CAPÍTULO II
La última vez que estuve en Mason City fui hasta allá en el «Cadillac» negro y grande, con el jefe y la cuadrilla y fuimos veloces por el camino de cemento. Y ello aconteció bastante tiempo atrás — hace casi tres años, pues ahora nos encontramos bien entrados en el 1939, aunque parecería cosa ya muy vieja. Pero la primera vez que me dirigí allá fue bastante antes, por el 1922, en mi modelo T, aferrado al volante para mantenerme en mi lugar mientras me deslizaba sobre el polvo gris que notaba un reguero a una milla de distancia hacia atrás y se posaba sobre las hojas de los algodoneros, convirtiéndolas en gris también, o cuando alcanzaba una sección de grava y apretaba las mandíbulas para impedir que la vibración del tablero hiciera saltar el esmalte de mi dentadura. Hay que decir esto del jefe: una vez que él terminase su misión uno podía conducir el coche en busca de un poco de aire y conservar, sin embargo, el puente de su dentadura en su lugar. Pero eso no fue posible durante mi primera visita a Mason City.
En aquella oportunidad el administrador del Chronicle me llamó y me dijo:
—Jack, tome su automóvil y llegúese a Mason City a ver quién demonios es ese Stark que se considera un Jesucristo echando a los mercaderes de ese juzgado de tres al cuarto que tienen por allá.
—Está casado con una maestra — contesté.
—Bueno, eso se le debe haber subido a la cabeza — dijo Jim Madison, el administrador del diario—. ¿Se creerá que es el primero que ha sorbido el seso a una maestra?
—La emisión de bonos fue lanzada para finalizar la construcción de una escuela — informé—, y Lucy parece que se figura que debe reservarse algunos fondos para tal fin.
—¿Quién diablos es esa Lucy?
—Lucy es la maestra de escuela.
—No lo será por mucho tiempo, al menos en la plantilla de Mason County, si contin County.
—Lucy tampoco es partidaria de los licores — informé.
—¿Fue usted o el otro quien enamoró a Lucy? — inquirió—. Sabe tanto acerca de esa dama...
—Sé justamente lo que Willie me ha referido.
—¿Y quién demonios es ese Willie?
—Willie es el individuo de la corbata de Navidad. El primo Willie del campo. Willie Stark, el mimado de la maestra. Lo conocí un par de meses atrás, en un aposento del fondo del establecimiento de Slade, donde me dijo que Lucy no era partidaria de la bebida. Estoy pensando justamente cuál sería su razón para no favorecer el robo.
—Tampoco será de las que favorezcan a Willie Stark en su condición de tesorero del distrito — aseguró Jim Madison — si es la que le obliga a hacer lo que está haciendo. ¿Es que ella no sabe cómo se conducen los asuntos en Mason City?
—Allí se hacen las cosas del mismo modo que aquí — contesté.
—¿De veras? — dijo Jim Madison, que se quitó de entre los labios el extremo sucio, masticado y lleno de saliva reluciente de lo que había sido un cigarro de diez centavos, lo examinó y lo arrojó al interior de la escupidera de bronce que había en un rincón de la habitación, sobre la alfombra verde y espesa como trébol, fabricada por Kelly, y que florecía como oasis de elegancia en los cuatro pisos de suciedad del «Edificio Chronicle». Lo vio caer y dijo—: Sí, pero usted partirá de aquí para dirigirse allá.
De manera que partí para Mason City en mi modelo T, y mantuve las mandíbulas bien apretadas cuando atravesé las extensiones de grava, colgado del volante al recorrer los trozos tan cubiertos de polvo que me hacían desrizarme hacia los costados, todo lo cual ocurrió largo tiempo atrás.
Llegado a la ciudad por la noche, me dirigí al café «Mason City», donde se servían comidas caseras para damas y caballeros, frente a la plaza, y probé el puré de patatas con jamón frito y verduras con cerveza con una mano, mientras con la otra competía con siete u ocho moscas por la posesión de un trozo de flan.
Salí después a la calle, donde los perros yacían tumbados a la sombra, bajo los salientes de chapa acanalada, y proseguí calle abajo hasta una cervecería. Había un lugar vacío al frente, de modo que saludé y me uní a la tertulia. Era el contertulio más joven, lo menos por cuarenta años, pero pensé que iba a padecer manchas del color del hígado en mis manos hinchadas y viejas, sarmentosas, aferradas al puño del bastón de nogal americano, antes de que nadie pronunciase una palabra. En una ciudad como Mason City, el banco situado al frente del establecimiento es — o era veinte años antes de construirse el camino de cemento — el lugar donde el tiempo se enreda en sus propios pies, se tiende como un sabueso viejo y renuncia a la lucha. Es un lugar en donde uno se sienta para esperar la llegada de la noche y de la arteriosclerosis; hacia donde el empresario de pompas fúnebres de la localidad mira confiado y cree que no se morirá de hambre mientras exista tanto trabajo para él. Pero si nos sentamos en el banco del medio, entre los demás viejos, mediada la tarde de fines de agosto, no parece que jamás vaya a acontecer nada, ni siquiera nuestro propio funeral, y el sol golpea y las sombras no se mueven a través del polvo deslumbrante que si se contempla bastante, parece lleno de manchas relucientes como cuarzo. Los viejos toman asiento con las manos aferradas al puño del bastón de nogal americano y emiten una especie de efluvios metafísicos en virtud de los cuales nuestras categorías resultan alteradas. El tiempo y el movimiento cesan. Es como si se aspirase éter y todo se tornara dulce, triste y lejano. Nos sentamos entre los dioses mayores, sin que nos moleste ningún sonido, a no ser el leve râle de alguno aquejado de asma, y esperamos que se inclinen de su olímpico asilamiento y formulen comentarios — con su ironía nada envidiosa y presciente — acerca de los actos de aquellos que aún permanecen enredados en los pliegues de las compulsiones mortales.
—He visto que Sim Saunders ha hecho construir un nuevo granero.
Y otro contesta:
—Sí, algunos creen que para ello se necesita mucho dinero.
Y un tercero:
—De veras.
En consecuencia esperé sentado. Y uno de ellos habló y otro cambió de lugar el trozo de cigarro y contestó, y un tercero dijo:
—Sí.
Y esperé que transcurriese una pausa, conocedor de mi lugar en el cuadro, y luego dije:
—He oído que van a levantar una nueva escuela.
Otra nueva pausa. Mis palabras se habían extinguido y fue como si no hubiese dicho nada. Después uno de ellos dejó caer al suelo el jugo del tabaco, lo tocó con el extremo del bastón de nogal americano y dijo:
—Sí, con calefacción, según se dice.
—Esta calefacción es causa de neumonía entre los muchachos —aseguró el número dos.
—Es cierto — confirmó el número tres.
—Pero creo que no la construirán — alegó el número cuatro.
Observé la torrecilla del juzgado, que es el reloj por el que se guían los viejos, y esperé un poco antes de preguntar.
—¿Pero qué los detiene?
—Stark, ese Stark... — contestó el número uno.
—Sí, ese Willie Stark — agregó el número dos.
—Le queda demasiado chico el pantalón. Penetra en el edificio y no le caben los pies en él ni el cuerpo en los pantalones — comentó en número tres.
—Sí — dijo el número cuatro.
Esperé otra vez y dije:
—Quiere que ellos acepten la oferta más baja.
Y el número uno aseguró:
—Sí, quiere que acepten la oferta más baja y ocupar a un montón de negros.
El número dos echó su cuarto a espadas:
—Para que queden sin trabajo los blancos.
El número tres puso su grano de arena:
—¿Quién quiere trabajar junto aun negro? Y sobre todo si es desconocido. ¿Es que va á edificarse una escuela o un excusado?
E interpuso el número cuatro:
—Y los blancos necesitan trabajo.
A lo que el número uno comentó:
—Sí.
«Conque — me dije a mí mismo—, ésas tenemos.» Porque Mason City es una región orgullosa y no le agradan los negros; y si son extraños, de ninguna manera; y no cuentan con muchos entre ellos.
—¿Cuánto podrían ahorrarse, aceptando la oferta más baja? — inquirí.
—Lo suficiente para evitarse traer a los negros a trabajar aquí
—alegó el número uno.
—Y no dejar sin trabajo a los blancos — agregó el número dos.
Hice una pausa decente y luego me levanté y dije:
—Tengo que retirarme, caballeros. Buenas tardes.
Uno de los viejos me miró como si acabase de llegar y preguntó en qué me ocupaba.
—En nada — dije.
—¿Le va mal? — preguntó.
—No es que me vaya mal, sino que carezco de ambición — contesté.
Lo cual era la pura verdad, advertí mientras iba calle abajo.
Igualmente advertí que ya había perdido bastante tiempo y que bien podría dirigirme a los tribunales y conseguir mi relato en la forma que se supuso lo haría. Eso de permanecer sentado en la parte delantera de un establecimiento como el que acababa de abandonar no es la mejor manera de que un periodista obtenga la información requerida. Jamás puede obtenerse de ese modo lo que haya que insertar en un periódico. De manera que penetré en el juzgado.
Dentro del edificio, cuyo amplio vestíbulo hallábase vacío y en la penumbra, y el suelo oscuro y aceitoso gastado al extremo de observarse grietas y salientes bajo nuestros pies, y donde el aire era seco y lleno de polvo, de manera que se sentía en nuestro interior la tranquilidad que se respiraba, incluso hasta el último murmullo encogido que flotara en el aire durante los últimos setenta y cinco años que contaba el edificio; bien, en ese interior, justamente a un extremo del vestíbulo, observé a varios hombres sentados en un recinto. En lo altó de la puerta veíase una chapa con las letras borrosas pero donde aún se leía la inscripción «SHERIFF».
Penetré en el lugar donde los tres hombres se hallaban retrepados sobre las sillas con asientos destrozados y un ventilador eléctrico colocado sobre el escritorio con persiana giraba con poca eficacia, y saludé a los tres rostros. El más grande, que era redondo y colorado y tenía tos pies en lo alto del escritorio y las manos entrelazadas sobre el estómago, respondió al saludo.
Le entregué la tarjeta que extraje del bolsillo, que fue contemplada durante un minuto, sujeta con el brazo tendido, como si tuviese miedo de que fuese a escupirle en el ojo, dada vuelta después y examinada por el revés durante otro minuto, hasta asegurarse de que verdaderamente se hallaba en blanco. Luego dejó la tarjeta con la mano sobre el estómago, que era el lugar que correspondía, y me miró, antes de decir:
—¿Ha venido en busca de alguna información?
—Está en lo cierto.
—¿De qué sé trata?
—Quiero saber qué ocurre con la escuela.
—Ha venido para meter la nariz en lo que no le importa.
—Tiene razón — convine alegremente—, pero el dueño de mi periódico no lo ve del mismo modo.
—Tampoco es cosa que le interese a él.
—No — dije —; pero ya que hemos tocado ese punto, ¿qué es lo que ocurre?
—No es cosa que me incumba. No soy más que el sheriff.
—Bien, sheriff, ¿a quién corresponde este asunto?
—A «quienes» se ocupan de él. Si algunos dejaran de entrometerse y los dejasen en paz...
—¿A quiénes?
—A los comisionados del distrito — contestó el sheriff—. Los votantes de Mason County los eligieron para que se ocupasen de sus asuntos sin que nadie se entrometiese en ellos.
—Ah, sí, los comisionados del distrito, ¿pero quiénes son?
Los ojillos sabios del sheriff me miraron un par de veces y luego dijo:
—El vigilante debiera meterlo preso por vagancia.
—Me conviene — dije—. Y el Chronicle enviaría otro periodista para encargarse del caso, y cuando el vigilante lo detuviese, vendría otro más. Al cabo de un tiempo podría tenernos encerrados a todos. Pero el asunto saldría en los periódicos.
El sheriff no se inmutó por el momento. Después sus ojillos pestañearon en el rostro grande y redondo. Quizá yo no había dicho nada. Es posible que no estuviese allí.
—¿Quiénes son los comisionados? — inquirí—. ¿O será que están escondiéndose?
—Uno de ellos se encuentra sentado justamente aquí — dijo el funcionario, que hizo girar su cabeza, grande y redonda, sobre los hombros para indicar a uno de sus acompañantes. Cuando la cabeza hubo vuelto a su lugar y los dedos hubieron dejado en libertad mi tarjeta, que fue transportada hasta el suelo por la suave brisa del ventilador, los ojillos volvieron a pestañear y el hombre pareció sumergirse bajo la superficie de las aguas enturbiadas. Había hecho cuanto estuviera en su mano y ahora pasaba la pelota a otro.
—¿Es usted comisionado? — pregunté al individuo que se me había señalado.
Era simplemente otro individuo hecho a imagen y semejanza de Dios, que llevaba camisa blanca con corbata negra de nudo, ya confeccionada y sujeta con elásticos, y pantalones de cotí sostenidos por tirantes. Era de la ciudad de cintura para arriba y del campo de cintura para abajo.
—Sí — contestó.
—Es el principal — aseguró severamente otro individuo, viejo y bajito, con la cabeza calva y llena de nudos y con una cara que le era imposible recordar al mirarse al espejo después de haberlo hecho la vez anterior; de esta clase de individuos que anda siempre alrededor y ocupa un asiento que los personajes han dejado libre y trata de congraciarse con una observación como la que acababa de hacer.
—¿Es usted el presidente? — pregunté al otro.
—Sí — contestó.
—¿Tiene algún inconveniente en decirme su nombre?
—No es ningún secreto. Me llamo Dolph Pillsbury.
—Encantado de conocerlo, señor Pillsbury — dije, y le tendí la mano. Sin levantarse de su asiento, la tomó como si le hubiese ofrecido el extremo de una serpiente venenosa en la época de la muda—. Señor Pills- bury — continué—, está usted en condiciones de conocer la situación en cuanto al contrato para la escuela. No hay duda que será de su interés hacer pública la verdad de tal situación.
—No existe ninguna situación — dijo el interpelado.
—Es posible que no exista ninguna, pero se ha producido bastante alboroto.
—De ninguna manera. El Consejo se reúne y acepta la oferta presentada. J. H. Moore es el autor de la misma.
—¿Fue baja la oferta del tal Moore?
—No exactamente.
—¿Quiere decir que no fue baja?
—Bien — dijo el señor Pillsbury, cuyo semblante se ensombreció con una expresión que podría haber sido producida por un dolor a consecuencia de gases—, si quiere expresarlo de esta manera.
—Muy bien — contesté—, expresémoslo de ese modo.
—Ahora fíjese — y la sombra desapareció del semblante del señor Pillsbury, que se enderezó en su asiento como si lo hubiesen pinchado de repente con un alfiler —; usted habla así y no se ha hecho nada que no sea legal. No hay nadie que pueda decir al Consejo cuál es la oferta que deba aceptar. Cualquiera puede venir y presentar una oferta insignificante, si tal desea, y el Consejo no está obligado a aceptarla, no señor. Acepta la de quien sea capaz de ejecutar el contrato.
—¿Quién presentó una oferta reducida?
—Uno que se llama Jeffers — contestó el señor Pillsbury a regañadientes, como si estuviera bajo el peso de un recuerdo desagradable.
—¿Jeffers Construction? — inquirí.
—Sí.
—¿Qué inconveniente existe con esa firma?
—El Consejo elige a quien pueda ejecutar la obra y a nadie le interesa.
Tomé un cuaderno y un lápiz y anoté cuanto dijo. Luego pregunté al señor Pillsbury.
—¿Qué le parece esto? — Y comencé a leer: «El señor Dolph Pillsbury, Presidente de los Comisionados de Mason County, manifestó que la oferta de J. H. Moore para la construcción del edificio para escuela fue aceptada, a pesar de no ser una oferta reducida, porque el Consejo desea alguien "capaz de llevar a término la obra”. La oferta reducida, presentada por la Jeffers Construction Company fue rechazada, expresó el señor Pillsbury. Dicho señor manifestó además...»
Vamos, vamos... — el señor Pillsbury permanecía sentado y muy erguido; pero esta vez no como si se tratase de un alfiler sino de una moneda al rojo sobre la frente—, yo no he dicho nada de eso. Usted lo ha anotado y alega que lo he dicho. Mire...
El sheriff se levantó pesadamente de su asiento y clavó la mirada en el señor Pillsbury.
—Dolph — dijo — ordene a esa sabandija que se retire en seguida.
—¡No he dicho nada — exclamó Dolph — y debe retirarse en el acto!
—Por supuesto — dije, mientras guardaba el cuaderno en mi bolsillo—. Pero quizá podrá decirme dónde se encuentra el señor Stark.
—Ya lo sabía — exclamó a su vez el sheriff, que dejó caer los pies del pupitre con un ruido como el de la caída de una chimenea de ladrillos. Se levantó y me miró con el semblante de quien se halla a punto de sufrir un ataque de apoplejía—. ¡Ese Stark! ¡Ya sabía que se trataba de ese Stark!
—¿Qué hay de malo con Stark? — pregunté.
—¡Dios del Cielo! — rugió el sheriff con el rostro congestionado a causa de la imposibilidad de dar rienda suelta a las palabras.
—Se le ha subido el humo a la cabeza, eso es lo que le ha pasado —explicó el señor Dolph Pillsbury—. Una vez que ha conseguido entrar en el juzgado no hay quien lo aguante. Es...
—Es partidario de los negros — concluyó el hombre calvo y bajito, con la cabeza llena de nudos.
—Y él, él... -Ael señor Pillsbury me señaló con el dedo — apuesto a que también es partidario de los negros y ha venido aquí para explorar la situación. Apuesto que...
—Está equivocado — aseguré—. No tengo nada que ver con eso. Pero ya que ha tocado el asunto le preguntaré qué tiene que ver con esto el afecto hacia los negros.
—¡Eso es! — exclamó el señor Pillsbury como el hombre que, después de haber saltado por la borda, se aferra a un tablón —Esa Jeffers Construction ha...
—Oiga, Dolph —le gritó el sheriff—, ¿por qué no se calla y le dice que se vaya?
—¡Vayase! — ordenóme el señor Pillsbury, obediente, pero sin gran vigor.
—Por supuesto — contesté. Salí y atravesé el vestíbulo.
«No son seres reales — pensaba mientras recorría el vestíbulo —; ninguno de ellos.» Pero sabía que lo eran. Se llega a un lugar extraño, a una ciudad como Mason City, y no parecen reales, pero sabemos que lo son.. Sabemos que anduvieron chapoteando en el riachuelo cuando eran chicos y que ya mayores solían salir a eso del ocaso e inclinarse sobre la valla del fondo y contemplar el firmamento a través del campo, sin saber lo que acontecía en su propio organismo ni si eran felices o no, y cuando fueron mayores durmieron en compañía de sus mujeres e hicieron cosquillas a sus hijos para que riesen y se dirigieran a sus tareas por la mañana. No sabían qué deseaban, pero tenían sus razones para hacer algo y era su deseo hacer cosas buenas, porque siempre daban buenas razones para las cosas que hacían, y cuando se volvieron viejos perdieron sus motivos para hacer algo y se acomodaron en los asientos delanteros de la cervecería y hallaron palabras para los actos de los demás, si bien habían olvidado cuáles fueran las razones. Y después de eso yacer en el lecho alguna mañana, justamente antes del amanecer, y observar el techo, aunque apenas verían, pues la lámpara estaría oculta por una pantalla formada con un diario sujeto con un alfiler y ya serían incapaces de reconocer los rostros que rodean el lecho porque el aposento estaría lleno de humo o de niebla, que haría que lagrimeasen sus ojos y que se les introdujera en la garganta. Oh, son bien reales, ya lo creo, y acaso la razón de que no nos lo parezcan sea que nosotros mismos no somos muy reales.
A esa altura me hallaba frente a una puerta situada al extremo del vestíbulo en forma de cruz, contemplando otro letrero metálico, por medio del cual supe que había llegado a la colonia de leprosos, de un solo paciente, de Mason City.
El leproso hallábase sentado en el recinto, sin hacer nada, solo. No había nadie que tomase asiento y escupiese y conversase con él bajo el ventilador eléctrico.
—¡Hola! — dije, y el individuo me miró cual si contemplase un fantasma y mi palabra perteneciese a un lenguaje extraño.
No me contestó en el acto, y me imaginé que sería como uno de esos seres que quedan abandonados en una isla desierta durante una veintena de años y cuando el bote vara en la playa y los marineros retozones saltan y le preguntan quién diablos es, no puede pronunciar una sola palabra, de enmohecida que tiene la lengua.
Bueno, Willie no estaba en tal mal estado, pues finalmente pudo pronunciar la palabra «hola» y decir que se acordaba de nuestro encuentro en el establecimiento de Slade algunos meses atrás. Me preguntó también si deseaba algo y se lo dije. Su mueca revelaba más tristeza que alegría y me preguntó para qué deseaba saberlo.
—El administrador me dijo que averiguase, y sólo Dios sabe el motivo de su curiosidad — dije—. Posiblemente el asunto constituya algo de interés para publicarlo.
Eso pareció suficiente para satisfacerlo. Y por ello no le dije que detrás del motivo de mi editor existía un cúmulo de razones de alto vuelo aunque para un individuo situado como yo, en una zanja del orbe, no eran sino un mundo de alas transparentes y vacilantes de espíritus y débiles voces angelicales e influencias estelares de que no siempre disfrutaba.
—Creo que se trata de algo digno de ver la luz pública — convino Willie.
—¿Qué ha sucedido por aquí?
—No tengo inconveniente en referírselo — dijo.
Comenzó su relato y terminó de hablar esa noche a eso de las once, con Lucy Stark, después que ella hubo acostado al chiquitín y yo me hallaba sentado con él en el gabinete de su padre, donde me pidió que pasara la noche y donde generalmente él y Lucy pasaban el verano e iban a vivir también ese invierno, en vez de ocupar una habitación en la ciudad, pues Lucy acababa de ser despedida de su empleo de maestra y no existía razón para residir en aquella ciudad y gastar dinero en alquiler y muy posiblemente existía otro motivo para que no hubiese razón de vivir allí, toda vez que Willie iba a presentarse para su reelección y las posibilidades eran tantas como las de una pulga que intentase vivir en un león tallado en piedra y colocado en un monumento. No había obtenido su ocupación, según me refirió, sino porque Dolph Pillsbury, presidente del Consejo, era una especie de pariente lejano del viejo Stark, por matrimonio o algo parecido y Pillsbury había experimentado un disgusto con el otro individuo que quiso ser tesorero. Pillsbury casi mandaba en el distrito, junto con el sheriff, y estaba harto de Willie. De manera que éste se hallaba en camino de ser despedido y Lucy ya. lo había sido.
—Por mi parte no me interesa — aseguró Lucy, sentada en el gabinete y cosiendo a la luz de la lámpara colocada sobre la mesa donde se veía la gran Biblia y el álbum forrado de felpa—. No me preocupa lo más mínimo que no me permitan enseñar más. Ya lo hice durante seis años, contando el invierno que estuve fuera y tuve a Tommie, y nadie es capaz de decir nada en contra mía. Pero me han escrito una carta diciéndome que existen quejas acerca de mi labor y que no muestro espíritu de cooperación.
Levantó la costura y cortó el hilo con los dientes, de esa manera como hacen las mujeres y que nos produce escalofríos. Cuando se hubo inclinado, la luz le dio en la cabellera, donde lucía el color castaño oscuro brillante que el oficial del Instituto de Belleza de Mason City, recientemente inaugurado, no fue capaz de quemar del todo con las tenacillas de rizar cuando le aplicó la ondulación «Marcel». Fue una gran desgracia para el cabello de Lucy aunque aún se advirtiese el lustre. Era joven todavía, pues tenía alrededor de los veinticinco, si bien no los aparentaba, con la cintura, que emergía directamente de las caderas nada grandes, su hermoso par de tobillos cruzados frente a su asiento, y el semblante juvenil con sus contornos suaves y refrescantes y los ojos grandes y muy oscuros, de esos que nos infunden deseos de decir cosas al oído por encima de la puerta del jardín, cuando las lilas se hallan florecidas a lo largo de la empalizada del viejo hogar. Pero su cabellera veíase cortada casi al nivel del cuello y ondulada en la forma acostumbrada por detrás, lo cual constituía una desgracia, pues su rostro era de los que requerían un marco formado de largas, oscuras y relucientes trenzas, enredadas sobre la albura inmaculada de la almohada. Seguramente habría tenido gran abundancia de cabellos antes del desastre.
—Pero no me importa — dijo, y apartó su cabeza de la luz—. No deseo enseñar en una escuela que se construye simplemente para que alguien pueda distraer algún dinero. Y Willie no quiere ser tesorero tampoco, si ha de estar asociado con esos individuos deshonestos.
—Me presentaré — dijo Willie con voz sombría—. No pueden impedirme que lo haga.
—Podrás dedicar bastante más tiempo a estudiar Derecho — dijo ella — cuando no tengas que estar todo el tiempo en la ciudad.
—Me presentaré — repitió, a la vez que daba a su cabeza una rápida sacudida necesaria para apartarse de aquellos ojos—, me presentaré —repitió por última vez, como si no estuviese dirigiéndose a Lucy o a mí, sino al anchuroso horizonte, pleno del dulce aire obra del Todopoderoso—, aunque sólo obtenga un maldito voto.
Bien, se presentó cuando llegó el momento, y obtuvo más de un maldito voto; pero no muchos más. Y el señor Pillsbury y sus amigos ganaron la partida. El contrincante de Willie no colgó el sombrero de la percha de la oficina hasta que no hubo firmado por adelantado el cheque a favor de J. H. Moore, que construyó el edificio para la escuela. Pero nos estamos adelantando al curso de nuestra historia.
Que sucedió así, según lo manifestado por Willie: la Jeffers Construction Company presentó una oferta reducida en la licitación, por un importe de ciento cuarenta y dos mil dólares. Pero hubo otras dos ofertas intermedias entre las de Jeffers y la de Moore, algo de ciento sesenta y cinco mil, más un buen puñado de níqueles de cobre. Y cuando Willie comenzó a alborotar a consecuencia del asunto Moore, Pillsbury comenzó a ocuparse de los negros. Jeffers era constructor muy conocido, del Sur del Estado, que utilizaba gran cantidad de negros como albañiles, yeseros y carpinteros en algunas de sus cuadrillas. Pillsbury comenzó a vociferar que Jeffers traería consigo numerosos negros — y yo he manifestado que Mason County es un distrito orgulloso — y, lo que es peor, que algunos de los muchachos de color obtendrían mejor salario —como operarios expertos — que los hombres que pudiesen ocuparse en Mason City por parte de la obra.
Pillsbury mantuvo así el ambiente agitado, y se las valió de tal manera que el público pasó por alto el hecho de que hubiese otras dos ofertas entre las de Jeffers y Moore, así como la circunstancia de que el cuñado del agitador era dueño de un horno de ladrillos, con cierta participación de Moore, y que no mucho tiempo atrás los ladrillos habían sido declarados inservibles por un inspector de construcciones que vigilaba una obra del Estado, que había habido un pleito y que, tan seguro como Dios hizo los gusanos que se comen las manzanas, los ladrillos de la misma procedencia serían utilizados en la construcción de la escuela. El horno propiedad de Moore y del cuñado de Pillsbury utilizaba como trabajadores a los presos, con la consiguiente baratura, pues el tal cuñado gozaba de gran predicamento entre los mandatarios. En verdad, según pude descubrir más tarde, su influencia era tan grande que el inspector de edificaciones que chilló a causa de los ladrillos perdió su puesto; lo que jamás pude averiguar fue si era honesto o simplemente mal informado.
Willie no estuvo afortunado al chocar con Pillsbury y el sheriff. Existía en realidad una facción contraria al primero, si bien de poca monta, y Willie no fue causa de que la misma aumentase. Willie salió a la calle, detuvo a los ciudadanos y trató de explicarles la situación. Veíaselo en la esquina de una calle, sudando a través de un traje de sirsaca, caído el cabello sobre los ojos, con un sobre viejo en la mano y un lápiz en la otra, haciendo números para explicar el asunto a su auditorio; pero la gente no nos escucha si la tenemos en la calle bajo un sol ardiente, cuando nuestra voz es baja y llena de paciencia y hacemos números. Willie trató de conseguir que el Mason Country Messenger publicase algo, aunque sin éxito. Entonces hizo una extensa reseña del caso, tal como lo veía a través de la licitación; quiso que el Messenger imprimiese volantes, pagados por él, pero tampoco quisieron hacerlo. De ahí que
Willie hubiera de trasladarse a la ciudad para disponer la impresión. Retornó con los volantes y alquiló un par de muchachos para que los repartiesen de casa en casa. Pero los padres de uno de los chicos le hicieron suspender la tarea tan pronto lo advirtieron, y cuando su colega se negó a imitarlo, varios grandullones le propinaron una buena paliza.
Y por eso Willie fue repartiéndolos de casa en casa por toda la ciudad, sirviéndose de una vieja cartera como las que los chicos llevan a la escuela, llamando a la puerta y descubriéndose al hacer su aparición la dueña de casa. Pero la mayoría de las veces no se presentaba tal dama; se oía un rumor detrás de una celosía y nadie salía a recibirlo. Resultado: que Willie introducía un prospecto por debajo de la puerta y se encaminaba a la casa siguiente. Terminada su tarea en Masón City trasladóse a Tyree, la otra localidad del distrito, distribuyó los prospectos del mismo modo y luego visitó las granjas del camino.
No hizo mella en el electorado. Salió elegido el otro individuo, y J. H. Moore construyó la escuela, que comenzó a requerir reparaciones antes de que la pintura se hubiese secado. Willie se hallaba sin ocupación. Pillsbury y sus amigos, sin duda, recibieron alguna buena recompensa por parte de J. H. Moore y olvidaron por completo el asunto. Al menos durante tres años, al cabo de los cuales comenzó para ellos la mala suerte.
Entretanto, Willie se hallaba de nuevo en la granja del padre, ayudándole en sus tareas y vendiendo un equipo patentado para lo cual fue nuevamente de puerta en puerta, recorriendo la distancia entre una y otra colonia en su viejo automóvil, deteniéndose en las granjas intermedias, llamando a la puerta, descubriéndose ante la dueña de la casa y demostrándole cómo arreglar una cacerola. Y por la noche se tragaba los libros, preparándose para examinarse de Derecho. Pero antes de que eso aconteciera, Lucy y yo estuvimos sentados aquella noche en el gabinete, y el hombre dijo:
—Trataron de pasar por encima de mí. Creyeron que haría cualquier cosa que se les antojase e hicieron por pisotearme como si fuese un montón de tierra.
Y después de haber abandonado la costura sobre su regazo, Lucy terció:
—Vamos, querido, de todos modos no deseabas mezclarte con ellos, después de haber descubierto que eran unos deshonestos sinvergüenzas.
—Trataron de pisotearme — repitió malhumorado, mientras retorcía su pesada humanidad en su asiento — como si fuese un puñado de tierra.
—Willie — dijo ella, algo inclinada hacia su marido—, habrían sido malvados aunque no hubiesen tratado de pisotearte.
Pero él no le prestaba atención.
—¿Serían malvados, verdad? — preguntó con un tono que sería muy parecido al tono paciente y educativo utilizado por ella durante su permanencia en la escuela.
Prosiguió observando su semblante, que parecía estar retrocediendo de ella, de mí y de la habitación, como si no estuviese oyendo realmente su voz y escuchando otra, acaso una señal, fuera de la casa, en la oscuridad, más allá de la tela metálica de la ventana abierta.
—¿Verdad que sí? — volvió a inquirir, trayéndolo de nuevo a la habitación, al círculo de suave luz de la lámpara sobre la mesa, donde se veían la gran Biblia y el álbum forrado de felpa. El pie de la lámpara era de loza y tenía pintado un ramillete de violetas—. ¿Verdad que sí? —insistió. Y antes de que él contestase me encontré escuchando el canto del grillo, seco, monótono y compulsivo, allá entre el césped y en la oscuridad.
Después dijo él:
—Oh, sí, es claro que serían sinvergüenzas, por supuesto. — Se revolvió en su asiento con el movimiento de quien se irrita al verse interrumpido en sus pensamientos. Luego de lo cual volvió a hundirse en el sillón y a sumirse en sus meditaciones, cualesquiera que fuesen.
Lucy me miró, haciendo un movimiento de cabeza, llena de confianza, como si me hubiese demostrado algo. El resplandor secundario del círculo de luz por encima de la lámpara le iluminaba el semblante; y si hubiese deseado habría adivinado que algo de ese resplandor era despedido suavemente por su rostro, como si la carne poseyese una fosforescencia delicada, serena y constante, que irradiara desde su mismo interior.
Bien, Lucy era una mujer y debió de haber sido maravillosa a la manera como las mujeres lo son. Volvió su semblante hacia mí con esa expresión que parecía decir: «Fíjese, ya le dije que la cosa es así»; y entretanto Willie se hallaba sentado allí. Pero su propio semblante parecía estar retirándose a distancia, que no era tal sino, permítaseme decirlo, él mismo.
Lucy cosía y me hablaba con la vista clavada en la ropa. Al cabo de un tiempo, Willie se levantó y comenzó a recorrer la habitación de un lado para otro, con los cabellos caídos sobre los ojos. No dejó de andar mientras Lucy hablaba, pero no tranquilizaba precisamente los nervios esa caminata por un extremo del aposento.
Por último la mujer levantó la mirada de la costura y dijo:
—Querido...
Willie dejó de pasear y volvió la cabeza hacia ella con los cabellos caídos sobre los ojos, lo que le daba el aspecto de un caballo indómito cuando se encuentra acorralado en un ángulo del cerco del pastizal, con la cabeza agachada y la crin enmarañada entre los ojos atrevidos y astutos, observándonos mientras avanzamos con la brida y preparándose a saltar.
—Siéntate, querido — suplicó Lucy—, me pones nerviosa. Eres lo mismo que Tommie; nunca permaneces quieto. — Después rió y Willie obedeció con un gesto como avergonzado.
Era una buena y hermosa mujer, y constituía una suerte tenerla.
Pero él era también afortunado al tener al sheriff y a Dolph Pillsbury, que estaba haciéndole un favor sin saberlo. Parecía no haber advertido entonces que ellos constituían su buena fortuna. Quizá la parte esencial suya lo supo durante todo el tiempo, sólo que no se había corrido la voz a las otras partes accidentales de él. O también es posible que individuos como Willie Stark nazcan desprovistos de suerte, buena o mala, y la suerte, que es la que hace que seamos lo que somos, no tenga nada que hacer con ellos, pues son lo que son desde que dan la primera patadita en el útero hasta que les llega el último instante de su vida. Y cuando es ése el caso, la historia de sus vidas es el proceso del descubrimiento de lo que en realidad son y no, como en tu caso y el mío, lector — que somos hijos de la suerte — el proceso de convertirse en lo que el destino nos haya deparado. Si tal era el caso, Lucy no era la fortuna de Willie. Ni tampoco el infortunio. Más bien era parte del clima en el cual el proceso de descubrir al auténtico Willie se estaba operando.
Pero, hablando en términos vulgares, el sheriff y Pillsbury eran parte del destino de Willie. No lo supe aquella noche en el gabinete del padre ni tampoco cuando estuve de regreso en la ciudad para entregar mi relato a Jim Madison. Willie comenzó a aparecer en el Chronicle al modo del muchacho sobre el pupitre ardiendo, y el que pone el dedo en la llaga y el que contesta «puedo» cuando el Deber le susurra que «debe hacerlo». El Chronicle estaba cada vez más lleno de relatos acerca de enredos y negocios turbios en los distritos rurales del Estado. Señalaba con el dedo índice del desprecio y la reprobación por todo el mapa. Luego comencé a comprender el significado de las elevadas razones que flotaban por encima del pupitre de Jim Madison y vislumbré el resplandor de aquellas alas diáfanas de espíritu y escuché las voces aflautadas y débiles de los ángeles. En pocas palabras: la feliz armonía en la maquinaria del Estado era cosa del pasado y el Chronicle se había alineado del lado de los descontentos y demolía la infraestructura de la máquina en los distritos. Y dio comienzo allí, tanteando el camino, preparando el escenario y el ambiente para la verdadera función. No era tan difícil como pudo haber sido. Por lo común los empleados de las casas consistoriales tienen bastante sentido, conocen todas las triquiñuelas y son bastantes difíciles de atrapar; pero por entonces la maquinara había estado en funcionamiento tanto tiempo sin ninguna oposición, que la facilidad los corrompió. Simplemente no se molestaron en tomar precauciones. Y por eso el Chronicle estaba representando un gran papel.
Masón County constituía el número uno de la exposición. Y eso a causa de Willie, que dio el toque dramático a la sórdida narración. Simbólicamente convirtióse en el portavoz de los numerosos hombres honestos cuyas lenguas se veían sujetas. Y cuando resultó derrotado en las elecciones de Masón County, el Chronicle publicó su retrato y debajo del mismo colocó la siguiente inscripción: Tengan je como él. A continuación iba el relato que Willie me había hecho cuando regresé a Masón City después de celebradas las elecciones y nuestro hombre había sido derrotado.
He aquí el relato:
«Naturalmente, lo llevaron a cabo y fue un trabajo limpio que me llenó de admiración. Regresé a la granja de mi padre para ordeñar las vacas y aplicarme un poco más al Derecho, ya que parece que voy a necesitarlo. Pero mantengo mi fe en el pueblo de Masón City. El tiempo lo aclarará todo.»
Había ido allá para ver qué tenía que decirme, pero no fue necesario que me llegase hasta la granja. Encontré a Willie en la calle. Había estado colocando una valla, y al estirar demasiado el alambre rompió el tensor, por lo que hubo de dirigirse a la ciudad en busca de otro nuevo. Iba tocado con sombrero de fieltro negro y sus pantalones de granjero colgaban de su cuerpo como si fuese el pequeño Bragas Caídas que sonriese desde el corralito.
Fuimos a tomar una gaseosa. De pie frente a la fuente de soda puse mi cuaderno frente a Willie, al que entregué un lápiz cuya punta humedeció, y sus ojos relucieron como si estuviese preparándose para hacer alguna suma en su pizarra; después, inclinado sobre el mármol, con el pantalón caído, redactó sus manifestaciones con sus garabatos grandes y redondos.
—¿Cómo le va a Lucy? — inquirí.
—Bien — contestó—. Le agrada esto y resulta buena compañía para papá. Se encuentra muy a su gusto.
—No deja de ser una suerte.
—También es de mi gusto — dijo, no mirándome, sino observando su rostro en el espejo, al otro lado de la fuente de soda—. Es una suerte la manera como nos viene bien a todos — agregó, sin dejar de contemplarse en el espejo.
Su semblante era pecoso y de cutis duro sobre le carne abundante, pero bajo la melena encrespada se advertía sereno y puro como el de un hombre que escala la última elevación y contempla el camino que se extiende, largo y derecho, hacia su destino definitivo.
Como ya he manifestado, si un hombre como Willie es capaz de vivir en un mundo afortunado, esa fortuna era para él Dolph Pillsbury y el sheriff. Pasaron por encima de Willie y consiguieron que J. H. Moore edificara la escuela. J. H. Moore utilizó ladrillos procedentes del horno propiedad del lejano pariente de Pillsbury. Era simplemente otra escuela cuadrada, con salida para caso de incendio por ambos extremos. Esas salidas no eran del tipo que semeja un silo y cuenta con una caída interna en forma de tirabuzón para que los chicos se deslizasen sobre ella, sino escaleras de hierro sujetas al exterior del edificio.
No se produjo ningún incendio en la escuela, pero hubo un simulacro.
Ello aconteció aproximadamente unos dos años después de haber sido construida. Tuvo lugar un simulacro de incendio, con todos los alumnos en lo alto del edificio, que comenzaron a utilizar las escaleras de escape. Los primeros que se valieron de ese medio fueron los más chicos, imposibilitados de descender con gran rapidez. Inmediatamente detrás siguió una tanda de alumnos mayores, de siete y ocho años. Como los primeros obstaculizaban el paso, tanto la escalera de hierro como la plataforma del mismo metal situada en lo alto de la misma, quedaron atestadas de discípulos. Bueno, parte de los ladrillos cedieron, los pernos y los barrotes que sujetaban el artefacto se soltaron, y todo se vino a tierra, desparramando a los muchachos en todas direcciones.
Tres fallecieron en el acto. Fueron los que se estrellaron contra la pared de cemento. Alrededor de una docena quedaron tullidos y varios de éstos no disfrutaron de mucha salud en lo sucesivo.
Fue una suerte para Willie, aunque él no trató de valerse de su fortuna, ni fue necesaria tampoco. La gente se encargó de ello.
Nuestro hombre acudió al triple funeral celebrado en la localidad en memoria de los muchachitos fallecidos, y permaneció modestamente detrás de los asistentes. Pero el viejo señor Sandeen, padre de uno de los tres, lo divisó allí atrás, y mientras los puñados de tierra rebotaban aún sobre las tapas de los ataúdes, el hombre se abrió paso hasta Willie, le tomó una mano y levantó un brazo por encima de su cabeza, después de lo cual exclamó con todos sus pulmones:
—¡Dios, he sido castigado por aceptar la iniquidad y votar contra un hombre honrado!
Ello conmovió a la muchedumbre. Algunas mujeres comenzaron a llorar. Luego hubo otros que se acercaron para estrechar la mano de Willie. Bien pronto apenas quedó un ojo seco entre la muchedumbre. Los de Willie tampoco lo estaban, por cierto.
Eso fue la suerte de Willie. Pero la mejor fortuna siempre acude a quienes no la necesitan.
Tuvo a Masón City en la palma de la mano y su fotografía apareció en todos los periódicos. Pero no aspiró a nada. Prosiguió ayudando a su padre en la granja y dedicado a sus estudios de Derecho. Lo único que hizo en relación con la política fue salir a pronunciar algunos discursos en favor de un candidato que se presentaba en las elecciones primarias contra un diputado que siempre fue camarada de Pillsbury. Los discursos de Willie no fueron buenos; por lo menos el que yo escuché. Pero no era necesario que lo fuesen. La gente no se molestaba en escucharlos. No acudía sino para ver a Willie y aplaudirlo. Y luego fueron a depositar su voto contra el amigo de Pillsbury.
Después, Willie despertó un día y se vio candidato a gobernador. O más bien: candidato para las elecciones primarias del Partido Demócrata, que en nuestro Estado equivale a ser candidato a gobernador. Ahora bien: no era ninguna cosa extraordinaria figurar como candidato a las primarias. Quienquiera que sea capaz de reunir algunos dólares para pagar los derechos puede presentarse candidato y tener el placer de ver su nombre inscrito en las papeletas de voto. Pero el caso de Willie era diferente.
Por entonces existían, en el Estado, dos facciones importantes en el Partido Demócrata: el grupo de Joe Harrison y el de MacMurfee. El primero había sido gobernador algún tiempo atrás y el segundo lo era e iba a hacer lo posible para ser reelegido. Harrison era hombre de la ciudad, y sus fuerzas eran de las de ésta. Harrison no era exactamente un rústico, pues había nacido y se había educado de Ouboisville, ciudad bastante grande, acaso de noventa mil almas, pero contaba con gran apoyo en el campo y en las ciudades menores. Había trabajado con bastante inteligencia en relación con los votos del campo y se los había asegurado en su mayoría. La lucha iba a ser bastante pareja. Y esta situación fue lo que hizo que Willie se viese envuelto en la contienda.
Alguien del grupo de Harrison tuvo la idea, que Dios sabe que no fue del gobernador, de introducir un tercero en discordia capaz de dividir a los votantes de MacMurfee. Tendría que ser alguien de algún arrastre en el distrito. Y ahí estaba Willie, que arrojaría algún peso por el lado Norte del Estado. No hubo ningún convenio con Willie, según se demostró. Algunos caballeros se presentaron en su domicilio, al cual arribaron en un lujoso automóvil y ataviados con pantalones de rayas. Uno de ellos era el señor Duffy, Tiny Duffy, mucho más grande ahora que aquella vez en que se encontrara con Willie en el local del fondo del establecimiento de Slade. Los caballeros de la ciudad persuadieron a Willie de que era el salvador del Estado. Supongo que Willie tendría su cuota natural de sospecha usual y de desconfianza, pero esas cosas tienden a desaparecer cuando la gente nos dice lo que deseamos escuchar. Y también anduvo por medio un poquito referente a Dios. La gente decía que Dios había intervenido en el asunto de la escuela y que se había colocado del lado de Willie. El lo había justificado. Nuestro hombre no era religioso, de acuerdo con los cánones ordinarios, pero el asunto de la escuela probablemente le dio la noción — ya compartida por muchos de los ciudadanos de la localidad — de hallarse en relaciones especiales con Dios, el Destino, o simplemente la Suerte. Y nada importe sólo se la llame o si vamos a la iglesia. Y puesto que Dios se mueve de una manera misteriosa, no habría sorprendido a Willie que El estuviese valiéndose de algunos hombre rollizos y con pantalones listados y un hermoso automóvil para hacer valer Su voluntad. El Señor lia* maba a Willie, y Tiny Duffy no era sino un mensajero de la Western Union, lujosamente vestido y provisto de un «Cadillac» en lugar de una bicicleta. Y Willie firmó el recibo.
Willie hallábase presto para la marcha. Ya era abogado. Se había graduado algún tiempo atrás, pues al quedar sin empleo se aplicó con ahínco a los libros, durante el tiempo que le dejaban libre sus tareas en la granja y la venta del aparato para el hogar. Había permanecido sentado en su habitación hasta horas bien avanzadas de la noche ese verano, cerrándosele los ojos, pero comiéndose las páginas, mientras las mariposas nocturnas golpeaban contra el tejido metálico de las ventanas en su intento por acercarse a la llama de la lámpara de petróleo que chisporroteaba apenas sobre la mesa. Y también lo había hecho durante las noches de invierno, mientras el fuego se extinguía en la vieja estufa de metal y el viento azotaba con furia el lado Norte para estremecer la habitación en donde Willie estudiaba. Bastante tiempo atrás había pasado un año en el colegio baptista de Marston, el distrito contiguo, mucho antes de conocer a Lucy. El colegio no era de gran categoría, pero en él había oído los nombres gloriosos escritos en los grandes volúmenes. Había partido del colegio con los nombres grabados en su cabeza, porque no contaba con ningún dinero. Luego vino la guerra y él estuvo durante la misma metido en un campamento en algún lugar de Oklahoma, sintiéndose despojado en cierto modo y considerando que había dejado pasar su oportunidad. Terminada la contienda dedicóse a ayudar a su padre ya leer durante la noche, no libros de Derecho, sino los que cayesen en sus manos. Deseaba conocer la historia del país. Contaba con un libro de texto, voluminoso. Años más tarde, al mostrármelo, lo tocaba con el dedo y me decía que lo había aprendido de memoria y que casi era capaz de repetírmelo palabra por palabra y de decirme fecha por fecha. Después volvió a señalarlo con el dedo y me manifestó, aquella vez con tono despectivo, que el individuo que lo había escrito no tenía idea de cómo funcionaban las cosas por entonces; y que apostaba a que todo era igual que ahora. Pero no en vano hubo nombres célebres. Existió un cuaderno en donde fueron anotadas por él las frases hermosas y las hermosas ideas extractadas de los libros. Mucho después me lo mostró también, y mientras lo examinaba a la ligera y observaba las anotaciones y citas de Emerson, de Macaulay, de Franklin y de Shakespeare, hechas con aquella caligrafía infantil y descuidada, me dijo con el mismo tono de amable desprecio:
—Vea; por aquel entonces, me imaginé que los que escribieron los libros conocían bien las cosas. Y me imaginé también que iba a conseguir alguna tajada. Sí, creí que trabajaría afanosamente para conseguirla. Pero creo que estaba chiflado — concluyó, después de haberse reído.
Había tratado de obtener una tajada. Pero al final fue un trozo de la ley. Lucy se interpuso en su camino, y luego el pequeño Tom, y más tarde viose trabajando en el Concejo, pero en definitiva se vio metido en el foro. Un viejo abogado de Tyree le prestó ayuda, algunos volúmenes antiguos y la contestación a sus consultas. Eso había durado unos tres años. Si hubiese estado tratando de aprobar los exámenes con el menor esfuerzo posible lo habría conseguido mucho antes; porque en esos días, lo mismo que ahora en cuanto a ese punto, no se requería ninguna gran imaginación para salir airoso del tribunal. Al hablar de aquellos tiempos, Willie se expresó de esta manera ante mí:
—No hay duda de que fui un necio. Creí que sería necesario meterse en la mollera todo ese material. Pensaba que la idea de ellos era que uno estudiase leyes. Diablo, me llegué hasta la mesa de exámenes, estudié las preguntas y por poco estallé en carcajadas. Yo me quemé las pestañas de tanto estudiar y me salieron con cuatro preguntitas insignificantes. Cualquier negro de los que trabajan en los maizales hubiera podido contestarlas. Si hubiera observado un par de veces a alguno de los abogados que conocía, habría sabido que hasta un medio tonto era capaz de pasar los exámenes. Pero, no, yo estaba verdaderamente dispuesto a saber Derecho.
Luego rió, dejó de reír y dijo con cierto dejo de tristeza perteneciente sin duda a aquellas veladas pasadas en el aposento junto a la vieja estufa o cuando oía las mariposas nocturnas que golpeaban contra el tejido metálico en la oscuridad de las noches de agosto:
—Bien, aprendí leyes. Podía esperar.
Estaba en lo cierto. Leyó los textos prestados por el viejo letrado de Tyree y después adquirió otros nuevos, encargándolos cuando obtenía algún dinero del producto de su trabajo en la tierra o con la venta de su aparato patentado para el hogar. Llegó finalmente el momento, y se puso el traje de sarga azul, con la parte trasera de los pantalones reluciente y tomó el tren para examinarse en la ciudad. Había esperado, y ahora sabía realmente lo que decían los libros.
Ya era abogado. Podía colgar el pantalón de granjero de un clavo y dejarlo que se volviese tieso con el último sudor que le había arrancado. Podía alquilar un aposento para él encima del almacén de comestibles de Masón City, llamarlo su despacho y esperar que alguien subiese la escalera, tan oscura que era necesario tantear el camino, y donde olía como el interior de un baúl viejo que ha permanecido en el desván durante veinte años. Era abogado y le había costado tiempo. Y cuando algo nos cuesta tanto tiempo, alguna cosa nos sucede. Nos convertimos por completo en aquello que deseamos y nada más, pues hemos pagado demasiado por ello, demasiado en la espera y demasiado en desearlo y en conseguirlo. Y al final solamente nos formulan aquellas preguntas insignificantes.
Pero el ansia y la espera ya habían tocado a su fin, y Willie se hallaba con el cabello cortado, su sombrero nuevo y su nueva cartera para documentos con la copia del discurso en la misma (que había escrito con su letra grande y leído a Lucy acompañándolo con amplios ademanes, como si estuviese preparándose para el torneo de oratoria de la escuela superior) y un grupo de nuevos amigos con las mejillas hundidas o las narices afiladas y pálidas, que lo palmeaban en la espalda, y el «manager» de su campaña, Tiny Duffy, lo presentaba y decía con rebosante cordialidad:
—Les presento a Willie Stark, ¡el futuro gobernador del Estado!
Y Willie tendía la mano con la seriedad de un obispo, pues nunca andaba a tiendas.
Solía preguntarme a mí mismo cómo había llegado a ello. Si se hubiera presentado a elección allá en Masón County, jamás en este mundo de Dios habría sido así. Habría tomado un punto de vista perfectamente realista de las cosas y calculado sus probabilidades. O si hubiera ido a esa elección primaria para gobernador por su propia cuenta, habría adoptado un punto de vista realista. Pero la cosa era diferente. Lo habían visitado y emocionado. Fue llamado. Y sentíase algo intimidado por ello. Parece increíble que no se haya tomado el trabajo de echar un vistazo a Tiny Duffy y a sus amigos y advertir que las cosas podrían no hallarse perfectamente niveladas. Pero en realidad, del modo que me lo figuré no era increíble. Porque la voz de Tiny Duffy al llamarlo no era sino el eco de una certidumbre y una ciega compulsión dentro de sí, lo que le hizo sentarse en su habitación noche tras noche, restregándose los ojos para no dormirse, para escribir las bellas frases y las hermosas ideas en el gran cuaderno o inclinarse con violencia casi física sobre las páginas amarillentas de un viejo volumen de Derecho. Para él, desoír la voz de Tiny Duffy habría sido tan difícil como para un santo hacer caso omiso de la voz que lo llama durante la noche.
No estaba, en realidad, en contacto con el mundo. No se hallaba contento solamente por la voz que había oído, sino también por la magnitud del puesto a que aspiraba. El resplandor de la luz que le daba en los ojos lo deslumbró. Después de todo había salido de la oscuridad, ese período en que se ganó el sustento con su tarea en la granja durante toda la jornada, y no veía sino a su familia (día a día debe haberse sentido emocionado por ella como si no fuese real) y pasaba la noche sentado en su habitación, inclinado sobre los libros y lastimado en su fuero interno por el esfuerzo y el caminar a tientas y el ansia. De manera que no es de extrañar que la luz lo encandilase.
Bien, conocía algo acerca de la naturaleza humaría. Había permanecido bastante tiempo en el juzgado del distrito para averiguar algo. Cierto que se había visto expulsado de su puesto, pero eso no era ignorancia de la naturaleza humana. Era, quizás, un conocimiento no de la naturaleza humana en general, sino de la suya misma en particular, algo más profundo que la mera cuestión de lo justo y lo injusto. Se convirtió en mártir, no a causa de la ignorancia, no sólo por la razón sino además por algún conocimiento de su propia persona, más profundo que la justicia o la injusticia. Conocía algo de la naturaleza, pero algo se interponía ahora entre él y tal conocimiento. Asumía que otros halla- ríanse tan deslumbrados por el resplandor y la grandeza de la posición a que aspiraba y que no escucharían otra cosa que no fuese un lenguaje elevado y brillante. Y de ahí que sus discursos fuesen cortados de acuerdo con este' patrón, mezcla extraña de hechos y de cifras por una parte (su programa sobre impuestos y sobre caminos), y de hermosos sentimientos por la otra (un débil eco, algo apagado por el tiempo, de las citas copiadas cuando chico en el cuaderno grande).
Willie recorrió el distrito en un buen automóvil de segunda mano, adquirido en dieciocho mensualidades, y contempló su efigie en los letreros clavados en los postes de teléfono, en los trojes para el maíz y en las vallas. Iba a la ciudad y, luego de haberse llegado hasta el correo para ver si tenía alguna carta de Lucy y de haber celebrado alguna conferencia con los políticos de la localidad y estrechado algunas manos (no se mostraba muy afecto a ello, era demasiada la charla acerca de los principios políticos y pocas las promesas), se encerraba en la habitación de su hotel (dos dólares sin baño) y trabajaba en su discurso. Seguía revisando y puliendo esa maldita pieza, sumamente interesado en que fuese una segunda edición de la de Gettysburg. Y quizá después de haberse ocupado un rato de la misma se levantase y recorriese la habitación de un lado para otro. Yendo y viniendo, bastante pronto comenzaría a leer su discurso. El que estuviese en la habitación de al lado le oiría caminar y hablar, y cuando se detuviese, sabría que lo había hecho delante del espejo para corregir algún gesto.
En algunas ocasiones era yo quien me encontraba en la habitación contigua, pues seguía la campana por cuenta del Chronicle. Yacía tendido en el centro de mi lecho, donde los muelles habían cedido bajo el peso de la humanidad viajera, boca arriba y con la ropa puesta, contemplando el techo y las lentas volutas de humo que se elevaban hasta estrellarse contra aquél como la película invertida y de acción lenta del fantasma de una catarata o el débil e incierto espíritu que fluye de nuestros labios en nuestra última exhalación, del modo como los egipcios se lo imaginaban, para abandonar su morada de barro contenida en los mal adaptados pantalones y la chaqueta. Permanecía en aquella posición contemplando cómo el humo ascendía y sin pensaren nada, simplemente observando las volutas, como si no existiese para mí pasado ni futuro. Y de repente Willie comenzaba en el aposento contiguo sus pasos y sus recitados.
Era un reproche, una afrenta, motivo de risa y de lágrimas. Sabiendo lo que se sabía, uno permanecía tendido escuchando mientras él se aprestaba a ser gobernador, y deseaba introducirse la funda de la almohada en la boca para ahogar la risa. Era un individuo de pocos alcances y de mediano discurso. Pero la voz continuaba al otro de la pared, lo mismo que el rumor de las pisadas, de un lado para otro, como si fuese un animal pesado que rondase y menease la cabeza de un lado para otro en una habitación o en una jaula, en demanda de un lugar por donde huir, sin descanso, seguro de una manera absoluta de la existencia de una tabla suelta o un barrote o un cerrojo o algo parecido en algún momento. No al instante, sino en otra oportunidad. Y al escucharlo no se estaría tan seguro durante un momento que el barrote o la tabla o el cerrojo se mantuviesen en su lugar. O los pasos no cesaban y eran como una máquina, nada humano ni animal, pisoteándonos a la manera de martinetes o apisonadores dentro de una gran tina. Los martinetes no se preocupaban de que fuésemos nosotros o no los que nos hallábamos dentro de la tina; pero continuaban hasta que nos redujesen a papilla y aun después hasta que la máquina se detenía o alguien abría la espita para que saliese el jugo.
Entonces, porque queremos yacer tendidos a hora avanzada de la tarde sobre un lecho extraño, en una habitación oscura, contemplar cómo el humo se eleva hasta el techo sin pensar en nada, ni en lo que hemos sido o lo que habernos de ser, y a causa de los pies, de las bestias, de los martinetes, de los que son medio tontos — que no quieren detenerse — uno se yergue al borde de la cama, con ganas de jugar. Pero no lo hace. Porque se empieza a pensar, con los comienzos del dolor y de la insuficiencia, qué habrá en su interior que no deja que descansen los pies. Acaso no es muy despierto, quizá no sea gobernador, es posible que nadie sino Lucy escuche sus discursos; pero los pies no se detienen.
Nadie escuchaba sus discursos, comenzando por mí. Eran horribles, estaban llenos de hechos y de cifras, extraídos durante sus correrías a través del Estado. Decía: «Bien, amigos: si tienen un poco de paciencia conmigo, en unos minutos les diré las cifras.» Y aclaraba la garganta y hojeaba sus papeles y los oyentes se hundían más en sus asientos y comenzaban a limpiarse las uñas con los cortaplumas. Si Willie hubiese pensado alguna vez en dirigirse a su auditorio desde la tribuna en la forma que hacía con uno, cara a cara, cuando se excitaba por alguna cosa, inclinado hacia su oyente como si quisiese meterle en el cuerpo cada una de sus palabras, con los ojos saltones y relucientes, habría conmovido a las multitudes.
Pero no; trataba de vivir de acuerdo con su noción acerca de su elevado destino.
Ello no importó tanto mientras Willie se dedicaba al circuito local. El resultado del episodio de la escuela era más que suficiente por entonces para arrojar algún peso en su favor. Era el individuo que se hallaba del lado del Señor, y Este había efectuado una señal. Había derribado la escalera contra incendios justamente para probar algo. Pero cuando Willie descendió al centro del Estado comenzó a meterse en dificultades. Y una vez llegado a alguna ciudad de mediana importancia, al público le interesaba bien poco qué lado de un asunto correspondía al lado del Señor.
Willie sabía lo que estaba sucediendo, pero no la razón. Su semblante adelgazó un tanto y la piel pareció quedar más tirante, si bien no parecía preocupado. Eso era lo gracioso. Si algún hombre tuvo que parecer preocupado alguna vez, era Willie. Pues nada de eso. Parecía ni más ni menos que un hombre en una especie de sueño despierto, y cuando se encaramaba sobre la tribuna, antes de dar comienzo a un discurso, su semblante parecía purificado, animado y sereno, como el del hombre que acaba de salir de una difícil enfermedad.
Aunque en este caso no había salido de la enfermedad que lo aquejaba y que era anemia política galopante.
No podía imaginarse qué andaba mal. Parecía un hombre aterido que piensa que el clima está cambiando de repente y se maravilla de que todos los demás no estén también temblando. Quizá fuese el deseo de un poco de calor humano lo que le infundió el hábito de llegarse hasta mi cuarto a hora avanzada de la noche, luego de haber hablado y de haber tocado a su fin el estrechar de manos. Tomaba asiento un rato, mientras yo bebía el último trago de la jornada, sin que hablase mucho, salvo una vez, en Morristown, donde la cosa fue un verdadero fracaso.
Después de haber permanecido sentado algún tiempo, inquirió de repente:
—¿Cómo le parece que andan las cosas, Jack?
Esta es una pregunta tan embarazosa como esas otras que dicen: «¿Le parece que mi mujer es virtuosa?», o «¿Sabía que era judío?», que lo son no porque haya que contestarlas, con la verdad o la mentira, sino por el mero hecho de haber sido formuladas. Pero yo le contesté que creía que la cosa marchaba bien.
—¿Lo cree de veras?
—Naturalmente.
Durante unos instantes masticó la respuesta y después se la tragó. Luego dijo:
—Parecía que no prestaban atención esta noche. Al menos mientras trataba de explicarles mi programa acerca de los impuestos.
—A lo mejor trataba de decirles demasiado, y eso les destruye las células del cerebro.
—Cualquiera pensaría que no quieren oír nada acerca de impuestos..
—Es que les dice demasiado. Limítese a mencionar que va a cargar la romana sobre los potentados y olvídese de los demás referente al impuesto.
—Lo que necesitamos es un programa de contribuciones equilibradas. En este instante la proporción entre la renta y el impuesto a la renta y los ingresos totales del Estado muestran un índice que...
—Sí — interrumpí—, ya he oído el discursito. Pero a ellos no les importa un comino. Diablo, hágales llorar o reír; que crean que es un compañero débil y que se equivoca o que es un Dios Todopoderoso. O que se enloquezcan. Aunque se vuelvan locos por usted. Excítelos, no importa cómo o por qué, y lo adorarán y volverán por más. Pellízquelos en sus partes blandas. La mayoría de ellos no se hallan despiertos ni lo han estado durante los últimos veinte años. Sus mujeres han perdido los dientes y las formas, el licor no se les quedará en el estómago y no creen en Dios. De manera que está en su mano darles algo que los excite y los haga sentirse vivos otra vez. Aunque no sea sino media hora. Para eso es para lo que vienen. Dígales algo. Pero ¡por el amor del dulce Jesús!, no intente mejorarles la inteligencia.
Caí agotado, y Willie se quedó meditando un rato. Limitóse a permanecer en su asiento, inmóvil y con el semblante puro y sereno, si bien uno tenía la seguridad de que si escuchaba con la suficiente atención, oiría dentro de la cabeza el rumor de las pisadas de algo que se hallaba encerrado allí e iba de un lado para otro. Finalmente dijo de manera sobria:
—Sí, ya sé lo que dicen algunos.
—No ha nacido ayer — le contesté y de pronto me enojé con él—. No ha sido sordo ni mudo durante su permanencia en el Concejo en Masón City. A pesar de haber entrado en él porque lo puso Pillsbury.
Asintió con un movimiento de cabeza.
—Sí, he oído hablar de esa manera.
—Eso es lo que atrae. No constituye ningún secreto.
—¿Cree que es verdad? — preguntó entonces.
—¿Verdad? — repetí y por poco me hice la pregunta a mí mismo antes de proseguir—. Diablo, no lo sé. Pero de seguro existe mucha evidencia.
Se mantuvo en el mismo lugar un minuto más antes de levantarse, darme las buenas noches y retirarse a su habitación. No tardé mucho en oír el rumor de sus pasos. Me desnudé y me acosté. Pero los pasos proseguían. La Vieja Imaginación yacía tendida allí, escuchando los pasos en el aposento contiguo y pensó:
«Ese bastardo está tratando de pensar en alguna broma que haga reír al auditorio mañana por la noche en Skidmore.»
Y era la verdad. El candidato refirió un chiste en esa localidad, pero no hizo reír a nadie.
Pero fue en Skidmore, donde me hallaba sentado en un reservado de un café griego, después del discurso, bebiendo una taza de café para dominar mis nervios, apartado de la gente, del cacarear de las voces, del olor de las personas y de la forma en que nos observan entre muchos, cuando penetró Sadie Burke, escudriñó el lugar, me divisó y vino a tomar asiento en el reservado frente a mí.
Sadie era una de las nuevas amistades de Willie, pero yo la conocía de tiempo atrás. Según se rumoreaba era mucho más amiga de un tal Sen-Sen Puckett, que mascaba sen-sen para mantener el aliento perfumado y que era un individuo voluminoso, tanto física como políticamente, y había sido (y probablemente seguiría siéndolo) amigo de Joe Harrison. De acuerdo con algunas presunciones, Sen-Sen fue quien tuvo la idea original de poner de por medio a Willie. Sadie era demasiado para Sen-Sen, quien no era, empero, mal parecido. La misma muchacha no podía haber sido llamada bella por los jurados que eligen de entré las jóvenes que han de ser Miss Oregón o Miss Nueva Jersey. Sus formas eran bastante satisfactorias, pero uno sentíase inclinado a olvidarla» a consecuencia de los horribles vestidos que usaba y los ademanes torpes, violentos y enérgicos que ejecutaba. Su cabellera era perfectamente negra, cortada demasiado larga y flotante al viento en todas direcciones, de manera desordenada. Sus rasgos eran bellos, si uno se fijaba bien, a lo cual no nos sentíamos inclinados a causa de las marcas de viruelas de su rostro. Pero tenía ojos maravillosos, bien colocados, negros como tinta y aterciopelados.
Sadie no era amiga de Sen-Sen por su apariencia, sino porque él era un buen filón. Probablemente se habría aproximado a él por ser buen mozo y después, según rumores, consiguió que le asignaran cierta suma de los fondos políticos. Sadie era bastante despierta. Había recorrido bastante y aprendido mucho a fuerza de dificultades.
Aquella vez se hallaba en Skidmore con el grupo de Stark porque figuraba como agregada a su cuartel general (es posible que en calidad de espía de Sen-Sen) con una ocupación tan ambigua como la de secretaría. En verdad se movía mucho, tomaba a su cargo gran parte de los arreglos y suministraba información a Willie acerca de las celebridades locales.
Bien, en aquel instante llegó a mi presencia en el reservado del café griego con la zancada violenta tan característica de su persona, me miró y preguntó si podía tomar asiento conmigo, cosa que hizo antes de que yo contestara:
—Puede hacer lo que guste — dije galantemente—. Sentarse, quedarse de pie o acostarse.
Me observó seriamente con sus ojos negros y aterciopelados, que relucían en sus órbitas y meneó la cabeza.
—No, gracias, prefiero el mío con vitaminas.
—¿Quiere decir que no soy apuesto? — inquirí.
—No me importa que nadie lo sea o deje de serlo; pero nunca me incliné en favor de ninguno que me recordase una caja de fideos derramados. Puro codo y charla seca.
—Muy bien — contesté—. Retiro mi proposición. Y con toda dignidad. Pero, dígame una cosa, ya que ha mencionado las vitaminas. ¿Le parece que su candidato Willie las tiene? ¿Para el electorado?
—¡Oh, Dios mío! — murmuró, mientras elevaba los ojos al cielo.
—Bueno, ¿cuándo piensa decir a los muchachos de allá que no hay nada que hacer?
—¿Qué quiere decir con eso? Están proyectando un gran asado y una reunión en Upton. Así me ha dicho Duffy.
—Sadie, le consta perfectamente que tendrían que asar un gran mastodonte y utilizar billetes de diez dólares en lugar de lechuga en los panecillos. ¿Por qué no dice a los jerarcas del partido que no hay nada que hacer?
—¿Quién le ha metido eso en la cabeza?
—Escuche, Sadie. Hace tiempo que somos compañeros y no tiene necesidad dé mentirme. No lo hago constar todo en los periódicos, pero me consta que Willie no figura en esta carrera porque se admire su oratoria.
—¿Tan mala es? — preguntó.
—Todo ha sido ya tramado. Todos lo saben, menos Willie.
—Muy bien — admitió ella.
—¿Cuándo piensa decirle a la gente de allá que no hay nada que hacer y que están desperdiciando el dinero? Y que Willie no es capaz de robar un solo voto a Abe Lincoln en la cuna de la Confederación.
—Hace mucho que he debido hacerlo — dijo ella.
—¿Cuándo lo hará? — inquirí.
—Escuche: antes de que este asunto comenzara ya les dije que no había nada que hacer. Pero no quisieron escuchar a Sadie. Esos cabezotas... — De repente arrojó una bocanada de humo por encima del labio inferior, redondeado, demasiado rojo, reluciente, y que de pronto se curvó hacia fuera.
—¿Por qué no les dice que es un fracaso y saca a este pobre diablo de su agonía?
—Déjelos que gasten su maldito dinero — contestó nerviosa, agitando la cabeza como si quisiese hacer salir el humo del cigarrillo por los ojos—. Ojalá gastasen mucho más esos cabezas duras. Ojalá el pobre infeliz tuviese el sentido suficiente para hacerles pagar la paliza que va a recibir. Pero creo que todo lo que conseguirá será el paseo. Bueno, podríamos dejarlo y que lo recibiese. La ignorancia es gloria.
La camarera trajo una taza de café, que Sadie debió haber ordenado antes de descubrir dónde estaba yo. Después de haber tomado un buen sorbo dio una larga chupada al cigarrillo.
—Ya sabe cómo es — dijo, a la vez que apretaba fuertemente la colilla en la taza y la observaba, pero no a mí—. Aunque alguien se lo dijese en la cara, aunque él mismo descubriese que no es sino un pelele, creo que seguiría adelante.
—Sí, pronunciando semejantes discursos.
—¡Por Dios! — exclamó la muchacha—. ¿No son horribles?
—Ciertamente.
—Pero creo que podrá seguir adelante.
Regresamos al hotel y no volví a ver a Sadie, salvo una o dos veces en que sólo pude saludarla, hasta Upton. Las cosas no habían mejorado nada antes de llegar a esa localidad. Retorné a la ciudad y el candidato quedó librado a sus propios medios en el intervalo, aproximadamente una semana, pero estuvo informado de los acontecimientos. Luego tomé el tren para Upton la víspera del asado.
Upton se encuentra situada en la parte occidental del Estado y era la capital del voto rural que se suponía acudiría al asado. Y algo al Norte de Upton existía la cuenca hullera donde muchos residían en las casuchas de la compañía y elevaban sus preces para que hubiese una semana seguida de trabajo. Era un buen lugar para conseguir local adecuado con destino al asado. Los habitantes de las casuchas se hallaban en tal estado que eran capaces de hacer sus buenos quince kilómetros para comer un buen trozo de carne fresca. Y si contaban con fuerzas para ello sería gratis.
El tren de cercanías en que nos dirigimos hacia el lugar bufaba, silbaba y corría a través de los algodonales. Nos deteníamos durante media hora en determinado lugar a la espera de algo, y yo me distraía contemplando los surcos de algodón que convergían en el cálido horizonte y el negro tocón de un árbol quemado a medio camino resaltando contra los surcos de algodón. Más tarde, ya hacia el oscurecer, el tren se introdujo por entre los pinos recortados y los matorrales de salvia. Nos deteníamos en alguna de aquellas estaciones amarillas, parecidas a una caja, con las casas sin pintar bastante apartadas, y veía la avenida hacia la localidad, y más tarde, al arrancar el tren, los espacios situados detrás de las vallas formadas por alambre o por tablas, como si deseasen apartarse de la amplitud del terreno, accidentado y cubierto de salvia, que parecía dispuesto a deslizarse hacia dentro y tragarse las casas. Estas no encuadraban allí, improvisadas, emplazadas a lo lejos, listas para ser abandonadas. Veíase alguna ropa tendida en las sogas, pero la gente se había alejado, abandonándola también. No habrían tenido tiempo de descolgarla. Pronto oscurecería y era mejor apresurarse.
Pero cuando el tren arrancó, una mujer apareció en la puerta trasera de una de las casas — simplemente una figura de mujer, ya que era imposible divisar el rostro — con una cacerola en la mano, de cuyo recipiente vertió el agua que formó como un deslucido relámpago plateado a la luz. Luego regresó a la casa. A lo que en ella había. El piso de la vivienda es delgado, como las paredes y el techo, pero no es posible ver a través de las paredes, que guardan el secreto hacia el que la mujer ha ido.
El tren va más de prisa ahora, y la mujer está otra vez en la casa, adonde ha ido para quedarse. Permanecerá en ella. Y en seguida nos ponemos a pensar que somos nosotros los que huimos y que será mejor apresurar la huida hacia cualquiera que sea nuestro destino, porque pronto se hará de noche. El tren corre bastante ya, pero su esfuerzo parece serlo a través de una atmósfera que se condensa obstinadamente como si fuese una anguila que tratase de nadar en jarabe; o ese esfuerzo parece serlo contra un creciente e implacable magnetismo de la tierra. Creemos que si ésta se estremeciera alguna vez, como lo hace la piel de un perro dormido, el tren descarrilaría y los vagones se amontonarían y la locomotora vomitaría y jadearía, mientras en algún lugar una rueda engranada seguiría girando con una deliberación pesada y como en sueños.
Pero nada acontece y recordamos que la mujer ni siquiera había echado un vistazo al tren. La hemos olvidado y el tren marcha velozmente cuando cruzamos un pequeño viaducto. Advertimos el reflejo del agua, sereno, metálico, a la luz mortecina de la tarde, entre las orillas bajas, y la vaca que se halla sumergida en el líquido elemento más arriba, junto al solitario e inclinado sauce. Y en seguida nos dan ganas de llorar. Pero el tren sigue corriendo velozmente y casi al instante se esfuman también nuestros sentimientos, cualesquiera que sean.
Vamos, pedazo de tonto, ¿es que deseas ordeñar una vaca?
No, no deseo ordeñar ninguna.
Y en seguida nos hallamos en Upton.
En Upton me encaminé al hotel, llevando mi valija y mi máquina de escribir portátil, por entre los grupos de gente que había por las calles, individuos que me observaban con esa curiosidad lenta, plena y falta de timidez del campesino, y que no me abrían paso sino cuando penetraba entre ellos a la carga, a la manera como una vaca no se aparta de nuestro automóvil en un camino estrecho, hasta que el maldito radiador la golpea en alguna parte. En el hotel subí a mi habitación, después de haber comido un emparedado; puse el ventilador en marcha, me hice servir una garrafa de agua fría, me despojé de los zapatos y de la camisa y me acomodé en una silla con un libro entre las manos.
A las diez y media se oyó un golpe en la puerta al que contesté con un grito y se produjo la entrada de Willie.
—¿Dónde ha estado? — le pregunté.
—He pasado toda la tarde aquí — contestó.
—¿A que Duffy lo ha llevado por todas partes para que estreche la mano a los notables de la localidad?
—Así es — dijo con voz sombría.
Lo lúgubre de su voz hizo que lo observase fijamente.
—¿Qué sucede? — inquirí—. ¿Acaso los muchachos de aquí no lo recibieron con simpatía?
—Por supuesto; ha sido todo lo contrario. — Cruzó la habitación y se sentó junto al escritorio. Se sirvió agua en uno de los vasos de la bandeja colocada junto al botellón de tapón colorado, bebió y dijo nuevamente—: Oh, sí, ha sido todo lo contrario.
Volví a contemplarlo. El semblante era más delgado y la piel se hallaba más hacia atrás, estirada, de modo que parecía casi transparente bajo los racimos de pecas. Estaba sentado de manera pesada, sin prestarme ninguna atención, como si estuviese dando vueltas y más vueltas a algo en su cerebro.
—¿Qué lo tiene preocupado? — pregunté.
Por el momento no se condujo como si me hubiese oído. Cuando lo hizo y volvió la cabeza hacia mí, parecía no existir relación entre el acto y lo que yo había dicho. Parecía consecuencia de lo que estaba ocurriendo dentro de su cabeza y no de mis palabras.
—Un hombre que no debe ser gobernador — dijo.
—¿Eh? — contesté sorprendido, pues era lo último que hubiera esperado de Willie.
El acto celebrado en la última localidad (en el que no estuve presente) tendría que haber sido un fracaso absoluto para despertarlo de ese modo.
Volvió a repetir la misma frase, y cuando lo contemplé de nuevo, no advertí el mismo semblante delgado e infantil sino otro debajo, cual si el primero fuere una máscara de vidrio y a través de ella pudiese contemplar el segundo. Fijé mi atención en él y vi de repente los labios juntos que me recordaban la albañilería y el nudo muscular en cada mejilla, hacia atrás, donde se sujeta el maxilar.
—Bien — contesté con bastante retraso —; los votos no han sido contados todavía.
Musitó una vez más para sus adentros lo que bullía en su imaginación y luego dijo:
—No negaré que lo deseaba. No le mentiré sobre ese punto. — Algo inclinado hacia mí me miraba como tratando de convencerme de aquello de que él se hallaba más seguro que de que yo tuviese pies y manos—. Lo deseaba, no dormía pensando en ello. — Oprimió las rodillas con las manos hasta que crujieron los nudillos. Luego prosiguió—: Caramba, un hombre puede estar deseoso de algo y anhelarlo con tal ansia que puede olvidarse sencillamente de lo que desea. Lo mismo que cuando se es chico y la virilidad nos invade y una noche creemos volvernos locos de deseo y tanto lo deseamos que casi nos enfermamos y llegamos a olvidarnos de ello. Es algo que hay dentro de nosotros...
Se inclinó hacia mí, con los ojos fijos en mi cara, y asió la pechera de su camisa azul chorreada de sudor, como si quisiese hacerme creer que iba a hacer saltar los botones para mostrarme algo. Pero volvió a hundirse en su asiento, dejando que mis ojos vagasen en dirección hacia la pared, como si él no hubiese estado allí, y dijo:
—Pero nuestro deseo no convierte la cosa en realidad. No es necesario vivir mucho par» comprenderlo.
Tan cierto era eso que pensé que ni siquiera merecía la pena expresarle mi conformidad.
Tan sumido se hallaba en su silencio que no pareció advertir el mío, pero al cabo de un minuto dijo:
—Podría haber sido un buen gobernador. ¡Por Dios, mucho mejor que esos individuos! — Acompañó su afirmación con un golpe sobre las rodillas—. Fíjese; lo que este Estado requiere es un nuevo programa de contribuciones. Y ello ha de salir de los terrenos carboníferos que el Estado ha arrendado. No hay un camino que merezca ese nombre una vez que uno se interna en el Estado. Y podrían economizarse algunos fondos públicos reorganizando algunas oficinas. En cuanto a escuelas, óigame bien, no he asistido jamás a ninguna decente. Lo que he aprendido ha sido con mi propio esfuerzo, y no hay razón para que este Estado...
Todo eso lo había oído antes. Dicha en la tribuna, cuando hablaba y su semblante era puro y sereno y a nadie le importaba un comino.
Debió haber advertido que tampoco a mí me interesaba un comino, porque de repente se calló. Luego se puso de pie y recorrió el aposento de un lado para otro, con la cabeza echada hacia atrás y los cabellos sobre la frente. Se detuvo frente a mí.
—Es necesario ocuparse de estas cosas, ¿verdad? — preguntó.
—Naturalmente. — Lo cual no era ninguna mentira.
—Pero no quieren escucharlo. ¡Malditos sean esos bastardos! Vienen a oír un discurso y luego no lo escuchan. Ni siquiera una palabra. No tienen interés. ¡Que se vayan al diablo! No merecen sino arrastrarse por la tierra sin que les den otra recompensa que el ruido que hacen las tripas vacías. No desean escuchar.
—No, no quieren — convine.
—No seré gobernador. Bien merecido tendrán lo que obtengan —dijo—, ¡por bastardos!
—Bueno, ¿es que desea que le ayude en algo? — De repente me condolí de él.
¿Por qué vino a mí? ¿Qué le hizo creer que yo deseaba saber las necesidades del Estado? Demonios, bien lo sabía. Lo mismo que todos los demás. No era ningún secreto. Lo que hacía falta era un Gobierno decente. ¿Pero quién iba a dárselo? ¿Y a quién le interesaba si alguien administraba o no correctamente el erario público? ¿Cómo vino a lamentarse de ello ante mí? O a expresar con cuánta ansiedad deseaba ser gobernador, porque pasaba las noches en vela pensando en ello. Todo esto se me ocurrió mientras me condolía de él y le preguntaba si deseaba que le ayudase.
Me observaba lentamente, escudriñando mi rostro, leyendo en él. Pero no parecía dolorido, lo cual me sorprendió, pues fue mi deseo que lo pareciera; al menos lo suficiente para que abandonase. Pero su semblante no reflejaba ni siquiera sorpresa.
—No, Jack — dijo por fin, acompañando sus palabras con un movimiento de cabeza—. No pido que nadie me compadezca. Suceda lo que suceda, no deseo que nadie lo haga. — Sacudióse pesadamente, a la manera de un perrazo que sale del agua o se despierta—. No, no deseo que nadie en este mundo se apiade de mí, ni ahora ni nunca — concluyó, aunque no estaba dirigiéndose realmente a mí.
Ese desahogo pareció aliviarle, ya que se sentó otra vez.
—¿Qué piensa hacer? — pregunté.
—Lo pensaré. Lo ignoro y tendré que pensarlo. ¡Esos bastardos! Si pudiera conseguir que me escuchasen.
En aquel mismo instante entró Sadie. Mejor dicho, llamó a la puerta, contesté y entonces hizo su entrada.
—¡Hola! — saludó mientras echaba una rápida ojeada a la escena, a la vez que avanzaba hacia nosotros. Su mirada no se desviaba de la garrafa que había sobre mi mesa—. ¿Qué les parece si me refresco un poco? — preguntó.
—Muy bien — convine, si bien, al parecer, no infundí a mi voz el tono suficiente de jovialidad.
Quizás ella pudiese decir que algo había acontecido, juzgando la atmósfera, pues si alguien era capaz de ello, no hay duda de que era Sadie.
De todos modos, se detuvo en el centro del lugar y preguntó qué pasaba. No contesté en seguida, y la muchacha se acercó a la mesa, con movimientos rápidos y nerviosos, como era su costumbre, ataviada con su informe y deslucido traje azul de verano, que de seguro habría adquirido en un comercio de ropas de segunda mano, diciendo con el puño cerrado, lo mismo que los ojos: "Me llevaré éste. "
Tomó un cigarrillo del paquete que se hallaba encima de la mesa, lo golpeó contra los nudillos y luego se volvió hacia mí. Sus ojos parecían dos lámparas encendidas.
—Nada — contesté—, salvo que Willie dice que no será gobernador.
El fósforo se hallaba encendido en el momento de terminar mis palabras, pero jamás llegó a tocar el extremo del cigarrillo. Quedó detenido a mitad del camino.
—De manera que usted le ha contado — dijo, sin dejar de mirarme.
—Por supuesto que no — aseguré—. Nunca digo nada a nadie. Me limito a escuchar.
Tiró el fósforo con una violenta sacudida de la muñeca y se volvió hacia Willie.
—¿Quién se lo ha dicho? — preguntó.
—¿Qué tenían que decirme? — inquirió a su vez el interpelado, mirándola fijamente.
La muchacha vio que había cometido un error. Y no era de la clase de equivocaciones que Sadie hacía. Se había abierto camino en el mundo desde aquella casucha en el barrizal, descubriendo siempre lo que los demás sabían pero sin dejar entrever jamás lo que conociera ella. Su sistema no era manejarse con la barbilla sino con una buena barra de plomo una vez perdido el equilibrio. Pero esta vez lo había hecho con la barbilla. En alguna parte del organismo de Sadie Burke había anidado la idea de que yo iba a decírselo a Willie. O cualquier otro. De ningún modo sería Sadie, sino alguna otra persona, evitándoselo así a ella. A lo mejor, nada tan específico como eso. Algo así como si flotase en el aire, en la profunda oscuridad, la idea de Willie y la idea de lo que éste desconocía, como dos trochos de algo, que son absorbidos por un remolino y van a dar al fondo del río para revolverse lenta y ciegamente en la oscuridad, y permanecer allí durante una eternidad.
Y así, a consecuencia de algo presumido por ella, sin saberlo, o poseída de algún deseo o temor por ella desconocido, cometió aquel error. Y lo advirtió en tanto permanecía de pie, dando vueltas entre los dedos a aquel cigarrillo sin encender. La moneda se hallaba introducida en la ranura y parecía como si al mirar a Willie se observasen las ruedas, los piñones y las cerezas y los limones que comenzaban a girar en el interior de la máquina.
—¿Decirme qué? — volvió a preguntar Willie.
—Que no será gobernador — contestó ella con tranquilidad, si bien me lanzó una mirada. Supongo que fue el único S. O. S. que Sadie Burke lanzara a nadie durante su existencia.
Pero era cosa suya y dejé que saliera del paso como pudiese.
Willie no dejaba de contemplarla, esperando mientras ella se volvía hacia mi lado, destapada la botella y se servía un trago. Se veía que estaba acostumbrada, pues no tosió.
—¿Decirme qué? — repitió Willie.
La muchacha no contestó, pero siguió mirándolo.
Y, mirándola directamente otra vez, y con una voz tan grave como la muerte y los impuestos, Willie volvió a repetir la pregunta.
—¡Al diablo con usted! — exclamó Sadie. El vaso rechinó sobre la bandeja, donde ella volvió a dejarlo sin mirar—. No he visto nunca un hombre tan tonto.
—Muy bien — dijo Willie en el mismo tono, golpeando como un boxeador cuando los demás comienzan a dar vueltas como locos—. ¿De qué se trata?
—Bueno, amigo, ya que quiere saberlo, ahí va la verdad. ¡Lo han engañado!
—¿Engañado? — preguntó.
—¡Y de qué manera! — agregó Sadie, inclinada hacia él, con lo que parecía ser una vengativa y triunfante intensidad reluciente en sus ojos y. sonando en su voz—. ¡Oh, cabeza de tonto, usted lo ha permitido! Oh, sí, lo ha permitido porque se creía el corderito de Dios... — se detuvo para hacerle un par de gestos despectivos con las comisuras de los labios —; eso es, se creía que era el cordero de Dios. ¿Pero sabe lo que es? — Esperó, al parecer, la respuesta, pero él siguió contemplándola mudo—. Bien, usted es la cabra del sacrificio. El carnero entre los matorrales. Y es un tonto por habérselo permitido sin sacar ningún provecho. Le habrían pagado para que lo permitiera, pero no tuvieron necesidad de pagar a un tonto como usted. Es claro, estaba tan pagado de sí mismo, tan inflado y tan convencido de su papel de Jesucristo, que todo lo que deseaba era la oportunidad de sostenerse sobre sus cuartos traseros y pronunciar un discurso. "Amigos míos... ". — Torció la boca para adoptar un gesto de imitación, lleno de burla —; "amigos míos, lo que este Estado necesita es un buen cigarro de cinco centavos. " ¡Oh, Dios mío! — Rió con una especie de risa artificial y salvaje, que se cortó de repente.
—¿Por qué hicieron eso? ¿Por qué? Y precisamente conmigo —inquirió Willie mirándola fijamente y respirando con dificultad aunque sin demostrarlo.
—¡Oh, Dios mío! — exclamó ella, vuelta hacia mí—. Escuche a ese mensajero. Quiere saber el motivo. — Luego se volvió de nuevo hacia él, inclinándose más, y dijo—: Escuche, si es capaz de que esto le quepa en esa cabeza tan dura. Querían dividir los votos de McMurfee a toda costa. ¿Lo entiende ahora o quiere que le pinte un cuadro? ¿Es capaz de comprenderlo bien, cabe/a de chorlito?
Me miró con lentitud. Sus labios estaban húmedos y me preguntó si era cierto.
—Quiere saber si es cierto — anunció Sadie, elevando sus ojos hacia el techo, como si estuviese entonando alguna oración—. ¡Oh, Dios mío!
—¿Es verdad? — insistió él.
—Así me han dicho — contesté.
Bien, eso lo impresionó. De nada servirá negarlo. Su semblante se agitó como si tratara de decir algo o como si fuese a estallar en lágrimas. Pero no hizo ninguna de ambas cosas. Extendió el brazo hacia la mesa, sirvió en un vaso lo suficiente para derribar a un irlandés y lo tragó casi de un sorbo.
—¡Eh! — le dije—, tómelo con calma. No está acostumbrado a eso.
—Tampoco a muchas otras cosas — dijo Sadie, que empujó la botella sobre la bandeja hacia su lado—. Tampoco se ha acostumbrado a la idea de que no será gobernador. ¿Verdad, Willie?
—¿Por qué no se calla de una vez? — le pregunté.
Pero ni siquiera me miró. Inclinada sobre Willie le preguntó, esta vez en tono lisonjero:
—¿Se ha acostumbrado, Willie?
El hombre volvió a alcanzar la botella y a servirse de nuevo.
—¿Qué dice Willie? — Esta vez la voz no tenía nada de lisonja.
—Me había acostumbrado — contestó mirándola, enrojecido el semblante, el cabello caído sobre los ojos y la respiración dificultosa—. Sí, pero no ahora.
—Pues sería mejor que se acostumbrase — dijo ella. Rió y empujó la botella hacia él.
Willie la tomó, se sirvió, bebió y puso él vaso resueltamente otra vez en la bandeja. Luego dijo:
—No; será mejor que no me acostumbre.
La muchacha dejó oír de nuevo su risa artificial y dijo después de haberse tranquilizado:
—¡Oh, Dios, dice que será mejor que no se acostumbre!
Willie estaba sentado pesadamente en la silla, sin inclinarse hacia atrás, con el sudor comenzando a brotarle en el rostro y corriendo lentamente y resplandeciente sobre su carne. Permaneció sentado sin advertir el sudor ni enjugarlo, contemplando cómo ella reía.
De pronto se levantó y creí que iba a saltar sobre la muchacha, que debió creer lo mismo, pues contuvo la risa. Precisamente en medio del aria. Pero no saltó; ni siquiera la miró. Paseó la vista alrededor de la habitación y levantó las manos frente a él como si se dispusiese a agarrar alguna cosa.
—¡Los mataré! — dijo—. ¡Sí, los mataré! ¡Siéntese — ordenó Sadie que, inclinada rápidamente sobre Willie, le dio un empujón en el pecho.
—¡Los mataré! — repitió mientras tomaba asiento, cubierto de sudor.
Sus piernas no se mantenían firmes, por lo que fue a caer, contra su voluntad, en el centro de la silla.
—No hará esa maldita cosa — anunció ella—. No será gobernador, no le pagarán por no serlo, ni los matará a ellos, ni a nadie más. ¿Y sabe porqué?
—Los mataré —insistió.
—Le diré por qué — prosiguió Sadie, inclinándose sobre él—. Porque es un tonto de capirote, un pusilánime alimentado con cuchara y...
A esa altura me levanté.
—No me interesa la clase de juego que esté haciendo, pero no tengo por qué permanecer aquí observándolo.
La muchacha ni volvió la cabeza. Atravesé la puerta, y lo último que oí fue la definición de la joven acerca de la clase de hombre que Willie era. Me imaginé que ello llevaría a cualquiera cierto tiempo.
Observé bastante en Upton aquella noche. Vi cómo el público salía de la última función cinematográfica, admiré las puertas del cementerio y la escuela a la claridad de la luna y me incliné sobre la barandilla del puente del riachuelo, en cuyas aguas escupí. Eso me llevó aproximadamente un par de horas, transcurridas las cuales regresé al hotel.
Al abrir la puerta observé a Sadie sentada en una silla junto a la mesa y fumando un cigarrillo. La atmósfera era lo suficientemente espesa como para cortarla con un cuchillo y, a la luz de la lámpara sobre la mesa, el humo ascendía y se rizaba alrededor de la muchacha, lo cual me proporcionó la ilusión de que la contemplaba sentada y sumergida en el tanque de un acuario, Heno de agua jabonosa. La botella estaba vacía.
Durante uno o dos segundos creí que Willie habría partido, pero luego vi el producto acabado.
Se hallaba tendido sobre mi lecho.
Entré y cerré la puerta.
—La cosa parece haberse apaciguado — observé.
—Sí.
Me aproximé al lecho y examiné su contenido. El hombre se hallaba tendido boca arriba. Tenía la americana recogida hasta las axilas, las manos piadosamente cruzadas sobre el pecho como las de una estatua yacente en la tumba de una catedral, la camisa algo fuera de su amarradero bajo el cinturón y los dos botones inferiores desabrochados, de manera que quedaba al descubierto un parche triangular de estómago ligeramente extendido, blanco, con algunos pelos ásperos y oscuros. La boca estaba algo entreabierta, y el labio inferior vibraba con delicada flojedad a cada media expulsión del aliento. Todo muy lindo.
—Ha estado delirando algún tiempo — dijo Sadie—, refiriéndome lo que hará. Oh, va a hacer grandes cosas. Será presidente. Matará a la gente simplemente con las manos. ¡Oh, Dios! — Dio una larga chupada al cigarrillo, arrojó el humo y apartó de su rostro los residuos del tabaco con un manotazo, violento y salvaje, de su derecha—. Pero lo apacigüé — agregó con aire de sombría satisfacción, como de solterona, de esa clase que nuestra tía abuela solía adoptar.
—¿Irá al asado? — pregunté.
—¿Cómo diablos he de saberlo? — refunfuñó—. No estuvo gritando acerca de ningún detalle referente al asado. Oh, es un gran actor. Pero... —se detuvo y volvió a fumar, a arrojar el humo y apartar el que quedaba junto a su rostro con el consabido manotazo — lo apacigüé.
—Parece como si lo hubiese acribillado a balazos — observé.
—No hice nada de eso, pero le he tocado el corazón. Finalmente conseguí hacerle entender qué clase de tonto es. Y eso lo apaciguó.
—Ahora está perfectamente tranquilo — dije, y me dirigí hacia la mesa.
—Pero no se calmó tan de repente. Sí lo bastante para sentarse en la silla y asirse a la botella en demanda de apoyo, hablando acerca de la forma de comunicar la noticia a alguna maldita Lucy.
—Que es su esposa — informé.
—Hablaba como si fuese su mamita y le sonase las narices. Luego dijo que iría directamente a su habitación para escribir una carta. Pero —se detuvo para mirar hacia el lecho — no llegó a hacerlo. Al llegar al medio del aposento se enderezó y fue a dar en la cama.
Se levantó de su asiento y se aproximó al lecho para observarlo.
—¿Lo sabe Duffy? — pregunté.
—No me importa un bledo lo que Dufy sepa — contestó.
Entonces me dirigí a mi vez al lecho.
—Me parece que tendremos que dejarlo aquí. Iré a dormir a su habitación.
Revisé sus bolsillos en busca de la llave y la encontré. Después extraje el pijama y un cepillo de dientes de mi maleta.
Sadie se hallaba todavía de pie junto al lecho. Se volvió hacia mí.
—Creo que por lo menos podría quitarle los zapatos a ese bastardo -dijo.
Obedecí, después de haber dejado mi cargamento sobre la cama. Luego volví a tomarlo y me dirigí de nuevo hacia la mesa para apagar la luz. Sadie se hallaba aún junto al lecho.
—Quizá sería mejor que escribiese usted una carta a esa mamá Lucy y le preguntase para dónde embarcamos los restos — dijo.
Al ir a poner la mano sobre la llave de la luz miré de nuevo a Sadie, de pie junto a los «restos», con el brazo izquierdo, que estaba dirigido hacia mí, colgando hacia el suelo y con un cigarrillo saliendo de entre las puntas de los dedos y arrojando volutas de humo lentamente hacia el techo, mientras ella misma, pensativa, arrojaba bocanadas sobre su labio inferior, otra vez curvado hacia fuera y reluciente.
Esa era la Sadie que recorriera una gran distancia desde la casucha del barrizal. Y la había andado porque jugó dispuesta a triunfar, aunque no fue su ánimo ganar partidas, y sabía que para no perder era necesario apostar el dinero al número correcto y que si éste no salía habría un individuo armado de raqueta que barrería todas las apuestas. Con lo cual ese dinero ya no le pertenecía.
Había andado de un lado para otro durante mucho tiempo, hablando con los hombres y mirándolos directamente a los ojos, como si fuese uno de ellos. A algunos les cayó en gracia y a otros no. En este segundo caso la escuchaban cuando hablaba, lo que no sucedió con mucha frecuencia, pues existía motivo para creer que cuando esos ojos negros y grandes, negros de tal modo que era imposible determinar si esa negrura era superficial o profunda, miraban la rueda antes de que comenzara a ponerse en movimiento, podrían advertir dónde pararía al cesar su rotación y adivinar en qué número se plantaría la bolita. Algunos la apreciaban mucho, como Sen-Sen. En otro tiempo me había sido muy difícil comprenderlo. No vi sino un bulto envuelto en un vestido abolsado de algodón o en otro de sirsaca no mucho más elegante, según el solsticio, y el rostro con su fuerte capa de carmín en los labios, sus dos lámparas negras, y en lo alto ese revoltijo de cabellos negros que parecía como si hubiese sido separado a lo largo del oído con una cuchilla de carnicero.
Luego, en una oportunidad, vi algo más de repente. Vemos una mujer mucho tiempo a nuestro alrededor y creemos que es fea, que no vale nada. De pronto nos damos a pensar cómo será debajo de sus ropas deslucidas. Y también, de una manera súbita, observamos el semblante que existe debajo de la piel marcada de viruela, que es sereno y humilde, que inspira confianza y nos pide que levantemos la máscara. Debe ser algo así como si un viejo contemplase el rostro de su esposa y, precisamente durante un segundo, descubriese el que vio treinta años atrás. Con la diferencia de que, en el caso a que me refiero, no hay que recordar un rostro contemplado largo tiempo atrás, sino que se descubre uno que jamás hemos visto. Es el futuro, no el pasado. Temporalmente fue algo que no me tranquilizó. Finalmente le hice una proposición, sin llegar a ningún resultado.
—Yo tengo mis compromisos y a ellos me limito, siempre que la otra parte cumpla.
Ignoraba de qué arreglos se trataba. Era en la época anterior al señor Sen-Sen Puckett, antes de que le acordara el beneficio de sus gracias al haber acertado con el número correcto.
Nada de eso me pasó por la imaginación mientras colocaba la mano sobre el interruptor de la corriente y miraba a Sadie Burke. Pero lo digo para que se sepa quién era la Sadie Burke allí presente, junto al lecho y meditando acerca del cuerpo en él tendido, mientras yo posaba la mano en la llave de la luz, y que había adelantado gran camino no apoyándose en la barbilla si bien lo había hecho esa noche.
Al menos así me lo imaginaba.
Apagué la luz y los dos salimos de la habitación y nos despedimos en el vestíbulo.
Serían cerca de las nueve de la mañana cuando Sadie golpeó mi puerta y desperté medio pesado. Había dormido mal y era como un trozo de madera empapada arrastrada por la corriente y extraída del fondo de un estanque. Abrí la puerta y asomé la cabeza.
—Escuche — dijo sin mayores cumplidos—, Dufy va a ir a los terrenos de la feria y yo lo acompañaré. Tiene mucho que hacer allá. Quería que lo acompañase bien temprano Willie, para que se mezclase con la gente de allá, pero lo he convencido de que no se sentía muy bien. Quedamos en que irá algo más tarde.
—Muy bien — dije—. No se me paga para eso, pero trataré de entregarlo.
—No me interesa que llegue o no allí, pues no me hará ningún perjuicio.
—De todos modos trataré de que vaya.
—Haga lo que le plazca — contestó, y se alejó a lo largo del vestíbulo.
Observé a través de la ventana y vi que iba a ser otro día de movimiento, por lo que bajé a tomar una taza de café después de haberme afeitado y vestido. Luego me encaminé a mi habitación, a cuya puerta llamé. Dentro oíase una especie de ruido, como si un oboe sonase dentro de un gran barril lleno de plumas. De ahí que entrase. Había dejado la puerta sin asegurar la noche antes.
Por entonces eran ya más de las diez.
Willie estaba acostado. En el mismo lugar, con la americana cogida aún bajo las axilas, las manos cruzadas sobre el pecho, el semblante pálido y sereno. Me aproximé al lecho. No desvió la cabeza, pero sus ojos se volvieron hacia mí con un movimiento que hacía pensar que se oían crujir en su órbita.
—Buenos días — dije.
Entreabrió la boca y su lengua asomó con precaución y humedeció ligeramente los labios. Luego hizo un gesto débil como si estuviera tanteando para ver si algo se rajaba. Nada aconteció y entonces dijo apenas:
—Me parece que anoche me embriagué.
—Así es como se conoce el estado en que se hallaba.
—Ha sido la primera vez. Nunca me había embriagado. No he probado el licor anteriormente sino una vez en mi vida.
—Ya sé. A Lucy no le agrada la bebida.
—Creo que comprenderá sin lugar a dudas cuando se lo explique —dijo—. Verá cómo aconteció. — Dicho eso se sumió en profunda meditación.
—¿Cómo se siente?
—Perfectamente — contestó. Se sentó en el lecho, con las piernas colgadas. Se mantuvo sentado, apoyados en el suelo los pies cubiertos con los calcetines, en tanto hacía inventario de sus esfuerzos y de sus luchas internas—. Sí, me siento muy bien — concluyó.
—¿Piensa ir al asado?
Me miró con un laborioso movimiento de cabeza y una expresión inquisitiva en el semblante, como si fuese yo el individuo que se supone que ha de contestar.
—¿Por qué me lo pregunta? — interrogó.
—Bueno, están sucediendo muchas cosas.
—Sí, iré.
—Dufy y Sadie ya se han ido. El hombre quiere que vaya y se mezcle con el pueblo.
—Muy bien. Tengo sed — dijo, después de haber permanecido con los ojos fijos en un punto imaginario sobre el suelo, a diez pies de los suyos, y tras haberse acariciado la lengua con los labios.
—Está deshidratado — aseguré—. Es el resultado del exceso de alcohol. Pero es la única manera de tomarlo y de que le haga bien a un hombre.
No me escuchaba. Se había erguido y empezado su marcha hacia el baño.
Oí el ruido del agua, las gárgaras y las inhalaciones. Seguramente estaría bebiendo del grifo. Al cabo de un minuto, más o menos, cesó el ruido. Hubo silencio durante un rato. Luego se produjo otro. La agonía había tocado a su fin.
Apareció en la puerta del baño, asido a la jamba, mirándome con expresión de reproche y resplandeciente el semblante a causa del sudor frío.
—No tiene que mirarme de ese modo — dije—. Hizo bien en beber.
—He vomitado — contestó tristemente.
—Bueno, no ha sido el primero. Además, ahora podrá comer un buen trozo de asado, caliente y jugoso.
No pareció creer que eso fuera divertido. Ni yo tampoco. Pero a él tampoco le parecía especialmente aburrido. Limitóse a permanecer asido de la jamba, mirándome como si fuera un sordomudo extraño. Después volvió a penetrar en el baño.
—Le pediré una taza de café. Eso lo compondrá — dije.
Pero no hubo tal cosa. Lo tomó y no le produjo el menor alivio.
Después se acostó un rato. Le coloqué una toalla mojada sobre la frente y cerró los ojos. Se puso las manos sobre el pecho y las pecas de su rostro parecieron como manchas de moho sobre pulido alabastro.
A eso de las once y cuarto llamaron desde la oficina del hotel para decir que un automóvil con dos señores esperaban al señor Stark para conducirlo a los terrenos de la feria. Coloqué la mano sobre el receptor y miré a Willie, cuyos ojos estaban abiertos y clavados en el techo.
—¿Para qué demonios quiere ir al asado? — pregunté—. Voy a decirles que lo dejen en paz.
—Iré — contestó desde el mundo espirituoso, sin apartar los ojos del techo.
De manera que bajé para entrevistarme con los dos ciudadanos prominentes de la localidad, que incluso habían accedido a ser conducidos en el coche fúnebre gubernamental con tal de que sus nombres figurasen en los periódicos. Les dije que el señor Stark se hallaba algo: indispuesto, y que yo lo llevaría allí dentro de una hora, aproximadamente.
A las doce repetí el tratamiento con café. No surtió efecto. Mejor dicho, surtió mal efecto. Duffy telefoneó desde los terrenos de la-feria para saber qué demonios sucedía. Le dije que sería mejor qué procediese a distribuir los panes y los peces y rogase a Dios que Willie se hallase presente a eso de los dos.
—¿Qué ocurre? — inquirió.
—Muchacho, cuanto más tarde en saberlo, más feliz será — contesté, y colgué el receptor.
A eso de la una, cuando un tercer intento para reponer a Willie por medio del café constituyó un nuevo fracaso, dije:
—Veamos, Willie, ¿para qué va a ir allá? Envíe un mensaje diciendo que se encuentra enfermo y evítese ese trabajo. Más tarde, si...
—No — contestó y se sentó al borde del lecho.
Su semblante tenía un aspecto elevado, puro y sereno, como el del mártir antes de penetrar en la hoguera.
—Bien, si no piensa cejar en su intento, le queda otra oportunidad.
—¿Qué, más café? — preguntó.
—No. — Abrí mi valija y saqué una segunda botella, de la cual serví un poco en un vaso y se lo alargué. De acuerdo con lo que aconsejan los viejos, el mejor remedio consiste en echar dos chorros de ajenjo en un poco de hielo desmenuzado y agregarle un chorlito de whisky de centeno. Pero no podemos hacernos ilusiones ahora con la prohibición.
Lo ingirió. Hubo unos instantes que más bien parecieron una pesadilla, y después lancé un suspiro de alivio. A los diez minutos repetí la dosis. En seguida le ordené que se desnudase mientras preparaba el agua fría. En tanto se hallaba sumergido en ella, telefoneé para que nos procurasen un automóvil, y luego me dirigí al aposento de Willie en busca de ropa limpia y de otro traje.
Se las ingenió para vestirse, permitiéndome hacerle algún tratamiento de tanto en tanto.
Una vez vestido se sentó al borde del lecho y sólo faltaba una gran etiqueta que dijese: «Manéjese con cuidado — Este lado para arriba — Frágil.» Pero conseguí introducirlo en el automóvil.
Entonces tuve que regresar por la copia del discurso, que había quedado abandonada en el cajón de arriba del escritorio. Una vez que la traje dijo que quizá la necesitaría. Posiblemente no lo recordase muy bien y tendría que volver a leerlo de nuevo.
Se mantuvo retrepado mientras el coche saltaba sobre las piedras en dirección hacia los terrenos de la feria.
Observé a lo largo del camino y vi los carromatos y coches atados en las afueras de un bosquecillo, los edificios de la feria y una bandera norteamericana, izada en un mástil, que se recortaba sobre el cielo azul. Luego, por encima del ruido de nuestro «molinillo de café», escuché los sones de una banda. Duffy estaba facilitando la digestión de la muchedumbre.
Willie alargó el brazo y tocó el frasco.
—Déme eso — dijo.
—Poco a poco, amigo. No está acostumbrado a esta bebida. Ya...
Pero para entonces ya se lo había llevado a los labios y el sonido del gorgoteo habría ahogado el de mis palabras si hubiese seguido desperdiciándolas.
Una vez que me lo devolvió no contenía lo suficiente para que mereciera la pena guardarlo nuevamente en el bolsillo. Lo que se reunía en un rincón al volcarlo no bastaría ni aun para una alumna de instituto.
—¿Está seguro de que no desea acabarlo? — inquirí con burlona urbanidad.
Meneó la cabeza como si estuviese algo atolondrado y contestó:
—No, gracias.
Después tembló como un hombre aterido de frío.
Así que fui yo quien dio fin a su contenido y arrojé el recipiente vacío por la ventanilla.
—Acerqúese todo lo posible — dije al encargado del volante.
Hizo cuanto estuvo a su alcance, salí del vehículo, ayudé a bajar a Willie y pagué el viaje. Luego nos encaminamos lentamente, por encima de un lecho de paja oscura y pisoteada, hacia una plataforma, como si la multitud a nuestro alrededor no significase nada.
Los ojos de Willie se hallaban fijos en el lejano horizonte y la banda ejecutaba Casey Jones.
Dejé a Willie a un costado de la plataforma. El hombre permaneció de pie, solo entre la oscura hierba en una región extraña, con un sueño en el semblante y bañado por el sol.
Encontré a Duffy y le dije que estaba dispuesto a entregarlo, pero que exigía recibo.
—¿Qué le sucede? Ese bastardo no bebe. ¿Acaso está embriagado? —inquirió.
—Jamás toca la bebida — contesté—. Lo que pasa es que ha estado en el camino de Damasco y ha visto una luz muy grande y su fe comienza a vacilar.
—¿Qué le sucede? — inquirió nuevamente.
—Usted debería leer otra vez el Buen Libro — dije a Duffy, a quien conduje hasta el candidato. Fue una reunión conmovedora y de ahí que me mezclase con la multitud.
Era muy numerosa, pues no hay duda de que el olor del asado en el aire obra maravillas. La gente comenzaba a congregarse enfrente de la plataforma y a encaramarse a la gran tribuna. La banda local, ahora a un costado de la plataforma, no cesaba de lanzar al aire sus sones y ejecutar una y otra vez: ¡Viva, viva; ya estamos todos aquí! Sobre la plataforma veíanse los dos muchachos de la localidad que no tenían ningún futuro político — los mismos que se aproximaron al hotel por la mañana—. Otro que, según mis cálculos, tendría por cometido entonar alguna canción, y Duffy. Aparte de Willie, que sudaba lentamente. Se les veía sentados en una hilera de sillas, a lo largo del fondo de la plataforma, frente a las colgaduras y detrás de una mesa cubierta con una bandera, sobre la cual había un botellón con agua y dos vasos.
Uno de los muchachos locales se levantó y habló a sus amigos y vecinos, presentando al predicador, que elevó hacia el Todopoderoso su oración, junto con su semblante huesudo y demacrado por encima de la sarga azul, mientras los ojos pestañeaban a la fuerte luz del sol. Más tarde el primero de los muchachos locales volvió a dirigirse a la concurrencia para efectuar la presentación del segundo de tales muchachos. Parecía como si hubiera de ser el encargado de afrontar al auditorio, pues estaba hecho para resistencia y no para velocidad; pero luego resultó que no había tal cosa, y que no estaba en mejores condiciones que el primero o el predicador o el Dios del Cielo. Tardó bastante tiempo en admitir que no era el llamado a la tarea, y puso el dedo sobre Willie.
Y entonces Willie quedó solo junto a la mesa y comenzó con un «Amigos míos», volviendo luego el rostro de alabastro precariamente de un lado para otro, mientras manoteaba en el bolsillo derecho de la americana en busca del discurso.
Mientras revolvía los papeles, contemplándolos con una expresión singular en su semblante, cual si se tratase de algo escrito en lengua extraña, alguien me tiró de la manga. Era Sadie Burke.
—¿Cómo pudo hacerlo? — preguntó.
—Echele un vistazo y adivine — contesté.
Después de haber mirado hacia la plataforma volvió a preguntarme.
—Con pelo de perro — fue la respuesta.
—¡Pelos del infierno! — dijo—. Debe haberse tragado un perro entero.
Observé a Willie, de pie, sudoroso, vacilante y sin decir palabra bajo los fuertes rayos del sol.
—Ya se ha ido contra las cuerdas — dijo Sadie.
—Diablo, así ha estado toda la mañana, ¡y suerte que pudo contar con ellas!
Todavía seguía observándolo de un modo muy parecido a como había hecho la noche anterior, cuando se hallaba tendido en el lecho de mi habitación, frío, y ella junto al borde del mismo. No era lástima ni desprecio, sino algo ambiguo y especulativo. Después dijo:
—A lo mejor ha nacido sobre ellas.
Lo dijo con un tono que parecía implicar que había zanjado la cuestión. Pero no por ello dejó de mirarlo del mismo modo.
El candidato era capaz de mantenerse de pie, por lo menos con un muslo apoyado contra la mesa. Para entonces había comenzado su discurso. Había nombrado a sus amigos, de dos o tres maneras, y les había dicho que se alegraba de estar entre ellos. Allí se lo veía con el manuscrito asido con ambas manos, agachada la cabeza como vaca descornada y acosada por un par de perros sanguinarios en el establo, mientras el sol la castigaba y le brotaba el sudor. Luego se rehízo y levantó la cabeza.
—«Tengo aquí un discurso acerca de las necesidades de este Estado. Pero de nada servirá deciros lo que el Estado necesita. Vosotros sois Estado. Ya sabéis cuáles son vuestras necesidades. Mirad vuestros pantalones. ¿Están rotos por la rodilla? Escuchad vuestros intestinos. ¿Hacen algún ruido al hallarse vacíos? Fijaos en las cosechas. ¿Se pudrieron alguna vez en el suelo por estar los caminos en tan mal estado que no pudisteis transportarlas hasta el mercado? ¿Y vuestros hijos? ¿Crecen en la ignorancia y en la miseria, como vosotros, por no contar con una escuela decente para que se eduquen?»
Willie se detuvo, observó a su alrededor y prosiguió:
—«No, no os leeré ningún discurso. Sabéis lo que necesitáis mejor que si yo os lo dijera. Pero sí referiré una historia.»
Se detuvo, se afirmó sobre la mesa y aspiró profundamente mientras el sudor le chorreaba.
Me incliné hacia Sadie y pregunté:
—¿Qué demonios se traerá entre manos?
—Cállese — ordenó la muchacha sin dejar de observarlo.
—«Se trata de una divertida historia — prosiguió—. Preparaos para reventar de risa, pues sin duda es muy graciosa. Se trata de un habitante del campo, de un rústico. Como todos vosotros, valga la comparación. Sí, como vosotros. Creció como cualquier otro hijo de madre, entre los surcos, los malos caminos y las quebradas de una granja al Norte del Estado. Sabía bien lo que era ser un rústico, un campesino. Conocía perfectamente que tenía que levantarse antes del amanecer y hundir sus pies en la bosta, dar de comer a las vacas y mojarse y ordeñar antes del desayuno, para que le fuese posible emprender su camino antes de que el sol estuviese alto y recorrer los seis kilómetros que lo separaban de una miserable escuela, que sólo contaba con un aula. También sabía qué era pagar impuestos elevados para no conseguir otra cosa que esa escuelucha por cuyas paredes penetraba el viento, y aquellos caminos tan malos y polvorientos, arrasados por los torrentes y cubiertos de arcilla colorada sobre los cuales transitar, o en los cuales quebrar el eje de su carro o conducir sus animales de carga.
»¡Oh! ¡Bien sabía lo que era ser un rústico, tanto en invierno como en verano! De ahí que se pasara las noches sentado ante una mesa, devorando los libros y estudiando Derecho, de manera que le fuese posible hacer algo para cambiar este estado de cosas. No estudió Derecho en ningún establecimiento educacional, sino por la noche, en su propia casa, luego de una ruda jomada en el campo. De modo que pudiese cambiar algo las cosas. Tanto para los demás como para él. Sobre todo para los que eran de su misma condición humilde. No estoy engañándoos. No comenzó a pensar en los demás campesinos y en la manera como iba a realizar cosas maravillosas para ellos. Comenzó a pensar en «el número uno», pero algo se le vino a la mente en su camino: la imposibilidad de hacer nada en beneficio suyo ni de los otros sin el apoyo de ellos. O todos o ninguno. Eso es lo que vislumbró en su camino.
»Y tal aconteció con la fuerza poderosa del rayo de Dios, en una época trágica, allá en su propio distrito, unos dos años atrás: cuando la primera escuela de ladrillos fue edificada en él, se derrumbó por haber sido construida con ladrillos inservibles, por haber mediado la política corrompida, y una docena-de pobres escolares resultó muerta o con graves heridas. ¡Oh! Ya conocéis esa historia. El hombre había combatido la política que existía detrás de esa escuela construida con ladrillos inservibles, pero perdió y el edificio se vino a tierra. Ello le hizo pensar. La próxima vez sería diferente.
»Los habitantes del lugar eran amigos suyos por haberse opuesto a tan deficiente construcción. Y algunos de los jefes políticos de la ciudad lo supieron y se llegaron hasta la casa de su padre, viajando en lujosos automóviles, y dijeron que deseaban que se presentase candidato a gobernador.»
Tiré del brazo a Sadie.
—¿Cree que irá a...?
—Cállese — contestó con voz salvaje.
Observé a Duffy, en la plataforma, detrás de Willie. Su semblante mostraba preocupación. Estaba rojo, era grande y cubierto de sudor y reflejaba turbación.
«iOh, así lo dijeron! — prosiguió Willie—. Y el campesino se lo tragó. Pero ahondó en lo más profundo de su corazón y pensó que podría tratar de cambiar algo el estado de cosas. Con toda la humildad de que era capaz se dedicó a examinar la cuestión. Era ni más ni menos que un campesino, un ser humano que creía, como siempre hemos creído aquí en nuestras colinas, que hasta el individuo más sencillo y más pobre podía llegar a gobernador, siempre que sus semejantes advirtiesen que tenía pasta para ello.
«Aquellos individuos de los pantalones a rayas vieron al campesino y lo conquistaron. Dijeron que McMurfee era un individuo fácil de manejar y no muy despierto, además, y que Joe Harrison era el instrumento de la maquinaria de la ciudad; querían que el rústico se presentase a elecciones y que tratase de hacer un gobierno honesto. Pero... — Willie se detuvo y elevó hacia el cielo la mano derecha con el manuscrito—, ¿sabéis quiénes eran? Los asalariados de Joe Harrison, los embaucadores que deseaban la intromisión de un campesino para que dividiese los votos del campo destinados a favorecer a McMurfee. ¿Lo adiviné? No, porque escuché sus voces melifluas. Y éste es el momento en que no habría llegado a conocer la verdad, si esta mujer aquí presente —señaló hacia Sadie—, si esta mujer...»
Di un golpecito a Sadie y le dije que podía considerarse despedida de su empleo.
«¡... si esa simpática mujer no hubiera sido lo suficientemente honesta y decente para decir la indigna verdad que apesta de tal modo, que asciende hasta las narices del Más Alto!»
Duffy se hallaba de pie, dirigiéndose vacilante hacia el borde dé la plataforma. Desesperado, no apartaba su mirada de la banda, como si tratase de hacerle señas para que hiciera sonar sus instrumentos, y luego la desvió hacia la muchedumbre, como si tratase de pensar algo que decir. Finalmente se encaminó hacia Willie, a quien dijo algo.
Pero cualesquiera que fuesen sus palabras, apenas tuvieron tiempo de salir de sus labios antes de que Willie se volviese sobre él.
—«¡Ved, ved — rugió—, éste es el Judas Iscariote! Aquí lo tenéis; es un traidor y un falsario.» — Sus manifestaciones iban acompañadas de amplios movimientos de la mano con la que sujetaba el manuscrito.
Entretanto, Duffy trataba de decirle algo sin que el otro lo escuchara, pues no hacía sino agitar el papel con el texto del discurso que no había leído, delante de las narices de Duffy, que constantemente se apartaba, y gritarle:
—¡Miradlo! ¡Aquí lo tenéis!
Sin dejar de alejarse, Duffy miró hacia la banda e hizo señal con la mano a la vez que gritaba, ordenando que tocase. La Bandera tachonada de estrellas.
Pero los músicos no tocaron. Y en el preciso instante en que Duffy se volvió hacia Willie, éste hizo un pase más enérgico de lo usual con el manuscrito por debajo de las narices del primero y gritó:
—¡Miradlo, éste es el pelele de Joe Harrison!
—¡Es mentira! — vociferó el interpelado, que retrocedió ante el brazo acusador.
Ignoro si tal fue la intención del orador, pero de todos modos lo hizo. No arrojó exactamente a Duffy de la plataforma. Hizo que éste iniciase una danza a lo largo del borde de la misma, una especie de movimiento alegre, delicado, leve, un adagio acompañado de un movimiento circular de los brazos alrededor de un rostro que era un flan sorprendido con un agujero horadado en el centro; y ese agujero era la boca de Duffy, de la cual no salió el menor ruido. Ningún ruido se hizo oír de aquella humanidad sudorosa que cubría una extensión de cinco acres y que se limitó a contemplar la danza de Duffy.
Después se desvió de la plataforma. Contuvo su caída y permaneció, medio sentado, apoyado contra el piso de la misma, con la boca todavía entreabierta. Y tampoco partió ningún sonido de ella, pues no le quedaba aliento para producirlo.
Willie ni se había molestado en mirar hacia el borde; gritaba:
—¡Que mienta, el muy cerdo! ¡Que mienta! Pero escuchadme, campesinos. Sí; vosotros sois también rústicos y habéis sido engañados; un millar de veces, lo mismo que hicieron conmigo. Porque creen que nos tienen para eso. Para engañarnos. Bueno, pero esta vez seré yo quien engañe a alguien. Pienso abandonar esta carrera. ¿Y sabéis por qué?
Se detuvo y se secó el sudor del rostro con un movimiento de la mano izquierda.
—No es porque hayan sido heridos mis humildes sentimientos. No lo han sido. Nunca en mi vida me he sentido mejor, porque ahora he llegado a conocer la verdad, una verdad que debía haber sabido largo tiempo atrás. Cualquiera que sea la cosa que el hombre de campo necesite, tendrá que obtenerla por sí mismo. No se la conseguirá ninguno de esos que vienen en hermosos automóviles y con pantalón a rayas y les dicen dulces palabras. Cuando vuelva a presentarme como candidato para gobernador lo haré por mi propia cuenta y dispuesto a pelear con todas mis fuerzas. Pero por ahora me retiro.
«Abandono en favor de MacMurfee. ¡Y por Dios! ¡No retiro nada de lo que he dicho en contra suya! Y volveré a repetirlo si es preciso. Pero pienso salvar este Estado para él. Junto con los demás campesinos correremos en tal forma a Joe Harrison, que jamás volverá a presentarse ni aun para perrero. Después veremos qué hace MacMurfee. Esta será su última oportunidad. Ha llegado el momento. Hay que decir la verdad y seré yo quien la diga. Y la oirá todo este Estado, de un extremo a otro, aunque tenga que recorrer los caminos palmo a palmo o robar una muía para hacerlo; y no habrá hombre, sea Joe Harrison u otro, capaz de detenerme. Porque tengo mi evangelio y...
Me incliné sobre Sadie y dije:
—Escuche. No tengo más remedio que telefonear. Iré hasta la ciudad y utilizaré el primer aparato que encuentre. Esto tiene que saberse en seguida. Quédese aquí y, ¡en nombre de Dios!, recuerde bien cuanto suceda.
—Muy bien — contestó sin preocuparse mucho de mí.
—Y agarre a Willie y lléveselo a la ciudad tan pronto termine. Es seguro que Duffy no le pedirá que lo acompañe. Agarre a ese tonto y...
—¡Diablo con el tonto! — contestó—. Bueno, vayase tranquilo.
Así lo hice, rodeando la plataforma, atravesando por entre la multitud, mientras la voz de Willie martilleaba mis oídos y hacía caer las hojas muertas de los robles. Al dar la vuelta a la esquina de la tribuna grande miré hacia atrás y vi a Willie que había arrojado al aire el texto del discurso, de manera que las hojas revoloteaban a sus pies y se daba golpes en el pecho y tronaba que la verdad estaba allí y no había necesidad de escribirla. Allá estaba, con los papeles a sus pies, un brazo levantado en alto, la manga recogida hasta el codo, el rostro colorado como una remolacha aplastada, sudando a mares, el cabello caído sobre la frente, los ojos saltones y echando chispas, completamente embriagado; y por encima de él, el firmamento incandescente y bronceado.
Caminé un rato por sobre la grava del camino y convine mi retorno a la ciudad en un camión.
Esta noche, cuando todo se hallaba tranquilo y el tren que conducía a Duffy de regreso a la ciudad (sin duda para informar a Joe Harrison), jadeando la locomotora a través de los campos de salvia y a la claridad de las estrellas; y mientras Willie yacía tendido en el lecho, como hiciera desde algunas horas antes, a la espera de que se disiparan los vapores, alcancé la botella que se veía sobre la mesa de mi habitación del hotel de Upton y dije a Sadie:
—¿Qué le parece si tomamos un poquito más de esto que es capaz de echar abajo los barrotes y hacer saltar las tablas?
—¿Cómo? — inquirió.
—¿No sería capaz de comprender eso a que me refiero de un modo tan gramatical? — dije. Y le serví licor.
—Oh, me había olvidado que usted es el individuo que fue al colegio.
Sí, era el individuo que había ido al colegio, donde no había aprendido — según mi conclusión — todo lo que hay que saber.
Willie cumplió su palabra. Trabajó el Estado en favor de MacMurfee, sin tener que recorrer sus caminos, ni comprarse una muía ni robarla. Pero demostró bastante actividad con su excelente automóvil de segunda mano, ya fuese por entre el barro o hundido hasta el cubo de las ruedas en el polvo, y quedó empantanado más de una vez en la tierra negra al sorprenderlo un aguacero, en cuya ocasión permanecía sentado en el interior del vehículo hasta que llegasen las muías a sacarlo. Lo mismo habló desde las gradas de la escuela que desde los asientos de los carros de las granjas o los porches de los negocios de las encrucijadas. «Amigos, cuellos colorados, tontos y rústicos», decía, inclinado hacia ellos, mirándolos cara a cara. Y hacía una pausa, dejando que las palabras llegasen hasta sus corazones. Y en medio del silencio la multitud mostrábase nerviosa y resentida bajo esos calificativos, que eran los que la gente les aplicaba si bien nadie era capaz de hacerlo cara a cara.
—Sí, eso es lo que sois — decía torciendo la boca—, y no es necesario que os pongáis furiosos al escucharlo: Y si os ponéis, lo mismo, os lo diré. Eso es lo que sois. Lo mismo que yo. Oh, soy un cuello colorado, porque el sol me lo ha quemado. Soy un tonto porque caí en las redes del que vino en su hermoso automóvil y me dijo dulces palabritas. ¡Oh, tomé el terrón de azúcar y acallé mi llanto! Soy un rústico y nada menos que el que ellos iban a utilizar para dividir el voto de los campesinos. Pero ahora estoy sin más sostén que mis cuartos traseros, pues hasta un perro es capaz de aprender a hacerlo con el tiempo. He aprendido, me ha llevado tiempo, pero lo he hecho y aquí me tienen sobre mis cuartos traseros. — Y se inclinaba hacia ellos para preguntarles—. ¿Estáis también vosotros en la misma posición? ¿Habéis aprendido a hacerlo ya? ¿Creéis que podéis aprenderlo?
Les dijo cosas que no fueron del agrado de sus oyentes. Los nombres por los que no les agradaba ser llamados, pero siempre, o casi siempre, la intranquilidad y el desasosiego desaparecían y nuestro hombre se inclinaba hacia ellos, con los ojos que parecían querer salirse de las órbitas y el semblante reluciente bajo el sol o al rojo resplandor de un farol de la estación de servicio. Escuchábanlo mientras les decía que se valiesen de sus propios medios.
—Id a votar — les decía—. Y hacedlo a favor de MacMurfee, esta vez —aconsejaba—, pues es el único por quien os queda que Votar. Pero emitid el sufragio con decisión, demostrad que sois capaces de hacerlo. Votadlo. Y si no responde agujereadle la piel. Sí — afirmaba, inclinándose hacia ellos—, si no responde a la confianza demostrada por él, entregadme el martillo y yo mismo lo clavaré. Votad por MacMurfee sin vacilar.
Ese fue su consejo.
—Escuchadme, campesinos. Abrid vuestros oídos y alzad vuestros ojos para contemplar la pura y bendita verdad. Hacedlo si os queda algo de seso y sois capaces de reconocer la verdad donde la veáis. Y ahí va esa verdad: sois rústicos y nadie ha ayudado jamás al rústico como no sea el mismo de su especie. En la ciudad no os tenderán la mano. Es cosa de vosotros mismos y de Dios. Y éste ha dicho: «Ayúdate y yo te ayudaré.»
Así les habló, y ellos permanecieron frente a él, con el dedo introducido en los tirantes de los pantalones, mirándolo de soslayo bajo el ala gacha del sombrero, como si se tratase de algo que se espía a través de un valle o una ensenada, algo que no fuese contemplado por sus mentes con mucha tranquilidad, demasiado apartado para que hiciese algún bien, o un repentino movimiento observado a distancia a través del valle o del campo, y ejecutado entre la maleza, de entre la cual pudiera saltar algo. Por debajo de los ojos las mandíbulas se revolvían masticando un trocito de tabaco de un modo lento, escrupuloso e incesante, como si fuese un proceso histórico. Y el tiempo no es nada para un patán. Ni tampoco la Historia. Lo observaban. Y cuando se observa con atención es posible ver que algo comienza a suceder. Permanecen tan tranquilos que ni siquiera cargan el peso de un pie a otro; tienen tal habilidad para permanecer quietos que se los ve parados en la esquina de una calle, cuando vienen a la ciudad, sin moverse ni hablar, o se divisa a alguno en cuclillas a la vera del camino, justamente contemplando donde el mismo desciende por la montaña; y sus ojos entornados no se desvían del hombre que está frente a ellos. Tienen habilidad para permanecer sin moverse. Pero a veces esa tranquilidad toca a su fin. Estalla de pronto, como un trozo de cordel delgado que se estira demasiado. Uno de ellos se sienta tranquilamente en un banco delante del invernadero escuchando cómo retoñan las plantas, y de pronto se levanta y alza los brazos, exclamando: «iOh, Jesús, he visto Su nombre!» U otro oprime el gatillo y la explosión del arma le sorprende incluso a él mismo.
Allí está Willie. En pleno sol o a la luz roja del despacho de gasolina.
—Preguntáis cuál es mi programa. Bien, campesinos, aquí lo tenéis: vosotros mismos. Y no olvidéis. Hay que crucificarlos. Hay que hacerlo con Joe Harrison y con cualquier otro que se interponga en vuestro camino. Dadme el martillo y yo mismo lo haré. ¡Clavadlos sobre la puerta del granero! ¡Y no espantéis a las masas!
MacMurfee fue elegido. Willie tuvo su parte en ello, pues la mayor cantidad de votos provino de las secciones recorridas por él. Pero durante todo el tiempo, el candidato triunfante no supo qué hacer con Willie. Al principio lo esquivó, pues éste había dicho bastantes cosas nada agradables de él, desde luego, pero cuando pareció que Willie iba a causar alguna impresión, mostróse indeciso. Finalmente Willie manifestó que la gente de MacMurfee se había ofrecido para sufragar sus gastos, pero que él actuaba por cuenta propia y no a las órdenes de MacMurfee. Sufragaría sus gastos, aseguró, aunque tuviese que volver a hipotecar la granja de su padre y empeñar cuanto le quedase. Sí, y si había alguno que no dispusiese de los derechos electorales y se acercase a él y se lo dijese abiertamente, él, Willie Stark, pagaría ese derecho con el dinero de la hipoteca de la granja de su padre. Así demostraba su fe en lo que decía.
MacMurfee asumió el poder, y Willie retornó a la práctica forense en
Masón City. Poco fue su trabajo durante un año aproximadamente, cuando tuvo que entendérselas con asuntos de tan poco monta como robo de gallinas o cerdos extraviados y entretenerse con arreglar las diferencias (que son parte integrante de los bailes del sábado por la noche en la plaza de Masón City). Luego resultó lastimada una cuadrilla de trabajadores cuando se derrumbó el andamiaje de un puente que el Estado estaba construyendo sobre el río Ackamulgee, y dos o tres fallecieron a consecuencia del accidente. Muchos de los trabajadores eran de Masón City y designaron a Willie como abogado. Todos los periódicos se ocuparon del asunto. Y ganó el pleito. Después se descubrió un pozo de petróleo justamente al Oeste de Masón County, en el distrito de Ackamulgee y Willie viose envuelto en el pleito entre la compañía petrolera y algunos propietarios independientes. La parte de Willie salió triunfante y el hombre vio dinero en abundancia por primera vez en su vida, recibiendo una buena suma.
Durante todo ese período, no lo vi. No volví a verlo sino cuando se anunció su intervención en las primarias del año 1930. Pero no hubo tal primaria. Fue un infierno entre los primerizos; y «La carga de la brigada ligera» y «La noche del sábado» era una sola cosa allá en el salón trasero de Casey's, y cuando se desvanecía la humareda no quedaba ni un cuadro colgado en las paredes. Y no hubo ningún Partido Demócrata. Allá no se veía sino a Willie, con el cabello caído sobre la frente y la camisa pegada al estómago a causa del sudor, blandiendo un hacha de carnicero y gritando que quería sangre. Al fondo del cuadro, debajo de un cielo rojizo y derribado, con los bordes de un color blanco siniestro, como si fuese espuma, había dos figuras, una a cada lado de Willie. Eran Sadie Burke y un hombre alto y algo encorvado, de hablar lento, con un semblante melancólico y curtido y con lo que se conoce como ojos soñadores. Ese hombre era Hug Miller, de la Facultad de Derecho de Harvard, integrante de la escuadrilla Lafayette, condecorado con la «Croix de Guerre», limpio de manos, puro de corazón y sin ningún pasado político. Era un individuo que había permanecido tranquilo durante años y después alguien (Willie Stark) le hizo entrega de un palo de béisbol y había sentido sus dedos cerca de la cinta. Era un hombre y procurador general. Y Sadie Burke era Sadie Burke y nada más.
Sobre la ladera de la colina había otras personas, por supuesto.
Por ejemplo, algunos caballeros otrora afectos a Joe Harrison pero que, cuando descubrieron que éste no existiría, políticamente hablando, diéronse a la caza de un nuevo amigo. Y dio la casualidad de que el nuevo amigo fuese Willie. Era el único lugar a donde podían recurrir. Se imaginaron que podrían firmar con Willie y medrar con el Estado. Willie los aceptó, naturalmente, y como consecuencia del pacto recibió no pocos votos, si bien de la variedad que usaba sombrero de fieltro y perfumes. Después de un tiempo, Willie aceptó hasta a Tiny Duffy, que llegó a ser Director de Caminos y más tarde — durante el último período de Willie — vicegobernador. Preguntábame en ocasiones la causa de que lo hubiese mantenido a su alrededor y en más de una oportunidad pregunté al jefe por qué distinguía a ese cabezota. Unas veces se reía y no contestaba nada. Otras decía:
—Demonio, alguien tiene que ser vicegobernador... y todos parecen iguales.
Pero en otra ocasión contestó:
—Lo conservo porque me recuerda algo.
—¿Qué? — pregunté.
—Algo que jamás deseo olvidar.
—¿De qué se trata?
—Que cuando vienen a decirnos palabritas dulces es mejor no escucharlas. No es mi intención echarlo en saco roto.
Y así era. Tiny Duffy fue el individuo que había llegado en el lujoso automóvil y vertido dulces palabritas al oído de Willie cuando éste no era sino un pobre abogadillo rural.
Pero, ¿era así? O mejor dicho, ¿era todo eso? Me imaginé que habría alguna otra razón. El jefe habría experimentado cierto orgullo al hacer de Tiny Duffy algo que triunfase. Lo había hecho estallar y después procedió a reunir sus pedazos y darle forma como una creación propia. Debió experimentar gran placer al contemplar el reluciente atavío y el diamante del anillo de Duffy y al creer que todo era huero, simulado, y que si doblaba el meñique Tiny desaparecería como una bocanada de humo. En cierto modo, el éxito que el jefe hizo caer sobre el otro era su revancha, pues cada vez que clavaba su mirada pensativa, soñolienta y lejana en Tiny Duffy, éste sabría, no sin una fuerte opresión en su gran corazón, que si el gobernador doblaba un dedo no habría sino una bocanada de humo. Hasta cierto punto el éxito de Tiny era el índice definitivo del triunfo del jefe.
¿Pero era eso? A la larga decidí que detrás de ello había alguna razón más. Y era ésta: Tiny Duffy llegó a convertirse, en cierto modo, en el otro yo de Willie Stark; y todo el insulto y el desprecio que Willie hubiese de amontonar sobre Duffy no era sino lo que «un yo» de Willie Stark hacía al «otro yo» a causa de una necesidad ciega e interna. Pero no arribé a semejante conclusión sino al final, mucho tiempo después.
Por entonces Willie había llegado a ser gobernador y nadie sabía lo que iba a sobrevenir.
Y entretanto — mientras la campaña proseguía — yo me hallaba sin ocupación.
Mi labor había consistido en enviar información política al Chronicle y, a más de ello, contaba con una columna en el periódico. Era un bracmán sabio.
Un día Jim Madison me hizo comparecer ante la alfombra verde, manufactura de Kelly, que rodeaba su escritorio como si fuese un pastizal.
—Jack — dijo—, ya sabe cuál es la posición del Chronicle en esta elección.
—Por supuesto. Desea que sea reelegido MacMurfee por su brillante desempeño como gobernador y su elevada integridad de estadista:
Hizo una sonrisa un poco agria y dijo:
—Deseo que resulte elegido Sam MacMurfee.
—Lamento haber olvidado que nos hallábamos en el seno de la familia. Creí que estaba escribiendo mi columna.
Desapareció la sonrisa de su rostro y golpeó el escritorio con el lápiz.
—Pues es para hablarle de esa columna para lo que deseaba verlo -dijo.
—Muy bien — contesté.
—¿No puede infundir algo más de entusiasmo en ella? Se trata de una elección y no de un mitin de la «Liga Epworth». 4
—Claro que es una elección.
—¿No puede dedicarle algo más?
—Cuando se trata de trabajar en favor de Sam MacMurfee — contesté—, no se cuenta ni siquiera con la oreja de una cerda para obtener un bolso. Hago lo que puedo.
Se quedó pensativo un minuto y luego comenzó:
—No porque dé la coincidencia de que Stark sea amigo suyo debe...
—No hay tal amigo mío — contesté vivamente—. Ni siquiera lo he visto desde el día de la última elección. Personalmente no me interesa quién sea gobernador de este Estado o lo hijo de perra que sea. Trabajo a sueldo y hago lo posible por suprimir en mi columna mi ardiente convicción de que Sam MacMurfee es uno de los más fantasiosos hijos de...
—Ya sabe la posición del Chronicle — repitió pesadamente Jim Madison, que se dedicó a examinar el extremo, masticado y cubierto de saliva, de su cigarro.
Era un día caluroso y la brisa del ventilador eléctrico iba toda sobre Jim y no sobre mí. Sentí en la garganta un hilito como de saliva agria, tal como se experimenta cuando tenemos acidez de estómago, y mi cabeza fue como una calabaza seca con dos semillas que sonaran dentro. Así es que miré a Jim y dije:
—Está bien.
—¿Qué quiere decir? — preguntó.
—Lo que ha oído — contesté, y me dirigí rápidamente hacia la puerta.
—Mire, Jack, yo... — comenzó, a la vez que dejaba el cigarro sobre el cenicero.
—Ya sé — interrumpí—, está casado y tiene que mantener a su mujer y a sus hijos. Uno de ellos está en Pricenton.
Dije eso y seguí la marcha.
Pasada la puerta, en el vestíbulo, existía un refrigerador para agua. Me detuve junto a él y tomé uno de los vasitos en forma de cono. Me bebí unos diez vasos para suprimir la bilis de mi garganta. Luego permanecí en el mismo lugar con el estómago lleno de agua helada, como si tuviese en mi interior una lámpara fría.
Podía dormir hasta bien tarde y luego despertar y no moverme, sino permanecer justamente quieto, contemplando el sol, cálido y del color de manteca derretida, que penetraba por los intersticios de la celosía, pues mi hotel no era de los mejores de la ciudad, ni mi aposento de los mejores del hotel. Mientras mi pecho se levantaba y se hundía, la sábana húmeda pegábase a mi cuerpo desnudo, pues es así como se duerme allí en verano. Oía el estruendo de los tranvías y el sonar de bocinas de los automóviles allá abajo, no demasiado fuerte, sino en forma variada e inocente, una especie de mezcla, áspera y bronca, de sonidos que atacaban los nervios y en ocasiones el ruido de los platos, pues mi habitación daba al lado de la cocina. De tanto en tanto un negro cantaba una estrofa allá abajo.
Podía permanecer tendido allí cuanto quisiera, y dejar deslizarse ante mi imaginación cuantos cuadros se me antojase; café, una muchacha, dinero, una bebida, arenas blancas y aguas azules; y dejar que fueran sucediéndose lentamente, como un mazo de naipes que se escurriese diestramente de mi mano. Quizá las cosas que deseamos sean como las cartas. En realidad, no las queremos por sí mismas, aunque así lo creamos. No se desea la carta por la carta, sino porque en un sistema perfectamente arbitrario de reglas y de valores y en una combinación especial de valores de la que ya poseemos una parte, la carta tiene algún valor. Pero supongamos que no nos encontramos ante una mesa de juego. Entonces, aunque conozcamos las reglas, la carta no significa nada. Todas parecen iguales.
Y así yacía tendido allí, aunque sabía que me levantaría al cabo de un rato — sin resolverme a hacerlo pero hallándome de pronto en medio de la habitación, justamente de la manera que me vería más tarde — tomando café, cambiando un billete, entendiéndomelas con una muchacha, bebiendo un trago y flotando en el agua. Como un atacado de amnesia que jugase al solitario en un hospital. Ya me levantaría y haría algo; no era para ponerlo en duda. Pero más tarde. Por el mc*- mentó seguiría tendido, sabiendo que era necesario que me levantase y experimentando la sagrada vaciedad y la bendita fatiga del sano después de la noche oscura del alma. Porque Dios y la Nada tienen bastante en común. Si miramos a algunos de Ellos fijamente en los ojos durante un segundo, el electo inmediato sobre la constitución humana es el mismo.
También iba a acostarme temprano muchas noches. Algunas veces el sueño es cosa seria y completa. Dejamos de ir a acostarnos para poder permanecer de pie, pero nos levantamos para poder volver a dormir. Así sucede durante el día cuando uno se encuentra de repente parado, esperando y escuchando. En ese caso somos lo mismo que el muchachito que se encuentra en la estación del ferrocarril, dispuesto para partir en el tren que no ha llegado todavía. Observa a lo largo de la vía y no divisa la pequeña nube de humo. Se va de un lado para otro, pero en seguida sé detiene en sus andanzas y escucha. Aún no se oye nada. Y luego se arrodilla sobre las cenizas con el traje dominguero, lo cual motivará una reprensión de la madre, y escucha con el oído pegado a la vía para captar ese pequeño susurro casi inaudible que correrá a lo largo del carril antes de que el haz de humó negro asome en el horizonte. Del mismo modo escucha para captar el sonido de la noche, mucho antes de que aparezca en el horizonte y mucho, muchísimo antes de que arribé a la carga, jadeando y atronando como una enorme locomotora, y los negros vagones rechinen para detenerse momentáneamente, y el mozo de semblante negro y reluciente le ayude a subir y le diga muy amable: «¡Oh, sí, esté tranquilo, señorito.»
No se sueña en esa clase de sueño, sino que se está bien al tanto de ello a cada minuto que se está dormido, como si se estuviese soñando largamente con el sueño mismo.
Y tal es precisamente lo que me ocurrió durante algún tiempo cuando me quedé sin ocupación. No era cosa nueva. Ya me había sucedido otras dos veces. Hasta lo había bautizado: El Gran Sueño. Un poco antes de abandonar la Universidad, cuando creía que iba a dar término a mi disertación para el doctorado en Historia Americana. Estaba casi terminada y dijeron que estaba bien. Las hojas escritas a máquina veíanse amontonadas, al igual que las cajas de tarjetas. Por la mañana me levantaba tarde y las veía allí, la hoja de encima comenzando a enrollarse debajo del pisapapeles. Y también las veía al venir a acostarme después de la cena. Finalmente, una mañana me levanté tarde, salí y no regresé; allá se quedaron. La segunda vez El Gran Sueño vino antes de abandonar el piso, después de lo cual Lois inició el divorcio.
Pero esta vez no hubo ninguna Historia Americana ni ninguna Lois. Aunque sí otro Gran Sueño.
Cuando me levantaba me limitaba a andar de un lado para otro. Visitaba los cines, andaba por los bares clandestinos y por las casas de baños o me dirigía a los clubs campestres donde me tumbaba sobre la hierba y contemplaba cómo un par de acalorados bastardos blandían las raquetas para golpear una pelotita que brillaba al sol. A veces uno de los jugadores era una muchacha ataviada con una falda corta y blanca, que giraba y azotaba sus muslos morenos, que también relucían al sol.
Varias veces fui a ver a Adam Stanton a su casa. Era el muchacho con quien me había criado en Burden's Landing, un cirujano de gran fama, con más clientes solicitando sus servicios que el tiempo de que disponía para cortarles algo de su cuerpo, profesor de la Facultad de Medicina y muy atareado con los trabajos que redactaba para las publicaciones científicas o para ser leídos en las conferencias de Baltimore, Nueva York y Londres. Seguía célibe, según él, por falta de tiempo. No lo tenía para nada. Pero sí para dedicarme un rato haciéndome tomar asiento en un ajado sillón bien mullido de su modesto piso, donde se veían los papeles amontonados por doquier y en el que la sirvienta negra dejaba el polvo a vetas sobre los muebles cuando efectuaba la limpieza. Yo solía preguntarme, extrañado acerca de su modo de vivir, cuando hubiera podido llevar tan buena vida, pero finalmente se me ocurrió que no cobraría nada a muchos de aquellos a quienes operaba. Pasaba por blando de corazón entre los de su profesión. Y después de haber reunido algún dinero, la gente dio por sentado que si le iba con alguna historia allanaría la mitad del camino. Lo único digno de valor en su piso era el piano, que era muy costoso.
La mayor parte de las veces que visitaba a Adam, tocaba el instrumento. Había oído decir que lo hacía bastante bien, pero me era imposible juzgarlo, aunque no me desagradaba escucharlo, máxime si la silla era buena y confortable. Adam debió haber oído alguna vez que la música no significaba gran cosa para mí, pero supongo que lo habría olvidado o que no creería que nadie fuese capaz de sentir así. De todos modos volvía la cabeza hacia mí y me decía:
—Vamos, escucha esto. Seguro que...
Pero las palabras se apagaban, quedaban truncadas sus expresiones sobre lo que iba a ejecutar. La sentencia quedaba colgando y retorciéndose en el aire como un trozo de soga deshilachada, y me miraba con sus ojos azules, profundos y serenos, unos ojos abstractos — esa clase de ojos y ese aspecto que tiene nuestra conciencia a las tres de la mañana — y después, a diferencia de nuestra conciencia, comenzaba a sonreír, no mucho, sino una especie de amago de sonrisa, casi apologética, que seguía el curso de su boca derecha y de su mentón cuadrado y parecía decir: «Diablo, no puedo remediarlo si parezco así, compañero; es simplemente mi manera de mirar las cosas.» Luego desaparecería la sonrisa y, vuelto de nuevo hacia el piano, ponía sus manos sobre las teclas.
Más tarde o más temprano consideraba que ya era suficiente la música y la abandonaba para dejarse caer en una de las sillas ajadas. O me recordaba que bebiese, o se servía él mismo algo, más pálido que la claridad solar en invierno, pero muy fuerte.
Permanecíamos sentados, sin conversar, bebiendo a sorbitos, más azules sus ojos a causa de lo curtido de la piel, bien estirada sobre los huesos de la cara. Era como cuando acostumbrábamos ir a pescar de muchachos, allá en Burden's Landing. Entonces solíamos permanecer sentados en el bote, horas y horas, bajo el fuerte sol, sin hablarnos. O tendidos sobre la playa. O nos íbamos a pasar el día al campo y después de la cena nos tendíamos junto a una pequeña fogata, para combatir los mosquitos, sin decir una palabra.
Acaso a Adam no le importase dedicarme algún tiempo porque le traía a la memoria los días de Burden's Landing. No es que hablase sobre ello. Sólo lo hizo una vez. Estaba sentado en el sillón, contemplando los restos de la bebida, en el fondo del vaso que sus dedos nerviosos, largos y duros estaban dando vuelta. De pronto me miró y dijo:
—Cuando éramos chicos solíamos pasar muy buenos días, ¿verdad?
—Sí — le contesté.
—Tú, yo y Anne.
—Sí — aseguré y pensé en la muchacha.
Luego dije:
—¿No lo pasas bien ahora?
Pareció pensar durante medio minuto, como si le hubiese formulado una pregunta seria, que quizá lo fuese. Luego contestó:
—Bueno, creo que nunca me he puesto a pensar en ello. No, me parece que jamás he pensado en ello, Jackie — concluyó de manera terminante.
—¿No lo pasas bien? — inquirí—. Eres un cirujano muy acreditado. ¿Y no te proporciona satisfacción ser tan afamado?
No quise contenerme. Sabía que era una pregunta que no se tiene el derecho de formular a nadie; al menos no con el tono de voz con que salió de mis labios; pero no pude remediarlo. Nos educamos y crecemos junto a alguien, éste alcanza fama y nosotros somos un fracaso; pero el otro nos trata como antes, sin haber cambiado un ápice. Y eso es lo que nos lleva a ello, no importa qué calificativo nos apliquemos mientras tratamos de infligirle esa puñalada. Es una especie de tontería del fracaso. Es el club, la vieja escuela. Cerebro y Huesos, y no existe gesto más desagradable y ceñudo para los labios que el de un borracho cuando se encuentra en el bar junto al antiguo camarada que se ha convertido en personaje sin haber cambiado en lo más mínimo, o cuando ese antiguo compañero lo lleva a cenar a su casa, y lo presenta a su linda esposa de mirada serena y a sus saludables hijos. No existía ninguna mujer en el piso de Adam, bastante deslucido, pero era un personaje, y yo se lo hice notar.
Mi pregunta no le hizo mayor impresión. Me observó con sus ojos candidos, azules, algo ensombrecidos, por un pensamiento ahora, y dijo:
—Se trata de algo en lo que ni siquiera he pensado.
Luego su sonrisa ocasionó un gesto en aquella boca que, en circunstancias ordinarias, parecía una herida quirúrgica, bien hecha, limpia y decisiva, bien curada y sin ninguna arruga.
De modo que traté de enmendar mi impertinencia de la mejor manera posible, valiéndome para ello del socorrido cambio de tema y dije:
—Sí, hemos pasado muy buenos tiempos cuando chicos, Anne, tú y yo.
Y era cierto. Adam Stanton, Anne Stanton y Jack Burden disfrutaron mucho durante su infancia allá junto al mar. Algún chubasco ennegrecía el cielo del golfo y descargaba sobre nuestras cabezas, y las palmeras se inclinaban como distraídas al principio y luego con mayor firmeza, dejando al descubierto sus hojas relucientes y húmedas, que parecían de hojalata, a la luz biliosa, pero no nos helaba ni nos hacía desaparecer en el reino del mar5 pues nos encontrábamos seguros en el interior de una casita blanca, la de ellos o la mía, desde cuyas ventanas contemplábamos cómo la marea rugía más allá del murallón, cual si fuese crema batida. Y al fondo de la habitación, a espaldas nuestras, se hallaba el gobernador Stanton o la señora Ellis Burden, o quizás ambos, pues eran amigos, o el juez Irwin, que también lo era, y no existía vendaval capaz de alterar los nervios de ninguno de los tres.
«Tú, Anne y yo», había dicho Adam Stanton. Lo mismo que yo. Y así una mañana, luego que me hube decidido a abandonar la cama, visité a Anne y le dije:
—Hacía mucho que no pensaba en ti, pero el otro día vi a Adam y me recordó que tú, él y yo solíamos pasar muy buenos ratos cuando éramos muchachos. ¿Qué te parece si cenamos juntos? Aunque ahora ya andemos con muletas.
Dijo que sí. Ciertamente no andábamos con muletas, pero ya no nos divertíamos.
Me preguntó qué hacía y le contesté:
—Absolutamente nada. Simplemente esperar que se me termine el dinero.
No me dijo que debería hacer algo; ni siquiera lo insinuó. Que ya es bastante. De ahí que preguntase a mi vez qué hacía ella, a lo que me contestó:
—Absolutamente nada.
Cosa que supe que era una gran mentira, pues me constaba que siempre andaba consolando a los negros huérfanos, a los retardados y los ciegos, sin obtener la más mínima paga por ello. Al contemplarla veíase que todo eso no era sino un derroche de algo y ese algo no era precisamente dinero. En consecuencia dije:
—Espero lo pases bien acompañada.
—No mucho — fue la respuesta.
La observé de cerca y vi lo que sabía que iba a ver y había visto muchas veces cuando no se hallaba sentada frente a mí. A Anne Stanton, que no era precisamente una belleza sino lo que era Anne: la muchacha de cutis moreno, de matices dorados y claros, no tan oscuros como el de Adam, con una insinuación de la estructura positiva existente debajo de la piel, estirada sobre los huesos con algo, una sugestión, de la tensión existente en el semblante de Adam, como si el creador de esa obra no hubiese deseado desperdiciar ningún material en partes suaves o lacias y hubiese estilizado el producto con bastante pureza. El cabello era negro y veíase alisado, casi tirante, en su debido lugar. Los ojos azules miraban como los de Adam, con la misma intensidad, pero en ellos el azul helado, abstracto y transparente hallábase remplazado por otro más profundo, más atrayente y menos sereno. Al menos algunas veces. Adam y Anne parecían iguales. Podrían haber sido gemelos. Hasta poseían la misma sonrisa. Pero la boca que las producía no era igual. La de Anne no daba la impresión de aquella herida quirúrgica, limpia, decisiva y bien curada. En ese punto el fabricante se había permitido el lujo de un poco de material extra. No demasiado; lo suficiente.
Tal era Anne Stanton y vi lo que sabía que iba a ver.
Allá estaba sentada delante de mí, muy erguida, con la cabeza alta y derecha sobre su cuello fino y redondo que a su vez salía de sus hombros reducidos y más bien cuadrados y con sus brazos algo chicos y redondeados, desnudos y colocados junto a sus costados con exactitud matemática. Al contemplarla pensé cómo, por debajo de la mesa, sus piernas nada grandes se hallarían matemáticamente juntas, muslo con muslo, rodilla con rodilla y tobillo con tobillo. En verdad siempre había en ella algo un poco estilizado, algo del efecto que observamos en ciertos bajorrelieves egipcios y en las estatutos de princesas del último período, formas en las que la gracia y la suavidad, sin disminuir por ello, son captadas con gravedad matemática. Anne Stanton siempre miraba directamente y uno experimentaba la sensación de que estuviese haciéndolo a distancia. Siempre mantenía erguida la cabeza y parecía como si se hallase en espera de una voz que no podríamos escuchar. Siempre estaba tan erguida y tan primorosa. Nos daba la impresión de que toda su gracia y su suavidad se hallaban comprendidas en el rigor de una idea que éramos incapaces de definir.
—¿Estás planeando ser solterona? — pregunté.
Rió y dijo:
—Hace mucho que he dejado de planear nada.
Bailamos en el reducidísimo espacio, entre las mesas del bar clandestino, sobre las cuales se veían a medio consumir los platos de pastas, los huesos de pollo o las botellas de Dago tinto. Durante unos cinco minutos el baile tuvo algo de valor en sí, pero luego se pareció en mucho a la ejecución de algún acto complicado y portentoso, en un sueño al parecer de algún significado, si bien éste se nos escapa. Luego tocó a su fin la música, y dejar de bailar fue como despertar de un sueño, contentos de haber despertado y escapar del mismo, aunque a la vez desconsolados al ver que jamás sabríamos de qué se trataba.
Ella debió de haber experimentado lo mismo, pues cuando más tarde volví a invitarla a bailar me dijo que no se sentía muy dispuesta a ello, sino más bien con ganas de conversar, lo cual hicimos abundantemente, aunque resultó algo parecido a la danza. No es posible estar hablando siempre de lo bien que lo hemos pasado de chicos.
La conduje a su piso, algo más arriba que el de Adam, pues el gobernador Stanton no había abandonado este mundo realmente en la pobreza y no la había dejado en mala situación económica. Se despidió de mí no sin aconsejarme:
—Pórtate bien, Jack.
—¿Volverás a cenar conmigo? — le pregunté.
—Siempre, siempre que quieras. Bien lo sabes — fue la respuesta.
Sí, bien lo sabía.
Y salió a cenar conmigo varias veces. La última vez que lo hizo me dijo que había visto a mi padre.
—¿Ah, sí? — contesté de un modo poco alentador.
—No seas así.
—¿Cómo?
—Ya sabes lo que quiero decir. ¿Ni siquiera deseas saber cómo está?
—Bah, bien sé cómo está — contesté.
Sentado allá en el agujero en que vive, o ayudando a la misión o escribiendo esos estúpidos folletos que nos entregan en la calle y que se refieren a Marcos 4: 6 y Job 7: 5. Sus gafas irán montadas sobre la punta de la nariz y la caspa se asentará como una tempestad de nieve que desciende de los Dakotas sobre el cuello de su americana negra?
Permaneció muda durante un minuto y luego dijo:
—Lo he visto en la calle y no parecía hallarse muy bien. Tenía aspecto de enfermo. No lo reconocí al principio.
—¿Trató de entregarte alguno de esos folletos?
—Sí, me alargó uno de ellos mientras yo iba bastante aprisa, por lo que automáticamente lo tomé. Después observé que me miraba fijamente a la cara. Al principio no lo reconocí. — Se detuvo—. Eso fue hará un par de semanas.
—Hace casi un año que no lo veo — contesté.
—¡Oh, Jack, no debes hacer eso! ¡Tienes que verlo!
—Bueno, ¿pero qué le diré? Y Dios sabe que él tampoco tiene nada que decirme. Nadie lo ha obligado a que haga esa vida. Nadie le forzó a abandonar su estudio de abogado tampoco y ni siquiera se molestó en cerrar la puerta tras él.
—Pero Jack — dijo ella—, tú...
—Está haciendo su santa voluntad. Además, si fue lo suficientemente necio para hacer lo que hizo, simplemente porque no podía convivir con una mujer, sobre todo con una mujer como mi madre... Si no fue capaz de proporcionarle lo que ella deseaba, sea lo que fuere, entonces...
—No hables de ese modo — dijo ella enérgicamente.
—Mira — contesté—, simplemente porque tu padre fue gobernador en otro tiempo y murió en un lecho con cabecera de caoba, con un par de médicos ilustres inclinados sobre él y pensando en lo elevado de sus honorarios, y porque creas que era Jesucristo con corbata negra, no necesitas hablarme cual si fueses una anciana. No estoy refiriéndome a tu familia, sino a la mía, y no puedo remediar si veo la verdad desnuda. Y si tú...
—Bueno, no tienes necesidad de hablarme de ello — contestó—, ni a mí ni a nadie.
—Es cierto.
—¡Oh, es cierto! — exclamó y asió el mantel con la mano derecha—. ¿Cómo sabes que es la verdad? No conoces nada acerca de ello. Ignoras qué fue lo que les impulsó a obrar de ese modo.
—Conozco la verdad. Sé lo que es mi madre. Lo mismo que tú. Y me consta que mi padre fue un necio al permitirle que lo hundiera.
—¡No te expreses con tanta amargura! — dijo. Estiró el brazo, me tomó la muñeca y la sacudió un poco, clavando sus dedos agudos en la manga.
—No hay tal amargura. No me importa un bledo lo que hicieron. Ni lo que hagan ni el porqué.
—Oh, Jack — dijo, sin dejar de oprimirme el brazo, aunque no con tanta fuerza ahora—, ¿no puedes amarlos un poco o perdonarlos o simplemente no pensar en ellos? ¿No puedes sentir distinto de como sientes?
—Podría pasar el resto de mi existencia sin acordarme de ellos
—dije. Observé entonces que meneaba la cabeza levemente, como siempre, y que sus ojos eran del mismo azul oscuro y demasiado brillantes y que su labio inferior se hallaba contraído y sujeto por los dientes. Retiré su mano de mi brazo y la coloqué sobre el mantel, palma abajo y cubierta con la mía—. Lo siento — agregué.
—No, Jack, no lo sientes en lo más mínimo. Jamás lo has sentido. Ni te has alegrado. Eres simplemente... bien, no sé lo que eres.
—Lo siento — repetí.
—Oh, simplemente crees que lo sientes. O que te alegras. Pero no es así en realidad.
—Si uno cree que lamenta alguna cosa, ¿quién diablos puede decirle lo contrario? — pregunté, pues era un idealista empedernido por entonces, como ya he manifestado, y no iba a solicitar un plebiscito para determinar si lo lamentaba o no.
—Eso suena bien, pero no es así. No sé por qué... ah, sí, bien lo sé; si nunca te has sentido contento o has lamentado algo, no has sido capaz de procurarte alguna manera de conocer si la próxima vez estarías contento o no.
—Muy bien — contesté —; pero ¿puedo decirte al menos que está sucediendo algo dentro de mí que puedo elegir considerarlo lamentable?
—Eso puedes decirlo aunque no lo sepas. — Luego prosiguió, después de haber apartado su mano de la mía—: Oh, uno puede comenzar a sentirse contento o a lamentar o a cualquier otra cosa, sin que conduzca a nada.
—¿Quieres decir como una manzanita verde en la que se forma un agujero y se cae del árbol antes de haber llegado a madurar?
Rió y contestó:
—Sí, eso mismo.
—Bueno, he aquí una manzanita verde con un gusano en su interior: lo siento.
Lo lamentaba o experimentaba su equivalente en mi léxico. Sentía haber arruinado esa velada. Pero la sinceridad me obligaba a reconocer que no había habido mucho que arruinar en ella.
No volví a pedirle que saliera conmigo a cenar, al menos durante esa temporada que estuve sin trabajo y dedicado a dormir. Había visitado a Adam y escuchado sus ejecuciones ante el piano. Me había sentado frente a los platos de spaghetti y a las botellas de Dago tinto y contemplado a Anne Stanton. Y, como consecuencia de lo que ella me dijera, había bajado hasta los conventillos y visitado al viejo, no muy alto, que otrora fuera robusto, pero cuyo semblante colgaba ya en pliegues flojos y grises bajo sus grises cabellos, con los anteojos de armazón de aceró colgados en el extremo de la nariz, y cuyos hombros, ahora delgados y salpicados de caspa, se inclinaban cual si fuese por efecto de aquel vientre, aparentemente disyuntivo y cuidadoso, que hacía que la chaqueta de su traje negro pareciese abultada más arriba del cinturón y de los amplios pantalones. De todos modos había encontrado lo que pensé que iba a encontrar, porque las cosas habían acontecido y nada las cambiaría. Había estado sumergido en un sueño, como un hombre dentro del agua, y habían cruzado veloces ante mis ojos otra vez, del mismo modo que la gente dice que desfila el pasado ante los ojos dé un hombre que se ahoga.
Bien, ahora podría volver a dormir. Por lo menos hasta que se me agotase el dinero. Podría ser Rip van Winkle. Sólo que pensé que la historia de Rip van Winkle estaba por completo equivocada. Al despertarme nada había cambiado. No importa cuánto hubiese dormido, todo estaba igual.
Pero no pude dormir mucho. Conseguí una ocupación. O más bien, ésta me consiguió a mí. El teléfono me sacó de la cama una mañana. Era Sadie Burke, que dijo:
—Venga al Capitolio a las diez. El jefe desea verlo.
—¿Quién? — pregunté.
—El jefe. Willie Stark, el gobernador Stark. ¿O es que no lee los periódicos?
—NO, pero alguien me lo dijo en la peluquería.
—Pues es una realidad. Y el jefe quiere que esté aquí a las diez. — Y sin agregar una jota más colgó el auricular.
«Bueno — me dije a mí mismo—. Quizá las cosas cambian mientras dormimos.» Pero no lo creí entonces, ni más tarde, cuando penetré en el amplio aposento con los oscuros paneles de roble y pisé blandamente a lo largo de la espesa alfombra roja, bajo los ojos de todos aquellos auténticos retratos al óleo de tantos ancianos de patillas que contemplaban al otro no tan viejo y sin patillas que se hallaba sentado detrás de su escritorio, frente a los altos ventanales y se levantó al aproximarme. «Al diablo — pensé—, en verdad es Willie.»
No era nadie más que Willie, aunque llevaba algo que no era el traje azul de sarga que luciera allá en Upton. Pero llevaba la ropa descuidada, con la corbata deshecha y caída hacia un costado, el cuello desabrochado y el cabello caído sobre la frente, según acostumbraba. Durante un segundo pensé que acaso sus labios carnosos se uniesen con más firmeza que antaño, pero antes de que pudiera asegurarme estaba haciendo una mueca y había dado la vuelta alrededor de la mesa, a cuyo frente se hallaba. De ahí que pensase simplemente que era Willie otra vez.
—Hola, Jack. — Y me tendió la mano.
—Lo felicito — dije.
—Me han dicho que lo despidieron.
—Ha oído mal — contesté—. Fui yo quien abandoné.
—Fue bastante inteligente — aseguró—, porque cuando termine con ellos no estarán en condiciones de pagarle. No les quedará ni para el negro encargado de limpiar las escupideras.
—Me parece muy bien.
—¿Quiere algún empleo?
—Consideraría cualquier propuesta.
—Trescientos al mes — dijo—, y comida. Gastos pagados cuando salga.
—¿Para quién trabajaré; para el Estado?
—No, diablos, para mí.
—Parece como si usted estuviese trabajando para mí — contesté—. El sueldo de gobernador no alcanza sino a cinco mil.
—Muy bien — rió—. Entonces trabajaré para usted.
Me vino a la memoria lo bien que le había ido con el ejercicio de la abogacía.
—Probaré — dije.
—Muy bien. Lucy está deseosa de verlo. Venga a cenar a casa mañana por la noche.
—¿Se refiere a la Mansión?
—¿Qué demonios piensa que quiero decir? ¿Un hotel de turistas o una casa de huéspedes? Naturalmente que a la Mansión.
Sí, la Mansión. Iba a tratarme como en los viejos tiempos y a llevarme a cenar y a presentarme a la linda mujercita y al robusto hijo.
—Muchacho — decía—, hacemos bastante barullo en aquel lugar, Lucy, Tom y yo.
—¿Cuál será mi misión? — inquirí.
—Comer — dijo—. Esté allí a las seis y media y coma con apetito. Llame a Lucy y dígale qué desea comer.
—Me refiero al empleo.
—Caramba; no sé. Ya se presentará algo que hacer.
Y tuvo mucha razón en eso.