PRÓLOGO

Cuando estaba en mi primer curso de instituto nos mandaron hacer un comentario de texto de un poema. Uno de los versos decía: «Si no tuvieras los ojos abiertos, no sabrías la diferencia entre soñar y estar despierto». En aquel momento, el verso no me dijo gran cosa. Después de todo, en clase había un chico que me gustaba mucho; ¿cómo iba a prestarle atención a un comentario de texto? Ahora, tres años después, entendía el poema a la perfección.

Últimamente, mi vida parecía estar a punto de convertirse en un sueño. Algunos días pensaba que iba a despertarme y descubrir que las últimas cosas que me habían pasado no habían sucedido de verdad. Sin duda, debía de ser una princesa atrapada en un sueño encantado. En cualquier momento, el sueño —no, más bien la pesadilla— acabaría y yo podría disfrutar de mi príncipe y de un final feliz.

Pero no había ningún final feliz a la vista, al menos en el futuro más inmediato. ¿Y mi príncipe? Bueno, esa era una larga historia. Mi príncipe se había convertido en un vampiro; en un strigoi, para ser exactos. En mi mundo hay dos clases de vampiros que existen sin que los humanos lo sepan. Los moroi son vampiros vivientes, vampiros buenos que controlan la magia de los elementos y no matan para buscar la sangre que necesitan para sobrevivir. Los strigoi son vampiros no muertos, inmortales y retorcidos, que matan para alimentarse. Los moroi nacen; los strigoi se hacen —a la fuerza o de buen grado— mediante métodos perniciosos.

Y a Dimitri, el chico del que estaba enamorada, lo habían convertido en strigoi en contra de su voluntad. Lo convirtieron en el curso de una batalla, una épica misión de rescate en la que yo también participé. Los strigoi secuestraron a un grupo de moroi y dhampir de mi instituto; Dimitri y yo, entre otros, fuimos a rescatarlos. Los dhampir son mitad vampiros y mitad humanos: tienen la fuerza y la resistencia de los humanos y los reflejos y sentidos de los moroi. Los dhampir reciben adiestramiento para convertirse en guardianes, guardaespaldas de elite de los moroi. Eso es lo que soy yo: una guardiana. Y eso es lo que había sido Dimitri.

Después de su transformación, los moroi lo dieron por muerto. Y, hasta cierto punto, lo estaba. Aquellos que se convertían en strigoi perdían la noción de la bondad y de la vida que habían llevado hasta el momento. No importaba que no se hubiesen convertido por decisión propia; aun así se volvían malos y crueles, como todos los strigoi. Las personas que eran antes desaparecían por completo y, sinceramente, era más fácil pensar en ellos yéndose al cielo o a la otra vida que imaginárselos merodeando de noche y atacando a sus víctimas. Pero yo no había sido capaz de olvidar a Dimitri ni de aceptar que, básicamente, estaba muerto. Era el hombre del que había estado enamorada, el hombre con el que me había sentido en una sintonía tan perfecta que me costaba saber dónde acababa yo y dónde empezaba él. Mi corazón se negaba a desprenderse de él; aunque en teoría fuese un monstruo, todavía estaba en alguna parte. Tampoco había olvidado una conversación que tuvimos él y yo. Los dos estábamos de acuerdo en que preferíamos estar muertos —muertos de verdad— a pasearnos por el mundo siendo unos strigoi.

Una vez pasado el período de luto por la bondad que le habían arrebatado, decidí hacer realidad su deseo, a pesar de que Dimitri ya no creyese en él. Tenía que encontrarlo. Tenía que matarlo y liberar su alma de aquel estado oscuro y antinatural. Sabía que era lo que hubiese querido el Dimitri del que había estado enamorada. Pero matar a un strigoi no es tarea fácil. Son increíblemente rápidos y fuertes, y no tienen piedad. Ya había matado a unos cuantos. Qué locura; después de todo, acababa de cumplir dieciocho años. Sabía que enfrentarme a Dimitri sería mi mayor reto, tanto física como emocionalmente.

De hecho, había sentido las consecuencias emocionales nada más tomar la decisión. Perseguir a Dimitri había supuesto cambiar de vida en varios aspectos (por no decir que enfrentarme a él podría suponer perder la vida en el intento). Aún estaba en el instituto, a solo unos meses de graduarme y convertirme en una guardiana con todas las de la ley. Cada día que pasaba en la Academia St. Vladimir —una escuela lejana y protegida para los moroi y los dhampir— era un día más que Dimitri estaba ahí afuera, viviendo en un estado que él nunca deseó para sí. Lo quería demasiado para permitirlo. Por eso tuve que irme de la academia antes de tiempo y relacionarme con los humanos, lo cual suponía abandonar el mundo en el que había vivido casi toda mi vida.

Mi marcha también suponía abandonar otra cosa… o más bien a una persona: mi mejor amiga, Lissa, también conocida como Vasilisa Dragomir. Lissa era una moroi, la última de su linaje real. Yo era la candidata para ser su guardiana cuando nos graduásemos, y mi decisión de perseguir a Dimitri hizo añicos ese futuro junto a ella. Pero no tuve elección: me vi obligada a abandonarla.

Aparte de nuestra amistad, Lissa y yo teníamos un vínculo único. Cada moroi se especializa en una clase de magia elemental: tierra, aire, agua o fuego. Hasta hace poco, pensábamos que solo existían esos cuatro elementos, pero descubrimos un quinto: el espíritu.

Ese era el elemento de Lissa. Con el número tan reducido de usuarios del espíritu que había en el mundo, apenas sabíamos nada de él. En gran medida parecía vinculado a los poderes psíquicos. Lissa demostraba un asombroso poder de coerción: la capacidad de imponer su voluntad sobre casi cualquier persona. También tenía poderes de curación, y ahí fue cuando las cosas se volvieron un poco raras entre nosotras. En teoría, morí en el accidente de tráfico que mató a su familia. Lissa me trajo de vuelta desde el mundo de los muertos sin darse cuenta y creó un vínculo psíquico entre las dos. Desde entonces, siempre he sido consciente de su presencia y de sus pensamientos. Sabía lo que estaba pensando e intuía cuándo estaba en peligro. Últimamente también habíamos descubierto que yo podía ver fantasmas y espíritus que aún no habían abandonado este mundo, algo que me resultó desconcertante y que me empeñé en bloquear. A este fenómeno se lo conoce como estar bendecida por la sombra.

Nuestro vínculo bendecido por la sombra me convertía en la persona ideal para proteger a Lissa, ya que sabría instantáneamente si estaba en peligro. Prometí protegerla de por vida, pero entonces Dimitri —el alto, guapísimo y feroz Dimitri— lo cambió todo. Tuve que hacer una terrible elección: seguir protegiendo a Lissa o liberar el alma de Dimitri. Tener que elegir entre los dos me rompió el corazón, se me instaló un dolor en el pecho y los ojos se me llenaron de lágrimas. Mi separación de Lissa fue muy dolorosa. Habíamos sido muy amigas desde el jardín de infancia, y mi marcha fue un shock para las dos. En honor a la verdad, ella no lo había visto venir, porque yo mantuve mi relación con Dimitri en secreto. Era mi instructor, tenía siete años más que yo y también le habían asignado la protección de Lissa. Por eso los dos intentamos resistirnos a nuestra atracción mutua, pues sabíamos que teníamos que centrarnos en Lissa más que en ninguna otra cosa y que nuestra relación alumna-profesor nos traería problemas.

Pero estar apartada de Dimitri —aunque fuera por voluntad propia— hizo que acumulase mucho resentimiento hacia Lissa. Seguramente debería haberlo hablado con ella para explicarle mi frustración por el hecho de tener toda mi vida planificada. No me parecía justo que, mientras Lissa era libre para vivir y amar como mejor le pareciese, yo siempre tuviera que sacrificar mi propia felicidad para asegurar su protección. Pero era mi mejor amiga y no podía soportar darle un disgusto. Lissa era especialmente vulnerable porque el uso del espíritu tenía el desagradable efecto secundario de volver loca a la gente. Por eso me guardé lo que sentía hasta que al final exploté y abandoné la academia —y a ella— para siempre.

Uno de los fantasmas que había visto —Mason, un amigo al que mataron los strigoi— me dijo que Dimitri había vuelto a su tierra, Siberia. El alma de Mason halló la paz y abandonó este mundo poco después sin darme más pistas del lugar concreto de Siberia al que podría haberse marchado Dimitri. Tuve que lanzarme a ciegas y enfrentarme a un mundo de humanos y a un idioma que no conocía para cumplir la promesa que me había hecho a mí misma.

Después de pasar varias semanas sola, por fin había llegado a San Petersburgo. Aún estaba buscando e intentando mantenerme a flote, pero estaba decidida a encontrarlo, aunque al mismo tiempo era una situación a la que le tenía pavor. Si finalmente llevaba a cabo mi plan y lograba matar al hombre al que amaba, eso significaría que Dimitri desaparecería del todo de este mundo. Sinceramente, no estaba segura de ser capaz de seguir viviendo en un mundo así.

Nada de esto parece real. Quién sabe, quizá no lo sea. Quizá le esté sucediendo a otra persona. Quizá sean imaginaciones mías. Quizá muy pronto despierte y descubra que lo de Lissa y Dimitri se ha solucionado, que en el futuro estaremos todos juntos y que él sonreirá, me abrazará y me dirá que todo va a salir bien. Quizá todo esto solo haya sido un sueño.

Pero lo dudo mucho.