CAPÍTULO IV
Esa noche en que el jefe y yo visitamos al juez Irwin y cuando devorábamos el camino de regreso a Masón City, en medio de la oscuridad, me dijo:
—Siempre hay un algo.
—Quizá no en el caso del juez — aventuré.
—El hombre es concebido en el pecado y nace en la corrupción y pasa del mal olor de los pañales el hedor del sudario — recitó—. Siempre hay algo.
Y me dijo que investigase, que ahondase y sacase ese gato muerto con trozos de piel todavía aferrados al cuero hinchado, tirante y enrojecido. Era una labor adecuada para mí, pues como ya he manifestado, fui otrora estudiante de Historia. Y al estudiante de Historia no le preocupa lo que extraiga de entre el montón de cenizas, del estercolero, de ese montón de basura sublunar que es el pasado de la humanidad. No le interesa que sea gato muerto o el diamante Kohinoor. De manera que era labor adecuada para mí esa excursión al pasado.
Sería mi segunda incursión de esa clase, más interesante y sensacional que la primera. En verdad habría de ser coronada por un éxito completo, lo cual no había acontecido con la anterior. No, porque en mitad del proceso traté de descubrir la verdad y no los hechos. Luego, cuando la verdad no habría de ser descubierta, o cuando descubierta no estaba al alcance de mi comprensión, érame imposible vivir ante el frío reproche de los hechos. De ahí que abandonase la habitación, un aposento grande donde los hechos habitaban una gran caja de fichas de tres pulgadas por cinco, y anduviera caminando hasta que me fue asignada mi segunda labor de investigación histórica, que vino a ser conocida como «El caso del juez honorable».
Pero es necesario que refiera algo acerca de mi primera excursión a los encantamientos del pasado. No es que tenga ninguna relación directa con la historia de Willie Stark, pero sí mucha con la de Jack Burden.
Y las historias de ambos personajes son, en cierto sentido, una sola.
Largo tiempo ha, Jack Burden era un estudiante graduado, dedicado a la preparación de su tesis acerca de Historia Americana, en la Universidad del Estado nativo. Ese Jack Burden (de quien el actual Jack Burden, «yo», no es sino el continuador legal, biológico y aun quizá metafísico) residía en un piso desaliñado, en unión de otros dos estudiantes graduados; uno trabajador, estúpido, desafortunado y bebedor; y otro indolente, inteligente, afortunado y bebedor. Al menos eran bebedores durante un período posterior al primero del mes, en que recibían un cheque insignificante por su miserable labor en la Universidad, como profesores ayudantes. La actividad y la mala fortuna de uno se compensaba con la indolencia y la suerte del otro, con lo que ambos venían a quedar a igual altura y bebían cuando podían. Y eran bebedores porque era nulo su interés en lo que estaban haciendo por entonces y no tenían la menor esperanza en el futuro. Ni siquiera eran capaces de soportar el pensamiento de tener que seguir tirando hasta obtener sus diplomas, ya que ello significaría abandonar la Universidad (dejar la bebida de los primeros del mes, las charlas acerca de «trabajo» y de «ideas» en habitaciones cargadas de humo, las muchachas que vacilaban ligeramente y reían indiscretas en las oscuras escaleras que conducían al piso), para ir a alguna escuela normal en un camino bañado por el sol o a un colegio menor donde habría mucho Jesús y poco dinero, para ir a hacer frente a la triste realidad de la rutina y la podredumbre y los ojos que no dejan de espiarnos y el lento marchitar de la ramita verde que es el sueño que, lo mismo que alguna planta en la ventana del cuarto de un inválido, ha brotado de una botella. Sólo que esa botella no contenía agua, sino algo que lo parecía, que olía a petróleo y sabía a ácido fénico; whisky de maíz destilado una sola vez.
Jack Burden vivía con ellos, en el piso desaliñado, entre los platos sin lavar en la pileta y sobre la mesa, entre el olor a tabaco viejo y las camisas y la ropa interior sucia amontonada en los rincones. Hasta disfrutaba en cierto modo con la suciedad, con el privilegio de dejar caer un último trozo de tostada al suelo, donde permanecería sin inconveniente hasta que cualquier tacón lo desmenuzase y lo incrustase en la alfombra color barro; y con el espectáculo de la cucaracha grande que se arrastraba por entre el linóleo agrietado del cuarto de baño, mientras él se hallaba metido en la bañera. En una oportunidad había llevado a su madre al piso a la hora del té, y ella había permanecido sentada al borde del mullido sillón, con una taza rajada en la mano y hablando con una gracia frágil y calculada, indudablemente conformada por un profundo ejercicio de la voluntad. Vio que una cucaracha se aventuraba a salir de la puerta de la cocina y también que uno de los compañeros de Jack Burden aplastaba una hormiga sobre el borde interior del azucarero y hacía saltar de un manotazo el cadáver de su dedo, cuya uña no estaba tampoco muy aseada. Pero ella no dejó de ser encantadora, a pesar de su semblante rígido. Tenía que reconocerlo en honor a ella.
Pero luego, mientras iba por la calle, inquirió por qué vivía de ese modo.
—Creo que estoy hecho para esa vida — contestó Jack Burden.
—Con esa gente... — dijo ella.
—No tienen nada de extraño — alegó él, que se preguntó si lo tendrían. Lo mismo que él.
Su madre permaneció en silencio un instante. Sus tacones resonaban vivamente sobre el pavimento, mientras caminaba llevando los hombros menudos algo echados hacia atrás, las mejillas algo delgadas y los ojos azules y completamente inocentes apenas levantados hacia el vibrante ocaso de esa tarde de abril, tal como un presente muy costoso con cuya contemplación el mundo debiera mostrarse satisfecho.
Mientras iba junto a él, dijo pensativa:
—Ese muchacho de cabello oscuro no resultaría feo si se asease un poco.
—Eso es lo que dicen otras mujeres — contestó Jack Burden, que de repente experimentó odio hacia el del cabello oscuro, que había matado la hormiga sobre el azucarero y llevaba las uñas sucias. Pero tuvo que seguir la conversación; algo en su interior le hizo proseguir—: Sí, y muchas de ellas ni siquiera se preocupan por su aseo. Lo toman tal cual es. Es el gran amante del piso. Y quien tiene la culpa de que estén hundidos los resortes de ese diván que hemos adquirido.
—No seas vulgar — dijo ella, pues en modo alguno le agradaba lo que se conoce como vulgaridad en la conversación.
—Te digo la verdad.
No contestó, y sus tacones siguieron repiqueteando. Luego comentó:
—Si tirase esas ropas tan espantosas y se pusiese algo decente...
—Sí — comentó Jack Burden — con sus setenta y cinco dólares al mes.
La madre observó también en ese instante sus ropas.
—Las tuyas no son mucho mejores — dijo.
—¿De veras? — preguntó Jack Burden.
—Te enviaré dinero para que te compres ropas decentes — ofreció.
Un par de días más tarde arribó el cheque, junto con una nota en la que le decía que adquiriese trajes decentes y demás accesorios. El importe subía a doscientos cincuenta dólares. Ni siquiera compró una corbata. Pero él y sus compañeros de pensión pasaron una espléndida temporada que duró cinco días, de resultas de la cual el activo y desafortunado perdió el empleo y el indolente y afortunado se hizo demasiado sociable y, no obstante su suerte, contrajo una enfermedad social. Pero nada aconteció a Jack Burden, a quien jamás ocurría nada, por ser invulnerable. Quizá fuese aquélla la maldición de Jack: ser invulnerable.
Y así, Jack Burden vivió en el desaliñado departamento con los otros dos estudiantes graduados, pues, aun después de haber sido despedido, el activo y desafortunado continuó viviendo allí. Simplemente dejó de participar en los pagos, pero allí se quedó. Pedía prestado dinero para comprar cigarrillos, ingería de un modo áspero y malhumorado los alimentos que los otros compraban y traían para cocinarlos, y holgazaneaba durante el día, desaparecida la razón de ser industrioso. Una noche Jack Burden se despertó y creyó haber oído sollozos que partían del living, donde el industrioso y desafortunado dormía en una cama que se embutía en la pared. Y un buen día observaron su desaparición, sin que jamás volviesen a saber una palabra de él, ni a verlo jamás.
Pero antes de eso convivían en el piso en una atmósfera de camaradería y de comprensión mutua. Tenían esto en común: todos se ocultaban. La diferencia estribaba en aquello de que se ocultaban. Los otros dos se escondían del futuro, del momento en que recibirían sus diplomas y abandonarían la Universidad. Jack Burden, empero, ocultábase del presente; y en éste se refugiaban los otros dos, en tanto Burden lo hacía en el pasado. Los otros dos se sentaban en el living, bebían y discutían o jugaban a los naipes o leían, pero Jack Burden permanecía sentado en su habitación, ante una mesita de pino, con notas y papeles y libros delante de él sin escuchar apenas las voces. Alguna vez iba a tomar un trago, a echar una partida o a tomar parte en la discusión; pero lo que era real estaba allá en su dormitorio, sobre la mesita de pino.
¿Y qué había sobre la mesita de pino del dormitorio?
Un gran paquete de cartas, ocho libros de contabilidad, ajados y encuadernados en negro, atados con una cinta descolorida, una fotografía de unos doce por dieciocho centímetros montada sobre cartón, manchada en la parte inferior por el agua, y un anillo de oro, de hombre, con algo grabado y un alamar hecho de cordón. El pasado. O esa parte del pasado conocida por Cass Mastern.
Cass Mastern fue uno de los dos tíos maternos de Ellis Burden, procurador universitario, hermano de su madre, Lavinia Mastern. El otro tío se llamaba Gilbert Mastern y pasó a mejor vida en el año 1914, a los noventa y cuatro años de edad. Rico, constructor de ferrocarriles, miembro del directorio de una empresa, dejó a su sobrino (no Jack Burden) el paquete de cartas, los ocho libros de contabilidad, la fotografía y un buen montón de dinero. Unos diez años más tarde pasó por la imaginación del heredero el recuerdo de Jack Burden a quien no conocía personalmente como estudiante de Historia o algo parecido, y le envió las cartas, los libros y la fotografía. A la vez le preguntaba si creía que esos adjuntos eran de algún «interés financiero» puesto que había oído decir que las librerías pagaban a veces una suma regular por documentos antiguos y antebellum, «reliquias y recuerdos». Jack Burden contestó que, puesto que Cass Mastern no era de importancia histórica como individuo, resultaba dudoso que ninguna librería pagase más de unos dólares, en caso de interesarse por el material, y solicitó instrucciones en cuanto al destino del paquete. La respuesta del heredero fue que; en vista de las circunstancias, Jack Burden podía conservarlo «por motivos sentimentales».
Y de este modo trabó conocimiento con Cass Mastern, fallecido en 1864 en el hospital militar de Atlanta, que fue un nombre oído y olvidado por él y constituía el par de ojos ardientes y profundos que relumbraban en esa fotografía, al cabo de más de cincuenta años y a través del polvo y de la suciedad. Los ojos que eran Cass Mastern miraban fijamente desde el semblante largo y huesudo, pero juvenil, con labios gruesos que sobresalían de la barba algo delgada, negra y rizada. Esos labios no parecían pertenecer a semejante rostro ni a aquellos ojos tan ardientes.
El joven del retrato, de pie, visible de cintura para arriba, llevaba una prenda amplia e informe, con cuello demasiado grande, corta de mangas, que dejaba al descubierto las muñecas robustas y las manos huesudas entrelazadas en la cintura. El cabello negro y espeso, peinado hacia atrás desde la frente alta, era largo y recortado en forma cuadrada, a la usanza de la época, del lugar y de la clase, casi hasta tocar el cuello de la dura y amplia casaca — que tal era la prenda — del soldado de Infantería del Ejército de la Confederación.
Pero el resto de la fotografía parecía accidental en contraste con los ojos negros y ardientes. Aunque no la casaca, llevada como resultado del cálculo y de la angustia, con orgullo o humillación, con la convicción de que sería llevada hasta la muerte. Pero esa muerte no habría de producirse fácil y rápidamente, sino lenta y difícil en un hediondo hospital de Atlanta. La última misiva del paquete no llevaba la caligrafía de Cass Mastern. Postrado en el hospital a causa de su herida gangrenada, dictó la carta de despedida a su hermano Gilbert. La epístola, junto con el último de los libros de contabilidad en que Cass llevaba su Diario, fueron enviados eventualmente a su hogar, en Mississippi. Y el hombre recibió sepultura en algún lugar de Atlanta sin que nadie descubriese jamás dónde.
Hasta cierto punto era adecuado que Cass Mastern — con su casaca gris de cuello tieso y que pinchaba como si fuese un cilicio, lo que en verdad era para él, al mismo tiempo, la insignia de una gloria denegada — hubiera retornado a Georgia para pudrirse lentamente. Porque había nacido en Georgia, lo mismo que Gilbert y Lavinia, entre las rojas colinas del Norte hacia Tennessee. «Nací — explicaba la primera página del Diario — en una cabaña de troncos de Georgia del Norte, rodeado de pobreza; y si en mis últimos años he dormido en mullido lecho y utilizado vajilla de plata, no permita el Señor que muera en mi corazón el conocimiento del frío y de la frugalidad. Porque todos los hombres venimos al mundo desnudos y en la prosperidad el individuo se inclina hacia el mal del mismo modo que las chispas vuelan hacia arriba.» Esas líneas fueron redactadas mientras Cass era estudiante en el Transylvania College, allá en Kentucky, luego de que lo que él llamaba «su oscuridad y sus dificultades» cedieran paso a la paz de Dios. Porque el Diario comienza con un relato de esa «oscuridad y dificultades», y éstas lo eran en realidad, con un hombre muerto y una mujer con vida y grandes arañazos en el semblante huesudo. «Hago constar esto en mi Diario —expresó — con toda la sinceridad de que sea capaz un pecador, para que si alguna vez el orgullo me domina, ya sea en carne o en espíritu, pueda repasar estas páginas y conocer con vergüenza lo malo que en mí hubo, o pueda haber; porque ¿quién sabe qué brisa puede soplar sobre los troncos apagados y levantar de nuevo la llama?»
El impulso para escribir el Diario brotó de «la oscuridad y las dificultades», pero Cass Mastern al parecer era dueño de un cerebro sistemático y de ahí que comenzara por el principio: la cabana de troncos de Georgia. Fue el hermano mayor, Gilbert, unos quince años mayor que él, quien sacó a la familia de tal cabana. De muchacho abandonó el hogar rumbo al Oeste, a Mississippi, e iba en camino de hacer fortuna con el algodón allá por los treinta años, es decir, en 1850. El muchacho pobre y sin duda hambriento que caminaba descalzo por el oscuro suelo de Mississippi habría de convertirse, diez o doce años después, en el amo que montaba el brioso caballo roano (su nombre era Powhatan, según el Diario) frente a la blanca terraza. ¿Cómo obtuvo Gilbert su primer dólar? ¿Asesinó a algún viajero en un cañaveral? ¿Lustró zapatos en alguna posada? No figura en los registros. Pero amasó una fortuna y disfrutó del fresco en la terraza y votó por los conservadores. Terminada la guerra, cuando la terraza era un montón de cenizas y la fortuna se hubo hecho humo, no es de extrañar que Gilbert, que la obtuvo del aire mismo, a mano limpia, pudiera ahora, con toda su experiencia, su astucia y resistencia (esta última mayor aún al cabo de cuatro años de andar a caballo, de raciones reducidas y de desilusiones) obtener otra más grande, mucho más que la anterior. Si en sus últimos años se acordó alguna vez de su hermano Cass y sacó la última carta, la dictada en el hospital de Atlanta, debió meditar sobre ello con tolerante ironía. Porque he aquí lo que aquél le dijo: «Recuérdame, pero sin pesar. Si alguno de nosotros es dichoso, soy yo. Gozaré de descanso y tengo esperanza en la misericordia del Eterno y en Su bendita elección. Pero tú, mi querido hermano, estás condenado a comer el pan lleno de amargura y a edificar en el lugar en que no hay sino cenizas y troncos chamuscados y a hacer ladrillos sin paja y a sufrir la ruina y la culpa de nuestra querida tierra y la culpa común del hombre. En el lecho contiguo al mío hay un joven de Ohio. Agoniza. Sus gemidos, sus maldiciones y sus preces no son distintos de los otros que se escuchan en el tabernáculo del dolor. El se arrastró hasta allí en su culpa como yo en la mía. Y en la de esta Tierra. Ojalá que la Salvación común nos levante del polvo. Y, querido hermano, ruego a Dios que nos conceda fuerzas para lo que ha de venir.» Gilbert tendrá que haber sonreído al mirar hacia atrás, pues poco había sido el pan que comiera con amargura. Contaba con su clase de fuerza peculiar. Por el año 1870 estaba de nuevo en posición acomodada. Cinco o seis años más tarde era nuevamente rico. En 1880 su fortuna era inmensa, residía en Nueva York, su nombre era conocidísimo y su humanidad robusta, de movimientos lentos, con una cabeza como un bloque de granito en bruto. Había salido de un mundo para vivir en otro. Acaso se encontrase más a gusto en el nuevo que en el viejo. O quizá los Gilbert Mastern se encuentren a gusto en cualquier mundo. Así como los Cass Mastern jamás lo están en ninguno.
Pero volvamos al tema; Jack Burden tomó posesión de los documentos del nieto de Gilbert Mastern. Y cuando llegó el momento de elegir tema para su disertación con miras al doctorado en Filosofía, su profesor le sugirió que editase el Diario y las cartas de Cass Mastern y escribiese un ensayo bibliográfico, un estudio social basado en ése y otros materiales. De ahí que Jack Burden diera comienzo a su incursión primera en el pasado.
Parecía cosa fácil al principio. Era fácil reconstruir la vida de la cabana de troncos en las colinas rojas. Allí estaban las primeras cartas de Gilbert luego que hubo comenzado a levantarse (Jack Burden se las ingenió para tomar posesión de los otros documentos de Gilbert Mastern relativos al período anterior a la guerra civil). También los consabidos cánones de vida, gradualmente modificados hacia el bienestar a medida que la anuencia de Gilbert era conocida a la distancia. Más tarde, en la misma temporada, fallecieron los padres, y Gilbert regresó para aparecer sin duda ante Cass y Lavinia como una visión increíble, un espléndido impostor con su traje de buen paño, los zapatos relucientes, su ropa blanca y el grueso anillo de oro. Puso a Lavinia en una escuela de Atlanta, le compró baúles llenos de vestidos y se despidió con un beso. («¿No podrías haberme llevado contigo, querido hermano Gilbert? Habría sido una hermana tan diligente y cariñosa.» De ahí que le escribiera con esa caligrafía tan de cuaderno, con tinta negra, en un lenguaje no suyo sino tan apropiado para la clase. «¿No puedo ir a tu lado ahora? No hay tarea insignificante que yo...» Pero Gilbert tenía otros proyectos. Llegado el momento de que ella hiciese su aparición en el hogar, estaría preparada). Pero llevó consigo a Cass, que era ya un adolescente, vestido de negro y montado en una yegua briosa.
Tres años más tarde Cass ya no era tal adolescente. Había pasado tres años de rigor monástico en Valhalla, el hogar de Gilbert, bajo la dirección de un tal Lawson y del propio Gilbert, del que aprendió la rutina de la administración y el manejo de una plantación. Del señor Lawson, joven delicado de salud, tuberculoso, de Princeton, Nueva Jersey, un poco de geometría y de latín y mucho de teología presbiteriana. Le gustaban los libros y en una oportunidad (según el Diario), Gilbert observó desde el umbral y al verlo inclinado sobre los mismos, dijo: «Al menos puede que sirvas para eso.»
Pero sirvió para algo más. Cuando Gilbert le entregó una plantación reducida, la dirigió con tal astucia durante dos años (y con tanta suerte, además, pues tanto la estación como el mercado conspiraron en favor suyo) que al cabo de aquel plazo pudo entregar a Gilbert una parte considerable del precio de compra. Luego fue, o lo enviaron, a Transylvania. La idea pertenecía a Gilbert. Una noche se presentó en la plantación de Cass y lo encontró dedicado al estudio. Se llegó hasta la mesa en que el hermano estudiaba, estiró el brazo y tocó el libro abierto con el látigo. «Podrías sacar algún provecho de eso», le dijo. El Diario decía eso, pero no qué clase de libro fue el tocado con el látigo. Pero no interesa. Aunque quizá sí, pues hay algo en nuestro cerebro o en nuestra imaginación que nos hace desear saberlo. Vemos la mano roja, cuadrada y robusta («mi hermano es fornido y sanguíneo»), que sobresale del puño blanco, blandiendo el látigo de montar que parece entonces frágil como una ramita. También advertimos el roce de la presilla del cuero contra la página del libro abierto, vivo, nada despreciable; pero lo que no podemos discernir es la página.
De todos modos probablemente no se trate de un tomo de teología, pues parece dudoso que en tal caso Gilbert hubiese utilizado la frase: «podrías sacar algún provecho de eso». Pero pudo haber sido de poesía latina, empero, pues Gilbert había descubierto que, en pequeñas dosis, iba bien con la política y con el Derecho. De ahí que se decidiese la ida a Transylvania — después trascendió que por obra y gracia del amigo y vecino de Gilbert, el señor Jefferson Davis, que en su época fue estudiante de griego en ese establecimiento.
En Transylvania, en Lexington, Cass vino a descubrir los placeres. «He descubierto que existe una educación para el vicio, lo mismo que para la virtud, y conocí que ella había de aprenderse en la mesa de juego, en la botella, en las carreras y en las dulzuras ilícitas de la carne.» Había salido de la pobreza de la cabana y de la vida monástica de Vall- halla y de las responsabilidades de su reducida plantación; y era alto y robusto y, a juzgar por el retrato, bien favorecido y de ojos ardientes. No era de maravillarse que descubriese el placer — o éste a él—, pues aunque el Diario no lo dice, en los acontecimientos que desembocaron en «oscuridad y en dificultades», Cass parece haber sido el perseguido más bien que el perseguidor. Al menos al principio.
El perseguidor es mencionado en el Diario como «ella» y «de ella». Pero Jack Burden supo su nombre, Annabelle Trice, señora de Duncan Trice, joven y próspero banquero de Lexington, Kentucky, íntimo de Cass Mastern y al parecer uno de los que lo iniciaron por los senderos del placer. Jack descubrió el nombre al revisar los archivos de los periódicos de Lexington, de mediados de 1850, con objeto de localizar la historia de una muerte. La víctima, el señor Duncan Trice; un accidente, según los periódicos. El señor Trice se había disparado accidentalmente un balazo — según la versión periodística — mientras limpiaba un par de pistolas. Una de ellas, ya limpia, reposaba sobre el sofá en que tomara asiento, en su biblioteca, en el momento del accidente. El otro instrumento letal había caído al suelo. Jack Burden supo por los detalles del diario la naturaleza del caso; y una vez localizadas las circunstancias especiales del mismo, vino a saber la identidad de «ella». La viuda del señor Trice era una tal Annabelle Puckett, de Washington, D. C.
Annabelle Trice había conocido a Cass poco después de su llegada a Lexington. Duncan Trice lo había llevado a su casa, pues había recibido una carta del señor Davis en la que recomendaba al hermano de su buen amigo y vecino, el señor Gilbert Mastern. (Duncan Trice había llegado a Lexington desde el sur de Kentucky, donde su padre fuera amigo de Samuel Davis, padre de Jefferson, cuando Samuel vivía en Fairview y criaba caballos de carreras.) De ahí que Duncan Trice trajera a su casa al muchacho alto, que ya no era adolescente, le ofreciera un asiento en el sofá, le pusiese un vaso en la mano y llamase a su esposa, linda y de voz gruesa, para que conociese al forastero. «Cuando ella hizo su entrada en la habitación, que iba sumiéndose en la penumbra, aunque la hora de encender las velas apenas había llegado, creí que sus ojos eran negros y el efecto fue de lo más notable, dado lo rubio de sus cabellos. Advertí también qué leve era su pisada y una especie de movimiento como si se deslizara, lo que, aunque su estatura era acaso poco más que moderada, daba impresión de gran dignidad...
et avertens rosea cervice refulsít
Ambrosiaeque comae dívínum vértice odorem
Spíravere, pedes vestís defluxít ad irnos,
Et vera íncessu patuít Dea.
»Tal dijo el mantuano cuando hizo Venus su aparición y la verdadera diosa revelóse por su parte. Hizo su entrada en la habitación y fue una verdadera diosa, tal como se reveló en sus movimientos. Y fue, pese a la Divina Gracia (si tal se concede a un haz de corrupción como yo) mi verdadera condenación. Me tendió la mano y me habló con una voceci- ta gruesa que me hacía pensar en el roce de mi mano sobre un género como de espeso terciopelo, o una piel. No habría sido calificada como voz musical en el sentido en que generalmente se la considera, bien lo sé, pero no puedo sino dejar establecido el efecto que causó en mis órganos auditivos.»
Cass procedió a efectuar una descripción muy consciente de cada una de sus facciones y proporciones, una especie de inventario lleno de tortura, como si en medio de la «oscuridad y las dificultades», en el mismo momento de su agonía y de su repudio, hubiese de echar una última ojeada hacia atrás, aun a riesgo de ser convertido en estatua de sal. «Su rostro no era grande, aunque sí algo dado a la plenitud, la boca enérgica y los labios rojos y húmedos y ligeramente separados o a punto de separarse. La barbilla reducida y firmemente moldeada; y el cutis de gran blancura (así parecía antes de que las velas fueran encendidas aunque después se vio que tenía algo de color). Su cabellera, de una abundancia notable y muy rubia, iba peinada hacia atrás desde la frente y terminaba en grandes trenzas anudadas en la nuca. La cintura era muy reducida y los senos, al parecer por naturaleza altos, llenos y redondos, eran más altos aún a causa del corsé. Su vestido, que recuerdo que era de seda azul oscura, estaba escotado hasta la curva misma de los hombros y por el frente dejaba ver cómo los pechos se elevaban como si fuesen dos globos gemelos.»
Cass la describía de ese modo y admitía que su semblante no era hermoso, «pero de proporciones agradables». El cabello, en cambio, era hermoso «y de una suavidad asombrosa, y en la mano parecía más fino y más suave que la mejor seda que pudiésemos concebir». De tal modo, «en medio de la oscuridad y las dificultades», surge en el Diario con cuánta abundancia se ha deslizado por entre sus dedos esa rubia cabellera. Según él, «la belleza radicaba en sus ojos».
Cuando hizo su entrada en el aposento, él había observado que sus ojos parecían negros. Pero descubrió que estaba equivocado, y esa equivocación fue el primer paso hacia su ruina. Después del saludo («ella me saludó con gran sencillez y cortesía y me dijo que tomase asiento»), habló de lo oscura que estaba la habitación y de que el otoño siempre nos coge desprevenidos. Tiró entonces del cordón de una campanilla y se presentó un muchacho negro. «Le ordenó que trajese luz y reanimase el fuego, ya apagado o a punto de estarlo. El sirviente regresó al instante con un candelabro de siete brazos y lo dejó sobre la mesita situada detrás del sofá en que me hallaba sentado. Encendió un fósforo, pero ella le dijo que le permitiera encender las velas. Lo recuerdo como si sólo hubiese sido ayer cuando estuve sentado en aquel sofá. Había vuelto la cabeza descuidadamente para observarla mientras arrimaba el fósforo a los pabilos. La mesita se interponía entre ambos. Inclinada sobre el candelabro, aplicaba fuego a los pabilos, uno tras otro. Inclinábase del todo y vi que el corsé levantaba los dos senos a la par, pero la misma inclinación era causa de que los párpados ocultasen de mi vista sus ojos. Después levantó un poco la cabeza, me miró a través de las velas recién encendidas y advertí en el acto que sus ojos no eran negros, sino azules, de un azul tan oscuro que no puedo compararlo sino con el del cielo de las noches otoñales, cuando el tiempo es claro y no hay luna, y las estrellas acaban de salir. No había visto lo grandes que eran. Recuerdo haberme dicho a mí mismo con perfecta claridad: «No había sabido qué grandes eran», varias veces, lentamente, como hombre que se maravilla. Luego supe que me subía la sangre a las mejillas y sentí la lengua seca como ceniza en mi boca y toda mi virilidad despierta.
Aun ahora me es posible ver perfectamente claro la expresión de su semblante, aunque no sea capaz de interpretarla. A veces he pensado en ello como si ocultase algo sonriente, pero no estoy seguro. (No lo estoy sino de esto: el hombre jamás se encuentra seguro y la condenación está siempre a mano. ¡Oh, Dios y Redentor mío!) Permanecí en mi asiento, con una mano sobre la rodilla y el vaso vacío en la otra, incapaz de alentar. Después dijo a su marido, que se hallaba detrás de mí: «Duncan, ¿no ves que al señor Mastern le hace falta un refresco?»
Transcurrió un año. Cass, bastante más joven que Duncan Trice y varios años menor que Annabelle, se convirtió en amigo íntimo de Duncan de quien aprendió mucho, pues el hombre era rico, elegante, hábil y de espíritu alegre («muy dado a la risa y lleno de vida»). El banquero lo inició en las carreras, en la botella y en el juego, pero no en las «ilícitas dulzuras de la carne». Duncan Trice era fiel y apasionado y para él no existía sino su mujer. («Cuando ésta penetraba en la habitación los ojos del esposo posábanse en ella sin vergüenza y le he visto desviar su rostro y sonrojarse ante lo intenso de su mirada cuando había alguien presente. Mi opinión es que él lo hacía sin advertirlo; tan grande era su afecto hacia ella.») No, los demás componentes del círculo de Trice, los jóvenes, fueron quienes llevaron a Cass hacia la «ilícita dulzura». Pero no obstante los nuevos intereses y placeres, Cass pudo dedicarse a sus libros. Había tiempo también para el estudio, pues hallábase dotado de gran vigor y resistencia.
Y así transcurrió el año. Había frecuentado mucho la casa de Duncan, pero entre él y Annabelle no se habían cruzado sino palabras de «cortesía y de jovialidad.» En junio tuvo lugar un baile en casa de uno de los amigos de Duncan. En cierto momento del mismo el matrimonio
Duncan y Cass fueron casualmente al jardín, donde tomaron asiento en una reducida glorieta cubierta por una enredadera de jazmines. Duncan regresó a la casa en busca de alguna bebida para los tres y la mujer y el amigo quedaron sentados uno junto al otro en la glorieta. Cass hizo un comentario acerca de la dulzura del aroma del jazmín. En el acto ella dijo («su voz era baja y grave, pero su vehemencia me sorprendió»): «Sí, sí, demasiado dulce. ¡Es sofocante! Creo que voy a ahogarme.» Dicho lo cual colocó su mano derecha con los dedos extendidos, a través del escote de su pecho, bien por encima de la presión del corsé.
«Creyéndola indispuesta de repente (expresa Cass en su Diario) le pregunté si iba a desmayarse. Me contestó que no, en voz muy baja, casi ronca. No obstante, me levanté con la sana intención de procurarle un vaso de agua. De pronto dijo de un modo áspero, con la sorpresa consiguiente para mí, toda vez que siempre se comportaba de manera tan educada: «¡Siéntese, no quiero agua!» De manera que obedecí algo apesadumbrado, no fuese que sin querer la hubiese ofendido. Observé hacia el otro lado del jardín donde varias parejas paseaban a la claridad de la luna, a lo largo del sendero y entre los cercos bajos. Junto a mí oía su respiración, irregular y fatigosa. En seguida me preguntó por mi edad y le contesté que tenía veintidós años. Me dijo que los suyos eran veintinueve y musité algo, sorprendido. Rió a causa de mi turbación y habló: «Sí, señor Mastern, le llevo siete años y parece que le sorprende.» Al contestarle que así era, continuó: «Sí, siete años es un largo plazo. Siete años atrás, señor Mastern, era usted un chiquillo.» Después rió con repentina agudeza, si bien se detuvo para agregar: «Pero yo no lo era, no, señor Mastern.» No contesté nada, pues no estaba mi cabeza como para pensar. A pesar de mi confusión, allí sentado, trataba de imaginármela siete años atrás, sin que me fuera posible representarme ninguna imagen. Entretanto regresó su marido de la casa.»
Algunos días después Cass se ausentó a Mississippi para dedicar varios meses a su plantación y, bajo los consejos de Gilbert, hacer una visita a Jackson, la capital, y otra a Vicksburg. Fue un verano muy atareado. A Cass le era posible entonces vislumbrar las intenciones de Gilbert: enriquecerlo y dedicarlo a la política. La perspectiva era lisonjera y brillante y nada fuera del alcance de una razonable expectación para un joven cuyo hermano fuera Gilbert Mastern. («Mi hermano es hombre muy taciturno y de gran imaginación, y cuando habla, aunque no practica ni la gracia ni la simpatía, todos los hombres, sobre todo esos tan sabios que han adquirido responsabilidad y poder, miden sus palabras con respeto.») Y así transcurrió el verano, bajo la mano robusta y la mirada fría de Gilbert. Pero hacia el fin de la estación, cuando Cass comenzaba a pensar en su retorno a Transylvania, le llegó un sobre desde Lexington, cuya letra no le era familiar. Cuando desplegó la única hoja de papel, una flor chica y prensada, o lo que descubrió ser tal, se deslizó del sobre. Durante un segundo le fue imposible pensar qué era o por qué se hallaba en sus manos. Después la acercó a la nariz. El perfume, débil y empolvado, era dé jazmín.
La hoja de papel estaba doblada dos veces, de manera que formase cuatro porciones idénticas. En una de ellas, escrita con letra clara, enérgica y no muy grande, leyó. «¡Oh, Cass!» Y nada más.
Pero fue suficiente.
Una tarde lluviosa de otoño, justamente después de haber regresado de Lexington, Cass se presentó a saludar a los Trice. Duncan no se hallaba allí y había enviado un mensaje diciendo que se veía retenido en la ciudad por un asunto urgente y llegaría tarde para la comida. Cass escribió en su Diario referente a esta tarde. «Me encontré solo con ella en la habitación. Invadían la ya sombras como aquella primera vez, cuando pensé que sus ojos eran negros. Me saludó con gran cortesía y retrocedí después de haberle estrechado la mano. Entonces advertí que ella me contemplaba fijamente, lo mismo que yo a ella. De pronto sus labios se separaron levemente y emitieron algo así como un suspiro contenido o un gemido. Como de común acuerdo nos estrechamos en un largo abrazo, sin que cambiásemos palabra durante el mismo. Así estuvimos mucho tiempo, o al menos lo pareció. La mantuve fuertemente contra mí, sin que cambiásemos un solo beso, cosa que cada vez que la recuerdo me parece bien extraña. ¿Pero lo fue? ¿Fue extraño que algún resto de pudor nos impidiese mirarnos a la cara? Sentía y oía la violencia de los latidos de mi corazón dentro del pecho, que saltaba como si se hubiese desprendido de su gran cavidad, pero al mismo tiempo apenas acepté la verdad de mi situación. Hasta cierto punto sentíame poseído por la incredulidad, hasta en cuanto a mi identidad, mientras me hallaba allí de pie con la fragancia de sus cabellos que se me entraba por la nariz. No habría de creerse que yo fuera Cass Mastern, conduciéndome de tal manera en la casa de un amigo y bienhechor. No existía horror o remordimiento ante la torpeza del acto, sino la incredulidad a que acabo de referirme. (Experimentamos incredulidad ante la primera transgresión de una costumbre, pero horror ante la violación dé un principio. En consecuencia, lo que de virtud y honor hubiera conocido en el pasado, era un accidente de costumbre y no fruto de la voluntad. ¿O es que la virtud puede ser fruto de la voluntad humana? El pensamiento es orgullo.)
«Como he manifestado, estuvimos largo tiempo juntos en estrecho abrazo, con su rostro hundido en mi pecho y mis ojos fijos al otro lado de la habitación, a través de cuya ventana contemplaba la creciente oscuridad de la tarde. Cuando finalmente levantó el semblante, observé que había estado llorando en silencio. ¿Por qué? Yo mismo me lo he preguntado; ¿Fue porque a punto de cometer un mal irremediable pudo llorar por las consecuencias de un acto que se sentía imposibilitada de evitar? ¿O porque el hombre que la abrazaba era más joven que ella y ese abrazo le ofrecía el reproche de su juventud y de sus siete años de diferencia?¹¿O porque su llegada se producía siete años demasiado tarde y lo era de manera inocente? No importa cuál fuese la causa. Si era lo primero, las lágrimas no pueden probar sino que el sentimiento no reemplaza al deber, si lo segundo, no prueba sino que la compasión de sí mismo no reemplaza a la sabiduría. Pero ella derramó lágrimas y finalmente levantó su rostro hacia el mío, con sus grandes ojos brillantes con las lágrimas y aun ahora, aunque tales lágrimas constituyeron mi ruina, no puedo desear que no hubiesen sido vertidas, pues son una prueba de lo cálido de su corazón y de que cualquiera que fuese su pecado (y el mío) no cayó en el mismo con paso alegre y los ojos endurecidos por el deseo y la avaricia de la carne.
»Las lágrimas fueron mi ruina, porque cuando levantó su rostro hacia el mío, una veta de ternura se había mezclado en mis sentimientos y mi corazón pareció desbordarse dentro de mi pecho para llenar la gran cavidad dentro de la cual había estado saltando.
»Ella dijo:
»— Cass — por primera vez pronunció mi nombre de pila.
»— Sí — contesté.
»— Bésame, ya puedes hacerlo — dijo sin más preámbulo.
«Obedecí. Luego, en la ceguera de nuestra sangre mortal y con el apetito de nuestros corazones, fue ejecutado el acto. Allí en la misma habitación, mientras los sirvientes iban con pasos apagados de un lado a otro de la casa, con la puerta abierta, el marido por llegar y el aposento sin cubrir aún por la oscuridad de la noche. Pero estábamos seguros en nuestra propia temeridad, como si el corazón deseoso fuese capaz de producir una nube en que envolvernos, tal como Venus una vez ocultó a Eneas de modo que pasara sin ser visto por entre los hombres, para aproximarse a la ciudad de Dido. En casos como el nuestro, la misma temeridad proporciona seguridad tal como la fuerza del deseo parece prestar la sanción de justicia y de rectitud.
»A pesar de que ella había llorado y pareció tomar parte en el acto llena de tristeza y de desesperación, inmediatamente después me habló con gran animación. Se hallaba de pie en el centro del aposento, disponiendo el cabello de manera que quedase en su lugar, y aventuré una observación acerca de nuestro futuro, bastante vaga, pues aún me hallaba confuso, pero contestó así:
»— Oh, no pensemos en ello ahora — como si hubiese abordado algún tema sin consecuencias.
«Pronto llamó a un criado para que trajese luces, a la claridad de las cuales examiné su semblante, que encontré fresco y sin señales. Cuando llegó su marido, lo saludó de un modo familiar y cariñoso, al observar lo cual se me desgarró el corazón, si bien debo confesar que no de arrepentimiento. Más bien se trataba de celos violentos. Cuando él me habló y me tendió la mano, era tan grande mi confusión que me hallaba seguro de que mi semblante no podía menos que delatarme.»
Así comenzaba la segunda fase de la historia de Cass Mastern. Durante todo ese año, como antes, visitó con frecuencia la casa de Duncan Trice; y lo mismo que antes lo acompañó a los deportes, al juego, a beber y a las carreras. Aprendió, dice «a no arrugar la frente, a aceptar el estado de cosas». En cuanto a Annabelle Trice, asegura que, al mirar retrospectivamente las cosas, apenas creía que hubiera derramado lágrimas. Según él era «de naturaleza cálida, atrevida y de disposición cariñosa y aborrecía toda mención del futuro (jamás me permitía mencionar el porvenir); ágil, llena de recursos, animosa y dispuesta a la satisfacción de nuestros apetitos, pero con una ternura femenina tal como cualquier hombre apreciaría en un hogar santificado». En verdad, debe de haber sido ágil y de grandes recursos, pues llevar adelante esas relaciones en semejante lugar y época sin ser descubierta tiene que haber sido todo un problema. Existía una especie de cenador al pie del jardín de Trice, al que podía entrarse sin ser observado desde la callejuela. Algunos de sus encuentros tenían lugar en el mismo. Una hermanastra de Annabelle, domiciliada en Lexington, aparentemente ayudaba a los amantes o hacía la vista gorda, si bien parece que después de cierta presión por parte de Annabelle, pues Cass menciona una «escena tumultuosa». De modo que algunos de los encuentros tenían lugar allá, Pero de tanto en tanto Duncan Trice se veía obligado a abandonar la ciudad a causa de negocios, en cuyas oportunidades Cass era admitido en la casa avanzada la noche, incluso mientras los padres de Annabelle habían vivido con ella; de modo que yació en el mismo lecho que pertenece a Duncan Trice.
Hubo, empero, otros encuentros impremeditados. Momentos tomados al azar, y en que se hallaban a solas. «No hubo apenas rincón o hueco del domicilio de mi amigo que no profanásemos en una u otra ocasión y hasta de manera descarada a la plena luz del día», escribió Cass en el Diario. Y cuando Jack Burden, el estudiante de Historia, fue a Lexington para conocer la antigua casa de los Trice, recordó la frase. La ciudad habíase desarrollado alrededor de aquélla, habiendo desaparecido los jardines, con excepción de un trozo de prado... Pero el edificio se hallaba bien conservado (cierta familia Miller lo habitaba y había respetado el lugar) y el visitante obtuvo permiso para visitar la propiedad. Escudriñó la habitación en donde por vez primera se encontraron y donde ella levantó los ojos hacia Cass Mastern por encima de las velas recién encendidas y en la que, un año más tarde, había lanzado aquel suspiro, o gemido ahogado, y se había arrojado en sus brazos; y el vestíbulo, de bellas proporciones y con una hermosa escalera; y la biblioteca, oscura y reducida; y, finalmente, una especie de vestíbulo trasero, que era un «ángulo o rincón bien protegido» y provisto de muebles adecuados para la ocasión. Jack Burden estuvo en el vestíbulo principal, fresco y sumido en la penumbra, con el piso de un lustre apagado. En el silencio de la casa recordó aquel período, unos setenta años atrás; las miradas encubiertas, los murmullos ahogados, el repentino crujir de las sedas (los vestidos de la época no habían sido diseñados ciertamente para estimular el vicio casual), la respiración entrecortada y los suspiros atrevidos. Bien, todo eso había acontecido mucho tiempo atrás, y Annabelle Tricé y Cass Mastern estaban más muertos que la caballa, y la señora Miller, que ofrecía a Jack Burden una taza de té (era una lisonja para ella el interés «histórico» demostrado por su casa, aunque no sospechaba la naturaleza exacta del caso), no era en verdad «ágil» ni parecía «llena de recursos» y probablemente habría consumido toda su energía en beneficio de la Iglesia episcopal de San Lucas.
El período de intriga, la segunda fase de la historia de Cass Mastern, duró todo el curso académico, parte del verano (pues fue obligado a regresar a su plantación del Mississippi y a asistir al matrimonio de su hermana Lavinia, cuyo marido era un joven bien relacionado y conocido como Willis Burden), y buena parte del invierno, cuando Cass estuvo de regreso en Lexington. Duncan Trice falleció el 19 de marzo de 1854 en su biblioteca (ángulo o rincón protegido de su casa) a causa de una bala de plomo, del tamaño aproximado del pulgar de un hombre, en el pecho. Evidentemente, se trataba de un accidente.
La viuda asistió al funeral, erguida e inmóvil. Cuando una vez se levantó el velo para tocarse los ojos con un pañuelo, Cass Mastern advirtió que sus mejillas estaban pálidas como el mármol, a no ser por un toque de color, como si fuese el arrebato de la fiebre. Pero una vez en su posición el velo, descubrió los ojos fijos y relampagueantes «dentro de aquella sombra artificial».
El féretro fue conducido por Cass Mastern, junto con otros cinco jóvenes de Lexington, camaradas y compañeros de jarana de Trice. «El ataúd que yo llevaba parecía no tener peso, aunque mi amigo había sido de cuerpo grande y tendente a la robustez. Mientras avanzábamos con el cadáver, maravillábame de lo liviano y, en una oportunidad, hasta llegué a imaginarme que iba vacío y que todo ello era una mascarada o parodia al extremo ridículo y blasfemo, sin ninguna finalidad y durante un sueño. O esa ilusión vino a mi cerebro para engañarme. Yo era el destinado a la burla, y todos los demás estaban unidos en la conspiración contra mí. Pero al atacarme ese pensamiento, experimenté de pronto un sentimiento de gran astucia y de salvaje alegría. Había sido demasiado despierto para caer en la trampa. Me había percatado del engaño. Sentí impulsos de arrojar el féretro al suelo y reír en triunfo al ver su vaciedad expuesta a la luz al reventar el mismo. Pero no lo hice y contemplé cómo el ataúd descendía sobre la tierra que se hallaba a nuestros pies y cómo caían sobre él los primeros terrones.
»Tan pronto llegó a mis oídos el ruido producido por esos terrones experimenté gran alivio y luego un deseo superior a mis fuerzas. La miré, Arrodillada al pie de la tumba, ignoraba qué sentimientos la invadían. La cabeza veíase ligeramente inclinada y el velo le caía sobre el rostro. El sol resplandeciente inundaba su figura vestida de negro, y érame imposible desviar la mirada de ella. Su postura parecía acentuar los encantos de su persona y sugerir a mis sentidos inflamados la flexibilidad de sus miembros. Hasta el tono fúnebre de su vestido parecía aumentar la provocación. El sol apretaba con fuerza y me daba en la nuca y penetraba en mis espaldas a través de mis ropas. Era extraordinariamente brillante, por lo que sentíame deslumhrado y mis sentidos sobrenadaban. Pero entretanto oía, como desde larga distancia, el ruido de las palas sobre la tierra amontonada y el sonido apagado de ésta al caer dentro de la fosa.»
Aquella noche Cass fue al cenador del jardín. No estaban citados. Acudió simplemente movido por un impulso. Esperó mucho tiempo, y finalmente apareció ella, «vestida de negro, apenas más oscura que la noche». No habló ni hizo ninguna señal mientras ella avanzaba «deslizándose como una sombra entre las sombras», sino que permaneció de pie en el mismo lugar, en lo más oscuro del cenador. Ni siquiera cuando ella hizo su entrada delató su presencia. «No puedo tener la seguridad de que hubiese cualquier premeditación en mi silencio, causado por un impulso abrumador que se apoderó de mi ser, sellando mi garganta y paralizando mis miembros. Antes de ese instante, y después, supe que no era honorable espiar a nadie, pero por entonces no me vinieron a la mente tales consideraciones. Tenía que mantener clavados en ella los ojos mientras la veía allí, de pie, pensando a solas en la oscuridad del cenador. Hacíame la ilusión de que, puesto que ella creíase a solas me sería posible penetrar en su ser y conocer qué cambio o qué efecto podía haber sido producido por la muerte del esposo. La pasión que me invadiera esa tarde, a punto de convertirse en paroxismo, al borde mismo de la fosa del amigo, había desaparecido. Estaba perfectamente frío. Pero tenía que saber; o tratar de saber. Era como si pudiese conocerme a mí mismo conociéndola a ella. (Es defecto humano tratar de conocerse conociendo a los demás. (No podemos conocernos sino en Dios y en Su vida Omnipotente.)
«Penetró en el cenador y tomó asiento en uno de los bancos, a poca distancia de donde me encontraba. Durante largo rato la observé, perfectamente rígida y erguida. Finalmente susurré su nombre todo lo bajo que pude. Si lo oyó no dio la menor señal de ello. De manera que volví a hacerlo, del mismo modo. Y luego por tercera vez. Entonces contestó: «Sí», aunque sin cambiar de posición ni volver la cabeza. Entonces proferí su nombre en voz más alta y al instante, con un movimiento de gran alarma, se levantó, ahogando un grito y con las manos levantadas hacia el rostro. Retrocedió y parecía que se hallaba a punto de desvanecerse, pero se repuso y me miró fijamente. Le pedí disculpas, diciéndole que no había sido mi ánimo asustarla, sino que esperaba que hubiese contestado «sí» a mi susurro antes de que hablase y le pregunté si lo había hecho. Contestó que sí.
«— Entonces, ¿por qué te mostraste nerviosa cuando volví a hablar? —le pregunté.
«— Porque ignoraba tu presencia aquí.
»— Pero dijiste que habías escuchado mi susurro y respondido al mismo, y ahora aseguras que ignorabas mi presencia aquí.
»— No sabía que estuvieses aquí — repitió en voz baja y la importancia de sus palabras se me vino a la mente.
«— Escucha — dije—, ¿cuando oíste mi murmullo conociste que era mi voz?
«Me miró fijamente, sin responder.
«— Contesta — insistí, pues necesitaba saberlo.
«Continuó mirándome fijamente y al fin contestó como en duda:
»— No lo sé.
«— Creíste que era... — comencé, pero antes de que pudiera proferir otras palabras, se arrojó sobre mí, asiéndome con desesperación, como una persona que está a punto de ahogarse y exclamando:
»— ¡No, no importa lo que pensara! ¡Estás aquí! ¡Estás a mi lado! — Dicho lo cual atrajo mi cara hacia la suya y oprimió sus labios contra los míos para ahogar mis palabras. Los suyos estaban fríos pero no se separaban de los míos.
«Yo también estaba frío, como invadido de un frío mortal. Y la frialdad fue el horror final del acto qué -ejecutamos, como si dos muñecos pudiesen parodiar la vergüenza y la inmundicia del hombre para hacerlo doblemente vergonzoso.
«Después dijo:
»— Si no te hubiese hallado aquí esta noche, no podría haber vuelto a existir nada entre nosotros.
«— ¿Porqué? — pregunté.
»— Era una señal.
«— ¿Una señal?
»— Una señal de que no podemos huir, de que... — se interrumpió para seguir murmurando ferozmente en la oscuridad — no deseo huir- es una señal... de que, sea lo que quiera lo que hice, hecho está. — Permaneció tranquila un momento, y luego me pidió la mano—. ¡La otra, la izquierda! — exclamó después de haber asido y dejado caer la derecha.
»La alargué a través de mi propio cuerpo, pues me hallaba sentado a su izquierda. Ella la tomó con su siniestra y la llevó hacia arriba, hasta dejarla aplastada contra su pecho. Luego, a tientas, me colocó un anillo en el dedo anular.
»— ¿Qué es eso? — pregunté.
»— Un anillo, el suyo — contestó al cabo de una pausa.
«Entonces me vino a la memoria que él, mi amigo, siempre había llevado un anillo de matrimonio y sentí el metal frío sobre mi carne.
»— ¿Se lo arrancaste de la mano? — inquirí, estremecido por el pensamiento.
»— No — contestó.
»— ¿No? — pregunté.
»— No; se lo quitó él mismo. Fue la única vez que lo hizo.
«Permanecí sentado junto a ella a la espera de algo, no sabía qué, mientras ella retenía mi mano contra su pecho, que subía y bajaba. No me era posible pronunciar palabra.
«Entonces dijo ella:
«— ¿Quieres saber cómo... cómo se lo quitó?
»— Sí — contesté en la oscuridad.
«Mientras esperaba su confidencia me humedecí con la punta de la lengua los labios resecos.
«— Escucha — ordenó con un murmullo imperativo—, aquella noche, después... después que sucedió aquello... cuando la casa se hallaba tranquila otra vez, estaba sentada en mi cuarto, en la sillita junto al tocador, que siempre ocupo para que Phebe me arregle los cabellos. Creo que tomé asiento allí por la fuerza de la costumbre, pues me hallaba como entumecida. Vi cómo Phebe preparaba la cama para que me acostase (Phebe era su sirvienta, una muchacha fea y cetrina, dada a los accesos de mal humor). Vi cómo retiraba el almohadón y después observaba un lugar donde él mismo había reposado, del lado mío del lecho. Vino hacia mí con algo que recogió, me miró fijamente, sus ojos son amarillos y cuando se los mira no es posible ver qué hay en ellos, y luego extendió la mano, cerrada, que fue abriendo poco a poco, y en la palma de la misma vi el anillo; supe que era su anillo, pero todo lo que pensé es que era de oro y se hallaba en una mano de oro. Porque la mano de Phebe es de oro — nunca había observado cómo el color de su mano es como el oro puro—. Levanté los ojos y vi que seguía mirándome fijamente y que sus ojos también eran de oro, duros y brillantes como el mismo metal. Y me percaté de que ella sabía.
«— ¿Sabía? — repetí, como si fuese una pregunta.
»Pero entonces yo también supe. Mi amigo había sabido la verdad, por la frialdad de su mujer y las murmuraciones de los sirvientes, y se había quitado el anillo del dedo y lo había llevado al lecho, al lugar en que había estado junto a ella y lo había dejado debajo del almohadón, antes de bajar para suicidarse en la biblioteca. De acuerdo con las circunstancias nadie sino su mujer advertiría jamás que la cosa no era un mero accidente. Pero él. había cometido un error de cálculo. La sirvienta cetrina había encontrado el anillo.
»— Ella lo sabe — murmuró mientras oprimía mi mano contra su pecho, que subía y bajaba con gran agitación—. Lo sabe y siempre me mira y no dejará de mirarme. — De repente disminuyó su voz y un nuevo tono de lamentación se advirtió en ella—: ¡Lo contará! Todos lo sabrán. ¡Todos los de la casa me mirarán y lo sabrán, cuando me alcance un plato, cuando entre en mi habitación sin que sus pies hagan el menor ruido! — De pronto se levantó y dejó caer mi mano. Permanecí sentado y ella, de pie, junto a mí, vuelta de espaldas, oculta la blancura de su rostro y de sus manos; y ante mi vista, la negrura de su vestido se confundió con la noche, a pesar de la proximidad. Súbitamente, con una voz que no reconocí por su dureza, dijo en la oscuridad por encima de mí—: ¡No lo resistiré nunca!
«Luego giró y se agachó para besarme en los labios. Después escuché sus pasos que corrían a lo largo del sendero de casquijo.
«Durante largo rato permanecí sentado en la oscuridad, dando vueltas al anillo que llevaba puesto.»
Luego del encuentro en el cenador, Cass Mastern no vio a Annabelle Trice varios días. Supo de su viaje a Louisville, donde, según sus recuerdos, contaba con algunos amigos. Como era natural, llevó consigo a Phebe. Enterado de su regreso acudió aquella misma noche, bien tarde, al cenador del jardín. Allí estaba ella, sentada en la oscuridad. Lo saludó. «Parecía — escribió él más tarde — singularmente esquiva, remota, de maneras vagas, como persona sonámbula o aburrida. Le pregunté acerca de su excursión por Louisville. La respuesta fue breve y durante la misma explicó su viaje río abajo hasta Paducah.» El observó que no sabía que tuviese amigos en dicho lugar y ella dijo que no los tenía. De repente se volvió hacia él, desaparecida la vaguedad para dar paso a la violencia, y exclamó:
«¡Estás entrometiéndote en mis asuntos, espiándome, y no lo toleraré!
Cass masculló algunas palabras en defensa propia antes de que ella lo interrumpiera:
—Sin embargo, si quieres saberlo, te lo diré. La llevé conmigo allá.
Durante un momento Cass mostróse realmente confundido.
—¿A quién? — indagó.
—A Phebe — fue la respuesta—. La llevé a Paducah y ha desaparecido.
—¿Dónde ha ido?
—Río abajo, río abajo — contestó. Luego rió bruscamente y dijo—: Y ya no volverá a mirarme de aquel modo.
—¿La vendiste? — inquirí.
—Sí, la vendí a un hombre que estaba preparando una remesa de negros para Nueva Orleáns. Y nadie me conoce en Paducah, nadie supo que me hallaba allí y todos ignoran que la vendí, pues diré que huyó hacia Illinois. Pero la he vendido. Por mil trescientos dólares.
—Has conseguido un buen precio — aseguré—, hasta para una muchacha tan ágil como Phebe. — (Y, según expresa en el Diario, «rió con cierta amargura y rudeza» si bien no aclara el porqué.)
—Sí, obtuve buen precio. Le hice pagar hasta el último centavo de su valor. ¿Pero sabes lo que hice después con el dinero?
—No.
—Cuando abandoné el vapor de Louisville había un anciano negro, sentado en el embarcadero, tocando la guitarra y cantando Oíd Dan Tucker. Me llegué hasta él y le dejé el dinero en el interior de su viejo sombrero.
—Si ibas a abandonar el dinero, si sabía que estaba corrompido, ¿por qué no la liberaste? — preguntó Cass.
—Porque se quedaría aquí, no se iría; permanecería aquí para mirarme. Oh, no, no partiría, porque es la mujer de un cochero que tienen los Motley. Sí, permanecería aquí, mirándome y diciendo a todos lo que sabe, i Y eso no he de tolerarlo!
A lo cual respondió Cass:
—Si me lo hubieras dicho, yo habría libertado también al marido, pagando por él al señor Motley.
—No lo habría vendido. Los Motley no venden a ningún sirviente.
—¿Ni siquiera para liberarlos? — continuó Cass. Pero ella lo interrumpió:
—No permitiré que te inmiscuyas en mis asuntos, ¿comprendes?
—Se levantó de su lado y fue a situarse en el centro del cenador, donde él advirtió la blancura de su semblante en la oscuridad y oyó su respiración agitada.
—Creí que le tenías cierto afecto — dijo Cass.
—Así era — contestó ella — hasta que me miró de aquel modo.
—¿Sabes por qué obtuviste ese precio de ella? — inquirió Cass, que prosiguió antes de que ella contestara—. Porque es amarilla y de buen ver y bien formada. Oh, los negreros no la llevarán encadenada con los otros. No la hostigarán. Más bien la llevarán con cuidado río abajo. ¿No se te alcanza el motivo?
—Sí, comprendo — dijo —; ¿y qué te va en esto? ¿Te ha flechado de tal modo?
—Eres injusta — dijo Cass.
—Oh, ya veo, señor Mastern — contestó—, ya veo que se muestra interesado por la honra de un cochero negro. Es un delicado sentimiento, señor Mastern. ¿Por qué — se aproximó a él, que seguía sentado en el banco—, por qué no demostró tan delicado interés en el caso de su amigo? Que ahora ha pasado a mejor vida.
De acuerdo con el Diario se produjo en ese instante «una tempestad de sentimientos» en el pecho del señor Cass, que escribió: «De tal modo escuché por vez primera la acusación que en todos los climas ha sido calculada como capaz de hacer pestañear a todo hombre de buena crianza o de rectitud natural. Lo que el hombre endurecido es capaz de sufrir, cuando es pronunciado en su interior por una voce- cilla, puede ser, cuando sale de una lengua extraña, una acusación lo suficientemente terrible para hacer que la misma sangre se agolpe a sus mejillas. Pero no fue sólo esa acusación en sí, pues ya me había hartado de semejante horror y me era largamente familiar. Ni simplemente la traición a mi amigo. Ni la muerte del mismo, contra cuyo pecho yo había apuntado el arma. Podría haberme manejado en cierto modo para vivir con tales hechos. Pero experimenté que el mundo a mi alrededor estaba cambiando, y la sustancia de las cosas, y que no había hecho sino comenzar un proceso de desintegración del que yo era el centro. En ese momento de perturbación, cuando el sudor frío brotó de mis sienes, no fui capaz de formar ninguna frase claramente en mi imaginación. Pero he mirado atrás y luchado para arrancar la verdad. No fue el hecho de que una mujer esclava fuera vendida y arrojada de la casa en que contaba con protección y bondad y se la apartase de los brazos del marido para sumergirla en el vicio. Sabía de la comisión de esos hechos y ya no era ningún chiquillo, pues después de mi llegada a Lexington y de mi conocimiento con amigos más libertinos, con jugadores y asiduos a las carreras, yo mismo había disfrutado de tales diversiones. No fue solamente el hecho de que la mujer por quien hube sacrificado la vida y el honor de mi amigo pudiese, en su propio sufrimiento, volverse contra mí fríamente furiosa y llena de insultos, al extremo de no reconocerla. Fue, por el contrario, el hecho de que todas esas cosas — la muerte de mi amigo, la traición para con Phebe, el sufrimiento y el furor y el gran cambio habido en la mujer que amara—, todo eso fue el resultado de mi simple acto de pecado y de perfidia, como las ramas salen del tronco y las hojas de las ramas. O para imaginárnoslo de manera diferente, como si la vibración producida en la estructura de este mundo se hubiese extendido infinitamente y con fuerza cada vez mayor y nadie supiese el fin. No lo expresé con palabras de esa manera, sino que permanecí allí, sacudido por una tempestad de pensamientos.»
Cuando Cass hubo dominado en cierto modo su agitación, preguntó a quién había sido vendida la mujer.
—¿Qué te interesa? — fue la respuesta.
—¿A quién vendiste la mujer? — repitió él.
—No te lo diré — aseguró ella.
—Lo averiguaré. Iré a Paducah y lo sabré.
Ella lo asió del brazo. Sus dedos introdujéronse en la carne «como garras» y preguntó:
—¿Para qué deseas ir?
—Para encontrarla — dijo él—. Para encontrarla, rescatarla y dejarla en libertad. — No lo había premeditado. Oyó las palabras (escribió en su Diario) y supo cuáles eran sus intenciones. «Encontrarla, rescatarla y dejarla en libertad», dijo y sintió cómo se aliviaba la presión sobre su brazo y de repente, en la oscuridad, cómo le clavaban las uñas en el rostro y oyó una voz, una especie de silbido ronco que decía:
—¡Oh, si lo haces, si llegas a hacerlo...! No lo consentiré. ¡De ninguna manera!
Apartóse de su lado y se arrojó sobre el banco. El la oyó gemir y sollozar. Era un sollozo «seco y duro como el de un hombre». El no se movió. Luego oyó nuevamente su voz.
—Si lo haces, si llegas a irte y lo consigues... me mirará de aquel modo y no podré sufrirlo. — Luego, al cabo de una pausa, agregó muy tranquila—. Si lo haces, no volverás a verme.
Cass no contestó. Permaneció allí algunos minutos, no supo cuántos, antes de abandonar el cenador, en cuyo banco seguía sentada ella, y seguir a lo largo de la calleja.
A la mañana siguiente partió hacia Paducah. Averiguó el nombre del comprador, así como también que éste había vendido a Phebe (una muchacha que respondía a su descripción) a un «particular» que se hallaba casualmente en la localidad por entonces, y cuyo nombre era desconocido allí. Era de presumir que el mercader se había deshecho de la mujer para encontrarse en libertad de ponerse en camino con la caravana de negros tan pronto como estuviese formada. Se decía que había partido hacia el sur de Kentucky con algunos jóvenes de ambos sexos, en busca de más. Según lo predicho por Cass, no deseaba que la mujer desmejorase al integrar con ella la caravana y de ahí que la vendiese en Paducah con bastante provecho. Cass fue hasta Bowling Green, donde perdió la pista del hombre. Fue así como, más bien desesperanzado, escribió una carta al mercader, al cuidado del mercado de Nueva Orleáns, preguntándole el nombre del comprador y cuanta información pudiera proporcionarle sobre el mismo. Hecho lo cual regresó de nuevo hacia el Norte y a Lexington.
Una vez allí dirigióse a West Short Street, a la barraca de Lewis C. Robarás, establecida por éste algunos años antes en el edificio del viejo «Teatro Lexington». Tenía idea de que el señor Robards, comerciante principal de la zona, podría localizar a Phebe, a través de sus relaciones río abajo, ante la perspectiva de una buena comisión. En la barraca no se hallaba sino un empleado que dijo que el señor Robards había ido río abajo, pero que el señor Simms dirigía los negocios y se encontraba inspeccionando la casa de al lado. De ahí que Cass fue hacia la misma. (Cuando Jack Burden estuvo en Lexington investigando la vida de Cass Mastern, vio la casa aún en pie; un edificio de dos pisos, de ladrillo, del tipo tradicional de residencia, con el techo a todo lo largo, la puerta en el centro de la fachada, una ventana a cada lado, una chimenea en cada extremo y el cobertizo al fondo. Robards había guardado su «mercadería seleccionada» allí y no en los cajones, en espera de que fuese «inspeccionada»).
Cass encontró la puerta principal sin cerrar, penetró en el vestíbulo y no vio a nadie, aunque oyó risas que venían de lo alto. Una vez subida la escalera, descubrió al extremo el vestíbulo un reducido grupo de hombres ante una puerta abierta. Reconoció a un par de ellos, jóvenes paseantes vistos por él en las calles de la ciudad y en las carreras. Al preguntar a uno si el señor Simms andaba por allá, le contestó que «dentro, mostrando la mercadería». Por encima de las cabezas de los del grupo Cass echó una ojeada hacia el interior. En primer lugar divisó un hombre bajo, de fuerte constitución, de aspecto pulcro, con el cabello negro, lo mismo que la corbata y la levita, los ojos relucientes, y con un látigo en la mano. Cass advirtió en el acto que se trataba de un especulador francés, comprador de géneros de fantasía para Louisiana. El hombre miraba fijamente algo fuera del alcance de la vista de Cass, quien avanzó para ver también.
Allí vio al nombre a quien tomó por el señor Simms, individuo estrambótico, con chistera, y detrás de él una mujer joven, quizá de unos veinte años, algo esbelta, de tez apenas más oscura que el marfil, probablemente cuarentona, el cabello crespo y los ojos oscuros y húmedos, ligeramente enrojecidos, que observaba con atención un lugar por encima y más allá del francés. No lucía el acostumbrado vestido ordinario y el pañuelo de la esclava en venta, sino un vestido blanco y cortado con amplitud, con mangas hasta el codo y falda hasta el suelo, y en vez de pañuelo una tira de cinta alrededor de sus cabellos. Detrás de ella, en habitación hermosamente amueblada («completamente amable», especificaba el Diario, si bien hacía notar la ventana con reja), Cass divisó una mecedora y una mesita; sobre ésta, un canastillo de costura y un trozo de crochet con la aguja aún incrustada en él, «como si alguna dueña de casa respetable o alguna joven la hubiese dejado caer allí para levantarse y saludar a algún visitante». Cass hizo constar en el Diario que de pronto hallóse contemplando fijamente el crochet.
—Sí — decía el señor Simms—, sí. — Y tomó a la muchacha por el hombro y la hizo girar para que se la contemplase bien. Después tomóle una de las muñecas y levantó el brazo a la altura del hombro, luego de lo cual lo elevó hacia delante y hacia atrás un par de veces para demostrar lo flexible de su articulación. Hecho esto tiró del brazo delante, en dirección al francés, colgando la mano de manera lacia desde la muñeca por él sostenida. (Según el Diario la mano era «bien formada y con dedos alargados» —). Sí, observe esta mano — decía el señor Simms—. No hay dama que la tenga más chica ni más bonita. Y redonda y suave, ¿verdad?
—¿Acaso no tiene algo más suave y redondo? — gritó uno de los hombres de la puerta, y los otros rieron.
—Sí — aseguró el señor Simms, que se inclinó para tomar el borde del vestido y lo levantó, con movimiento delicado y veloz hasta más arriba de la cintura, mientras alargaba la otra mano para recoger la ropa contra una especie de tontillo, sujeto alrededor de la cintura. Sin dejar de sostener la ropa, anduvo alrededor de ella, obligándola a girar (ella «daba vuelta sin resistirse, como hipnotizada») hasta que sus reducidas nalgas halláronse frente a la puerta—. Redondo y suave, muchachos
—afirmó el señor Simms, que le aplicó una buena cachetada en la nalga más próxima, para hacer que se estremeciese—. ¿Habéis puesto alguna vez vuestra mano sobre algo más redondo ni suave, muchachos? —inquirió—. Declaro que es un almohadón. Y que se mueve como si fuese dulce jalea.
—¡Dios Todopoderoso! — exclamó uno de los hombres—. Y nada menos que con medias.
Mientras los otros reían, el francés se aproximó a la joven, estiró el brazo de manera que la punta del látigo quedase justamente por encima de la depresión existente antes del comienzo de la saliente de las nalgas. Allí mantuvo con delicadeza la punta del látigo un instante, después lo aplastó a lo largo de la espalda y lo fue moviendo lentamente, de modo uniforme a través de cada nalga, como para demostrar la amplitud de la curva.
—Hágala dar vuelta — ordenó en lengua extranjera.
El señor Simms llevó obediente el vestido alrededor y el cuerpo siguió una media vuelta. Uno de los hombre de la puerta silbó. El francés colocó el látigo a través del vientre de la muchacha cual si fuese «un carpintero que midiese algo, o como para demostrar su poca saliente» y lo movió hacia abajo como antes, delineando la estructura, hasta que llegó a descansar sobre los muslos, más abajo del triángulo. Entonces dejó caer la mano a un lado, junto con el látigo.
—Abre la boca — indicó a la muchacha.
La joven obedeció y él examinó atentamente su dentadura. Luego se inclinó y le tomó el aliento.
—Debo reconocer que tiene buen aliento — dijo, como a regañadientes.
—Sí. — aseguró él señor Simms—, le aseguro que no encontrará otro más perfumado.
—¿Tiene alguna otra a mano? — inquirió el francés.
—Sí, hay algunas.
—Muéstremelas — dijo el francés, que se dirigió hacia la puerta, al parecer con «la insolente pretensión» de que el grupo se disolviese ante él.
Salió al vestíbulo, seguido del señor Simms. Mientras éste cerraba la puerta, Cass le dijo:
—Si es usted el señor Simms, deseo hablarle.
—¿Como? — dijo el señor Simms («gruñó», según el Diario); pero al mirar a Cass se volvió súbitamente cortés, pues el porte y los modales le decían bien a las claras que no se trataba de uno de esos mirones holgazanes. De modo que el individuo introdujo al francés en la habitación próxima para que examinase a su ocupante y regresó juntó a Cass. El Diario hace constar que se habría evitado alguna molestia, de haber hablado en privado, pero por entonces el asunto pesaba tanto en- su imaginación que los hombres que lo rodeaban eran como sombras para él.
Explicó sus deseos al señor Simms, describió a Phebe de la mejor manera a su alcance, dio el nombre del mercader de Paducah e hizo ofrecimiento de una comisión liberal. El hombre pareció dudar, prometió hacer cuanto estuviese a su alcance y luego dijo:
—Pero hay nueve posibilidades contra diez de que no se salga con la suya, señor. Y aquí tenemos algo mejor. Ya ha visto a Delphy, es casi blanca y de aspecto mucho más sabroso y la mujer de quien me había no es sino mestiza. En cambio, Delphy...
—Pero al joven caballero le gustan las mestizas — dijo uno de los curiosos, que rió. Y los demás lo imitaron.
Cass le atizó una bofetada. Le dio en la boca, con el filo del puño, con fuerza como para hacerle brotar sangre, según escribió. «Le golpeé sin pensar, y recuerdo mi sorpresa al ver sangre sobre su barbilla. Advertí que extraía un cuchillo de monte de la cintura e hice un movimiento para evitar el primer golpe, que recibí sobre el hombro izquierdo. Antes de que pudiera retirarme lo tomé de la muñeca con la mano derecha, le obligué a bajarla de forma que pudiese utilizar el brazo izquierdo, que hasta entonces conservaba alguna fuerza, y con un movimiento giratorio del cuerpo le quebré el brazo apoyándolo en mi cadera derecha, luego de lo cual lo dejé en tierra. Me apoderé del cuchillo, que también había ido a dar al suelo, y con el arma hice frente al hombre que parecía amigo del postrado y que igualmente llevaba un cuchillo en la mano. Pero pareció pensarlo mejor y no sentirse inclinado a proseguir la discusión.»
Cass declinó el ofrecimiento de ayuda del señor Simms y abandonó el edificio apretándose un pañuelo contra la herida. En West Short Street se desmayó y fue conducido a su casa, donde al día siguiente se halló mejor. Supo del abandono por la señora Trice de la ciudad, se presumía que para Washington. Dos días después su herida se infectó y durante algún tiempo estuvo delirando, entre la vida y la muerte. Su restablecimiento fue lento, acaso retardado por lo que él denomina en su Diario su «voluntad de ir hacia la oscuridad»; pero su constitución se impuso a su "voluntad y recuperó la salud para conocerse a sí mismo como «el más grande de los pecadores y una plaga sobre el cuerpo de la humanidad». Habría llegado al suicidio a no ser por su temor a la condenación por semejante acto, pues si bien estaba desesperado en cuanto a la Piedad, seguía aferrándose a la misma». Pero algunas veces el mismo hecho de la condenación a consecuencia del suicidio parecía ser la razón misma para cometerlo; había llevado a suicidarse al amigo y éste se hallaba eternamente condenado por ello; en consecuencia, él, Cass Mastern, debería asegurar en justicia su propia condenación por el mismo acto. «Pero el Señor evitó que yo mismo me quitase la vida por medios que son suyos y se hallaban más allá de mi conocimiento.»
La señora Trice no regresó a Lexington.
El lo hizo a Mississippi. Durante dos años dirigió la plantación, leyó la Biblia, oró y, cosa bastante extraña, fue grande su prosperidad, casi contra su voluntad. Finalmente saldó su deuda con Gilbert y liberó a sus esclavos. Tenía alguna noción acerca de la explotación de su hacienda con el mismo provecho, sobre la base del salario.
—Necio — le dijo Gilbert—, puedes ser tonto en privado, si tal te place, pero ¡en nombre de Dios!, no lo seas en público. ¿Crees que podrás hacerlos trabajar si están en libertad? Lo harán un día y holgazanearán al otro. ¿Crees posible tener una cuadrilla de esos negros libertos al lado de una plantación donde haya esclavos? Si querías liberarlos no tienes por qué pasar el resto de tu existencia alimentándolos. Hazlos salir de esta región y dedícate al Derecho o a la Medicina. O predica el Evangelio y por lo menos gánate el sustento con su prédica.
Cass trató de manejar su plantación con los libertos durante más de un año, pero se vio forzado a confesar que su proyecto fue un fracaso absoluto.
—Hazlos salir del país — le dijo Gilbert—. ¿Y por qué no te vas con ellos? Al Norte, por ejemplo.
—Mi lugar está aquí — contestó Cass.
—Bueno, en ese caso, ¿por qué no te dedicas a bregar por la abolición aquí mismo? — inquirió Gilbert—. Haz algo, cualquier cosa, pero deja de hacer el tonto tratando de recolectar algodón con negros libertos.
—Puede ser que predique la abolición algún día — dijo Cass—. Y aun aquí, pero no por el momento. No valgo lo suficiente para instruir a los demás. No por ahora. Pero ahí está mi ejemplo. Si de algo sirve, nada se habrá perdido. Jamás se pierde nada.
—Excepto tu imaginación — dijo Gilbert, que abandonó pesadamente la habitación.
Había una sensación de tormenta en el aire. Únicamente la gran riqueza y el prestigio y el humorístico desprecio apenas oculto hacia Cass salvó a éste del ostracismo, o aun de algo peor. («Su desprecio hacia mí es un velo — escribió Cass—. Me trata como a un niño tonto y caprichoso a quien hay que enseñar mejor y que no debe ser tomado en serio.») Pero no se produjeron dificultades. Uno de los negros de Cass tenía una mujer grandota en una plantación próxima. Después que ella hubo tenido algún disgusto de poca importancia con el capataz, su marido la robó y huyó con ella. La pareja fue alcanzada hacia la frontera con Tennessee y traída de nuevo la mujer, pues el marido, al resistirse a la autoridad, fue muerto a balazos. «Mira todo lo que has conseguido — dijo Gilbert a su hermano—: un negro muerto y una negra apaleada. Te felicito.» En consecuencia, Cass embarcó a sus libertos en un barco que iba río arriba y jamás volvió a saber de ellos.
«Observé cómo penetraba el barco en el canal y las ruedas batían contra la corriente y mi espíritu turbóse. Sabía que los negros pasaban de un dolor a otro y que las esperanzas que alimentaban disiparíanse. Me besaron las manos y lloraron de alegría, pero no pude participar de su júbilo. No me engañé creyendo haber hecho algo por ellos. Lo que hice fue por mí, para aliviar mi espíritu de una carga: la de su dolor y sus ojos clavados en mí. La mujer de mi querido amigo había visto los ojos de la sirvienta Phebe fijos en ella y se había excitado grandemente, dejó de ser quien era y vendió a la muchacha, arrojándola a la miseria.
Y yo vi los ojos de los otros y los liberté para que se sumiesen en otro dolor, no sea que hiciese algo peor. Porque hay muchos que no pueden sufrir los ojos de ellos clavados en su persona y su desesperación los induce al mal y a los tratos crueles. Durante una década o más, antes de mi estancia en Lexington, hubo un rico abogado llamado Fielding L. Turner, que contrajo matrimonio con una dama de buena posición de Boston. Esta dama, Caroline Turner, jamás había tenido negros a su alrededor y había sido educada en sentimientos contrarios a la esclavitud humana; pero pronto se hizo famosa por sus abominables crueldades llevadas a efecto durante accesos de pasión. Todas las personas de la comunidad reprobaron sus azotainas; realizadas con sus propias manos, a la vez que profería chillidos, según las informaciones. En una ocasión, mientras se dedicaba a azotar a un sirviente en un aposento del segundo piso de su residencia señorial, un negrito hizo su entrada en el lugar y comenzó a gimotear. Lo tomó y lo arrojó con violencia a través de la ventana; la criatura fue a estrellarse contra el suelo, se quebró la columna vertebral y quedó inválido por el resto de su vida. Para protegerla contra la ley y la cólera de la Humanidad, el juez Turner la recluyó en un manicomio. Pero más tarde los médicos la declararon sana y la pusieron en libertad. En su testamento, el marido no le legó esclavos, pues de hacerlo — decía el testamento mismo — sería condenarlos a una muerte segura y pronta. Pero ella se los procuró, entre ellos un cochero amarillo llamado Richard, de modales suaves, sensible y de disposición plausible. Un día lo hizo encadenar y le dio una paliza. Pero se desligó de las cadenas que lo sujetaban, se abalanzó sobre la mujer y la estranguló. Posteriormente fue capturado y ahorcado por asesino, si bien muchos hubieran deseado que su fuga se viese coronada por el éxito. Esa historia me fue referida en Lexington.
»Una señora me dijo:
»— La señora Tumer no comprendía a los negros.
»Y otra:
»— La señora Turner hizo eso porque era de Boston, donde son abolicionistas.
»Pero no comprendí. Luego, mucho más tarde, comencé a hacerlo. Comprendí que la señora Turner azotara a los negros por la misma razón que la esposa de mi amigo vendiera a Phebe y la enviara río abajo; no le era posible sufrir sus ojos clavados en ella. Comprendo, porque tampoco puedo sufrirlos yo. Quizá sólo un hombre como mi hermano Gilbert puede retener, en medio de tanto mal, inocencia y fuerza suficiente para resistir las miradas fijas en él y hacer un poco de justicia en términos de gran injusticia.»
Y de ese modo Cass, dueño dé una plantación y sin nadie que en ella trabajase, fue a Jackson, capital del Estado, y se dedicó al Derecho. Antes de su partida, Gilbert vino a visitarlo y se ofreció para hacerse cargo de la plantación y trabajarla con su gente, mediante una participación en la cosecha. Pero Cass rehusó y Gilbert dijo:
—Pones reparos a que la trabaje con esclavos, ¿verdad? Permíteme decirte esto: si la vendes será trabajada por ellos. Es tierra negra y será regada con sudor negro. ¿Hay alguna diferencia, pues, según el sudor negro que caiga sobre ella?
Cass contestó que no la vendería, ante lo cual vociferó Gilbert, rojo de ira:
—¡Dios mío, es tierra, tierra! ¿Comprendes? Y la tierra clama por el brazo del hombre.
Pero Cass no vendió. Instaló un cuidador en la casa y arrendó una parcela de terreno a un vecino, para pastoreo.
Fue a Jackson, estudió hasta hora avanzada de la noche y vio cómo las dificultades se cernían sobre el país. Porque fue durante el otoño de 185& cuando se dirigió a la capital. El 9 de enero de 1861 Mississippi votó la ley de secesión. Gilbert era contrario a la misma y escribió así a Cass: «¡Qué necios, no existe ninguna fábrica de armas en el Estado! ¡Son unos tontos al no haberse preparado para la defensa, si es que han previsto las dificultades! Y si no las han previsto, son más que necios al conducirse de ese modo frente a los hechos. Es una majadería no contemporizar y, si es preciso, irse preparando para la defensa. ¡Todos son unos idiotas!» A lo que Cass respondió: «Ruego mucho por la paz.» Pero algo más tarde escribió: «He conversado con el señor French, que como sabes es el jefe de armamentos, y dice que no dispone sino de algunos mosquetes antiguos para la tropa; y ésos, de pedernal. Los agentes han registrado el Estado en busca de escopetas, a petición del gobernador Pettus. ¿Escopetas?, exclamó el señor French, que hizo un mohín de desprecio con los labios. ¡Y qué escopetas! — agregó—. Luego me habló de una arma con la cual se había contribuido para la causa, un viejo cañón de mosquete sujeto con correas a un trozo de madera de ciprés, doblado a un extremo. Un esclavo viejo lo donó para la causa y uno no sabe si reír o llorar.» Cuando Jefferson Davis hubo regresado a Mississippi, después de su renuncia al Senado, y tomado el mando de las tropas con el rango de Mayor General, Cass le hizo una visita, a petición de Gilbert. Luego escribió a su hermano lo que sigue: «El general dice que se han puesto a su disposición diez mil hombres, pero que ni siquiera un puñado de rifles modernos. Pero también agregó el jefe que le había sido entregada una hermosa casaca con catorce botones de bronce al frente y un cuello de terciopelo negro. Quizás utilizaremos los botones en nuestras escopetas — dijo—, y sonrió.»
Cass vio una vez más al señor Davis, pues se hallaba con Gilbert en el vapor Natchez, que condujo al nuevo presidente de la Confederación durante la primera etapa de su viaje desde su plantación, Brierfield, hasta Montgomery. «Estábamos en el viejo barco del señor Tom Leather — expresa el Diario—, que se supuso recogía al presidente algunas millas más allá de Brierfield. Pero el señor Davis demoró la partida de su casa y fue llevado a remo hasta nosotros. Inclinado sobre la barandilla observé al pequeño esquife oscuro que avanzaba hacia nosotros en medio de las aguas coloradas. Un hombre nos saludó con el brazo, desde la embarcación. El capitán del Natchez observó la señal e hizo sonar estrepitosamente la sirena de su nave, que sacudió nuestros oídos y se esparció sobre la superficie de las aguas. El buque detuvo su marcha y el esquife se acercó. El señor Davis fue recibido a bordo. Mientras el buque de vapor avanzaba, el señor Davis miró hacia atrás y levantó la mano a guisa de saludo al criado negro (Isaías Montgomery, a quien yo había conocido en Brierfield) que se hallaba de pie en el esquife, mecido por la estela de la embarcación mayor, y le decía adiós con la mano. Más tarde, mientras íbamos río arriba en busca de los acantilados de Vicksburg, se aproximó a mi hermano, que se hallaba de pie conmigo en cubierta. Una vez más, y ahora de manera más íntima, mi hermano felicitó al señor Davis, quien contestó que no podía derivar ningún placer de ese honor, y dijo:
«— Siempre he considerado la Unión con supersticiosa reverencia y he arriesgado voluntariamente la vida por su querida bandera en más de un campo de batalla y ustedes, caballeros, podrán concebir mi manera actual de sentir, pues el objeto de mi devoción durante tantos años me ha sido arrebatado de las manos. — Y prosiguió—: Por el momento no cuento sino con el placer melancólico de una conciencia tranquila.»
—Dicho lo cual sonrió, cosa que hacía con poca frecuencia, solicitó nuestra venia y se retiró al interior.
«Había observado la expresión de fatiga de su rostro, a causa de la enfermedad y de las preocupaciones, y lo delgado de la piel sobre sus huesos. . - , , . . -
»Al hacer notar a mi hermano que el señor Davis no parecía hallarse muy bien, contestó:,
» — Es. un problema tener a un hombre enfermo como presidente. «Alegué que a lo mejor no habría guerra, que el señor Davis confiaba en la paz, pero mi hermano dijo:
»— No te llames a engaño. Los yanquis pelearán con denuedo y el señor Davis es tonto si cree en la paz.
«— Todos los hombres buenos confían en la paz — contesté.
«Mi hermano profirió una exclamación inaudible y prosiguió:
«— Lo que deseamos, ahora que nos hemos embarcado en este asunto, es un hombre capaz de ganar, no solamente que sea bueno. Y no me interesa la tranquilidad de conciencia del señor Davis.
«Mi hermano y yo proseguimos nuestro paseo por cubierta en silencia y reflexioné que el señor Davis era un buen hombre. Pero el mundo está lleno de hombres buenos. Medito ahora mientras escribo estas líneas y el mundo sigue encaminándose hacia la oscuridad y la ceguera de la sangre, aun a esta hora avanzada de la noche en que me hallo sentado en la habitación del hotel en Vicksburg y me siento movido a preguntar cuál será el significado de nuestra virtud. ¡Ojalá Dios escuche nuestros ruegos!»
Gilbert recibió el nombramiento de coronel de un regimiento de Caballería y Cass se alistó como soldado en los fusileros del Mississipi. «Podrías ser capitán "-dijo Gilbert — o comandante. Tienes bastante seso para ello y bien pocos son los que lo tienen.» Cass contestó que prefería ser soldado y «marchar a la par de los demás hombres». Pero no pudo decirle la razón ni tampoco que, aunque marchase con los demás hombres y llevase un arma en la mano, jamás quitaría la vida a ningún enemigo. «Tengo que marchar a la par de los Otros», escribió en su Diario, «pues son de los míos y con ellos debo compartir toda la amargura y aun en mayor medida. Pero no puedo quitar la vida a ningún hombre. ¿Cómo puedo arrancársela a ningún adversario, yo, que he privado de la suya a mi amigo y con ello he hecho uso de mi derecho a la sangre?» Y así Cass partió para la guerra, portando consigo su mosquete, carga que para él no suponía nada, y colgado de un cordón; junto a la carne del pecho, debajo de su casaca gris, el anillo que otrora fuera el de casamiento de Duncan Trice y que una noche Annabelle le había colocado en el dedo en tanto él tenía la mano colocada sobre su pecho.
Cass marchó hacia Shiloh, por entre los verdes campos, pues era a principios de abril, y luego por entre los bosques que ocultaban el río. (El cornejo y el ciclamor estarían florecidos por entonces.) Atravesó los bosques, oyó el silbido del plomo sobre su cabeza, vio los caídos sobre el terreno y al día siguiente salió de entre la espesura y tomó parte en la difícil retirada hacia Corinth. Estaba seguro de que no sobreviviría a la batalla. Pero salió con vida y avanzó por el «camino lleno de gente, como en un sueño». Y escribió: «Experimenté que en adelante viviría en ese sueño.» El sueño lo llevó nuevamente a Tennessee: Chickamauga, Knoxville, Chattanooga y otras innumerables escaramuzas y la bala que esperaba no vino en su busca. En Chickamauga, cuando su compañía vaciló ante el fuego enemigo y pareció a punto de destrozarse en el ataque, ascendió rápidamente la colina y no pudo comprender su propia inviolabilidad. Y los hombres se rehicieron y continuaron. «Parecía extraño que yo, que en la voluntad de Dios buscaba la muerte sin hallarla, pudiera durante mi búsqueda conducir a ella a quienes no la deseaban.» Ante las felicitaciones del coronel Hickman no pudo «encontrar palabras con que responder».
Pero si hubo de vestir la casaca gris con el espíritu irritado y con esperanza de expiación, la llevaba con orgullo, pues era una prenda igual a la de los demás hombres junto a quienes marchaba. «He visto hombres que llevaron a cabo hazañas heroicas sin perder nada por ello.» Y agregó: «No es difícil amar a los hombres por las cosas que aguantan y por las palabras que no pronuncian.» Cada vez más tuvieron entrada en el Diario los comentarios del soldado de profesión entre las oraciones y los escrúpulos — críticas sobre el mando — (de Bragg después de Chickamauga), satisfacción y orgullo impersonal en el manejo de la artillería («la batería de Marlowe es excelente»), y finalmente la admiración por las fintas y las demoras llevadas a efecto por la virtuosidad de Johnston en su aproximación a Atlanta, en, " Buzzard's Roost, Snake Creek Gap, New Hope Church, Kenesaw Mountain («siempre existe alguna especie de gloria, no importa cuan maculada u oscurecida, en las manos de cualquier hombre que se conduzca bien, y el general Johnston se conduce así»).
Luego, más allá de Atlanta, la bala lo encontró. Yació en el hospital, donde fue pudriéndose lentamente hacia la muerte. Pero antes de que se produjese la infección, cuando la herida de la pierna ni siquiera parecía grave, supo que se acercaba su fin: «Moriré — escribió en el Diario—, y con ello se me evitará el final y la última amargura de la guerra. He vivido sin hacer bien a ningún hombre, he visto sufrir a otros por mi pecado y no pongo en duda la justicia de Dios, que otros han sufrido por mi culpa, pues es posible que sólo a través del sufrimiento del inocente afirme Dios que los hombres son hermanos, hermanos en Su Santo Nombre. Y en esta sala y conmigo en este instante, hay hombres que sufren por los pecados propios y extraños a la vez. Es un consuelo saber que sólo sufro por los míos.» No sólo supo que iba a morir sino que la guerra había terminado. «Ha tocado a su fin; todo ha terminado menos la muerte, que seguirá avanzando todavía. Aunque la llaga ha alcanzado el punto máximo y ha reventado, el pus seguirá manando. Los hombres se reunirán y morirán con el pecado común del hombre y con la culpa que los envió hasta aquí desde- lugares lejanos y desde fuegos lejanos. Pero Dios, en Su Misericordia, me ha ahorrado el fin. Bendito sea Su nombre.»
No había nada más en el Diario, a no ser la carta para Gilbert, escrita con letra extraña, dictada por Cass luego de haberse debilitado demasiado para manejar la pluma. «Recuérdame, pero sin pena. Si alguno de nosotros es feliz, ése soy yo...»
Cayó Atlanta. En la confusión; (a tumba de Cass Mastern quedó sin señalar. Alguien en el hospital, un cierto Albert Calloway, guardó los papeles de Cass y el anillo sujeto al cordón alrededor de su cuello; y mucho después, por supuesto después de la guerra, lo remitió a Gilbert con una esquela muy cortés. El destinatario conservó el Diario, las cartas de Cass, su retrato y el anillo con el cordón. Luego de su fallecimiento, el heredero de Gilbert envió el paquete a Jack Burden, estudiante de Historia. Tal la causa de que viniesen a descansar sobre la mesita de pino del dormitorio de Jack en la desaliñada pensión que ocupaba con otros dos estudiantes graduados: el desafortunado, industrioso y bebedor, y el afortunado, perezoso y bebedor.
Jack Burden vivió con los documentos de Cass Mastern durante un año y medio. Quiso conocer todos los hechos del mundo en que vivieron Cass y Gilbert y conoció muchos de ellos. Y experimentó la sensación de que conocía a Gilbert. Este no había escrito ningún Diario, pero Jack Burden experimentaba que conocía ya a ese hombre, con la cabeza como bloque de granito desnudo, que había salido de un mundo para vivir en otro y se halló a gusto en los dos. Pero vino el día en que Jack se hallaba sentado ante la mesita de pino y adquirió su desconocimiento de Cass Mastern. No era necesario llegar a conocerlo para recibir su diploma; sino solamente saber los hechos del mundo en que actuó el personaje. Pero sin conocer a Cass Mastern no le era posible establecer los hechos sobre el mundo en que viviera. Eso no se lo dijo a sí mismo Jack Burden. Simplemente estuvo sentado ante la mesita de pino, noche tras noche, mirando fijamente la fotografía y no escribiendo nada. Luego se levantaba para beber un vaso de agua y esperaba un rato en la cocina, con un vaso en la mano, hasta que el agua del grifo saliese fresca.
He dicho que Jack Burden no podía establecer los hechos relativos al mundo en que vivió Cass Mastern al no conocer a éste. Jack no se dijo definitivamente a sí mismo por qué no lo conocía. Pero yo (que soy lo que vino a ser Jack Burden) miro ahora hacia atrás, años después, y voy a tratar de decir el porqué.
Cass Mastern vivió pocos años y en este tiempo aprendió que el mundo es todo de una pieza. Que es como una enorme tela de araña, y que si se toca, por muy levemente que sea, en cualquier punto, la vibración alcanza el punto más remoto del perímetro y la araña somnolienta siente la sacudida, abandona la somnolencia y salta para arrojar los pliegues de gasa que hemos tocado a nuestro alrededor e inyectar el negro y entumecedor veneno bajo nuestra piel. No importa que queramos o no rozar el tejido de las cosas. Nuestro pie dichoso o nuestra ala alegre puede resultar rozado, aunque sea muy levemente, pero lo que sucede, sucede, y siempre existe una araña, negra y peluda, con ojos grandes y facetados que relucen como espejos al sol o como los ojos de Dios y con el veneno chorreando.
Pero, siendo como era Jack Burden, ¿cómo iba a comprenderlo? Leía las palabras escritas por Cass Mastern muchos años antes en la solitaria casa de la plantación, luego de haber puesto en libertad a sus esclavos, o en el estudio de abogado en Jackson, Mississippi, o a la luz de la vela en su habitación del hotel de Vicksburg, después de su conversación con Jefferson Davis, o al fuego mortecino de algún vivac, mientras los hombres veíanse tendidos en el suelo en la oscuridad de la noche, y ésta se hallaba llena de un rumor apagado, triste y como un susurro, como el viento que se filtrase por las hojas de los pinos, que no era, empero, tal viento por entre los pinos, sino la respiración de millares de hombres que dormían. Jack Burden leía esas palabras, ¿pero cómo podía esperarse que las comprendiese? No eran sino palabras para él, ya que el mundo no se le presentaba por entonces sino como simple acumulación de hechos, partes de cosas como esas rotas, en desuso y cubiertas de polvo abandonadas en la guardilla. O bien se trataba de una multitud de cosas delante (o detrás) de sus ojos y una de ellas no tenía en definitiva ninguna relación con ninguna otra.
O acaso dejase a un lado el Diario de Cass Mastern, no porque le fuese imposible comprenderlo, sino por temor a comprender ante la perspectiva de que en lo comprendido existiese algún reproche hacia él.
De todos modos, dejó de lado el Diario y se sumió en uno de esos períodos del Gran Sueño. Llegado a casa por la noche y sabedor de que no, podía trabajar, dábase a dormir inmediatamente durante doce, catorce y hasta quince horas, experimentando mientras dormía que cada vez se hundía más y más en el sueño, como el buzo que va a tientas hacia abajo en el agua oscura, sabedor de que en ella puede haber algo y que reluciría de haber alguna luz en lo profundo; pero esa luz no existe. Luego, por la mañana, yacía en el lecho sin desear nada, sin siquiera experimentar hambre, oyendo los pequeños ruidos del mundo que penetraban en la habitación, por debajo de Ja puerta, a través de los vidrios, por entre las grietas de la pared y los mismos poros de la madera y del estuco. Después pensaba: «Si no me levanto no podré volver a acostarme.» Y se levantaba y salía a un mundo que le parecía muy desconocido, pero de una manera nada familiar y que era como un suplicio de Tántalo, tal como el mundo de la infancia al que un anciano retorna.
Luego, una mañana salió a ese mundo y no regresó. a la habitación de la mesa de pino. Los libros negros en que se hallaba redactado el Diario, el anillo, la fotografía, el paquete de cartas, todo fue dejado a un lado, junto al inmenso montón de hojas manuscritas, la labor de Jack Burden, que ya comenzaba a rizarse por los bordes bajo el peso del pisapapeles.
Algunas semanas después, la dueña de la pensión le envió un gran paquete, a portes debidos, con todas las cosas dejadas por él sobre la mesita de pino. El paquete, sin abrir, viajó en su compañía, de habitación amueblada en habitación amueblada, hasta el piso que habitó durante algún tiempo con su bella esposa Lois, y cuando llegó el momento en que salió para no volver, para otras habitaciones amuebladas y cuartos de hoteles. Era un paquete grande y algo cuadrado cuya envoltura de papel madera iba volviéndose amarilla y las cuerdas cada vez más flojas y en el que el nombre Mr. Jack Burden iba marchitándose lentamente.