DOCE
Visitar la mente de Lissa me dejó con más preguntas que respuestas y como no tenía todavía un plan de acción, me quedé unos días más con los Belikov. Me adapté a su rutina cotidiana, de nuevo sorprendida por lo fácil que me resultaba. Intenté ser útil, ocuparme de las tareas que me dejaban hacer e incluso llegué a cuidar del bebé (algo con lo que no estaba del todo cómoda, teniendo en cuenta que la formación de guardiana no deja mucho tiempo para trabajos extraescolares como el de canguro). Yeva me observaba constantemente sin decir nada, pero siempre con expresión de desaprobación. No estaba segura de si quería que me fuese o si era la expresión que tenía normalmente. Sin embargo, los demás no cuestionaban mi presencia. Estaban encantados de tenerme por allí y lo dejaban claro en todo lo que hacían. Viktoria se encontraba especialmente contenta.
—Ojalá pudieras volver al instituto con nosotras —dijo una noche. Habíamos pasado mucho tiempo juntas.
—¿Cuándo volvéis?
—El lunes, justo después de Pascua.
Sentí que me surgía una ligera tristeza. Tanto si seguía allí como si no, la iba a echar de menos.
—Oh, vaya. No sabía que fuese tan pronto.
Se hizo el silencio entre las dos; después me miró de soslayo.
—¿Has pensado…? Bueno, ¿se te ha pasado por la cabeza volver a St. Basil con nosotras?
La miré fijamente.
—¿St. Basil? ¿Tu instituto también lleva el nombre de un santo? —no todos eran así. Adrian había ido a un instituto en la costa este que se llamaba Alder.
—El nuestro es un santo humano —explicó con una sonrisa—. Podrías matricularte allí y cursar tu último año. Seguro que te aceptarían.
De todas las opciones descabelladas que se me habían pasado por la cabeza en ese viaje (y habían sido muchas), esa era una que no había contemplado. Había dejado la academia. Estaba bastante segura de que no quedaba nada más que pudiera aprender allí; bueno, después de conocer a Sydney y a Mark era obvio que sí quedaban algunas cosas. Pero teniendo en cuenta lo que quería hacer con mi vida, no creía que otro semestre de Matemáticas y Ciencias me sirviera para nada. Y en lo que a formación como guardiana se refería, casi todo lo que me quedaba por hacer era prepararme para las pruebas de final de año. Y dudaba de que esas pruebas y desafíos se acercasen ni remotamente a lo que ya había experimentado con los strigoi.
Negué con la cabeza.
—Creo que no. Para mí se acabó el instituto. Además, todo sería en ruso.
—Te lo traducirían —una sonrisa traviesa le iluminó la cara—. Además, las patadas y los puñetazos no necesitan idioma —su sonrisa cambió a una expresión más reflexiva—. Pero hablando en serio… Si no vas a terminar el instituto y no vas a ser una guardiana… ¿por qué no te quedas aquí? En Baia. Podrías vivir con nosotros.
—No me voy a convertir en una prostituta de sangre —le dije de inmediato.
Una expresión extraña cruzó su cara.
—No quería decir eso.
—Perdón, no debería haberte contestado así —me sentí mal por el comentario que acababa de hacer. Aunque no dejaba de oír rumores sobre prostitutas de sangre en el pueblo, solo había visto una o dos y las mujeres Belikov no se contaban entre ellas. El embarazo de Sonya era un poco misterioso, pero su trabajo en una farmacia no parecía nada sórdido. Había averiguado algo más sobre la situación de Karolina. El padre de sus hijos era un moroi con el que aparentemente tenía una conexión genuina. Ella no se había rebajado para estar con él y él no la había utilizado. Después de que naciera el bebé, los dos decidieron tomar caminos separados, pero fue una separación amistosa. Aparentemente, Karolina estaba saliendo con un guardián que iba por allí cuando libraba.
Las pocas prostitutas de sangre que había visto por el pueblo cumplían con el estereotipo. Su ropa y su maquillaje decían a gritos «sexo fácil». Los cardenales en el cuello demostraban que no tenían problemas en dejar que sus parejas bebieran su sangre durante el sexo, que era la cosa más rastrera que un dhampir podía hacer. Solo los humanos les daban sangre a los moroi. Mi raza, no. Permitirlo, sobre todo durante alguna actividad sexual, era, como he dicho, rastrero. Lo más sucio entre lo sucio.
—A mi madre le encantaría que te quedaras. Y podrías encontrar trabajo. Serías una más de la familia.
—No puedo ocupar el lugar de Dimitri, Viktoria —dije en voz baja.
Extendió la mano y me apretó la mía para tranquilizarme.
—Lo sé. Y nadie espera que lo hagas. Nos gustas por lo que eres, Rose. Que estés aquí es bueno. Hay una razón para que Dimka escogiera estar contigo. Tú encajas aquí.
Intenté imaginarme la vida que describía. Sonaba… fácil. Cómoda. Sin preocupaciones. Simplemente vivir con una familia que me quisiera, riendo y pasando el tiempo juntos cada noche. Podría vivir mi propia vida sin tener que perseguir a alguien constantemente. Tendría hermanas. No habría más peleas. Bueno, sí, pero solo para defenderme. Podría abandonar ese plan de matar a Dimitri, que sabía que me mataría también a mí, física o espiritualmente. Podía escoger el camino racional, dejarlo estar y aceptar las cosas como si estuviera muerto. Pero… si hacía eso, ¿por qué no volver a Montana? Con Lissa, a la academia.
—No lo sé —le dije a Viktoria al fin—. No sé lo que voy a hacer.
Era justo después de la cena y ella miró el reloj vacilante.
—No quiero dejarte porque no tenemos mucho más tiempo pero… he quedado con alguien dentro de poco.
—¿Con Nikolai? —bromeé.
Negó con la cabeza y yo intenté ocultar mi decepción. Le había visto unas cuantas veces y cada vez me caía mejor. Era una pena que Viktoria no sintiese nada por él. Pero ahora me pregunté si habría algo que lo impedía… o más bien alguien.
—Vamos, suéltalo —le pedí con una sonrisa—. ¿Quién es él?
Mantuvo la cara impasible, una buena imitación de la de Dimitri.
—Un amigo —dijo evasivamente. Pero me pareció ver una sonrisa en sus ojos.
—¿Alguien del instituto?
—No —suspiró—. Y ese es el problema. Lo voy a echar mucho de menos.
Su sonrisa desapareció.
—Ya veo.
—¡Oh! —exclamó avergonzada—. ¡Qué tonta! Mis problemas… no son nada comparados con los tuyos. Quiero decir, puede que no lo vea durante un tiempo pero… volveré a verlo. Pero Dimitri se ha ido. Tú no volverás a verlo nunca.
Bueno, eso no era del todo cierto. Pero no se lo dije.
—Ya —contesté.
Para mi sorpresa, me dio un abrazo.
—Sé cómo es el amor. Perderlo… no sé. No sé qué decir. Todo lo que puedo decirte es que estamos aquí para lo que necesites. Todos, ¿sabes? No puedes sustituir a Dimitri, pero para nosotros eres como una hermana.
Que me llamara hermana me asombró y me sirvió de advertencia al mismo tiempo. Después de eso empezó a prepararse para su cita. Se cambió de ropa rápidamente, se maquilló —sin duda era más que un amigo— y salió por la puerta. Me alegré, porque no quería que viera las lágrimas que sus palabras me habían provocado. Me había pasado la vida siendo hija única. Lissa era lo más parecido a una hermana que había tenido. Yo siempre había considerado a Lissa precisamente eso: una hermana que ahora había perdido. Oír a Viktoria ahora llamarme hermana… me conmovió. Era algo que me recordaba que tenía buenos amigos y que no estaba sola.
Bajé a la cocina y pronto llegó también Olena. Venía en busca de algo de comer.
—¿Era Viktoria a quien he oído salir? —me preguntó.
—Sí, ha salido a ver a un amigo —conseguí mantener la expresión neutra. No podía delatar a Viktoria.
Olena suspiró.
—Vaya, quería que me hiciera un recado en el pueblo.
—Yo iré —dije con entusiasmo—. En cuanto coma algo.
Me sonrió con ternura y me dio una palmadita en la mejilla.
—Tienes buen corazón, Rose. Ya veo por qué Dimka te quería.
Era increíble cómo habían aceptado allí mi relación con Dimitri. Nadie hablaba de la edad ni de la relación profesor-alumna. Como le había dicho a Sydney, era como si yo fuera su viuda o algo así. Las palabras de Viktoria seguían resonando en mi cabeza. La forma en que me miraba Olena me hacía sentir como si realmente fuera su hija y una vez más no pude evitar compararla con mi madre. Ella se habría burlado de nosotros. Habría dicho que era inapropiado y que yo era demasiado joven. ¿O no? Tal vez estaba siendo demasiado dura con ella.
Al verme delante del armario abierto, Olena negó con la cabeza.
—Tienes que comer primero.
—Solo un tentempié —le dije—. No te preocupes.
Al final me cortó unas rebanadas del pan negro que había hecho antes y sacó una tarrina de mantequilla porque sabía que me gustaba mucho untarla en el pan. Karolina había bromeado diciendo que los americanos se quedarían alucinados si supieran lo que llevaba ese pan, así que yo no pregunté. Sabía dulce y ácido al mismo tiempo y a mí me encantaba.
Olena se sentó frente a mí y me miró comer.
—Era su favorito de pequeño.
—¿El de Dimitri?
Asintió.
—Cuando tenía recreo en el colegio, lo primero que hacía era pedirme pan. Prácticamente tenía que hacerle una barra para él solo. A las niñas nunca les gustó tanto.
—Los chicos siempre comen más —la verdad es que yo comía casi como la mayoría de ellos—. Y él era más grande y más alto que la mayoría.
—Cierto —dijo pensativa—. Pero llegó un punto en que le obligué a hacérselo él mismo. Le dije que si se iba a comer toda mi comida, sería mejor que supiera el trabajo que costaba hacerla.
Reí.
—No me imagino a Dimitri haciendo pan.
Pero en cuanto las palabras salieron de mi boca, recapacité. Lo que yo asociaba inmediatamente con Dimitri eran cosas intensas y feroces; su imagen sexy de dios de la batalla era lo primero que me venía a la cabeza. Pero eran su amabilidad y su consideración, junto con su capacidad mortífera las que lo hacían tan maravilloso. Las mismas manos que blandían estacas con total precisión podían apartarme el pelo de la cara con mucho cuidado. Y los ojos que eran capaces de detectar cualquier peligro, me miraban sorprendidos y llenos de adoración como si yo fuera la mujer más bella y asombrosa del mundo.
Suspiré, consumida por ese dolor agridulce que tenía en el pecho y que ya me resultaba tan familiar. Qué cosa más estúpida emocionarse por algo tan simple como una rebanada de pan. Pero así eran las cosas. Me emocionaba siempre que pensaba en Dimitri.
Olena me miraba fijamente, dulce y compasiva.
—Lo sé —me dijo, adivinando mis pensamientos—. Sé exactamente cómo te sientes.
—¿Y mejora? —le pregunté.
A diferencia de Sydney, Olena sí tenía una respuesta.
—Sí. Pero nunca volverás a ser la misma.
No sabía si esas palabras me tranquilizaban o no. Cuando terminé de comer, me dio una breve lista de la compra y salí hacia el pueblo, contenta de estar fuera y moverme. La inactividad no iba conmigo.
En la tienda de comestibles me encontré por sorpresa con Mark. Me había dado la impresión de que él y Oksana no iban al pueblo a menudo. No me habría extrañado que cultivasen su propia comida y viviesen de lo que daba la tierra. Me recibió con una sonrisa cálida.
—Me preguntaba si todavía estarías por aquí.
—Sí —le mostré la cesta que llevaba—. Estoy haciendo unas compras para Olena.
—Me alegro de que sigas por aquí —dijo—. Pareces más… en paz.
—Tu anillo me ayuda, creo. Al menos con lo de la paz. Pero no tanto con lo de tomar decisiones.
Frunció el ceño y se cambió la leche que llevaba de un brazo a otro.
—¿Qué decisiones?
—Qué hacer ahora. Adónde ir.
—¿Y por qué no te quedas aquí?
Me resultó raro volver a tener una conversación como la que había mantenido con Viktoria. Mi respuesta también fue similar.
—No sé qué iba a hacer si me quedara aquí.
—Conseguir un trabajo. Vivir con los Belikov. Te quieren, ya lo sabes. Encajas en esa familia.
Esa sensación de sentirme querida y arropada volvió e intenté otra vez imaginarme quedándome a vivir allí, trabajando en una tienda como aquella o sirviendo mesas.
—No lo sé —dije una vez más. Era un disco rayado—. No sé si esto es lo adecuado para mí.
—Es mejor que la alternativa —me advirtió—. Mejor que ir por ahí sin propósito ninguno, arrojándote a las fauces del peligro. Eso no debería ser una opción.
Pero esa era la razón por la que había ido a Siberia. «Dimitri, Rose. ¿Es que te has olvidado de Dimitri? ¿Has olvidado que has venido a liberarlo, como él habría querido?», me recriminó mi voz interior. ¿Era eso realmente lo que él habría querido? Tal vez él preferiría que yo estuviera segura. No lo sabía, y sin la ayuda de Mason, mis opciones estaban todavía más confusas. Al pensar en Mason recordé algo que había olvidado por completo.
—Cuando hablamos el otro día… hablamos de las cosas que pueden hacer Lissa y Oksana. Pero, ¿y tú?
Mark entornó los ojos.
—¿A qué te refieres?
—¿Alguna vez… te has encontrado con… eh… fantasmas?
Pasaron varios segundos y después dejó escapar un suspiro.
—Esperaba que eso no te hubiera pasado a ti.
Me quedé estupefacta al ver lo aliviada que me sentía al saber que no estaba sola en lo de las experiencias con fantasmas. Aunque ahora sabía que el haber muerto y estado en el mundo de los difuntos me convertía en un objetivo para los espíritus, era una de las cosas más extrañas de estar bendecido por la sombra.
—¿Te ocurrió sin quererlo? —le pregunté.
—Al principio. Después aprendí a controlarlo.
—Yo también —de repente recordé el granero—. Bueno, eso no es del todo cierto.
Bajando aún más la voz, le resumí lo que me había pasado durante el viaje hasta allí con Sydney. No se lo había contado a nadie.
—Nunca jamás vuelvas a hacer eso —me dijo con dureza.
—¡No quería hacerlo! Sucedió sin más.
—Te entró el pánico. Necesitabas ayuda y una parte de ti invocó a los espíritus a tu alrededor. No lo hagas. No está bien y es fácil perder el control.
—Ni siquiera sé cómo lo hice.
—Como te he dicho, fue una pérdida de control momentánea. No dejes nunca que te domine el pánico.
Una mujer mayor pasó junto a nosotros con un pañuelo sobre la cabeza y una cesta de verduras en el brazo. Esperé a que se alejara antes de preguntarle a Mark:
—¿Y por qué lucharon por mí?
—Porque los muertos odian a los strigoi. Los strigoi son antinaturales, ni vivos ni muertos. Solo existen en un estado intermedio entre ambos. Nosotros notamos esa maldad y los fantasmas también.
—Entonces podrían ser una buena arma.
Su cara, normalmente relajada y abierta, se torció.
—Es peligroso. Las personas como tú y como yo caminamos por el filo de la oscuridad y la locura. Llamar abiertamente a los muertos solo nos acerca a resbalar en ese filo y caer hasta perder la cabeza —miró el reloj y suspiró—. Tengo que irme, pero te lo digo en serio, Rose. Quédate. Mantente alejada de los problemas. Lucha con los strigoi si vienen a por ti, pero no vayas a buscarlos a ciegas. Y deja en paz a los fantasmas.
Eran muchos consejos para ofrecerlos en una tienda; muchos consejos que no estaba segura de poder seguir. Pero se lo agradecí y le di recuerdos para Oksana. Después pagué y me fui también. Iba de vuelta al barrio de Olena cuando al girar una esquina estuve a punto de chocar con Abe.
Iba vestido con su habitual estilo chillón, con su abrigo caro y una bufanda dorada que hacía juego con el oro de sus joyas. Sus guardianes estaban cerca y él se apoyó despreocupadamente contra la pared de un edificio.
—Ya veo para qué has venido a Rusia. Para ir al mercado como una campesina.
—No he venido para eso —contesté—. Claro que no.
—Entonces, ¿estabas haciendo turismo?
—No, solo estoy ayudando. Deja de intentar sacarme información. No eres tan listo como crees.
—Eso no es cierto —contestó.
—Mira, ya te lo he dicho. He venido para darle la noticia a los Belikov. Así que ve y dile a la persona para la que trabajas que eso es lo que hay.
—Y yo ya te he dicho que no me mientas —respondió. De nuevo noté esa extraña mezcla de peligro y humor—. No tienes ni idea de la paciencia que he tenido contigo. Si fueras cualquier otra, habría conseguido la información que necesitaba la primera noche.
—Qué suerte —contesté—. ¿Y ahora qué? ¿Me vas a meter en un callejón y darme una paliza hasta que te diga para qué estoy aquí? Estoy perdiendo el interés por todo este rollo de jefe de la mafia, ¿sabes?
—Y yo estoy perdiendo la paciencia contigo —dijo. El humor desapareció y se irguió ante mí. No pude evitar notar, incómoda, que tenía una constitución mejor que la de la mayoría de los moroi. Muchos evitaban las peleas, pero no me habría sorprendido que Abe hubiera dado tantas palizas como sus guardaespaldas—. Pero la verdad es que ya no me importan tus razones para estar aquí. Lo que importa es que tienes que irte. Ahora.
—No me amenaces, viejo. Me iré cuando me dé la gana —qué curioso: acababa de decirle a Mark que no sabía si podría quedarme en Baia, pero ahora que me presionaba Abe, lo único que quería era echar raíces allí—. No sé lo que estás intentando evitarme, pero no me asustas —eso tampoco era del todo verdad.
—Deberías asustarte —su tono volvió a ser agradable—. Puedo ser un muy buen amigo o un muy mal enemigo. Puedo hacer que te merezca la pena irte. Podemos hacer un trato.
Había un brillo de entusiasmo en sus ojos al hablar. Recordé a Sydney describiendo cómo manipulaba a otros y tuve la sensación de que vivía para eso: para negociar y hacer tratos, para conseguir lo que quería.
—No —dije—. Me iré cuando esté lista. Y no hay nada que tú ni la persona para la que trabajas podáis hacer para cambiar eso.
Esperando haber parecido enérgica, me di la vuelta. Él extendió la mano, me agarró del hombro y me obligó a volverme. Casi se me cayó la compra. Estuve a punto de atacarle, pero sus guardianes llegaron a su lado en un segundo. Supe que no tenía nada que hacer.
—Se te ha acabado el tiempo aquí —siseó Abe—. En Baia. En Rusia. Vuelve a Estados Unidos. Te daré lo que necesites: dinero, billetes en primera, lo que quieras.
Me alejé de él lentamente.
—No necesito ni tu ayuda ni tu dinero. Cualquiera sabe de dónde vendrá… —un grupo de gente giró la otra esquina de la calle riendo y hablando y yo me aparté más, segura de que Abe no iba a montar una escena con testigos. Eso me hizo sentir más valiente, algo probablemente estúpido por mi parte.
—Ya te lo he dicho: volveré cuando me dé la gana.
Los ojos de Abe miraron a los otros transeúntes y él también decidió retirarse con sus guardianes. Esa sonrisa heladora volvió a aparecer en su cara.
—Y yo te lo he dicho también. Yo puedo ser un muy buen amigo o un muy mal enemigo. Vete de Baia antes de averiguar cuál de las dos cosas voy a ser contigo.
Se giró y se fue, para mi gran alivio. No quería que viera en mi cara cuánto miedo me habían provocado sus palabras.
Esa noche me fui pronto a dormir porque de repente me sentía antisocial. Estuve un rato tumbada hojeando otra revista que no podía leer y de repente me di cuenta de que cada vez estaba más cansada. Pensé que los encuentros con Mark y Abe me habían agotado. Las palabras de Mark casi me habían convencido después de mi conversación con Viktoria. Pero las veladas amenazas de Abe habían activado todas mis defensas y me habían puesto en guardia en contra de quien estuviera trabajando con él para intentar que me fuese de Rusia. «¿En qué momento perderé del todo la paciencia y dejaré de intentar negociar?», me pregunté.
Me fui dejando llevar por el cansancio y la sensación familiar de un sueño de Adrian me envolvió. Hacía mucho tiempo desde la última vez y de hecho creía que me había hecho caso cuando le dije que me dejara en paz. Era el período de tiempo más largo sin que me visitara y, por mucho que odiara admitirlo, casi lo había echado de menos.
La localización que había elegido esta vez era una zona de los terrenos de la Academia, un área boscosa cerca de un estanque. Todo estaba verde y en flor y el sol brillaba sobre nosotros. Sospeché que la creación de Adrian no tenía nada que ver con el clima de Montana justo en esa época, pero era él quien tenía el control. Podía hacer lo que quisiera.
—Pequeña dhampir —me dijo sonriendo—. Cuánto tiempo sin verte.
—Pensaba que ya no querías saber nada de mí —le respondí sentándome en una roca grande y lisa.
—Eso nunca —dijo metiéndose las manos en los bolsillos y paseando hasta donde estaba yo—. Aunque… para ser sinceros, sí que he intentando mantener las distancias durante un tiempo. Pero tenía que asegurarme de que seguías viva.
—Viva y bien.
Me sonrió. El sol brillaba en su pelo castaño y le arrancaba reflejos dorados.
—Se te ve muy bien, la verdad. Tu aura está mejor que nunca —su mirada bajó de mi cara a las manos, que tenía apoyadas en el regazo. Frunció el ceño, se arrodilló y me asió la mano derecha—. ¿Qué es esto?
Llevaba puesto el anillo de Oksana. A pesar de la falta de ornamentación del anillo, el metal brillaba bastante con la luz. Esos sueños eran muy extraños. Aunque Adrian y yo no estábamos exactamente juntos, el anillo había venido conmigo y mantenía su poder tanto que él podía notarlo.
—Un amuleto. Está hechizado con el espíritu.
Al igual que yo, era algo que parecía no haber considerado nunca. Su expresión se volvió ansiosa.
—Y cura, ¿verdad? Es lo que mantiene parte de la oscuridad lejos de tu aura.
—Parte —dije, incómoda por cómo lo miraba. Me lo quité y me lo metí en el bolsillo—. Es algo temporal. He conocido a otra persona de las que son capaces de usar el espíritu y a un dhampir bendecido por la sombra.
Una sorpresa renovada apareció en su cara.
—¿Cómo? ¿Dónde?
Me mordí el labio y negué con la cabeza.
—¡Maldita sea, Rose! Eso es algo grande. Ya sabes cuánto hemos buscado Lissa y yo a otros capaces de usar el espíritu. Dime dónde están.
—No. Tal vez en otro momento. No quiero que vengáis a por mí —por lo que yo sabía, todavía iban detrás de mí y estaban utilizando a Abe como agente.
Hubo un destello de furia en sus ojos verdes.
—Vamos a fingir por un momento que el mundo no gira a tu alrededor, ¿vale? Esto es sobre Lissa y sobre mí, sobre la forma de entender esta magia loca que hay en nuestro interior. Si has encontrado a dos personas que pueden ayudarnos, necesitamos saberlo.
—En otro momento —repetí decidida—. Voy a irme pronto… Entonces te lo diré.
—¿Por qué eres siempre tan difícil?
—Porque sé que te gusto así.
—¿Ahora mismo? No mucho.
Era el tipo de broma que Adrian solía hacer, pero en ese momento algo me molestó. No sé por qué, pero tuve la sensación de que ahora mismo no se sentía tan atraído por mí como de costumbre.
—Sé paciente —le dije—. Estoy segura de que tenéis otras cosas en las que trabajar. Y Lissa parece muy ocupada con Avery —las palabras se me escaparon sin poder evitarlo y parte de la amargura y la envidia que había sentido observándolas la noche anterior se vio reflejado en mi tono de voz.
Adrian levantó una ceja.
—Señoras y señores, lo reconoce. Ha estado espiando a Lissa. Lo sabía.
Miré hacia otra parte.
—Solo quería comprobar que estaba viva, como tú —como si yo no fuera a saber eso por mucho que me alejara de ella.
—Lo está. Viva y bien, como tú. Bueno… casi bien —Adrian frunció el ceño—. A veces noto una vibración extraña en ella. No parece estar del todo bien o su aura parpadea un poco. No dura mucho, pero me preocupa de todas formas —algo en la voz de Adrian se suavizó—. Avery también se preocupa por ella, así que Lissa está en buenas manos. Avery es bastante alucinante.
Le lancé una mirada irónica.
—¿Alucinante? ¿Es que te gusta o algo así? —se me había olvidado el comentario de Avery de dejarle la puerta abierta a Adrian.
—Claro que me gusta. Es una persona fantástica.
—No me refiero a si te cae bien. Quiero decir que si te gusta.
—Ah, ya veo —dijo poniendo los ojos en blanco—. Estamos utilizando definiciones de escuela Primaria de «gustar».
—No has respondido a la pregunta.
—Bueno, como he dicho, es una persona fantástica. Lista. Extrovertida. Guapa.
Algo en la forma en que dijo «guapa» me molestó. Aparté la mirada y jugueteé con el nazar azul que llevaba al cuello mientras intentaba analizar mis sentimientos. Adrian tuvo las cosas claras rápidamente.
—¿Estás celosa, pequeña dhampir?
Volví a mirarlo.
—No. Si estuviera celosa por ti, me habría vuelto loca hace tiempo, teniendo en cuenta todas las chicas con las que andas.
—Avery no es ese tipo de chica.
Volví a oír en su voz esa especie de cariño, de aire soñador. No debería molestarme. Debería alegrarme de que se interesara por otra chica. Después de todo, llevaba mucho tiempo intentando convencerlo de que me dejase en paz. Las condiciones para que él me diera el dinero para este viaje habían incluido mi promesa de que le daría una oportunidad de salir conmigo cuando volviera a Montana, si es que volvía. Si empezaba a salir con Avery, habría una cosa menos de la que tendría que preocuparme.
Y la verdad es que si hubiera sido cualquier chica que no fuera Avery, probablemente no me habría importado. Pero la idea de que fuera ella la que lo sedujera era demasiado para mí. ¿No era suficientemente malo ya que estuviera perdiendo a Lissa por ella? ¿Cómo era posible que esa chica pudiera ocupar mi lugar con tanta facilidad? Me había robado a mi mejor amiga y, ahora, el chico que me había jurado que yo era la única chica que le importaba, estaba considerando seriamente buscarme una sustituta.
«Qué hipócrita eres», me dijo una voz dura desde mi interior. «¿Por qué te sientes tan ofendida porque otra persona haya llegado a sus vidas? Los has abandonado. A Lissa y a Adrian. Tienen derecho a seguir adelante».
Me puse en pie enfadada.
—Mira, ya no tengo ganas de hablar más contigo esta noche. Déjame salir del sueño. No te voy a decir dónde estoy. Y no me interesa oír lo maravillosa que es Avery y que es mucho mejor que yo.
—Avery nunca actuaría como una mocosa —me dijo—. Y no se ofendería tanto si le importase lo suficiente a alguien como para que intente comprobar cómo está. No me negaría la oportunidad de aprender más sobre mi magia porque está paranoica con que alguien estropee su descabellado intento de superar la muerte de su novio.
—No me hables a mí de mocosos —le respondí—. Eres tan egoísta y egocéntrico como siempre. Todo tiene que ver contigo, incluso este sueño. Me retienes contra mi voluntad, tanto si quiero como si no, porque te divierte.
—Bien —dijo fríamente—. Acabaré con esto. Y con todo lo que hay entre nosotros. No voy a volver.
—Bien. Espero que esta vez lo digas en serio.
Sus ojos verdes fueron lo último que vi antes de despertarme en mi cama.
Me incorporé con un respingo. Sentía que se me rompía el corazón y creí que iba a llorar. Adrian tenía razón; me había comportado como una mocosa. La había tomado con él aunque no se lo merecía. Pero… no había podido evitarlo. Echaba de menos a Lissa. En cierto modo, también echaba de menos a Adrian. Y ahora otra persona estaba ocupando mi lugar, alguien que no se iba a ir como había hecho yo.
«No voy a volver».
Por primera vez, tuve la sensación de que no volvería.