CAPÍTULO IX

Después de una gran crisis, luego del primer shock y de haberse calmado los nervios, uno se acostumbra al nuevo estado de cosas y advierte que se ha consumido toda posibilidad de cambiarlo. Nos adaptamos y estamos seguros de que el nuevo equilibrio es in eternum. Cuando volví a la ciudad, después de las exequias del juez Irwin, me sentía de esa manera. Experimenté que una historia había terminado, que el partido que comenzara mucho tiempo atrás ya estaba acabado, que el limón había quedado seco de tanto exprimirlo. Pero lo cierto es que ninguna historia se termina jamás, pues la que creemos que ha tocado a su término no es sino un capítulo de la que no se terminará; y que no es el juego lo que ha terminado, sino el tiempo, y que aquél tiene bastante más de nueve tiempos. Cuando el juego se detenga será a causa de la oscuridad. Pero es un día muy lejano.

El juego que el jefe estaba haciendo no había terminado. Pero yo lo había olvidado casi por completo. Olvidé que la historia del juez Irwin, al parecer tan completa en sí, no era sino un capítulo de la historia más extensa del jefe, que estaba sin terminar, y que era a su vez parte de otra historia mucho más amplia.

El jefe me miró desde el otro lado de la mesa cuando entré en su despacho y dijo:

—De manera que el bastardo se quitó de en medio.

No contesté.

—No le dije que lo asustara de muerte, sino simplemente que lo asustara.

—No se asustó.

—¿Entonces por qué demonios hizo eso?

—Hace mucho tiempo que le dije, cuando comenzó el baile, que no se asustaría.

—Bueno, ¿por qué lo hizo?

—No deseo discutir sobre esta cuestión.

—Bueno, ¿por qué lo hizo?

—Diablo, ¿no acabo de decirle que no deseo discutir sobre esta cuestión?

Me miró con cierta sorpresa, se levantó del sillón y dio la vuelta alrededor de la mesa.

—Lo siento — contestó, y puso su mano pesada sobre mi hombro.

Me aparté de ella.

—Lo siento — repitió—. En otro tiempo fue un buen compañero suyo, ¿verdad?

—Sí — contesté.

Volvió a su asiento y levantó una rodilla alrededor de la cual enlazó las manos.

—Aún queda MacMurfee — dijo pensativo.

—Sí, queda MacMurfee. Pero si desea que alguien lo haga víctima de un chantaje ya puede ir buscando a otro. No cuente conmigo.

—¿Ni aun tratándose de MacMurfee? — preguntó, con un asomo de jocosidad, al que no respondí.

—Ni aun así.

—Vamos, no estará abandonándome.

—No, simplemente me aparto de ciertas cosas.

—Bien, ¿era cierto, verdad?

—¿Qué?

—Lo que el juez hizo, sea lo que fuere.

No podía negarlo. Tenía que decir que sí. Hice un movimiento afirmativo de cabeza.

—Sí, lo hizo.

—¿Bien? — inquirió.

—Lo dicho, dicho está.

Me estudiaba como soñoliento, con los ojos entornados.

—Muchacho — dijo seriamente—, hemos estado mucho tiempo juntos. Espero que marchemos bien siempre. Hemos estado metidos en esto hasta las orejas, uno y otro, muchacho.

No contesté.

Después de haberme vuelto a estudiar, agregó:

—No hay que preocuparse. Todo saldrá bien.

—Sí — contesté agriamente—, usted será senador.

—No me refiero a eso. Sería senador ahora mismo si no hubiese otras cosas.

—¿Qué quiere decir?

No contestó sino al cabo de un momento. Ni siquiera me miró, sino que contempló las manos enlazadas alrededor de la rodilla encorvada.

—Diablo, no he dicho nada — manifestó de repente. De pronto soltó la rodilla, la pierna cayó, el pie golpeó rotundamente contra el suelo y se retiró del escritorio—. Pero nadie haría mejor en olvidar, MacMurfee y nadie más, que haré lo que debo hacer. ¡Por Dios, lo haré aunque tenga que romperles los huesos con las manos desnudas! — Y mantuvo las manos ante él con los dedos abiertos, doblados y tensos como si fuese a asir algo. Se hundió nuevamente contra el sostén del escritorio y dijo a media voz, como si hablase consigo mismo—: Ese Frey ahora. Ese Frey.

Luego cayó en un silencio meditativo. Si Frey hubiese podido contemplarlo se habría sentido dichoso de encontrarse allá en la granja de Arkansas sin haber dado su dirección para que la correspondencia le fuese reexpedida.

Y así prosiguió la historia del jefe y de MacMurfee. La del juez Irwin no era sino una parte, sin que en ella interviniera mi mano. Volví a mis pequeños e inocentes quehaceres y permanecí sentado en la oficina, mientras el otoño caía imperceptiblemente y la tierra se inclinaba sobre su eje y situaba el lugar ocupado por mí algo afuera de la llama directa, cristalina y consumidora del enorme sol. Las hojas producían un ruido seco en los árboles cuando se levantaba la brisa por la noche; las espesas junglas de caña de azúcar, más allá de las paredes de cemento y de las líneas de tranvías, eran abatidas ya por el machete, y por la noche los grandes carromatos de altas ruedas rechinaban a lo largo de los caminos llenos de surcos, con sus grandes cargas de un olor dulce y fétido. Allá a lo lejos, a través de los campos negros dejados al descubierto por el machete, algún negro cantaba tristemente su transacción con Jesús. Allá en la Universidad, en el campo de juego, el pie de algún muchachóte de piernas largas y hombros cuadrados, continuaría castigando la pelota, una y otra vez, y más allá el entrevero se produciría en medio de los gritos y de las pitadas perentorias. Los sábados por la noche el estadio se estremecía a la luz de los focos bajo el eco de «¡Tom- Tom-Tom!». Porque Tom Stark llevaba la pelota, Tom Stark doblaba el extremo, Tom Stark cortaba la línea y era Tom, Tom, Tom.

Los redactores deportivos decían que estaba mejor que nunca. Entretanto, costaba sus buenos sudores a su progenitor. El jefe estaba agrio como un escocés abstemio. Los vigilantes caminaban de puntillas, las chicas, de repente, comenzaban a llorar inclinadas sobre sus máquinas, después de haber entrado para tomar al dictado alguna comunicación, y los funcionarios del Estado que salían de la habitación interior se llevaban el pañuelo a la frente pálida, e iban como tanteando el camino a través del largo salón, bajo las miradas enmarcadas en amplias y doradas molduras de los gobernadores fallecidos. Sadie era la única que no experimentaba cambio. Recortaba las sílabas del modo como una costurera corta el hilo con los dientes y miraba al jefe con sus ojos negros y nada apagados, como el espíritu del futuro meditando sobre nuestros esperanzados proyectos.

Las únicas oportunidades en que el jefe se despojaba de su mal humor eran los días en que había partido. Lo acompañé un par de veces y, cuando Tom se destapaba, el gobernador era otro hombre. Sus ojos se le saltaban y refulgían y me palmeaba la espalda y me agarraba como un oso. Podría haber algún leve vestigio también al abrir la página de los deportes el domingo por la mañana, pero no sobrepasaba la semana. Y Tom no hacía nada en recompensa de las dificultades que ocasionaba al viejo. Discutieron una o dos veces porque Tom aflojaba en su entrenamiento, desoyendo a Billie Martin, con quien también sostuvo una disputa.

—¿Qué diablos te interesa? — inquirió Tom, de pie en el centro de la habitación del hotel, separados los pies como si se hallase sobre el puente de un barco, en un mar agitado y la cabeza envuelta en el humo del tabaco que invadía el lugar—. ¿Qué diablos te interesa, lo mismo que a Martín, mientras pueda derrotarlos? Y todavía soy capaz de hacerlo, no lo olvides. ¿Qué otra cosa deseas? Soy capaz de hacer de ellos lo que quiera y puedes jactarte de ello. Eso es lo que deseas, ¿verdad?

Y después de tales observaciones Tom Stark salió dando un portazo y dejando probablemente paralizado al jefe, a quien la sangre se le habría subido a la cabeza.

—Eso es lo que me dijo — me refirió después el jefe—. ¡Por Dios que es lo que me dijo y tendría que haberlo abofeteado! — Pero estaba conmovido. Se veía a la legua.

Entretanto el jefe había resuelto el asunto Sibyl Frey sin que yo tuviera parte en ello. Lo sucedido fue, empero, simple y previsible. Había dos modos de habérselas con MacMurfee: el juez Irwin y Gummy Larson. El jefe había tratado de intimidar al juez y había fracasado. De manera que ahora tenía que conquistar a Gummy. Podía comprarlo porque éste era negociante. Se trataba de un negocio liso y llano. Vendería cualquier cosa por una suma adecuada, ya se tratase de un alma inmortal o de los sacrosantos huesos de la madre, y su viejo amigo MacMur- fee no era ninguna de ambas cosas. Si Gummy aconsejaba a Murfee que se quedase callado, y le decía que no sería gobernador, la cosa era un hecho, porque sin Gummy el otro no era nada.

Al jefe no le quedaba otro camino. Tenía que comprar. Pudo haber tratado directamente con MacMurfee y haberlo dejado llegar al senado con la intención de seguirlo cuando se presentase la oportunidad en la otra elección senatorial, en contra de lo cual había dos argumentos. En primer lugar, habría sido fuera de tiempo. Ahora era el momento en que el jefe debía salir a la palestra. Más tarde sería otro senador, más cerca de los cincuenta. Por el contrario, ahora sería un muchacho, una maravilla respirando actividad por todos sus poros. Tendría un porvenir. En segundo lugar, si permitía subir a MacMurfee, una buena cantidad de gente sobre cuyas frentes aparecería un sudor frío si, aunque tan sólo fuese en la intimidad de la alcoba, se les pasase por la imaginación la idea de hacer una mala pasada al jefe, imaginaríanse que era cosa fácil dar a éste un empujón y deshacerse de él. Comenzaría a hacerse amigos y a cambiar cigarros con los de MacMurfee. Y hasta a concebir ideas propias. Pero existía un tercer argumento, además, en contra de una transacción con MacMurfee. Más bien no era un argumento, sino simplemente un hecho. Que el jefe era como era. Si MacMurfee lo había obligado a llegar a un compromiso no sería él quien se beneficiara con él. De ahí que se las entendiese con Gummy Larson.

La cifra no era una bagatela. Ninguna insignificancia. El contrato general relativo al centro médico. Se arreglarían las cosas de manera que Larson obtuviese el contrato.

Pero no tomé parte en el arreglo. Lo hizo Duffy, que desde tiempo atrás bregaba por ello, y supongo que habrá obtenido algún pellizco de parte de Larson. Bien, no lo lamento ni lo envidio. Había trabajado con tenacidad, se había encogido y sudado bajo la mirada especulativa del jefe durante el largo silencio después de su intento de que aceptase su idea sobre Gummy Larson. No fue culpa suya si hizo viable la operación un accidente fortuito y no su concienzudo esfuerzo. Por eso no le envidio el provecho.

Todo eso aconteció a espaldas mías o quizás aun bajo mis ojos, pues esos días en que llegó el otoño experimentaba como si estuviese retirándome del mundo que me rodeaba. Este seguía su camino y yo el mío. O habría seguido mi camino, de haber sabido cuál era. Jugaba con la idea de alejarme, de decir al jefe: «Jefe, me voy para no volver.» Creo que estaba en condiciones de hacerlo. No tenía necesidad de levantar un dedo para procurarme el desayuno. Acaso no sería rico, poderosamente rico, pero me imaginaba serlo de manera acomodada, a la usanza del Sur. Nadie allá desea ser rico, porque éso, por supuesto, sería ser ordinario y vulgar. De ahí que fuera a ser moderadamente rico. Tan pronto como liquidaran los bienes del juez. (De hacerlo alguna vez, pues sus asuntos se hallaban tan embrollados que iba a llevar bastante tiempo.)

Iba a ser moderadamente rico, pues había heredado el fruto del crimen del juez, lo mismo que alguna vez heredaría de mi madre el fruto de la debilidad del procurador universitario, el dinero que le dejara cuando supo la verdad y se limitó a emprender la retirada. Con el producto del viejo crimen del juez podría llevar una vida agradable, pura, sin tacha, en alguno de esos lugares donde nos sentamos bajo un toldo a rayas, junto a una mesa de mármol y bebemos vermut con soda y contemplamos el famoso y reluciente azul del Océano. Pero no yo. En verdad, desde la pérdida de ambos padres sentí como si pudiese retirarme flotando sin el menor esfuerzo, como el globo cuando se le suelta la última amarra. Pero tendría que ir con el dinero del juez Irwin. Y ese dinero particular, que había hecho posible la excursión, era al mismo tiempo, de manera bastante paradójica, un lazo que me sujetaba aquí. Cambiemos la imagen: era un largo cable amarrado a un ancla cuyos garfios cuelgan y muerden y se introducen durante largo tiempo en las algas marinas y en los desechos acumulados en el lecho del mar. Quizá no fuera distinta la herencia recibida por cualquier otro. Acaso el emperador Vespasiano tuvo razón cuando dijo con todo ingenio, mientras hacía sonar en sus bolsillos las monedas procedentes de un tributo sobre los urinarios: Pecunia non olet.

No me retiré, pero sí me mantuve alejado del vértigo de los acontecimientos y permanecí sentado en mi oficina o en la biblioteca de la Universidad, leyendo libros y folletos sobre contribuciones, pues ahora se me había encomendado una hermosa tarea: la ley de impuesto. Conocí tan poco lo que ocurría que sólo me enteré del hecho cuando ya estaba consumado.

Una noche llegué a la Mansión con mi cartera llena de notas y gráficos y con ánimo de celebrar una conferencia con el jefe, que no estaba solo. En su despacho vi a Tiny Duffy, Sugar-Boy y, con gran sorpresa, a Gummy Larson. Sugar-Boy hallábase sentado en un sillón en un ángulo del aposento, encorvado y con un vaso entre ambas manos, del modo como lo sostiene un chico. Tomaba sorbitos, levantando la cabeza como él pollo cuando bebe. Sugar-Boy no era bebedor. Según él, tenía miedo de que la bebida lo pusiera «n-n-n-ner-ner-vioso». Habría sido terrible si Sugar-Boy se hubiese puesto nervioso e imposibilitado con ello de hacer saltar los frascos de jalea cuando se los arrojaban al aire para probar su puntería o de rozar el hocico de una muía con el guardabarros posterior del «Cadillac» negro. Duffy era bebedor, desde luego, pero esa noche no quiso tomar nada. Evidentemente, no se hallaba de humor para la bebida, a pesar de que a primera vista se advirtiese en sus ojos una expresión de leve triunfo mezclada con la gran incomodidad que experimentaba mientras se hallaba de pie en el amplio espacio existente delante del gran sofá forrado de cuero. Esa intranquilidad debíase, en parte al menos, al hecho de que el jefe estaba bebiendo definitivamente. Porque cuando bebía de verdad desechaba todas aquellas restricciones que por lo común le trababan la lengua. Y ahora bebía con ganas. Parecía como el hermoso chaparrón después de tres días de soplar el viento y de bajar el termómetro. Hallábase recostado en el sofá de cuero con una garrafa de agua, una botella y un bol de hielo en el suelo junto a su americana arrugada y a sus zapatos vacíos. Cuando el jefe no estaba sereno se quitaba los zapatos, por lo general. El contenido de la botella había disminuido bastante.

El señor Larson se hallaba detrás del extremo del sofá. Era un hombre de mediana edad y mediana estatura, compacto, de rostro gris, como su traje, y daba la impresión de carecer de imaginación. No bebía. En algún tiempo había estado al frente de un garito y descubrió que no traía ventaja beber. Gummy era todo negocios, y no hacía nada que no produjese algo.

Mientras yo entraba y advertía la disposición general del cuadro, el jefe clavó en mí su mirada. Los ojos tenían un borde colorado, pero no dijo una palabra hasta que me acerqué al espacio libre delante del sofá. En ese instante alargó un brazo en dirección a Tiny, cuyo rostro sebáceo lucía una pálida sonrisa.

—¡Mírelo! — dijo, señalándolo—. Ese era el que iba a arreglar las cosas con Larson, y ¿qué le dije? Le dije que no, que se fuera al infierno. Sí, eso es lo que le dije. ¿Y qué ha sucedido?

Lo tomé como pregunta retórica y no contesté. Vi que la cuestión impuestos quedaba para otra oportunidad y comencé a desandar lo andado.

—¿Y qué sucedió? — me gritó el jefe.

—¿Cómo he de saberlo? — pregunté; pero con ese elenco presente comencé a tener una buena noción de la naturaleza del drama.

El jefe ordenó, luego de haber vuelto la cabeza hacia Tiny:

—¡Dígaselo, dígaselo y dígale también lo inteligente que se cree ahora!

Pero Tiny no fue capaz de decírmelo. Todo lo que pudo hacer fue lucir esa sonrisa vana, esbozada en aquel semblante colocado encima de tamaña extensión de ropas costosas y el chaleco blanco y el alfiler de diamantes.

—¡Dígaselo!

Tiny se humedeció los labios, miró al impasible Larson tan tímidamente como si fuese una novia, y no dijo nada.

—Bien, se lo referiré yo — habló el jefe—. Gummy Larson construirá mi hospital y Tiny lo ha dispuesto todo en la forma que venía esforzándose por hacerlo, y todos tan contentos.

—Me parece muy bien — dije.

—Sí, todos tan contentos — repitió el jefe—. Menos yo. Sí, menos yo — repitió mientras se golpeaba fuertemente el pecho—. Porque fui yo quien dije a Tiny: «Vaya al diablo, no quiero ningún arreglo con Larson.» Porque no quise dejar entrar en esta habitación a Larson cuando lo trajo Tiny. Porque soy quien debiera de haberlo expulsado de este Estado hace mucho tiempo. ¿Y dónde está ahora? ¿Dónde, dónde está?

Observé a Gummy Larson, cuyo rostro permanecía inexpresivo. Años atrás, cuando tenía la casa de juego, había sido detenido una vez por la Policía, que lo apaleó, probablemente porque se había atrasado en el pago de la suma convenida como «protección». La cara le había quedado como una salchicha sin hervir. Todo eso había pasado. El sabía bien que todo pasa y había mantenido cerrado el pico a pesar de la paliza, porque siempre da resultado tener cerrado el pico. Y a la larga le rindió sus frutos. Con el tiempo se convirtió en un constructor adinerado. Y llegó a ser un constructor adinerado porque estableció las conexiones adecuadas con la municipalidad y supo callar. Y ahora estaba allí, recibiendo impávido cuanto el jefe le arrojaba. Porque eso era provechoso. Gummy Larson tenía todas las cualidades del hombre de negocios. No había duda.

—Yo le diré dónde está — prosiguió el jefe—. Mire dónde está. Nada menos que en este aposento. Ahí de pie. Y mírelo. Es una belleza, ¿verdad? ¿Y sabe lo que ha hecho? Vender a su mejor amigo. Acaba de vender a MacMurfee.

Larson podría haber estado en la iglesia, en espera de la bendición, de acuerdo con lo que su rostro mostraba.

—Oh, pero eso no es nada. Absolutamente nada. Al menos para Gummy.

Este no movió ni un solo músculo.

—Oh, no para Gummy. La única diferencia entre él y Judas Iscariote es que Gummy habría obtenido algún botín con las treinta monedas de plata. ¡Oh!, Gummy vendería cualquier cosa. Vendió a su mejor amigo, y yo... , y yo... — se golpeó salvajemente el pecho, que sonó a hueco, como si fuese un barril—, y yo... tuve que comprar... ¡los hijos de perra me hicieron comprar!

Se sumió en el silencio, miró furiosamente a Gummy y luego alcanzó la botella, de la que vació buena parte en el vaso y le agregó agua, sin preocuparse para nada del hielo. Iba a lo esencial y no tardaría mucho en terminarse el agua.

Gummy, desde la larga distancia de la sobriedad y del triunfo y la certeza moral que viene del conocimiento exacto de cuántos peniques' vale cuanto en el mundo existe, observaba la figura en el sofá y cuando el botellón estuvo en el suelo, dijo:

—Gobernador, si ya hemos arreglado el asunto, creo que debo retirarme.

—Sí, sí — dijo el jefe, que volvió hacia el suelo el pie cubierto con el calcetín—, sí, ya está arreglado, ¡por Dios!, pero... — Se puso de pie, con el vaso en la mano y se sacudió como un perro grande, de modo que se derramó parte del contenido del vaso—. ¡Escuche! — Se dirigió hacia Larson, pisando fuertemente la alfombra y con la cabeza hacia delante.

Tiny Duffy, aunque no se hallaba exactamente en el camino, no se retiró lo suficiente o quizá no lo hizo con bastante ligereza. De todos modos, el jefe casi lo rozó al pasar, o quizá lo rozó. En ese instante y sin mirar siquiera al blanco, le arrojó el contenido del vaso en la cara, y, con un simple movimiento, limitóse a dejar caer el recipiente sobre la espesa alfombra, donde rebotó sin romperse.

Pude observar el rostro de Duffy en el momento del contacto, ese gran pastel de sorpresa que me recordaba los años anteriores y, sobre todo, aquella oportunidad en que el jefe lo atemorizó desde la tribuna durante el asado en Upton, cuando Duffy había caído al borde de la misma. Ahora, pasada la sorpresa, hubo un relámpago de ira que dejó paso en seguida a la expresión de simple humildad y de dolor y al lamento propiciatorio:

—¿Qué le ha impulsado a hacer eso ahora, jefe? ¿Por qué lo ha hecho?

Y el jefe, que ya había pasado de largo, se volvió al oírlo, lo miró y dijo:

—Tendría que haberlo hecho hace mucho, muchísimo tiempo.

Luego se dirigió hacia Larson que, imperturbable ante los acontecimientos, había tomado el abrigo y el sombrero y esperaba que la tormenta se aplacara. El jefe se hallaba de pie precisamente frente a él y sus cuerpos casi se tocaban. Tomó a Larson de las solapas y dirigió su rostro enrojecido contra el gris del otro:

—Arreglado — dijo—, sí, está arreglado, pero usted... deje un pestillo sin poner, saque un trozo de hierro de ese cemento, ponga una cucha- radita menos de arena, sáquele un trocito a una pieza de mármol y, ¡por Dios!, que lo destriparé, vaya si lo haré. — Y sin soltar las solapas tiró las manos hacia los costados. Un botón de la americana de Larson, que estaba abrochando, saltó por la habitación y fue a chocar contra la chimenea—. Porque es mío — agregó el jefe —; ya lo oye..., es mi hospital..., ¡mío!

Luego no se oyó otro ruido que la respiración del jefe.

Todavía con el pañuelo en la mano, el mismo con que se había enjugado la frente, Duffy contemplaba horrorizado la escena. En cambio, Sugar-Boy no le prestaba la menor atención.

Entretanto, Larson permanecía de pie, sin pestañear, mientras las manos del jefe lo sujetaban de la solapa. Ni siquiera se movió. Tenía agua helada en las venas. Nada lo hacía inmutarse, ni el insulto, ni la cólera, ni la violencia, ni siquiera cuando la cara le quedaba convertida en salchicha a fuerza de golpes. Era un verdadero negociante, conocedor del valor de cada cosa de este mundo.

Allí estaba bajo aquel rostro pesado y enrojecido, sintiendo sin duda el aliento áspero y alcohólico en su propia cara y esperando. El jefe lo soltó. Limitóse a abrir las manos en el aire, con los dedos extendidos, y a echarse hacia atrás. Luego volvió la espalda y abandonó el lugar como si estuviese vacío. Sus pies cubiertos con los calcetines no producían ruido y la cabeza apenas iba de un lado a otro mientras caminaba.

Después de haberse sentado otra vez en el sofá, con los codos sobre las rodillas separadas y con los antebrazos colgando hacia delante, miró fijamente las brasas de la chimenea como si se hallase solo.

Sin decir una palabra, Larson se encaminó hacia la puerta, la abrió, y se alejó, dejándola entreabierta. Tiny Duffy, con la impresión de peculiar ligereza — la de un cuerpo ahogado e hinchado que oscila ligeramente mientras asciende a la superficie al noveno día — de que es capaz un hombre gordo que anda de puntillas, fue también hacia la puerta. Una vez en ella, con la mano sobre el picaporte, miró hacia atrás. Mientras sus ojos descansaron en el jefe, que no lo miraba, la furia se reflejó en sus ojos, y por un momento pensé: «Por Dios, es humano.» Luego advirtió mi mirada y desvió hacia mí la suya con una especie de súplica, muda y paciente, en la que pedía perdón por todo, solicitaba mi comprensión y mi simpatía y rogaba que todo el mundo pensara bien del pobre y viejo Tiny Duffy, que había hecho lo que había podido, de acuerdo con sus luces, y a quien le arrojaran algo a la cara. ¿No tenía también algunos derechos? ¿Acaso no contaba el pobre Tiny con sentimientos?

Luego siguió a Larson, cerrando la puerta sin el menor ruido.

Miré al jefe, que ni se había movido.

—Me alegro de haber estado presente en el último acto — dije—, pero ahora tengo que partir. — Desde luego, no habría ninguna conversación sobre los impuestos.

—Espere — dijo.

Alcanzó la botella y tomó un buen trago.

—Le he dicho — me miró fijamente—, le he dicho que si deja de colocar un solo pasador o una varilla de hierro en el cemento o...

—Sí, ya lo he oído.

—... si pone una cucharadita menos de arena, si hace algo, cualquier cosa, lo destriparé, ¡vaya si lo destriparé...! Se levantó y vino hacia mí. Su respiración era pesada.

—Así lo dijo — convine.

—Se lo dije y lo haré. Que haga una sola cosa mal y lo comprobará.

—Muy bien.

—De todos modos, lo destrozaré. Igual que a los otros. — Abrió los brazos del todo—. A todo el que ponga sus cochinas manos en ello. Terminarán su trabajo y entonces los destrozaré uno por uno. Los destrozaré y los arruinaré. ¡Por Dios que lo haré! Y será culpa de ellos por haber metido sus manos asquerosas. Porque me han obligado. Ellos me han obligado a hacerlo.

—Tom Stark tuvo algo de culpa en eso — dije.

Eso lo detuvo por el momento. Me miró de un modo que me hizo pensar que iba a ponerme la mano encima. Pero se volvió y se dirigió de nuevo hacia el sofá, en el que se sentó. Inclinóse sobre la botella, hizo algún estrago en su contenido y dijo indistintamente, después de haber vuelto a clavar su mirada en mí:

—No es sino un muchacho. — No contesté y el líquido de la botella sufrió un nuevo descenso—. No es sino un muchacho — repitió monótonamente.

—Está bien — dije.

—Pero los otros — abrió cuanto pudo los brazos—, los otros... me obligaron a hacerlo..., ¡Y los destrozaré los arruinaré!

Siguió por el estilo antes de hundirse en el sofá. Una vez acomodado, prosiguió con sus observaciones sobre el mismo tópico y especialmente sobre cómo Tom no era sino un muchacho. Luego ese monólogo tocó a su fin y no se escuchó sino su respiración fatigada.

Al mirarlo pensé en la primera vez, Dios sabe cuántos años atrás, que sé emborrachó en mi habitación del hotel, en Upton, y cómo había recobrado el conocimiento. Mucho era el tiempo transcurrido y el camino andado. Y no era ya la cara regordeta del primo Willie la que contemplaba. Todo estaba cambiando, tan seguro como hay Dios.

Sugar-Boy, qué había permanecido tranquilamente sentado en su rincón durante los acontecimientos, con las piernas cortas que apenas le llegaban al suelo, abandonó su lugar y se aproximó para observar al jefe.

—Está más muerto que una caballa — le dije.

Asintió sin dejar de observar la figura voluminosa. El jefe yacía tendido boca arriba; una pierna estaba sobre el sofá y otra arrastraba por el suelo. Sugar-Boy se inclinó para levantarla a la altura de la otra. Luego descubrió la americana caída en el suelo y la echó sobre los pies del jefe. Después explicó, mientras me miraba en son de disculpa:

—A-a-a-a lo me-me-jor se resfria.

Tomé mi cartera y el abrigo y fui hacia la puerta. Miré de nuevo hacia el escenario del destrozo. Sugar-Boy había vuelto a su asiento entre las sombras. Debí preguntarle con los ojos, porque dijo:

—Yo-yo-yo cuidaré de-de-de que nadie lo moleste.

Y así los dejé.

Mientras iba camino de mi casa bajo el cielo de la noche me preguntaba qué pensaría Adam Stanton si supiera la forma cómo el hospital iba a ser construido. Yo sabía, empero, la respuesta del jefe si se le formulaba la pregunta con respecto a Adam: «Diablo — diría—, dije que iba a construirlo y lo estoy haciendo. Eso es lo principal, que se está construyendo. Que se quede en él y tenga a sus enfermos lo mejor cuidados posible.»

Que es exactamente lo que me contestó cuando le pregunté.

Y, camino de mi casa esa misma noche, me pregunté además qué diría Anne Stanton de haber estado en esa habitación y haber contemplado al jefe hecho un guiñapo, tendido en el sofá. Experimenté cierto placer sardónico ante ese pensamiento. Si ella se había enamorado de él porque era tan hombre y tan robusto y conocía su manera de pensar y estaba dispuesto a pagar algún precio por todo, tendría que verlo ahí amontonado como el toro que se ha enredado las patas en la soga del lazo y ha caído al suelo y no puede moverse, ni siquiera levantar la cabeza a consecuencia de la argolla que tiene en la nariz. Tendría que verlo.

Luego pensé que quizá fuera eso lo que estuviese esperando. Nada hay que la mujer adore tanto como el borracho, el renegado, el pendenciero y el hijo de los infiernos. Lo adoran porque son como las abejas de la parábola de Sansón en la Biblia: les agrada construir su panal en el cuerpo de un león muerto.

De los fuertes brotará la dulzura.

Tom Stark podía haber sido tan sólo un muchacho, como dijo el jefe, pero tuvo bastante que ver en el camino que seguían las cosas, aunque supongo que el jefe también lo había tenido para hacer de Tom lo que éste era. De manera que el hijo era la mera continuación del padre, y cuando se contemplaban fijamente era como si un espejo mirase a otro. En realidad parecían igualitos, la misma inclinación de cabeza sobre los hombros, la misma manera de echarla hacia delante, iguales gestos repentinos. Tom era una versión retocada, de semblante reluciente y confiado, de lo que había sido el jefe cuando lo conocí tiempo atrás. La gran diferencia era ésta: Por aquellos días el jefe había andado errando y a tientas por su camino hacia el descubrimiento de sí mismo, de su gran don, con sus pantalones de granjero que le caían más o menos hacia la altura del asiento, o el traje de sarga azul marino con los pantalones estrechos y relucientes, cuidando alguna ciega e indefinida compulsión dentro de sí como el destino o la enfermedad, y, desde luego, no hacia el descubrimiento de sí mismo. Y en cambio Tom no iba errante ni equivocado en dirección a nada, ni siquiera al descubrimiento de sí mismo, sabedor de que era todo un valor. Tom Stark, jugador seleccionado, sin lugar a dudas. Y nunca colgaron pantalones de granjero de sus esbeltas caderas ni de sus rodillas, que eran como martinetes hidráulicos. No, él permanecía en medio del piso con sus zapatos con suela de goma, con la indiferencia del boxeador, la chaqueta de sport a rayas grises colgada sobre los hombros, desabrochado el botón superior de su gruesa camisa blanca, la roja corbata de lana con el nudo tan grande como el puño, y floja debajo del cuello que parecía de bronce, echada hacia un lado, y sus ojos llenos de confianza recorrían el estadio y su mentón reluciente, vigoroso y curtido se movía indolentemente al mascar chicle. Ya sabemos cómo lo mascan los atletas. Oh, era el héroe, sí, y no iba a tientas ni errando su camino. Bien sabía quién era.

Sabía que era bueno y por eso no era necesario ceñirse tanto a las reglas. Ni siquiera a las que gobiernan el entrenamiento. De todas maneras era capaz de dirigir la pelota, como dijera a su padre; ¿por qué preocuparse entonces? Pero no se comportaba en la debida forma sino que en una oportunidad se descarriló con demasiada frecuencia. El y Thad Mellon, un suplente, y Gup Lawson, portero titular, se mostraron bastante altivos una noche después del partido en una hospedería. Podrían haber salido bien de no haberse metido con algunos patanes a quienes maldito lo que les interesaba el fútbol y que se resintieron al ver que se molestaba a sus hijas. Gup Lawson recibió una soberana paliza; tuvo que ser hospitalizado y dejar de jugar al fútbol durante varias semanas. Tom y Thad no recibieron más que algunos puñetazos antes de que terminara la contienda. Pero el quebrantamiento de las reglas fue puesto dramáticamente en conocimiento del entrenador Billie Martin y se publicó en uno de los periódicos. Suspendieron a Tom Stark y Thad Mellon, lo que definitivamente alteró las perspectivas de las apuestas en cuanto al equipo de Georgia para el sábado siguiente, puesto que Georgia iba bien aquel año y Tom Stark era la esperanza de los locales.

El jefe recibió la noticia como hombre. No pateó ni gritó al terminar el primer tiempo con siete a cero a favor del Georgia. Se puso de pie tan pronto como sonó el pito del árbitro.

—Vamos — me dijo, y supe que sería en dirección al vestuario.

Lo seguí y observé el espectáculo, inclinado sobre la jamba de la puerta. La banda de música se hallaba entonces en la parte posterior de la cancha. Desfiló a su alrededor a la luz del sol (pues era el primero de los partidos de la tarde, ahora que el tiempo había refrescado), resplandecientes los instrumentos y bajo la dirección de la dorada batuta. Luego, en algún lugar apartado, se comenzó a decir cómo queríamos al viejo y querido Estado, cómo pelearíamos y pelearíamos por él y cómo moriríamos, pues era padre de los héroes. Entretanto, éstos, bastante sucios y agitados, yacían tendidos por doquier y sometidos al masaje.

El jefe no dijo nada al principio. Limitóse a penetrar en el local y a observar los cuerpos tendidos. La atmósfera nos habría recordado más bien un depósito de cadáveres. Se habría oído la caída de un alfiler. No se producía el más leve ruido sino el rascar de una tachuela contra el suelo cuando alguien movía subrepticiamente un pie y una o dos veces un crujido cuando alguno cambiaba de posición. El entrenador Billie Martin, de pie al otro lado del vestuario y con el sombrero encasquetado hasta los ojos, tenía aspecto sombrío y mascaba un cigarro no encendido. El jefe los recorrió a todos con la mirada, uno a uno, mientras la banda ejecutaba sus promesas y los viejos graduados que ocupaban las tribunas se hallaban de pie, con el sombrero sobre el corazón y sintiéndose elevados y puros.

Los ojos del jefe vinieron a posarse en Jimmy Hardwich, sentado en un banco. Habitualmente ocupaba otro puesto en el equipo, pero aquella vez lo habían pasado a zaguero segundo porque el que se desempeñaba en ese lugar lo había estado haciendo como una matrona-viuda y constipada. Iba a constituir la gran oportunidad para Jimmy, y se le presentó. En forma de pase. Y la dejó pasar. De ahí que cuando el jefe lo miró, el jugador le correspondiese de un modo sombrío. Luego, cuando los ojos del gobernador llevaban unos segundos posados sobre él, estalló:

—¡Maldito sea, dígalo de una vez! ¡Diga lo que tenga que decir!

Pero el jefe no dijo nada. Simplemente se movió despacio y se colocó frente a Jimmy. Luego, con toda deliberación, alargó la mano y la puso sobre el hombro del jugador, sin palmearlo, simplemente dejándola allí, tal como hacen algunos para aplacar a un caballo nervioso.

Ya no miraba a Jimmy sino a los demás que se hallaban en el aposento.

—Muchachos — dijo—, he venido simplemente a decirles que sé que han hecho lo posible.

Continuó inmóvil, con la mano puesta sobre el hombro de Jimmy, dejando que se hundiera en el mismo. El jugador comenzó a llorar.

Luego dijo:

—Y me consta que seguiréis haciendo todo cuanto esté a vuestro alcance, pues sé de qué pasta estáis hechos.

Nueva espera; después retiró la mano del hombro de Jimmy, se volvió lentamente y fue hacia la puerta. Nueva detención y otra mirada alrededor del vestuario.

—Quiero decirles que no me olvidaré de ustedes — dijo, y se retiró hacia la puerta.

Jimmy estaba llorando de veras.

Seguí al jefe al exterior, donde la banda ejecutaba una marcha bastante bullanguera.

Cuando se inició la segunda parte, los muchachos salieron dispuestos a vencer. Hicieron muy buenas jugadas y el jefe se sintió bastante bien, siempre dentro de su estado sombrío. En el último cuarto Georgia llegó hasta la zona peligrosa, fue contenido, pero marcó un gol. Y con él terminó el partido, siete contra diez.

Pero todavía teníamos algo con que hacernos oír en la conferencia, teniendo en cuenta todo lo acontecido durante la temporada. Al sábado siguiente Tom Stark se hallaba en su puesto. Y fue porque el jefe le apretó las clavijas a Billie Martin. Sí, éste fue el motivo, pues el mismo jefe me lo contó.

—¿Cómo lo tomó Martin? — pregunté.

—No lo tomó — dijo el jefe—. Tuve que metérselo por la garganta.

Guardé silencio.

—No se trata de Tom, por Dios, sino del campeonato. No tiene nada que ver con Tom. Si no se tratara más que de él, yo no diría una palabra. Y si vuelve a quebrantar las reglas del entrenamiento le romperé la cabeza contra el suelo. Lo golpearé con mis propias manos. Lo juro.

—Está bastante crecido — observé.

Volvió a jurar que lo haría.

Y así el sábado siguiente Tom volvió a su puesto llevando la pelota. Fue una mezcla de bailarina y de locomotora y las tribunas aclamaron: «Tom, Tom,. Tom», pues era su favorito; el resultado fue de veinte a cero y State tenía la vida puesta en el campeonato. Hubo dos partidos más. Uno bastante fácil con Tech y luego la final el día del «Thanksgiving». 7

Con Tech la cosa fue fácil. En el tercer cuarto, cuando State ya iba en la delantera, el entrenador envió a Tom simplemente para darle un buen trote. Tom se lució un poco para la galería. Estuvo algo descuida* do e insolente. No había nada reprensible en ello, en el modo como llevaba a cabo su labor; parecía muy fácil. Pero una vez que hubo traspuesto la línea unos trece metros y fue contenido por el secundario, no se levantó en seguida.

—Ha perdido el aliento — dijo el jefe.

Y Tiny Duffy, que se hallaba con nosotros en el palco, dijo:

—Seguro. Pero eso no hará mella en Tom.

—Por supuesto que no — aseguró el jefe.

Pero Tom no se levantó. Lo levantaron y fue conducido al vestuario.

—Seguramente le han dado un buen golpe — dijo el jefe, como si estuviese comentando el estado del tiempo—. Fíjese, lo reemplaza Axton. Es bastante bueno. Otra temporada más y ya verán.

—Es bueno, pero no come Tom. Para mí no hay como Tom.

—Apuesto a que pasarán ahora — dijo el jefe, que no dejaba de observar el desfile continuo hacia el vestuario.

«Axton reemplaza a Stark», vociferó el altavoz en lo alto de las tribunas; el entrenador solicitó hurras en honor de Stark, e inmediatamente tuvieron efecto. Él jefe y sus acompañantes casi se volvieron locos de tanto moverse, gritar y agitar los megáfonos.

La pelota se puso en movimiento. Fue un pase, como el jefe había previsto. Ocho metros y el primer «down». 8«Primer down, sobre la línea veintidós metros de Tech», anunció el altavoz, que después agregó: «Tom Stark, que perdió el conocimiento, muestra señales de recobrarlo.»

—¿Perdió el conocimiento, eh? — repitió Duffy. Luego dio unas palmadas en el hombro al jefe (era muy aficionado a hacerlo en público para hacer ver lo amigos que eran)—. No pueden poner fuera de combate a nuestro querido Tom, ¿verdad?

El semblante del jefe se ensombreció un momento, pero no dijo nada.

—No por mucho tiempo — aseveró Tiny—. El muchacho es demasiado recio para ellos.

—Sí, es recio — convino el jefe, que entonces dedicó toda su atención al juego.

No fue nada brillante, pero cuanto menos lucido, más atento estaba el jefe, que cada vez mostrábase más ansioso de excitar a los jugadores y animarlos con sus exclamaciones. State se libró del down como una máquina de carnicero mientras hace salchicha. Había tanta probabilidad de deporte durante su proceso como en la apuesta-sobre si el agua corre o no cuesta abajo, pero el jefe gritaba cada vez que avanzaba dos metros. Acababa de proferir una exclamación a causa de la jugada que pusiera a State en la línea de cinco metros cuando hizo su aparición un individuo frente a nuestro palco y se quitó el sombrero.

—Gobernador Stark, gobernador Stark.

—¿Qué ocurre? — inquirió el jefe.

—El doctor..., allá en la enfermería..., dice si puede ir un minuto

—manifestó el hombre.

—Muchas gracias. Dígale que estaré allí al instante. Tan pronto como vea que los muchachos ganan esta jugada. — Y prosiguió atento al juego.

—Diablo — dijo Tiny Dufiy—. No será nada. No, el viejo Tom...

—¡Cállese! — ordenó el jefe—. ¿No ve que estoy observando el partido?

Y cuando el touchdown fue ejecutado y pateada la pelota, el gobernador se volvió hacia mí y me dijo:

—Va siendo hora de salir. Que Sugar-Boy lo lleve a la oficina. Espéreme allá. Quiero hablar con usted y con Swinton, si lo encuentra. Pediré un taxi. A lo mejor le doy una paliza allí. — Y saltó por encima de la barandilla del palco al césped, emprendiendo la marcha hacia la enfermería. Pero se detuvo un momento junto al banco para gastar una broma a los muchachos. Luego, con el sombrero encasquetado en su cabeza, pesada e inclinada hacia delante, siguió en dirección a la enfermería.

Los demás que estábamos en el palco no esperamos a que tocara el pito. Salimos antes de que diera comienzo la desbandada general y nos dirigimos a la ciudad. Duffy quedó en el «Athletic Club» donde mantenía su estado en condiciones soplando la espuma de la cerveza e inclinándose sobre las mesas de billar, y yo continué hasta el Capitolio.

Aun antes de haber puesto la llave en la cerradura podía decir que no se veía ninguna luz en la gran sala de recibo. Las muchachas lo habían dejado todo bien cerrado antes de ausentarse para pasar la tarde del sábado en los cines, en sus partidas de bridge, con sus galanes, comiendo costillas a la plancha en la hostería «Ye Olde Wagon Wheel» o bailando en el «Sueño de París», donde las luces eran azules y el saxofón producía un ruido lento, dulce, como regurgitar la melaza, todo ello acompañado de las risitas, murmullos, parloteo y demás cosas que se conocen como pasar un buen rato.

Durante un momento, mientras me hallaba de pie en el grande y oscuro recinto y en la desusada calma del mismo, me sentí divertido al pensar en todos aquellos especiales buenos ratos que las chicas estarían pasando, los lugares en donde se hallarían («Ye Olde Wagon Wheel», «Sueño de París», «Capitolio City Movie Palace», automóviles estacionados, vestíbulos a oscuras), la gente con quienes se encontrarían: el estudiante con su aire de suficiencia y la seguridad apenas disimulada de hallarse de recorrida por los barrios de mala nota; el empleado del bar, dueño de novecientos dólares depositados en el Banco, esperanzado de poder comprar el negocio al ario siguiente y conseguirse una mujercita y establecerse definitivamente; el picaflor de mediana edad con el cabello ralo y aplastado sobre su cráneo grande surcado de venas como ágata y sus manos grandes, húmedas, brutalmente tratadas por la manicura y del color de la grasa de cerdo sin derretir, y su olor a ron y a chile de menta.

Luego, mientras estuve allí, cambié de pensamiento. Pero la idea que me divertía continuó sin embargo, como una llamita que lamiese el borde de un papel mojado. Sólo que ahora era por mí mismo. ¿Qué derecho tenía a burlarme de ellos?, me pregunté. Yo también había pasado mis buenos ratos. Si aquella noche no era así no se debía a que hubiese traspuesto la línea y me hallase en estado de beatitud. Quizá fuese que me faltaba algo. La virtud por defecto. La abstinencia por náuseas. Cuando nos quieren curar de la bebida vierten en nuestro licor algo que nos hace vomitar, y cuando hemos hecho esto con alguna frecuencia comenzamos a aborrecer el licor. Es como el perro de Pavlov, cuya saliva comienza a fluir tan pronto oye la campana. Con la diferencia de que en nosotros el reflejo obra de manera que cada vez que aspiramos una vaharada de licor se nos revuelve el estómago. Y hasta cuando nos viene a la memoria la bebida. Alguien debía de haber colocado esa droga en mis buenos ratos, porque ya no me atraían. Por lo menos no en aquel instante. Pero podía hacerse desaparecer aquella sonrisa burlona de mi imaginación. No tenía que sentirme orgulloso porque mi estómago no se resistiese al pensar en los buenos ratos.

De manera que entraría en mi despacho y, luego de haber permanecido sentado unos dos minutos en la oscuridad, encendería la luz, sacaría los papeles referentes a los impuestos y me pondría a trabajar con los números, pensando en ellos con una sensación de alivio y de frescura.

Pero mientras pensaba en los números y reanudaba mi camino a través de la gran sala de recibo hacia la puerta de mi despacho, oí, o creí haber oído, un ruido que partía de las oficinas del otro lado. Por debajo de las puertas no asomaba ninguna luz. Volví a escucharlo. Era un ruido perfectamente real. No se suponía que hubiese nadie allí, por lo menos sin una luz. De ahí que atravesara el recinto, pisando con sumo cuidado sobre la espesa alfombra, y abriese la puerta de un empujón.

Era Sadie Burke, sentada en el sillón delante de su escritorio (seguramente el crujido del mismo era lo que había escuchado), con los brazos encima de la mesa y los antebrazos doblados y juntos. Me di cuenta de que acababa de levantar la cabeza, que estuviera apoyada sobre ellos. No es que Sadie estuviera llorando. Pero había permanecido sentada en la oscuridad, en aquel despacho abandonado, un sábado por la tarde, cuando todos los demás estarían pasando buenos ratos, y con la cabeza apoyada en los brazos.

—Hola, Sadie — dije.

Me miró un instante. Su espalda daba hacia la poca luz que se filtraba por la ventana, cuya persiana se hallaba corrida, por lo que no pude ver la expresión de su semblante, sino el fulgor de sus ojos.

—¿Qué desea? — preguntó.

—Nada — dije.

—Bueno, entonces no tiene que esperar.

Crucé hasta el otro extremo y la miré después de haber ocupado una silla.

—Ya ha oído lo que dije — comentó.

—Sí, lo he oído.

—Pues volveré a decírselo. No tiene que esperar.

—Me parece que aquí se descansa muy bien — contesté sin efectuar ningún movimiento para levantarme—. Porque usted y yo tenemos mucho en común, Sadie.

—Espero que no se trate de un cumplido.

—No, simplemente una observación científica.

—Bien, con eso no se convierte en ningún Einstein.

—¿Quiere decir porque no es cierto que tenemos mucho en común o porque resulta tan evidente que no se necesita el cerebro de Einstein para imaginárselo?

—Quiero decir que no me importa un ardite — contestó acremente. Y agregó—: Y tampoco tengo el menor interés en que esté aquí dentro.

La estudié sin abandonar mi asiento.

—Es sábado y de noche. ¿Por qué no sale por ahí para adornar la ciudad?

—¡Al diablo con esta ciudad! — Encendió un cigarrillo que extrajo de un cajón del escritorio. El resplandor de la llama hizo salir el rostro de la oscuridad. Apagó el fósforo con un vivo movimiento del brazo y luego arrojó la primera bocanada de humo por encima del labio inferior, grueso y curvado hacia abajo. Luego me miró y dijo—: Y usted también.

—Después paseó su mirada reprobatoria alrededor de todo el recinto, como si se hallase lleno de rostros y de figuras, expulsó de sus pulmones el humo gris y dijo—: ¡Al diablo con todos ellos y hasta con la ciudad! — Sus ojos se posaron en mí y continuó—: Pienso irme de aquí.

—¿De aquí? — pregunté.

—Sí, de aquí, de todo esto, de la ciudad. — Hizo un amplio ademán con el brazo y la punta del cigarrillo lució más con la rapidez del movimiento.

—Quédese aquí y se hará rica — comenté.

—Hace tiempo que pude haberlo sido manejando esto, si hubiese querido.

Era cierto, pero no lo había hecho. Al menos, según mis noticias.

—Sí — apretó la punta del cigarrillo contra el cenicero, me iré.

—Levantó los ojos hacia mí como si me desafiara a decir algo.

No dije nada, pero meneé la cabeza.

—¿Cree que no? — preguntó.

—Creo que no.

—¡Ya lo verá, maldita sea!

—No, no se irá. Tiene grandes condiciones para esto, lo mismo que el pez en la natación. Y no se puede esperar que el pez deje de nadar.

Comenzó a decir algo, pero se detuvo. Continuamos sentados en la penumbra unos dos minutos más.

—Deje de mirarme — ordenó. Luego dijo—: ¿No me oyó cuando le dije que se retirase? ¿Por qué no se va usted a su casa?

—Estoy esperando al jefe — dije resueltamente —.. Está... — Entonces recordé—. ¿No supo lo que ha sucedido?

—¿Qué?

—Tom Stark.

—Alguien tendrá que hacerle tragar los dientes de un puntapié.

—Ya lo han hecho.

—Lástima que no haya sido mucho antes.

—Bueno, hicieron bastante esta tarde. Lo último que llegó a mi conocimiento es que se hallaba inconsciente. Llamaron al jefe para que fuese a la enfermería.

—¿Cómo estaba? ¿Era grave la cosa? — preguntó inclinándose hacia mí.

—No sé. Sólo me enteré de que se hallaba inconsciente. Creo que lo llevaron al hospital.

—¿Pero no dijeron nada de su estado? ¿No avisaron al jefe? — volvió a preguntar, inclinándose más aún.

—¿Qué demonios le importa? ¿No dijo antes que alguien tendría que hacerle tragar los dientes? Pues lo que es ahora se conduce como si estuviese enamorada de él.

—Ah, es como para reírse — contestó.

Miré mi reloj.

—El jefe tarda. Creo que estará en el hospital con la triple amenaza.

Permaneció callada un momento, con la mirada fija otra vez en el escritorio y mordiéndose el labio. Luego, se puso de pie de repente, fue hasta el perchero y tomando el abrigo y el sombrero se dirigió a la puerta. Volví la cabeza para mirarla. Una vez con el pasador en la mano vaciló:

—Me voy y quiero cerrar. De todos modos, no veo por qué no va a sentarse a su oficina.

Fui a la sala de espera. Ella dio un portazo y sin decirme una sola palabra y con paso bastante ligero atravesó el lugar y salió al corredor, sobre el cual escuchábase cada vez más apagado su taconeo contra las losas de mármol.

Una vez que desapareció del todo, pasé a mi oficina, donde tomé asiento junto a la ventana y contemplé la niebla del río que iba posándose sobre los tejados.

No estaba, empero, contemplando la ciudad romántica, velada por la niebla y crepuscular, sino inclinado sobre mis nítidas y reconfortantes cifras relativas a los impuestos, a la claridad de una lámpara con pantalla verde, cuando sonó el teléfono. Era Sadie Burke. Dijo que se hallaba en el hospital de la Universidad y que Tom no había recobrado él conocimiento. Seguro que el jefe estaba allí, pero no había podido verlo todavía, si bien tenía entendido que había preguntado por mí.

De manera que Sadie habíase llegado hasta allí para espiar entre las sombras antisépticas.

Dejé las nítidas y confortantes cifras relativas a impuestos y salí.

Comí un bocadillo y tomé una taza de café antes de dirigirme al hospital. El jefe se hallaba solo en una salita de espera y su aspecto era algo sombrío. Indagué sobre el estado de Tom y supe que lo tenían en ese instante en la sala de rayos X y que no sabían mucho del caso, que estaba en manos del doctor Stanton. Otro especialista venía expresamente en avión desde Baltimore para celebrar consulta.

Luego dijo:

—Deseo que vaya a buscar a Lucy. Tiene que venir aquí. En el campo no creo que haya tenido oportunidad de leer el periódico todavía.

Dije que iría y. me dirigí hacia la puerta.

—Jack — sugirió—, dígaselo poco a poco. Vaya preparándola.

Dije que bueno y partí. Me sonaba bastante mal eso de ir preparando a Lucy. Mientras iba por la carretera, teniendo en contra las luces del tránsito de los sábados, cuando todos se dirigían a la ciudad, pensé que maldita la gracia que tendría el cumplimiento de mi misión para con Lucy. Y volví a pensar de igual manera mientras recorría el anacrónico sendero de cemento en marcha hacia la casa blanca y no muy iluminada. Luego, cuando me vi en el gabinete, rodeado por los muebles de nogal oscuro y tallados y el terciopelo rojo y las tarjetas para el estereoscopio y el pálido retrato sobre el caballete, y preparé a la mujer para el mal trago, no fue, desde luego, nada agradable.

Pero recibió la noticia. Seguro que le llegó hasta el corazón, pero tuvo que tragarla.

—¡Oh, Dios mío! — dijo apenas—. ¡Oh, Dios mío! Espere un minuto. Voy a buscar un abrigo. — Su semblante resaltaba blanco y rígido.

Y así tomamos nuevamente el automóvil y regresamos a la ciudad, sin que hubiese ninguna conversación. Otra vez la oí decir de nuevo: «¡Oh, Dios mío!», pero la observación no iba dirigida a mí. Presumo que estaba orando, pues de pequeña había ido al colegio baptista, donde hacían rezar mucho a los alumnos, y probablemente le había quedado el hábito.

Tampoco resultó agradable cuando la introduje en la salita de espera donde se hallaba el jefe. Este volvió su pesada cabeza hacia ella, desde el centro del dibujo floral del amplio y mullido sillón de elevado respaldo y cubierto con una funda de cretona, y la miró como si fuese alguien extraño.

—¿Cómo está? — inquirió ella desde el centro del recinto sin acercársele.

Al oír la pregunta, resplandecieron los ojos del jefe, que abandonó violentamente su asiento.

—Óyeme, está bien..., estará bien. ¡No te olvides de eso!

—¿Cómo está? — repitió Lucy.

—Ya te lo he dicho; te he dicho que estará bien — dijo con una voz penetrante.

—Eso dices tú. Pero ¿y los doctores?

La sangre afluyó a su rostro, como si fuese a experimentar un ataque de apoplejía y escuché su respiración agitada antes de que respondiese:

—Lo has querido así. Dijiste que así lo querías, que preferías verlo muerto a tus pies. Eso es lo que deseaste. Pero... -Ay avanzó hacia ella — ha sabido engañarte. Está bien. ¿Lo oyes? Saldrá bien.

—Dios te oiga — contestó ella, suavemente.

—¡Dios lo quiera! ¡Dios lo quiera! — estalló el jefe—. Está bien, ahora mismo está muy bien. El muchacho es recio. Puede soportarlo.

No contestó nada, sino que permaneció en el mismo lugar y lo miró mientras la sangre se retiraba de las mejillas del jefe y el cuerpo parecía vencido por el peso de la carne. Luego preguntó si podría verlo.

Antes de contestarle, el gobernador fue otra vez a hundirse en su asiento, me miró y dijo:

—Llévela a la habitación 305. — Habló con voz apagada y aparentemente sin interés entonces, como si se hallase en cualquier sala de espera de una estación de ferrocarril respondiendo a alguna pregunta tonta de un viajero sobre el horario.

La conduje a la habitación 305, donde el cuerpo yacía como un tronco bajo la sábana blanca y la respiración salía fatigosamente por la boca abierta. Al principio no se aproximó al lecho, sino que permaneció junto a la puerta, contemplándolo. Creí que iba a desmayarse y alargué el brazo para sostenerla, pero se mantuvo sobre sus piernas. Luego, junto al lecho, estiró la mano con movimiento tímido para tocar el cuerpo. Lo hizo en la pierna derecha, precisamente por encima del tobillo, y la dejó allí, como si pudiera atraer o comunicar alguna fuerza mediante el contacto. Entretanto, la enfermera del otro lado de la cama se inclinó para enjugar las gotas de sudor que brotaban de la frente del paciente. Lucy Stark dio uno o dos pasos hacia la cabecera de la cama y, mirando a la mujer, alargó la mano, en la que la enfermera puso el lienzo, con el cual Lucy terminó de enjugar la frente y las sienes. Luego se lo devolvió y dijo:

—Muchas gracias.

Su voz era apenas un murmullo. La enfermera esbozó una especie de sonrisa de comprensión profesional en su semblante sencillo, bueno, anónimo, que fue como una luz que se vislumbrase un instante en una sala de estar confortable y algo ajada.

Pero Lucy no miraba esa cara sino la otra con el mentón caído, y que estaba por debajo de ella, mientras la respiración subía y bajaba. No había ninguna luz. Al cabo de un tiempo — la enfermera nos comunicó que el doctor Stanton tardaría un ratito en volver y que nos avisaría entonces — regresamos al aposento donde el jefe se hallaba sentado y su cabeza grande resaltaba en medio del dibujo de flores.

Lucy ocupó otro sillón cubierto de cretona floreada (la salita era muy confortable y resultaba alegre con las plantas colocadas en el antepecho de la ventana, la cretona de los sillones y las acuarelas colgadas de la pared, con sus marcos de color natural, y una chimenea con sus troncos artificiales) y observaba su regazo y de tanto en tanto echaba un vistazo al jefe, que estaba al otro lado, y yo ocupé el sofá junto a la pared y revisé las revistas y sus grabados, de los cuales colegí que el mundo fuera de nuestro cómodo y alegre rinconcito seguía siendo mundo.

Adam llegó a eso de las once y media para comunicarnos que el doctor que venía en avión desde Baltimore se había visto obligado a hacer escala a causa de la niebla y que reanudaría el vuelo tan pronto como la visibilidad lo permitiese.

—¡Niebla! — exclamó el jefe, que abandonó su asiento—. ¡Niebla! Telefonéele en seguida. Dígale que siga viaje con niebla o sin ella.

—El avión no puede volar entre la niebla — dijo Adam.

—Telefonéele..., ese muchacho que está ahí..., ese muchacho. '.., el mío. — La voz no fue disminuyendo sino simplemente se cortó con un sonido como el de un peso grande que rechina al quedar parado y el jefe contempló a Adam Stanton con resentimiento y una fuerte acusación en sus ojos.

—El doctor Burnham vendrá tan pronto como sea posible — dijo Adam fríamente. Luego, al cabo de un momento en que hizo frente al resentimiento y a la acusación, agregó—: Gobernador, creo que sería conveniente que descansase un rato. Vaya y acuéstese un poco.

—No, no — contestó el jefe con voz ronca.

—No conseguirá nada bueno si no descansa. No hará sino desperdiciar sus fuerzas. No hará nada bueno.

—Bueno — repitió el jefe—, bueno. — Cerró las manos como si tratase de asir alguna sustancia que se hubiese marchitado al tocarla y convertido en aire.

—Yo aconsejaría... — dijo Adam con voz serena. Luego miró a Lucy inquisitivamente.

Ella meneó la cabeza.

—No, doctor, yo también esperaré — murmuró.

Adam inclinó la cabeza a modo de aceptación y se retiró. Me levanté y lo seguí.

Lo alcancé en el vestíbulo.

—¿Cómo está? — inquirí.

—Mal.

—¿Pero hasta qué punto?

—Está inconsciente y paralizado — dijo—. Sus extremidades completamente lacias. Los reflejos han desaparecido. Si le tomas la mano es como si fuese de jalea. Le hemos hecho una radiografía del cráneo y los rayos X muestran la dislocación de la quinta y sexta vértebras cervicales.

—¿Qué demonios quiere decir esto? ¿Dónde se encuentran?

Adam alargó la manó y puso un par de dedos en mi nuca.

—Aquí — dijo.

—¿Quieres decir que tiene el cuello roto?

—Sí.

—Creía que con eso dejaban de existir.

—Generalmente, sí. Siempre, si la fractura se produce un poquito más arriba.

—¿Hay alguna posibilidad?

—Sí.

—¿De vivir o de quedar bien?

—De quedar bien. O casi bien. Una mera posibilidad.

—¿Qué piensas hacer?

Me miró fijamente y vi que su propia cara no parecía muy distinta de lo que habría parecido si alguien le hubiese pateado también la cabeza. Estaba blanca y rígida.

—Es una decisión bastante difícil — dijo—. Tengo que pensarlo. No deseo hablar ahora de ello.

Me volvió la espalda, enderezó sus hombros y se alejó a lo largo del vestíbulo, cuyo piso reluciente, con su suave resplandor, parecía como si fuese hielo del color del bronce.

Regresé a la habitación donde Lucy Stark se hallaba sentada frente al jefe, entre las macetas, la cretona coloreada y las acuarelas. De vez en cuando levantaba su mirada del regazo, sobre el que se veían las manos entrelazadas y resaltaban sus venas azules, y observaba el semblante de su marido a través del espacio que los separaba. El no devolvía su mirada, sino que la dirigía sobre la iluminación exenta de calor de los troncos de la chimenea.

Después de la una de la madrugada vino la enfermera a la salita con la buena nueva de que la niebla se había disipado y el avión del doctor Burnham proseguía su viaje. Nos avisarían tan pronto arribase. Luego, se retiró.

El jefe permaneció en silencio uno o dos minutos y luego me dijo:

—Vaya abajo y telefonee al aeropuerto. Pregunte qué tiempo hace. Dígales que avisen a Sugar-Boy que lo necesito aquí en seguida. Que Murphy entienda que lo quiero inmediatamente. ¡Por Dios, por Dios...! —Y el juramento quedó en suspenso, sin ser dirigido hacia nada.

Bajé a las cabinas telefónicas del primer piso para comunicar los mensajes a Sugar-Boy y a Murphy. El primero conduciría el auto como si fuese un bólido y el otro — el teniente a cargo de la escolta motorizada — sabría que no iba a salir simplemente a dar un paseíto. Llamé al aeropuerto, me contestaron que el tiempo iba mejorando, que se había levantado algo de brisa. Dejé las instrucciones para Murphy.

Ala salida de las cabinas se hallaba Sadie Burke. Habría estado rondando por la galería, posiblemente sentada en alguno de los bancos sumidos en la sombra, ya que no la había visto cuando entré.

—¿Por qué no me ha gritado ¡bu! y me ha hecho dar un vuelco al corazón y ha terminado así de una vez? — pregunté.

—¿Cómo está? — inquirió, después de haberme asido de la manga.

—Mal. Se ha roto el cuello.

—¿Hay alguna posibilidad?

—El doctor Stanton dijo que sí, pero no parecía muy optimista.

—¿Qué piensa hacer? ¿Operar?

—Ya está en camino otro eminente doctor del «John's Hopkins» para celebrar consulta. En cuanto llegue, lo echarán a cara o cruz y decidirán qué hay que hacer.

—¿Le pareció que había una verdadera posibilidad?

La mano no me había soltado la manga.

—¿Cómo he de saberlo?

De repente me sentí enojado y di un tirón para librarme.

—Si consigue averiguar algo, cuando llegue el doctor, ¿me avisará?

—preguntó humildemente.

Dejó caer la mano.

—¿Por qué demonios no se va a su casa y deja de andar como un fantasma por la oscuridad? ¿Por qué no se va?

Movió la cabeza, siempre con aspecto de humildad.

—Quería que le saltaran los dientes de un puntapié y ahora anda dando vueltas por aquí y perdiendo la noche. ¿Por qué no se va a su casa?

Meneó la cabeza lentamente:

—Esperaré — dijo.

—Es una tonta — aseguré.

—Avíseme cuando sepa algo — suplicó.

En lugar de contestar subí la escalera para reunirme con los otros dos. La atmósfera de la habitación no había cambiado.

Al cabo de un rato vino la enfermera para comunicar que el avión era esperado en el aeropuerto dentro de treinta o cuarenta minutos. Un poco más tarde regresó para decirme que me llamaban por teléfono.

—Una dama que no quiso dar su nombre.

Me imaginé quién sería y al ponerme al aparato lo comprobé. Anne Stanton, que resistió cuanto pudo. No me tiró de la manga, pues se hallaba en su piso a algunos kilómetros de distancia, pero su voz hizo casi lo mismo. Le dije lo que sabía y contesté sus repetidas preguntas. Se disculpó y me dio las gracias por las molestias ocasionadas. Dijo que tenía necesidad de saber y que había llamado varias veces al hotel en la creencia de que yo regresaría allá y que luego había decidido hacerlo al hospital. No tenía nadie más a quien preguntar. Cuando intentó informarse en el hospital le contestaron para salir del paso.

—Ya ves que no tuve más remedio que llamarte — dijo.

Le contesté que estaba bien, colgué el auricular y volví al vestíbulo. Nada había cambiado en el recinto ni tampoco cambió hasta las cuatro de la mañana cuando el jefe, que había estado hundido en el sillón forrado de cretona floreada y con la mirada fija en los troncos artificiales, levantó la cabeza de repente, como el perro que dormita junto al fogón ante un ruido que nosotros somos incapaces de advertir. Había estado atento a ese ruido. Mantuvo la cabeza erguida, escuchando y en seguida se levantó.

—Ahí están — exclamó con voz ronca—, son ellos.

Entonces, oí por primera vez el lejano lamento de la sirena de la escolta motorizada. El avión había llegado.

Inmediatamente, vino una enfermera para avisar que el doctor Burnham se hallaba con el doctor Stanton, pero ignoraba cuánto tardarían en emitir su opinión.

Él jefe no había vuelto a hundirse después del primer sonido de la sirena. Permanecía en el centro del local, erguida la cabeza, escuchando cómo el sonido iba disminuyendo para volver a oírse y apagarse y atento después para oír los pasos en el vestíbulo. No se volvió a sentar. Fue de arriba para abajo, hasta la ventana. Apartó las cortinas de cretona para contemplar la oscuridad del césped y a través de éste, donde sin duda brillaría alguna luz solitaria en la neblina. Volvió hacia la chimenea, donde giró con un movimiento pesado como si retorciese la alfombra bajo los talones. Llevaba las manos enlazadas por detrás y la cabeza, con el cabello caído sobre la frente, colgaba hacia delante con aspecto sombrío y parecía moverse algo de lado a lado.

Proseguí examinando las revistas, pero la pisada firme, nerviosa y, sin embargo, deliberada, trajo algún recuerdo a mi imaginación. Me irrité como cuando no se suscita claramente el recuerdo y no damos con lo que es. Luego supe. Era el ruido de unos pasos que iban y venían, encerrados en la habitación de un hotel, detrás de una pared delgada. Eso era.

Todavía se hallaba andando cuando una mano se posó en el picaporte. Y ante aquel sonido, el primer sonido, el jefe volvió la cabeza hacia la puerta y quedó firme en su puesto, como un perro pachón. Adam hizo entrada en la habitación bajo el peso de aquella mirada.

El jefe se humedeció el labio inferior, pero no dejó traslucir ninguna pregunta.

Adam cerró la puerta antes de avanzar algunos pasos.

—El doctor Bumham ha examinado al paciente — dijo — y ha estudiado las radiografías. Su diagnóstico y el mío coinciden en absoluto. Ya sabe lo que es.

Se detuvo, como si esperase alguna respuesta.

Pero no la hubo, ni siquiera un signo, y la mirada no dejó de escudriñarlo.

—Hay dos caminos posibles — prosiguió—. Uno conservador y otro radical. El primero consistiría en colocar al paciente de manera que pueda sometérsele a fricción, dentro de un sólido enyesado, y esperar que la situación se resuelva de algún modo. El camino radical aconseja proceder inmediatamente a una intervención quirúrgica. Quiero hacer resaltar que se trata de un decisión difícil, altamente técnica. En consecuencia, deseo que comprenda la situación en todo su alcance, dentro de lo posible. — Nueva pausa sin que se produjese tampoco ninguna señal ni disminuyese la intensidad de la mirada—. Como usted sabe —ahora su voz dejaba traslucir algo de la sala de conferencias, de precisión académica — la radiografía mostraba en su parte lateral una fractura y dislocación de la quinta y sexta vértebras cervicales. Pero los rayos X no muestran el estado del tejido blando. En consecuencia, no podemos saber en este instante el estado de la médula espinal en sí. Ello no es posible sino recurriendo a una operación quirúrgica. Si al operar se ve que la médula está aplastada, el paciente quedará paralítico durante el resto de su vida, ya que dicha médula no posee poder de regeneración. Pero es posible que un segmento desplazado del hueso ejerza presión sobre la médula. En este caso podemos aliviar la presión mediante una laminectomía. No es posible predecir el beneficio que conseguiríamos con tal procedimiento. Podremos restablecer algo o casi toda la función. Por supuesto, no debemos esperar demasiado. Algunos grupos musculares podrían quedar paralizados. ¿Comprende? — Esta vez Adam no parecía esperar ninguna respuesta y su pausa fue apenas momentánea—. Debo recalcar una consideración. Esta operación se realiza muy próxima al cerebro y puede ser fatal. Y las probabilidades de infección son aún más grandes que la de la operación. El doctor

Burnham y yo hemos discutido el asunto extensamente y estamos de acuerdo. Yo asumo plena responsabilidad al aconsejar la operación. Pero deseo que sepa que es radical. Es una probabilidad extema. La suerte del jugador.

Se detuvo. El aliento del jefe hizo como si raspase dos o tres veces, inhalando y exhalando.

—Hágala — dijo.

Había optado por la probabilidad exterior, por la suerte del jugador. Pero eso no constituía una sorpresa para mí.

Adam miraba inquisitivo a Lucy Stark, cual si desease también su corroboración. Ella desvió la mirada, dirigiéndola hacia su marido, que se había aproximado a la ventana para mirar el césped oscuro. Durante un momento contempló los hombros encorvados y luego volvió a mirar a Stanton. Movió la cabeza lentamente, en tanto sus manos se retorcían sobre el regazo. Luego murmuró:

—Sí.., sí.

—Operaremos en el acto — dijo Adam—. Ya he dispuesto que se hagan los preparativos necesarios. No es indispensable hacerlo tan pronto, pero en mi opinión es mejor así.

—Hágalo — dijo la voz junto a la ventana.

Pero el jefe no se volvió ni aun cuando se cerró la puerta al salir Adam Stanton.

Volví nuevamente a mis revistas, pero fui pasando las hojas con sumo cuidado, como si no pudiese permitirme hacer ningún ruido en aquella especie de calma que nos devoraba y que aún invadía la habitación. Durante mucho tiempo continué contemplando muchachas en traje de baño, carreras de caballos, paisajes de bellezas naturales y largas filas de jóvenes, erguidos y con el rostro afeitado, ataviados con una especie de camisa y levantando el brazo a modo de saludo, e historias de detectives representadas en seis ilustraciones con la solución en la página siguiente. Pero no prestaba mayor atención a los grabados, que al fin y al cabo eran siempre iguales.

Luego, Lucy Stark se levantó de su asiento y fue hasta la ventana en que el jefe se hallaba mirando al exterior. Le puso la mano sobre el brazo derecho y él la retiró sin mirarla. Pero ella lo tomó del antebrazo y lo atrajo hacia sí, y después de una resistencia momentánea él la siguió, dejándose llevar de nuevo hasta el sillón con funda de cretona. Lucy le dijo:

—Vamos, Willie, siéntate y descansa.

Su voz era apenas un susurro.

Obedeció, y ella regresó otra vez a su lugar.

El jefe la miró ahora, en lugar de hacerlo a los troncos artificiales. Finalmente habló:

—Todo saldrá bien.

—Dios lo quiera — contestó ella.

Hubo silencio durante otros dos o tres minutos en que no dejó de mirarla, al cabo de los cuales exclamó violentamente:

—Sí, tiene que salvarse.

—Dios lo quiera — repitió ella.

Sostuvo su mirada hasta que él la desvió.

Me había cansado de estar sentado. Salí hasta donde se hallaba la enfermera de guardia en el despacho de la planta baja.

—¿Hay alguna posibilidad de conseguir que suban algunos bocadillos y un poco de café para el gobernador y su esposa? — pregunté.

Dijo que sí y le recomendé que los hiciera traer a su mismo despacho, desde donde yo mismo los subiría. Acudí al vestíbulo otra vez. Sadie seguía allí también, como un fantasma entre las sombras. La informé sobre la operación y la dejé sola. Anduve alrededor del despacho hasta que trajeron la bandeja, que tomé para llevar a la salita de espera.

Ni los emparedados ni el café consiguieron alterar la atmósfera reinante en el lugar. Puse una mesita junto a Lucy con un bocadillo en un plato y una taza de café. Me dio las gracias, cortó el emparedado y se llevó un trocho a la boca dos o tres veces, mas no vi que estuviese haciendo gran destrozo. En cambio bebió algo de café. Puse algo al alcance del jefe, que me lo agradeció, si bien no hizo ni siquiera ademán de comer. Mantuvo la taza en la mano unos momentos pero no vi que tomase un solo sorbito. Limitóse a sostenerla.

Comí un bocadillo y bebí una taza de café. Estaba sirviéndome una segunda taza cuando el jefe alargó la mano para colocar la suya, derramándola, en la mesita junto a él.

—¡Lucy! — dijo—. ¡Lucy!

—¿Qué? — contestó ella.

—Este... ¿sabes lo que voy a hacer? — Inclinóse hacia ella sin esperar respuesta—. Voy a ponerle su nombre al hospital. El de Tom. Se llamará «Hospital y Centro Médico Tom Stark». Lo haré en su memoria... Sí...

Ella meneaba lentamente la cabeza y el jefe dejó de hablar.

—Estas cosas no tienen interés -A-dijo—. Oh, Willie, ¿no te das cuenta? Estas cosas no tienen interés. Grabar el nombre de uno sobre un trozo de piedra o que salga en los periódicos. Nada de esto tiene importancia. Oh, Willie, era mi hijo, el tuyo. Y estas cosas no importan nunca, nunca. ¿No comprendes?

Volvió a hundirse en su asiento y se hizo otra vez silencio. Y seguía lo mismo cuando regresé después de haber llevado abajo los platos y los bocadillos sobrantes, lo que me proporcionó un pretexto para ausentarme. Eran la seis menos veinte cuando regresé.

A las seis, lo hizo Adam. Su semblante estaba bastante pálido y era impenetrable, pero ni él ni Lucy emitieron el menor sonido.

Luego, dijo Adam:

—Vivirá.

—¡Gracias a Dios! — exclamó Lucy.

El jefe siguió con la mirada fija en Adam, que le miró a su vez del mismo modo y le anunció:

—La médula se hallaba aplastada.

Oí un gemido de Lucy y vi que su cabeza estaba sobre el pecho.

El jefe no hizo ningún gesto por el momento. Levantó las manos a la altura del pecho, con los dedos separados como para asir algo.

—¡No! ¡No! — exclamó.

—Estaba aplastada. Lo siento mucho, gobernador — manifestó Adam.

Dicho esto, abandonó el aposento.

El jefe se hundió lentamente en el sillón después de haber contemplado la puerta cerrada a la que siguió mirando, con los ojos saltones y algunas gotas de sudor en la frente. Luego se enderezó y emitió un sonido informe, doloroso, como arrancado bruscamente de las negras entrañas de un animal herido

—¡Oh! — exclamó después—. ¡Oh!

Lucy lo miraba desde el otro lado de la habitación y él seguía contemplando la puerta.

Volvió a prorrumpir en la misma exclamación.

Lucy se levantó entonces de su asiento y llegó a su lado. No hizo nada. Simplemente permaneció junto al sillón con la mano colocada sobre su hombro.

Nuevamente se produjo aquel sonido, si bien por última vez. El hombre se volvió a hundir sin dejar de mirar a la puerta, y respiró pesadamente. Debieron haber transcurrido tres o cuatro minutos cuando Lucy dijo:

—Willie. — El levantó los ojos hacia su esposa por primera vez—. Willie — repitió—, es hora de que nos retiremos.

Se puso en pie y tomé los abrigos que se hallaban sobre el sofá junto a la pared. Ayudé a colocarse el suyo a Lucy, que luego hizo lo mismo con él sin dar lugar a que yo me entrometiese.

Se dirigieron hacia la puerta. Ahora él iba erguido, con la mirada al frente, pero la mano de ella se veía aún sobre su brazo, y el que la viera tendría la impresión de que iba guiando a un ciego, diestramente y con tacto. Después de abrirles la puerta me adelanté para prevenir a Sugar- Boy que tuviese el automóvil dispuesto.

Estuve presente cuando el jefe penetró en el automóvil y ella detrás. No dejó de causarme cierta sorpresa, pero no me molestó que Sugar- Boy la condujese a su casa, pues, a pesar del café, estaba ya a punto de caerme.

Penetré nuevamente en el edificio y me dirigí al despacho de Adam, que estaba a punto de retirarse:

—¿Como fue la cosa? — pregunté.

—Como dije — contestó—. La médula está aplastada, lo cual significa parálisis. El pronóstico es que los miembros quedarán durante algún tiempo absolutamente flojos. Los músculos se tonificarán después. Pero no podrá valerse de brazos ni piernas. Las funciones corporales proseguirán, aunque sinxcontrol. Será como un niño. Y la piel se mostrará propensa a rajarse. Será presa fácil de infecciones. El aparato respiratorio también resultará afectado, con probabilidades de neumonía. Eso es lo que generalmente acontece en casos como éste, más o menos tarde.

—Me parece que cuanto antes, mejor — comenté, pensando en Lucy Stark.

—Es posible — dijo, cansado. Se caía de sueño. Se puso el abrigo y tomó el maletín—. ¿Puedo dejarte en algún lado? — preguntó.

—Muchas gracias. Tengo mi automóvil — contesté. Luego mis ojos tropezaron con el teléfono, sobre la mesa—. Pero llamaré si no hay inconveniente. Ya cerraré la puerta.

—Muy bien — dijo—, y se dirigió hacia la puerta, se despidió y salió.

Llamé al número de Anne, a quien referí las novedades. Dijo que era terrible y lo repitió tres veces en voz baja. Luego me dio las gracias y colgó el receptor.

Abandoné la oficina. Quedaba todavía una misión por cumplir. Bajé al vestíbulo, donde Sadie estaba aún. Le conté lo sucedido. Dijo que era muy triste y asentí.

—Será duro para el jefe — expresó.

—Será durísimo para Lucy, ya que ella será quien tendrá que cuidar al niño. No te olvides de ello mientras le estés prodigando libremente muestras de simpatía.

Debía sentirse cansada o algo le sucedía, pues no se encolerizó ante mi salida. Le pregunté si quería que la llevara a la ciudad, pero me dijo que también tenía su automóvil.

—Bien, me iré a casa para dormir eternamente — anuncié. Y la dejé en el vestíbulo.

Cuando subí al coche, el cielo indicaba que ya se aproximaba el alba.

El accidente ocurrió el sábado por la tarde. La operación tuvo efecto antes del amanecer del domingo. La final era el lunes, el lunes anterior al día de Acción de Gracias.

Aquel día hubo un amontonamiento gradual de acontecimientos y luego aquel ímpetu que conduce al fin, como cuando un gran peso que ha estado ejerciendo presión y deslizándose poco a poco, se cae de repente. Al principio hubo una impresión de la lógica de los acontecimientos, vislumbrados en ciertos instantes, pero a medida que se amontonaban hacia el fin no me fue posible abarcar por entonces más que una leve noción acerca del aspecto que las cosas iban tomando. Esta falta de lógica, la sensación de gente y de acontecimientos movidos por impulsos que no me era posible definir, daban al conjunto de los hechos un sentido de irrealidad, como si fuese un sueño. No fue sino después de que todo el mundo hubo terminado, cuando volvió el sentido de la realidad, mucho después en verdad, cuando pude reunir las piezas del jeroglífico y armarlas para ver el modelo. Esto no es notable porque, como ya se sabe, la realidad no es la función del acontecimiento como tal sino su relación con los acontecimientos futuros y pasados. Parece que en esto hay una paradoja: que la realidad de un acontecimiento, que no es real en sí, es resultado de otros acontecimientos que, del mismo modo, tampoco son reales en sí mismos. Y esto no hace sino afirmar lo que tenemos que afirmar: que la dirección lo es todo. Y sólo cuando nos percatamos de ello viviremos, puesto que nuestra propia identidad depende de semejante principio.

El lunes por la mañana acudí temprano a la oficina. Había dormido todo el domingo, no levantándome más que para comer algo y ver una película tonta, después de lo cual volví a meterme en la cama a las diez y media. Hice mi entrada en la oficina con esa sensación de estar espiritualmente puro que nos produce el largo sueño.

Me dirigí al despacho del jefe. No había llegado aún. Pero durante mi permanencia llegó una de las muchachas portadoras de una enorme bandeja llena de telegramas.

—Todos se refieren al accidente de su hijo. Y siguen llegando

—anunció.

—Llagarán durante todo el día — aseguré.

Y resultó cierto. Todos los politicastros, cualquier carcelero de distrito, todos los adulones y ambiciosos del Estado que no hubiesen leído el relato en el periódico del domingo lo verían en el del lunes por la mañana y enviarían un telegrama. Despachar un telegrama sería como si orasen. Y no podía decirse que esa operación hiciese algún bien, pero ciertamente no hacía mal a nadie. Los telegramas eran parte del sistema. Igual que los regalos cuando se casaba una hija de un político o las flores en el entierro de un vigilante. Y ya que hablamos del asunto, era también parte del sistema que las flores procediesen de la floristería de Antonio Guisto. Una empleada del establecimiento llevaba un registro especial de todos los pedidos para el funeral de un policía y Tony examinaba los archivos después de la ceremonia y controlaba los nombres con su lista maestra de amigos permanentemente desconsolados, y si nuestro nombre figuraba en ella sería mejor, como hay Dios, que apareciese en la del funeral de Murphy. Y no con un mero ramillete de clavellinas. Tony era buen amigo de Tiny Duffy.

Tiny hizo su entrada en la oficina precisamente cuándo la muchacha se retiraba haciendo un leve recorte con su falda. Su semblante se veía lleno de simpatía profesional a la vez que tenía el aspecto lúgubre del empleado funerario. Pero tan pronto advirtió que no se hallaba el jefe, aflojó un poco sus facciones, lució los dientes y dijo:

—¿Qué tal van las cosas?

Dije que todo iba bien.

—¿Ha visto al jefe?

Meneé la cabeza.

—Caramba — dijo, y la simpatía y la expresión lúgubre reaparecieron mágicamente en su semblante—, no hay duda de que es bastante duro. Es lo que siempre he calificado como trágico. Y un muchacho como él. Un muchacho bueno, limpio y decidido. Es trágico, no hay duda.

—No necesita practicar conmigo — recomendé.

—Seguro que será un duro golpe para el jefe. — Sacudió la cabeza.

—Economice sus disparos hasta que él llegue.

—¿Dónde está?

—No sé.

—Traté de ponerme en contacto con él ayer, pero no se hallaba en su casa. Dijeron que no sabían nada de él, que no había ido por allí. Fui un rato al hospital, pero tampoco pude encontrarlo. Tampoco se hallaba en ningún hotel.

—Parece que ha investigado a conciencia — dije.

—Sí, tenía que decirle cuánto lo sentimos todos.

Justamente en aquel momento hizo su entrada Calvin Sperling — delegado agrícola acompañado de dos individuos, que también llevaban el luto en sus caras, hasta que supieron que el jefe no se hallaba allí. Entonces desapareció la cara de circunstancias que traían y comenzaron a mover la mandíbulas.

—A lo mejor no vendrá — comentó Sperling.

Dos personas más hicieron su entrada y luego Morrisey, sucesor de Hugh Miller como procurador general después de la dimisión del segundo. La atmósfera comenzó a cargarse con el humo de los cigarros.

Una vez Sadie se detuvo en la puerta, puso una mano sobre la jamba y contempló la escena.

—¡Eh, Sadie! — dijo uno de los visitantes.

La muchacha no contestó, sino que continuó observando la escena un rato más. Luego dijo:

—¡Jesucristo! — y se alejó.

Oí que se cerraba la puerta de su despacho.

Fui hasta la ventana situada detrás de la mesa del jefe para contemplar el exterior. Durante la noche había llovido y a la débil luz del sol las plantas y las hojas de las encinas, y hasta el musgo que colgaba, tenían un débil brillo y el cemento húmedo de los senderos y los caminos en curva despedían un reflejo reluciente, casi imperceptible. El mundo entero, las copas desnudas de los otros árboles, los tejados de las casas, hasta el cielo mismo, tenían un aspecto pálido, deslucido, suave, como el semblante de una persona que ha estado enferma durante mucho tiempo y ya se siente mejor y cree que quizá se repondrá.

No era ésta exactamente la expresión del semblante del jefe cuando entró, si bien da una idea de cómo era. No estaba en realidad pálido, pero sí más que de costumbre, y la carne parecía colgar un poco en las mandíbulas. Veíase un par de cortes hechos con la navaja de afeitar. Bajo sus ojos, los dos círculos grises eran como si la carne hubiese sido magullada pero ya estuviera casi bien. Los ojos de hallaban serenos.

Había atravesado la sala de espera sin producir ningún ruido sobre la gruesa alfombra y por un momento permaneció en la puerta del despacho sin que nadie advirtiera su presencia. La conversación no murió: las sílabas quedaron congeladas a medio pronunciar. Hubo una especie de apresuramiento, de fuga, para ajustar las caras fúnebres que fueran dejadas de lado. Luego, con las máscaras en su lugar y sólo algo torcidas, se agruparon alrededor del jefe y le estrecharon la mano. Expresáronle que deseaban decirle lo mucho que lo sentían. «Ya sabe cómo lo sentimos todos los muchachos, jefe», fueron sus palabras. Sí, dijo que sí, que lo sabía y que les estaba muy agradecido.

Luego se dirigió a su escritorio y los muchachos se apartaron de él como el agua de la proa de un barco cuando se lo saca del muelle y la hélice da la primera vuelta. Permaneció de pie junto a la mesa, manoseando los telegramas, mirándolos y dejándolos caer.

—Jefe — dijo una voz — esos telegramas..., eso le demuestra ahora..., eso le prueba lo que la gente siente hacia usted.

No dijo nada.

Justamente entonces entró la empleada con otro montón de telegramas. Dejó la bandeja delante de él. Miró a la muchacha un instante.

Luego puso la mano sobre el montón de papales amarillos, lo empujó ligeramente y dijo, con voz firme pero tranquila:

—Llévese de aquí tanta basura.

La empleada retiró tanta basura.

La ocasión había perdido brillo. Los muchachos comenzaron a salir de la oficina y a dirigirse a sus sillones giratorios, que no habían sido calentados aún aquella mañana. Cuando Tiny se retiraba, el jefe dijo:

—Tiny, espere un minuto. Quiero hablarle.

Tiny retrocedió. Yo también me retiraba, pero igualmente me llamó:

—Quiero que lo oiga usted también — dijo.

De manera que me hundí en uno de los sillones junto a la pared. Tiny acomodóse en uno de los sillones de cuero verde a un lado de la mesa, cruzó las rodillas con gran esfuerzo de sus jamones y de las prendas que lo cubrían, introdujo un cigarrillo en la larga boquilla, lo encendió y esperó.

El jefe no tenía prisa. Meditó un minuto antes de alzar sus ojos hacia Tiny Duffy. Pero cuando comenzó a hablar lo hizo sin detenerse.

—No habrá contrato con Gummy Larson — dijo.

Cuando pudo recobrar el aliento, Tiny contestó:

—Jefe, jefe, no es posible. No puede hacer eso, jefe.

—Vaya si puedo — contestó el jefe sin levantar la voz.

—No puede. Todo está arreglado ya, jefe.

—No es demasiado tarde desandar lo andado — manifestó el jefe—. No, no es demasiado tarde.

—Jefe, jefe. — La palabra era casi un lamento y la ceniza del cigarrillo cayó sobre la pechera blanca y almidonada de Tiny Duffy—. No puede retroceder después de haber dado su palabra al viejo Larson. Es un buen tipo. Usted no puede volverse atrás. Es un hombre de palabra.

—Puedo dejar de cumplir mi palabra a Larson.

—No, no puede, jefe. No puede cambiar de opinión. Y menos ahora. No va a echarse atrás ahora.

El jefe se levantó bruscamente de su asiento. Clavó su mirada en Tiny y dijo:

—Hay muchas cosas que puedo cambiar.

Durante la pausa que se produjo el jefe dio una vuelta alrededor de la mesa.

—Eso es todo — dijo, con una voz que parecía un ronco murmullo —

Y puede ir a decir a Larson que se vaya al diablo.

Tiny se puso de pie, abrió la boca varias veces, se humedeció los labios y pareció a punto de hablar en diversas ocasiones; pero en cada una de ellas su cara, ahora gris, se contrajo sobre el costoso puente.

El jefe fue hacia él.

—Dígaselo a Larson. Usted es su amigo y puede decírselo. — Le tocó la frente con la punta del índice—. Sí, es su compañero, y cuando se lo diga podrá ponerle la mano en el hombro. — El jefe hizo una mueca, cosa que yo no esperaba. Claro es que fue un gesto helado y nada tranquilizador y que selló todo cuanto había sido dicho.

Tiny desapareció sin molestarse en cerrar la puerta, sino marchando con paso sostenido sobre la gruesa alfombra verde. Poco después se perdió de vista.

Pero el jefe no observaba su marcha, sino que miraba sombríamente su escritorio vacío. Al cabo de un momento dijo que cerrara la puerta y obedecí.

No volví a tomar asiento, sino que permanecí de pie en el espacio entre el escritorio y la puerta, esperando que dijese cualquier cosa. Pero no dijo nada. Simplemente me miró de un modo inocente e inquisitivo y preguntó:

—¿Y bien?

Ignoraba qué quería que dijese. Desde entonces he meditado mucho sobre ello. Ese era el instante adecuado para decir lo que tuviese que decir a Willie Stark, el otrora primo Willie del campo y entonces jefe. Me encogí de hombros y hablé:

—Bien, no importa que le aplique algunos puntapiés más a Tiny. Está hecho para eso. Pero Larson ya es harina de otro costal.

Prosiguió mirándome y pareció como si fuese a decirme algo, pero la pregunta desapareció de su semblante. Finalmente dijo:

—Usted tendrá que empezar en alguna otra parte.

—¿Empezar qué? — Me estudió por un momento y luego añadió:

—No haga caso.

Volví, pues, a mi oficina y así fue como dio comienzo aquella jornada. Me puse a trabajar en la última inspección de las cifras subsidiarias de la ley de impuestos. Swinton, encargado de hacerla aprobar por el Senado, quiso tenerlas en su poder el sábado, pero me fui atrasando en mi tarea. Era la fecha en que quise conferenciar con el jefe y con Swinton, pero las cosas no salieron a mi gusto. Avanzada la mañana me dirigí a la oficina del jefe. La muchacha de la antesala me dijo que estaba enfrente, en la oficina de Sadie Burke. La puerta se hallaba cerrada. Anduve unos minutos por la sala para ver si el jefe salía, cosa que no fue así. Una vez oí una voz que se alzaba detrás de la puerta, pero luego se calló.

La campanilla de mi teléfono hizo que regresara a mi oficina. Swinton decía que cómo demonios no le había entregado las cantidades. De ahí que reuniese mis papeles y fuese a entregárselos. Nuestra entrevista duró alrededor de cuarenta minutos, y cuando regresé al Capitolio ya se había ausentado el jefe.

—Fue al hospital — informó la empleada—: volverá por la tarde.

Miré hacia la puerta de Sadie creyendo que podría ayudarnos a mí y a Swinton, pero la empleada observó mi mirada y anunció:

—La señorita Burke también se ha ido.

—¿Adonde?

—Lo ignoro, pero sí puedo asegurarle esto, señor Burden: dondequiera que haya ido, seguro que habrá llegado a juzgar por la rapidez con que salió de aquí. — Luego sonrió de aquella manera suficiente, de aquel modo secreto que posee todo ayudante asalariado para hacernos creer que sabe algo más de lo que dice, y levantó la mano pequeña, blanca y redonda, con la uñas bien pulidas y coloreadas para volver a su lugar un mechón extraviado de cabellos realmente hermosos, del color del trigo. Una vez en su lugar la parte rebelde, con un movimiento que elevó su busto para que el señor Burden pudiese someterlo a su inspección, agregó—: Y dondequiera que haya ido no caerá probablemente como visita grata a juzgar por su aspecto al salir. — Luego sonrió con dulzura para mostrar qué lugar sería tan dichoso cuando ella arribara al mismo lugar.

Vuelto a mi oficina dicté algunas cartas hasta el mediodía, cuando comí un bocadillo en el bar de la planta baja del Capitolio. Parecía como si comiese en un depósito de cadáveres, aseado, reluciente, bien atendido, con un resplandor de mármol. Me encontré con Swinton, hablé un rato con él y quedamos de acuerdo en que me dirigiría al Senado cuando se reuniese después de comer. Alrededor de las cuatro llegó un mensajero portador de una nota. Era de arriba y decía: «La señorita Stanton telefonea diciendo que se le avise que acuda a su piso. Es urgente.»

Tiré el papel después de arrugarlo y fui al despacho para recoger el abrigo y el sombrero y ordenar que avisasen a la señorita Stanton que iba su casa. Al salir descubrí que estaba lloviendo. El sol limpio y pálido de la mañana había desaparecido.

Anne contestó a mi llamada tan pronto, que me imaginé que había estado esperando junto a la puerta. Pero cuando la abrió podría no haber reconocido a primera vista la cara que vi, de no haber sabido que era ella. Estaba pálida, desesperada y furiosa, con señales de haber derramado muchas, muchísimas lágrimas, y veíase que habían sido amargas y duras.

Se asió de mi brazo con ambas manos, como si tratara de apoyarse.

—¡Jack! — exclamó—. ¡Jack!

—¿Qué diablos pasa? — pregunté y cerré la puerta de un empujón.

—Tienes que encontrarlo..., sí, tienes que encontrarlo y decirle...

—Estaba temblando como si fuera una chiquilla.

—¿Encontrar a quién?

—... decirle cómo fue... No. Oh, no fue de este modo... No como le han referido...

—En nombre de Cristo, ¿quién dijo qué?

—... le dijeron que fue por causa mía... , por lo que hice... , porque...

—¿Quién dijo?

—¡Oh, Jack, tienes que buscarlo y decírselo y traerlo y...!

La tomé de los hombros y la sacudí,

—¡Oye, explícate de una vez! ¡Déjate de tonterías y explícame de una vez!

Dejó de hablar y permaneció de pie entre mis manos, mirándome, con el semblante blanco y temblando. Su respiración era leve y fatigosa.

—Ahora dime a quién tengo que buscar — indiqué al cabo de un minuto.

—A Adam. Se trata de Adam — contestó.

—Bien, ¿por qué tengo que buscarlo? ¿Qué ha sucedido?

—Vino a decirme que todo fue por culpa mía. Por lo que hice.

—¿Qué fue a causa de lo que hiciste?

—Que lo nombraron director por causa mía. Eso es lo que dijo. Por lo que yo había hecho. Y dijo..., ¡oh, Jack...!, dijo...

—¿Qué?

—Que no iba a pasar por chulo de su hermana..., eso dijo, Jack, y en mí misma cara, Jack... Y traté de decirle, sí, de decirle cómo fue y me empujó y caí al suelo... y entonces él se fue corriendo..., así, corriendo, y tienes que ir a buscarlo. Ve, Jack, ve y tráelo...

Y comenzó de nuevo con su charla, entrecortada. Tuve que sacudirla otra vez. Y bien fuerte.

—¡Calla, cállate, o te sacudiré hasta que se te caigan todos los dientes!

Una vez que se hubo apaciguado y permaneció apoyada en mis brazos, le dije:

—Ahora comienza lentamente desde el principio y cuéntame todo lo sucedido. — La conduje a una silla y la hice sentarse de un empujoncito—. Vaya, dímelo todo, pero con calma.

Me miró un instante como si tuviese miedo de empezar.

—Cuéntame — repetí.

—Subió. Eran como las tres de la tarde. Tan pronto estuvo dentro supe que algo terrible había acontecido, algo terrible me había sucedido ya durante el día, pero supe que esto era algo terrible también... Me asió del brazo y me miró a la cara sin decir una palabra. Creo que le pregunté una y otra vez qué sucedía y que él continuó apretándome cada vez más el brazo.

Se levantó la manga y dejó al descubierto los cardenales en la mitad del antebrazo izquierdo.

—Seguí preguntándole qué sucedía y de repente contestó: «Suceder, suceder, ya sabes lo que sucede.» Después agregó que alguien lo había llamado por teléfono..., un hombre..., eso fue todo lo que dijo..., lo llamó y le dijo acerca de mí..., de mí y de...

Parecía como si no supiese proseguir.

—De ti y del gobernador Stark — completé la frase por ella.

Asintió.

—Fue horrible — murmuró, pero no para mí, sino como enajenada, para consigo misma. Y repitió—: Fue horrible.

—Déjate de tantas vueltas y prosigue. — Volví a sacudirla.

Prosiguió después de haberme mirado, como si despertara de una pesadilla:

—Le habló de mí, de que ésta era la única razón por la que el gobernador lo había nombrado director y de que el otro iba a despedirlo por haber dejado paralítico a su hijo a consecuencia de una mala operación... y de que iba a deshacerse de mí..., largarme... Esto fue lo que el hombre dijo por teléfono... largarme... a consecuencia de lo que Adam le había hecho a su hijo... Y Adam lo escuchó y vino como un loco hacia mí porque lo creyó... , creyó eso acerca de mí...

—Bueno — pregunté con tono salvaje—, la parte referente a ti es verdad, ¿no?

—Tendría que haberme preguntado — contestó—. Sí, tendría que haberme preguntado antes de creerlo.

—No es idiota y eso estaba bien a la vista para ser creído. Has tenido una gran suerte de que no se haya enterado antes, porque si...

Me temó del brazo y sus dedos se clavaron en mí.

—¡Calla, calla!, no debes decir eso, pues no sucedió así..., de ninguna manera de la forma como Adam dijo... Oh, y me llamó cosas terribles...

Y dijo que si todo lo demás era una inmundicia, el hombre no debiera serlo... Oh, y traté de explicarle cómo habían sido las cosas... que no habían sucedido como él decía... Pero me empujó tan fuerte que fui a dar al suelo... y dijo que no pasaría por chulo de la suripanta de su hermana y que nadie le llamaría jamás tal cosa..., y se fue corriendo. Y tienes que buscarlo. Buscarlo y decírselo, Jack. Ve y díselo.

—¿Qué quieres que le diga?

—Que no es como él dijo. Tienes que decírselo. Tú sabes por qué hice todo lo que hice, estás enterado de lo sucedido. Oh, Jack... — Me asió de la manga y prosiguió—: No fue eso. No es tan horrible como eso. Traté de no ser tan horrible. ¿Lo fui, Jack, lo fui? ¡Dime, Jack!

La miré y dije:

—No, Anne, no fuiste horrible.

—Pues me ha pasado eso. Sí, me ha pasado. Y ahora se ha ido.

—Lo buscaré — dije, y me separé de ella dispuesto a partir.

—No servirá de nada.

—Escuchará la razón.

—Oh, no me refiero a Adam. Quiero decir...

—¿Stark?

Asintió con un movimiento de cabeza y luego dijo:

—Sí, me dirigí al lugar en que solíamos encontrarnos, fuera de la ciudad. Me llamó esta tarde a primera hora. Fui allá y me dijo que iba a volver con su mujer.

—Bueno, que me aspen — dije. Luego me rehíce y fui hacia la puerta—. Buscaré a Adam.

—Tráelo, tráelo, porque ya es lo único que me queda.

Mientras abandonaba la casa de Anne y me zambullía en la lluvia, reflexioné que también podía contar con Jackie Burden. Al menos como mensajero. Pero esta reflexión fue sin amargura y completamente impersonal.

Encontrar a alguien en la ciudad si no se puede llamar en nuestro auxilio a la Policía, constituye todo un problema. Ya lo había ensayado tiempo atrás cuando fui reportero y era cuestión de tiempo y de suerte. Pero existe como regla probar siempre lo evidente. De ahí que me dirigiese al piso de Adam. Al divisar el automóvil en la calle frente a la fachada creí haber dado con él. Estacioné mi propio vehículo, observé que una portezuela del coche de Adam se hallaba abierta y podía ser arrancada por algún camión al paso; además, estaba dejando que se mojara el asiento. La cerré de un golpe al pasar y penetré en su casa.

Llamé fuertemente a la puerta, pero no obtuve respuesta. Eso no quería decir nada. Aunque Adam estuviese allí podría no querer contestar a la llamada, de acuerdo con las circunstancias. De ahí que probase el pestillo. La llave estaba echada. Bajé en busca del portero negro, al que referí una historia simulada acerca de algún objeto olvidado en el piso de Adam. Me había visto bastante en compañía del doctor y me permitió la entrada. Recorrí todos los aposentos sin encontrarlo. Entonces vi su teléfono, llamé a la oficina, al hospital, a su despacho del colegio médico, a la oficina telefónica donde los médicos dejan sus números cuando no se hallan en sus lugares habituales. Todo inútil. Nadie sabía nada acerca de Adam. O más bien, todos tenían alguna idea acerca de su posible paradero si bien ninguna resultó eficaz. Con lo cual sería necesario recorrer toda la ciudad.

Volví a la calle. Era algo extraño que su automóvil estuviese allí. Lo había abandonado. ¿Adonde demonios iría un hombre a pie, bajo la lluvia y a semejante hora del día? ¿O más bien de la noche? Porque ya había oscurecido.

Pensé en los bares. Porque es ya una tradición que el hombre, después de haber recibido una fuerte impresión, se dirige a un bar, pone los pies sobre el estribo, pide que le sirvan cinco whiskies puros en fila, se bebe uno tras otro en tanto contempla de manera incomprensible el semblante torturado en el espejo frente a él, luego se enzarza en conversación sardónica con el encargado del mostrador, acerca de la vida. No me imaginaba a Adam Stanton haciendo eso, pero así y todo recorrí los bares.

Es decir, fui a ver varios de ellos. No alcanza toda nuestra existencia para visitar todos los bares de nuestra ciudad. Comencé por el de Slade, sin ninguna suerte; indiqué al propietario que retuviese al doctor Stanton si llegaba por allí y luego visité otros establecimientos de cromo, piezas de cristal, luces coloreadas, morros, muebles de estilo inglés antiguo, de roble y comidos por la polilla, cuadros de caza, frescos alegres, orquestas de tres músicos y demás. Llamé a la oficina de Adam y otra vez al hospital. No se hallaba en ninguna de ambas partes. Cuando me dijeron que no estaba en el hospital dije que preguntaba de parte del gobernador, cuyo hijo era paciente a cargo del doctor Stanton y que hicieran el favor de darme alguna información acerca de su paradero. Regresaron para comunicarme que se le esperaba bastante antes de las siete, pues tenía una cita con otro doctor para examinar algunas radiografías pero que no había comparecido. Les fue imposible localizarlo en su consultorio ni en su casa. ¿Deseaba dejar algún recado para comunicárselo al doctor cuando arribase? Dije que sí, que quería comunicarme con él lo antes posible y que era algo de importancia. En mi propio hotel tendrían noticias de mi paradero.

Regresé a mi alojamiento y comí algo, después de haber dejado aviso en la oficina de que me informaran si se recibía alguna nota. No llegó ninguna y me dediqué a examinar los periódicos de la noche en el vestíbulo. El Chronicle publicaba un extenso editorial relativo al valor de los hombres, un puñado de ellos dotados de sentido común, rezaba el diario, que luchaban en el Senado en contra del proyecto de impuestos de la administración que sin duda asfixiaría la industria y los negocios del Estado. Frente al editorial veíase una caricatura que mostraba al jefe, o más bien su cabeza, pero con una enorme panza, ataviado con un traje de pantalones ridículos y apretados sobre sus peludos muslos. El monstruo sostenía en una rodilla un enorme budín y del agujero abierto en lo alto acababa de arrancar una insignificante criatura. El budín llevaba un rótulo que decía: «El Estado», y la criatura otro que rezaba: «El Ciudadano Laborioso.» De la boca de la cabeza que representaba, al jefe salía uno de esos bocadillos que los dibujantes cómicos utilizan para indicar lo que hablan sus personajes, en donde se leía: «¡Ah, qué buen muchacho soy!» Y al pie de la caricatura la leyenda: «El Pequeño Jack Corneta.»

Leí el editorial. Expresaba que nuestro Estado era pobre e incapaz de soportar la carga impuesta de manera tan tiránica. El tópico era muy gastado. Cada vez que el jefe había gravado con algún impuesto — sobre la renta, la extracción de mineral o los licores—, siempre había sucedido lo mismo. La libreta de cheques es lo que más duele. Un hombre puede olvidar la muerte de su padre, pero jamás la pérdida del patrimonio, según dijo el florentino de semblante duro, padre fundador de nuestro mundo moderno. Y ya dijo bastante.

Este es un Estado pobre, gritaba siempre la oposición. Pero el jefe decía: «No hay duda que en este Estado vive un puñado de gente pobre; pero el Estado no lo es. Se trata simplemente de quién ha metido el pie derecho en la artesa a la hora de la comida. Y yo voy a poner algunas cosas en claro y algunos hocicos apuntarán hacia mí.» Y se había inclinado sobre la muchedumbre, con la melena caída sobre la frente, los ojos saliéndosele de las órbitas y, levantando el brazo derecho, había preguntado: «¿Estáis conmigo? Decidme, ¿estáis?» Y la muchedumbre había rugido.

Más dinero para el soborno, gritaba siempre la oposición. «Seguro —decía el jefe, recostándose a sus anchas—, claro que hay algo de untamiento, pero nada más que el necesario para que las ruedas giren sin rechinar. Y recuerden esto. Nunca hubo una máquina montada por el hombre que no ocasionase pérdida de energía. ¿Cuánta energía se obtiene de un trozo de carbón cuando se hace accionar una turbina o una locomotora comparada con la que encierra ese terrón? Bien poca. Pues bien, nosotros lo hacemos mucho mejor que la dinamo o la mejor locomotora que jamás se haya inventado. No hay que negar que tenemos unos cuantos sinvergüenzas por aquí, pero son demasiado pusilánimes para volverse demasiado sinvergüenzas. No los pierdo de vista. ¿Y entrego algo al Estado? ¡Vaya si le entrego un buen pellizco!»

La teoría de los costos históricos, podría denominarse. Todo cambio cuesta algo. Es necesario deducir el costo de la ganancia. Acaso en nuestro Estado el cambio no pudiera producirse sino en la forma que se estaba haciendo y que no hay duda que era necesario algún cambio. Podríamos denominarlo teoría de la neutralidad moral de la Historia. El proceso como tal proceso no es moralmente bueno ni moralmente malo. Podemos juzgar los resultados pero no el proceso. Un agente moralmente malo puede ejecutar una buena acción. Quizás el hombre tenga que vender su alma para conseguir el poder de hacer bien.

Teoría de los costos históricos. Teoría de la neutralidad moral de la Historia. Todo eso era una elevada visión histórica desde un helado pináculo. Posiblemente fuese necesario un genio para verlo. Para verlo realmente. Acaso fuese requisito hallarse encadenado a ese pináculo mientras los buitres nos daban picotazos en el hígado y en las entrañas antes de que pudiéramos verlo. A lo mejor es preciso ser un genio para verlo. O un héroe para actuar.

Pero mientras estaba sentado en el vestíbulo, en espera de la llamada que no llegaría, dejé a un lado tales especulaciones. Volví al editorial. Era como pelear contra un enemigo imaginario, pero en aquel mismo instante, tan posible como la votación que se estaba celebrando en el Capitolio; y serían necesarios todos los espíritus alados para hacer que el voto resultase diferente de lo que sería una vez que los muchachos de MacMurfee hubiesen terminado sus discursos y recontasen los votos.

Alrededor de las nueve recibí un aviso. Pero no se trataba de Adam sino del jefe, desde el Capitolio, donde deseaba que me reuniese con él. Advertí en la oficina del hotel que si llamaba el doctor Stanton lo hiciese al Capitolio, cuya telefonista recibiría instrucciones sobre el particular. Entonces telefoneé a Anne para comunicarle mis noticias, mejor dicho, mi falta, de noticias hasta el momento. Parecía serena y cansada. Subí al coche. Había estado lloviendo de nuevo, pues la canaleta junto a la acera dejaba salir una corriente negra que brillaba como aceite a la luz de los focos. Pero ya había escampado.

Una vez en los terrenos del Capitolio observé que el lugar se hallaba bastante iluminado. No era sorprendente, aun a tal hora, pues la legislatura celebraba sesión. Y cuando entré, el local no se veía ciertamente deshabitado. Los sabios habían dado fin a la tarea del día y se amontonaban en los corredores, en lugares estratégicos, sobre todo junto a las escupideras de bronce. Y había gente con ellos, además. Muchos reporteros y numerosos curiosos, gente que gusta de experimentar la sensación de hallarse cerca cuando algo importante sucede.

Me abrí paso hasta la oficina del jefe, donde me dijeron que había bajado al Senado en compañía de alguien.

—¿No habría algún impedimento para que fuese aprobada la ley de impuestos? — pregunté a la empleada.

—No diga tonterías — fue la respuesta.

Iba a decirle que yo ya era viejo en estas cosas cuando ella estaba en pañales, pero me callé. En vez de esto le dije que estuviese al tanto por si Adam me llamaba y bajé al Senado.

Al principio no divisé al jefe. Luego lo vi apartado a un costado, con un par de senadores, Calvin Sperling y, discretamente en el fondo, algunos hombres más que se calentaban las manos en la llama de la grandeza. A un costado del jefe se hallaba Sugar-Boy, apoyado contra la pared de mármol, con las mejillas hundidas para chupar el terrón de azúcar que sin duda hacía descender su gloria garganta abajo. El jefe tenía las manos enlazadas atrás y la cabeza algo inclinada hacia delante, escuchando lo que le decía un senador.

Me aproximé al grupo, a cuya espalda permanecí, esperando. Al cabo de un instante capté la mirada del jefe y supe que me había visto. Me dirigí junto a Sugar-Boy y le dije:

—¡Hola!

Después de varios esfuerzos pudo corresponder a mi saludo y prosiguió su tarea con el terrón de azúcar. Esperé recostado contra la pared junto a él.

Transcurrieron cuatro o cinco minutos y el jefe seguía con la cabeza inclinada y escuchando. Las palabras salían y salían y el jefe esperaba para ver en qué paraba todo aquello. Finalmente supe que ya estaba harto y conocía lo que, después de todo, había detrás de aquello, o que no había nada. Supe que ya era suficiente, pues lo vi levantar la cabeza de repente y mirar rectamente al orador. Esta fue la señal. Abandoné mi posición contra la pared, conocedor de que el jefe se hallaba listo para partir.

Miró al hombre y sacudió la cabeza:

—De nada servirá — comentó de manera perfectamente amable y lo suficientemente alto como para que yo lo oyese. El otro había estado hablando de prisa y en voz baja.

Luego miró hacia donde estaba yo y dijo:

—Jack.

Me acerqué.

—Vamos arriba. Quiero decirle algo.

—Muy bien.

Fui hacia la puerta.

Dejó a los otros y me siguió. A la altura de la puerta se reunió conmigo. Sugar-Boy se colocó al mismo tiempo al otro lado y algo atrás.

Iba a preguntarle cómo estaba el muchacho, pero lo pensé mejor. Era una pregunta que de nada serviría. De modo que avanzamos por el corredor, hacia el vestíbulo grande, donde tomaríamos el ascensor para ir a su despacho. Algunos de los hombres se apartaron un poco y saludaron.

—¿Qué tal, gobernador?

O bien:

—¡Hola, jefe!

El gobernador correspondió a los saludos con una inclinación de cabeza. Otros, que no dijeron nada, volvieron la cabeza para verlo mientras pasaba. La cosa no tenía nada de particular. Habría atravesado ese corredor un millar de veces, o casi un millar, mientras unos lo saludaban y otros no decían nada y observaban su marcha a lo largo del resplandeciente mármol.

Salimos al vestíbulo principal, bajo la cúpula, donde la luz iluminaba fuertemente las estatuas emplazadas con soberana dignidad sobre sus pedestales, señalando los ángulos del lugar, y el público que se movía de un lado para otro. Fuimos por el lado del Este, hacia el hueco donde se hallaban los ascensores. En el último instante en que nos aproximábamos a la estatua del general Moffat (aguerrido luchador contra los indios, afortunado especulador de tierras y primer gobernador del Estado), divisé una figura inclinada contra el pedestal.

Era Adam Stanton, con las ropas empapadas y los pantalones salpicados de barro y lodo hasta mitad de la rodilla. Comprendí lo del automóvil abandonado. Lo había dejado en medio de la lluvia.

En el instante en que lo vi miraba hacia nosotros, pero sus ojos se hallaban posados en el jefe y no en mí.

—¡Adam! — llamé—. ¡Adam!

Avanzó un paso hacia nosotros, pero sin mirarme.

Entonces el jefe viró hacia él y le tendió la mano para estrechársela.

—¿Qué tal, doctor? — comenzó a decir, con la mano extendida.

Durante un segundo Adam permaneció allí inmóvil, como a punto de rechazar la mano que se le tendía. Luego sacó la suya y experimenté una sensación de alivio al pensar: «Va a estrecharle la mano; ya está bien, sí, está bien.»

Pero al instante le vi la mano e incluso reconocí el objeto que llevaba en la misma; y aun antes de que el significado del reconocimiento tuviese tiempo de adquirir forma en mi mente y en mi nervio, advertí dos pequeñas llamaradas de color naranja pálido que salieron de la boca del arma.

No oí las detonaciones, mezclado y perdido el estampido con otra serie de ruidos a mi izquierda. Con el brazo derecho aún extendido, Adam retrocedió un poco, volvió hacia mí su semblante cansado y lleno de reproches, mientras yo oía una segunda detonación que le hizo caer en tierra dando una vuelta.

En el silencio lleno de asombro que se produjo fui hacia Adam al tiempo que caía. En algún lugar del vestíbulo una mujer lanzó varios gritos y después se produjo un gran tumulto de pasos y voces. Adam sangraba abundantemente, perforado el pecho. Estaba muerto.

Miré a Sugar-Boy de pie, con la pistola automática humeante en la mano, y a la derecha del ascensor, un policía también pistola en mano.

No vi al jefe y pensé: «No lo ha alcanzado con el arma.»

Pero estaba equivocado. En el mismo instante que pensaba así y miraba a mi alrededor, Sugar-Boy arrojó violentamente la pistola contra el piso de mármol y, profiriendo un sonido estrangulado y más bien animal, corrió apresuradamente tras la estatua del general Moffat.

Dejé la cabeza de Adam sobre el mármol y fui donde estaba Sugar- Boy. Tuve que hacer retroceder a la gente a empujones, pues ya comenzaba a amontonarse. Alguien gritaba: «¡Atrás, quédense atrás, dejen circular el aire!». Pero a pesar de esto, seguían congregándose, corriendo hacia el lugar desde el vestíbulo y los corredores.

Cuando conseguí pasar, vi al jefe sentado en el suelo, con la respiración fatigosa, mirando fijamente hacia delante. Se había llevado las manos el cuerpo, al bajo vientre y hacia el centro. Pero no veía señales de que hubiese sido alcanzado. En seguida advertí un hilito de sangre que salía por entre los dedos. Era apenas perceptible.

Sugar-Boy, inclinado sobre él, lloraba y parecía como si chisporroteara en su intento de hablar. Finalmente consiguió hacer salir las palabras.

—¿Du-du-du-du-duele mucho, jefe, du-duduele?

El jefe no murió allí, en el vestíbulo, bajo la cúpula. En verdad falleció en un lecho blando, limpio, antiséptico, con todos los beneficios de la ciencia. Durante un par de días se comunicó que no fallecería. Estaba gravemente herido, habiéndole penetrado en el cuerpo dos balas del calibre 25 de la pequeña pistola de juguete de Adam, utilizada desde chico por éste para tirar al blanco; pero era posible practicar una operación y el herido era hombre robusto.

De manera que volvimos otra vez a la salita de espera. Vimos de nuevo las macetas con plantas, las acuarelas colgadas en la pared, y los troncos artificiales en la cómoda chimenea. Una hermana de Lucy Stark llegó con ella la mañana de la operación. El viejo Stark, el padre del jefe, se hallaba demasiado débil para abandonar Masón City. Advertíase que la hermana de Lucy, bastante mayor que ésta, vestida con ropas campesinas y negras, con zapatos de cabritilla adornados con grandes lazos, era una mujer enérgica y sensible que había sufrido mucho y sabía cómo ayudar a los demás en sus sufrimientos. Podíamos observar sus manos más bien cuadradas y ligeramente enrojecidas, de piel áspera y uñas mal arregladas, y saber su fuerza. Cuando penetró en la sala de espera del hospital y lanzó una mirada experta y crítica, no del todo despectiva, a las plantas y a los troncos artificiales, fue como el piloto que sube a hacerse cargo del mando de la nave.

Tomó asiento muy tiesa y muy grave en una de las sillas, pero no de las cubiertas de cretona floreada. No iba a permitir que trasluciera su emoción, al menos no en una habitación extraña y a semejante hora del día, la hora en que era costumbre preparar el desayuno y arreglar a los chicos y que los hombres abandonaran la casa. Ya habría lugar y tiempo adecuado para hacerlo. Una vez terminado todo, después que estuviese en casa de Lucy, la haría meterse en cama, con las cortinas echadas y un paño mojado con vinagre en la frente y tomaría asiento junto a ella y le diría: «Vamos, querida, llora cuanto quieras, luego te sentirás mejor; quédate tranquila que no te abandonaré.» Pero eso sería más tarde. Entretanto Lucy echaba una mirada de cuando en cuando hacia el rostro de su hermana, bastante gastado y arrugado. No era exactamente un rostro simpático, pero parecía tener lo que Lucy buscaba.

Me senté en el sofá y contemplé otra vez las viejas revistas. Sentí claramente que me hallaba fuera de lugar. Pero Lucy me había pedido que fuera.

—El quería que usted estuviese aquí — fueron sus palabras.

—Esperaré abajo, en el vestíbulo — dije.

—Venga arriba — me pidió.

—No deseo ser un estorbo. Ya estará allí su hermana, según me ha dicho.

—Quiero que venga usted también — dijo. Y así fue. Y resultó mejor, decidí, aunque estuviese fuera de lugar, que esperar abajo en el vestíbulo con tanto curioso, tanto reportero y cazador de noticias y tanto político como andaba por allí.

La operación no fue muy larga. Dijeron que había constituido un éxito y al oírlo decir a la enfermera, Lucy se hundió en su asiento y emitió un sollozo seco, abriendo mucho la boca, como si le faltase la respiración. La hermana, aparentemente tranquilizada al escuchar la noticia, miró agudamente a Lucy y exclamó:

—¡Lucy, Lucy! — aunque no con severidad.

La nombrada levantó la cabeza, hizo frente a la mirada reprobatoria de su hermana y murmuró humildemente:

—Lo siento, Ellie, discúlpame. No ha sido más que...

—Debemos dar gracias a Dios — interrumpió Ellie, que se levantó bruscamente, como si fuese a salir en el acto y luego abandonara esa idea. Se volvió hacia la enfermera—: ¿Cuándo podremos ver a su maridó? — preguntó.

—Tendrá que transcurrir algún tiempo — contestó la enfermera—. No puedo decir exactamente, pero pasará algún tiempo. Si espera un poco se lo comunicaré. — Fue hacia la puerta y una vez en ella se volvió y preguntó si podía traer alguna cosa: café o limonada.

—Es usted muy amable y considerada, pero no tomaremos nada a esta hora de la mañana — contestó Ellie.

La enfermera se retiró y yo pedí permiso y la seguí, llegándome hasta el despacho del doctor Simons, que realizara la operación. Lo había conocido en el mismo hospital. Era algo amigo de Adam, todo lo que se pudiera ser de Stanton, que nunca había intimado mucho con nadie, salvo conmigo; pero yo no entraba en la cuenta, porque era el amigo de su juventud. Adam me lo había presentado.

El doctor Simons, hombre seco, delgado y entrecano, se hallaba sentado ante su mesa escribiendo una tarjeta. Le pregunté si terminaba su tarea y contestó que estaba a punto de darle fin. La secretaria la tomó y la guardó en el fichero y el doctor se volvió hacia mí. Le pregunté por él estado del gobernador y dijo que la operación había sido un éxito.

—¿Quiere decir la extracción de los proyectiles? — inquirí.

Sonrió de manera algo helada y agregó que quería decir algo más.

—Hay una posibilidad de que se salve. Se trata de un hombre robusto.

—Así es — convine. -

El doctor Simons recogió un sobrecito de su mesa y vació el contenido en la mano.

—No importa lo robusto que sea; no se pueden tomar muchas píldoras como éstas — dijo, y me tendió la mano abierta, para mostrarme las dos pildoritas que tenía en la mano—. El calibre 25 es muy chico, es cierto, pero éstas parecen aún más reducidas de lo que yo recuerdo,

Tomé una y la examiné. Era una balita de plomo mal conformada. Al examinarla pensé cuánto tiempo atrás, cuando éramos chicos en el Landing, Adam y yo las habíamos utilizado para tirar al blanco contra una tabla de pino y cuántas veces las habíamos extraído de la blanda madera con ayuda de nuestros cortaplumas. Algunas veces el proyectil salido de la madera no estaba más deformado que éste. Era tan blando...

—¡Qué hijo de perra! — dijo el doctor como si no viniera al caso.

Le devolví el proyectil y regresé al vestíbulo, que se hallaba bastante menos poblado. Los políticos habían desaparecido, si bien quedaban por allí dos o tres periodistas en espera de los acontecimientos.

Pero no ocurrieron aquel día. Ni tampoco al otro. El jefe parecía seguir mejorando. Pero al tercer día sucedió lo contrario. Se declaró una infección que avanzó con rapidez. Aunque el doctor Simons no dijo mucho, su aspecto denotaba bien a las claras que la cosa era desesperada.

Aquella tarde, poco después de haber llegado al hospital y subido para ver cómo estaba Lucy, recibí un aviso de que el jefe pedía verme. Según dijeron, estaba mejor.

Su aspecto no era nada bueno cuando lo vi. La carne había desaparecido de su semblante y los huesos se hallaban pegados a la piel tal como en un hombre de edad avanzada. Se parecía al viejo Stark, el de Masón City. Estaba blanco como el yeso.

Cuando vi los ojos en el rostro tan blanco me parecieron velados y apenas los reconocí. Luego, mientras me acercaba al lecho, se clavaron en mí y un leve resplandor lució en ellos. La boca se torció ligeramente en una débil mueca.

Me aproximé al lecho.

—¡Hola, jefe! — dije, e hice que mis facciones reflejaran lo que yo quería que fuese tomado como una sonrisa.

Levantó el índice y el mayor de la mano derecha, tendida sobre la colcha, a modo de saludo incipiente y luego los dejó caer. La fuerza de los músculos que sostenían el leve gesto de sus labios cedió también, el semblante quedó en su anterior posición y la carne colgó nuevamente.

Lo contemplé de muy cerca y pensé algo que decir. Pero mi cerebro sentíase falto de jugo, como esponja que ha sido dejada largo tiempo al sol.

Luego, con voz que apenas era un murmullo:

—Quería verlo, Jack.

—Yo también, jefe.

Durante un minuto no dijo nada, pero sus ojos se clavaron en mí y lució nuevamente aquel débil resplandor. Luego habló:

—¿Por qué hizo esto el doctor Adam?

—¡Oh, maldito sea! — exclamé en voz alta—. No lo sé.

La enfermera me miró como previniéndome.

—Nunca le hice nada — dijo.

—No, nunca — aseguré.

Permaneció otra vez en silencio y desapareció el resplandor de sus ojos. Después dijo.

—Tenía razón el doctor.

Hice un movimiento de cabeza afirmativo.

Esperé, pero comenzó a parecerme que no diría nada más. Sus ojos miraban hacia el techo y apenas podría decirse que respiraba. Finalmente volvió su mirada hacia mí con lentitud. Pero la luz brilló otra vez.

—Todo podría haber resultado diferente, Jack — dijo.

Asentí por segunda vez.

Se excitó más. Hasta parecía esforzarse por levantar la cabeza de la almohada.

—Tiene que creerlo — expresó con voz ronca.

La enfermera me miró de manera significativa después de haber avanzado un paso.

—Sí — dije al hombre que estaba en la cama.

—Es necesario. Tiene que creerlo — repitió.

—Muy bien.

Me miró y durante un momento volvió la vieja mirada enérgica, penetrante e inquisitiva. Pero cuando habló de nuevo las palabras apenas eran audibles.

—Y podría haber sido diferente, aunque — murmuró — no hubiese sucedido, podría... haber sido diferente..., aun entonces.

Estaba tan débil que apenas pudo pronunciar las últimas palabras.

La enfermera me hacía señas.

Estiré la mano y la puse sobre la que estaba en la sábana. Parecía un trozo de jalea.

—Adiós, jefe. Hasta la vista — dije.

No contestó y ni siquiera tuve la seguridad de que sus ojos me reconocieran. Abandoné la habitación.

Dejó de existir a la mañana siguiente, justamente al amanecer. Hubo un grandioso funeral. La ciudad estaba colmada de gente de todas clases, empleados y artesanos, campesinos y hasta muchachos que jamás habían pisado la ciudad. Y trajeron consigo sus mujeres. Llenaron el espacio que rodeaba el Capitolio y se volcaron y se arremolinaron por las calles adyacentes mientras caía la llovizna y los altavoces colocados en los postes y en los árboles vomitaban las palabras que casi nos hacían llorar.

Después de haber sido bajado el cadáver por las gradas del Capitolio, colocado en la carroza fúnebre, y de haber sido abierto camino por los motoristas y la policía montada, el cortejo emprendió su marcha lentamente hacia el cementerio. La muchedumbre hervía detrás. En el cementerio era como una marea sobre el césped; las tumbas fueron pisoteadas y destrozados los arbustos. Una o dos lápidas fueron derribadas y rotas. Transcurrieron dos horas antes de que la Policía pudiese dominar el lugar.

Fue el segundo funeral a que asistí en el plazo de dos semanas. El primero había sido muy distinto: el de Adam Stanton, que tuvo lugar en Burden's Landing.