SEIS
Me incorporé de golpe. Todo mi cuerpo se despertó en estado de alerta. No había luces urbanas que brillasen a través de la ventana, y tardé unos cuantos segundos en distinguir lo que había dentro de la habitación a oscuras. Sydney estaba acurrucada en su propia cama, dormida, y su cara mostraba una paz poco habitual en ella.
¿Dónde se encontraba el strigoi? Estaba claro que en nuestra habitación no. ¿Quizá en algún otro lugar de la casa? Todo el mundo había dicho que el camino que llevaba al pueblo de Dimitri era peligroso, pero incluso así creía que los strigoi preferirían atacar a los moroi y a los dhampir, aunque los humanos también formaban parte de su dieta. Al pensar en la agradable pareja que nos había recibido en su casa, noté que me oprimía el pecho. No estaba dispuesta a permitir que les sucediese nada malo.
Me bajé en silencio de la cama, empuñé mi estaca y salí de la habitación sin despertar a Sydney. No había nadie despierto y en cuanto entré en la sala de estar, la sensación de náusea desapareció. Vale, al menos el strigoi no estaba dentro de la casa. Se encontraba en la parte de fuera, al parecer en el lado que daba a mi habitación. Sin dejar de moverme en silencio, salí por la puerta principal y rodeé la esquina, iba tan callada como la noche que me envolvía.
La náusea se hizo más fuerte a medida que me acercaba al granero, y no pude evitar sentirme orgullosa de mí misma. Iba a sorprender al strigoi que pensaba colarse en aquel diminuto pueblo humano para cenar. Allí estaba; cerca de la entrada al granero distinguí una larga sombra que se movía. «Te pillé», pensé. Preparé la estaca, eché a correr…
… y algo me golpeó en el hombro.
Me tambaleé sorprendida y me quedé mirando la cara de un strigoi. Por el rabillo del ojo vi que la sombra del granero se materializaba para formar otro strigoi que se me acercaba. El pánico se apoderó de mí. Había dos, y mi sistema de detección secreto no había podido captar la diferencia. Y lo que era aún peor: me habían pillado por sorpresa y tenían ventaja.
Una idea me asaltó de inmediato: ¿y si uno de ellos era Dimitri?
No lo era. Al menos, el que tenía delante. Era una mujer. Aún no veía con claridad al que se me acercaba con rapidez por el otro lado. Sin embargo, lo primero que tenía que hacer era enfrentarme a la amenaza más directa, así que lancé un golpe con la estaca a la mujer con la esperanza de herirla, pero lo esquivó con tanta rapidez que apenas vi su movimiento. Luego me golpeó casi con indiferencia. No fui lo bastante veloz como para reaccionar y salí despedida hacia el otro strigoi… un tipo que no era Dimitri.
Respondí de inmediato. Me puse en pie de un salto y le di una patada. Empuñé la estaca al frente para mantenerlo a raya, pero no me sirvió de mucho cuando la mujer me atacó por la espalda y me agarró con fuerza. Se me escapó un grito ahogado y noté cómo cerraba las manos alrededor de mi cuello. Me di cuenta de que probablemente quería partírmelo. Era una técnica fácil y rápida que los strigoi utilizaban y que les permitía llevarse a la víctima a un lugar tranquilo donde alimentarse.
Forcejeé y logré abrirle las manos un poco, pero cuando el otro strigoi se me echó encima, supe que todo era inútil. Me habían pillado por sorpresa. Eran dos, y eran fuertes.
El pánico me invadió de nuevo, una sensación abrumadora de miedo y de desesperación. Sentía miedo cada vez que me enfrentaba a un strigoi, pero el miedo que me atenazaba había llegado al límite. Estaba descontrolado, era desmedido, y sospeché que estaba impregnado de la locura y la oscuridad que había absorbido de Lissa. Los sentimientos explotaron en mi interior y me pregunté si acabarían conmigo antes de que lo hiciesen los strigoi. Estaba a punto de morir y de permitir que matasen a Sydney y a los demás. La rabia y la frustración que sentía por todo ello eran asfixiantes.
De repente tuve la sensación de que se abría la tierra. Unas formas translúcidas, que brillaban suavemente en la oscuridad, surgieron por todas partes. Algunas parecían personas normales. Otras tenían un aspecto horrible, con los rostros demacrados y semejantes a calaveras. Fantasmas. Espíritus. Nos rodearon; su presencia me puso los pelos de punta y me provocó un tremendo dolor de cabeza.
Los fantasmas se volvieron hacia mí. Ya me había pasado algo así antes, en un avión, cuando las apariciones me rodearon y amenazaron con consumirme. Me esforcé con desesperación en reunir la fuerza necesaria para levantar las barreras que me mantuviesen aislada del mundo de los espíritus. Era una habilidad que había tenido que aprender, algo que mantenía activado sin esfuerzo alguno. La desesperación y el pánico de aquella situación me desbordaron. En ese horrible momento aterrador, deseé una vez más de modo egoísta que Mason no hubiese encontrado la paz y abandonado este mundo. Me habría sentido mejor si su fantasma hubiese estado allí.
Entonces me di cuenta de que yo no era su objetivo.
Los fantasmas acosaron a los dos strigoi. Los espíritus no tenían una forma sólida, pero cada vez que me tocaban o pasaban a través de mí, notaba una sensación helada. La strigoi empezó de inmediato a agitar las manos para espantar a las apariciones mientras gruñía de rabia y miedo. Los fantasmas no parecían capaces de hacerles daño, pero eran muy molestos… y distraían su atención.
Le clavé la estaca al strigoi antes de que me viese atacarle. De inmediato, los fantasmas que le rodeaban se dirigieron hacia la mujer. La strigoi era muy hábil, eso había que reconocérselo. A pesar de que se esforzaba por mantener alejados a los fantasmas, seguía esquivando bastante bien mis ataques. Un puñetazo lanzado con buena suerte me alcanzó de lleno y los ojos me hicieron chiribitas al mismo tiempo que me estampaba contra la pared del granero. Seguía sufriendo el tremendo dolor de cabeza provocado por los fantasmas, y que precisamente me diera de cabeza contra el granero no me ayudó en absoluto. Me puse en pie tambaleándome y, mareada, me dirigí de nuevo hacia la strigoi para seguir intentando acertarle con la estaca en el corazón. Logró mantener su pecho fuera de mi alcance, al menos hasta que un fantasma especialmente terrorífico la sorprendió. Aquella distracción momentánea me ofreció la oportunidad que necesitaba y conseguí clavarle la estaca también a ella. La strigoi se desplomó… y eso me dejó sola frente a los espíritus.
Era evidente que los fantasmas habían querido atacar a los strigoi. Conmigo, en cambio, había sucedido algo muy parecido a lo del avión. Parecían fascinados por mí, desesperados por atraer mi atención. El único problema era que, al tratarse de un grupo de decenas de fantasmas, también podría haber sido un ataque.
Me esforcé con desesperación por alzar de nuevo las barreras, por mantener bloqueados a los fantasmas como ya había hecho hacía tiempo. El esfuerzo fue agónico. De alguna manera, mis emociones desbordadas y descontroladas habían invocado a los espíritus y, aunque en ese momento estaba más tranquila, me resultaba muy difícil controlarme hasta ese punto. La cabeza me seguía palpitando de dolor. Apreté los dientes y utilicé todas las fuerzas que me quedaban para bloquear a los fantasmas.
—Marchaos. Ya no os necesito —musité.
Durante unos segundos, pareció que todos mis esfuerzos eran en vano, pero poco a poco, uno por uno, los espíritus comenzaron a desvanecerse. Sentí que el control que había aprendido ocupaba su lugar en mi cabeza. Al cabo de muy poco tiempo, ya no había nada más a mi alrededor, solo la oscuridad, el granero… y Sydney.
Me di cuenta de su presencia justo cuando me derrumbaba en el suelo. Había salido corriendo de la casa con el pijama nada más, y tenía la cara pálida. Se arrodilló a mi lado y me ayudó a incorporarme hasta que quedé sentada. Todo su cuerpo mostraba un miedo más que justificado.
—¡Rose! ¿Estás bien?
Sentía que me habían absorbido hasta la última brizna de energía del cerebro y del cuerpo. No podía moverme. No podía pensar.
—No —le respondí.
Y me desmayé.
Soñé de nuevo con Dimitri. Me rodeaba con los brazos y su hermoso rostro se inclinaba sobre mí para cuidarme como había hecho tan a menudo cuando estaba enferma. El recuerdo de muchas situaciones me invadió, como cuando los dos nos reíamos de algún chiste. A veces, en esos sueños, me llevaba lejos. A veces íbamos en coche. De vez en cuando, su rostro comenzaba a tomar ese temible aspecto de strigoi que siempre me atormentaba. En esas ocasiones, le ordenaba de inmediato a mi mente que borrase esos pensamientos.
Dimitri me había cuidado muchas veces, y siempre había estado allí cuando lo necesitaba. Aunque lo cierto es que era recíproco. También es verdad que no acababa en la enfermería tantas veces como yo. Así era mi suerte. Aun estando herido, no lo reconocía. Mientras soñaba y sufría alucinaciones, me asaltaron imágenes de una de las pocas veces que había podido curarle.
Poco antes de que atacasen la academia, Dimitri participó en una serie de pruebas conmigo y con mis compañeros novicios para determinar cómo reaccionábamos ante un ataque por sorpresa. Era tan duro que resultaba casi imposible vencerlo, aunque de vez en cuando recibía unos cuantos buenos golpes. Me crucé una vez con él en el gimnasio durante una de esas pruebas, y me sorprendí al verle un corte en la mejilla. No era una herida grave, pero sangraba bastante.
—¿Te has dado cuenta de que te estás desangrando? —exclamé. Fui un tanto exagerada, pero no demasiado.
Se tocó la mejilla con gesto ausente y pareció darse cuenta de la herida en ese preciso momento.
—Yo no diría tanto. No es nada.
—¡No es nada hasta que se te infecte!
—Sabes que eso es muy poco probable —me contestó con terquedad.
Los moroi, aparte de contraer aquella afección tan poco frecuente que les afligía, como le había ocurrido a Victor, apenas se ponían enfermos. Los dhampir habíamos heredado eso de ellos, lo mismo que el tatuaje de Sydney le proporcionaba una cierta protección. A pesar de ello, no iba a permitir que Dimitri se llenase de sangre.
—¡Vamos! —le dije, señalando el pequeño cuarto de baño del gimnasio.
Mi voz había sonado autoritaria, y para mi sorpresa, me obedeció.
Tomé una toalla y, tras humedecerla, le limpié la cara con suavidad. Siguió protestando un poco, pero acabó callándose. El cuarto de baño era pequeño, y estábamos a pocos centímetros el uno del otro. Me llegó su olor limpio y embriagador, y miré con atención cada detalle de su cara y de su cuerpo fuerte. Mi corazón se había desbocado, pero se suponía que debíamos portarnos bien, así que me esforcé en aparentar estar tranquila y relajada. Él también se mostraba extrañamente tranquilo, pero cuando le eché el pelo hacia atrás para pasárselo por detrás de la oreja y limpiarle el resto de la cara, se sobresaltó. Cuando le toqué la piel con la punta de los dedos, me sacudió una oleada de sensaciones, y él sintió lo mismo. Me agarró la mano y la apartó.
—Ya es suficiente —me dijo con voz ronca—. Estoy bien.
—¿Estás seguro? —insistí.
No me había soltado la mano. Estábamos muy, muy cerca. El pequeño cuarto de baño parecía a punto de estallar por la electricidad que generábamos. Sabía que no podía durar mucho, pero no quería soltarlo. Dios, a veces era muy duro ser responsable.
—Sí.
Su voz era suave, y sabía que no estaba molesto conmigo. Lo que sentía era temor, ya que había visto lo poco que hacía falta para encender la pasión entre los dos. En ese momento, yo sentía una tremenda calidez por todo el cuerpo con el simple contacto de su mano. Tocarle me hacía sentirme completa, como si fuera la persona que siempre debería haber sido.
—Gracias, Roza —añadió.
Me soltó la mano, y los dos nos marchamos a realizar las respectivas tareas que teníamos para ese día. Pero la sensación de su pelo y de su mano se me quedó durante horas…
No sé por qué soñé con ese recuerdo después de que me atacasen los strigoi cerca del granero. Me pareció extraño soñar con que cuidaba de Dimitri cuando era yo la que necesitaba cuidados médicos. Supongo que no importaba cuál fuese el recuerdo, siempre que Dimitri apareciese en él. Siempre me hacía sentir mejor, incluso en sueños, y me daba fuerzas.
Sin embargo, mientras yacía en aquel delirio y perdía y recobraba la conciencia, en su rostro tranquilizador a veces aparecían esos terribles colmillos y ojos rojos. Yo gemía mientras me esforzaba por apartar de mí esa imagen. Otras veces no daba la impresión de ser Dimitri en absoluto. Se convertía en un hombre que yo no conocía, un moroi mayor con el pelo oscuro y la mirada inteligente, con joyas de oro reluciente en el cuello y en las orejas. Entonces yo gritaba el nombre de Dimitri otra vez, y su rostro acababa volviendo, seguro y maravilloso.
Sin embargo, en un momento dado, su cara cambió de nuevo, y esta vez se volvió la de una mujer. Era evidente que no era Dimitri, pero había algo en sus ojos marrones que me recordaron a los suyos. Era algo mayor, quizá poco más de cuarenta años, y era una dhampir. Dejó un paño fresco sobre mi frente y me di cuenta de que ya no estaba soñando. Me dolía todo el cuerpo, y estaba tumbada en una cama que no me resultaba familiar, en una habitación que tampoco conocía. No había señal alguna de los strigoi. ¿También habría soñado eso?
—Procura no moverte —me advirtió la mujer con un leve acento ruso—. Has recibido algunos golpes muy fuertes.
Abrí los ojos como platos cuando recordé de repente todo lo ocurrido al lado del granero, incluidos los fantasmas. No había sido un sueño.
—¿Dónde está Sydney? ¿Está bien?
—Está bien, no te preocupes.
Algo en la voz de la mujer me indicó que podía creerla.
—¿Dónde estoy?
—En Baia.
Baia… Baia. Ese nombre me resultaba vagamente familiar. De repente, lo entendí todo. Hacía mucho, mucho tiempo ya, Dimitri lo había mencionado. Solo había dicho una vez el nombre de su pueblo, y aunque me había esforzado en recordarlo, nunca lo había conseguido. Sydney no quiso decírmelo. Pero ya estábamos allí. En el hogar de Dimitri.
—¿Quién eres?
—Olena. Olena Belikova.