oyóse un restallido seco seguido de una pausa, indicadora de no haber dado en el blanco al primer disparo y del regreso del tirador al primer lugar para repetir la hazaña. Luego,, al cabo de una pausa, repitióse el disparo y la espera. Más tarde, una sola vez resonaron dos disparos seguidos, señal del fracaso de Sugar-Boy con el primero y de una nueva tentativa con éxito.

Debí de haberme dormido, pues cuando volví en mí estaba el jefe a mi lado, diciéndome que ya era hora de cenar, por lo que entramos a reponer nuestras fuerzas.

Nos sentamos a la mesa, el viejo Stark a un extremo y Lucy en el otro. La dama se echó hacia atrás el mechón de cabello húmedo que le caía sobre la frente y dio el último vistazo de rigor alrededor de la mesa para ver si faltaba algo, a la manera del general que inspecciona sus tropas. Estaba en su elemento. Había estado fuera de él durante largo tiempo, pero una vez que retornaba al mismo reemprendía sus funciones a la carrera, como el gato que se escapa de un saco.

Las mandíbulas diéronse a su tarea alrededor de la mesa y ella a observarlas. Permaneció en su asiento sin comer gran cosa, vigilando atentamente por si hubiese algún plato vacío y viendo cómo trabajaban las mandíbulas, nada estirado el semblante reluciente que reflejaba su satisfacción interior, del mismo modo que la refleja el jefe de máquinas cuando baja por la noche a su sección y contempla la rueda grande, borrosa a causa de sus numerosas revoluciones y los pistones que suben y bajan dentro de su órbita cual si fuese un ballet, y todo el lugar, bajo el resplandor de la luz eléctrica, zumba, reluce y canta como el contenido eterno de la cabeza de Dios, y el barco avanza a veintidós nudos por hora en un mar sereno e iluminado por la luz de las estrellas.

Y así los músculos y las mandíbulas accionaban sin cesar y Lucy Stark permanecía en su asiento experimentando la gloria de haber cumplido su misión.

Acababa de ingerir la última cucharada de helado de chocolate, que me fue necesario forzar en el gaznate como cemento húmedo en el agujero de un poste, cuando el jefe, comilón sistemático, engulló el último bocado, alzó la cabeza, se limpió la parte inferior del rostro con la servilleta y dijo:

—Bien; me parece que Jack, Sugar-Boy y yo podríamos ir a disfrutar del aire de la noche a lo largo de la carretera.

Lucy Stark observó rápidamente al jefe, luego desvió la mirada y enderezó un salero. A primera vista podría haber sido la mirada que cualquier esposa dedica a su consorte cuando éste habla, después de la cena, y anuncia que cree que se dirigirá a la ciudad un momento. Pero después se advierte que no hay tal cosa. No había en ella nada de pregunta, de protesta, de reprensión, de orden, de lástima de sí misma, de lamento o de «oh, ya no me quieres». No expresaba absolutamente nada y eso era lo que la hacía tan notable. Era una hazaña. Todo acto de pura percepción lo es; y si no lo cree, pruebe alguna vez.

Pero el viejo se encargó de hablar, y dijo:

—Yo había creído que pasarías aquí la noche.

No era raro que hubiese imaginado tal cosa. El retoño viene a la casa y los padres le echan el gancho. El viejo, o la mujer, según el caso, tienen nada que decir a su vastago. Todo lo que desean es verlo sentado en una silla durante un par de horas y luego que vaya a dormir bajo el mismo techo. Eso no es cariño. No digo que no exista semejante afecto. Me limito a señalar algo distinto del cariño, pero que a veces pasa bajo ese mismo nombre. Es muy posible que sin eso de que estoy hablando no existiese amor. Pero esto en sí no lo es. Es justamente algo de la sangre. Es una especie de avaricia de la sangre y constituye el destino del hombre. Lo que posee el hombre y lo distingue del satisfecho animal de la creación. Cuando nacemos, nuestros padres pierden algo propio y se destrozan en su intento por recuperar lo perdido, que somos nosotros. Saben que no lo conseguirán del todo, pero obtienen una parte nuestra tan grande como les es posible. Y la apacible y antigua reunión familiar, con su picnic bajo los plátanos, tiene gran semejanza con la inmersión en el estanque de los pulpos del acuario. De todos modos, eso es lo que les habría dicho esa noche.

Y así el viejo Stark tragó saliva un par de veces y levantó sus ojos tristes y azules hacia el jefe, que daba la casualidad de ser carne de su carne, aunque nadie lo adivinaba, y arrojó su anzuelo, pero sin conseguir que se afirmase en parte alguna. Al menos no de Willie.

—¡Tonterías! — dijo el jefe—. Tengo que partir.

—Yo había pensado — volvió a comenzar el viejo; pero después se entregó y dijo—: Pero si se trata de negocios...

—No, nada de negocios — aseguró el jefe—, sino por puro placer. Al menos creo que así será antes de tocar a su término. — Luego se levantó, riendo, dio a su esposa un beso en la mejilla izquierda, un golpecito a su hijo en el hombro, de esa manera torpe que los padres palmean a sus hijos (siempre hay una especie de disculpa en ello y quienquiera que palmease a Tom Stark — aunque fuese su mismísimo padre — haría mejor en disculparse; porque el muchacho era un arrogante bastardo y cuando su padre lo golpeó esa noche en el hombro ni siquiera se molestó en levantar la mirada). Entonces dijo el jefe:

—No me esperen — y atravesó la puerta.

Sugar-Boy y yo le seguirnos. Tal fue la primera noticia por mí recibida de que iba a gozar del aire de la noche. Pero así era por lo general el aviso que se recibía por parte del jefe, y yo ya lo sabía de manera suficiente.

El jefe se hallaba sentado en el asiento delantero junto al chófer cuando llegué al automóvil. De ahí que me introdujese en la parte de atrás y preparase mi alma para la desagradable experiencia de ser arrojado de un lado a otro de las curvas. Sugar-Boy se arrastró bajo el volante, tocó el arranque y comenzó a hacer un ruido como un búho que estuviese entonándose en un pantano por la noche. Si hubiese tenido tiempo y hubiese hablado, es seguro que habría preguntado el punto de destino» Pero el jefe no esperó y le dijo:

—A Burden's Landing.

¿Conque a Burden's Landing, eh? Debí haberlo adivinado.

Burden's Landing se encuentra a unos doscientos kilómetros al Sudoeste de Mason City. Si esa distancia se multiplica por dos tendremos cuatrocientos kilómetros. Eran casi las nueve y las estrellas relucían y la niebla comenzaba a asomar en las tierras bajas. Dios sabe qué hora sería cuando volviésemos a acostarnos y nos levantásemos por la mañana para enfrentarnos con un fuerte desayuno y el viaje de retomo a la capital.

Reclinado en mi asiento cerré los ojos. La grava golpeaba en la parte inferior de los guardabarros; luego dejó de golpear y el automóvil se inclinó a un costado, lo mismo que yo, y supe que habíamos vuelto al cemento y marchábamos hacia nuestro destino sobre el camino liso, íbamos raudos a lo largo de la pista de cemento, pálida a la luz de la luna entre las extensiones de bosque y los campos oscuros donde la niebla se iba levantando. A un costado del camino un granero sobresalía de entre la niebla cual si fuese una casa que se eleva de entre las aguas cuando el río se sale de madre. Junto al camino, una vaca, que se hallaba con la niebla hasta la rodilla y los cuernos suficientemente húmedos como para lucir un brillo perlino a la luz de las estrellas, contemplaba la mancha que éramos al pasar veloces ante ella en seguimiento del deslumbrante callejón de luz que jamás alcanzábamos, pues siempre iba horadando la oscuridad delante de nosotros. El animal continuaba allí, medio metido en la niebla, mirando la luz cegadora y la niebla, y luego, sin volver la cabeza hacia el lugar en que esa luz y esa mancha habían estado, con la remota, pesada y nada vengativa indiferencia del Todopoderoso, del hado o de sí mismo, si hubiese estado allá sumergido en la niebla hasta la rodilla, y la deslumbrante claridad y la mancha hubiesen pasado vertiginosamente y seguido adelante por entre los campos y las extensiones boscosas.

Pero yo no me hallaba allí en el campo, en la oscuridad, con la niebla emergiendo lentamente a mi alrededor y con el silencio de la noche en mi cabeza. Iba en el vehículo, de regreso a Burden's Landing, así llamado de acuerdo con la gente de quien obtuve mi apellido, y que era el lugar en donde había nacido y me había criado.

Proseguimos por entre los campos hasta que nos topamos con una ciudad. Las casas se hallaban alineadas a lo largó de las calles, debajo de los árboles, con luces que iban apagándose, hasta que arribamos a la calle mayor, donde la iluminación era brillante alrededor de la puerta del cine, contra cuyas luces los insectos se estrellaban para caer sobre el pavimento, de rebote, y produciendo un crujido seco cuando alguien los aplastaba. Los hombres estacionados frente al café miraban y veían pasar por la calle ese espectro grande y negro, y uno de ellos escupía y decía: «Valiente bastardo. Se cree que es un personaje»; y deseaba verse en un automóvil negro y grande, tan grande como una carroza fúnebre, con los neumáticos tan flexibles como los senos de la madre y el motor rugiendo sin ningún inconveniente a setenta y cinco por hora, raudo en la oscuridad y en dirección a alguna parte. Bien, yo iba a alguna parte: a Burden's Landing.

Penetramos en el lugar por el nuevo bulevar junto a la bahía. El aire olía a mar, quizá con cierto sabor a pescado, ese olor triste y dulce que arrojan las mareas, pero fresco a pesar de todo. Era casi medianoche y las luces se hallaban apagadas en las tres manzanas de la parte baja de la ciudad. Más allá de la parte baja y de sus casitas habría otros edificios a lo largo de la bahía, con sus fondos de magnolias y de robles, con sus paredes encaladas y relucientes, detrás de lo oscuro de los árboles, y sus celosías, verdes durante la jornada pero ahora oscuras entre las blancas paredes. Los habitantes se hallarían entregados al reposo detrás de tales celosías, cubiertos solamente con una sábana. Bueno, yo había pasado bastantes noches detrás de ellas, desde el momento en que fui lo bastante pequeño para mojar el lecho. Había nacido en una de esas habitaciones protegidas por celosías. Y detrás de una de ellas mi madre descansaría esa noche con su camisón adornado de encajes y su semblante fresco como el de una niña, a no ser por esas pequeñas arrugas alrededor de los ojos y en las comisuras de los labios, que de todos modos era imposible advertir en la oscuridad, y un brazo desnudo afuera y colocado encima de la sábana, con la mano delgada, de aspecto frágil y delatora de su edad, y con las uñas pintadas. Theodore Murrell estaría igualmente acostado allí, respirando con un silbido ligeramente adenoide bajo su hermoso bigote rubio. Bueno, todo eso era bien legal, pues ella se había casado con Murrell, mucho más joven que mi madre y dueño de un hermoso cabello ondulado en lo alto de su cráneo redondo como arropía; y era mi padrastro. Bien, no fue el primero que tuve.

Más allá, en la misma hilera, detrás de sus propios robles y magno- lios, estaba la casa de Stanton, cerrada y sin nadie detrás de las celosías, pues Anne y Adam se hallaban entonces en la ciudad. Ya personas mayores, nunca habían vuelto a pescar en mi compañía y el viejo se había ido al otro mundo. Y aún más allá, donde comenzaba el campo abierto, estaba la casa del juez Irwin. No nos detuvimos antes de llegar a ella, pero hicimos una corta visita al juez.

—Jefe — dije.

El interpelado se volvió y entonces vi la forma oscura y alargada de su cabeza contra el fondo que era la luz de nuestros faros.

—¿Qué piensa decirle? — pregunté.

—Muchacho, uno nunca sabe hasta que llega el momento — contestó—. Caramba — corrigió—, quizá no le diga absolutamente nada. No sé cómo puedo decirle nada. Solamente quiero contemplarlo bien.

—El juez no se intimidará tan fácilmente — dije.

No, no contaba con que el juez se intimidase fácilmente mientras pensaba en su espalda erguida cuando solía descolgarse de la montura, y arrojar la brida sobre la empalizada de Stanton y caminar por el sendero que conducía hasta la terraza, con el sombrero panamá en la mano y el cabello áspero, rojizo oscuro que le caía desde el cráneo alto, cual si fuese crin, y la nariz colorada y aguileña, bien prominente en su semblante y aquellos ojos con el iris amarillo, brillantes y de mirar duro como topacios. Eso era unos veinte años atrás, de acuerdo, y quizá su espalda ya no fuese tan derecha como entonces (eso acontece con tanta lentitud que apenas la advertimos) y es posible que los ojos amarillos fuesen algo menos enérgicos; pero así y todo me imaginaba que el juez no se intimidaría tan fácilmente. Era algo sobre lo cual me creía en condiciones de apostar; no se asustaría. Y de hacerlo, constituiría un desengaño para mí.

—No cuento con que se asuste fácilmente — dijo el jefe—. Solamente deseo verlo.

—Bueno, que se lo lleve el diablo — exclamé y me enderecé sin darme cuenta—. Pero no anda bien de la cabeza si cree que lo va a intimidar tan fácilmente.

—Tranquilícese — dijo el jefe, riendo. No le vi el semblante contra el resplandor de los faros. Era simplemente un parche negro del que brotaba la risa—. No quiero sino echarle un vistazo, según le he dicho

—aclaró.

—Bien, de seguro ha perdido mucho tiempo y ha recorrido un largo camino para darle un vistazo — dije, incapaz de otra cosa que no fuese refunfuñar en ese momento y encogiéndome de nuevo—. ¿Por qué no hace que él lo visite en la ciudad en alguna oportunidad?

—Alguna oportunidad no es lo mismo que ahora — contestó.

—Pero esto es algo que usted no debe hacer.

—De manera que cree que está por debajo de mi dignidad, ¿verdad?

—Según dicen es usted gobernador.

—Sí, Jack, lo soy. Y lo malo que tienen los gobernadores es que creen que están obligados a conservar su dignidad. Pero escuche, no existe nada que merezca ser llevado a cabo que el hombre pueda hacerlo y conservar su dignidad. ¿Es capaz de imaginarse una sola cosa agradable a Dios que pueda llevar a cabo, manteniendo su dignidad? El ser humano no está hecho para ello.

—Perfectamente — contesté.

—Y cuando llegue a ser presidente, si quiero ver a alguien lo haré sin preocuparme de nada.

—De seguro — dije — en medio de la noche; pero cuando así sea, espero que me deje en casa para descansar tranquilamente.

—De ninguna manera. Cuando sea presidente lo llevaré conmigo. Junto con Sugar-Boy lo tendré en la Casa Blanca, de manera que siempre lo encuentre a mano. Sugar-Boy podrá disponer de un salón de tiro y un grupo de senadores republicanos se hallará a su servicio para colocar las latas y usted podrá traer sus muchachas hasta la misma puerta principal, donde habrá un miembro del gabinete para tomarles los abrigos e ir recogiendo las horquillas detrás de ellas. Contaremos con un miembro especial en el gabinete para ello. Será secretario de Cámara de Jack Burden, tendrá en orden los números telefónicos y enviará a su debido destino esos adminículos de seda cuando por casualidad hayan quedado olvidados. Tiny se hará cargo del edificio, de manera que haré que lo sometan a una leve operación y que se vista con pantalones de seda bien amplios y un turbante y se arme de una cimitarra de estaño, como si fuese Gran Encargado del Relicario o algo similar, y podrá permanecer sentado sobre un almohadón ante su puerta y ser el secretario de Cámara. ¿Qué le parece?

Estiró el brazo hacia el asiento trasero y me dio un golpecito en las rodillas. Tuvo que estirarlo bastante, pues larga era la distancia hasta el asiento trasero del «Cadillac» y hasta mis propias rodillas, aun cuando me hallaba recostado, apoyado sobre los omóplatos:

—Pasará a la Historia — aseguré.

—Muchacho, ¿por qué no? — Comenzó a reír, no dejando de hacerlo luego de haberse vuelto para observar el camino iluminado.

Más allá dimos con una pequeña ciudad y en ella con una estación de servicio y un bar, Sugar-Boy cargó gasolina y nos trajo al jefe y a mí un par de gaseosas. Después continuamos el viaje.

El jefe no dijo una palabra hasta que llegamos a Burden's Landing, cuando se limitó a expresar lo siguiente:

—Jack, diga a Sugar-Boy cómo llegar hasta la casa. Son sus amigos los que viven por ahí.

Sí, eran mis amigos quienes vivían allí. O habían vivido. Anne y Adato habían habitado la casa grande y blanca, residencia de su padre viudo, el gobernador. Fueron mis amigos. Adam y yo pescamos y navegamos por todo aquel extremo del golfo de México; y Anne, de ojos grandes y rostro sereno y delgado, había estado siempre a nuestra vera sin decir una palabra. Adam y yo habíamos andado de caza y acampado por toda la región y Anne había estado allí, una chiquilla de piernas delgadas y cuatro años menor que nosotros. Juntos habíamos estado sentados junto al fuego en la casa de Stanton — o en la mía — divirtiéndonos con los juguetes o leyendo libros mientras Anne permanecía sentada allí. Luego, al cabo de un tiempo, Anne ya no fue una chiquilla, sino una mujer, y yo estuve tan enamorado de ella que vivía en un sueño en el cual mi corazón parecía a punto de estallar, pues según las trazas todo el mundo estaba contenido en él hinchándose y pugnando por salir y ser el mundo. Pero terminó el verano. Y transcurrió el tiempo sin que aconteciera nada de aquello que estábamos tan seguros que iba a suceder. De manera que Anne era ya una solterona y residía en la ciudad, pero aunque pareciese bastante bien todavía y llevase ropas que la favorecían, su risa comenzaba a ser frágil y su semblante reflejaba cierto aspecto de cansancio, como si se esforzase por recordar algo. ¿Acaso Anne trataba de recordar? Bueno, para mí no era necesario hacerlo. Yo recordaba aun sin desearlo. Si la especie humana no recordase nada sería perfectamente feliz. Una vez fui estudiante de Historia en la Universidad y si algo aprendí al estudiar Historia fue eso. O para ser más exacto, eso fue lo que creí que había aprendido.

Iríamos a lo largo de Row — la hilera de casas frente a la bahía—, lugar en que habían vivido mis amigos: Anne, que era solterona o estaba a punto de serlo, y Adam, cirujano famoso, muy atento conmigo pero que ya no me acompañaba a pescar. Y el juez Irwin, que habitaba la última casa y que había sido amigo de mi familia y acostumbraba llevarme a cazar con él y me enseñó a tirar y a montar a caballo y me leyó historia en aquellos libros encuadernados en cuero, del gran despacho de su casa. Luego de la desaparición de Ellis Burden, fue para mí más padre que aquellos hombres que se casaron con mi madre y vinieron a vivir a la casa de Ellis Burden. El juez era todo un hombre.

De manera que dije a Sugar-Boy cómo llegar hasta Row a través de la ciudad y dar con el lugar donde mis amigos vivían o habían vivido.

Atravesamos la ciudad, cuyas luces estaban apagadas, salvo las colgadas de los postes del teléfono, y seguimos hasta Bay Road, donde las casas, allá en el fondo, tenían la blancura de los huevos entre los magnolios y los robles.

Por la noche se atraviesa la ciudad en que se ha vivido y esperamos vernos con pantalones cortos, solos en la esquina de la calle bajo las luces colgadas, donde los insectos zumban y golpean contra los reflectores de metal para caer después sobre el pavimento como atontados. Uno espera ver a ese muchacho de pie bajo la luz de la calle, aunque sea demasiado tarde, y experimenta algo así como la necesidad de decirle que ya es hora de que se retire a dormir o de lo contrario tendrá que arrepentirse. Pero quizá ya estemos en la cama, profundamente dormidos, sin soñar y sin que haya sucedido nada de lo que esperábamos que sucediese. Pero entonces, ¿quién diablos es éste que ocupa el asiento trasero del «Cadillac» grande y negro que atraviesa la ciudad como un fantasma? ¡Pero si es Jack Burden! ¿No te acuerdas del pequeño Jack Burden? Solía salir por la bahía con su bote para pescar por la tarde y regresar a su casa para cenar y despedirse con un beso de su linda mamá antes de retirarse para rezar sus oraciones y acostarse a las nueve y media. ¿Cómo? ¿Te refieres al hijo del viejo Ellis Burden? Naturalmente. Y de esa mujer con quien se casó en Tejas — ¿o fue en Arkansas?—, esa mujer de ojos grandes y semblante delgado que ahora vive en la casa del viejo Ellis con el hombre que se conquistó. ¿Qué le sucedió a Ellis Burden? Caramba, lo ignoro, ninguno de los que vivimos aquí ha oído una palabra durante muchos años. Fue algo extraño el hombre. Que me aspen si no era algo raro, al irse y dejar abandonada una mujer tan hermosa como la de Arkansas. A lo mejor no pudo darle lo que ella ansiaba. Bueno, de cualquier modo, le dio un hijo. Sí, Jack Burden.

Se llega de noche a la ciudad y allí están las voces.

Habíamos llegado al extremo de Row y divisé la casa blanca por entre las oscuras ramas del roble.

—Aquí es — indiqué.

—Quédese afuera — dijo el jefe. Y luego a, mí—: Se ve una luz. El renegado no se ha acostado todavía. Llame a la puerta y dígale que deseo verlo.

—¿Y si no quiere abrir?

—Querrá — dijo el jefe—. Pero en caso contrario obligúelo. ¿Para qué diablos le pago?

Descendí del automóvil, franqueé la entrada y seguí a lo largo del -sendero de casquijo, bajo los árboles oscuros. Oí que el jefe me seguía. Continué mi camino a lo largo del sendero, siempre seguido del jefe, y subí los escalones.

El jefe se mantuvo a un lado. Abrí la puerta de tejido metálico y llamé. Repetí la llamada; luego, al observar a través del vidrio junto a la puerta, vi que otra se abría al otro lado del vestíbulo — recordé que era donde estaba la biblioteca — y una luz le iluminó. El juez venía hacia la puerta y pude verlo a través del vidrio mientras se las entendía con la cerradura.

—¿Quién es? — inquirió.

—Buenas noches, juez — contesté.

Permaneció pestañeando en el interior oscuro, tratando de reconocerme.

—Soy Jack Burden — dije.

—Vaya, vaya, Jack..., ¡qué sorpresa! — Me tendió la mano—. Adelante—exclamó. Hasta parecía contento de verme.

Le estreché la mano y entré en aquel lugar donde los espejos con sus molduras talladas, doradas y bastante deslucidas, refulgían a los rayos de la luz no muy brillante del costado y el vidrio de las grandes lámparas a prueba de viento resplandecía sobre sus soportes con tapa de mármol.

—¿En qué puedo servirte, Jack? — preguntó mientras fijaba en mí sus ojos amarillos. No habían cambiado mucho aunque sí el resto de su persona.

—Bueno — comencé, aunque no sabía cómo iba a terminar—. Solamente deseaba ver si estaba levantado y podía conversar con...

—Por supuesto, Jack, pasa. ¿No te encuentras en alguna dificultad, hijo? Permíteme que cierre primero la puerta y...

Se volvió para cerrar la puerta y si el corazón no se hubiese mantenido en forma durante casi setenta años, habría caído exánime. Porque el jefe se hallaba de pie junto a la puerta sin haber hecho el menor ruido.

Pero el juez no cayó sin vida, y su semblante ni siquiera se inmutó. Empero, sentí cómo se endureció. Si uno se vuelve una noche a cerrar una puerta y se encuentra con que hay alguien en la oscuridad, seguro que también se estremece.

—No — dijo el jefe, tranquilamente y gesticulando, mientras se descubría y avanzaba como si hubiese sido invitado, lo que no era el caso—. No, Jack no se encuentra en dificultades. Al menos que yo sepa. Ni yo tampoco.

El juez no dejaba de mirarme.

—Disculpa — dijo con voz que sabía cómo hacer fría y raspante, lo mismo que una aguja vieja cuando toca un disco gastado—. Por un momento me había olvidado de lo bien cubiertas que se hallan tus necesidades.

—Oh, Jack está haciendo progresos — dijo el jefe.

—Y usted, señor — el juez se volvió hacia el jefe, e inclinó su mirada hacia él (pues era media cabeza más alto) y vi cómo los músculos del maxilar se estremecían y anudaban bajo los pliegues de su piel rojiza y arrugada—, ¿desea decirme algo?

—Bueno, no sé si lo deseo — contestó el jefe como al descuido—. Al menos no por el momento.

—Bien, en ese caso... — dijo el juez.

—Oh, puede sobrevenir cualquier cosa — interrumpió el jefe—. Nunca se sabe. A lo mejor damos un paso en falso...

—En ese caso — repitió el juez, y fue como si una aguja vieja tocase un disco muy gastado, o una lima trabajase sobre un metal frío; nada humano, desde luego—, le diré que estaba a punto de acostarme.

—Oh, pero todavía es temprano — aseguró el jefe, que se tomó tiempo para recorrer con la mirada al juez de arriba abajo. El magistrado llevaba un viejo smoking de terciopelo y camisa planchada a la que había despojado del cuello, con lo que el botón dorado brillaba justamente debajo de la nuez, vieja, grande y colorada. El jefe prosiguió luego de haber completado su examen—: Sí, y dormirá mejor si espera un poco antes de retirarse a descansar y da a tan hermosa cena una oportunidad para que sea digerida.

Y en ese mismo instante comenzó a andar hacia la puerta de la biblioteca, que era donde se hallaba la luz.

El juez Irwin observó la espalda del jefe mientras éste se retiraba, con el traje de verano arrugado en la parte de los hombros sobre la que se había apoyado y las viejas manchas de sudor asomando por debajo de las axilas. Los ojos del juez hallábanse a punto de salirse de sus órbitas y la sangre afluyó a su rostro hasta quedar del color del hígado de ternera cuando lo vemos colgado en la carnicería. Después comenzó a seguir al jefe.

Yo fui detrás de los dos.

El jefe se hallaba sentado ya en un sillón grande de cuero, viejo y bastante ajado, cuando hice mi entrada. Permanecí de pie contra la pared, bajo los estantes llenos de libros que llegaban hasta el techo. Eran tomos encuadernados en cuero, la mayor parte obras de Derecho, que se perdían en las sombras en lo alto e impartían al aposento un olor a moho cual si se tratase de queso viejo. Bueno, el lugar tampoco había experimentado ningún cambio. Recordaba bien ese olor a consecuencia de las muchas tardes transcurridas en la biblioteca, leyendo u oyendo la voz del juez que leía para mí, mientras un leño crujía en la chimenea y el reloj del rincón, un reloj grande que perteneciera al abuelo, nos ofrecía las lentas, reducidas e individuales píldoras de tiempo. Era la misma habitación. Allá estaban los grandes grabados en acero sobre la pared —obra de Piranesi—, con sus marcos retorcidos, el Tíber, el Coliseo y algunos templos en ruinas. Y las fustas de montar encima de la chimenea y del escritorio, a más de las copas de plata, trofeos ganados por los perros del juez en los concursos y por él mismo en los concursos de tiro. La panoplia destinada a las armas de fuego, oculta por las sombras encima de la puerta, no alcanzaba a ser iluminada por la gran lámpara de bronce colocada sobre la mesa, pero yo me sabía cada arma de memoria.

El juez no tomó asiento. Permaneció en el centro del piso, contemplando al jefe, cuyas piernas se destacaban tendidas sobre la alfombra roja. Y no dijo una palabra. Algo bullía en su cerebro. Se veía que si contase con una ventanilla de vidrio al costado del cráneo alto, donde el otrora espeso y rojizo oscuro cabello, a modo de crin, lucía ralo y marchito, podría observarse su interior y contemplar las ruedas, los resortes, los piñones y los trinquetes en movimiento, resplandecientes como un hermoso lote de maquinarias bien entretenidas. Pero quizás alguien había oprimido el botón inadecuado. Quizá fuese a seguir funcionando sin cesar, hasta que algo se rajase o el resorte se gastase y nada aconteciese.

El jefe dijo algo, no sin antes sacudir la cabeza hacia los costados para indicar la bandeja de plata con la botella, la jarra para el agua y el bol de plata, los dos vasos usados y los tres o cuatro limpios que había sobre la mesa.

—Juez, creo que no tendrá inconveniente en que Jack me sirva un trago. Ya sabe usted que en el Sur reina gran hostilidad.

El juez Irwin no le contestó pero se volvió hacia mí y me dijo:

—Jack, no sabía que tus obligaciones incluían las del sirviente, pero si estoy equivocado...

Pude haberle dado una bofetada. Pude haberlo hecho en ese rostro maldito, hermoso, con su nariz aguileña, sus huesos pronunciados, su tez colorada, su cara altiva, en la que los ojos no eran viejos sino duros y brillantes, sin la menor profundidad en ellos y constituyendo un insulto tan sólo mirarlos.

El jefe rió y pude haberle cruzado su maldito rostro. También podría haber salido y dejarlos solos a los dos, abandonados en aquel recinto con olor a queso, juntos hasta que el infierno se helase, y seguir caminando. Pero no lo hice y tal vez me valió lo mismo porque quizá no podamos alejamos nunca de las cosas de que más interés tenemos por separamos.

—Bah, son tonterías — dijo el jefe, que se levantó del sillón de cuero, asió la botella y se sirvió un poco de whisky en un vaso al que agregó cierta cantidad de agua. Luego se volvió para avanzar hacia mí, sin dejar de gesticular al juez—. Vamos, Jack — dijo—, beba un poco.

No puedo decir que la tomé. Me vi con ella en la mano y permanecí de pie sin bebería, viendo que el jefe decía al juez:

—Unas veces Jack me sirve algo de beber, otras veces le sirvo yo a él... — Se adelantó hacia la mesa—. En ocasiones me sirvo a mí mismo.

Sirvió más whisky y más agua y volvió a mirar al juez, esta vez de soslayo y con una especie de astucia cómica.

—Me lo pidan o no — dijo. Luego agregó—: Hay muchas cosas que nunca se consiguen, juez, si esperamos a que nos lo pidan. Y yo soy hombre impaciente, muy impaciente, juez. Por eso; no soy un caballero.

—¿De veras? — preguntó el otro, que se mantenía en el centro del piso y estudiaba la escena detrás de él.

Desde mi lugar junto a la pared observé a ambos lados. «Al diablo con ellos — pensé—, que se vayan al infierno los dos.» Cuando ambos hablaban de esa manera era cosa de mandarlos al infierno.

Así — decía el jefe—, usted es un caballero y por eso jamás se impacienta. Ni siquiera por su licor. No muestra impaciencia por su bebida en este instante y eso que es alcohol que ha pagado con su dinero. Pero tomará algo» juez, yo se lo pido. Beba conmigo, juez.

El juez Irwin no contestó una palabra, sino que continuó bien erguido en el centro del piso.

—Vaya, sírvase algo — dijo el jefe, que rió y volvió a tomar asiento en el sillón grande y a estirar las piernas sobre la alfombra colorada.

El juez no se sirvió de beber ni ocupó ningún asiento.

El jefe lo miró desde el suyo, y dijo.

—Juez, ¿tiene por casualidad algún diario de la tarde?

El periódico se hallaba enfrente, en otro asento junto al fuego, con el cuello y la corbata del juez encima y la americana blanca colgada del respaldo de la silla. Vi cómo los ojos del juez se dirigieron rápidamente hacia aquel lugar y luego otra vez hacia el jefe.

—Sí, en realidad lo tengo.

—No he tenido oportunidad de ver ninguno, pues he andado de un lado para otro. ¿Tiene usted inconveniente en que lo hojee?

—De ningún modo — dijo el juez Irwin, cuya voz volvió a ser el ruido de la lima raspando el metal frío —; pero quizá pueda aliviar su ansiedad sobre un punto. El diario publica mi apoyo a Callahan para el Senado, si eso es lo que le interesa.

—No deseaba más que oírlo de sus labios. Alguien me lo había dicho, pero ya sabe que el rumor tiene mil lenguas y que los periodistas se inclinan hacia la exageración y no dicen la verdad.

—En este caso no ha habido exageración — afirmó el juez.

—Justamente quería oírselo decir a usted. Con su propia lengua de plata.

—Bueno, ya lo ha oído — contestó el juez, erguido en el medio del piso—. Y en ese caso, a su comodidad, si ha terminado de beber...

—El semblante del juez había vuelto a ponerse del color del hígado de ternera a pesar de que las palabras salían frías y espaciadas.

—Bueno, muchas gracias, juez — dijo él jefe con la dulzura de un pastel de queso—. Creo que tomaré un poquito más. — Y se levantó en dirección hacia la botella.

Después de haberse servido repitió las gracias, y una vez de regreso en el sillón, con la nueva carga en el vaso, prosiguió:

—Sí, juez, ya se lo he oído decir, pero justamente deseaba escucharle algo más. ¿Está seguro de haberse encomendado a Dios en sus oraciones?

—He resuelto la cuestión de acuerdo con mi conciencia.

—Bien, si no recuerdo mal... — el jefe daba vueltas al vaso en la mano, pensativo—, allá en la ciudad, cuando celebramos nuestra breve conferencia, a usted le pareció rnuy bien Masters.

—No adquirí ningún compromiso — dijo el juez con tono enérgico—. No me obligué a nada, salvo con mi conciencia.

—Juez, hace mucho que se ha venido mezclando en política — dijo el jefe con calma — y... — tomó un buen sorbo — lo mismo ha hecho su conciencia.

—¿Y qué? — repuso el juez.

—Tonterías — dijo el otro, que hizo una mueca—. Bien, ¿por qué se alejó de Masters?

—Ciertos aspectos de su carrera me llamaron la atención.

—Alguien se encargó de escarbar un poco de tierra por usted, ¿verdad?

—Si prefiere llamarlo así — dijo el juez.

—La tierra es cosa singular — alegó el jefe—. Si pensamos bien en ello no existe sino tierra en este mundo de Dios, a no ser lo que se encuentra debajo del agua; y hasta eso lo es. La tierra es lo que da vida a las plantas. El diamante no es otra cosa que un trozo de tierra calentado de una manera terrible. Y el Dios Todopoderoso tomó un puñado de ella, la sopló y nos formó a usted y a mí y a Jorge Washington y a toda la humanidad bendita con sus facultades y con su aprensión. Todo depende de lo que se haga con la tierra. ¿Estamos?

—Eso no altera el hecho de que Masters no me parezca hombre responsable — contestó el juez por encima de los rayos de la lámpara.

—¡Más vale que lo sea o le romperé el cuello! — aseguró el jefe.

—Eso es lo malo. Masters sería responsable ante usted.

—Esa es la verdad — admitió el jefe tristemente, a tiempo que levantaba la cabeza y la meneaba por debajo de la luz, ante la triste fatalidad—. Masters sería responsable ante mí. No puedo remediarlo. Pero veamos; Callahan... Me parece que éste no será responsable sino ante usted y ante los Altos Poderes y Dios sabe qué otra cosa detrás de la cual anda. ¿Y dónde está la diferencia, eh?

—Bueno...

—¡Qué bueno ni qué niño muerto! — El jefe se irguió en su asiento con esa explosividad interior que lo caracterizaba cuando, de repente, cazaba una mosca en el aire o estiraba con rapidez la cabeza hacia uno y sus ojos se agrandaban. Se enderezó y los tacones se hundieron en la alfombra roja. Unas gotas de licor salieron del vaso y fueron a dar en sus pantalones de verano—. ¡Bueno, yo le explicaré la diferencia, juez! Yo puedo entregar a Masters y usted no a Callahan. Y eso es una gran diferencia.

—Tendré que buscar mi oportunidad — dijo el juez.

—¡Oportunidad! — exclamó el jefe, riendo—. Juez — dijo después de haberse puesto serio—, no hay sino una. Ha estado previendo bien los acontecimientos de este Estado durante cuarenta años. Ha permanecido retrepado en esta habitación y los sencillos negros han estado llegando hasta aquí trayéndole presentes. Ha estado muy tranquilo aquí dentro, mientras los demás sudaban a mares inclinados sobre el terruño y haciendo crujir los tirantes, y cuando ha necesitado algo no ha hecho sino alargar la mano y tomarlo. ¡Oh!, si le hubiese robado unos instantes a la caza del pato y a la ley de las corporaciones, ¡habría sido un gran Procurador General! Eso es lo que hizo. O jugar a ser juez. Ha sido magistrado durante mucho tiempo. ¿Cómo se sentiría si no lo fuese más?

El juez Irwin se mantuvo erguido en el centro del piso después de haber manifestado:

—No ha habido hombre capaz de intimidarme.

—Bien, no lo he intentado aún — dijo el jefe—. Ni lo estoy intentando en este instante. Le daré una oportunidad. ¿Dijo que alguien le ha proporcionado algunos datos sobre Masters? Vamos, ¿y si yo se los diese sobre Callahan...? Oh, no me interrumpa; quédese tranquilo. — Levantó la mano—. No he estado escarbando, pero puedo hacerlo, y si me introdujese en cierta parte y hundiese la pala en el terreno y extrajese algo de eso qué no huele tan bien y se lo colocase debajo de la nariz de su conciencia, ¿sabe lo que ésta le diría entonces que hiciese? Pues le aconsejaría que retirase su apoyo a Callahan. Y los periodistas acudirían aquí en mayor cantidad que las moscas sobre un perro muerto y podría referirles acerca de usted y de su conciencia. Ni siquiera tendría que apoyar a Masters. Usted y su conciencia podrían pasear del brazo y disfrutar una hermosa temporada diciéndose mutuamente lo que piensa uno del otro.

—Me he decidido por Callahan — dijo el juez sin inmutarse.

—Quizá yo pudiera darle la tierra — dijo el jefe especulando—. Callahan ha estado de un lado para otro durante mucho tiempo y el que toca la brea resulta manchado y los chiquillos andarán descalzos por entre el pastizal dedicado a las vacas.

Observó al juez Irwin, estudiando su semblante, mientras permanecía con su propia cabeza inclinada hacia un costado.

De repente observé que el gran reloj situado en un ángulo del aposento no se remozaba en modo alguno. Hacía sonar su tic, que caía en el interior de mi cabeza como una piedra en un pozo, y los círculos se extendían y se paraban y el tic sumergíase en la oscuridad. Para un período de tiempo que no era ni largo ni corto, y que ni siquiera podría ser nada de tiempo, ello no sería nada. Después el tac caía dentro del pozo y los círculos se extendían y tocaban a su fin.

El jefe dejó de observar el semblante del juez, que nada reflejaba. Hundido nuevamente en el sillón y encogido de hombros levantó el vaso para beber. Luego dijo:

—Haga su conveniencia, juez. Pero ya sabe que hay otra manera de conducirse. A lo mejor alguien podría proporcionar a Callahan una palabra sobre alguien más y desarrollar en su persona cierta conciencia de repente, haciéndole repudiar a quien lo apoya. Ya sabe que una vez que ese asunto de la conciencia se pone en marcha, nadie sabe cuándo se detendrá; y una vez que se comienza a escarbar...

—Le agradeceré, señor — el juez avanzó un paso hacia el sillón, con su semblante que no era en aquel momento del color de hígado colgado en la carnicería; aquello había sucedido hacía largo tiempo ya y se observaba una faja blanca desde la base de la pronunciada nariz del magistrado—, ¡le agradeceré que se levante de su asiento y abandone esta casa!

El jefe no apartó la cabeza del respaldo de cuero. Observó al juez, amable y confiado, antes de guiñarme un ojo.

—Jack, tenía usted razón cuando dijo que el juez no se intimidaría tan fácilmente — me indicó.

—¡Retírese! — ordenó el juez, aunque no en voz alta esta vez.

—Estos huesos duros no se mueven tan fácilmente — murmuró el jefe con tristeza —; pero ya que he cumplido con mi deber, me retiraré.

Dicho esto apuró el vaso, lo dejó encima de la mesa junto al sillón y se levantó. Permaneció de pie frente al juez, contemplándolo, con los ojos entornados otra vez y con la cabeza vuelta a inclinar, como el granjero que se dispone a comprar un caballo.

Dejé mi vaso en el estante de la biblioteca detrás de mí. Descubrí que no lo había vuelto a tocar, luego del primer sorbo. «Bueno, que se vaya al diablo — pensé—. Alguno de los negros se lo bebería por la mañana.»

Luego, como si hubiese resuelto no adquirir el caballo, el jefe meneó la cabeza y pasó a un lado del juez, como si éste no fuese un hombre en absoluto, ni siquiera un caballo, sino la esquina de una casa o un árbol, enfilando hacia la puerta del vestíbulo, pisando lenta y pesadamente la alfombra roja, sin la menor prisa.

Durante unos dos segundos el juez ni siquiera movió la cabeza; luego dio media vuelta y observó la marcha del jefe hacia la puerta y sus ojos relucieron allá en la sombra, por encima de la lámpara.

El jefe puso la mano sobre el picaporte de la puerta, la abrió y miró hacia atrás, sin retirar la mano. Entonces dijo:

—Bueno, juez, me retiro más con pena que con ira. Y si su conciencia decide ir contra Callahan, hágamelo saber. Por supuesto, dentro de un plazo razonable. — Dicho lo cual me miró y dijo—: Vámonos, Jack

—Y se perdió de vista al dirigirse hacia la puerta.

Antes de que pudiese ponerme en movimiento, el juez volvió el rostro en mi dirección, clavó sus ojos en mí y el labio superior se levantó debajo de la nariz para esbozar una sonrisa de ironía algo pesada.

—Su patrón lo llama, señor Burden.

—Todavía no tengo necesidad de trompetilla — contesté y salí en dirección hacia la puerta, pensando para mis adentros: «¡Por Cristo, Jack, hablas como un libro abierto! ¡Vaya si eres un tipo inteligente!»

No había llegado a la mitad del camino hasta la puerta cuando dijo:

—Esta semana cenaré con tu madre. ¿Le diré que te sigue gustando este trabajo?

«¿Por qué no se callaría?», pensaba yo. Pero no lo hizo y el labio se levantó otra vez.

—Juez, haga lo que mejor le parezca — le dije—. Pero si estuviese en su lugar, no iría de un lado para otro pregonando esta visita. En caso de que resolviese cambiar de opinión, alguien podría pensar que ha descendido hasta llegar a alguna componenda política con el jefe, en la oscuridad de la noche.

Y atravesé el vestíbulo y la puerta que dejé abierta, si bien di un portazo con la de tela metálica.

¡Al diablo con él! ¿Por qué no me había dejado en paz?

Pero no se había intimidado.

Quedó atrás la bahía, y el olor a pescado, triste y dulce, ya no nos daba en la nariz. Nuevamente enfilamos hacia el Norte. Ahora estaba más oscura la noche. La niebla era más espesa sobre los campos y en el camino se deslizaba hasta el cemento y amortiguaba la luz de los faros. De tanto en tanto, un par de ojos se enderezaba hacia nosotros desde la oscuridad que nos precedía. Sabía que eran los ojos de una vaca — una pobre vaca vieja y estoica que rumiaba, de pie sobre el lomo del camino, pues aún no regía ninguna ley acerca del ganado—, pero sus ojos relucían al mirarlos desde lo oscuro como si su cráneo estuviese lleno de metal derretido y fulgente como sangre y pudiésemos introducir nuestra mirada hasta el interior de ese calor resplandeciente y sangriento en el instante en que el reflejo era adecuado, antes de que advirtiésemos su forma, tan perfectamente concebida para ser apedreada con terrones, y supiésemos lo que era y conociésemos que dentro de esa cabeza tan llena de nudos y tan poco atrayente no había sino un puñado de masa gris, fría y coagulada, en la que algo se forjaba lentamente mientras pasábamos. Éramos algo que sucedía con gran lentitud dentro del cerebro frío de una vaca. Eso era lo que el rumiante diría si fuese un idealista como el pequeño Jack Burden.

—Bien, Jackie — dijo el jefe—, parece como si hubiese conseguido una ocupación adecuada para usted.

—¿Callahan? — interrogué.

—Tonterías — contestó el otro —; Irwin.

—Me parece que no encontrará nada en Irwin — dije.

—Usted es quien lo encontrará.

Seguimos avanzando en la oscuridad durante otras veinte millas en dieciocho minutos. Los dedos astrales de la niebla avanzaban desde el pantano, alargándose desde la oscuridad de los cipreses para asirnos, aunque sin conseguirlo. Una zarigüeya abandonó el fangal para atravesar el camino, y lo habría conseguido si Sugar-Boy no hubiese ido tan aprisa. El chófer movió apenas el volante hacia la izquierda, justamente una fracción. No hubo el menor salto ni desvío, pero algo golpeó contra la parte del guardabarros, y Sugar-Boy exclamó.

—¡El b-a-s-t-a-r-d-o!

El hombre sería capaz de ensartar una aguja con el «Cadillac».

Hacia el final de las veinte millas y los dieciocho minutos dije:

—Pero suponga que no descubro nada antes del día de la elección.

El jefe contestó:

—¡Al diablo con el día de la elección! Puedo entregar a Masters, con portes pagados y tratamiento especial. Pero le consta que para ello se necesitan diez años.

Recorrimos otras cinco millas y hablé:

—Supongamos que no hay nada que descubrir.

—Siempre hay algo — aseguró el jefe.

—Pero quizá no con respecto al juez — dije.

—El hombre ha sido concebido en el pecado y ha nacido en la corrupción y pasa del mal olor de los pañales al hedor del secundario. Siempre existe algo.

Dos millas más y nueva intervención de su parte:

—Y no se detenga ante nada.

—Todo eso transcurrió hace ya bastante tiempo. Masters está muerto, tan muerto como una caballa, pero el jefe estaba en lo cierto y fue al Senado. Y Callahan no está muerto pero deseando estarlo, sin duda, pues se le terminó la buena racha hace largo tiempo y encontrarse sin vida no constituyó parte de la misma. También se fue de ese mundo Adam Stanton, que solía pescar conmigo y se tendía en la ardiente arena, junto a mí y a su hermana Anne. Y tampoco habita entre nosotros el juez Irwin, que se inclinó hacia mí por entre los tallos de las elevadas hierbas del marjal, al amanecer de un húmedo día de invierno y me dijo: Jack, debías haberle metido más plomo a este pato. Es un animal al que hay que meterle balas.

También ha dejado de existir el jefe que en una oportunidad me dijo:

—Y no se detenga ante nada.

Y Jackie lo hizo así.