CAPÍTULO VIII

Después de haber estado acostado en la cama del cuarto del hotel de Long Beach y de haber visto lo que vi, me levanté muy sereno y emprendí el viaje de regreso con el sol de la mañana en la cara, que arrojaba hacia mí las sombras de los bungalows estucados de rojo claro (estilo misionero español, morisco o colonial), de las estaciones de servicio (que semejaban la casa construida con pan de especies pertenecientes a los cuentos de hadas o la casita de Atine Hathaway o una choza esquimal), de los palacios resplandecientes sobre las colinas, entre los arrogantes encajes de los eucaliptos, de las montañas que parecían leones encorvados, de un vagón de hacienda olvidado en algún solitario apartadero y de un hombre que venía hacia mí en un camino blanco, que a distancia era reluciente como el cuarzo. Arrojaba la sombra hermosa y púrpura del mundo entero hacia mí, en tanto yo viajaba de regreso, sin que por ello dejase de avanzar, a gran velocidad, pues si hemos estado en realidad en Long Beach y tenido nuestro sueño en la cama del hotel, no hay razón para no retornar con una nueva confianza adondequiera que hubiésemos partido; porque entonces ya sabemos y el conocimiento es poder.

Vi cómo la gente caminaba por las plazas de las pequeñas localidades en el desierto. Cómo la camarera protestaba agitando débilmente su brazo contra las moscas mientras el ventilador eléctrico removía el aire, débil y cálido como el respiradero de un gran horno. Vi al viajante de comercio que se hallaba precisamente delante de mí en el escritorio del hotel y decía: «Amigo, usted dice que esto es un hotel y le he telegrafiado para que me reserve una habitación con baño, y como si tal cosa. Lo que es extraño es que tengan habitaciones y baños en este poblacho.» Vi al pastor solo en una extensa meseta y a la india con ojos color de melaza observándome por encima de una pila de cacharros ornados con los dibujos característicos de su tribu, relativos a la vida y a la fertilidad y evidentemente destinados a los almacenes de cinco y diez centavos. Mientras observaba a toda esa gente experimenté gran poder en mi conocimiento secreto.

Recordé cómo una vez mientras Willie Stark no era sino un pelele y un tonto, en la época en que no era sino el primo Willie del campo y se presentaba candidato a gobernador por vez primera, yo había ido a la parte Oeste del Estado, cubierta de pulgas, para informar acerca del asado y de los discursos en Upton. Hice el viaje en el tren de cercanías que jadeó horas y horas a través de los algodonales, y luego, de los campos de salvia. En una pequeña ciudad donde se detuvo miré por la ventanilla y pensé en lo inadecuados que resultaban los alambres y las tablas que servían de cerco a las reducidas casas de madera para mantener afuera la amplitud de los campos cubiertos en las elevaciones, y en los surcos de matas de salvia, y que parecían dispuestos a deslizarse hacia delante y engullir las casas. Pensé que las casas no estaban allí en su elemento, sino improvisadas, arrojadas como al tuntún, listas para ser abandonadas con algunas ropas colgadas todavía de la soga, pues no habría tiempo de descolgarlas cuando los moradores advirtiesen que era hora de retirarse, y bien aprisa por cierto. Había pensado de ese modo, pero precisamente en el momento en que el tren se alejaba, una mujer salió por la puerta trasera de una de las casas para vaciar un recipiente de agua. Arrojó el contenido, miró un instante al convoy en movimiento y entró otra vez decididamente en la casa. No se alejaría. Penetraría en la morada hasta algún secreto que existía en ella, algún conocimiento. Y en tanto el tren se alejaba fui yo quien tuvo la noción de ser quien corría y de que era necesario hacerlo aprisa, pues pronto iba a ser de noche. Había pensado que la mujer era dueña de algún conocimiento secreto y la envidiaba. Con frecuencia he envidiado a otros. Gentes a quienes he visto fugazmente, otras a quienes he conocido largo tiempo, a un hombre que abría un surco, negro, extenso y derecho a lo largo de un campo, en el mes de abril, o a Adam Stanton. Y en algunos momentos he sentido envidia de gente dueña, al parecer, de algún conocimiento secreto.

Pero ahora, mientras avanzaba hacia el Este, sobre el desierto, a la sombra de las montañas, a través de mesetas y llanuras, y veía la gente en esos campos magníficamente vacíos, no creía tener que volver a envidiar a nadie, pues estaba seguro de la posesión del conocimiento y con éste se puede hacer frente a todo, ya que el conocimiento es fuerza.

En un establecimiento llamado «Don Juan», en Nuevo Méjico, conversé con un hombre apoyado a la sombra de la estación de servicio, disfrutando del único parche de sombra existente en cien kilómetros hacia el Este. Era un hombre viejo, de setenta y cinco años cuando menos, con un cutis como el cuero, curtido por el sol, y ojos de color azul pálido bajo el ala de un sombrero, antaño de color negro. Lo único notable en el hombre era que mientras uno observaba su cutis como cuero reseco y curtido por el sol, que parecía tan duro y falto de vitalidad como las mandíbulas de una momia, advertíase de repente como un tic en la mejilla izquierda, arriba, hacia el ojo azul pálido. Creeríase que iba a hacer un guiño pero no era así. Era ni más ni menos que un fenómeno independiente, sin relación alguna con el semblante o lo que detrás de él hubiere ni con el conjunto de fenómenos que constituyen el planeta en que nos hallamos perdidos. En semejante rostro era notable aquel tic que vivía una vida propia tan insignificante. Me situé en cuclillas junto a él, que se hallaba sentado sobre un montón de harapos del que sobresalía el mango de una sartén, y escuché su conversación. Pero su palabra no era animada. Sí lo era en cambio el tic, del que ya ni se percataba.

Después que hubieron llenado mi tanque continué observándolo, lanzándole miradas desde la carretera en tanto nos acomodábamos en el automóvil y apresurábamos nuestra marcha hacia el Este. El también iba de regreso en aquella dirección. Eso sucedía por la época en que las tormentas de tierra hacían desaparecer la mitad del territorio y la gente se dirigía hacia el Oeste para quedarse estancada y morirse de hambre lentamente en California. Pero aquel viejo no lo hizo. Regresaba al Norte de Arkansas para morirse de hambre en el lugar de donde procediera.

—California — dijo—, es como el resto del mundo. Sólo que está de moda.

Contesté:

—Sí, es cierto.

Preguntó:

—¿Ha estado allí?

Le dije que sí.

—Entonces, ¿usted regresa a su tierra?

Le contesté afirmativamente.

Atravesamos Texas hasta Shreveport, Louisiana, donde me abandonó para tratar de dirigirse al Norte de Arkansas.. Su semblante había aprendido, de todos modos, y bajo el ojo izquierdo advertíase la sabiduría definitiva. Aquel rostro sabía que el tic era la cosa viva. Nada más. pero al dejar a aquel hombre, por lo demás sin nada de particular, se me ocurrió, al reflexionar en lo que lo hacía notable, que si el tic lo era todo, ¿qué es lo que sería capaz de comprender que ello era así? ¿Acaso lo sabía la pata de la rana cuando se le aplicaba la corriente eléctrica en el laboratorio? ¿Conocía algo el semblante del hombre acerca del tic y cómo lo era todo? Y si yo era todo tic, ¿cómo sabía el tic que era yo que lo era todo? Ah — decidí—: he ahí el misterio, el conocimiento secreto. Por eso hay que ir a California y tener una visión mística para descubrirlo. Y así el tic podrá saber que lo es todo. Así, al haberlo descubierto en la mística, uno se siente puro y libre.

Seguí mi viaje hacia el Oeste y al cabo de un buen tiempo arribé a casa.

Llegué a hora avanzada de la noche y me acosté. A la mañana siguiente me presenté en la oficina, bien descansado y afeitado y entré a saludar al jefe, a quien tenía grandes deseos de saludar, de ver de cerca, ya que era el hombre que ahora lo tenía todo y yo nada. O más bien, me corregí; él lo tenía todo excepto lo que yo tenía, la gran cosa: el secreto. De manera que me corregí y con algo del modo benigno como el sacerdote mira al que trabaja y se esfuerza y se halla cubierto de sudor, penetré en las oficinas del gobernador, dejé atrás la sala del encargado de recibir las visitas y sin llamar apenas me introduje en el despacho.

Allá estaba sin haber cambiado lo más mínimo.

—¡Hola, Jack! — exclamó. Apartó los cabellos de su frente sacó los pies de encima del escritorio y vino hacia mi, tendiéndome la mano

—¿Dónde diablos se ha metido, hombre?

—En el Oeste — dije con mucha tranquilidad, mientras estrechaba la mano que se me tendiera—. Simplemente fui a dar un paseo en automóvil por el Oeste. Me cansé un poco de esto, por lo que tomé unas cortas vacaciones.

—¿Lo ha pasado bien?

—Maravillosamente.

—Me alegro.

—Y usted, ¿qué tal anduvo?

—Muy bien, todo ha salido bien.

Y así llegué al lugar en donde todo estaba bien. Todo estaba perfectamente, lo mismo que cuando partí, salvo que ahora estaba en posesión del secreto. Y mi conocimiento secreto hacíame aislarme. Cuando se posee el secreto no puede uno comunicarse realmente con quien no lo posee, del mismo modo que no es posible hacerlo con el rapazuelo que revienta de tantas vitaminas con que lo han embutido y se halla muy atareado en jugar con sus bloques para edificar o con el tambor de hojalata. Y no es posible que nos llevemos a nadie a un lado para comunicarle el secreto. Si se hace, entonces, el hombre o mujer a quien tratamos de decirle la verdad cree que nos hallamos bajo algún pesar y necesitamos de simpatía, cuando la verdad es que no buscamos tal cosa sino felicitaciones. Por eso cumplí mi diaria tarea y comí el pan cotidiano y vi las antiguas caras familiares y sonreí benignamente como el sacerdote.

Era junio y hacía calor. Todas las noches, menos aquellas en que acudía a algún cine con aire acondicionado, subía a mi habitación para tenderme desnudo sobre la cama, con el ventilador eléctrico en marcha, resonando y penetrándome el cerebro, y leer un libro hasta advertir el momento en que el ruido de la ciudad habíase convertido en nada que no fuese la bocina de alguno que otro taxi o la campana y el rechinar de un tranvía que pasaba. Entonces apagaba la luz, me ponía de lado, y a dormir se ha dicho, mientras el ventilador continuaba girando y horadando mi cerebro.

En junio vi a Adam varias veces. Se hallaba más que nunca embebido en las tareas del centro médico y cada vez más frío y más sombrío. Por supuesto, disponía de más tiempo por haber acabado las clases en la Universidad, pero cualquier alivio que ello supusiera quedaba más que desplazado por el aumento de su clientela y por su labor en la clínica. Dijo que se alegraba de verme cuando fui a su departamento y quizá se alegrase, pero no habló mucho y mientras estuve sentado allí observé que parecía sumirse cada vez más en sí mismo, hasta que experimenté la idea de que estaba tratando de hablar con alguien metido en un pozo profundo y que sería mejor que gritase si deseaba hacerme comprender. La única vez que lo vi animado fue una noche en que luego de haber dicho que al día siguiente haría una operación, inquirí sobre el caso.

Me dijo que se trataba de esquizofrenia catatónica.

—¿Quieres decir que es un desequilibrado?

Adam hizo un ademán indicativo de que no andaba muy alejado.

—No sabía que operabas a las personas; que estaban en semejante estado — dije—. Creí que les gastabas bromas y luego les recetabas baños fríos y dejabas que hicieran canastos de rafia y que refiriesen sus sueños.

—No, se les puede operar — dijo. Luego agregó casi a manera de disculpa—: Puede hacérseles una lobectomía prefrontal.

—¿Qué es eso?

—Se les quita un trozo de lóbulo frontal del cerebro, de cada lado.

Pregunté si el paciente viviría y contestó que nunca podía asegurarse, pero que en caso de vivir sería distinto.

—¿Qué quieres decir con eso?

—Que tendrá una personalidad diferente.

—¿Como cuando uno se convierte y lo bautizan?

—Eso no imparte una personalidad diferente — dijo—. Cuando uno se convierte no cambia de personalidad, sino simplemente se la ejercita en términos de un distinto juego de valores.

—¿Pero este individuo tendrá una personalidad distinta?

—Sí. En la forma en que se halla ahora simplemente se sienta en un sillón o se tiende de espaldas sobre la cama y contempla el vacío. La frente se le frunce. En ocasiones emite un gemido o una exclamación. Algunas veces descubrimos la presencia de síntomas de manía persecutoria. Pero siempre el paciente sufre un dolor intenso y entumecedor. Cuando lo hayamos sometido al tratamiento será diferente. Se volverá animoso, tranquilo y amable. La frente se desarrugará. Comerá y dormirá bien y le agradará recostarse en la valla y cumplimentar al vecino por el estado de sus flores y de sus hortalizas. Será completamente dichoso.

—Si puedes garantizar resultado semejante, ganarás más dinero que una oficina de compraventa de tierras, en cuanto la noticia cunda por ahí.

—Nunca se puede garantizar nada — aseguró Adam.

—¿Qué sucede si el asunto no sale de acuerdo con Hoyle?

—Bien, ha habido casos — dijo—, no míos, gracias a Dios, en que el enfermo no salió alegremente extravertido sino completa y animosamente amoral.

—¿Quieres decir que atropellaba a las enfermeras a la luz del día?

—Más o menos — contestó Adam—, si se le dejaba. Todas las inhibiciones ordinarias desaparecían.

—Bueno, si tu enfermo sale así mañana, ciertamente será un regalo para la sociedad.

Adam gesticuló de manera sombría y dijo:

—No será mucho peor que muchos que no han caído bajo el bisturí.

—¿Puedo presenciar la operación? — pregunté.

"De pronto experimenté que tenía que hacerlo. Nunca había presenciado ninguna intervención quirúrgica. Siendo periodista fui testigo de tres ejecuciones en la horca y una en la silla eléctrica, que es diferente. En la horca no se cambia la personalidad de nadie, sino simplemente el largo de su cuello y se le imparte una impresión singular; y en la electrocución tan sólo se cocina un lote grande de carne que salta. Pero esta operación será aún más radical que lo experimentado por Pablo en el camino de Damasco. Por eso pregunté si podría presenciarla.

—¿Por qué? — inquirió Adam, estudiando mi semblante.

Le contesté que por mera curiosidad.

Dijo que sí, pero que no iba a ser nada agradable.

—Supongo que será tan atractiva como una ejecución en la horca —comenté.

Luego comenzó a hablarme del caso. Me trazó dibujos y me mostró libros. Se animó considerablemente y habló hasta dejarme casi sordo. Estuvo tan interesante que olvidé formularle una pregunta que bullía en mi imaginación al principio de nuestra charla. Había dicho que la personalidad no cambia en el caso de la conversión religiosa, sino que simplemente es ejercida en términos de un distinto juego de valores. Bien, había sido mi intención preguntarle de qué manera — si no se producía cambio de personalidad — la persona conseguía un juego diferente de valores en relación con los cuales ejercitarla. Pero se me había ido de la imaginación en aquel instante. De todos modos, presencié la operación.

Adam me vistió de forma que pudiera acompañarlo al anfiteatro. Traído el paciente fue colocado sobre la mesa de operaciones. Era un individuo alto y flaco, de nariz acaballada y expresión agria que me recordaba vagamente a Andrew Jackson o a un evangelista de regiones apartadas; no obstante el turbante estaba echado bastante atrás y la parte delantera de la cabeza había sido dejada al descubierto, afeitada. Le pusieron la máscara y perdió el conocimiento. Después Adam sacó el escalpelo y realizó un corte limpio a través de la parte alta de la cabeza y hacia abajo en cada sien, luego de lo cual peló simplemente la piel tirándola hacia delante. Su labor habría hecho parecer bisoño a cualquier comanche veterano en arrancar cabelleras. Entretanto estaban limpiándole la sangre que manaba en abundancia.

Más tarde Adam dedicóse a la verdadera tarea. Utilizaba un aparato que era como un taladro con su mecha y con él abrió cinco o seis agujeros a cada lado del cráneo. Luego tocó el turno a la que previamente me había indicado como sierra Gigli, algo que parecía un cable ordinario, con el que aserró el hueso hasta dejar una aleta suelta a cada lado del frente de la cabeza para poder doblarlo y llegar al verdadero mecanismo del interior. O poder hacerlo tan pronto cortase la membranita pálida conocida como meninges.

Por entonces había transcurrido más de una hora, o al menos me lo pareció, y me dolían los pies. El ambiente era muy caluroso además, pero no me mostré excitado, ni aun a causa de la sangre. Para empezar, aquel hombre tendido sobre la mesa de operaciones no parecía real. Olvidé por completo que fuese un hombre y proseguí observando el fino trabajo de carpintería que estaba efectuando, sin prestar demasiada atención a las características del proceso, indicadoras de que lo que se hallaba sobre la mesa era un ser humano. Por ejemplo, la enfermera continuó tomando la presión sanguínea y de tanto en tanto manejaba un aparato para transfusiones, pues estaban continuamente efectuándolas de una botella instalada en lo alto y de la que partía un tubo.

Todo anduvo bien hasta que comenzaron a cauterizar. Para extirpar las partículas del cerebro se valen de un artefacto eléctrico que no es sino una varillita de metal embutida en un mango con un cordón para electricidad que parte del mismo. En conjunto parece una tenacilla para rizar el cabello. En verdad, durante todo el acto me dio la impresión de que todo el costoso instrumental era muy lógico, sencillo y familiar y me trajo a la memoria los utensilios que se veían en cualquier hogar bien equipado. Despojando de algo la cocina y de un poco a la vez el tocador de nuestra esposa, podremos contar con lo suficiente para instalarnos por cuenta propia.

Bien, en el proceso del termocauterio esta varilla es la que procede a cortar o más bien a quemar. Se produce un poco de humo y mucho olor. Al menos así me pareció. Al principio no fue del todo malo, pero luego recordé dónde había olido algo igual. Había sido una noche, muchos años antes, cuando el establo había ardido en el Landing y no había sido posible sacar todos los caballos a tiempo. El olor de los caballos que se tostaban invadía la atmósfera, húmeda y pesada, y era imposible no advertirlo a pesar de que ya había dejado de oírse los relinchos de las bestias. Tan pronto advertí que el olor del cerebro chamuscado era como el de los caballos, ya no me sentí bien.

Pero permanecí en el lugar. La operación duró horas y horas, pues no puede cauterizarse sino un trocito a la vez, y es necesario ahondar cada vez más. Permanecí allí hasta que Adam tiró de las aletas para volver a colocarlas en su lugar, lo mismo que la piel, y todo volvió a quedar como antes.

Luego, los trocitos arrancados del cerebro fueron arrojados a un recipiente para que forjasen sus pequeños pensamientos en algún cubo de basura y lo que quedaba dentro del cráneo abierto del flaco individuo fue cosido y dejado para que pensase, ahora con una nueva personalidad.

Cuando Adam y yo salimos y nos lavamos, mientras estábamos quitándonos las batas le dije que se había olvidado de bautizarlo.

—¿Bautizarlo? — inquirió mientras se quitaba la bata.

—Sí, porque ha nacido de nuevo y no de ninguna mujer. Yo te bautizo en nombre del Gran Tic, del Pequeño Tic y del Espíritu Santo que sin duda es también Tic.

—¿De qué diablos estás hablando? — preguntó.

—De nada. Estaba tratando de bromear simplemente.

Adam adoptó una sonrisita indulgente pero no pareció creer que la cosa fuese tan divertida. Y al pensar en ella ahora no veo que en verdad lo fuera, aunque en aquel momento sí me lo pareció. Creí que haría reventar de risa a alguien. Claro que aquel verano, desde lo alto de mi sabiduría olímpica, pensé divertidas muchas cosas que ahora no me lo parecen.

Después de la operación no vi a Adam durante bastante tiempo. Fue hacia el Este, por asuntos de negocios, supongo que en relación con el hospital. Luego, a su regreso, aconteció lo que dejó al jefe casi en situación de tener que dedicarse a la busca de un nuevo director.

Lo que sucedió fue cosa simple y nada difícil de predecir. Una noche, Anne y Adam, que cenaron juntos, subieron las escaleras de su casa y vieron en el descansillo una figura vestida de blanco y con el panamá puesto. Un hombre alto, delgado, con el cigarro reluciendo en la oscuridad, saliendo del lugar en que tendría que estar la boca y exhalando un exquisito aroma en competencia con el olor a repollo. El individuo se quitó el sombrero, que metió ligeramente bajo el brazo, y preguntó si Adam era el doctor Stanton. Ante la respuesta afirmativa del interesado, el otro dijo que su nombre era Coffee, Hubert Coffee, e inquirió si podría entrar a conversar un instante.

Penetraron todos en el piso y Adam quiso saber el motivo de la visita del extraño. Allí estaba de pie con su traje blanco y bien planchado, sus zapatos de dos colores, sin duda con intrincadas costuras y agujeros en el cuerpo (pues he descubierto que Coffee es todo un dandy — dos trajes blancos por día y calzoncillos de seda, blancos, con monograma rojo, dicen, calcetines de seda rojos, y zapatos muy limpios) y carraspeó y alargó su rostro nudoso, largo y amarillento, tosió discretamente y señaló de manera significativa a Anne — que luego me lo refirió — con aquellos ojos color aceite de automóvil usado. Anne, que fue mi fuente de información en cuanto al acontecimiento, pensó que el hombre se sentiría enfermo, por lo que se disculpó y fue a la cocina a guardar en la nevera eléctrica un gran vaso de helado que acababa de adquirir en una tienda de la esquina. Sus planes eran pasar la velada tranquilamente en compañía de Adam. (Aunque sus breves visitas a Adam ese verano deben haber sido poco tranquilas para ella. Siempre tendría presente en su imaginación lo que sucedería cuando el hermano averiguase cómo pasaba las veladas. ¿O era capaz de apartar de su pensamiento esa cuestión de la manera que cerramos algunas habitaciones en una casa grande, y sentarse completamente tranquila en el acogedor gabinete, que acaso ya no lo fuese tanto? Y sentada allí, ¿escucharía siempre el crujir de las tablas del piso o los pasos incesantes en las habitaciones superiores y cerradas?)

Después de haber colocado el helado en la nevera observó que había algunos platos sucios en la pila, por lo cual se puso a lavarlos, a fin de no entrometerse mientras los hombres conversaban en el otro aposento. Apenas había terminado cuando cesó el incomprensible murmullo de las voces. Fue ese silencio repentino lo que ella advirtió. Luego se produjo un golpe seco (así fue cómo lo describió) y la vóz del hermano gritó: «¡Vayase!» Después de lo cual se oyó cómo alguien se movía con rapidez y cerraba con fuerza la puerta del piso.

Anne penetró en el living donde Adam se hallaba de pie en el centro, completamente pálido, la mano derecha sobre el estómago y acariciándosela con la izquierda y la mirada fija en la puerta. Cuando la muchacha hizo su entrada, se volvió lentamente hacia ella y dijo:

—Le he atizado un golpe. No fue mi intención hacerlo. Jamás he golpeado a nadie.

El golpe recibido por Hubert debió haber sido fuerte, pues el nudillo se le había rajado y se hinchaba. Adam era delgado aunque con mucho empuje. De todos modos, allí estaba acariciándose la mano, con expresión de incredulidad en el semblante. Incredulidad al parecer en su propio proceder.

Muy agitada, Anne le preguntó qué sucedía.

Lo cual, como ya he dicho, era bien sencillo y previsible. Gummy Larson había enviado a Hubert Coffee, que debido a sus trajes blancos y sus calzoncillos del mismo color, de seda y con rojo monograma, suponíase dotado de finura y de buenos modales, para que tratase de persuadir al doctor Stanton de que a su vez utilizara su influencia para convencer al jefe de que fuese otorgado el contrato básico para la construcción del centro médico a Larson. Adam no se enteró de todo, pues podemos tener la seguridad de que Hubert no hizo mención del hombre entre bastidores en la etapa exploratoria de la entrevista. Pero tan pronto como oí el nombre de Coffee supe que se trataba de Larson. El enviado jamás pasó de la etapa exploratoria en esa entrevista, pero, al parecer, se extendió ampliamente durante ella. Al principio Adam no comprendió la finalidad perseguida por el visitante y éste pensó que cualquiera de sus sutilezas serían inoperantes para con Stanton y fue derecho al grano. Pero no pasó del punto en que dejó entrever que habría algunos confites para el doctor antes de que finalmente tocara el botón que originó la explosión.

Todavía presa de incredulidad y sin dejar de acariciarse la mano entumecida, Adam relató a Anne con voz distante todo lo ocurrido. Terminado el relato se agachó para recoger la colilla de un cigarro que iba haciendo lentamente un agujero en la alfombra verde y vieja, la cual atravesó, sosteniendo a cierta distancia la hedionda colilla que lanzó al hogar de la chimenea, donde aún se veían (como observara durante mis visitas) las cenizas del último fuego de la primavera y algunos trozos de papel y de cascaras de naranja del verano. Después deshizo el camino y aplastó el lugar que ardía, con una especie de salvajismo simbólico. Por lo menos fui capaz de imaginarme ese cuadro.

Tomó asiento ante su mesa y se puso a escribir. Una vez terminado se volvió hacia Anne, a quien anunció que había redactado su renuncia. Ella no dijo ni una palabra. Sabía, según me indicó, que era inútil discutir con él acerca del asunto, hacerle ver que no era culpa del gobernador Stark, ni tampoco de su labor el que un sinvergüenza hubiese llegado hasta él con ánimo de sobornarlo. Con mirarlo a la cara sabía que era inútil hablarle. En otras palabras, Adam debía hallarse en las redes de una retirada instintiva que tomó la forma de indignación y de rebeldía moral pero que sin duda era distinta de cualquiera de ambas, bastante más arraigada también y, finalmente, irracional. Se levantó de su asiento y dio algunas zancadas a través de la habitación, al parecer presa de gran excitación. Hasta parecía contento, dijo Anne como si estuviera a punto de estallar de risa, como contento de que hubiese sucedido. Luego recogió la carta y la cerró.

Anne tuvo miedo de que fuese a depositarla en el buzón inmediatamente, pues permaneció en el centro del aposento, dándole vueltas entre los dedos, como si estuviese debatiendo el asunto. Pero en lugar de salir, la apoyó sobre la repisa de la chimenea, antes de dar algunas vueltas más por el piso y de arrojarse sobre el taburete del piano, cuyas notas comenzó a arrancar. Así permaneció durante más de dos horas, una cálida y serena noche de julio, con el sudor chorreándole el rostro. Anne se mantuvo sentada, según me dijo, temerosa y sin saber de qué.

Cuando se cansó de tocar y volvió hacia ella el rostro bañado de sudor, Anne fue a buscar el helado y pasaron un rato alegre y familiar. Más tarde abandonó el piso y se dirigió a su casa en automóvil.

Me llamó por teléfono. Nos vimos en un bar abierto, durante la noche, a través de la mesa del reservado; la vi por vez primera desde aquella mañana de mayo en que había estado en la puerta del piso y leído la pregunta en mi semblante y contestado lenta y afirmativamente con un simple movimiento de cabeza. Cuando oí su voz aquella noche por teléfono, mi corazón dio un pequeño salto, como la rana en el estanque, lo mismo que tiempo atrás. Por el momento, lo ocurrido bien pudo no haber ocurrido. Mas había acontecido, y lo que experimentaba mientras el taxi se deslizaba ciudad abajo en dirección al bar, era la taimada y biliosa satisfacción de haber sido llamado por algún motivo especial al que otro no podría responder. Pero semejante satisfacción se olvidó hasta de ser taimada y biliosa por el momento, para convertirse en simple satisfacción al instante en que la vi, de pie, detrás de los cristales del establecimiento. Una figura primorosa y esbelta, ataviada con un vestido verde con lunares menudos y una especie de chaqueta blanca colgada del brazo desnudo. Traté de descubrir la expresión de su semblante, pero antes de conseguirlo sonrió al observarme.

Era una sonrisa como de disculpa, apenas esbozada, que decía «por favor» y «muchas gracias» a la vez, junto con la inocente y absoluta confianza de que triunfaría lo mejor de nuestros sentimientos. Atravesé el cálido pavimento en dirección a la figura del vestido verde con lunares situada detrás de los cristales, como algo que se exhibe en una vitrina para ser admirado pero no tocado. Luego puse la manos sobre el vidrio de la puerta, abrí y abandoné la calle donde el aire era cálido y pesado como el baño turco y donde el olor de gasolina se mezclaba con el nauseabundo y empalagoso del río que invadía la atmósfera de la ciudad durante las noches tranquilas del verano, y penetré en el ambiente fresco, brillante y antiséptico de detrás de los vidrios, donde estaba su sonrisa, pues nada existe más fresco, más brillante ni más antiséptico que el bar de la esquina en una cálida noche de verano. Sí, Anne Stanton se hallaba detrás de la puerta y el aire acondicionado funcionaba.

Su sonrisa me inundó. Sus ojos se posaron directamente en mí y me tendió la mano. Al tomarla, pensé, como si acabase de descubrir el hecho, cuan fresca, firme y pequeña era.

—Parece que siempre tengo que llamarte, Jack.

—Oh, no tiene importancia — dije, y le solté la mano.

No pudo ser más de un instante lo que estuvimos allí sin hablarnos, pero pareció un período largo y lleno de embarazo, como si ninguno de los dos tuviese nada que decir, hasta que ella lo interrumpió diciendo que tomásemos asiento.

Comencé a moverme en dirección hacia los reservados. Con el rabillo del ojo advertí que hizo un movimiento, rápidamente reprimido, para colgarse de mi brazo. Al advertir el hecho, la satisfacción que por un instante no fuera sino pura satisfacción volvió a convertirse en la taimada y biliosa con la que me pusiera en viaje para reunirme con Anne.

Y continuó siéndolo en tanto permanecí sentado en el reservado contemplándola, observando su semblante, no sonriente ya, sino mostrando la tensión y la tirantez de la piel y los huesos delgados y también, según supuse, los años transcurridos desde el verano en que tomamos asiento en el coche y cantó a Jackie-Bird, y prometió no permitir que nadie lastimase al pobrecillo Jackie-Bird. Bueno, sí, había mantenido su promesa, pues Jackie-Bird había emprendido el vuelo aquel verano, antes de la llegada del otoño, hacia algún lugar de mejor clima donde nadie lo lastimaría jamás y del que nunca había regresado. Por lo menos yo no lo había vuelto a ver desde entonces.

Ahora hallábase sentada frente a mí y me refería por encima de nuestros vasos de «Coca-Cola» lo ocurrido en el piso de Adam.

—¿Qué deseas que haga? — inquirí cuando hubo terminado su relato.

—Ya lo sabes — contestó.

—¿Deseas que lo convenza para que se quede?

—Eso es.

—Será algo difícil.

Asintió con un movimiento de cabeza.

—Será difícil — repetí — porque está procediendo completamente como un loco. Lo único que puedo probarle es que si ese bastardo de Coffee ha tratado de sobornarlo, ello no indica sino que el trabajo se halla sin adjudicar en tanto Adam desee mantenerlo en esa forma. Y también que alguien ha declinado aceptar un soborno. Y hasta que Tiny Duffy es hombre honesto. O — agregué — que no ha sido capaz de entregar la mercancía.

—¿Tratarás de hacer algo? — preguntó ella,

—Sí, pero no abrigues mucha esperanza. No puedo hacer sino probar a Adam lo que ya sabría si no hubiese estado loco. Posee esa moral que justamente le hace encogerse. No le agrada jugar con individuos bruscos. Tiene miedo de que le ensucien su traje de Lord Fauntleroy.

—Eso no es justo — estalló Anne.

Me encogí de hombros y luego dije:

—Bueno, de todos modos, probaré.

—¿Qué harás?

—No me queda más que un camino. Ir a ver al gobernador Stark y convencerlo de que arreste a Coffee por intento de soborno a un funcionario, cosa que Adam es, y llamar a éste para que jure que los cargos son ciertos. Si es que accede a jurarlo. Eso deberá mostrarle cómo andan las cosas, que el jefe lo protegerá y... — hasta ese momento no había pensado sino en la parte referente a Adam, pero ahora me pasaron por la imaginación las posibilidades de la situación — no hará mal el jefe en darle un escarmiento a Coffee. Sobre todo si ello repercute sobre el que maneja los hilos. Podría reventar a Larson. Y una vez quitado éste de en medio, MacMurfee no significaría mucho. También podría cargar la romana sobre Coffee si tú... — Me detuve de golpe.

—¿Si yo qué? — preguntó.

—Nada — dije, y experimenté como cuando uno cruza alegremente el puente colgante y de pronto comienza a levantarse.

—¿Qué? — preguntó.

Miré sus ojos serenos y vi la manera como tenía cerradas las mandíbulas y supe que podría hablar. Anne sería capaz de machacar hasta hacer que hablara, por lo que dije:

—Si tú fueras testigo.

—Lo haré — aseguró sin vacilar.

Meneé la cabeza.

—No, no servirá de nada.

—Lo haré.

—No; repito que de nada servirá.

—¿Por qué?

—Porque no. Después de todo no presenciaste nada.

—Yo estaba allí.

—Sería testimonio de quien lo ha oído y nada más. De nada serviría.

—No sé, no entiendo de esas cosas. Pero sé esto. Sé que no es la causa de que hayas cambiado de opinión. ¿Qué te hizo cambiar de manera de pensar?

—Nunca has ocupado el banco de los testigos. Ignoras lo que supone tener a tu lado un abogado ladino mientras estás sudando a la vista de todo el mundo.

—Lo haré — insistió.

—No.

—No me importa.

—Escucha — dije, y cerré los ojos y me largué del extremo del puente colgante—, si crees que el abogado de Coffee te va a dejar así estás tan loca como Adam. Será ladino y astuto y no mostrará nada de la caballerosidad de los del Sur.

—¿Quieres decir...? — comenzó, y advertí que había comprendido la idea.

—Exactamente — aseguré—. Puede ser que nadie sepa nada hasta ahora, pero todo el mundo podrá saberlo después de haber comenzado la función.

—No me importa — dijo, y levantó un poco más la barbilla.

Vi las pequeñas arrugas de la piel en su cuello, justamente esas arrugas tan insignificantes, las marquitas dejadas día a día por los infinitesimales tirones de los hilillos de gasa que el tiempo, coloca alrededor de los más lindos cuellos para agarrotarlos. Los hilillos son tan tenues que se quiebran a diario, pero las marcas quedan finalmente y llega el día en que aquéllos resisten y es lo suficiente. Observé las marquitas cuando Arme levantó la barbilla y advertí qué antes nunca me había percatado de ellas y que en adelante siempre las vería. De pronto me encontré de una manera espantosa — verdaderamente mal, como si me hubiesen dado un golpe en el estómago o me viera frente a una horrenda traición—. Y luego, antes de que me percatase de ello, me invadió la cólera y hablé:

—Sí, no te importa, pero no olvides una cosa. No has tenido en cuenta que Adam se hallará sentado allí y mirando frente a frente a su hermanita.

Su cara se volvió blanca como el papel.

Luego bajó la cabeza un poquito y se puso a mirarse las manos, apretadas alrededor del vaso vacío de «Coca-Cola». La cabeza estaba bastante agachada, por lo que no me era posible verle los ojos, sino los párpados que los cubrían.

—Querida, querida — dije. Luego, al tomarle las manos apretadas alrededor del vaso, se me escaparon las palabras—: Anne, Anne, ¿por qué hiciste eso?

Era una pregunta que jamás había pensado formular.

No contestó por el momento. Luego, sin levantar los ojos, dijo:

—No era como los demás. No como los que he conocido. Y lo quiero. Creo que lo quiero y me parece que ésa es la razón.

Consideré que yo mismo había pedido la respuesta.

—Además — continuó — me dijiste algo acerca de mi padre. Después de aquello no existía motivo para que no lo hiciera. Quiere casarse conmigo — aseguró.

—¿Consentirás en ello?

—Por ahora, no. El divorcio iría en perjuicio suyo.

—¿Pero aceptarás?

—Quizá más tarde. Después que sea senador. El año que viene.

Una parte de mi imaginación hallábase atareada repitiendo: «El Senado. El año que viene. Eso quiere decir que no permitirá la vuelta del viejo Scoggan. Es raro que no me lo haya dicho.» Pero la otra parte, que no era el hermoso, fresco y acerado archivo con sus fichas por orden alfabético, hervía como una caldera de brea. Una enorme burbuja se elevó y explotó de esa caldera y fue mi voz que decía:

—Bien, supongo que sabes a lo que te expones.

—No lo conoces — dijo con voz más baja que anteriormente—. Has estado a su lado todos estos años y no lo conoces lo más mínimo. — Luego levantó la cabeza y me miró directamente en los ojos—. No lamento nada de lo sucedido — agregó bien claramente.

Me dirigí a mi hotel a lo largo de la calle bajo un cielo magnífico y vibrante, aspirando los vapores de la gasolina acumulados durante el día y el olor pantanoso del río que estaba muy bajo y que la noche elevaba hasta las calles y pensando, sí, pensando que conocía el motivo.

La respuesta se hallaba en los años anteriores y en las. cosas ocurridas y no ocurridas en ellos.

La respuesta estaba en mí, que le había dicho:

«No le dije sino la verdad — hablé salvajemente para mí mismo—, y no puede censurarme por ello.»

¿Pero había alguna propiedad inherente en la misma naturaleza del mundo y en la mía para que fuese yo quien le dijera la verdad? Tuve que formularme también esa pregunta. Y no pude estar seguro de la respuesta. De ahí que fuese calle abajo, dando vueltas y más vueltas a la pregunta en mi imaginación, sin hallar respuesta, hasta que perdió significado y se desvaneció como algo que se nos va de entre los dedos. Habría hecho frente a la responsabilidad y a la culpa en caso de haberlas conocido. ¿Pero quién es capaz de decirnos...?

Y por eso seguí caminando y al cabo de un rato recordé que había dicho que nunca había llegado a conocerlo. Nada menos que a Willie Stark, a quien tratara desde hacía años, desde que era el primo Willie del campo, el muchacho de la corbata regalo de Navidad que había penetrado en el aposento del fondo del establecimiento de Slade. Seguro que lo conocía. Como a un libro. Y desde mucho tiempo atrás.

«Demasiado — pensé—, demasiado para conocerlo.» Porque quizás el tiempo me había cegado o más bien no me había percatado del transcurso del tiempo y siempre el semblante redondo de Willie Stark habíase interpuesto entre mí y el otro rostro de modo que realmente nunca le había visto. Excepto quizás en aquellos instantes en que se había inclinado hacia la muchedumbre y los cabellos le habían caído sobre la frente y los ojos casi se le habían saltado y la muchedumbre rugía y yo sentí como una especie de marea en mi interior y que estaba al borde de la verdad. Pero siempre había vuelto a interponerse la cara de Willie Stark con la corbata de Navidad.

Pero no ahora. La vi, enorme, más grande que una mesa de billar. Las guedejas caíanle a modo de melena. El mentón grande, los labios gruesos y juntos, como obra de albañilería, y los ojos ardientes y saltones.

Era extraño que no la hubiese visto antes en toda su realidad.

Aquella noche telefoneé al jefe; le conté lo sucedido tal como Anne me lo refiriera y le sugerí la conveniencia de que Adam firmase una declaración contra Coffee. Dijo que lo hiciese, que hiciese cualquier cosa con tal de retener al doctor. Por eso me fui al hotel y me tendí en la cama hasta que el empleado me llamó a las seis de la mañana, y todo este tiempo estuvo funcionando el ventilador eléctrico. A las siete ya me hallaba en casa de Adam con una simple taza de cacao por todo alimento, recién afeitado y con los ojos que se cerraban de sueño.

Me di de lleno al asunto. No era nada fácil la tarea que yo mismo me asignara. En primer lugar tenía que alistar a Adam en el lado de la justicia y de la rectitud, convenciéndolo de la necesidad de firmar una declaración contra Coffee. Mi método, por supuesto, era demostrar que estaba deseoso de una oportunidad para ir contra Coffee e indicar la alegría del jefe ante semejante hazaña. Luego hube de dirigirlo hacia el descubrimiento, que sería todo obra suya, de que ello implicaba que Anne habría de aparecer como testigo. Más tarde hacerme el tonto y declarar que ello jamás me hubiera pasado por la imaginación. El peligro, tratándose de un individuo como Adam, estribaba en que daríase de tal modo a procurar que se hiciera justicia, que permitiría que Anne declarase como testigo, contra viento y marea. Casi lo hizo, pero le tracé un cuadro sombrío de la escena ante un tribunal (aunque no la mitad de lo que hubiera sido en verdad), rehusé tomar parte en la cuestión, le insinué que no era un buen hermano y terminé con una vaga noción de estar yo mismo dispuesto a que el individuo me abordase sobre la cuestión. Yo le tendería un lazo y demás. De manera que Adam abandonó toda idea referente a la acusación, pero retuvo la noción de que él y el jefe tendrían que trabajar al unísono para mantener expedito el camino en lo concerniente al hospital.

Precisamente cuando nos disponíamos a abandonar el piso se llegó hasta la chimenea, de cuya repisa tomó las cartas selladas, en espera de ser echadas al correo. Yo me había percatado de la de encima, la dirigida al jefe. De manera que mientras daba vuelta a las misivas en su mano se la quité y dije con la mejor de mis sonrisas:

—Demonio, esto no te servirá para nada — la rompí y guardé los pedazos en mi bolsillo.

Subimos en su automóvil, y lo acompañé hasta su oficina. Habría permanecido todo el día junto a él, de ser posible, para no perderlo de vista. De todos modos, no dejé de conversar animadamente durante todo el camino, para mantener su imaginación distraída. Mi charla era tan alegre y animada como el cantar de un pajarillo.

Y así prosiguió el verano, hinchándose lentamente como un gran fruto y todo fue como antes. Iba a la oficina, regresaba al hotel, unas veces comía y otras no, y me tendía bajo el ventilador y leía hasta bien tarde. Vi las mismas caras, Tiny, el jefe, Sadie Burke, todas las que había conocido durante tanto tiempo y visto tan a menudo que no observé los cambios operados en ellas. Pero no vi a Anne ni a Adam durante un largo período. Ni tampoco a Lucy Stark, que residía ahora en el campo. El jefe seguía visitándola de tanto en tanto por guardar las apariencias y seguía fotografiándose entre las leghorn blancas. Algunas veces aparecía también Tom y acaso Lucy, con un cerco de alambre al fondo y las gallinas al frente. «El Gobernador Willie Stark y su familia», expresaba la leyenda.

Sí, esas fotografías eran un crédito para el gobernador. La mitad de los habitantes del Estado sabían que el jefe había estado de picos pardos durante años, pero las fotografías de las gallinas blancas y la familia daba a los votantes cierta satisfacción, los hacía sentirse firmes, virtuosos, pensar en el pan de especias y en el suero de manteca fresco; y si, no demasiado lejos, había el brillo de un negligée de encaje negro y una vaharada de costoso perfume podrían alegar: «Bien, no se le puede censurar esa debilidad. Lo han hecho caer en la trampa.» Ello no significa sino que el jefe vivía sus dos vidas, privilegio al "parecer de los superiores y los elegidos. Era lo mismo que hacía el votante cuando se quedaba libre y subía a la ciudad para asistir a la convención de negociantes de muebles y daba un par de dólares al muchacho del hotel para que dejase subir a la chica a su habitación. O si no lo hacía a lo grande, se encaminaba a la ciudad con su camión cargado de cerdos y, por un par de dólares, se hacía el gusto en un burdel. Pero de una u otra manera, el votante sabía lo que significaba y deseaba a la vez el pan de especias de su mujer y el negligée de encaje negro y no iba contra el jefe por tener ambas cosas. Lo que habría blandido en contra de él era el divorcio. Anne tenía razón en cuanto a eso. Habría perjudicado al jefe. Entonces habría sido muy distinto y habría despojado al votante de algo que valoraba mucho: la simpática y cálida sonrisa de la complacencia; la fotografía frente al gallinero que le halagaba a él y a su gruesa o delgada mujer.

Entretanto, si el votante sabía que el jefe había andado de picos pardos durante algunos anos y era capaz de nombrar la media docena de damas afectadas, no sabía una palabra acerca de Anne Stanton. Sadie lo había averiguado, pero no era ningún milagro. De acuerdo con mis conocimientos nadie más lo supo, ni siquiera Duffy con su ingenio elefantino, su respiración dificultosa y su mirar de soslayo. Acaso lo supiese Sugar-Boy, pero era digno de toda confianza. Lo sabía todo. El jefe no se cuidaba de decir nada delante del irlandés o junto a él, nada... , es decir, de lo que quisiera decir. Y en ese terreno posiblemente quedara mucho por decir. En una oportunidad el diputado Randall estaba en la biblioteca con el jefe, Sugar-Boy y yo, yendo de un lado para otro mientras el jefe impartía instrucciones acerca de la manera de proceder cuando la moción Milton-Broderick fuese presentada al Congreso. Las instrucciones eran bien claras y terminantes y el diputado no dejaba de mirar nerviosamente a Sugar-Boy. El jefe lo advirtió y dijo:

—¡Vaya al diablo! ¿Tiene miedo de que Sugar-Boy descubra algo? Bueno, tiene razón, ha averiguado algo. Vamos, Sugar-Boy ha descubierto mucho. Sabe más acerca de este Estado que usted. Y confío en él muchísimo más que en usted. ¿Verdad que es buen compañero, Sugar- Boy?

El interpelado sonrió mientras el semblante enrojecía de placer y los labios comenzaban a moverse y la saliva a volar en tanto se preparaba para hablar.

—Sí, Sugar-Boy es mi compañero, ¿verdad, Sugar-Boy? — dijo. Le dio unas palmadas en el hombro y luego se volvió hacia el diputado, mientras el otro se las ingeniaba para contestar:

—Sí... , so-so-soy Su compañero... , y... no, no, no hablaré nada.

Sí; Sugar-Boy probablemente lo sabría, pero podía contarse con él.

También Sadie era digna de confianza. Me había dicho algo del asunto, pero fue bajo el impulso del primer furor y yo (he pensado en ello con cierto humor sombrío) era de la familia, por así decirlo. Pero ella no lo diría a nadie más. No tenía ningún confidente, pues en nadie confiaba. Ni demandaba simpatía alguna, pues no la había en el mundo en el que había crecido. Y era mucha su paciencia. Estaba convencida de que él iba a volver. Entretanto, dedicábase a ponerlo furioso, o a tratar de ponerlo, pues la cosa no era tan sencilla, o era ella la que se enfurecía y creeríase que iban a arrojarse uno contra otro en medio del frenesí a que llegaban. Por entonces no era fácil decir si era el frenesí del odio o del amor lo que los había hecho enzarzarse en discusión tan violenta. Y al cabo de tantos años probablemente no importaba lo que fuese. Los ojos de Sadie despedían chispas en el rostro blanco como el yeso marcado de viruelas y el cabello negro era como si se levantase y se pusiese de electricidad y las manos accionaban en ademán de romper y desgarrar. Mientras la inundación de su sangre llovía sobre él, su cabeza grande movíase pesadamente de un lado para otro y sus ojos seguían todos los movimientos de la muchacha, soñolientos al principio, vivamente después, hasta que se levantaba, latiéndole fuertemente las sienes y con el puño derecho en alto. Luego lo dejaba caer sobre la palma de la otra mano y gritaba:

—¡Calla, Sadie! ¿Maldita seas!

O a lo mejor no había ninguna escaramuza durante algunas semanas. Sadie trataba al jefe con frialdad, no entrevistándose con él sino por asuntos de rutina, permaneciendo tranquilamente de pie mientras hablaba. Y así, de pie ante él, lo estudiaba con aquellos ojos negros en los que la llama se hallaba adormecida. Bueno, pero Sadie sabía esperar; lo había aprendido bastante tiempo atrás. Había tenido necesidad de esperar para todo lo que consiguiera de este mundo.

Y así prosiguió el verano y todos lo vivimos. Era un modo de vivir y cuando se ha vivido de alguna manera durante un tiempo uno se olvida de que hubo otra manera y de que aún habrá alguna otra. Hasta cuando se produjo el cambio no nos pareció tal cosa sino una extensión y una repetición.

Se produjo a través de Tom Stark.

Era perfectamente previsible. De un lado estaba el jefe y del otro MacMurfee. Este no tenía dónde elegir. Era necesario que continuase combatiendo al jefe, ya que Willie no quería trato con él y si (parecía más un caso de si y cuando) alguna vez el jefe derrotaba a MacMurfee en la cuarta sesión, Mac tendría que abandonar. De ahí que no tuviese dónde elegir y que se sirviera de todo lo que estuviese al alcance de sus manos.

Y las puso sobre un individuo llamado Marvin Frey, anteriormente ignorado por la fama. El hombre tenía una hija llamada Sibyl, también ignorada por la fama si bien no, al decir del señor Frey, por Tom Stark. La cosa era bien simple, no una nueva vuelta de la trampa, ni siquiera una nueva línea en el libreto. Un viejo remedio casero. Simple. Simple y sórdido.

El ultrajado padre, con un amigo como testigo y protector sin duda, visitó al gobernador y le expuso el caso. Salió de allí, blanco el semblante y temblando de rabia, pero cuando menos con fuerza para caminar. Recorrió el largo trozo de alfombra desde la puerta del despacho del jefe hasta la del corredor, sin el suficiente apoyo del acompañante, cuyas piernas también parecían haber perdido fuerzas, y se fue.

Luego el timbre que había sobre mi escritorio comenzó a sonar violentamente; la lucecita roja indicaba que se: me llamaba con urgencia y cuando establecí comunicación oí que el jefe Mamaba con premura. Una vez en su presencia expuso el caso y me asignó dos toreas; primera: echarle el guante a Tom Stark; segunda: averiguar lo posible acerca del tal Marvin Frey.

Fueron necesarios todo el día y los esfuerzos de la mitad de la patrulla de la Policía de tráfico para localizar a Tom Stark que, según las averiguaciones, se hallaba en una caseta de pesca en Bigger's Bay con varios compinches, algunas muchachas y una cantidad apreciable de vasos húmedos y de aparejos de pescar secos. Eran casi las seis de la tarde cuando lo trajeron y en aquel instante me encontraba en la sala de recepción.

—Eh, Jack, ¿qué demonios le pasa ahora? — preguntó* y señaló con la cabeza en dirección a la puerta del jefe.

—Ya te lo dirá — contesté, y. contemplé cómo iba hacia la puerta, un muchachote maravillosamente formado, con su pantalón sucio de dril blanco, sus sandalias, y una camisa de seda azul pálido, de mangas cortas, que se adhería a sus músculos pectorales y casi dejaba al descubierto los curtidos bíceps. La cabeza, cubierta con un gorro de marinero blanco, iba algo echada hacia delante, sin moverse apenas, y los brazos colgaban a los costados ligeramente encorvados. Al observar aquellos brazos pensábase que eran armas acabadas de aflojar y que iban listas y dispuestas dentro de la vaina. Penetró resueltamente en la oficina del gobernador sin llamar y yo me retiré a la mía para esperar que la polvareda se asentase. Sea como fuere, Tom no se avendría por las buenas, ni siquiera ante el jefe.

Media hora más tarde salió el mocito y el portazo fue tal que los retratos de los anteriores gobernadores, encuadrados en sus pesadas molduras doradas y colgados en las paredes del gran salón de recepción, se estremecieron como las hojas en otoño ante un vendaval. El jefe me dijo después que Tom lo había negado todo, si bien después lo había admitido mirando al padre con una expresión de esas que indican: «¿y a ti qué diablos te importa?» en los ojos. El jefe estaba como para amarrarlo cuando lo vi unos minutos después de la partida de Tom. No le quedaba sino un leve consuelo — desde el punto de vista legal—. Tom había sido uno de los tantos del pelotón de amigos de Sibyl, de acuerdo con las manipulaciones del inculpado. Pero aparte del punto de vista legal, eso era lo que hacía enloquecer más al jefe. Que Tom fuese uno del montón. Ello sería conveniente en cualquier discusión relativa a la paternidad del hijo de Sibyl, pero parecía lastimar el orgullo del jefe.

Ya había encontrado a Tom, y éste comparecido ante su presencia, en cumplimiento de la primera de las tareas que me fueran encomendadas. La segunda llevó algo más de tiempo. Parece que no había mucho que averiguar acerca del tal Marvin Frey. Era peluquero del único hotel de una ciudad de regular tamaño, Duboisville, en la cuarta sección, jugador, con la raya afilada como un cuchillo en sus bien planchados pantalones, pomada en sus cabellos en decadencia, manos como guantes blancos de goma hinchados, el programa de las carreras en el bolsillo posterior, la nariz blanda e informe con las venas cortadas como pequeñas enredaderas color púrpura, el aliento suave y perfumado con sensén y los ojos colorados. Era viudo y vivía con sus dos hijas. No es mucho lo que hay que averiguar acerca de individuo semejante como ya se habrá comprendido. Sin duda tiene un alma inmortal que resulta individual y preciosa a los ojos de Dios y constituye esa única aglomeración de energía atómica conocida como Marvin Frey, pero ya se sabe todo cuanto le concierne. Se conocen sus chistes, ese insinuante «je-je» a través de la nariz que le sirve de prefacio — ya sabemos cómo la lengua gris lame ávidamente los labios a la conclusión, cómo todo son zalemas y gestos cómicos ante la masa inerte cubierta de toallas calientes, que da la casualidad de ser el banquero local o el propietario de la casa de juegos o el diputado por el distrito—, cómo trata de sonsacar con sus bromas a los sirvientes del hotel, cómo se llena de deudas a causa de sus equivocaciones con los caballos y de su mala suerte con los dados y cómo se despierta por la mañana y se sienta al borde de la cama con los pies desnudos sobre el frío suelo y un sabor como a latón en la boca y experimenta una desesperación que no tiene nombre. Ya lo conocemos, con adición de la pobreza, el temor y la vanidad, como el individuo perfectamente destinado a ser despojado de su último orgullo y de su última vergüenza y ser utilizado por MacMurfee. O por cualquier otro.

Pero dio la casualidad de serlo por MacMurfee, posibilidad que no hizo su aparición en la primera entrevista de Marvin, sino algunos días más tarde. Uno de los muchachos de Murfee, acudió a visitar al jefe. Había oído que un individuo de apellido Frey tenía una hija llamada Sibyl que a su vez tenía algo que ver con Tom Stark. Pero a MacMurfee siempre le había agradado el fútbol y seguramente la manera como Tom manejaba la pelota y no deseaba que el muchacho se viese envuelto en ningún asunto desagradable. Frey, declaró el visitante, no se mostraba propicio a ser razonable. Iba a obligar a Tom a que se casara con su hija. (Al oírlo el jefe debió poner una cara digna de ser contemplada.) Pero Frey residía en el distrito de MacMurfee, que lo conocía algo y quizá pudiera hacer entrar en razón al peluquero. Por supuesto, hacer las cosas de ese modo costaría algo; pero evitábase la publicidad y el muchacho conservaba su condición de célibe.

¿Qué costaría? Bueno, algún dinero para Sibyl. Algunos billetes. Pero ello significaba que MacMurfee actuaba con magnánimo corazón y por su naturaleza generosa.

¿Qué costaría? Bien, MacMurfee pensaba presentarse a senador.

¡Conque ésas teníamos!

Pero el jefe, según me dijera Anne Stanton, también pensaba llegar al Senado. Tenía el cargo asegurado. Lo mismo que tenía en la mano al Estado. Con excepción de MacMurfee. Sí, de MacMurfee y de Frey. Sin embargo, no se sentía inclinado a entrar en negociaciones con el primero. Y en lugar de entrar en negociaciones los ganó de mano.

Había un motivo para que aprovechara la posibilidad de adelantársele. Si los otros dos hubiesen preparado una encerrona sin salida, capaz de arruinar al jefe, lo habrían hecho sin miramiento de ninguna especie. No se habrían molestado en venir a hacer ninguna componenda. Tenían algunas cartas, era cierto, pero se necesitaba escalera real y arriesgar algo en el juego, además. Tenían que esperar mientras el jefe lo pensaba y esperar que lo que pensara no fuese algo desagradable a su vez.

Mientras el jefe pensaba vi a Lucy Stark. Me escribió pidiéndome que fuese a verla. Supe qué necesitaba. Hablarme acerca de Tom. Evidentemente, estaba averiguando algo de labios del mismo hijo, o, al menos, lo que ella consideraba la verdad, la verdad completa, y no iba a discutir con el jefe sobre un asunto en el que jamás estuvieran de acuerdo. De manera que iba a formularme preguntas y yo me vería sudando tinta allí, en el tapizado de felpa roja de los muebles de la granja donde ahora residía. Pero así tenía que ser. Mucho tiempo atrás resolví que cuando Lucy Stark me pidiese algo, lo haría. No es precisamente que experimentase que tenía una deuda con ella o que era necesario hacer una restitución ni cumplir una penitencia. Al menos, de existir alguna deuda no era con Lucy Stark; y de tener que hacer alguna restitución no sería a ella. En el caso de la deuda sería mía y para conmigo mismo. La restitución sería mía y para conmigo. Tratándose de penitencia no había habido crimen que a ella me obligase. Mi único crimen consistía en ser hombre y vivir en el mundo de ellos, lo que no obliga a ninguna penitencia. El crimen y el castigo en ese caso coinciden perfectamente. Son idénticos.

Quien haya ido alguna vez en dirección al Golfo conoce la clase de casa. Un marco blanco, del que el brillo desapareció tiempo atrás. Un piso, una amplia galería al frente, con pilares delgados como sostén del cobertizo de la misma. Un techo con débiles franjas de moho que lucen rojas en las junturas de las canaletas. Todo ello colocado sobre columnas de ladrillo, formando un claustro fresco y cubierto de telarañas debajo, cubierto a un lado por una cortina de arbustos y de cañas, tras de la cual se congregan las gallinas que escarban la tierra y donde un perro lanudo se tumba y jadea en los días de canícula. Se encuentra bastante alejado del camino, en una extensión de césped que a fines de la temporada se vuelve escaso y amarillento. A cada lado de una anacrónica extensión de camino de cemento, que muere tristemente en la puerta donde la tierra del lomo del camino se ve gastada, existen dos parterres redondos de flores, formados simplemente al colocar una vieja cubierta de automóvil y rellenarla de tierra. En cada una de ellas se ven algunas cinnias, peludas como un animal, deslumbrantes a la luz del sol. A cada lado de la casa una encina, pero no de las grandes. Detrás del edificio, a los costados, los gallineros y establos, faltos de pintura. Pero la morada misma, pintada de un blanco ya marchito, en medio de una tarde de fines de verano, en la «alma absoluta del día y de la temporada, con el césped algo escaso, los cuidados parterres redondos de flores, la pared de cemento, orgullo de sus propietarios y las encinas a cada lado, no es tanto como una mujer respetable, de edad mediana, con un limpio vestido-de algodón gris, con medias blancas y zapatos negros de cabritilla, el cabello salpicado de gris y hecho un rodete sobre la cabeza, sentada en su mecedora con las manos cruzadas sobre el estómago para descansar un poco, ya terminadas las labores del día y con los hombres en el campo, cuando aún no es hora de pensar en la cena ni en ordeñar las vacas.

Avancé cauteloso por el sendero de cemento como si pisase una docena de huevos puestos allí por las blancas leghorns del gallinero.

Lucy me condujo al gabinete, al mismo lugar que me imaginé, con sus muebles tallados de nogal y tapizados de felpa colorada, con algunas borlas todavía colgando acá y allá, la Biblia, el estereoscopio y el bien arreglado montón de tarjetas para el mismo sobre la mesa de nogal también tallada, una alfombra floreada, con algunas carpetitas de retazos sobre los lugares más gastados, los¹grandes marcos de nogal y purpurina que encerraban los rostros duros, amarillentos y calvinistas cuyos ojos nos miran con poca simpatía. Las ventanas del aposento se hallaban cerradas y las cortinas bajas producían claridad acuosa en la cual permanecimos sentados un minuto como en un funeral. La palma de la mano que descansaba sobre la ropa de felpa colorada me pinchaba secamente.

Permanecía sentada allí mismo como si yo no hubiese llegado. No mirándome, pero sí a una de las figuras florales de la alfombra. La abundante mata de cabellos oscuros que, cuando conocí a Lucy en la casa de los Stark, había sido cercenada en la marca y sometida a la ondulación marcel por el artista del salón de belleza de Mason City, había recuperado desde entonces su largo normal. El castaño lustroso es posible que aún se conservase, si bien no me era posible advertirlo en la penumbra del gabinete. Sin embargo, pude observar los toques de gris cuando la vi en la puerta. Se hallaba sentada frente a mí en una silla alta y tallada, de nogal, con sus tobillos todavía hermosos cruzados frente a ella, y la cintura, ya no tan estrecha, todavía derecha, y el busto Heno, pero no deforme, bajo el vestido de verano. Los contornos suaves y refrescantes de su rostro no eran ya juveniles como aquella primera noche de la casa de los Stark, pues ahora se observaba un leve vestigio, una caída infinitesimal hacia abajo de la carne, la maldición temprana y el fin seguro de aquellos rostros suaves y refrescantes que, sobre todo cuando jóvenes, apelan a toda nuestra bondad natural y nos hacen pensar en lo sacrosanto de la maternidad. Sí, es la clase de rostro que pondríamos a la Madonna de los Estados Unidos si hubiésemos de pintarla. Pero no la pintaremos y entretanto es la clase de rostro que era tan de poner en los anuncios relativos a las tortas de harina que se mezcla fácilmente y de pañales patentados y de pan de trigo entero — bueno, honesto, saludable, merecedor de confianza, abnegado, tierno y con el brillo de la juventud—. Ese brillo juvenil ya no lucía en el rostro particular que nos ocupa, pero cuando Lucy Stark levantó la cabeza para hablar vi aquellos ojos grandes, oscuros, que no habían cambiado mucho. El tiempo y los disgustos los habían ensombrecido un poco, pero nada más.

Al fin dijo:

—Se trata de Tom.

—Sí — contesté.

—Sé que ocurre algo.

Asentí.

—Cuénteme — dijo.

Aspiré el aire fresco y el débil olor a barniz para muebles, propio de todo gabinete cerrado, que es olor de la decencia, del cuidado y de las modestas esperanzas, y me revolví en mi asiento mientras la felpa roja me pinchaba como una aguja la palma de la mano oprimida contra ella.

—Jack — dijo—, dígame la verdad. Tengo que saberla y usted me la dirá, Jack. Siempre ha sido un buen amigo, tanto para Willie como para mí... Años atrás..., cuando... — Su voz se fue apagando.

De manera que le referí la verdad acerca de la visita de Marvin Frey.

Sus manos se retorcieron sobre su regazo mientras me escuchaba y luego se cerraron y permanecieron tranquilas hasta que dijo:

—No le queda sino un camino que seguir.

—Podría haber un arreglo..., ya sabe..., un...

—No hay sino una cosa justa.

Esperé.

—El... se casará con ella — dijo, y sostuvo la cabeza bien derecha.

Me volví un poco en el asiento y. luego aventuré:

—Bien..., bien..., ya ve, parece que hubiera habido otros..., algunos amigos de Sibyl..., otros que...

—¡Oh, Dios! — murmuró apenas, de manera que difícilmente puedo- decir que fue algo más que un aliento y vi cómo las manos se cerraban y volvían a abrirse sobre su regazo.

—Aparte — proseguí, ya que se había tocado el asunto — de que hay algo más de por medio. Es cosa de política. Ya sabe, MacMurfee quiere...

—¡Oh, Dios! — volvió a exclamar, y se levantó bruscamente de la silla—. ¡Oh, Dios, la política! — murmuró. Dio dos o tres pasos hacia atrás, se volvió hacia mí nuevamente y exclamó, esta vez en voz alta—: La política. ¿También en esto?

—Sí, como en la mayoría de las cosas.

Se llegó hasta una de las ventanas, donde permaneció de espaldas hacia mí y al gabinete y observó por una de las aberturas entre las cortinas el mundo exterior, cálido, deslumbrante de sol, donde todo acontecía.

—Bueno, siga diciéndome lo que iba a decirme — ordenó al cabo de un minuto.

De modo que sin mirarla siquiera, mientras ella atisbaba por entre el hueco de las cortinas, la narré la proposición de MacMurfee y el estado de cosas.

Mi voz se detuvo. Hubo otro minuto de silencio al cabo del cual oí la voz junto a la ventana:

—Tenía que ser así. Traté de obrar bien, pero creo que tenía que ser así. ¡Oh, Jack! — Oí el susurro de las ropas en tanto se volvía hacia mí desde la ventana, por lo que miré hacia ella mientras decía—: Oh, Jack, quería a mi hijo y traté de educarlo. Quise a mi marido y traté de cumplir mi deber. Y ellos me quieren. Creo que me quieren. A pesar de todo. Tengo que pensar, Jack; tengo que hacerlo.

Permanecí sentado sobre el tapizado rojo, sudando, en tanto los ojos grandes y profundos se clavaron en mí con una especie de súplica y de afirmación.

Luego dijo, tranquilamente:

—Ahora tengo que pensarlo. Yo creo que al final todo saldrá bien.

—Escuche — dije—. El jefe se le ha adelantado. El pensará algo y todo irá bien.

—Oh, no quise decir eso. No fue ésa mi intención. Quise decir...

Se detuvo de pronto.

Pero supe lo que había querido decir aun ahora que su voz era más apagada y más resignada, cuando continuó para decir:

—Sí, creo que pensará algo y que todo saldrá bien.

De nada serviría permanecer allí por más tiempo. Me puse de pie, rescaté el viejo panamá de encima de la mesa de nogal tallada, donde estaba la Biblia y el estereoscopio, me llegué hasta Lucy, le tendí la mano y dije que todo saldría bien.

Observó la mano, como si no comprendiese por qué se hallaba allí y luego aseguró:

—Es una criatura. Es como un chiquillo en la oscuridad. No ha nacido aún ni sabe lo que ha sucedido. Dinero, política, alguien que desea ser senador. No sabe nada, ni cómo fue lo que sucedió ni lo que la muchacha hizo, ni cómo el padre... — Se detuvo—. Oh, Jack —prosiguió después—, no es más que un chiquillo y no tiene culpa de nada.

Casi estuve a punto de decir que tampoco yo la tenía, pero me contuve a tiempo.

Luego añadió:

—A lo mejor es mi nieto. Podría ser el hijo de mi hijo. — Y al cabo de un instante agregó—: Lo querría.

Sus manos, que habían permanecido cerradas y juntas a la altura del pecho, se abrieron lentamente al pronunciar esas palabras y se extendieron, con las palmas hacia arriba y ligeramente cerradas, pero con las muñecas aún junto al cuerpo, como si su expectación estuviese llena de humildad o de desesperación.

Las dejó caer al ver que yo las observaba.

—Adiós — dije, y me encaminé hacia la puerta.

—Muchas gracias, Jack — contestó sin acompañarme, lo cual me vino bien, pues en realidad tenía deseos de partir.

Salí al mundo deslumbrante y a lo largo del orgulloso sendero de cemento al final del cual se hallaba mi automóvil, en el que me introduje para emprender la marcha hacia la ciudad, que sin duda era el ambiente que me correspondía.

El jefe pensó en algo.

En primer lugar, que sería una buena idea ponerse en contacto directo con Marvin Frey y no a través de MacMurfee, para tantear la situación. Pero MacMurfee no tenía un pelo de tonto; desconfiaba tanto del jefe como de Frey y éste había sido enviado a alguna parte, desconocida de todos. Aunque más tarde se supo que padre e hija habían sido enviados a Arkansas, que probablemente sería el lugar menos deseado por ambos, a una granja situada al Norte, donde las únicas cabalgaduras eran muías y la luz más brillante provenía de una lámpara patentada de gas, colocada sobre la mesa del gabinete, y no se veía ningún coche y la gente se acostaba a las ocho y media y se levantaba con el alba. Por supuesto, no habían ido solos y era posible echar alguna partida de póquer entre tres, pues MacMurfee los hizo acompañar por uno de sus muchachos, según vine a saber. Durante el día guardaba las llaves del automóvil en el bolsillo del pantalón y por la noche bajo la almohada y prácticamente se situaba fuera de la puerta del servicio — cuando uno de ellos se llegaba hasta allí — con el sombrero inclinado hacia un costado y junto al enrejado de madreselvas, para asegurarse de que no le harían jugarretas tales como salir a campo traviesa para encaminarse a la más cercana estación del ferrocarril, a varios kilómetros de distancia. Era también el encargado de revisar la correspondencia, pues suponíase que ni Frey ni Sibyl debían recibir ninguna carta. Calculábase que nadie conocería su paradero. Y no lo descubrimos sino al cabo de largo tiempo.

En segundo lugar el jefe pensó en el juez Irwin. Si MacMurfee hubiera de escuchar alguna razón, sería de labios del juez Irwin, a quien debía mucho. No le quedaban tantas piernas al escabel de MacMurfee como para permitirse el lujo de perder una más. De ahí que el jefe pensara en el juez.

Me llamó y me dijo:

—Una vez le encargué que averiguase algo sobre el juez Irwin. ¿Qué descubrió?

—Algo — respondí.

—¿Qué fue?

—Jefe — contesté—, quiero darle una oportunidad a Irwin. Si es capaz de probarme que no es cierto, no lo divulgaré.

—¡Qué diablos! — comenzó—. Le dije...

—Voy a dar una oportunidad a Irwin — repetí—. Se lo he prometido a dos personas.

—¿A quiénes?

—Una de ellas soy yo, para empezar. La otra no tiene importancia.

—¿Conque se lo prometió a sí mismo, eh? — Me observó con dureza.

—Sí, señor.

—Muy bien. Haga como le plazca. Pero ya sabe lo que deseo si el otro no transige.

—Me temo que no.

—¿Ha dicho que teme?

—Así es.

—¿Para quién trabaja? ¿Para él o para mí?

—Por lo menos no tenderé una celada al juez Irwin.

Prosiguió mirándome fijamente.

—Muchacho — dijo—, no le pido que le tienda ninguna trampa ni creo que nunca se lo pedí. ¿No es cierto?

—No me lo pidió.

—¿Y sabe por qué no se lo pedí?

—No.

—Porque nunca ha sido necesario. Jamás habrá que tender una trampa a nadie porque la verdad es suficiente. En todos los casos.

—Seguramente considera la naturaleza humana desde un punto de vista elevado.

—Muchacho, fui a una escuela presbiteriana dominical allá por el tiempo en que aún tenían algo de teología y gran parte de ella se me pegó. Y — gesticuló de repente — me ha sido muy valiosa.

Así terminó nuestra conversación. Subí a mi automóvil y partí hacia Burden's Landing.

A la mañana siguiente, tan pronto como tomé el desayuno, solo, pues el joven ejecutivo se hallaba en la ciudad y mi madre no se levantaría hasta el mediodía, fui a dar un paseo por la playa. Era una hermosa mañana si bien no tan cálida como de costumbre. La playa se hallaba desierta a esa hora a no ser por algunos chiquillos que jugaban en el agua brillante y poco profunda, a quinientos metros de distancia, muchachitos de piernas delgadas como gallinetas. Pasé ante ellos y al hacerlo cesaron un momento sus asaltos, sus chapoteos y sus vueltas, para favorecerme con una mirada indiferente de sus rostros, curtidos y lamidos por las aguas. Pero sólo un instante, pues yo pertenecía evidentemente a esa raza necia y ciega que lleva zapatos y pantalones, y no se salta en los charcos de agua con pantalones y zapatos. Ni siquiera se camina con zapatos sobre la arena para que ésta se introduzca en aquéllos, si puede evitarse. Pero yo estaba haciéndolo y mis zapatos se llenaban cada vez más. No era demasiado viejo para ello. Reflexioné sobre ese punto con satisfacción y proseguí mi marcha hacia el grupo de pinos, el roble grande, las mimosas y los mirtos, justamente detrás de la playa, donde estaban las pistas de tenis. Había algunos bancos a, la sombra y llevaba en la mano el periódico matutino sin leer aún. Después de haberlo leído comenzaba a pensar acerca de lo que pudiese suceder más avanzado el día. Pero no pensaba aún en ello.

Encontré un banco cerca de la pista vacía y encendiendo el cigarrillo di comienzo a la lectura. Leí la primera página, palabra por palabra, con la devoción mecánica de un cura ante el misal y ni siquiera pensé en todas las noticias que conocía y que no figuraban en la primera página. Iba bien avanzado por la tercera cuando oí las voces de los jugadores, un muchacho y una muchacha que se aproximaban por el otro lado del terreno. Después de lanzarme una mirada indiferente tomaron posesión de la pista más alejada y comenzaron a golpear la pelota, de un lado para otro, simplemente para estirar los músculos.

Al observar los primeros movimientos se adivinaba que conocían el juego. Y era seguro que sus músculos no necesitaban mucho entrenamiento. El era de estatura regular, quizás algo bajo, con el pecho amplio, los brazos largos y la cintura delgada. Sus cabellos rojos estaban recortados a lo marinero, y la camiseta que llevaba, en lugar de camisa, para jugar, dejaba ver el pelo de igual color, crespo, sobre el pecho. Su piel era rosada como la de un bebé a no ser por los grandes parches de pecas visibles en la cara y en los hombros. En medio del semblante observan se sus ojos azules y la blanca dentadura dejada al descubierto por sus amplios gestos. Ella era una muchachita morena, viva, de cabello oscuro y corto, "de- hombros y brazos morenos y piernas del mismo tono que relucían por encima de los calcetines y los zapatos blancos. Llevaba pantalones cortos de igual color. La pareja era muy joven.

Comenzaron el juego con bastante viveza y los contemplé por encima del periódico. Es posible que el individuo pelirrojo no estuviese ejercitando todo su vigor, pero ella le devolvía la pelota con bastante precisión y le hacía moverse bastante alrededor de la pista. Hasta la joven le iba ganando alguno que otro tanto. La muchacha daba gusto contemplarla, tan ligera y saltarina, con su semblante tan serio y sus piernas relucientes al sol. Pero no era tan linda como había sido Anne Stanton. Hasta llegué a meditar sobre la belleza superior dé una falda blanca, y corta, capaz de revolotear al compás de los movimientos del jugador, en comparación con el pantalón corto. Pero éste lucía bien; y era apropiado para las hermosas piernas de la muchacha, morenas y ágiles. Era forzoso reconocerlo.

Y también hube de confesar, mientras contemplaba el juego, que se me hizo un nudo en el estómago al no estar allá en la cancha, con Anne Stanton. Era un injusticia, fundamental y terrible, que no se hallase jugando. ¿Qué hacía aquel individuo pelirrojo y con el cabello cortado tan a ras? ¿Y la chica? De repente no me agradaron y sentí como deseos de llegarme hasta ellos, suspender el juego y gritarles:

—Ustedes creerán que van a estar aquí jugando siempre, pero están equivocados.

—Claro que no — contestaría la muchacha—, no vamos a estar aquí siempre.

—Diablos, por supuesto que no — terciaría el joven —; esta tarde iremos a nadar y luego por la noche...

—No me comprenden — diría yo—. Seguro que irán a nadar esta tarde y que a la noche irán a algún lugar y al regreso detendrán el automóvil donde les plazca. Pero ¿creen que será lo mismo toda la vida?

—Claro que no. La semana que viene regresaré al instituto — diría el muchacho.

—Y yo a la escuela. Pero el día de Acción de Gracias veré a Al, ¿verdad? Y me llevará a ver el gran partido. ¿Verdad que me llevarás, Al?

No les aprovecharía un comino. De nada serviría procurarles el beneficio de mi experiencia. Ni siquiera de la gran pieza aprendida durante mi viaje a California. No estaban al tanto del Gran Tic, pero no descubrirían por sí mismos, y era inútil que yo se lo refiriese, pues aunque escuchasen cortésmente no creerían una sola palabra de ello. Y al ver a la linda jovencita que danzaba y saltaba y corría, sirviéndole de fondo los mirtos y el mar, no estuve muy seguro por el momento de que yo también lo creyese.

Pero lo creí, por supuesto, pues había realizado la excursión a California.

No esperé a que terminase el primer set. El resultado era cinco a dos cuando partí, pero parecía que ella pudiese convertirlo en cinco a tres, pues el joven de cabellos rojos servía bastante la pelota, no demasiado evidentemente, y gesticulaba cuando ella se la devolvía.

Fui a casa, me cambié de ropa y nadé un rato, alejándome bastante, flotando alrededor de la bahía, que es un rincón del Golfo de Méjico y también de las grandes aguas saladas y agitadas del Universo, y regresé a tiempo para el almuerzo.

Mi madre me acompañó y no dejó de presentarme oportunidades para que le confesase el motivo de mi visita, pero esquivé una y otra vez abordar el tópico hasta la hora de los postres, cuando inquirí si el juez Irwin se hallaba en el Landing. Aún no lo había preguntado. Pude haberlo averiguado la noche antes, pero no quise preguntar, posponiendo el asunto hasta el último instante.

Por suerte se hallaba en la localidad.

Mi madre y yo tomamos café en la galería exterior y fumamos un ci- gárrulo. Al cabo de un rato subí para tenderme un rato y hacer la digestión. Permanecí en mi habitación alrededor de una hora y entonces me imaginé que sería mejor poner manos a la obra, por lo que descendí la escalera y atravesé la puerta de entrada.

Pero mi madre se hallaba en el living y me llamó. Era raro qué estuviese en semejante lugar a aquella hora del día, pero allí estaba; en mi opinión, al acecho para sorprenderme. Volví a entrar y me recosté en la pared, en espera de que hablase.

—¿Vas a casa del juez? — inquirió.

Dije que sí.

Había levantado la mano derecha, con el dorso hacia ella, para inspeccionar el esmalte rojo de las uñas. Luego preguntó, arrugada la frente, como si el examen no hubiese sido satisfactorio:

—¡Oh, supongo que se tratará de política!

—Algo de eso — contesté.

—¿Por qué no vas un poco más tarde? No le gusta ser molestado a esta hora del día.

—No hay momento, sea del día o de la noche, en que no ha de aborrecer escuchar lo que tengo que decirle.

Me miró agudamente, olvidada en el aire la mano con los dedos extendidos.

—No está muy bien — dijo entonces—. No se siente muy bien. ¿Por qué tienes que molestarlo?

—No puedo remediarlo — contesté, sintiendo un empeño cada vez mayor.

—No está muy bien de salud.

—No puedo hacer otra cosa.

—Al menos podrías esperar un poco más.

—No, no esperaré. Ni un minuto más. — Experimenté la imposibilidad de esperar. Era necesario terminar de una vez por todas. Así me lo confirmaba el obstáculo, la resistencia. Tenía que saber y pronto.

—Desearía que no lo hicieras — dijo, y bajó la mano que durante toda la conversación había permanecido suspendida y olvidada en el aire.

—No puedo hacer lo contrario.

—Ojalá no te hubieses mezclado en... esas cosas — lamentó.

—No soy yo quien se ve mezclado en esto.

—¿Qué quieres decir?

—Lo sabré cuando haya hablado con Irwin. — Abandoné la habitación y la casa y me dirigí Row arriba hacia la casa del juez. Caminaría, caluroso como estaba el tiempo, y ello proporcionaría al viejo sabandija algún tiempo más antes de que le espetara la cuestión. Consideré que era merecedor de algunos minutos más.

El viejo se hallaba acostado cuando llegué.

Eso fue lo que el sirviente negro de chaquetilla blanca dijo:

—El juez está arriba acostado en la cama, descansando — fueron sus palabras y pareció creer que con eso quedaba zanjado todo.

—Muy bien, esperaré hasta que baje — dije. Y sin esperar ninguna invitación abrí la puerta de tejido metálico y penetré en la magnífica frescura del vestíbulo, como la perfecta profundidad del tiempo, donde los espejos "y los grandes ventanales relucían como hielo y mi imagen era captada tan silenciosamente como el terciopelo o los recuerdos en todas las superficies reflectoras.

—El juez... — comenzó nuevamente el negro, a modo de protesta.

Pasé delante de él mientras decía:

—Tomaré asiento en su despacho hasta que baje.

Y así pasé delante de aquel cuyo blanco de los ojos era como huevos cocidos, duros y pelados, y ante la boca grande que en aquel instante no supo qué decir y permaneció colgando y abierta para mostrar lo rojizo de su interior. Me dirigí al despacho y me introduje en el recinto oscuro y cerrado, de techo alto y paredes llenas de estantes con libros, tan juntos como piedras, y con su gran alfombra de Esmirna, gruesa y de color rojo oscuro. Tomé asiento en uno de los amplios sillones de cuero, dejé a un lado el sobre de papel oscuro que trajera conmigo y me retrepé. Tuve la sensación de que todos aquellos volúmenes me miraban como si fuesen ojos cerrados de esculturas talladas en piedra. Como en ocasiones anteriores observé que los tomos encuadernados en piel impartían al recinto un débil olor a queso.

Al cabo de un rato se produjo cierto movimiento arriba y se oyó el sonar de una campana al fondo de la casa. Pensé que el juez habría llamado para que acudiese el muchacho. Un momento más tarde resonaron los pasos apagados del negro en el vestíbulo y calculé que iba escaleras arriba.

Al cabo de unos diez minutos descendió el juez. Su paso firme encaminóse hacia la puerta del despacho. Se detuvo un instante en el umbral — la cabeza alta y sobresaliendo de un cuello con corbata negra, y una chaqueta blanca — como para adaptar su vista a la oscuridad, antes de avanzar hacia mí con la mano extendida.

—¡Hola, Jack! — dijo, con la misma voz de siempre—, me alegro de verte por aquí. No sabía que anduvieses por el Landing. ¿Cuándo llegaste?

—Anoche — contesté mientras me levantaba para estrecharle la mano.

El lo hizo con fuerza y después me señaló el sillón con la mano.

—Me alegro muchísimo de verte por aquí — repitió, y sonrió en la sombra—. ¿Cuánto tiempo has esperado? ¿Por qué no hiciste que ese haragán subiera a despertarme en lugar de dejar que durmiera toda la tarde? Hace mucho que no nos vemos, Jack.

—Sí, es cierto.

Había transcurrido bastante, en verdad. La última vez que nos vimos había sido a medianoche, cuando fuera con el jefe. Durante el silencio que siguió a mi observación supe que él también recordaba. Sí, pero después que lo hubo dicho. Luego supe que hizo a un lado el recuerdo, que lo rechazaba:

—Bien, ha transcurrido bastante tiempo, pero no dejes que sea así la próxima vez. ¿Es que nunca vendrás a ver a este viejo? Las personas de edad gustamos de alguna atención.

Sonrió y no pude hacer nada ante esa sonrisa.

—Diablo — dijo, y se levantó de su asiento sin ningún crujido audible de sus articulaciones—, figúrate que me he olvidado de la hospitalidad. Seguro que estarás más seco que la pólvora Andy Jackson. Quizá sea algo temprano para beber, pero un poquito de ginebra y soda nunca hace mal. Por lo menos a nosotros. ¿Verdad que somos indestructibles?

Iba a tocar ya el cordón de la campanilla cuando alcancé a decirle:

—No, muchas gracias.

Me miró con la más leve expresión de desengaño en su semblante. Luego volvió a sonreír de aquella manera cordial, honesta y varonil y dijo:

—Oh, vamos; toma un poco. Es para celebrar que hayas venido a verme.

Avanzó otro paso hacia el llamador antes de que volviera a repetir:

—No, muchas gracias.

Durante un momento permaneció mirándome, de pie, con el brazo extendido hacia el cordón de la campanilla, que después dejó caer para volverse hacia su propio asiento, sin que se advirtiese la menor vacilación, así me imaginé, en todo su cuerpo.

—Bien, no beberé solo. Tu conversación me servirá de estimulante. ¿Qué te trae por aquí?

—No mucho.

Lo observé sentado allí enfrente, en la sombra, y advertí que algo mantenía aquellos hombros derechos y erguida la cabeza llena de canas. Me pregunté qué sería, y si lo que yo había excavado seria cierto. Al mirarlo de frente no deseaba que lo fuese. Descubrí que deseaba de todo corazón que fuese mentira. Y de repente me acometió el pensamiento de aceptar su bebida y de conversar con él y no decirle jamás nada y regresar a la ciudad y decirle al jefe que tenía la seguridad de que no era cierto. El jefe tendría que aceptarlo. Lanzaría sapos y culebras y rugiría como un león, pero sabría que aquélla era mi conclusión. Además, para entonces habría destruido la evidencia de la señorita Littlepaugh, cosa que estaba en mis manos hacer.

Pero tenía que saberlo. Aun cuando me vino el pensamiento de retirarme sin saber, me di cuenta de que tenía que conocer la verdad. Porque la verdad es algo terrible. La tocamos con la punta del pie y no pasa nada. Pero avanzamos algo más y sentimos como una soga de remolque o como un torbellino. Primero es un tirón tan leve y sostenido que apenas lo advertimos, luego viene su aceleración, el torbellino vertiginoso y la zambullida en la oscuridad. Porque existe también la tiniebla en la verdad. Dicen que es algo terrible caer en la gracia de Dios. Estoy dispuesto a creerlo.

Y así miré al juez Irwin y me agradó de un modo como no me había agradado durante años, con esos hombros tan derechos y esa sonrisa tan sincera. Pero supe que tenía que saber la verdad.

Y por eso, mientras me estudiaba — porque en aquellos momentos mi semblante debió de haber sido algo digno de ser estudiado — me enfrenté con su mirada.

—Dije que no mucho, pero hay algo.

—Venga, pues — contestó.

—Juez — comencé—, ya sabe para quién trabajo.

—Ya lo sé, Jack, pero permanezcamos sentados aquí y olvidémoslo. No puedo decir que apruebo a Stark, pero no soy tampoco como la mayor parte de nuestros amigos del Row. Sé respetar a un hombre y él lo es. Casi estuve a su favor en una oportunidad. Estaba rompiendo los cristales y dejando que entrase un poco de aire fresco. Pero — meneó la cabeza tristemente y sonrió — comenzó a preocuparme que demoliese el edificio también. Lo mismo que algunos de sus métodos. De ahí que... — no terminó la frase pero sus hombros se encogieron levemente.

—De ahí que se fuese del lado de MacMurfee — concluí por él.

—Jack, la política es siempre cosa de elección y el hombre no establece él mismo lo que ha de elegir. Y siempre se paga un precio por elegir. Bien lo sabes. Tú has elegido y sabes lo que te ha costado. Siempre se paga algo.

—Sí, pero...

—Jack, no te critico. Confío en ti. El tiempo demostrará cuál es el que está equivocado. Entretanto, Jack, no permitamos que exista un obstáculo entre nosotros. Si aquella noche perdí la paciencia te presento mis excusas. De todo corazón. Me ha costado muchos sinsabores.

—Dice que no le agradan los métodos de Stark. Bien, le referiré algo acerca de los de MacMurfee. Escuche, vea lo que el hombre se propone.

—Me incliné y me puse a hablar como un tranvía que se desliza cuesta abajo con los frenos destrozados. Le referí los proyectos de MacMurfee.

Me escuchó sentado.

Luego le pregunté si le parecía bien.

—No — dijo y meneó la cabeza.

—No está bien. Y usted puede impedirlo.

—¿Yo? — preguntó, asombrado.

—MacMurfee escuchará sus consejos, porque es uno de los pocos amigos que le quedan y sabe que el jefe no le tiene mucha simpatía. Si él tuviese en realidad algo que sirviera para algo más que molestarlo, trataría de caer sobre el jefe y destrozarlo en lugar de ponerse a regatear. Pero sabe que no tiene nada. Además le diré que si se llega a ese extremo, el jefe está decidido a ventilar el asunto ante los tribunales. Esta Sibyl Frey es un pastel de confección casera y estaremos en condiciones de demostrarlo bien. Tendremos para ello todo un equipo de fútbol, más toda una cuadrilla de encargados de pista y todos los camioneros que transitan por la carretera que pasa por delante de la propiedad de su padre. Si consigue hacer entrar en razón a MacMurfee, podría existir alguna posibilidad de que no pierda la camisa cuando llegue la oportunidad. Pero, entiéndame bien, no puedo prometer nada. Por lo menos en este instante.

Durante unos instantes no hubo sino silencio y sombras y el débil olor a queso impartido por las encuadernaciones en cuero, mientras lo que acababa de decir penetraba en aquella hermosa y vieja cabeza que luego meneó lentamente antes de decir que no.

—Mire — dije—, también habrá algo para Sibyl. Podemos ocuparnos de ese lado del asunto siempre que no se le hayan metido en la cabeza ideas de grandeza. Por supuesto, tendrá que firmar una corta declaración. Y no he de ocultarle que contaremos con algunas declaraciones juradas de los otros muchachos por si acaso le da por ponerse alegre otra vez. Si le parece que Sibyl no está recibiendo un trato justo, puedo asegurarle ese punto.

—No se trata de eso — dijo.

—Juez — dije, y advertí un tono de súplica en mi propia voz—, ¿de qué se trata?

—Es cosa de MacMurfee. Podrá cometer un error. Y creo que lo comete. Pero es cosa suya. Y es de esa clase de asuntos en los que no me mezclaré.

—Juez, piénselo bien. Tómese un poco de tiempo para pensarlo.

Meneó la cabeza.

Me levanté.

—Tengo que retirarme. Piénselo más detenidamente. Regresaré mañana para que hablemos nuevamente del asunto. Entonces me dará su respuesta.

Clavó en mí sus ágatas amarillas y volvió a menear la cabeza.

—Vuelve mañana, Jack, o cuando te agrade. Pero mi respuesta te la he dado ya.

—Juez, se lo pido como un favor hacia mí. Espere hasta mañana para adoptar su decisión.

—Jack, hablas como si yo no supiese lo que pienso. Y es lo único que he aprendido en mis setenta años. Que sé cuándo conozco mi propio modo de pensar. Bien, de todos modos, vuelve mañana. No hablaremos de política. — Hizo un gesto repentino, como si barriese la superficie de una mesa con el brazo—. ¡De todos modos que vaya al diablo la política! — exclamó humorísticamente.

Lo miré, y aun con esa expresión humorística y astuta de su semblante y con el brazo estirado al tocar a su fin el ademán, supe qué era aquello. No el tocar con la punta del pie en el agua, ni siquiera el sostenido tirar de la soga del remolque ni el arrastrar periférico del remolino. Era la carrera temeraria y el zambullir del vórtice. Tenía que haber sabido que sería así.

Al mirarlo dije, casi como en un murmullo:

—Juez: le he pedido, casi suplicado.

Una leve expresión inquisitiva se reflejó en su semblante.

—He tratado — dije—. Se lo he rogado.

—¿Qué? — preguntó.

—¿Oyó alguna vez — inquirí, con voz que apenas era un susurro- hablar de un hombre llamado Littlepaugh?

—¿Littlepaugh? — preguntó y su frente se arrugó ante el esfuerzo por recordar.

—Mortimer L. Littlepaugh. ¿Recuerda?

La frente se contrajo más y más hasta formar una marca como el signo de interrogación entre las cejas, pobladas, y del color de la herrumbre.

—No, no recuerdo. — Meneó la cabeza.

Y no lo recordaba. Seguro que no. Ni siquiera al individuo.

—Bien — pregunté—, ¿se acuerda de la American Electric Power Company?

—Por supuesto, ¿cómo no? Fui asesor letrado de la misma durante diez años. — No vaciló lo más mínimo.

—¿Tiene presente cómo obtuvo ese empleo?

—Veamos — dijo, y conocí que por el momento no lo recordaba, que en realidad estaba sondeando el pasado, tratando de hacer memoria. Luego, enderezándose, dijo—: Sí, por supuesto, por intermedio del señor Satterfield.

Hubo entonces cierto estremecimiento. El anzuelo había encontrado carnada y lo advertí.

Esperé algún tiempo, sin dejar de observarlo, y él me devolvió la mirada, muy sereno, desde su asiento.

—Juez — pregunté suavemente—, ¿no cambiará de opinión sobre MacMurfee?

—Ya te lo he dicho — contestó.

Entonces advertí su respiración y quise saber por encima de todo qué pasaba por su imaginación, por qué permanecía sentado allí, erguido y mirándome, mientras el anzuelo lo desgarraba.

Me dirigí hacia la silla que antes ocupara, tomé el sobre de papel oscuro que se hallaba en el suelo junto al mismo y lo deposité sobre su regazo.

Lo miró sin tocarlo. Luego dirigió su mirada hacia mí, una mirada directa e inexpresiva de sus ágatas amarillas. Más tarde, sin decir una palabra, abrió el sobre y leyó los documentos que contenía. La luz era mala, pero no se inclinó para leerlos. Sostuvo los papeles, uno a uno, a la altura de su rostro y los leyó deliberadamente. Y por último, también de una manera deliberada dejó el último papel sobre el regazo.

—Littlepaugh — dijo como musitando, y esperó—. Ya ves — continuó, maravillado—, ni siquiera recordaba su nombre. Juro que ni siquiera lo recordé.

Esperó otra vez.

—¿No te parece que es notable que no me acordara de ese nombre?

—Es posible.

—Fíjate — dijo, aún maravillado—, que durante semanas y meses algunas veces... no recuerdo nada de esto — tocó los papeles ligeramente con el dedo índice, el de la mano derecha, robusto e hinchado.

Esperó, concentrado en sí mismo,

—Hay ocasiones — dijo después — en que durante un largo período seguido es como si nada hubiese sucedido. Al menos para mí. Quizá lo sea también para alguien más. Luego recupero la memoria y lo primero que digo es: «No, no puede haberme sucedido a mí.»

Y al cabo de un tiempo agregó:

—Pero sucedió.

—Sí, es cierto — convine.

—Está claro. Pero me resulta difícil creerlo.

—Lo mismo que a mí.

—Muchas gracias por todo esto, Jack — dijo, y sonrió torcidamente.

—Supongo que adivinará cuál será el primer paso.

—Creo que sí. Tu patrón está tratando de hacer presión sobre mí. Intenta hacerme víctima de un chantaje.

—Presión es un término más hermoso, juez — aseguré.

—Ya no me preocupo tanto por las palabras bonitas. Se vive durante mucho tiempo con ellas. Luego, de repente, se ve uno viejo y contemplamos los hechos y las palabras no interesan ya.

Me encogí de hombros.

—Haga como mejor le plazca. Pero ya sabe cuál es la idea — dije.

—¿Es que no sabes, y tu patrón debiera saberlo, ya que alega ser abogado, que estos papeles — y los golpeó con el dedo — no servirán de nada en un tribunal? No valdrían para nada, ni siquiera un minuto. En un tribunal de justicia. Todo sucedió casi veinticinco años atrás. Y no obtendría ningún testimonio de todas maneras, a no ser de esa mujer Littlepaugh. El cual carecería de valor. Todos han fallecido.

—Menos usted, juez.

—No tendrían validez ante un tribunal.

—Pero usted no vive en un tribunal. No está muerto y habita este mundo, y la gente cree que usted es de cierta clase de hombres. Y usted no es de esa clase de hombres capaz de sufrir que ellos lo consideren desde otro punto de vista.

—¡No lo creerían! — estalló, al tiempo que se inclinaba hacia delante—. ¡Por Dios, que no tiene el menor derecho de pensarlo! He procedido bien, he cumplido con mi deber, he...

Desvié la mirada de su rostro y la dirigí a los papeles que estaban sobre su regazo. El lo advirtió e hizo lo mismo. Cesaron sus palabras y tocó los documentos con los dedos, tanteando, como si quisiera comprobar su realidad. Muy lentamente elevó de nuevo sus ojos hacia mí.

—Tiene razón, he hecho esto también.

—Sí, lo hizo.

—¿Lo sabe Stark?

Traté de averiguar qué habría detrás de esa pregunta, pero me fue imposible.

—No. Le dije que no le contaría nada hasta después de haber hablado con usted. Juez, ya sabe que tenía que estar seguro.

—Tienes una sensibilidad demasiado tierna — dijo — para chantajista.

—No empecemos a darnos calificativos. Todo lo que diré es que usted trata dé proteger a un chantajista.

—No, Jack — dijo tranquilamente—, no trato de proteger a MacMurfee. En todo caso trato de hacerlo conmigo mismo.

—Ya sabe cómo tiene que hacer. Y jamás diré una sola palabra a Stark.

—De todos modos quizá no tengas que decírselo.

Lo dijo con más tranquilidad aún y por un momento pensé que se hallaría dispuesto a alcanzar un arma — la mesa se hallaba junto a él — o a saltar sobre mí. Aunque de bastante edad, todavía conservaba cierta agilidad.

Debió adivinarme el pensamiento, porque meneó la cabeza, sonrió y dijo:

—No te preocupes; No tienes por qué tener miedo.

—Mire... — comencé a decir, irritado.

—No sería capaz de lastimarte — aseguró. Luego, como si meditase—: Pero podría detenerte.

—Deteniendo primero a MacMurfee — dije.

—De una manera mucho más fácil.

—¿Cómo?

—De una manera mucho más fácil — repitió.

—Pero, ¿cómo?

—Podría... — comenzó — podría decirte algo... — Se detuvo y luego se levantó de repente y los papeles fueron despedidos de sus rodillas—. Pero no, no te lo diré — prosiguió animadamente y sonriéndome con toda sinceridad.

—¿Qué es lo que no me dirá?

—Nada, no es nada — dijo, aún sonriente y con un movimiento alegre de la mano, como si quisiera abandonar el asunto.

Permanecí allí. Las cosas parecían no tener sentido. No podía imaginarme que el hombre estuviese allí, de pie, animoso, lleno de confianza, con los papeles acusadores a sus pies. Pero estaba.

Me agaché para recoger los documentos y me contempló desde lo alto.

—Juez, volveré mañana. Piénselo bien y decida mañana.

—Pero si ya está resuelto.

—Usted lo...

—No, Jack.

—Regresaré mañana — repetí.

—Sí, seguro que volverás, pero mi resolución ya está tomada.

Atravesé el vestíbulo sin decirle adiós. Tenía la mano levantada hacia el pestillo de la puerta de entrada cuando oí su voz que pronunciaba mi nombre. Me volví y retrocedí algunos pasos hacia él, que ya se hallaba en el vestíbulo.

—Sólo deseaba manifestarte — dijo — que he aprendido algo nuevo de estos interesantes documentos. Que mi viejo amigo el gobernador Stanton menoscabó su honra por protegerme. No sé si alegrarme o lamentarlo. Si tener más en cuenta su devoción hacia mí o el dolor que le haya producido no hablarme jamás del asunto.

Musité algo diciendo que creía que lo era.

—No deseaba sino que supieras eso acerca del gobernador. Que su falta fue un defecto de su virtud. La virtud del afecto hacia un amigo.

Ahora no musité nada.

—No quería sino que supieses eso acerca del gobernador — dijo.

—Muy bien — contesté, y me dirigí hacia la puerta de entrada, sintiendo su mirada y su sonrisa sobre mí.

Salí a la claridad deslumbrante del sol.

Estaba aún más caliente que las puertas del infierno cuando fui Row arriba en dirección a mi casa. Luché por decidir entre irme a nadar o meterme en el automóvil y regresar a la ciudad y decir al jefe que el señor Irwin no cedía. Luego decidí que bien podría esperar un día más, esperar la oportunidad de que el juez cambiase de manera de pensar. Pero no iría a nadar sino más tarde. Hacía demasiado calor. Me daría una ducha y me acostaría hasta que el tiempo refrescase lo suficiente como para volver a salir. Y así lo hice y me dormí.

Al rato me desperté y me erguí sobre la cama. Estaba completamente despierto y el sonido que me sacó del letargo aún sonaba en mis oídos. Lo escuché nuevamente. Era un timbre brillante, hermoso, de soprano.

Salté de la cama y me lancé hacia la puerta, pero al advertir que me hallaba completamente desnudo me puse el albornoz antes de salir corriendo. Al vestíbulo llegaba un sonido, como un gemido, desde la habitación de mi madre. La puerta estaba abierta y entré.

Sentada al borde del lecho, con la bata puesta y asido el teléfono blanco en una mano, me miraba con ojos extraviados, muy abiertos, gimiendo de manera espaciada y automática. Fui hacia ella. Dejó caer el teléfono que chocó estruendosamente contra el suelo, me señaló con el dedo y exclamó:

—¡Tú fuiste! ¡Has sido tú quien lo mató!

—¿Cómo? — pregunté.

—¡Lo has matado!

—¿Pero a quién?

—¡Lo has matado! — repitió y comenzó a reír de manera histérica.

La tenía sujeta de los hombros y la sacudía, en mi deseo de hacer que cesara esa risa, pero ella prosiguió clavándome las uñas y empujándome. Dejó de reír un instante para tomar aliento y en el intervalo oí el zumbido seco que hacía el teléfono para llamar la atención sobre el hecho de que no se hallase colocado en su soporte. Luego, su risa ahogó el zumbido.

—¡Calla, calla! — grité.

De repente me miró con fijeza, como si acabase de descubrir mi presencia.

Entonces, no muy alto, pero con bastante intensidad, dijo:

—¡Lo has matado, sí, lo has matado!

—¿Pero a quién he matado? — pregunté, a tiempo que la sacudía.

—A tu padre — contestó—. Era tu padre y, ¡oh, lo has matado!

Así fue cómo lo supe. Por el momento ese descubrimiento me dejó paralizado simplemente. Cuando nos alcanza una bala de grueso calibre podemos dar vueltas pero no sentimos nada al principio. De todos modos, me hallé muy atareado. Mi madre se sintió mal. En ese instante asomaron dos rostros negros por la puerta, la cocinera y la doncella, y yo les grité y maldije para que avisasen al doctor Bland y no estuviesen allí con la boca abierta. Luego levanté el teléfono y lo coloqué en el soporte, de manera que pudiesen utilizar el de abajo, y abandoné a mi madre el tiempo suficiente para dar un portazo a fin de mantener alejados de los acontecimientos esos ojos que todo lo ven y que todo lo saben.

Mi madre hablaba entrecortadamente, mezclando sus palabras con sus risas y sus lamentos. Decía cómo lo había querido y cómo era la única persona a quien había amado y cómo yo lo había matado, a mi pobre padre, y un montón de cosas por el estilo. En esa situación recibió al doctor Bland, que le aplicó una inyección hipodérmica. Desde el otro lado de la cama, volvió su rostro cubierto de barba gris y dijo:

—Jack, voy a enviar una enfermera digna de toda confianza. Nadie más que ella deberá penetrar en esta habitación. ¿Me comprende?

—Sí — contesté, porque había comprendido. Y comprendido que él había interpretado lo que significaban las palabras vertidas por mi madre en su desvarío.

—Se quedará usted aquí hasta que la enfermera llegue, y no permita la entrada a nadie.

Asentí y lo acompañé hasta la puerta de la habitación.

Después que hubo dicho adiós, lo detuve un momento.

—Doctor, ¿qué sabe del juez? No pude comprender lo que decía mi madre. ¿Ha sufrido algún ataque?

—No — dijo, y escudriñó mi semblante.

—Bien, ¿qué sucedió?

—Se disparó un tiro esta tarde — contestó, sin apartar sus ojos de mí.

Y luego agregó—: Indudablemente, se trata de una cuestión de salud. Esta iba disminuyendo. Era un hombre muy activo...; un deportista...

—Su voz se volvió más indiferente ahora—. Es muy frecuente que un hombre así no quiera hacer frente a sus últimos años cuando su actividad resulta bastante limitada. Sí, estoy seguro de que ésa ha sido la razón.

No contesté.

—Adiós, Jack — concluyó el doctor, que apartó sus ojos de mí y avanzó por el vestíbulo.

Se hallaba casi al comienzo de la escalera cuando le grité y corrí hacia él. Una vez a su lado le pregunté:

—Doctor, ¿dónde se pegó el tiro? Quiero decir en qué parte del cuerpo. ¿No en la cabeza?

—Directamente en el corazón. Con una automática 38. Fue una herida muy limpia.

Luego descendió la escalera y me quedé pensando en el muerto, en cómo se había disparado un tiro en el corazón, produciendo una herida muy limpia, y no con el extremo del arma metido en la boca para que se produjera una llamarada que quemarse las delicadas membranas y se levantara la tapa de los sesos, que explotarían como un huevo y harían un ruido espantoso. Lo comprendí bien y me sentí aliviado por la herida limpia y bien hecha.

Regresé al aposento dé mi madre después de haberme dirigido al mío para tomar algunas ropas. Cerré la puerta. Vestido, tomé asiento junto al magnífico lecho provisto de dosel en el que la figura cubierta de encajes parecía tan pequeña. Observé cómo el busto parecía lacio y las mejillas grises y hundidas. La boca se mostraba entreabierta y respiraba trabajosamente. Apenas reconocí su semblante. Desde luego, no era el de la joven del vestido de color verde lechuga que estuviera con su cabellera dorada junto al hombre fornido y de traje negro, en los escalones de las oficinas de una compañía maderera de una localidad de Arkansas, cuarenta años atrás, mientras el ruido de las sierras llenaba la atmósfera y la cabeza como si fuese un nervio violado, y la tierra colorada entre las extensiones salpicadas de tocones cubríase de verde pálido y hervía bajo el sol de primavera. No era el rostro delgado y reluciente que años atrás había mirado ansiosamente y no sin desesperación al hombre de cabeza alargada y de ojos ardientes en las avenidas de mirtos o en los escondidos pinares o en las habitaciones cerradas. No, ahora era un rostro viejo. Y lo sentí mucho. Alargué el brazo para tomar una de las manos inertes que yacían sobre la sábana.

La retuve y traté de pensar cómo habrían sido las cosas si en lugar del procurador universitario hubiese ido su amigo a la pequeña localidad maderera de Arkansas. No, eso no habría servido de mucho, pensé, al recordar que en aquel tiempo Monty Irwin se hallaba casado con una mujer enferma, su primera esposa, tullida después de haber sido despedida por un caballo, que pasó varios años postrada en el lecho y después falleció tranquilamente y desapareció de nuestra vista y nuestro pensamiento allá en el Landing. Sin duda, Monty Irwin viose retenido por el sentimiento de obligación para con la enferma y no le fue posible divorciarse y casarse con la otra mujer. No hay duda que por eso no se casó con la joven de las mejillas delgadas ni se llegó hasta su amigo, el procurador universitario, y le dijo: «Amo a tu mujer»; y por eso, luego que el marido supo la verdad y abandonó la casa para pasar todos esos años en casas de huéspedes y en guardillas, no se había casado con ella. Todavía contaba con su propia mujer a la que, por hallarse enferma, se sentía obligado con una especie de honor retorcido. Luego, mi madre contrajo enlace nuevamente. Debió existir amargura y terribles querellas junto con las satisfacciones a escondidas y los ardores. Más tarde falleció la inválida. ¿Por qué no se unieron en matrimonio entonces? Acaso mi madre no quisiera, en represalia por sus anteriores negativas. O quizá la vida de ambos se hallaba conformada dentro de cánones que les resultaba imposible romper. De todos modos, se casó con la mujer de Savannah, la que no le trajo nada, ni dinero ni felicidad, pero que también se fue al otro mundo al cabo de algún tiempo. ¿Por qué no se casaron tampoco entonces?

Abandoné la cuestión finalmente. Quizá la única respuesta, pensé entonces, era que a esa altura en que comprendemos el círculo de vida en que nos desenvolvemos, es demasiado tarde para romper los moldes. No podemos vivir nuestra vida sino en términos de definición, como el prisionero en la jaula que no puede yacer, estar de pie ni sentarse, sino estar colgado en justicia para ser contemplado por el populacho. Empero, la definición que hemos hecho de nosotros mismos somos nosotros y nada más que nosotros. Para salir de ella tendremos que formar un nuevo ser. Pero, ¿cómo es posible eso cuando la esencia del ser reside en el ser mismo y es la única sustancia de que puede formarse el nuevo ser? Al menos tal fue la manera como enfoqué el caso por aquel entonces.

Como he dicho, renuncié a la pregunta y a la respuesta que tratara de darle y me limité a retener la mano inerte en la mía, a escuchar la respiración fatigosa del semblante hundido y a pensar cómo, en el grito que esa tarde me arrancó del sueño, había vibrado la brillante, hermosa y argentina pureza de sentimiento. Decidí que fue el grito sincero del alma enterrada que se las arregló, luego de tantos años y por un instante, para hacerse oír otra vez. Supuse que había amado a Monty Irwin. Y yo había llegado a pensar que no había sido capaz de querer a nadie en su vida. Y por eso ahora, en tanto retenía su mano en la mía, experimenté no sólo piedad hacia ella sino incluso amor porque ella había amado a alguien.

Al cabo de un rato llegó la enfermera y me relevó en la habitación. Más tarde la señora Doniell, vecina del juez Irwin, vino a ver a mi madre. Había sido su llamada telefónica la que pusiera en conocimiento de ésta la triste nueva. La señora oyó el estampido durante la tarde, pero sin concederle importancia hasta que el sirviente negro se puso a dar gritos en el patio. Ella fue con el sirviente a casa y vio al juez sentado, en uno de los amplios sillones del despacho con la pistola sobre sus rodillas, la cabeza inclinada sobre el hombro y la sangre que se desparramaba por la chaqueta blanca. Era mucho lo que tenía que referir e iba a lo largo del Row de manera sistemática. Me relató su historia, hurgó sin resultado respecto a mi visita aquella tarde y a la indisposición de mi madre (por supuesto oyó los gritos por teléfono), y finalmente se despidió para trasladarse con su narración básica, a la que no agregaría mucho más, hasta el primer puerto de escala.

El joven ejecutivo llegó a eso de las siete, enterado ya del fallecimiento del juez, y tuve que contarle lo ocurrido a mi madre. Le hice comprender lisa y llanamente que tendría que permanecer fuera de su habitación, después de lo cual nos dirigimos a la galería lateral, donde bebimos en silencio y sin que su presencia me preocupara más que una sombra.

Cuarenta y ocho horas después, el juez Irwin recibió sepultura en el cementerio debajo de las encinas cubiertas de guirnaldas de musgo. Antes, en su domicilio, yo había desfilado junto con los demás ante el féretro y contemplado su rostro inerte. La nariz aguileña parecía ahora de papel, delgada y transparente. El color de la carne, generalmente subido, había desaparecido ya y en las mejillas no se divisaba sino el leve tinte del arte del que pone la mortaja. Pero los cabellos rufos y ásperos, más escasos que nunca, parecían sobresalir tiesos e individualmente del cráneo alto. Los asistentes desfilaban, decíanse algo unos a otros e iban a colocarse de pie al extremo del salón, cerca de las macetas con palmas compradas para la ocasión. El hecho de su muerte fue absorbido sin esfuerzo en la vida de la comunidad, como gotita de pintura que cayera en un vaso de agua. Extenderíase cada vez más hacia afuera, desde el punto de vista de concentración, vengativo, desliéndose y adelgazando, arrastrando consigo el hecho central, que era la mancha, hasta que nada quedase visible.

Estuve luego ante la tumba, mientras iban cayendo en el agujero donde reposaba el que fuera el juez Irwin, palada tras palada de tierra, una mezcla de arena y de humus negro de la superficie, y pensé cómo había olvidado el nombre de Mortimer L. Littlepaugh y hasta su existencia, si bien el tal Mortimer no había echado en olvido la de él. Mortimer llevaba en el otro mundo más de una veintena de años, pero jamás había olvidado al juez Irwin. Recordando la carta del baúl de su hermana, había esperado con su gesto desprovisto de carne y su muda sonrisita. El juez había matado a Mortimer L. Littlepaugh que, a la larga, pagó a Irwin con la misma moneda. ¿Pero habría sido Mortimer? Acaso hubiese sido yo. Ese era uno de los puntos de vista. Le di vueltas y más vueltas especulando acerca de mi responsabilidad. Sería perfectamente posible decir que no me alcanzaba ninguna, del mismo modo que a Mortimer. Este había matado al juez porque Irwin lo había matado a él y yo maté al juez porque me había creado, y mirando las cosas desde ese punto de vista podría afirmarse que Mortimer y yo fuimos instrumentos gemelos de la ineludible y demorada destrucción del juez Irwin por su propia mano. Porque tanto la muerte como la creación pueden ser un crimen castigable con la muerte y ésta siempre llega por la propia mano del criminal y el hombre es suicida. Si el hombre supiese cómo vivir jamás moriría.

Rellenaron un agujero y formaron un pequeño montículo en el cementerio, cubierto de hierba artificial, salvajemente verde a la densa sombra del musgo y de las ramas y bajo la alfombra de hojas pisoteadas donde jamás crece la hierba natural. Después, siguiendo la muchedumbre, abandoné al muerto debajo de aquella capa de hierba verde con la cual la fantasía del empresario de pompas fúnebres evitaba a las tiernas sensibilidades la vista de la tierra cruda y proclamaba que no había sucedido nada en absoluto, y velaba, por así decirlo, el significado de la vida y de la muerte.

De modo que dejé a mi padre y regresé al Row. Por entonces me había acostumbrado ya a pensar en él como padre. Pero ello significaba haberme desacostumbrado a pensar como padre en el procurador universitario. Existía cierto alivio en pensar que éste no lo era. Siempre había experimentado algo de su debilidad en mí o lo que me parecía ser tal. Tuvo una mujer joven y hermosa y otro hombre se la arrebató; y era padre de un hijo y todo cuanto hizo fue abandonarla dejándola en posesión de lo que tenía y arrastrarse a un tabuco y permanecer allí como animal herido, mientras su intelecto sangraba en aquellas ñoñerías religiosas y su fuerza iba agotándose. Y había sido bueno. Pero su bondad no me dijo sino que yo no podía vivir con ella. Mi nuevo padre, empero, no había sido bueno. Le quitó la mujer al amigo, traicionó a una mujer, aceptó un soborno y condujo a un hombre a la muerte, aunque involuntariamente. Pero había hecho el bien. Fue un juez recto. Y llevó la cabeza bien erguida. Lo mismo que la última tarde de su vida. No había dicho: «Mira, Jack, no puedes hacer eso... no puedes... ya ves... soy tu padre.»

Bien, había trocado el padre bondadoso y débil por el fuerte y malo.

Y no me sentí mal por ello. Lo lamenté por el juez mientras iba a lo largo del Row, junto al mar, pero en lo que a mí concernía no experimentaba contrariedad con el cambio. Luego pensé en el otro hombre ya de edad, inclinado sobre el acróbata imbécil en la humilde habitación, alargándole el trozo de chocolate hacia el rostro bañado en lágrimas, y pensé en el niño sentado sobre la alfombra, delante de la chimenea, y en el hombre fornido y vestido de negro, también inclinado sobre él y diciéndole: «Vamos, hijo, un mordisco nada más antes de la cena.» Entonces no estuve muy seguro de lo que sentí.

Por eso abandoné mis tentativas por decidir. Era inútil tratar de sondear mis sentimientos hacia ellos, ya que había perdido a ambos. La mayoría de la gente pierde un solo padre, pero yo me hallaba situado peculiarmente al haber perdido dos a la vez. Había desenterrado la verdad y ésta siempre mata al padre, ya sea al bueno y débil o al malo y fuerte, y uno se queda a solas con la verdad y sin poder preguntar a papá, que de todos modos nada sabía y está más muerto que una caballa.

Al día siguiente, de vuelta a la ciudad, recibí una llamada telefónica del Landing, de un tal señor Pettus, que resultó ser el ejecutor testamentario del juez. De acuerdo con sus manifestaciones, salvo algunas pequeñas mandas para los sirvientes, yo era único heredero. Heredero universal de la hacienda que el juez Irwin salvara años antes con su simple acto de deshonestidad, ese acto por el cual yo, como intachable instrumento de la justicia, le había puesto la pistola en el corazón.

Todo ello parecía tan disparatado y tan poco lógico que después de haber colgado el teléfono estallé en carcajadas que apenas pude hacer cesar. Antes de conseguirlo, me encontré llorando y diciendo una y otra vez: «Pobre viejo solitario.» Era como si el hielo se quebrase después de un largo invierno. Y el invierno había sido largo.